Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 9 de diciembre de 2020

ARTHUR CONAN DOYLE. TODO SHERLOCK HOLMES
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Desde los estudios de Radio Universidad os saluda Alberto San Segundo que como todos los miércoles os ofrece una siempre interesante sugerencia de lectura. Esta tarde, al igual que ocurrió hace un mes con Benito Pérez Galdós, al que no quería dejar de recordar aquí en estas semanas finales del año de su centenario, voy a reparar, con unos meses de demora, otro retraso, también justificado, una celebración que hubiera debido tener lugar a principios de verano y que a causa de la irrupción del coronavirus quedó forzosamente truncada. 

El 7 de julio pasado se cumplieron los noventa años de la muerte de Arthur Conan Doyle, sir Arthur Conan Doyle, el escritor británico padre de Sherlock Holmes. Y aunque los cuatro meses transcurridos desde entonces pueden diluir un poco el homenaje, he decidido no cerrar el año sin llevarlo a cabo. Para ello os traigo un libro magnífico, una obra monumental que recoge los nueve libros que forman lo que los seguidores e investigadores de la obra “holmesiana” denominan Sacred Writers, los Escritos Sagrados, el completo corpus de los cuentos y novelas escritos por Doyle, en lo que constituye el íntegro Canon holmesiano. El inmenso y casi inabarcable volumen, de exactamente mil seiscientas sesenta y una páginas, se presentó en un ya lejano 2003, en la Bibliotheca AVREA de la ejemplar editorial Cátedra. 

La edición, espléndida, incluye así, en una gozosa y tentadora propuesta, sesenta aventuras de Sherlock Holmes, todas las escritas por Conan Doyle, reunidas en los libros Estudio en escarlata, la novela de 1887; El signo de los cuatro, también novela, de tres años después; la colección de relatos Las aventuras de Sherlock Holmes, de 1892; Las memorias de Sherlock Holmes, asimismo una colección de relatos, que vio la luz en 1894; otra bien conocida y genial novela, El sabueso de los Baskerville, de 1902; una nueva compilación de cuentos, El regreso de Sherlock Holmes, aparecida en 1905; una novela más, El valle del terror, la cuarta y última con el detective consultor más famoso de la historia como protagonista, publicada una década más tarde; y los dos postreros repertorios de relatos, El último saludo de Sherlock Holmes, de 1917, y El archivo de Sherlock Holmes, de 1927. Las traducciones, algunas con muchos años a sus espaldas, son de Julio Gómez de la Serna, hermano de Ramón (Estudio en escarlata), Ramiro Sánchez (El sabueso de los Baskerville), María Engracia Pujals (Las memorias de Sherlock Holmes) y Juan Manuel Ibeas, responsable de la traslación a nuestro idioma del resto de los títulos. 

El libro -al que solo puede ponérsele una objeción, menor, la de su desmesurado aunque inevitable peso, que a veces incomoda la lectura, por lo demás suculenta- cuenta con una instructiva introducción, abundantes notas, sustanciosos apéndices e indispensables índices de Jesús Urceloy, que ocupan ciento cincuenta enjundiosas páginas. El conocimiento que tiene Urceloy del universo de Holmes es portentoso, con decenas de ejemplos significativos de su exhaustiva indagación y su, en consecuencia, insuperable conocimiento de los relatos y de sus protagonistas. Sirva un único ejemplo: en El hombre del labio retorcido se “permite” rectificar los recuerdos de Watson, que cree que su esposa en esa época era Mary Morstan, su segunda mujer, cuando en realidad, como bien “detecta” el sabio y minucioso editor, se trata de Constance Adams, la primera. 

Partiendo de ese ilimitado conocimiento de la obra de Conan Doyle, Urceloy, profesor, poeta y editor, ofrece al lector en su breve estudio preliminar una serie de “datos ejemplares” sobre la peripecia editorial de los libros del detective, con detalles sobre las distintas ediciones en las que vieron la luz, a ambos lados del Atlántico, sus andanzas. Hay, además, como es obvio, una presentación “formal” del libro, en la que se adelanta su estructura y se expone el singular criterio organizativo que lo guía, pues los relatos aparecen no conforme dictaría el orden convencional, siguiendo la fecha de su publicación, sino ateniéndose a una pauta cronológica vinculada a la edad que en su transcurso tiene el personaje, una esquema que nos permite conocer a Sherlock Holmes en su primera aventura real como estudiante en Oxford y en otros casos resueltos en juventud, seguir después sus pasos cuando ya es un investigador consolidado en Londres, mantenernos a su lado en su plena madurez hasta la jubilación y asistir -siempre entusiasmados y siempre perplejos, en una doble emoción que acompañará al lector de continuo sea cual sea el cuento que tenga entre sus manos- a los lances en los que se involucra cuando ya es un ocioso adulto dedicado a la cría de abejas en Sussex. En expresivo resumen de Urceloy: Cuarenta y un años en total: 7 como «amateur», 23 como profesional y 11 como emérito

En esta sección introductoria se incluyen la reflexión sobre la identidad del narrador de los cuentos -Watson en cincuenta y seis casos, el propio Holmes en dos y otros dos que admiten discusión-, también los libros en los que se ha basado la edición, entre los que se recoge una sucinta mención a las “otras” aventuras -recreaciones, pastiches, homenajes, parodias, continuaciones- centradas en la muy original creación de Conan Doyle, y unos también cortos listados de las ediciones en español -y una en inglés- de los relatos de Holmes, así como de otros libros sobre el autor y su obra (entre ellos, uno de Javier Marías, al que Urceloy aprovecha para lanzar una “andanada” no especialmente benévola). 

Del mismo modo, y aún en el prólogo, se nos ofrecen las biografías -como es natural, resumidas, aunque abundantes en detalles y muy esclarecedoras- del escritor y de sus personajes: el propio Sherlock Holmes; el inevitable y fundamental Watson; Mycroft Holmes, uno de los dos hermanos de Sherlock, “autor”, al parecer, de una de sus aventuras, la última; James Moriarty, el “Napoleón del mal”, enemigo “natural” del detective, que se menciona y describe en El valle del terror, una novela memorable, y aflora, de un modo u otro, en varios relatos más, con la culminación de su muerte -y la de Holmes; esta no definitiva- en El problema final; la señora Hudson, vieja ama de llaves del investigador; y otros personajes más o menos relevantes en las tramas, entre los que merece una especial atención la muy inteligente y bellísima Irene Adler, quizá el gran amor del muy misógino personaje. Hay, por fin, atinados comentarios sobre la personalidad de nuestro inefable héroe, y se adelantan también algunos rasgos generales -a los que después me referiré- de las técnicas narrativas, los temas y los “motivos” recurrentes en los muchos episodios que recoge el libro. 

Tras el “cuerpo” principal del volumen, las mil quinientas páginas de apretada letra que recogen los sesenta relatos de Holmes, el aparato crítico, deslumbrante -aunque en palabras del editor la intención que lo mueve no es la del erudito sino la del apasionado lector que se dirige a un semejante en las mismas circunstancias-, se completa con la relación exhaustiva de las aventuras protagonizadas por el detective, no solo las sesenta “reales” sino también otras muchas -más de cien- referidas incidentalmente, casi siempre por Watson, en el curso de los distintos episodios efectivamente referidos; hay además una sección de comentarios a los textos narrados, en los que se analizan pormenorizadamente, con profusión de datos, anécdotas e interesantes informaciones complementarias, cada uno de los sesenta cuentos, aclarando puntos oscuros, subrayando determinados pasajes, puntualizando ciertos aspectos y enriqueciendo por tanto su lectura, que se abre así a nuevos hilos. En consecuencia, resulta altamente recomendable -y ese es mi consejo- consultar estas anotaciones tras la lectura de cada relato. 

Hay todavía otros apartados finales que incluyen curiosidades varias -entre otras, si Holmes llega o no a decir alguna vez el manido “elemental, querido Watson”, o las referidas a la presencia del personaje en el cine y las series televisivas (aunque recuérdese que el libro es de 2003, antes, claro está, de las numerosas recreaciones de la última década)-, estadísticas sorprendentes (como la que, computando la cronología de los casos, permite a Urceloy deducir que Holmes, si hubiera trabajado al ritmo de una jornada laboral normal, habría resuelto los sesenta “misterios” en menos de un año, trescientos cuarenta y siete días, exactamente), tres poemas relativos al universo holmesiano, los dos únicos prólogos -uno de Watson, otro de Conan Doyle- a los volúmenes originales de la serie, y, para terminar, un desbordante elenco, ordenado alfabéticamente y comentado con apreciable humor, de todos los personajes -incluyendo muchos perros, algún caballo y hasta una mangosta- aparecidos en los relatos. 

¿Qué tenía Sherlock Holmes tan atractivo? ¿A qué se debe una fama tan desmedida (o justa), entonces y ahora? ¿Qué hace este personaje, qué aporta, qué le define? ¿Qué le es tan particular? Y es que el rotundo encantamiento que suscitan los libros de Sherlock Holmes entre distintas generaciones en el mundo entero se debe, casi por entero, a la seducción que provoca su figura. Y así, intentar responder a estas pertinentes preguntas, planteadas por el editor al comienzo de su comentario inaugural, constituye uno de los alicientes de la lectura demorada de las aventuras del singularísimo detective. Urceloy apunta algunas respuestas, que se complementan con lo que podemos encontrar en los relatos. Se trata, por un lado, de una ficción literaria de la que su creador ha conseguido mostrarnos su profunda humanidad: su peculiar aspecto, sus vicios y virtudes, sus éxitos y fracasos, su manera de comportarse con sus antagonistas. Los claroscuros que en todos comparecen se muestran también en su contradictoria personalidad. Es suficiente y egocéntrico, admirable por su intuición y su privilegiada capacidad de observación, pero a la vez exasperante y aborrecible por su petulancia y su engreimiento, su egolatría (en Los hacendados de Reigate no le bastará con resolver el caso sino que afirmará, con insufrible fatuidad, que a su esclarecimiento ha llegado no por uno, sino por ¡¡veintitrés caminos!!, todos igualmente válidos, aunque de ninguno de ellos dará cuenta a su interlocutor). El lector puede identificarse con sus debilidades, con su abandono y su pereza temporales, con su hastío vital, con su aburrimiento existencial y con su consiguiente entrega a la pasiva placidez de la droga (es bien conocida, pues forma parte del consabido “arquetipo holmesiano”, su afición a la cocaína) y simultáneamente, sentirse desbordado por la brillante efervescencia de un cerebro casi sobrehumano. Sentimos rechazo ante su misoginia, ante su desprecio del mundo, ante su insensibilidad, ante su fría e insoportable racionalidad, ante su incapacidad de amar, ante su incomprensión del sentimiento, pero, a continuación, nos conmueve una suerte de fragilidad que lo envuelve, el delicado temblor que lo acomete ante la belleza femenina, su constante opción vital por el débil. Nos aleja de él su portentosa inteligencia, pero nos lo acercan sus errores, su temor a equivocarse, a no llegar a resolver un caso, a no poder ayudar a una víctima indefensa. Es también honesto e íntegro, un caballero a quien repele la mentira y el engaño; es capaz de abandonar un caso si nota que su cliente no le dice toda la verdad, aunque se trate del mismo Primer Ministro británico, como en La aventura de la segunda mancha

Se trata, en definitiva, de un individuo ciertamente peculiar. Watson, que lo admira, que lo idolatra, que se asombra de continuo por la agudeza de sus deducciones, por la perfección de su razonamiento y por la inusitada solvencia de su brillante método deductivo, del que luego me ocuparé (No existía para mí mayor placer que seguir a Holmes en todas sus investigaciones y admirar las rápidas deducciones, tan veloces como si fueran intuiciones, pero siempre fundadas en una base lógica, con las que desentrañaba los problemas que se le planteaban), es también capaz de ver en él sus carencias. Porque Holmes es un misántropo (—¿No me ha oído nunca hablar de Víctor Trevor? —preguntó—. Fue el único amigo que hice durante mis dos años en la Universidad. Nunca fui un tipo muy sociable, Watson; siempre preferí encerrarme en mi habitación e ingeniarme mis propios métodos de pensar, de modo que nunca frecuenté demasiado a los jóvenes de mi curso), muy poco sociable (odiaba cualquier forma de vida social con toda la fuerza de su alma bohemia), e inconcebiblemente desordenado, dada la férrea razón por la que se rige en la averiguación de los casos en que se involucra, como se puede apreciar en esta larga observación de su amigo: 

Una anomalía en el carácter de mi amigo Sherlock Holmes que siempre me sorprendió era que, a pesar de que en su razonamiento se mostraba el más preciso y metódico de los mortales y vestía con cierto remilgo, en cuanto a sus hábitos personales era uno de los hombres más desordenados del mundo, capaz de volver loco a cualquiera que compartiera con él su casa. [Es] una persona que guarda los puros en el cubo del carbón, el tabaco en las babuchas persas y clava la correspondencia sin contestar con un cuchillo en la repisa de madera de la chimenea. […] Pero mi mayor cruz la constituían sus papeles. Le horrorizaba destruir documentos, en especial aquellos que guardaban relación con casos pasados y, sin embargo, raro era que encontrara la suficiente energía como para ponerse a ordenarlos más de una vez cada dos años, pues, como ya he mencionado anteriormente en estas desordenadas crónicas, a los ataques de tremenda energía durante los que realizaba las asombrosas hazañas a las que va vinculado su nombre, seguían periodos de letargo durante los cuales se entretenía con sus libros y su violín, casi inmóvil salvo para ir del sofá a la mesa. Así, mes tras mes, sus papeles se iban amontonando, hasta que cada esquina de la habitación estaba abarrotada de haces de manuscritos, que en modo alguno se podían quemar y que nadie salvo su dueño podía guardar). 

El fiel Watson conoce bien las limitaciones de su compañero. Le sorprende su casi inhumana racionalidad (Holmes es un poco excesivamente científico. Casi toca en la insensibilidad) y lo desconcierta su casi total ausencia de emociones (Jamás hablaba de las pasiones más tiernas, si no era con desprecio y sarcasmo. Eran cosas admirables para el observador, excelentes para levantar el velo que cubre los motivos y los actos de la gente. Pero para un razonador experto, admitir tales intrusiones en su delicado y bien ajustado temperamento equivalía a introducir un factor de distracción capaz de sembrar de dudas todos los resultados de su mente. Para un carácter como el suyo, una emoción fuerte resultaba tan perturbadora como la presencia de arena en un instrumento de precisión o la rotura de una de sus potentes lupas). Le causan perplejidad sus bruscos cambios de humor, que oscilan, ya se ha dicho, entre la desatada hiperactividad y la desidia (Cuando le acometían los accesos de trabajo, no había nada capaz de sobrepasarle en energía; pero de tiempo en tiempo se apoderaba de él una reacción, y se pasaba los días enteros tumbado en el sofá del cuarto de estar sin apenas pronunciar una palabra o mover un músculo desde la mañana hasta la noche. Durante tales momentos advertía yo en sus ojos una mirada tan perdida e inexpresiva que, si la templanza y la decencia de toda su vida no me lo hubiesen vedado, quizá yo habría sospechado que mi compañero era un consumidor habitual de algún estupefaciente), entre la reclusión en los legendarios aposentos del 221-B de Baker Street, con la enervante lasitud inducida por la droga, y la frenética acción en la vida mundana, alternando una semana de cocaína con otra de ambición, entre la modorra de la droga y la fiera energía de su intensa personalidad. Por otro lado, sus estrambóticas costumbres domésticas -la música a deshoras, los malolientes experimentos científicos, sus ocasionales prácticas de revólver dentro de casa, las constantes visitas de hordas de individuos extraños y muy a menudo indeseables-, toleradas por la paciente casera, la señora Hudson, no dejan de asombrarle. 

Le resultan extrañas sus carencias intelectuales (Tan notable como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura contemporánea, de filosofía y de política parecían ser casi nulos), sus enormes lagunas culturales (En cierta ocasión en que yo hice una cita de Thomas Carlyle, me preguntó con la mayor ingenuidad quién era ese y qué había hecho. Sin embargo, mi sorpresa alcanzó el punto culminante al descubrir de manera casual que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Me resultó tan extraordinario el que en nuestro siglo XIX hubiese una persona civilizada que ignorase que la Tierra gira alrededor del Sol, que me costó trabajo darlo por bueno), su inconstancia (Es muy voluble y excéntrico en sus estudios; pero ha hecho un gran acopio de conocimientos poco corrientes que asombrarían a sus profesores), su condición de “urbanita” recalcitrante y su desdén hacia la naturaleza (El saber apreciar la naturaleza no se encontraba entre sus innumerables facultades). Con un fino humor que es uno de los rasgos más destacados de la serie holmesiana, Watson presenta este desprejuiciado “currículum” de los algo desconcertantes saberes de su amigo, en lo que constituye un completo retrato de su atípica personalidad: 

Literatura… Cero. 
Filosofía… Cero. 
Astronomía… Cero. 
Política… Ligeros. 
Botánica… Desiguales. Al corriente sobre la belladona, opio y venenos en general. Ignora todo lo referente al cultivo práctico. 
Geología… Conocimientos prácticos, pero limitados. Distingue de un golpe de vista la clase de tierras. Después de sus paseos me ha mostrado las salpicaduras que había en sus pantalones, indicándome, por su color y consistencia, en qué parte de Londres le habían saltado. 
Química… Exactos, pero no sistemáticos. 
Anatomía… Profundos. 
Literatura sensacionalista Inmensos. Parece conocer con todo detalle todos los crímenes perpetrados en un siglo. 
Toca el violín. 
Experto boxeador y esgrimidor de palo y espada. 
Posee conocimientos prácticos de las leyes de Inglaterra. 

No obstante, más allá de todas estas “rarezas” que lo definen, atractivas porque configuran un personaje único e irrepetible, el elemento más significativo del Sherlock Holmes, el que lo ha hecho pasar a la historia convertido en arquetipo, es el extraordinario método con el que resuelve los casos, el talento, el ingenio, la sutileza, la habilidad para captar los matices, la perspicacia, la capacidad de inferir, la celeridad de sus razonamientos, el fulgor de una mente superior. Un modus operandi asombroso y admirable, aunque apabullante y capaz de despertar la irritación del lector, que si no interpreta la muy aguda lógica de Holmes con humor puede acabar enojado con la algo altanera exhibición de meticulosa lógica y con la seguridad rayana en la impertinencia del notablemente vanidoso personaje. Permitid que os ofrezca un largo fragmento en el que se muestra, de manera notoria, esta condición, simultáneamente atrayente y exasperante, de la descomunal sagacidad, la desmedida lucidez de juicio y el inmenso talento deductivo de la ya legendaria creación de Conan Doyle. La voz que narra es, como de costumbre, la de Watson: 

No estuvo muy efusivo; rara vez lo estaba, pero creo que se alegró de verme. Sin apenas pronunciar palabra, pero con una mirada cariñosa, me indicó una butaca, me arrojó su caja de cigarros, y señaló una botella de licor y un sifón que había en la esquina. Luego se plantó delante del fuego y me miró de aquella manera suya tan ensimismada. 
—El matrimonio le sienta bien —comentó—. Yo diría, Watson, que ha engordado usted siete libras y media desde la última vez que le vi. 
—Siete —respondí. 
—La verdad, yo diría que algo más. Solo un poquito más, me parece a mí, Watson. Y veo que está ejerciendo de nuevo. No me dijo que se proponía volver a su profesión. 
—Entonces, ¿cómo lo sabe? 
—Lo veo, lo deduzco. ¿Cómo sé que hace poco sufrió usted un remojón y que tiene una sirvienta de lo más torpe y descuidada? 
—Mi querido Holmes —dije—, esto es demasiado. No me cabe duda de que si hubiera vivido usted hace unos siglos le habrían quemado en la hoguera. Es cierto que el jueves di un paseo por el campo y volví a casa hecho una sopa; pero, dado que me he cambiado de ropa, no logro imaginarme cómo ha podido adivinarlo. Y respecto a Mary Jane, es incorregible y mi mujer la ha despedido; pero tampoco me explico cómo lo ha averiguado. 
Se rió para sus adentros y se frotó las largas y nerviosas manos. 
—Es lo más sencillo del mundo —dijo—. Mis ojos me dicen que en la parte interior de su zapato izquierdo, donde da la luz de la chimenea, la suela está rayada con seis marcas casi paralelas. Evidentemente, las ha producido alguien que ha raspado sin ningún cuidado los bordes de la suela para desprender el barro adherido. Así que ya ve: de ahí mi doble deducción de que ha salido usted con mal tiempo y de que posee un ejemplar particularmente maligno y rompebotas de fregona londinense. En cuanto a su actividad profesional, si un caballero penetra en mi habitación apestando a yodoformo, con una mancha negra de nitrato de plata en el dedo índice derecho, y con un bulto en el costado de su sombrero de copa, que indica dónde lleva escondido el estetoscopio, tendría que ser completamente idiota para no identificarlo como un miembro activo de la profesión médica. 

En los relatos que narran las aventuras de su amigo, Watson no puede dejar de recoger no solo las manifestaciones de esta prodigiosa inteligencia de Holmes, sino que son muchos también los incisos en los que ofrece al lector las claves, la fundamentación teórica, de sus rápidos y muy sagaces procesos mentales. Así, el detective postula la importancia de razonar hacia atrás, obrando al contrario del común de los mortales, capaces -más o menos- de deducir consecuencias de unos hechos, pero no, como hace nuestro ínclito personaje -en un modo de proceder “marca de la casa”- de extraer de un resultado sus antecedentes. Igualmente, defiende el investigador la necesidad de concentración, por lo que, cuando está resolviendo un caso, no admite distracciones que le alejen de su objetivo. De la misma manera, otro de los secretos de su éxito en el esclarecimiento de los hechos reside en la fría objetividad de su cerebro, alejado de apriorismos e ideas preconcebidas (Yo, sin embargo, tengo a gala no ir con prejuicios nunca y seguir con docilidad el camino que me marcan los hechos, declara). En la rigurosa atención a los detalles y la aguda capacidad de observación (El mundo está lleno de cosas evidentes que nadie observa ni por casualidad, afirmará, petulante, en El sabueso de los Baskerville) reside también gran parte de su estupefaciente habilidad para desentrañar la clave oculta de un misterio: Usted ve, pero no observa, recrimina a su compañero, para añadir: yo no solo he visto, sino que he observado. Así, a Holmes jamás se le escapa un detalle, por nimio que sea, y en él, muchas veces, encuentra la solución al enigma planteado (Por supuesto, se trata tan solo de un detalle trivial, pero no hay nada tan importante como los detalles triviales). 

En el segundo capítulo de la primera parte de Estudio en escarlata, titulado La ciencia de la deducción, se incluye un resumen paradigmático del método deductivo del Holmes. Estudio en escarlata, uno de los relatos más populares del personaje, no es la primera aventura que protagoniza Sherlock Holmes, ni constituye tampoco el debut profesional del detective. Sí es, en cambio, la que inaugura la colaboración de Sherlock y el doctor Watson y también la primera que Arthur Conan Doyle dio a la prensa, por lo que Urceloy la elige para abrir la serie de relatos. En el mencionado capítulo Watson lee en una revista un artículo que pondera las virtudes del razonamiento lógico hasta un extremo de tan aparente desmesura que el bueno del doctor no puede sino exclamar: ¡Qué indecible charlatanería!, y también: En mi vida he leído tanta tontería. Obviamente, confrontada su opinión con Holmes, este confesará ser el autor del escrito. Os dejo ahora el fragmento incluido en el texto periodístico, un compendio, como he señalado, del arte “adivinatoria” del detective: 

Quien se guiase por la lógica podría inferir de una gota de agua la posibilidad de la existencia de un océano Atlántico o de un Niágara sin necesidad de haberlos visto u oído hablar de ellos. Toda la vida es, asimismo, una cadena cuya naturaleza conoceremos siempre que nos muestre uno solo de sus eslabones. La ciencia de la educación y del análisis, al igual que todas las artes, puede adquirirse únicamente por medio del estudio prolongado y paciente, y la vida no dura lo bastante para que ningún mortal llegue a la suma perfección posible en esa ciencia. Antes de lanzarse a ciertos aspectos morales y mentales de esta materia que representan las mayores dificultades, debe el investigador empezar por dominar problemas más elementales. Empiece, siempre que es presentado a otro ser mortal, por aprender a leer de una sola ojeada cuál es el oficio o profesión a que pertenece. Aunque este ejercicio pueda parecer pueril, lo cierto es que aguza las facultades de observación y que enseña en qué cosas hay que fijarse y qué es lo que hay que buscar. La profesión de una persona puede revelársenos con claridad ya por las uñas de los dedos de sus manos, ya por la manga de su chaqueta, ya por su calzado, ya por las rodilleras de sus pantalones, ya por las callosidades de sus dedos índice y pulgar, ya por su expresión o por los puños de su camisa. Resulta inconcebible que todas esas cosas reunidas no lleguen a mostrarle claro el problema a un observador competente. 

Por otro lado, y con este último apunte cierro ya mi reseña, la formidable capacidad intelectual de Sherlock Holmes corre pareja a otro talento menos cerebral y más físico: es un genio del disfraz. En bastantes aventuras sorprenderá con distintas magníficas caracterizaciones a Watson, perplejo ante la proteica habilidad de su colega. Como único y excepcional ejemplo menciono aquí La aventura del detective moribundo, en donde el talento actoral de Holmes brilla con un fulgor inenarrable. 

No hay tiempo ya, pues, para más; no puedo apenas mencionar la memorable figura de Watson, entregado narrador y contrapunto estupefacto de las aventuras de Holmes; la del entusiasta inspector Lestrade, que fracasa estrepitosamente, una y otra vez, en sus apresuradas -y a la postre erróneas, como desvelará nuestro detective- resoluciones de los casos; la del doctor James Moriarty el enemigo implacable de Sherlock Holmes, que lo acompañará en el momento de su muerte, aunque Holmes, como sabe cualquier buen aficionado, “resucitará”; la de la muy bella y aún más inteligente Irene Adler, “la mujer”; y tantos otros personajes inolvidables. 

No puedo tampoco daros cuenta brevemente de algunas de las muchas extraordinarias historias que se incluyen en esta inagotable maravilla que es Todo Sherlock Holmes, el libro que hoy os he presentado. Espero que os decidáis a leerlo, os aseguro horas, días, semanas, de inigualables placeres. Os dejo ya, como correlato musical al legendario personaje, con uno de los temas que interpreta el propio Holmes. En La piedra de Mazarino, el detective le dice a uno de sus clientes: Mire, conde Sylvius: soy un hombre muy ocupado y no puedo perder el tiempo. Voy a entrar en ese dormitorio. Durante mi ausencia, les ruego que se consideren como en su propia casa. Puede usted explicarle a su amigo cómo están las cosas sin que les cohíba mi presencia. Yo estaré tocando la barcarola de Hoffmann con el violín. Dentro de cinco minutos volveré para escuchar su respuesta definitiva. Es precisamente esa pieza, Barcarolle, conocida también como Belle nuit o Nuit d'amour, extraída de la última ópera de Jacques Offenbach, Los cuentos de Hoffmann, la que servirá como despedida al programa. Aquí sonará en la interpretación de Brendan Joyce, al violín, y Jennifer Wakeling, al piano. 


Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Las teorías que ahí sustento, y que le parecen a usted quiméricas, son, en realidad, extraordinariamente prácticas; tan prácticas, que de ellas dependen el pan y el queso que como. 

—¿Cómo así? —pregunté involuntariamente. 

—Pues porque tengo una profesión propia mía. Me imagino que soy el único en el mundo que la profesa. Soy detective consultor, y usted verá si entiende lo que significa. Existen en Londres muchísimos detectives oficiales y gran número de detectives particulares. Siempre que estos señores no dan en el clavo vienen a mí, y yo me las ingenio para ponerlos en la buena pista. Me exponen todos los elementos que han logrado reunir y yo consigo, por lo general, encauzarlos debidamente gracias al conocimiento que poseo de la historia criminal. Existe entre los hechos delictivos un vivo parecido de familia, y si usted se sabe al dedillo y en detalle un millar de casos, pocas veces deja usted de poner en claro el mil uno. Lestrade es un detective muy conocido. Recientemente, y en un caso de falsificación, lo vio todo nebuloso, y eso fue lo que lo trajo aquí. 

—¿Y los demás visitantes? 

—A la mayoría de ellos los envían las agencias particulares de investigación. Se trata de personas que se encuentran en alguna dificultad y que necesitan un pequeño consejo. Yo escucho lo que ellos me cuentan, ellos escuchan los comentarios que yo les hago y, acto seguido, les cobro mis honorarios. 

—De modo que, según eso —le dije—, usted es capaz, sin salir de su habitación, de hacer luz en líos que otros son incapaces de explicarse, a pesar de que han visto los detalles todos por sí mismos. 

—Así es. Poseo una especie de intuición en ese sentido. De cuando en cuando se presenta un caso de alguna mayor complejidad. Cuando eso ocurre, tengo que moverme para ver las cosas con mis propios ojos. La verdad es que poseo una cantidad de conocimientos especiales que aplico al problema en cuestión, lo que facilita de un modo asombroso las cosas. Las reglas para la deducción, que expongo en ese artículo que despertó sus burlas, me resultan de un valor inapreciable en mi labor práctica. La facultad de observar constituye en mí una segunda naturaleza. Usted pareció sorprenderse cuando le dije, en nuestra primera entrevista, que había venido usted de Afganistán. 

—Alguien se lo habría dicho, sin duda alguna. 

—¡De ninguna manera! Yo descubrí que usted había venido de Afganistán. Por la fuerza de un largo hábito, el curso de mis pensamientos es tan rápido en mi cerebro, que llegué a esa conclusión sin tener siquiera conciencia de las etapas intermedias. Sin embargo, pasé por esas etapas. El curso de mi razonamiento fue el siguiente: «He aquí a un caballero que responde al tipo del hombre de Medicina, pero que tiene un aire marcial. Es, por consiguiente, un médico militar con toda evidencia. Acaba de llegar de países tropicales, porque su cara es de un fuerte color oscuro, color que no es el natural de su cutis, porque sus muñecas son blancas. Ha pasado por sufrimientos y enfermedad, como lo pregona su cara macilenta. Ha sufrido una herida en el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de una manera forzada… ¿En qué país tropical ha podido un médico del Ejército inglés pasar por duros sufrimientos y resultar herido en un brazo? Evidentemente, en Afganistán». Toda esa trabazón de pensamientos no me llevó un segundo. Y entonces hice la observación de que usted había venido de Afganistán, lo cual lo dejó asombrado.

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Arthur Conan Doyle. Todo Sherlock Holmes

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