Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 2 de diciembre de 2020

EDU GALÁN. EL SÍNDROME WOODY ALLEN

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hace siete días os hablaba aquí de A propósito de nada, la interesante, polémica y muy vendida autobiografía de Woody Allen. Entonces apuntaba que el libro, en el que el genial cineasta neoyorquino repasaba su vida siguiendo -salvo en unos capítulos iniciales centrados en su infancia y primera juventud- el hilo conductor de sus películas, se detenía, a mi juicio en exceso, en la fase más controvertida y problemática de su existencia, la que se abrió cuando, a partir de un presunto abuso sexual sobre su hija adoptiva Dylan, perpetrado supuestamente el 4 de agosto de 1992, Mia Farrow, madre de la niña y entonces en trámites de separación de Allen, que había empezado una relación Soon-Yi, otra hija adoptiva de Mia, comenzó un largo proceso cuyas repercusiones llegan hasta la actualidad, casi treinta años después. Más allá de la indudable y triste afectación en la existencia de los implicados, en su vida sentimental y personal, las consecuencias de los lamentables hechos se despliegan en múltiples dimensiones -judicial, económica, profesional, social, cultural y hasta ideológica o política- que por lo “morboso” del asunto y la indiscutible popularidad de los protagonistas han trascendido la dolorosa anécdota y han llegado a los medios de comunicación, dando lugar a un encendido debate no solo en la opinión pública sino incluso entre expertos y profesionales diversos: psicólogos, profesores, sociólogos y, claro está, actores y directores de cine, escritores y críticos. 

En este contexto se inscribe el libro del que hoy quiero hablaros, El síndrome Woody Allen, un interesante texto misceláneo, a caballo del reportaje periodístico y el análisis ensayístico, escrito por el psicólogo y crítico cultural Edu Galán y publicado en septiembre de este año por la editorial Debate con el muy esclarecedor subtítulo de Por qué Woody Allen ha pasado de ser inocente a culpable en diez años

Cuenta Galán en su prólogo las circunstancias que desencadenaron la escritura del libro. En diciembre de 2008 él mismo y el profesor Juan Pastor propusieron a la Facultad de Psicología de la Universidad de Oviedo un curso de una semana de duración acerca de la relación de Woody Allen con la psicología, muy notoria más allá de la ostensible neurosis del habitual protagonista principal de sus distintas películas o de la presencia recurrente del psicoanálisis en su extensa filmografía. Con participación de psicólogos, críticos de cine y filósofos que, tras la proyección de alguna de sus películas, daban una charla sobre ella, el curso registró una asistencia multitudinaria de público, que desbordó las aulas previstas para el evento. No hubo entonces, constata desde el presente el autor, ni una sola protesta, ni queja o incidente alguno en relación con la disputa judicial entre Allen y Farrow, ni mención a las acusaciones de pederastia que casi dos décadas antes se habían vertido sobre el director, ni, mucho menos, comentarios de ningún tipo sobre la relación, ciertamente inusual, entre Woody y Soon-Yi. El curso se desarrolló, sin interrupciones, en un plano meramente académico, y los en él registrados manifestaron un genuino interés “intelectual” por las cuestiones tratadas. El éxito de la experiencia llevo a sus promotores a repetir la convocatoria un año más tarde, en diciembre de 2009. 

La introducción del libro salta entonces a febrero de 2014. Apenas cinco años después, la estatua de Woody Allen en las calles de Oviedo aparece con una bolsa de basura cubriendo su cabeza y, en la espalda, una pegatina: Fuera pederastas de nuestra ciudad. A partir de esa fecha se suceden las manifestaciones, protestas y actos en contra del director, que culminan en una manifestación, en noviembre de 2017, de la Plataforma Feminista de Asturias en la que, a su término, se cuelga en la estatua mencionada un cartel con la leyenda: Tu esposa te acusó de haber abusado de tu hija. Nadie la creyó. Mentirosa, interesada, vengativa, le gritaron. Nadie las creyó y nadie las ayudó

En ese breve arco temporal, y en el aparentemente inexplicable cambio radical de criterio de la opinión pública entre un momento y otro, se centra El síndrome Woody Allen, un intento, argumentado y racional, lúcido, documentado y muy sensato, de comprender qué ocurrió entre una y otra fecha, cuáles son las causas de que el criterio de los intelectuales, la toma de postura de las élites culturales, el sentir de los artistas, las tendencias ideológicas dominantes y hasta la percepción de gran parte de los ciudadanos (simbolizado todo ello en la valoración unánime del curso de 2008 y la repulsa furibunda de las manifestaciones recientes) haya experimentado un giro radical sobre un asunto que, en su núcleo esencial, en los hechos reales que lo desencadenan, no ha registrado ninguna novedad de relieve a lo largo de esa década. 

La posición del descreído autor (que afirma de su estudio: por qué creo que no sirve para nada) es inequívoca desde el comienzo. El síndrome Woody Allen pretende ser, señala Galán todavía en el preámbulo, una reivindicación de la duda y el pensamiento crítico en un mundo donde se valora la emocionalidad, la certeza absoluta —a ser posible, dicha con gran convicción—, la polarización maniquea y eso de «todas las opiniones son respetables» o, en su versión más ligera, «todas las opiniones valen lo mismo». Y casi a su término, de un modo aún más combativo, declara: Frente a los prejuicios y la gravedad moral percibida del delito («¡pederastia!»), uno de los objetivos de este libro es darle valor a la presunción de inocencia y señalar los rumores y la desinformación, amplificados por el clickbait y las redes sociales, como principales peligros para la democracia occidental y base de fenómenos como el auge de los populismos o la pervivencia de las pseudociencias

Como se intuye, y como se corrobora de modo fehaciente tras la lectura del libro, Woody Allen es, en cierto modo, tan solo una excusa, bien que poderosa, para presentar un conjunto de reflexiones, surgidas desde disciplinas teóricas muy distintas -psicología, sociología, teorías de la comunicación, ciencias sociales- pero sin ninguna pretensión académica (Este no es un libro académico. Se me parece más a un texto-collage para conseguir que se entiendan los síntomas que inciden en el problema que se plantea en el subtítulo), sobre una serie de fenómenos de crucial importancia en la vida de nuestras sociedades: la hipercorrección política; el artificioso lenguaje inclusivo; la “emocionalización” de la realidad y la continua y delirante apelación a los sentimientos; la “cultura de la cancelación”; la afanosa búsqueda de culpables de cualquier acto “dudoso” por trivial o remoto en el tiempo que aparezca; la victimización de la sociedad y la proliferación en ella de “ofendiditos”; el recurso ciego a las reduccionistas calificaciones apriorísticas (heteropatriarcal, micromachista, fascista, etc.); su corolario natural en el terreno de los hechos (boicots, escraches, derribo de estatuas); las persecuciones y cazas de brujas; los linchamientos simbólicos y el uso de los argumentos ad hominen; el declive de la presunción de inocencia; la “conspiranoia” generalizada; los claroscuros de la libertad de expresión; la infantilización social y en particular la de la universidad, proteccionista y cobarde; el auge de los populismos; el refugio ideológico en las visiones identitarias, endogámicas y cortas de miras; la inexplicable confluencia de la izquierda y la derecha en ideas y comportamientos antidemocráticos que obedecen a tomas de postura y parámetros de comportamiento regidos por pautas similares; la sustitución de las justas -y arriesgadas- reivindicaciones “reales” por las cómodas luchas simbólicas; el decisivo y deplorable papel de las redes sociales en la conformación de una opinión pública ignorante y acrítica, que se mueve por lemas vacuos; la consecuente proliferación de fake news; la simplista y maniquea lectura de una realidad que se “explica” de modo categórico en posturas extremas, nítidas, de apariencia irrefutable, sin matices, sin análisis, sin pensamiento digno de ese nombre, pues; el destructivo e interesado cuestionamiento actual de los valores que han inspirado nuestras democracias: la prevalencia del Estado de derecho, el imperio de la ley, el respeto al poder judicial, la diferencia sustancial entre hechos y valoraciones, entre información y opinión, la obligatoriedad de la prueba para confirmar las meras aseveraciones personales si se pretende extraer de ellas un criterio objetivo y general, la razón como ultima ratio para dilucidar la validez de un argumento, una propuesta o una idea, la construcción de consensos sobre bases racionales. 

Huye Galán, en su apasionante estudio, de cualquier intento de construir un ensayo estructurado, de plantear tesis incontrovertibles, de proponer certezas o recetas. Por ello, además de recoger -en lo que tiene que ver directamente con el enfrentamiento Allen/Farrow- los argumentos de ambas partes, espiga, en la vertiente más personal de su libro, numerosos enfoques de expertos en ámbitos diversos, recurre a una exposición algo deslavazada y poco convencional que, impregnada de humor (de vez en cuando incluiré algo de humor con tal de disimular mis dudas y carencias y, al mismo tiempo, ahondar en el carácter anárquico de este libro. A mí me divierte más así, espero que a vosotros también), incluye historias intercaladas, reflexiones en “voz alta” sobre la propia redacción del libro, interpelaciones al lector, al que tutea en una suerte de diálogo cercano, conminaciones para que interrumpa la lectura y se airee, lea, se relaje o vaya al cine, emails de amigos, publicidad, mensajes de Facebook, transcripciones de notas tomadas en servilletas de bares, “interludios musicales”, consejos, propuestas de lecturas adicionales, recomendaciones de películas, diagramas, para, en definitiva, plantear un esquema algo inusual para el desarrollo de sus planteamientos. A la construcción de esta fórmula ciertamente poco común contribuyen también los materiales y recursos diversos con los que el autor complementa sus razonamientos, que incluyen una amplia bibliografía que se recoge al término del libro, un dramatis personae inicial que permite conocer quién es quién en los debatidos sucesos del 4 de agosto de 1992 y en sus posteriores repercusiones judiciales y mediáticas, un árbol genealógico que nos ayuda a orientarnos en el enrevesado entramado familiar de los Allen-Farrow, con tantos matrimonios, parejas e hijos, biológicos y adoptados, y un cronograma diseñado por Álvaro Valiño que sirve de guía en el desarrollo temporal del proceso. 

Más allá de toda esta parafernalia adicional, el libro se articula en torno a siete grandes capítulos, cada uno de los cuales se presenta en dos secciones, la A y la B, que mantienen -por separado- un hilo conductor marcado por una pauta común. La sección A de cada capítulo, que el autor denomina relatos periodísticos, incluye las diversas versiones sobre el enconado enfrentamiento Allen-Farrow. Siguiendo un orden más o menos cronológico y encabezados por la rúbrica 4 de agosto de 1992, en estos apartados del libro aparecen la acusación inicial de Mia Farrow a Woody Allen por los supuestos abusos sexuales a la hija adoptiva de ambos, Dylan; la infinidad de “encuentros” judiciales de la pareja; las reclamaciones, también ante los tribunales, por la custodia de su hijo natural, Satchel/Ronan, y los adoptivos, Dylan y Moses; las investigaciones de la policía y de la agencia de bienestar infantil de Nueva York sobre los abusos, que se cerraron con la exculpación del director en 1993; y las opuestas interpretaciones de los hijos, tanto los biológicos como los adoptivos, acerca de los hechos. Con una apabullante exhibición de fuentes documentales, más de cien referencias que integran en su totalidad la referida bibliografía final, el relato que se ofrece en estos epígrafes de cada capítulo se construye sobre una indiscutible y objetiva base real: infinidad de informes, atestados, sentencias, documentos, artículos de prensa, reportajes, declaraciones, archivos judiciales, extractos de sesiones en los juzgados, publicaciones varias de los afectados, intervenciones en programas de televisión, comunicados, tuits, testimonios de psicólogos, cuidadoras, psiquiatras, para apuntalar la premisa sobre la que Galán construirá su libro: toda esta información que se encuentra al alcance de cualquiera en las hemerotecas, debería permitir a quienquiera que se disponga a emitir su opinión sobre el asunto informarse sin problemas de lo que ocurrió en esa familia o de las relaciones entre sus miembros, para, después -y solo después-, sacar sus propias conclusiones. En este sentido, no me resisto a transcribir un fragmento del libro alusivo al informe final sobre el caso, emitido tras las entrevistas a los implicados y las evaluaciones de expertos, psicólogos y trabajadores sociales: 

Un extracto del informe final, fechado el 17 de marzo de 1993 y publicado por el tabloide Radar Online en 2014, concluye que, «según su opinión experta», Dylan no sufrió abuso por parte de Woody Allen. Creen que las afirmaciones de la pequeña en el vídeo grabado por su madre «no se refieren a eventos que le hayan ocurrido el 4 de agosto de 1992». Asimismo, admiten que no son capaces de concluir si los abusos relatados por ella fueron inventados «por una niña emocionalmente vulnerable que estaba atrapada en una familia con problemas y que respondía a las ansiedades en ella» o «si la niña fue influenciada o entrenada por su madre», pero que, de nuevo, en su opinión profesional, «la combinación de las dos hipótesis es lo que mejor explica las acusaciones de Dylan de abusos sexuales». El 18 de marzo Allen y sus abogados revelan a los medios algunas de las conclusiones del informe, pero acuerdan que no se haga pública su transcripción completa para salvaguardar la privacidad de la niña. Los letrados de Mia Farrow se ponen a trabajar para desmontarlo en el juicio. El dictamen de los expertos supone un mazazo para la actriz y su defensa. 

La sección B de cada capítulo se presenta bajo el título común de análisis. Es en estos epígrafes en los que Edu Galán acomete su confesado intento de explicar cuáles son los factores sociales, psicológicos o comunicativos que han contribuido a cambiar radicalmente la imagen de Woody Allen: de genio del cine, admirado internacional e incondicionalmente, a siniestro perpetrador de delitos gravísimos como el abuso sexual, la pederastia o la violación. Y todo ello en menos de una década y sin que, como se ha dicho, haya ninguna novedad en los hechos desde octubre de 1993, en que se cierra el caso y se retiran los cargos contra el cineasta. 

En relación con el “juego” entre los dos ejes del libro, advierte su autor, en un jocoso Interludio de utilidad para el lector, que ya el fabuloso erudito Samuel Johnson mantuvo que ningún hombre en sus cabales ha leído un libro entero desde el principio al final. Es por ello que, prudente, sugiere que los lectores que quieran saber más sobre el caso Allen-Farrow solo se tendrán que leer la parte A del libro, y [a] aquellos ya conocedores de la historia que estén interesados en mi análisis les bastará con la parte B, para cerrar, de nuevo irónico: Vaya mi agradecimiento a cuantos se atrevan con el volumen completo

El completo análisis que constituye la mejor aportación de libro -el de los apartados B de cada capítulo- incluye, como he anticipado, numerosos y muy sugestivos focos de interés. Por mencionar solo alguno de los más relevantes (el ensayo es desbordante en aportaciones y enfoques), destaca, en primer lugar, el de la centralidad de los sentimientos y el inusitado despliegue público de las emociones en nuestra sociedad. Los hechos, las evidencias, la objetividad han perdido todo valor en el debate público. Lo importante es el yo, el singular modo en que uno vive la realidad. Es irrelevante el coche que se anuncia, lo esencial son las sensaciones que “inspira” (¿te gusta conducir?); no se valora el conocimiento, la capacidad o el talento de un profesor, lo decisivo es su empatía; ¡al diablo la valía de un profesional!, solo interesa su imagen, lo que comunica, cómo se “vende”; se enfatiza la reacción airada del hincha que pide la dimisión de un entrenador cuestionado, pero no se indaga en las causas del posible descrédito; no importa el suceso del que se da cuenta, sino la reacción emotiva de quienes lo viven; el resultado que se extrae de los votos depositados en las urnas no es válido si mi percepción lo impugna; la ley se incumple si en mi interpretación aparece como injusta; se ignoran o se desprecian en sí mismas las declaraciones, las posturas políticas, las manifestaciones culturales, incluso los chistes, lo que “realmente” dicen o quieren decir, la única vara de medir su pertinencia es el modo en que yo -un yo agigantado y monstruoso- las recibo, las proceso: yo incómodo, yo intranquilo, yo aburrido, yo irritado, yo escandalizado, yo ofendido; el mundo reducido a un inmenso juego de like/dislike. Y, como consecuencia de ello, se rechaza todo lo que me incomoda, me intranquiliza, me aburre, me irrita, me escandaliza, me ofende. No sorprende, por tanto, subraya Galán, que el tipo de televisión que más se consume en España y en el resto del mundo sea la que se dedica a explotar el sentimentalismo en las diversas versiones de telerrealidad: las emociones de una participante en un reality, las emociones de un anfitrión ante los invitados que han ido a cenar a su casa, las emociones de una pareja cuando sufre su primera cita, las emociones de una madre a la que han asesinado a su niño o las emociones de un padre al que, amablemente, una cadena de televisión ha ayudado a encontrar a su hijo perdido hace años

Siguiendo esa línea delirante e infantil de hiperprotección del yo, se ha instaurado un estado de cosas general en las interacciones sociales que prohíbe “molestar” a cualquiera que se “sienta” (subjetiva e irracionalmente) herido. Amplificadas por las redes sociales, las quejas de los “ofendidos” exigen, imponen el silenciamiento, la “cancelación” de todo aquello que pueda herir la sensibilidad de decenas de grupos cada vez más atomizados: las mujeres, los descendientes de indígenas americanos, los negros, los enanos, los trans, los amantes de los animales, los defensores del medio ambiente, los gordos, los calvos, en una relación interminable que se acrecienta cada día en cuanto alguien -por ejemplo, una artesana textil mexicana o una persona con el síndrome de Asperger o un cantante flamenco- considere una agresión injustificable el que un diseñador de moda italiano use en sus creaciones referencias iconográficas ancestrales del país azteca, o en una obra de teatro el actor que representa un papel de afectado por el síndrome no sea realmente una víctima de la enfermedad, o, en fin, que la catalana Rosalía introduzca en sus éxitos internacionales aires andaluces. 

De esta desquiciada desmesura de la sensibilidad surge como corolario inevitable una sucesión de fenómenos hoy generalizados y de una preocupante implantación social: la ridícula exigencia de una vacua corrección política (¿decir gordos, calvos, enanos, prostitutas, ciegos, negros, minusválidos, viejos?... ¡anatema! He aquí la nueva jerga socialmente exigible, beligerante contra esa nueva plaga del siglo XXI, las microagresiones, el micromachismo, el microrracismo, la microhomofobia, la microgordofobia: invidente, magrebí, subsahariano, trabajadora del sexo, discapacitado, sénior, curvy, etc.); el absurdo del lenguaje inclusivo (los redactores de las convocatorias de oposiciones “temerosos” de usar el término “opositores”, por, supuestamente, excluir a las mujeres, y renuentes a la duplicación constante de las frases, escribiendo “opositores y opositoras” en un texto que, como se puede imaginar, dada la naturaleza de la norma, contiene el vocablo cientos de veces, optan reiteradamente por el inconcebible “personas opositoras”, que provocaría hilaridad si el lector fuera capaz de sustraerse a la ira que provoca tanta estulticia); la consiguiente búsqueda y señalamiento de culpables, presentes y pasados, de cualquier nimia afrenta o agravio existentes solo en la enfermiza susceptibilidad de quien protesta (Un militante vegano llegó a quejarse en internet porque algunos grupos musicales antisistema usan el calificativo “perros” para referirse a la policía. La acusación formulada por el muy “sensible” descerebrado se basaba en que los cantantes incurrían en “especismo”, esto es la discriminación de una especie -en este caso la canina- por miembros de otra, aquí el macho heteropatriarcal antropocéntrico. En fin…); la proliferación -en todos los medios-, de escraches, caza de brujas, argumentos ad hominen, linchamientos -a veces no solo morales-; el clima de una ubicua conspiranoia; el miedo, la censura y su peor derivada, la autocensura; la reducción de los límites de la libertad de expresión; la edulcoración de los aspectos más “conflictivos” de la realidad -¿toque de queda?, de ninguna manera: “restricción de la movilidad nocturna”- para “contentar”, de manera simbólica, superficial, vacía, a la cada vez más manipulada opinión pública; el cuestionamiento -y la desaparición de facto, en muchos ámbitos- de la presunción de inocencia; la inconcebible aceptación y, aún más, la defensa apasionada de aberraciones jurídicas, democráticas, morales e intelectuales tan aviesas y peligrosas como el “Yo sí te creo”. 

El mundo se ha convertido en el escenario del enfrentamiento entre visiones maniqueas, duales, cerradas y rígidas, ya pensadas (siendo benévolos al usar el verbo), apriorísticas, preestablecidas, propiciando un desmesurado crecimiento de populismos simplistas basados en el fanatismo y en la radicalización de posturas en el fondo meramente simbólicas, superficiales que sustituyen, como analiza Galán, la justa defensa de una causa razonable, por la aceptación acrítica e insulsa de una “Causa” de la que solo interesa su valor como signo de distinción, como atributo identitario, como emblema de pertenencia al “lado correcto de la vida”. No hay, ya, pues, matices, pensamiento crítico, análisis riguroso, argumentación sólida, fundamentación racional, todo son lemas inanes, fórmulas estereotipadas que nada significan, mantras estériles sin sentido. 

El capítulo dedicado a la implantación y el florecimiento de este fenómeno en la Universidad es demoledor, y con su comentario cierro ya esta larga reseña, que debe dejar fuera, por desgracia, muchos otros subtemas apasionantes de la sugestiva propuesta de Edu Galán. Y es que esta -por resumir- descabellada infantilización de la vida pública (no hagamos “daño” al ciudadano/niño) es especialmente perceptible en los colegios y universidades. Del espacio abierto para el debate y la discusión, para la reflexión y la conversación inteligente en que consistía la vida universitaria en los años en que el autor planteó y llevó a cabo su curso sobre el cineasta, se ha pasado a una nueva forma autoritaria de entender la universidad (sobre todo en Estados Unidos, pero extendiéndose peligrosamente a España), en la que proliferan las cancelaciones de charlas y conferencias, la supresión “preventiva” de cursos, la reescritura de los hechos históricos y su sustitución por relatos políticamente correctos, la retirada de manifestaciones culturales (¡¡incluso novelas, ficciones!!) que puedan molestar a algún colectivo especialmente “sensible” (las mujeres, los miembros de una determinada religión, una minoría cultural, la comunidad LGTBI, las víctimas del terrorismo, los veganos o, en definitiva, todo aquel que no comparte el punto de vista que pretende defenderse). Recoge Galán una, a mi juicio, muy descriptiva -y muy cierta- reflexión de Caitlin Flanagan, escritora y crítica norteamericana, según la cual la infantilización del universitario, y el estatus hacia el que está evolucionando en el mundo de la educación superior (menos estudiante que consumidor) [lo convierte en] alguien cuyos caprichos y afectos (políticos, sexuales, pseudointelectuales) deben ser constantemente apoyados y defendidos. Para entender este cambio, ayuda pensar en la universidad no como una institución que busca objetivos educativos, sino como el resort con todo incluido en el que se ha convertido en los últimos años. La creación de “espacios seguros” en los campus (lugares -con juegos y mascotas y un clima de “paz”- a los que los estudiantes pueden acudir para no ser perturbados, ni ofendidos ni “traumatizados), los trigger warnings o “avisos de trauma” (indicaciones que los profesores deben hacer a sus alumnos antes del comienzo del curso, acerca de los contenidos potencialmente “perturbadores” de la materia que van a cursar o de los libros que deben leer o de los materiales que tienen que manejar), son dos de las manifestaciones más delirantes de esa tendencia que constato día tras día en mi experiencia como profesor en secundaria y en la universidad, salvadas las singularidades que diferencian ambas sociedades. Como también sostiene Galán, del alumno, ya no se mide lo que aprende, se mide su nivel de satisfacción; ya no se le ayuda, se le hiperprotege; ya no se le escucha ni se le rebate, se le da la razón

En consecuencia, y como ya he indicado, el ámbito académico que, por definición, debiera permitir y potenciar el estudio, el análisis, la crítica, la razón, el debate, la validación “científica” de las propuestas teóricas, el respeto a la sabiduría del experto y a la autoridad intelectual y humana del profesor se ha convertido en una extensión de la deplorable jungla de las redes sociales, en las que la pauta la marcan la opinión sin formar, el análisis superficial, la falta de método, el relativismo («todos somos expertos»), la centralidad del yo y los sentimientos individuales, el debate a distancia y una velocidad ansiosa para emitir un juicio

El síndrome Woody Allen se construye sobre una pregunta de respuesta en apariencia trivial: ¿podría volver a organizar el curso que hicimos, hace ya una década, sobre Woody Allen sin que se produjesen protestas ni boicots, sin que la Universidad de Oviedo reaccionase retirándolo o, más fácil, cancelándolo preventivamente? Edu Galán nos deja su impresión al final del libro: Hoy no me apetece hacer otro curso sobre Woody Allen en la universidad. Para resarcirme he escrito este libro que —ya lo podréis adivinar porque estoy acabando— no tiene nada que ver con Woody Allen. O sí

Por desgracia, la conclusión que el lector extrae al término de la lectura es igualmente demoledora y decepcionante. Merece la pena leerlo con detenimiento para conocer qué está pasando en nuestras sociedades en relación con todos estos asuntos fundamentales para nuestra vida en común, para la profundización, el desarrollo, e incluso, la pervivencia de las democracias liberales. No os lo perdáis. 

En el curso de su análisis, el autor menciona algunos temas musicales. Dos de ellos son especialmente interesantes por su relación con el tema principal del libro. La historia que hay detrás de las dos canciones es algo enrevesada, aunque muy esclarecedora en relación con el núcleo del conflicto Allen/Farrow. La letrista y cantante Dory Previn fue esposa de André Previn, el pianista y compositor de jazz desde 1958 a 1969. En 1968, el músico inició una relación con Mia Farrow, en secreto, durante el rodaje en Londres de Sentencia para un dandy, dirigida por Anthony Mann (en lo que sería la última película del exmarido de Sara Montiel) y protagonizada por Laurence Harvey y la joven actriz de solo veintitrés años. Un año después, Dory, al saber que Mia estaba embarazada de su marido, se divorciaría de él. Previn estaría casado casi diez años con Mia, y, de hecho, ambos son los padres adoptivos de Soon-Yi. 

Dory, muy afectada por los hechos, ingresó en un hospital psiquiátrico afectada por serios problemas mentales que la acompañarían toda su vida. En 1970 publicó el disco On my way to where, con una portada del Nathaniel Oliveira con un rostro de mujer que parece mezclar el de Mia y la propia Dory. Algunos de los temas del álbum aluden claramente a las circunstancias de su separación, y sus letras pueden ser leídas, ahora, cincuenta años después de su publicación, como descriptivos del enfrentamiento entre Woody y Mia. El primero de ellos, Beware of young girls -Cuidado con las chicas jóvenes- resume los sentimientos de la compositora, herida por el engaño, y le son aplicables, en una suerte de extraña justicia poética, a Mia Farrow, con Soon-Yi ocupando su papel de entonces: 

Cuidado con las chicas jóvenes 
Que vienen a la puerta 
Melancólicas y pálidas de veinticuatro 
Traen margaritas con manos delicadas [...] 
Demasiado a menudo quieren llorar en una boda y bailar en una tumba 
Ella era mi amiga, mi amiga 
Mi amiga, la invité a mi casa 
Lo era y pensé que sabía 
Que mi amor era verdadero y nada común 
Miraba mi anillo de boda [...] 
Mi amiga, nos mandaba pequeños regalos de plata 
“Qué extraña y feliz pareja” 
Nos decía inevitablemente mientras miraba 
Nuestra cama sin hacer [...] 
Tenía un plan oscuro y diferente 
Miraba a mi dulce hombre 
Éramos amigas 
Y se lo llevó de mi vida 
Lo hizo, tan joven y vana 
Me trajo el dolor 
Pero soy lo suficientemente lista para decir 
Que le dejará, el día que menos se lo espere 
Cuidado con las chicas jóvenes. 

En ese mismo disco estaba también With my daddy in the attic -Con mi padre en el ático-. Tras el juicio a Woody Allen que siguió a la denuncia de Mia Farrow, Dory declaró -quizá movida por un tardío resentimiento- que estaba segura de que la acusación de abuso de la pequeña Dylan en el ático se basaba en una inconsciente asociación de la, en su opinión, muy taimada Mia. Es esta pieza la que os ofrezco ahora para cerrar esta ya muy larga reseña.

Por más que en su autobiografía se empeñe en repetir que no sabe quién es su público, durante mi época de estudiante de Psicología supongo que Woody Allen se compró una casa, un helicóptero o remodeló su baño para colocar el desagüe en un lado gracias a nosotros, los estudiantes de Psicología. En los noventa el cine de Allen en España no era mayoritario y, al igual que en otros lugares de Europa y Estados Unidos, su público generalmente se componía de humanos —de diferentes edades— con formación universitaria. Como conté al principio, los cursos que organizamos en la Universidad de Oviedo tenían mucho éxito y no era difícil —extraño en un estudiante— encontrarse con gente joven que venía con la lección bien aprendida: cuando llegaba, ya habían visto las películas más famosas de Allen y conocían perfectamente sus temáticas, el personaje que representaba y su filosofía. ¿Cómo no nos íbamos a relamer los psicólogos con sus historias? Psicoanálisis, ambientes urbanos, citas cultas, amor intelectualizado, sexo con conversación posterior, «alta» comedia, dramas bergmanianos, Chéjov en Manhattan... Una luz azul para los mosquitos que estudiábamos Psicometría II. 

Avancemos veinte años. ¿Por qué esos valores liberales —al estilo protestante estadounidense— que veíamos en las películas de Allen parece que se han alejado cada vez más de la universidad? ¿Por qué los valores de independencia y racionalidad promulgados por ella se han convertido, hoy día, en hiperprotección y medicalización? ¿Tiene sentido enlazar la crianza burbuja de los llamados «padres helicóptero» —que sobreprotegen a sus niños y los convierten en dependientes— y extender la etiqueta a la universidad, hoy «universidad helicóptero»? Este proceso se inició, y continúa dándose con mucha fuerza, en Norteamérica, pero los síntomas de que algo similar se está gestando en nuestro país aparecen cada vez más en las noticias, motivados por un profundo cambio en la sociedad y en la conceptualización y financiación de la universidad.

 Videoconferencia
Edu Galán. El síndrome Woody Allen

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