Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de noviembre de 2020

BENITO PÉREZ GALDÓS. FORTUNATA Y JACINTA. MISERICORDIA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca que esta tarde continúa con su propuesta, persistente desde hace unas fechas, de presentaros libros que coincidiendo en su indudable calidad comparten también una vasta extensión. Nuestra intención es contribuir desde aquí, muy modestamente, a satisfacer la doble necesidad de lectura que reclaman tanto estas semanas de encierro forzoso, más o menos mitigado, como las que ya se vislumbran en el horizonte, que nos traen las vacaciones navideñas, bien que anómalas este año, con sus interminables días de ocio, tan propicios a nuestra sosegada demora entre las páginas de un libro. 

Hoy, además, mis sugerencias, en plural, pues son dos los libros y dos las películas, y además una serie televisiva, sobre los que se centrará mi reseña, se acomodan a otra razón de oportunidad. Como sin duda sabéis, pues los medios de comunicación se han hecho eco de la efeméride desde que empezó el año, el 4 enero de este 2020 se cumplieron los cien de la muerte de Benito Pérez Galdós, el prolífico escritor canario, uno de los más destacados de nuestra lengua española. Con esta excusa quiero proponeros ahora la lectura de dos de las mejores manifestaciones de su quehacer novelístico y que, como otros títulos del autor, han sido objeto de interesantes reediciones con ocasión del centenario (solo en Alianza hay publicados ¡sesenta y cinco títulos! de su vasta “producción”). Se trata de Fortunata y Jacinta, que pasa por ser la obra maestra de Galdós, y de Misericordia, también excelente aunque sin la universal repercusión de la primera. 

De Fortunata y Jacinta hay, como puede imaginarse, decenas de ediciones. Yo tengo dos, la clásica, y podríamos decir ya “de referencia”, de la Biblioteca Castro, de 1993, austera y espléndida, como todas las publicaciones de la firma, y que cuenta con un sucinto prólogo de Domingo Ynduráin, con valiosas sugerencias de lectura; y la muy actual, presentada en este 2020 por María Robledano y Jesús Egido para la editorial Reino de Cordelia, que incluye una breve pero interesante introducción de José María Merino, escritor y académico, y que se acompaña de las ilustraciones, para mi gusto prescindibles y de escasa relevancia, pues poco contribuyen a ampliar los límites de la obra, de Toño Benavides. La novela original se publicó en cuatro tomos independientes entre enero de 1886 y junio de 1887. El texto de Reino de Cordelia parte de la versión “canónica” fijada por la catedrática Yolanda Arencibia para la edición del Cabildo de Gran Canaria, que a su vez se basa en la primera de la novela, publicada por la editorial La Guirnalda en 1887 en volúmenes independientes, pero que incorpora algunas novedades discutibles y hasta polémicas (inimaginables en la edición, más ortodoxa, tutelada por Ynduráin) que “pulen” ciertos arcaísmos de la primitiva redacción: se suprimen las comillas (necesarias en la época) cuando se refieren a palabras hoy ya incorporadas al Diccionario de la Lengua, se adapta la ortografía a la actualmente aconsejada por la Real Academia, se modifican la puntuación y las marcas de diálogo para acomodarlas a las convenciones del presente, se corrigen algunos lapsus textuales y, sobre todo, se convierten sistemáticamente las formas verbales con pronombre pospuesto (separábanse, volviose, comprendiolo, etc.) en otras que anteponen el pronombre (se separaban, se volvió, lo comprendió…), siguiendo, como apuntan los editores, el uso habitual de hoy

En el caso de Misericordia, que también aparece, obviamente, en las obras completas de Galdós de la Biblioteca Castro, yo acabo de leer la reciente edición presentada este mismo año por Navona, en su muy cuidada colección Los ineludibles, de la que ya he hablado aquí en otras ocasiones. El volumen, precioso, con la habitual encuadernación en tela marca de la casa, con elegante cinta de registro y de formato muy acogedor y manejable, se abre con un esclarecedor y entusiasta prólogo de Antonio Muñoz Molina y con un prefacio del propio autor, también muy ilustrativo, incluido en la traducción al francés de 1913. 

Por otro lado, de Fortunata y Jacinta hay una película de 1970, del realizador Angelino Fons, y una serie televisiva, dirigida en 1980 por Mario Camus, que Radio Televisión Española ha redifundido en el primer trimestre del año y a la que me referiré brevemente al término de esta reseña. En el caso de Misericordia, puede verse una adaptación teatral para televisión, de 1974, con un elenco plagado de los grandes actores españoles del momento. 

De Galdós, tanto por su condición de figura señera de la literatura española como por el hecho de que hayan transcurrido cien años de su desaparición y, en consecuencia, sean varias las generaciones de estudiosos interesados en su vida y en su obra, se ha escrito todo lo imaginable (y aún lo inimaginable: he podido consultar, en mi labor de búsqueda de información para elaborar esta reseña, las actas de un Congreso en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense madrileña, celebrado en 1989, con más de sesenta ponencias sobre el autor canario, casi treinta centradas en Fortunata y Jacinta; setecientas páginas en las que se estudian desde la “semántica de la perspectiva” hasta las “288 alusiones a la muerte”, pasando por cuestiones tan abstrusas como la “Sociología de la sexualidad, semiótica de la seducción”, “La economía doméstica”, “Sor Marcela y el ratón” (a propósito de un episodio del libro) o ¡”Eficacia del retículo binario en la imagen femenina de Fortunata y Jacinta”! -los signos de admiración son míos-, todas ellas referidas a la novela que ahora os comento). Carece de sentido, pues, que a estas alturas yo, desde mi supina ignorancia de modesto aficionado a la lectura, pretenda ahora aportar alguna idea novedosa en la presentación de mis sugerencias de esta tarde. He decidido, por tanto, antes de hacer un breve comentario sobre cada uno de los libros, poneros en contacto, si no lo estáis ya, con algunas de las polémicas intelectuales que han surgido en estos meses en relación a la controvertida figura literaria de Galdós, una porfía -casi siempre serena, educada, respetuosa, teórica y muy interesante- que ha contado entre sus contendientes con figuras de la talla de Javier Cercas, Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes, Andrés Trapiello, Mario Vargas Llosa, José María Merino, Javier Marías, Marta Sanz o la reciente, y muy discutida, Cristina Morales, Premio Nacional de narrativa en 2019. Este “enfrentamiento” actual es, en cierto modo, la reedición de otros de décadas pasadas -a menudo muy “cruentos”-, con la presencia de Rosa Chacel, Juan Benet o Francisco Umbral, y antes Valle-Inclán, Menéndez Pelayo, Baroja, Federico García Lorca, Max Aub, Jacinto Benavente, Clarín, Gregorio Marañón, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Octavio Paz o Luis Buñuel, como principales militantes de ambos “bandos”, el pro y el anti galdosiano. En su tiempo, la “disputa” provocó incluso la división entre quienes lo propusieron insistentemente para el Premio Nobel y quienes, desde “dentro”, boicotearon con la misma reiteración -y con más éxito- su designación. 

Se trata, en cualquier caso, de discusiones estériles y meramente literarias, que se agotan en el estrecho círculo -pese a su amplia difusión- de lo que Trapiello llama “el club de las almendritas saladas”, la élite literaria del país, muy ajena a la gente, a ese pueblo en cuyo nombre muchas veces dice hablar. Por el contrario, desde el punto de vista de los lectores Galdós fue siempre fue un escritor admirado, muy popular, y los treinta mil ciudadanos que se echaron a la calle en el Madrid de entonces para llorar su muerte asistiendo a su entierro dan fe de ello. Esa apelación al entusiasmo suscitado en el lector común y no al lugar que el autor debiera ocupar en las siempre subjetivas páginas de la historia de la literatura es la que me mueve a recomendaros encarecidamente la lectura de los dos libros. 

El debate, no obstante, tiene que ver con la consideración que damos a la literatura y a lo que, pretendidamente, debiera ser su función. Vuelvo a traer a colación aquí la categórica taxonomía de Cortázar acuñada para establecer la diferencia entre el lector “macho” que, exigente, construye el texto, lo reelabora, lo trabaja, lo penetra, y el lector “hembra”, el cual, más pasivo, se deja llevar por él, atravesado, arrastrado por la fuerza arrolladora de una escritura que no le ofrece otra opción que la ciega aceptación. Esa tipificación de las dos grandes “maneras” lectoras se corresponde con otros dos -igualmente vastos- planteamientos de la figura del escritor: por un lado, el que podríamos llamar creador o innovador, que experimenta con el lenguaje, que no se pliega a las convenciones cronológicas del relato, que rompe la estructura más previsible de la narración, que no se lo da todo hecho al lector, que, en realidad, no cuenta historias sino que “se” deja discurrir a lo largo de su texto; un texto en el que el protagonismo no recae ni en los personajes ni en la acción sino en la experiencia verbal, en una suerte de juego, refinado y muy intelectual, cercano a las digresiones y búsquedas y tanteos del jazz. Es el caso de escritores, como Juan Benet, Goytisolo o el propio Marías, ambiciosos y atrevidos, poco complacientes, algo ensimismados y solipsistas, que fuerzan al lector, lo comprometen y lo obligan a una tarea de “reelaboración” del texto -arduo, complejo, extraño, difícil, exigente- que le ponen ante sus ojos. Por otro lado, tendríamos a los narradores “decimonónicos” -como rasgo de estilo, al margen del siglo al que pertenezcan- que se ocupan de llevar de la mano al lector, que lo embeben en una historia de la que manejan todas las claves, que lo dejan sin respiro ante un poderoso caudal narrativo frente al que solo cabe la aceptación y el obediente fluir, que lo seducen y lo encandilan, que lo arrebatan y lo transportan sin margen para la propia iniciativa. 

Una muestra bien conocida de esta divergencia entre dos planteamientos literarios aparentemente opuestos (en muchos de los nombres citados la diferencia no es tal, ni siquiera en su propia obra) lo constituye el muy mencionado capítulo 34 de Rayuela, en el que Horacio Oliveira, el protagonista de la novela de Cortázar, hojea un libro que está leyendo la Maga, precisamente una de Benito Pérez Galdós, Lo prohibido, un modelo de literatura que el escritor aborrece. Cortázar, en lo que entonces resultaba ser un ejercicio innovador, intercala en el capítulo el texto de Galdós y las reflexiones descalificatorias de Oliveira, alternando en las líneas pares e impares el discurrir de ambos “relatos”. Es así como el escritor argentino, abanderado por excelencia de la experimentación literaria, manifiesta su rechazo a ese modo de escribir -y de narrar- anquilosado, anticuado, trivial: Y las cosas que lee, una novela, mal escrita, para colmo una edición infecta, uno se pregunta cómo puede interesarle algo así. Pensar que se ha pasado horas enteras devorando esta sopa fría y desabrida, tantas otras lecturas increíbles (entresacando las frases de las líneas pares). 

Algo de esta burda simplificación -Cortázar se desdijo años más tarde de este reduccionista maniqueísmo y se confesó buen lector y aun admirador del canario-, aunque con más matices, persiste en el actual debate. Desde una determinada posición -Javier Cercas como ejemplo actual- se critica en Galdós su visión pedagógica y militante de la literatura, su “toma de partido”, su paternalismo, su necesidad de subrayar lo moralmente aceptable, de remarcar el lado de la Historia en que resulta conveniente situarse, su intención explícita por opinar, por pronunciarse, por “intervenir”, por decirle al lector -pasivo e indefenso- lo que debe pensar, de “inculcarle” sus valores, sus verdades (sin discutir la encomiable moralidad, dirá el escritor extremeño-catalán, de las causas que defiende), llegándose a tachar de propaganda gran parte de su obra y rechazando su falta de objetividad e imparcialidad. Además, en un segundo eje argumentativo, se denuesta el carácter redundante de su discurso literario, pues esa constante remisión a los hechos históricos, referidos y “calificados” en sus novelas, esa expresa voluntad de mostrar su tiempo, se manifiesta, a la postre, como una reiteración innecesaria de la Historia, cuando ambas, verdad histórica y verdad literaria, debieran caminar por sendas distintas: la primera concreta, factual, documentada y “objetiva”, mientras que la de la literatura debiera ser una verdad moral, universal, esa verdad elusiva, huidiza, paradójica, contradictoria y esencialmente irónica que sólo las novelas contienen, siempre en palabras de Cercas. Esa imagen del Galdós limitado, prosaico, condescendiente con el público, popular en el peor sentido del término, realista en la menos noble de las acepciones del vocablo, vulgar y hasta rancio, está ya en Valle-Inclán, furibundo oponente del canario, cuando en Luces de Bohemia hacía que uno de sus personajes se refiera a él como “don Benito el garbancero”. 

La reacción desde la otra vertiente, Almudena Grandes, Andrés Trapiello, Antonio Muñoz Molina -que, significativamente, muestran muchas diferencias, literarias e ideológicas entre ellos-, parte de la humanidad profunda de Galdós, de la convicción de que no nos hallamos ante un doctrinario, un moralista inflexible o un burdo panfletista; por el contrario, siendo nítida su posición vital e intelectual -heterodoxa, anticlerical, de izquierdas- y clara igualmente su “apuesta” por mostrar las desigualdades e injusticias sociales, el conflicto entre clases; siendo clara también -y encomiable- su voluntad de dar voz a quien no la tiene, a los desfavorecidos y marginados, a quienes pueblan los barrios bajos de “su” Madrid, hay en él, por encima de todo, verdad, verdad universal, un reflejo, complejo y fidedigno, de la vida, de los seres humanos (cuatro mil personajes surcan sus novelas), de sus pasiones y sus deseos, de sus preocupaciones y sus afanes. 

Quien, como ocurre en mi caso, no se siente, en relación con la lectura, demasiado interesado por las clasificaciones ni por las etiquetas académicas, ni mucho menos por las banderías y las tomas de posición partidistas, puede encontrar sin dificultades razones para compartir cualquiera de las dos tesis aquí someramente expuestas. Mi posición al respecto ha de ser, además, especialmente cautelosa, sobre todo cuando mi conocimiento del escritor canario se limita a la lectura de cuatro o cinco de sus libros, frente a los casos de la mayor parte de los citados, lectores de gran parte de su vastísima obra. A mi modesto criterio, pues, en Galdós hay narración “dirigista” y creación libre, voluntad pedagógica y respeto al lector, aceptación de las convenciones formales de la novela decimonónica e innovación fecunda. En Fortunata y Jacinta y en Misericordia, por centrarme en las dos novelas que ahora os presento, la peculiar “idiosincrasia” de Galdós aflora en todos esos rasgos mencionados -incluso en los calificados como opuestos por defensores y detractores-, así como en otros muchos de interés, claves en su obra, y es por ello por lo que resulta apasionante la lectura de ambas novelas, de las que quiero, tras despachar brevemente sus respectivas tramas argumentales, comentaros a vuelapluma algunos elementos que me han parecido singulares y relevantes, además de los ya citados. 

Fortunata y Jacinta, de subtítulo explícito, Dos historias de casadas, narra, en efecto, las historias de dos mujeres, ambas muy guapas, de clases sociales distintas -Fortunata, analfabeta y de vida miserable, primaria y algo salvaje, fuerte y curtida por la vida aunque inocente y noble, reflejo de lo popular, de la incultura y la ausencia de educación, pero también de la bondad natural pervertida por las condiciones ambientales, y su contrafigura, Jacinta, delicada y modesta, de figura y cara porcelanescas, una señorita burguesa, bienintencionada e ingenua, algo tontorrona aunque también valiente y decidida- que están enamoradas de un mismo hombre, el egoísta, mujeriego y voluble Juanito Santa Cruz. En una novela coral, por la que discurren varios centenares de personajes, Galdós aprovecha el relato de las vicisitudes de las existencias de los tres protagonistas principales para mostrar la vida del Madrid y de la España de las últimas décadas del siglo XIX, en un amplio recorrido que abarca distintos estratos sociales. Misericordia, también en un resumen apresurado, se centra en las andanzas de la conmovedora y ejemplar Benina, una criada -la criada filantrópica, la llama el autor- que mendiga, con la compañía del ciego Almudena, para ayudar a su señora, doña Paca, una mujer burguesa, estirada y derrochadora, arruinada tras su viudez. El propio Galdós confesaba en el referido prólogo a la primera edición francesa que con el libro se había propuesto descender a las capas ínfimas de la población describiendo en su “inmersión” la pobreza, la estrechez, la miseria, la indigencia y las penurias de un sector de la sociedad siempre desfavorecido y marginado. 

Ese es, precisamente, el primer aspecto que, en mi opinión, merece la pena resaltar en ambas novelas: el interés y la preocupación por lo que podríamos llamar cuestión social. Mientras avanzamos en sus páginas vamos conociendo los distintos escenarios de la vida social, salones burgueses, cafés bohemios, tertulias políticas, palacetes de señores distinguidos, alcobas de familias acomodadas, locales nocturnos para el ocio de señoritos, bailes y casinos, reformatorios e instituciones tutelares, conventos, iglesias y sacristías, comercios de toda índole (hay un interesante artículo académico sobre el asunto: “El concepto de comercio total en Fortunata y Jacinta”, de Salvador Oropesa), negocios de venta al por mayor y establecimientos de comidas, trastiendas de farmacias y expendedurías de géneros diversos, tiendas de filigranas y joyerías, relojerías y ultramarinos, casas de empeño y de misericordia, pero también, y sobre todo, corralas infectas, habitaciones sórdidas que albergan una turbamulta de niños mal vestidos y peor alimentados, calles misérrimas pobladas por tabernas y figones, mercados, pollerías y cesterías, cordelerías, carbonerías, tiendas de ataúdes o quincallerías (y todo ello enmarcado en vívidas descripciones del entorno urbano, las farolas, los coches de caballos, los tenderetes, las calzadas enlodadas). En el recorrido por este Madrid de desigualdades resulta muy significativa, pues concentra lo esencial de este planteamiento, la visita de Jacinta y Doña Guillermina a la vivienda que fue de Fortunata, en búsqueda del arisco Pituso, supuestamente hijo de la muchacha y del sinvergüenza de Santa Cruz. No me resisto a transcribir íntegro un párrafo fundamental: 

Después de recorrer dos lados del corredor principal, penetraron en una especie de túnel en que también había puertas numeradas; subieron como unos seis peldaños, precedidas siempre de la zancuda, y se encontraron en el corredor de otro patio, mucho más feo, sucio y triste que el anterior. Comparado con el segundo, el primero tenía algo de aristocrático y podría pasar por albergue de familias distinguidas. Entre uno y otro patio, que pertenecían a un mismo dueño y por eso estaban unidos, había un escalón social, la distancia entre eso que se llama capas. Las viviendas, en aquella segunda capa, eran más estrechas y miserables que en la primera; el revoco se caía a pedazos, y los rasguños trazados con un clavo en las paredes parecían hechos con más saña, los versos escritos con lápiz en algunas puertas más necios y groseros, las maderas más despintadas y roñosas, el aire más viciado, el vaho que salía por puertas y ventanas más espeso y repugnante. Jacinta, que había visitado algunas casas de corredor, no había visto ninguna tan tétrica y mal oliente. «¿Qué, te asustas, niña bonita? -le dijo Guillermina-. ¿Pues qué te creías tú, que esto era el Teatro Real o la casa de Fernán-Núñez? Ánimo. Para venir aquí se necesitan dos cosas: caridad y estómago». 

En ocasiones, la constatación de las insoportables diferencias surge de la voz de los personajes, en particular, de los despechados lamentos de Fortunata en los que explicita de modo amargo la radical arbitrariedad de las distinciones sociales; pero también en las reflexiones, de mayor profundidad intelectual, de Doña Guillermina, en las que es posible adivinar la postura del escritor. Y es que el propio Galdós no escatima, ya se ha dicho, sus comentarios y sus tomas de posición sobre la feroz injusticia reinante, en largos parlamentos con tono de diatriba política. 

Por estos variados escenarios de la desigualdad social pulula una pléyade de personajes: protagonistas, principales, secundarios, figurantes, meras sombras de aparición esporádica, pero todos espléndidamente caracterizados, en su dimensión exterior -fisonomía, vestimentas, registros lingüísticos- y en su psicología o sus actitudes morales, descritos en semblanzas magistrales en las que afloran sus distinciones de figura, palabra y carácter, como apunta el propio Galdós en un pasaje de Misericordia. Políticos y burgueses, aristócratas y amas de casa y criadas, sablistas profesionales, burócratas, clérigos, cesantes, medradores varios, pícaros, prostitutas, menestrales, comerciantes, horteras, crápulas, estudiantes, farmacéuticos y mancebos, correveidiles, mendigos… e infinidad de mujeres de toda clase y condición. Muchos de estos personajes saltan de unas novelas a otras, en una opción premeditada del autor, que confiesa (de nuevo en el referido prólogo a la primera edición francesa): Diferentes figuras vinieron a este tomo de los anteriores, El amigo Manso, Miau, los Torquemadas, etc., y del mismo modo, del contingente de Misericordia pasaron otras a los tomos que escribí después: es el sistema que he seguido siempre de formar un mundo complejo, heterogéneo y variadísimo, para dar idea de la muchedumbre social en un periodo determinado de la Historia, en otra de las claves de la literatura del canario. 

Las peripecias personales de todas estas gentes van unidas, a menudo, a episodios notables de la vida española de la época, en un correlato entre lo individual y lo colectivo (muy bien ilustrado en el antedicho prólogo de Ynduráin), que en ocasiones aparece como “casual” que pero que a menudo es explícito, en un paralelismo que el autor subraya expresamente como en este notable vínculo, que la voz del narrador pone de manifiesto, entre las frívolas idas y venidas sentimentales del voluble Santa Cruz -llamado también, el Delfín- y los avatares de la psicología colectiva de nuestro país: 

Quien supiera o pudiera apartar el ramaje vistoso de ideas más o menos contrahechas y de palabras relumbrantes, que el señorito de Santa Cruz puso ante los ojos de su mujer en la noche aquella, encontraría la seca desnudez de su pensamiento y de su deseo, los cuales no eran otra cosa que un profundísimo hastío de Fortunata y las ganas de perderla de vista lo más pronto posible. ¿Por qué lo que no se tiene se desea, y lo que se tiene se desprecia? Cuando ella salió del convento con corona de honrada para casarse; cuando llevaba mezcladas en su pecho las azucenas de la purificación religiosa y los azahares de la boda, le parecía al Delfín digna y lucida hazaña arrancarla de aquella vida. Lo hizo así con éxito superior a sus esperanzas, pero su conquista le imponía la obligación de sostener indefinidamente a la víctima, y esto, pasado cierto tiempo, se iba haciendo aburrido, soso y caro. Sin variedad era él hombre perdido; lo tenía en su naturaleza y no lo podía remediar. Había que cambiar de forma de Gobierno cada poco tiempo, y cuando estaba en república, ¡le parecía la monarquía tan seductora...! Al salir de su casa aquella tarde, iba pensando en esto. Su mujer le estaba gustando más, mucho más que aquella situación revolucionaria que había implantado, pisoteando los derechos de dos matrimonios. 

Desde este punto de vista, ambas novelas están plagadas de infinidad de referencias a algunos grandes acontecimientos de la historia de España, en otra de las claves de la obra galdosiana, que se convierte, así, en un magnífico documento para conocer nuestro pasado. El lector atraviesa unos textos punteados, pues, por fechas, nombres, incidentes y sucesos de singular relevancia en el acontecer de la segunda mitad del siglo XIX en nuestro país: revoluciones y movimientos de tropas, debates parlamentarios y dimisiones, broncas políticas y aprobación de leyes, reformas normativas y procesos electorales, enfrentamientos partidistas, asonadas y golpes militares, la abdicación de un rey, una fugaz experiencia republicana, una rama dinástica que se restaura. Pero Galdós -y ese es otro de sus méritos- no solo nos hace conocer la historia a través de la presencia constante, imbricados en la trama, de los personajes que la protagonizaron en primera línea, sino que su maestría le permite reflejar las circunstancias de la organización política y social de su tiempo sirviéndose de detalles menores que, en la mirada aguda del escritor, definen una época. Así ocurre, a modo de ejemplo, en este breve apunte, en el que, por otro lado, vuelve a manifestarse el afán didáctico del autor que tanto molesta a Javier Cercas (ese, en efecto, quizá irritante “pensad un poco”): 

¡Los trapos, ay! ¿Quién no ve en ellos una de las principales energías de la época presente, tal vez una causa generadora de movimiento y vida? Pensad un poco en lo que representan, en lo que valen, en la riqueza y el ingenio que consagra a producirlos la ciudad más industriosa del mundo, y sin querer, vuestra mente os presentará entre los pliegues de las telas de moda todo nuestro organismo mesocrático, ingente pirámide en cuya cima hay un sombrero de copa; toda la máquina política y administrativa, la deuda pública y los ferrocarriles, el presupuesto y las rentas, el Estado tutelar y el parlamentarismo socialista. 

Otro elemento muy notable -y muy estudiado también- es el de la originalidad de la figura del narrador, que adopta una voz omnisciente (y por ello imposible) que conoce los entresijos más íntimos de sus personajes porque, en cierto modo, es uno más de ellos, formando parte, siquiera tangencialmente, del universo retratado. Quien narra llega a confesar en ocasiones que recibe directamente de los protagonistas la información que nos transmite (Me ha contado Jacinta que una noche llegó a tal grado su irritación), en un que recurso que potencia el acercamiento del lector, contribuyendo a su mayor implicación en el relato, como ocurriría si se nos contara la historia en una conversación personal. 

Además, ese original narrador se inmiscuye de continuo en su discurso, con incisos, glosas, comentarios o apreciaciones que atraviesan el texto e interrumpen brevemente la descripción de los hechos. Son innumerables los ejemplos: Si Juanito Santa Cruz no hubiera hecho aquella visita, esta historia no se habría escrito. Se hubiera escrito otra, eso sí, porque por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela; pero esta no. O también: Ved, pues, por qué pienso que se han de reír los que lean aquí ahora que Sor Marcela tenía miedo a los ratones. Y aquí: Como todo esto que cuento se refiere al año 74, natural es que en el café se hablara principalmente de la guerra civil

En este mismo sentido, el narrador titubea (Pasaron allí creo que ocho o diez días, encantados), se equivoca (A las doce de un hermoso día de Octubre, D. Manuel Moreno-Isla regresaba a su casa, de vuelta de un paseíto por Hyde Park... digo, por el Retiro. Responde la equivocación del narrador al quid pro quo del personaje), adelanta el futuro (Un año después de lo que ahora se narra estaba ya aquel planeta errante, puedo dar fe de ello, en su sitio cósmico. Platón descubrió al fin la ley de su sino, aquello para que exclusiva y solutamente servía), intercala acotaciones teatrales (tomándolo a broma, puntualiza, en relación a la actitud de un personaje), o inserta largas genealogías de los personajes ajenas a la trama. 

Más allá de la del narrador, son también singulares las voces de las muchas gentes que pueblan las novelas, cada uno con su léxico particular, con sus registros lingüísticos específicos, aportando un valor adicional a los libros. En Fortunata y Jacinta, y, sobre todo en Misericordia prolifera la jerga “de la calle” (en esta obra, como vera el que leyere, prodigo sin tasa el lenguaje popular salpicado de idiotismos, elipsis y solecismos, tan donosos como pintorescos, avanza el autor en el prólogo mencionado), como en este discurso del ciego Pulido, uno de los mendigos: Y me paice a mí -decía para sus andrajos el buen Pulido, bebiéndose las lágrimas y escupiendo los pelos de su barba-, que el amigo San José también nos vendrá con mala pata... ¡Quién se acuerda del San José del primer año de Amadeo!... Pero ya ni los santos del cielo son como es debido. Todo se acaba, Señor, hasta el fruto de la festividá, o, como quien dice, la probeza honrada. Todo es por tanto pillo como hay en la política pulpitante, y el aquel de las suscriciones para las vítimas. Yo que Dios, mandaría a los ángeles que reventaran a todos esos que en los papeles andan siempre inventando vítimas, al cuento de jorobarnos a los pobres de tanda. Limosna hay, buenas almas hay; pero liberales por un lado, el Congrieso dichoso, y por otro las congriogaciones, los metingos y discursiones y tantas cosas de imprenta, quitan la voluntad a los más cristianos... Lo que digo: quieren que no haiga pobres, y se saldrán con la suya. Pero pa entonces, yo quiero saber quién es el guapo que saca las ánimas del Purgatorio... Y la singular jerga del moro Almudena es recogida con un oído finísimo por el autor. 

En fin, no cabe ya extender más esta muy larga reseña. No puedo, pues, comentar otros elementos interesantes de estas dos novelas de Benito Pérez Galdós cuya lectura os recomiendo con entusiasmo: la riqueza y fluidez de los diálogos; la hondura en la descripción de la psicología del alma humana; el sugestivo planteamiento de diversos problemas morales, como el conflicto entre naturaleza y sociedad, o entre civilización y barbarie; la comprensiva y generosa reivindicación del papel de las mujeres (Pobres mujeres! -exclamó-. Siempre la peor parte para ellas, puesto en boca de Jacinta); el humor constante, presente tanto en algunos personajes disparatados (Don Ido del Sagrario y sus desvaríos, el fantasioso Pepe Izquierdo o el presumido y patético Frasquito Ponte, como ejemplos destacados), de índole cervantina, como en apostillas hilarantes, de una punzante ironía: Su mujer competía en elegancia con una boya de las que están ancladas en el mar para amarrar de ellas los barcos. Su paso era difícil, lento y pesado, y cuando se sentaba, no había medio de que se levantara sin ayuda. Su cara redonda semejaba farol de alcaldía o Casa de Socorro, porque era roja y parecía tener una luz por dentro; de tal modo brillaba

Sí quiero, sin embargo, comentar muy brevemente la serie televisiva con base en Fortunata y Jacinta. A mi juicio, no ha resistido al paso del tiempo (he leído críticas recientes que hablan de ella en términos muy elogiosos, considerándola una de las obras cumbre de Mario Camus, y no puedo estar en mayor desacuerdo). Sorprende, si comparamos con otras añejas traslaciones televisivas de obras literarias, singularmente las británicas (pienso en Yo, Claudio o Retorno a Brideshead), lo mal que ha envejecido, sobre todo formalmente: absurda selección del casting (siendo una coproducción hispano-franco-suiza, imagino la imposición de un elenco multinacional, pero la elección de François Eric Gendron (muy guapo, pero inexpresivo) para el papel de Juanito Santa Cruz es, simplemente, delirante); actores de una artificiosidad estomagante (se salvan, con nota, una bellísima Ana Belén, de inocencia arrebatadora, aunque de cutis sin mácula, manos perfectas, dentadura blanquísima e impecable, rasgos imposibles en una mujer de la vida en el siglo XIX; también María Luisa Ponte, siempre convincente, Berta Riaza, en su papel de severa y mandona Doña Guillermina, y el como siempre soberbio Fernán Gómez en su fugaz presencia -poco más de un capítulo-; pero no lo hacen, a mi juicio, una Charo López deslumbrante pero demasiado fina para el papel de Mauricia “la dura”, un Paco Rabal excesivo, una Mari Carrillo fingida y siempre “actriz”, una Maribel Martín insulsa, unos Ciges, Aleixandre, Algora y el resto de secundarios, postizos); textos declamados con una impostación teatralizada (la serie está grabada sin sonido directo, doblada, pues, a posteriori, lo que resulta especialmente notorio y molesto en el caso de los intérpretes extranjeros); decorados que parecen de cartón piedra (incluso los que se corresponden con entornos realmente existentes); dirección artística de obra teatral escolar (se adivina el velcro en barbas y patillas); ridícula resolución de las escenas con encuentros sexuales (forzado peaje de la época, pues no existen en la, en este sentido, discreta versión novelística); secuencias cortadas abruptamente en unas a menudo disparatadas opciones de racord; elipsis inimaginables; ritmo cinematográfico premioso e ineficaz (un carruaje a la entrada de un hotelito, visto desde atrás durante diez agotadores segundos de plano fijo antes de que, por fin, se apeen de él Juanito y Jacinta, a los que apenas podemos ver porque se adentran súbitamente en el establecimiento… para reaparecer en el plano siguiente, sin solución de continuidad, en el interior del cuarto; o una Doña Bárbara a la que vemos recorrer íntegro un pasillo, lenta y demoradamente -perdiendo el tiempo- para rehacer su camino al instante tras el sonido del timbre de la puerta); o los planos de las calles de Madrid, intercalados entre secuencias, para intentar transmitir -inútilmente, porque la ambientación es de baratillo- el color local que impregna la novela; o el énfasis de realizador -y aquí sí que resulta insoportable, no así en el libro- en subrayar en los parlamentos de los protagonistas un explícito mensaje “progre”, de nuevo fruto, muy probablemente, de las exigencias impuestas por aquellos lejanos días de la transición; la incorporación de pasajes inventados, no recogidos por Galdós, para intentar trasladar el espíritu de la novela (el ansia de Jacinta por ser madre, elemento central del libro que, por tanto, no podía hurtarse en su paso a la pantalla, se “resuelve” con largos pasajes en los que Maribel Martín, la actriz que interpreta a la joven, contempla en planos interminables a unos niños que juegan en la calle o, en un recurso surreal y poco acorde con la atmósfera de la obra literaria, sueña (los sueños ocupan un papel destacado en la novela) con un niño -bien talludito- al que amamanta -el infante bastante reticente- en una escena que acaba abruptamente con una muñeca de porcelana que se rompe y despierta a la impasible e inexpresiva -lo es la actriz- protagonista); y, para terminar, la habitual -en aquellos años- superabundancia de zooms, flous, veladuras, voces en off, algún inconcebible trávelin cámara en mano, y cuanta pobre invención técnica poblaba las películas españolas -y no solo, debo conceder- en aquellos tiempos tan… “modernos”. En fin, interesante como documento meramente sociológico, pero, desde mi punto de vista, mejor dedicar el tiempo a la magnífica novela. 

Como complemento musical a mi reseña os ofrezco “El coro de las costureras”, un fragmento de El barberillo de Lavapiés, una zarzuela de 1874 que suena en uno de los capítulos de la serie. Sobre la pertinencia del uso de la pieza en el contexto de la obra galdosiana podéis leer en internet un interesante artículo sobre “la recreación de las prácticas musicales de la España del siglo XIX a través de la ficción televisiva”, escrito por la profesora de la Universidad de Salamanca Judith Helvia García Martín. 


Eran tres las que así chismorreaban, sentaditas a la derecha, según se entra, formando un grupo separado de los demás pobres, una de ellas ciega, o por lo menos cegata; las otras dos con buena vista, todas vestidas de andrajos, y abrigadas con pañolones negros o grises. La señá Casiana, alta y huesuda, hablaba con cierta arrogancia, como quien tiene o cree tener autoridad; y no es inverosímil que la tuviese, pues en donde quiera que para cualquier fin se reúnen media docena de seres humanos, siempre hay uno que pretende imponer su voluntad a los demás, y, en efecto, la impone. Crescencia se llamaba la ciega o cegata, siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa mano de largas uñas. La que en el anterior coloquio pronunciara frases altaneras y descorteses tenía por nombre Flora y por apodo la Burlada, cuyo origen y sentido se ignora, y era una viejecilla pequeña y vivaracha, irascible, parlanchina, que resolvía y alborotaba el miserable cotarro, indisponiendo a unos con otros, pues siempre tenía que decir algo picante y malévolo cuando los demás repartijaban, y nunca distinguía de pobres y ricos en sus críticas acerbas. Sus ojuelos sagaces, lacrimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza y la malicia. Su nariz estaba reducida a una bolita roja, que bajaba y subía al mover de labios y lengua en su charla vertiginosa. Los dos dientes que en sus encías quedaban, parecían correr de un lado a otro de la boca, asomándose tan pronto por aquí, tan pronto por allá, y cuando terminaba su perorata con un gesto de desdén supremo o de terrible sarcasmo, cerrábase de golpe la boca, los labios se metían uno dentro de otro, y la barbilla roja, mientras callaba la lengua, seguía expresando las ideas con un temblor insultante. 

Tipo contrario al de la Burlada era el de la señá Casiana: alta, huesuda, flaca, si bien no se apreciaba fácilmente su delgadez por llevar, según dicho de la gente maliciosa, mucha y buena ropa debajo de los pingajos. Su cara larguísima como si por máquina se la estiraran todos los días, oprimiéndole los carrillos, era de lo más desapacible y feo que puede imaginarse, con los ojos reventones, espantados, sin brillo ni expresión, ojos que parecían ciegos sin serlo; la nariz de gancho, desairada; a gran distancia de la nariz, la boca, de labios delgadísimos, y, por fin, el maxilar largo y huesudo. Si vale comparar rostros de personas con rostros de animales, y si para conocer a la Burlada podríamos imaginarla como un gato que hubiera perdido el pelo en una riña, seguida de un chapuzón, digamos que era la Casiana como un caballo viejo, y perfecta su semejanza con los de la plaza de toros, cuando se tapaba con venda oblicua uno de los ojos, quedándose con el otro libre para el fisgoneo y vigilancia de sus cofrades. Como en toda región del mundo hay clases, sin que se exceptúen de esta división capital las más ínfimas jerarquías, allí no eran todos los pobres lo mismo. Las viejas, principalmente, no permitían que se alterase el principio de distinción capital. Las antiguas, o sea las que llevaban ya veinte o más años de pedir en aquella iglesia, disfrutaban de preeminencias que por todos eran respetadas, y las nuevas no tenían más remedio que conformarse. Las antiguas disfrutaban de los mejores puestos, y a ellas solas se concedía el derecho de pedir dentro, junto a la pila de agua bendita. Como el sacristán o el coadjutor alterasen esta jurisprudencia en beneficio de alguna nueva, ya les había caído que hacer. Armábase tal tumulto, que en muchas ocasiones era forzoso acudir a la ronda o a la pareja de vigilancia. En las limosnas colectivas y en los repartos de bonos, llevaban preferencia las antiguas; y cuando algún parroquiano daba una cantidad cualquiera para que fuese distribuida entre todos, la antigüedad reclamaba el derecho a la repartición, apropiándose la cifra mayor, si la cantidad no era fácilmente divisible en partes iguales. Fuera de esto, existían la preponderancia moral, la autoridad tácita adquirida por el largo dominio, la fuerza invisible de la anterioridad. Siempre es fuerte el antiguo, como el novato siempre es débil, con las excepciones que pueden determinar en algunos casos los caracteres. La Casiana, carácter duro, dominante, de un egoísmo elemental, era la más antigua de las antiguas; la Burlada, levantisca, revoltosilla, picotera y maleante, era la más nueva de las nuevas; y con esto queda dicho que cualquier suceso trivial o palabra baladí eran el fulminante que hacía brotar entre ellas la chispa de la discordia.

 Videoconferencia 
Benito Pérez Galdós. Fortunata y Jacinta

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