Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de noviembre de 2020

GONZALO TORRENTE BALLESTER. LOS GOZOS Y LAS SOMBRAS
  
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde, siguiendo la pauta que anuda las últimas emisiones, que no es otra que mi voluntad de proporcionaros abundantes referencias de bien copiosas lecturas para que os decidáis a afrontar con devoradora ilusión literaria las largas vacaciones navideñas, un hilo conductor que me ha permitido enlazar en los programas precedentes -y que continuará en los venideros- tanto propuestas de libros muy extensos en cuyas largas páginas poder demorarse placenteramente durante semanas como sugerencias que constan de varios volúmenes que aseguren el disfrute lector durante las promisorias jornadas de ocio, quiero detenerme en una de las obras mayores de un autor, muy vinculado a nuestra ciudad, y de cuyo nacimiento se celebró en este 2020 un redondo aniversario. Gonzalo Torrente Ballester, pues de él os hablo, nació el 13 de junio de 1910, y en esa misma fecha, 110 años después, había decidido recordar su aniversario poco antes del verano. La anomalía que ha supuesto la epidemia del coronavirus me obligó a posponer el homenaje previsto para entonces, y por fin ahora puedo festejar la alegre efeméride proponiéndoos esta semana la lectura de Los gozos y las sombras, su exitosa trilogía, dejando para dentro de unos meses mi comentario de otra novela magnífica, La saga/fuga de J.B. 

Bajo la rúbrica general de Los gozos y las sombras se agrupan tres libros, El señor llega, Donde da la vuelta el aire y La Pascua triste, aparecidos en 1957, 1960 y 1962, respectivamente. A partir de su publicación original la obra ha sido reeditada en numerosas ocasiones, destacando las ediciones de Alianza Editorial, en tres tomos, que podéis encontrar también en bolsillo y, sobre todo, la que ahora os traigo, presentada en 2007 por Alfaguara en un solo volumen de más de mil doscientas páginas, y que ha sido objeto de una primera reimpresión en enero de 2019, al cumplirse los veinte años del fallecimiento del escritor. Hay, además, y os la recomiendo con entusiasmo, una formidable serie televisiva del mismo título, que conoció en 1982, año de su estreno, un extraordinario éxito, con cifras de audiencia hoy inimaginables, a causa no solo de la excepcional calidad de la obra, dirigida por Rafael Moreno Alba e interpretada por un elenco de magníficos actores y actrices, sino también de lo estrecho del “mercado” de la televisión en la época, con los dos únicos canales de Radio Televisión Española operando en exclusiva. Al término de esta reseña me detendré brevemente en un ligero apunte sobre la serie. 

Como puede imaginarse, resulta imposible resumir el argumento de una obra de tal calibre y extensión como Los gozos y las sombras, cabiendo tan solo una ligera aproximación que permita, a quien no la conozca, hacerse una idea somera de su trama. La “acción” se sitúa en Pueblanueva del Conde, una villa gallega, inventada por el autor, pero de rasgos bien reconocibles en tantos pueblos del paisaje costero de Galicia, en la que las previsibles rutinas de la vida provinciana -descritas con sobresaliente precisión a partir de las existencias de un abundante elenco de bien construidos y verosímiles personajes- se alternan con los cambios -económicos, sociales, políticos- que la época trae también a ese olvidado rincón del mundo. 

Estamos en la Segunda República, en los años -meses, semanas incluso- inmediatamente anteriores al inicio de la guerra civil. Las fuerzas vivas del pueblo, que siempre han mostrado su respeto a Doña Mariana, matriarca, en cierto modo, del clan de los Churruchaos, que incluye cuatro familias, los Deza, los Aldán, los Sarmiento y los Quiroga, y que desde tiempo inmemorial ha dirigido el pueblo, levantado en torno a la pesca, desplazan ahora su fidelidad y rinden ciega y atemorizada pleitesía a Cayetano Salgado, dueño de los astilleros y nuevo cacique del lugar, representante de esa moderna burguesía que debe su posición de dominio no a la sangre, la herencia y el abolengo -la “hidalguía”-, sino al poder del dinero, que emerge a borbotones como consecuencia del ascendente capitalismo industrial. El precario equilibrio entre una aún pujante “nobleza” tradicional (de progresivo y declinante esplendor, empero) y el inexorable impulso de la modernidad, se ve conmocionado por la llegada al pueblo de Carlos Deza, el último de los Churruchaos, en quien Doña Mariana confiará como baluarte frente al imparable crecimiento del nuevo mundo, que encarna el ambicioso, despiadado y todopoderoso Cayetano. Sin embargo, el carácter algo pusilánime de Deza, un intelectual -y siento que la alusión pueda sonar despectiva-, médico psiquiatra formado en Viena, ajeno a los intereses mundanos, que se ve envuelto contra su voluntad en un enfrentamiento que lo sobrepasa y hasta enoja, rebajará -solo en apariencia- los términos de un conflicto que acabará por resolverse en un cúmulo de agitados episodios que incluyen intrigas locales, ofensas y venganzas, rencores y desprecios, odios, tensiones y violencia, secretos y agravios, y también pasiones desbordantes, amores contenidos, adulterios, ocultos amantes, prohibidas seducciones y encendidas efusiones sentimentales. Y todo ello en un marco social, económico, laboral y político convulso, muy tenso y problemático, en una normalidad solo apacible en la superficie y que bajo la quietud de esa epidermis se muestra al borde del estallido, una explosión que pocas semanas después del término de la novela se producirá con el inicio de la cruel contienda civil. 

Sobre esta base argumental la narración avanza abriéndose en infinidad de hilos que se desarrollan siguiendo las historias personales, singularmente las de los dos personajes principales, Carlos y Cayetano, aunque también las de una extensa pléyade de secundarios, entre los que destacan las hermanas Clara e Inés Aldán, su hermano Juan, la anciana doña Mariana, Rosario la Galana, Paquito el Relojero, fray Eugenio y fray Ossorio, los miembros de la en general despreciable comunidad del casino, don Lino, el juez, el farmacéutico don Baldomero y su mujer doña Lucía, Cubeiro y tantos otros, conformando todos un marco coral, en un planteamiento que recuerda a la novelística barojiana y también a La Colmena, la obra de Camilo José Cela publicada en España poco tiempo antes de la aparición del primer volumen de Los gozos y las sombras

Pero más allá del acontecer vital de los muchos personajes que atraviesan el libro, de la indagación, de corte psicologista, en sus personalidades (resulta paradigmático, en este sentido, el personaje del dubitativo Deza, hundido en una perenne y algo conformista duda acerca del sentido de su existencia, de su razón de estar en el mundo, en una derivación de la obra de tintes filosóficos), de la sucesión de peripecias que los vinculan entre sí en los escasos años de su transcurso, en un relato arrebatador que hunde sus raíces en la literatura decimonónica, la densa y ambiciosa obra de Torrente Ballester refleja muchas otras cuestiones, algunas de las cuales merecen al menos un breve comentario. 

La novela es, en el fondo, la crónica -tan humana- del cambio de los tiempos, un choque entre dos universos, uno que se agota y da sus últimos estertores y otro que brota, pujante y vital; un conflicto que se manifiesta y produce sus efectos en -ya se ha dicho- la vida económica, laboral, social y política. La aparición de las fábricas -los astilleros en la novela- transformará el mundo, hará cambiar de manos al dinero, alterará las relaciones de producción, invertirá radicalmente los valores, enfrentará de modo cruento a las clases sociales, revolucionará la política, modificará el mapa de Europa y del mundo y, más allá de sus innegables benéficas consecuencias, producirá un enorme desgarro entre quienes se agarran aún, desesperados, a los restos declinantes del antiguo orden y quienes se suben el poderoso carro de la sociedad que emerge. Todo ello está, de un modo patente, en el escenario que enmarca las acciones de los personajes de la novela. 

Desde el punto de vista económico, la riqueza, hasta entonces predominantemente rural y en poder de la “aristocracia” local, la hidalguía que encarna Doña Mariana, es sustituida -con un cierto retraso en el caso gallego frente al del resto de España; el fenómeno muy “lento” y tardío en ambos casos- por el triunfo de los nuevos ricos que trae la revolución industrial. La decadente majestuosidad de la mansión de Doña Mariana, el espesor de las densas alfombras, la luminosidad de las lujosas lámparas, la abundancia y el esplendor de los muebles, los cuadros, las joyas, su estéril fortuna, que despiertan la desconcertada admiración de quienes la visitan, son el último coletazo de una sociedad que se acaba y que tiene en la pobreza de los Deza, en las privaciones y en la austera vida de Carlos, en su helador pazo de cuartos desvencijados al borde del derrumbamiento, algunos de sus más notorios exponentes. Por el contrario, la obscena exuberancia del dinero de Cayetano, su soberbia ostentación, su poco escrupulosa exhibición de riqueza -no hay límites para su infantil neurosis fagocitadora: compra todo lo que se le antoja, bienes y voluntades, votos y lealtades, hombres y, sobre todo, mujeres; hasta los ruinosos pazos sucumbirán a su poder-, son símbolos evidentes de la “subversión” que los tiempos traen consigo, de las nuevas reglas económicas del juego. 

Esa lucha entre poderes económicos impregna y empapa también el ámbito social, un microcosmos, esa cerrada Pueblanueva del Conde, que refleja el conflicto entre clases. El atinado retrato de la oscura sociedad gallega de los años treinta, reflejo depauperado del de España entera, es, pues, otro de los logros del libro. Vemos, así, una Galicia paupérrima, la del servilismo feudal y la emigración, la de la languideciente riqueza rural, un universo vetusto (cuesta pensar que solo han pasado poco más de ochenta años), rezumando frío y humedad, sin luz eléctrica, en una atmósfera opresiva, cerrada, desoladora, el destartalado autobús de línea llegando a la plaza solitaria, la lluvia perpetua, los negros paraguas, el lodazal de las calles atravesado por mujeres silenciosas caminando en el barro sobre sus zuecos intemporales, las mezquinas rutinas de una vida clausurada, carente de expectativas vitales; una Galicia antigua, casi medieval, en la que perduran reminiscencias de un mundo mágico ya desaparecido, hecho de miseria e ignorancia, de anacrónica superstición, de valores trasnochados. Y en esa sociedad caciquil, retrógrada, insensible, con las mujeres víctimas de constantes abusos, cargando con hijos ilegítimos, con la soez lujuria de los hombres, con un clero rancio y arcaico, aparece una nueva clase ejemplificada en la miserable fauna del casino, el juez corrupto, el farmacéutico libidinoso, el maestro desclasado que ansía el reconocimiento, el indiano, los comerciantes, los profesionales liberales, los nuevos señores del lugar. Y están también los trabajadores, los esforzados marineros y pescadores, su medio de vida a punto de extinguirse, el proletariado industrial de los astilleros, la taberna en la que amortiguan la dureza de sus existencias como correlato a la burguesa confortabilidad del casino, en una dimensión, la del conflicto laboral, que constituye otro de los telones de fondo del libro. 

Así, la novela refleja también la tensión derivada de las reivindicaciones de los trabajadores, que se sublevan -en sordina, pues el poder de los amos es implacable- ante la precariedad de sus condiciones laborales y vitales. El movimiento obrero está, pues, muy presente en la obra, y por tanto el conflicto social, la confrontación entre el tradicionalismo de los pescadores, que ansían preservar su ancestral modo de vida, y la “revolución” de los obreros de las fábricas, que huyen de su “entorno” natural atraídos por la tentación de los mejores salarios (unos y otros sometidos a diferentes formas de explotación por quienes detentan la riqueza), el abandono progresivo del sector primario en beneficio de la industria y los profundos cambios que ello ocasiona (la población gallega era, en esos tiempos, fundamentalmente rural y muy descentralizada: solo el 5% de los núcleos de población contaban con más de 200 habitantes, como recoge un magnífico estudio sobre la novela de Luis Velasco; entre 1900 y 1930, los pobladores de las ciudades pasarán de suponer un 9% a un 15% del total, según la misma fuente, en un proceso que, de modo indirecto, se apunta en el libro), las convulsiones derivadas, en definitiva, del imparable ascenso del capitalismo industrial. Huelgas, sindicatos, manifestaciones, paros, presiones empresariales, accidentes laborales, reclamaciones salariales, protestas en pro de unas condiciones de vida dignas, el “decorado” habitual de esas décadas en tantas regiones del mundo, aparecen aquí también, en esa Galicia “premoderna” en una nueva manifestación de la profundidad sociológica de una obra excepcional. 

Y esa agitación laboral trasciende el ámbito del trabajo y se extiende hasta el terreno político. La lectura de Los gozos y las sombras permite al lector vivir los antecedentes inmediatos de nuestra guerra civil. Hay en todo momento un clima denso de violencia soterrada -que en ocasiones se explicita-, hay rudeza y crueldad, hay brutalidad e injusticia, hay odio reprimido e inmemoriales agravios sin perdonar, hay un aire último -ahogado, a duras penas contenido- de rabia y ferocidad. Torrente describe con maestría, sin necesidad de simplistas subrayados didácticos, esta olla a presión que era Pueblanueva, y por metafórica extensión Galicia y España entera, una caldera en la que las inicuas desigualdades sociales, los injustificables abusos de los señores, la chulería impune de los nuevos ricos, la rabia y el afán de venganza de los oprimidos, unidos a las disensiones políticas entre las derechas tradicionalistas y retrógradas, despreciables en la defensa de sus soeces privilegios, y unas izquierdas -buenas gentes idealistas manipuladas por un socialismo que coquetea con los caciques, por un comunismo sin escrúpulos, y por un anarquismo ignorante e intransitivo- divididas y corruptas en el ejercicio del poder republicano, acabarán por abocar al país a la debacle conocida, una imparable y funesta marea que el lector ve venir, impotente, ante los escasos e inútiles intentos de racionalidad que desde algún endeble frente se opone a ese animal hervidero de pasiones destructivas. En el libro están también, pues, las tendencias políticas, los partidos en liza en la época, la crispación posterior a las elecciones de febrero de 1936, el germen de la guerra civil, en otro motivo adicional de interés más allá de la mera -y desbordante- potencia narrativa de un autor cuyo apellido parece anticipar la caudalosa fuerza de su prosa. 

Desde el punto de vista estrictamente literario, quiero resaltar, brevemente ya, algunos de los elementos que han llamado mi atención. Víctor García de la Concha sostiene, en su prólogo a una de las ediciones de la obra, que el propio Torrente rehusaba las etiquetas del realismo o el costumbrismo para calificar su novela, pero lo cierto es que ambos extremos -el retrato verosímil del alma y la vida humanas y la descripción fidedigna de las costumbres y rituales sociales de una comunidad- están presentes en Los gozos y las sombras, y lo están, a mi juicio, de una manera afortunada y fecunda, que enriquece su lectura, por más que otras vertientes -las ya reseñadas: psicologista, filosófica, económico-social, laboral o política- engrandezcan su magnitud. En este sentido, la representación de esa Galicia no ya decimonónica sino medieval resulta excepcional. 

Algo de decimonónico hay, también, en el planteamiento narrativo del autor: el narrador omnisciente, la estructura lineal, el detenimiento en los detalles, la “fotografía” de la realidad social, el lenguaje cercano a los usos cotidianos de las gentes, la indiscutible -y a la vez ambigua- propuesta moral, el cuestionamiento del matrimonio y de las formas tradicionales de sexualidad. Aunque es explícita, igualmente, la voluntad de experimentación (Torrente había leído a Proust y Joyce), con constantes cambios de perspectiva, que se centra ahora en lo individual para pasar luego a lo colectivo y volver más adelante a lo singular; con la aparición de una voz anónima -¿habla el pueblo?- al comienzo y al final de la obra, así como en algún otro interludio entre capítulos; con el magistral y exhaustivo uso de los diálogos -Los gozos y las sombras es una novela dialogada-; con la cultura y la erudición subyacentes, presentes -sin abrumar- en citas y referencias a autores, a teorías, a movimientos, a ideas filosóficas, a acontecimientos históricos, también a tradiciones, leyendas, costumbres; con la apertura del relato a decenas de historias secundarias que se imbrican en la trama principal; con, en consecuencia, la condición coral, ya reseñada, de la novela. 

El erotismo es, por último, otro de los elementos que impregna la novela de manera ostensible. Ese mundo de pasiones, de violencia primordial, de oscuros impulsos naturales, de sometimiento y poder, de animalidad y represión, tiene en el sexo una manifestación muy notable. La actitud depredadora de Cayetano, que “disfruta” de las mujeres a su antojo; la desbordada e impotente lascivia de los asiduos del casino; el melancólico furor sexual de Don Baldomero; la enardecida frigidez (valga el oxímoron) de su mujer, Doña Lucía; la rotunda y desprejuiciada carnalidad de Rosario, la obsesiva contención de Inés; la torturada represión de las beatas; el vivo deseo y la autosatisfacción de Clara; y hasta la gélida inhibición de Carlos, que, además, tiene sus “devaneos” intelectuales con el psicoanálisis, constituyen algunos de los afloramientos del erotismo y el sexo en un libro que, en este sentido, rezuma una voluptuosidad difícil de digerir -imagino- para la censura de la época. 

Magnífico libro -una obra maestra-, pues, este inabarcable Los gozos y las sombras, como puede deducirse de los múltiples frentes que abarca y que he querido presentaros en mi comentario. Y magnífica también, al decir de la crítica, su traslación televisiva, de la que apenas guardo vagos recuerdos y que no he podido volver a ver, pese a que se encuentra disponible en su integridad en la página de Radiotelevisión española. En mi memoria apenas quedan la bien lograda atmósfera gallega, el carácter coral que la asocia a la película de La colmena, también de ese año, el clima de violencia soterrada, la insoportable prepotencia del señorito, el para la época atrevido tratamiento de las escenas eróticas (Torrente decía sin embargo que había más erotismo en su libro que en la serie) y la perturbadora presencia de Charo López. Dirigida por Ricardo Moreno Alba en 1982, la serie, que se emitió en trece capítulos con un estruendoso éxito de audiencia, contó con la participación de un elenco entre los que se encontraban, además de la guapa salmantina, Eusebio Poncela, Amparo Rivelles, Carlos Larrañaga, y una muestra de algunos de los mejores secundarios de la época, como Rosalía Dans Santiago Ramos, Manuel Galiana, Rafael Alonso, José María Caffarel, Isabel Mestres, Tito García, María Casal, Fernando Sánchez Polack o Pilar Bardem. 

Como complemento musical a mi reseña os ofrezco una pieza de Chopin, compositor muy presente en la novela. Se trata del Estudio Opus 10 número 3 en mi mayor, que puede oírse en un tráiler de la serie, cuya banda sonora corresponde a Nemesio García Carril.

La venida de Carlos Deza a Pueblanueva del Conde, si bien se considera, no fue venida, sino regreso. La precedieron anuncios, y aun profecías, especie de bombo y platillos con los que se quiso, como de acuerdo, rodearla de importancia; y hubiera estado bien si las esperanzas levantadas con tanta música no hubieran de ser desbaratadas luego por el propio interesado. Pero la música y la bambolla estuvieron de más. Carlos se fue, o más bien se lo llevaron, cuando era muchacho, y más tarde regresó. El número de los que vuelven nunca es tan grande como el de los que se van, y no puede decirse que todos los que regresan hayan de ser considerados como personajes. Unos traen dinero, automóvil y una leontina; otros, más modestos, un sombrero de paja y un acordeón; los más, una enfermedad de la que mueren, y todos, todos, el acento cambiado y cierta afición a hablar de los que todavía quedan en la emigración, de los que han de volver y de los que ya no volverán, por vergüenza de su mala suerte o porque se han muerto. En cierto modo, todos éstos forman grupo; en la calle, los días de feria, o en el Casino, si son socios; por haber estado lejos y haber visto mundo, se les considera, y por la experiencia que tienen, se les consulta sobre las elecciones, o si conviene poner la fuente nueva aquí o allá, o si verdaderamente importa mantener las líneas de autobuses con La Coruña o pedir al Gobierno que de una vez haga el prometido ferrocarril. Pero Carlos, ni estuvo tan lejos, ni se ha traído automóvil, ni una leontina, ni siquiera un acordeón; y si se le pregunta sobre la fuente nueva, se encoge de hombros y sonríe. 

Quedamos en que, más que venida, fue regreso el suyo y que no había para qué ponerse así. Pero si sobraban los anuncios y las profecías, hay que reconocer que no era difícil haberlas hecho. Porque, sin ser de los que van a América, donde hay que pelear con la suerte y con la muerte, otros como él también se fueron, y volvieron. De unos, nadie lo recuerda, apenas: así de don Fernando, padre de Carlos, que llegó a diputado, y un día regresó, se casó y vivió en su pazo, hasta que marchó de nuevo sin que se haya sabido a dónde, ni cómo, ni por qué. Doña Mariana también se había marchado, puesto que regresó, y esto es también historia antigua, pero sabido de todos. Que el padre de Carlos y doña Mariana se hubieran ido y hubieran regresado, nada prejuzga. Pero también se fue y regresó Eugenio Quiroga, y, más tarde, Juanito Aldán; y lo de estos dos ya supone algo. Era fácil decir: también volverá Carlos. Era fácil. Y no había para qué ponerse así. 

La primera en sacar las cosas de quicio fue doña Matilde, su madre. Que la pobre lo hiciera no tiene nada de extraño. Le llegaban con cuentos de Cayetano Salgado. Le decían, por ejemplo: «Cayetano hace, o tiene, o puede»; y ella respondía: «Ya verán cuando venga mi hijo». O bien alguien aseguraba que Cayetano era muy guapo; y entonces ella mostraba el retrato de Carlos, que siempre fue feo hasta en fotografía. O se hacían las amilagradas de que Cayetano estuviese en Londres, y ella hablaba de Viena como de ciudad más importante, en la que nadie de Pueblanueva había estado ni había oído hablar; porque decir de los valses que eran de Viena era como decirlo del pan. Quién creyó que Viena era una panadería, y cuando doña Matilde mostraba las tarjetas postales con palacios, iglesias y parques, abría la boca de una cuarta: «¡Ah! ¿Es que el pan viene de ahí?». 

La pobre doña Matilde se pasó varios años hablando de la vuelta de su hijo, casi amenazando con ella, y se murió sin verla, pero segura de que un día había de acontecer. Todas las disposiciones del testamento la daban por segura. Hubiera sido un mal hijo Carlos de quedarse en el extranjero, o de irse a Madrid directamente sin pasar por Pueblanueva. ¡Si hasta el lugar del cementerio donde yacía doña Matilde era provisional, porque había dispuesto que su hijo eligiese la huesa definitiva! ¡Bah! ¡Tanto preocuparse por lo que pase después de muerta!...

   Videoconferencia (como de costumbre, deplorable técnicamente)
Gonzalo Torrente Ballester. Los gozos y las sombras

No hay comentarios: