Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 12 de enero de 2022

CARLOS DEL AMOR. EMOCIONARTE  

Hola, buenas tardes. Feliz año y feliz reencuentro con Todos los libros un libro en este 2022 recién estrenado que deseo os traiga a todos muy buenos momentos. Espero, modestamente, contribuir a ello con las recomendaciones de lectura que voy a proponeros a lo largo del segundo trimestre de esta nuestra décimo segunda temporada, persuadido como estoy de que las horas en los que nos adentramos en los libros son, sin duda, de las más estimables y placenteras de nuestros días. 

Hoy, para abrir esta nueva etapa, voy a continuar todavía con la serie con la que cerramos las emisiones en 2021, en las que, como recordaréis nuestros oyentes más asiduos, nos paseábamos por el muy atractivo universo de los coffee table books, obras que, destacadas de entrada por su belleza formal y por la exquisitez de sus ediciones, presentan además motivos de interés por el valor intrínseco de sus textos, razones ambas -la brillantez estética de su forma y lo muy apreciable de su fondo- que los hacían especialmente oportunos como regalo navideño. Aunque, habiendo terminado las fiestas y dejado atrás los generosos Reyes, nada impide que podamos seguir ejercitando nuestra dadivosidad con algunos de los títulos que, en una oferta desbordante, quiero sugeriros esta tarde. 

En las entregas previas del “difuso” ciclo os ofrecía, en primer lugar, una muestra estrictamente literaria, centrada en Seda, la novela de culto de Alessandro Baricco, que apareció aquí en su formidable edición de Edelvives, ilustrada por la genial Rébecca Dautremer, al cumplirse el vigésimo quinto cumpleaños de la publicación originaria de la obra del italiano. A continuación, fue el arte fotográfico el protagonista de la serie, con dos magníficos libros, El color del tiempo, de Marina Amaral y Don Jones, y 50 Fotografías míticas, que seleccionó Hans-Michael Koetzle, que, a caballo de la fotografía y la Historia, nos ofrecían un fascinante recorrido por ambos territorios. Por fin, inmediatamente antes de las vacaciones, era la música la invitada principal al espacio a través de la figura de Frank Sinatra, recreado en la descomunal -en todos los sentidos- edición que hizo Taschen del legendario artículo de Gay Talese, Frank Sinatra está resfriado. Hoy, tras literatura, fotografía y música, le toca el turno al arte, con un muy sugestivo libro, no vinculado a un creador en particular sino al mundo de los cuadros, los museos y el arte en general, que, además de su valor intrínseco, operará, en cierto modo, como punto de encuentro entre todas demás las obras de mi amplia oferta de esta semana. 

Y es que serán muchas -cerca de media docena- las referencias librescas de las que a continuación os hablaré, todas “satélites”, podríamos decir, girando alrededor de Emocionarte, el estruendoso éxito de ventas del periodista Carlos del Amor, que vio la luz este mismo año en la Editorial Espasa y que constituirá el núcleo central del programa. Todas ellas comparten su pertenencia, en mayor o menor medida, al “género” que nos sirve como hilo conductor -los “libros de mesa de café”, libros “decorativos” o “de regalo”, aunque en todos los casos, al continente exquisito lo acompaña un contenido sugestivo- y todas, además, deben su presencia en Todos los libros un libro a su vinculación con algunas recientes exposiciones que han podido verse en Madrid en estos meses pasados, y que, en casi todos los casos, aún podrán disfrutarse en los próximos. Así, os traigo libros sobre tres pintores, el surrealista belga René Magritte, el simultáneamente metafísico y realista Giorgio Morandi, y nuestro genial Francisco de Goya y Lucientes. Os recuerdo, antes de entrar en la presentación de los correspondientes libros, que la exposición de Magritte todavía puede contemplarse en el Museo Thyssen hasta el 30 de enero, y luego viajará a CaixaForum en Barcelona. La de Morandi, en cambio, en la Fundación Mapfre, finalizó el 9 de enero. La muy singular muestra de Goya también cerrará sus puertas el 16 de enero en el Centro Cultural de la Villa, aunque, obviamente, los cuadros seguirán estando expuestos después en el Museo del Prado. Para despertar el interés por unas y otras, las que aún pueden verse de modo directo y las que sólo admiten la visita virtual o la vicaria a través de los libros, os presento hoy mis recomendaciones, todas, como pronto podréis comprobar, altamente interesantes. 

Empecemos, pues, con Emocionarte. Con el subtítulo de La doble vida de los cuadros, este licenciado en periodismo por la Universidad Carlos III de Madrid y diplomado en Documentación por la Universidad de Murcia, vinculado en la actualidad a RTVE, en donde se desempeña profesionalmente, estando al frente en la actualidad del programa de entrevistas “La Matemática del Espejo”, en la 2, presentó en 2020 este libro, galardonado con el Premio Espasa 2020 (un premio “editorial”, abiertamente mercantil pues, y a menudo desvinculado de la valía literaria), que le otorgó un jurado del que formaban parte Pedro García Barreno, Leopoldo Abadía, Nativel Preciado, Emilio del Río y Pilar Cortés. Desde su aparición, en tapa blanda, el libro se ha convertido en un best-seller, multiplicando sus ediciones y los miles de lectores. Poco antes de Navidad, Espasa reeditó el libro en una versión especial -que es la que os traigo hoy- de primorosa presentación, con cubiertas duras, papel satinado y reproducciones de gran calidad, en lo que, sin duda, ha sido para muchos una inmejorable opción para el regalo en estas fechas navideñas que dejamos atrás. La novedosa edición incluye un capítulo inédito, Un paseo por los museos, que complementa el texto original y realza aun más el valor de la estimulante propuesta que nos hace su autor. 

Emocionarte nace de una premisa, reconocida por el periodista murciano en las primeras palabras del prólogo: Los cuadros tienen muchas vidas. Al menos dos de ellas son el objeto principal del análisis que se nos ofrece en el libro. Por un lado, está, obviamente, la historia real, más o menos conocida, que dio lugar al cuadro, la anécdota que desencadenó su creación, las circunstancias que rodearon su elaboración, las técnicas empleadas -las pinceladas, los colores, los pigmentos, los matices, las texturas, las capas superpuestas-, los motivos que los inspiraron, los hechos, las gentes, el tiempo, la sociedad, el contexto real en el que nacieron. En otras palabras, las dimensiones psicológica, histórica, sociológica, pictórica también, de autor y obra. Junto a esta vertiente “convencional”, consabida por normal, Carlos del Amor apunta también a la ficción que el cuadro esconde, a la vida imaginada que, de un modo u otro, todo espectador “construye” cuando mira, observa, examina, disecciona, analiza y, sobre todo, “siente” una obra de arte, poniéndose en la piel de sus personajes -cuando los hay- y abismándose, en una operación similar a la que llevamos a cabo en la lectura de una novela o un cuento, en las preguntas que suscita: qué, cómo, dónde, quién, cuándo y por qué. Una obra de arte, leemos en esa reveladora introducción, concluye siempre en los ojos del espectador, que termina dotándola de sentido, a veces alejado del que pretendió el propio artista, otras veces coincidente y, seguro, casi siempre sugerente

Ese espectador privilegiado, sensible y culto que es del Amor nos propone así un recorrido por treinta y cinco cuadros, casi todos figurativos y, en su mayor parte, piezas fundamentales y muy conocidas de la Historia del Arte -con una relevante presencia femenina para la escasa participación que las mujeres tienen en las pinacotecas más importantes del mundo, en una opción consciente, voluntaria y casi “militante” del autor-, ofreciendo en cada caso un doble acompañamiento textual, un doble comentario en el que se glosan los aspectos “reales”, objetivos, de la obra (lo que se ve, lo único que podía pintar Monet, como también se nos recuerda en el preámbulo) y se fabula en torno a lo que no se ve en un cuadro, en un inequívoco propósito de romper el marco y expandir el lienzo hasta donde sea posible

Razón e imaginación, pues, y también… emoción. Porque la finalidad última del libro, confesada abiertamente desde esas páginas iniciales -incluso antes, desde su título-, es reconocer y despertar la emoción que el arte puede llegar a provocar en los espectadores, en una obra que, en último término, acaba por ser una declaración de amor a eso que tanto nos hace soñar y reflexionar, y nos golpea la cabeza para trastocar muchos de nuestros pensamientos, y es capaz de voltear nuestras convicciones. Lo que nos sirve de refugio y nos pone a salvo del ruido exterior, de la sinrazón, de la barbarie: el arte. Y a fe que lo consigue, por la muy bien escogida selección de cuadros presentes en el libro, todos bellísimos, y también por su capacidad de descubrir en ellos motivos para el interés intelectual, la exaltación sentimental y la sana agitación emocional. Y, por encima de todo, el libro resulta muy atrayente por la extraordinaria capacidad de su autor para cautivar al lector con la infinidad de historias que su imaginación hace brotar de las distintas obras. 

En una sucinta enumeración de lo que el lector puede encontrarse en este Emocionarte, señalaré que el libro se abre con Un mundo, un cuadro sorprendente, imaginativo y abigarrado, con insólitas perspectivas, lleno de detalles minúsculos que pueblan sus vastas dimensiones, tres por tres metros, pintado en 1929 por una jovencísima Ángeles Santos que con apenas diecisiete años asombró a lo mejor de la intelectualidad española, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Jorge Guillén y Ramón Gómez de la Serna, que se cartearon con ella y acabaron por ir a Valladolid, donde había nacido en noviembre de 1911, para conocerla. La callejuela, de Johannes Vermeer, permite al escritor plantear las dudas que al pintor, gran maestro, como es sabido, de los interiores, le hubieran podido asaltar ante la recreación de una estampa de “calle”. La presencia del intrigante Perro semihundido, el famoso cuadro de Francisco de Goya, sirve de inspiradora metáfora en un muy personal texto que os dejo íntegro al cierre de esta reseña, y es la ocasión, además, para conocer una curiosa historia en la que se nos cuenta cómo el óleo, que formaba parte de la decoración original, pintada sobre las paredes, de la Quinta del Sordo, la finca a las afueras del Madrid de entonces a las que se trasladará a vivir un Goya que entonces tenía ya setenta y tres años, acabó en el Prado por “culpa” de un francés, Frédéric Émile, barón d’Erlanger, que compró la casa en 1873, y que antes de derribar las paredes, en muy mal estado, decidió pasar a lienzo las obras mediante la técnica de la cera perdida o del strappo. La imperfección de la técnica, un traslado posterior a París y una restauración algo descuidada a principios del siglo XX llevaron consigo la pérdida de calidad de una obra, sin embargo, magnífica, y abierta a múltiples interpretaciones. Sugerentes son también los comentarios en torno a Suzanne Valadon, su accidente como trapecista de circo a los dieciséis años, su amistad con Renoir, Toulouse-Lautrec, Puvis de Chavannes, Utrillo, Degas y Erik Satie, su intensa vida sentimental y su excelente obra artística, de la cual, el lienzo seleccionado, Adán y Eva, es una muestra magnífica. Carlos del Amor se adentra luego en la personalidad de Rembrandt, para, desde la melancolía que rezuma su Autorretrato a la edad de 63 años, imaginar el soliloquio de un artista consciente de un tiempo que se me acaba. La Muchacha de Figueres es Anna María, la hermana de Salvador Dalí, autor de un cuadro que la representa cosiendo en la terraza de la casa familiar, en el número 10 de la calle Monturiol en la localidad gerundense. La evocación de un supuesto diálogo entre la joven y el pintor completa las sucintas notas biográficas que dan cuenta de la complicada relación entre ambos hermanos. Anna María está ya en la historia de la pintura por su retrato, también de espaldas, ante el Mediterráneo al que se abre la ventana de otra casa de los Dalí, en Cadaqués, en una de las obras mayores, también de las más conocidas, del excéntrico artista catalán. 

Las etapas de la vida, de Caspar David Friedrich, un pintor que me entusiasma desde mis años universitarios, muestra al artista en sus días finales mientras contempla el paso del tiempo, tanto en su dimensión real -los hijos y el sobrino, pintados de espaldas, como era acostumbrado en Friedrich- y metafórica -los veleros que parten o arriban a la costa, simbolizando esas etapas vitales a las que alude el título. Muy tierna y melancólica es la evocación del episodio de la muerte de su hermano Johann, que perdió la vida después de haber conseguido rescatarle del hielo cuando ambos eran unos niños, en un suceso que marcará la existencia entera, afligida y solitaria, del pintor. Desconocido era para mí, en cambio, Vilhelm Hammershøi, pintor danés de finales del siglo XIX y principios del XX. Su formidable Interior de la calle Strand. Luz del sol en el piso es un prodigio de sensibilidad y también de misterio, de paz y a la vez de perturbadores interrogantes, de sosiego e inquietud. Del Amor sugiere, en una pauta que se repetirá en numerosas ocasiones -siendo muy bienvenida por el lector-, la consulta de otras obras del pintor y, en efecto, el resultado de la búsqueda permite conocer algunos cuadros admirables, de habitaciones sin apenas muebles, despojadas, de las que el artista es capaz de representar su desnudez, su silencio, su soledad. Un descubrimiento. 

No lo son, antes al contrario, se trata de clásicos indudables, Utagawa Hiroshige, del que hablaremos aquí en detalle la semana próxima, en un monográfico japonés de nuestro espacio, ni John Singer Sargent, el renombrado pintor norteamericano. Del primero aparece Vista hacia el norte del monte Asukayama, una de sus estampas del “mundo flotante”, los ukiyo-e, sus grabados de la primera mitad del siglo XIX en los que refleja, con altas dosis de exquisito refinamiento y poética elegancia, la atmósfera, simultáneamente plácida y tranquila y también acelerada y cambiante, del mundo Edo, el Tokio de esa época, con los comerciantes, los viajeros, las tiendas, las casas de té, los vendedores ambulantes, las conversaciones, el paso de las estaciones subrayadas por los cerezos en flor, la nieve en el Monte Fuji, los paisajes, los almendros. Del segundo se nos ofrece la que quizá sea su obra más destacada, el Retrato de Madame X, de 1884, cuya presencia en el libro es la excusa que permite al escritor recrear las circunstancias de las sesiones de posado de su modelo, Virginie Gautreau, también estadounidense, casada con un banquero parisino y miembro conspicuo de la alta burguesía. Su estilizado retrato, las distintas versiones previas a su configuración definitiva, los recelos que provocaban en la sociedad de su tiempo las numerosas infidelidades de la mujer y las controversias suscitadas por la polémica representación de la atrevida dama (un tirante de su traje “demasiado” caído mostrando una desnudez excesiva), se nos presentan en los relatos paralelos, el real y el imaginado, del periodista. 

No falta en la recopilación una obra de Picasso, en concreto, Los pichones, de 1957. De agosto a diciembre de ese año, “recluido” en su luminosa villa La Californie, sobre la bahía de Cannes, en la Costa Azul, el artista, con setenta y cinco años, se dejaría llevar por su obsesión por Las meninas y sacaría adelante una suite de cuarenta y cinco cuadros sobre la obra maestra de Velázquez. Durante los descansos del muy arduo trabajo pintaría palomas, un total de nueve telas que donaría, junto con la serie velazqueña, al museo de Barcelona que lleva su nombre. La luminosidad casi cegadora, el intenso, colorido el mar que la ventana abierta nos muestra, la vivacidad de los pichones, nos trasladan al Mediterráneo, en un cuadro, no tan conocido -al menos para mí- como otras obras del pintor, aunque deslumbrante. Le sigue en el libro El vagón de tercera clase, de Honoré Daumier, el ácido caricaturista decimonónico francés. Un imaginado monólogo interior de la anciana ensimismada retratada, junto a su hija y sus nietos, en el austero y abigarrado tren que la transporta, constituye un complemento idóneo, por la tristeza, el cansancio, la resignación que refleja, de la desesperanza apreciable en el cuadro. En cambio, La feria de caballos, un óleo de 1852 de una pintora francesa para mí desconocida, Rosa Bonheur, transmite fuerza, energía y vitalidad. Bonheur, que desde niña creció amando a los animales y entregada a su representación pictórica, superó todas las dificultades con las que las autoridades y la sociedad de su época obstaculizaban el desarrollo de su pasión. En la breve glosa de su vida que nos ofrece el autor, conocemos cómo, deseando acudir a las ferias de ganado para apreciar los menores detalles de sus admirados animales -el movimiento, la torsión de sus cuerpos, la tensión de sus músculos- y ante la dificultad que las encorsetadas vestimentas femeninas suponían en aquellos recios, incómodos y polvorientos ambientes, se disfrazaba de hombre desafiando las prohibiciones al respecto -nada de pantalones- impuestas a las mujeres. Obtenido el correspondiente “permiso de travestismo”, pintaría este deslumbrante cuadro, un prodigio de acción, potencia y dinamismo, que, tras ser presentado en 1853 en el Salón de París, la convertiría en la pintora de animales por antonomasia. 

Tras él nos encontramos con otro de los cuadros recogidos en el libro cargado de un alto contenido polémico y provocador. En El origen del mundo, de Gustave Courbet, la muy realista representación del sexo femenino en primer plano, ofreciéndose rotundo entre las piernas abiertas de una mujer de la que sólo vemos, enmarcando su vagina, una sección cortada del cuerpo, la comprendida entre la parte superior de los muslos y los pechos apenas mostrados, semiocultos por una sábana, escandalizó a la sociedad de su época y provocó reacciones furibundas no sólo entre los biempensantes, sino también entre gran parte de la modernidad menos coherente. Del Amor nos presenta a la joven que sirvió como modelo y nos da cuenta también de la trayectoria de secreto, oscuridad y clandestinidad a la que se vio sometido el cuadro, hasta su adquisición y definitiva exposición pública por el Museo d’Orsay en 1995, en una sucesión de peripecias que incluyen su posesión por, sucesivamente, el diplomático turco que lo encargó a Courbet; un anticuario que escondió la tela, de pequeño formato, tras otro cuadro, un paisaje nevado; un barón húngaro; y, tras diversas vicisitudes en la posguerra de la segunda contienda mundial, el psicoanalista Jacques Lacan. 

Y está también una de las obras mayores de otro de mis pintores favoritos, William Turner. El Temerario remolcado a dique seco, de 1838, con esos cielos típicos del británico, de intensos tonos amarillos, blancos y azules, no sólo anticipan el impresionismo y hasta el arte abstracto, sino que, en una lectura simbólica, ilustran un cambio de época, la que advendrá con la revolución industrial, representada por el humeante remolcador que conduce al viejo velero, un dinosaurio camino del cementerio, herido y viejo, hacia su destino final. 

Y son igualmente notables las reflexiones sobre Gótico americano, el cuadro de 1930, con tantos vínculos con El matrimonio Arnolfini, de Van Eyck, en el que Grant Wood representa, en una escena muy reveladora de la vida norteamericana de los años 30 del siglo pasado, a su hermana y su dentista fungiendo de típica pareja de granjeros. E interesante es el comentario sobre un cuadro muy conocido de René Magritte, Los amantes, con esa tela que envuelve el beso de la pareja, en la que el autor encuentra vínculos con otros cuadros del belga, y a todos ellos con la trágica muerte de la madre del pintor. Y aparecen a continuación otros tres grandes clásicos, Vieja friendo huevos, uno de los primeros cuadros “profesionales” de Diego Velázquez, tras superar el examen que le daba licencia para practicar el arte en todo el reino y tener tienda pública, además de aprendices; Los bebedores de absenta, sobrecogedora estampa de dos personajes derrotados, con la mirada perdida y ausente, solitarios pese a su proximidad en una mesa de café, desamparados, sin ilusión ni esperanza, transmitiendo una inconsolable tristeza. Un cuadro, sin embargo, artificial, con el escenario y la situación planificado, medidos, ya que su autor, Edgard Degas, escogió como modelos a una conocida actriz y a un pintor de su entorno, que posaron para el lienzo y de los que la erudición de del Amor rastrea su presencia en otras pinturas de la época; y Camille Monet en su lecho de muerte, en el que Claude Monet nos muestra con cercanía y sentimiento a quien fuera su esposa cuando la azul frialdad de la muerte se apodera de su cuerpo exánime, y ello pese a que en la época, el artista tenía una amante, la celosa Alice Hoschedé, esposa de uno de sus mecenas. 

Clásicos son también La casa junto a la vía del tren, La ronda de los presos y Madrid desde Torres Blancas, de Edward Hopper, Vincent van Gogh y Antonio López, respectivamente. En el primero, se nos muestran las concomitancias del caserón que llena el cuadro con la famosa y cinematográfica mansión de Psicosis, una de las obras maestras de Hitchcock. Además, y a propósito de la soledad de los personajes que pueblan los cuadros del norteamericano, se nos recomiendan -y el lector acoge la invitación entusiasmado por el hallazgo- el trabajo del fotógrafo Eric Pickersgill que retrata a diversas personas embebidas en sus móviles o sus tabletas, dispositivos que, en un imaginativo recurso técnico y conceptual, borra de las fotos revelando así lo absurdo de nuestro ensimismamiento electrónico. El atento examen de La ronda de los presos que el libro propone permite al lector adentrarse en los enrevesados entresijos de la mente torturada de su genial creador, que representa en el cuadro la terrible experiencia de su peregrinaje por diversos sanatorios mentales. Más luminosa, pero tocada por similar afán obsesivo, la obra de Antonio López, refleja el lento, demorado, minucioso y perfeccionista modus operandi del maestro manchego. Sobre la maraña de edificios y la ancha avenida que se abre al horizonte, sobre los mil y un detalles del paisaje urbano, el cielo de Madrid, simultáneamente realista e irreal, su claridad cambiante, captados durante largas sesiones, que las atinadas deducciones del escritor sitúan en los diversos 21 de junio de 1976, 1977, 1978, 1979, 1980, 1981 y 1982, es una maravilla, un fragmento de vida capturado en un aparente instante intemporal. López pinta la ciudad, claro, pero, sobre todo, pinta el tiempo, pinta la luz, pinta el aire, pinta el misterio último de nuestra existencia. 

Y junto a los artistas muy populares, en Emocionarte comparecen también los menos conocidos. Es el caso de Hendrick van Anthonissen, autor de la magnífica Vista de la playa de Scheveningen, pintada hacia 1640. La extraña escena registrada, una concentración de gente, reunida sin ningún motivo aparente en la orilla del mar, acaba por resultar significativa cuando, en junio de 2014, Shan Kuang, estudiante de conservación en la Universidad del Museo Fitzwilliam de Cambridge, en su trabajo de restauración del lienzo, encuentra, oculta, disimulada, borrada bajo una capa de color amarillo que tiñe una zona de la playa, una enorme ballena, una presencia que explica, siglos después, la concurrencia de tantos sorprendidos espectadores, admirados ante el varado prodigio de la naturaleza. Un esclarecedor ejemplo de la “doble vida” de un cuadro. Desconocido también para mí es Los tres viajeros aéreos favoritos, óleo de 1785, de John-Francis Rigaud, que se conserva en el Prado, una suerte de divertimento que representa uno de los primeros viajes en globo que se hizo en Gran Bretaña, en torno a 1785, con tres personajes en poses ciertamente peculiares, forzadas, artificiales, dadas las circunstancias de la particular experiencia que los une. Entre ellos aparece, al borde de la nave y en serio riesgo de precipitarse al vacío, la actriz Leticia Anne Sage, la primera mujer británica que montó en globo, aunque, al parecer, su oronda constitución, discretamente evitada en el cuadro, impidió que el entonces novedoso ingenio pudiese alzar el vuelo. 

La obra más reciente -1994- que recoge el libro es Triple Swirl Fade to Black, un prodigio hiperrealista de Charles Bell, “especializado” en máquinas recreativas, dispensadores de chicles, juguetes infantiles y canicas, como en el cuadro seleccionado, el que diez de estas bolas, tan queridas en los juegos de quienes fuimos niños hace medio siglo, se representan con fidelidad absoluta a su correlato real, en un prodigio de virtuosismo y técnica pictórica, capaz de plasmar las transparencias y las sombras, los colores y las cambiantes formas, las superposiciones y los roces sutiles, los reflejos y los brillos, los destellos y la luz que las traspasa, en un singular y magnífico bodegón del siglo XX. Contemporáneo también, aunque con una expresa deuda con la Historia del arte es Estudio sobre el retrato del papa Inocencio X de Velázquez, de Francis Bacon, una de las muchas recreaciones -varias decenas- que el pintor británico hizo del impresionante retrato velazqueño. 

Ya en las últimas páginas del libro aparecen cuatro mujeres, si bien sólo dos de ellas en su condición de pintoras. Lo fue, sin duda, y de extraordinaria repercusión, María Blanchard, cuya Mujer con guitarra, un óleo cubista de 1917, propicia la reflexión del escritor sobre el sufrimiento en que se desenvolvió la vida de quien nació con cifoescoliosis a causa de una caída de un coche de caballos de su madre embarazada. Su columna desviada, su encorvadura -su joroba-, fue para ella una fuente permanente de humillaciones y desprecios, motivo también de su tristeza, de su ansia de la belleza imposible y, a la postre, de su pasión casi enfermiza por el arte, única vía de liberación para su trágica tortura. Clara Peeters, hasta hace unos años, una pintora ignorada para el gran público, vivió un llamativo renacimiento en 2016, cuando se convirtió en la primera mujer a la que el Museo del Prado de Madrid dedicaba una exposición, una muestra admirable que yo pude visitar entonces. El breve estudio que hace Carlos del Amor de su Bodegón con flores, copas doradas, monedas y conchas, no sólo pone de manifiesto la más destacada seña de identidad de la artista, esa voluntad explícita de “figurar” en sus bodegones y naturalezas muertas mediante el recurso de representarse a sí misma en sutiles reflejos en vasos, en las formas cóncavas de una copa, en la superficie espejada de una vasija metálica, en las redondeces de una jarra plateada, sino que aporta, además, algunas interesantes curiosidades, como por ejemplo, el sorprendente significado de la aparición en algunas de sus obras -hasta en seis, leemos- de un cuchillo. Al ser regalo habitual en las bodas en el siglo XVII -el cuadro es de 1612-, los investigadores deducen que Clara estuvo casada, un dato incierto en una existencia aún hoy llena de enigmas. 

Retratada en 1624 por Anton van Dyck, Sofonisba Anguissola tiene, en el cuadro del mismo nombre, 96 años y recuerda, la vista perdida, la memoria y el cerebro bien despiertos, su dedicación a la pintura, su exitosa trayectoria artística, su encuentro con el admirado Leonardo. En Magdalena penitente, George de La Tour, de quien desde muy joven me acompañan las postales de sus nocturnos, presenta a la mujer con su habitual juego de claroscuros, de luces y sombras, el resplandor de la vela, los reflejos de la llama, marcando de manera ostensible su deuda con Caravaggio. 

Y otra debilidad personal, Giuseppe Arcimboldo, aparece en un muy significativo cuadro de la segunda mitad del XVI, Las estaciones, la clásica composición del italiano, en las que agregando elementos heteróclitos logra unos muy singulares retratos, admirados por los surrealistas. En este caso, la figura que representa cada estación está integrada por elementos vinculados a esa época del año. En La primavera encontramos flores, frutos en El verano, hojas, setas y uvas en la imagen de El otoño, mientras que la despojada austeridad de El invierno es reflejada a través de ramas desnudas y árboles secos. El inquietante universo de Edvard Munch -con Van Gogh, dos de más claros exponentes de los vínculos entre la actividad creativa y los trastornos mentales- puede apreciarse en El beso en el que los amantes funden sus rostros en una imagen que transmite pasión y a la vez inquieta. El franco-japonés Léonard Foujita pinta, en Desnudo reclinado con toile de Jouy, a Alice Prin, conocida en el París de los años veinte como Kiki de Montparnasse, musa y amante de artistas, en una explícita recreación de la famosa Olympia de Manet. 

Y antes del paseo fotográfico por distintos museos, que incorpora la sección postrera del libro, añadida en su última reciente edición, el repaso a las obras de arte que propone Carlos del Amor se cierra con el muy emblemático El abrazo, el cuadro de 1976 de Juan Genovés, emblema de la Transición española, de la reconciliación entre sus gentes y del ansia de libertad que siguió a la dictadura franquista. 

Tras tan extensos prolegómenos paso ya al forzosamente breve comentario sobre las otras obras recomendadas y a mi entusiasta invitación a sus correspondientes exposiciones. Empezando por Magritte, quiero presentaros el cuidado catálogo de la muestra madrileña, La Máquina Magritte, con un esclarecedor texto de introductorio a cargo de Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen; también un libro de Jacques Meuris, dedicado al pintor y con su solo apellido en el título, que presentó en 1992 la editorial Taschen; y un librito ya clásico sobre su obra, el ensayo de 1973 de Michel Foucault, Esto no es una pipa, que publicó en España la editorial Anagrama en 1981 con traducción de Francisco Monge. El texto de Foucault se centra en uno de los elementos básicos de la pintura de Magritte, la relación entre imágenes y palabras, como en el conocido cuadro La traición de las imágenes, con la famosa pipa a la que alude su título. Lo sustancial de los dos primeros reside, en cambio, en las decenas de reproducciones de sus cuadros, todas de gran calidad, que incorporan, aunque el sustancioso estudio preliminar de Solana nos permite también acceder a las principales claves de la obra del belga, enriqueciendo, por tanto, la visión de sus pinturas. A modo de forzosamente sintético resumen de algunos de los temas tratados por el experto y presentes en la exposición del Museo Thyssen, mencionaré las ideas de repetición y variaciones; el permanente juego metapictórico; el ya referido “enfrentamiento” entre signos textuales y figurativos; la paradójica relación entre fondo y figura, entre silueta y hueco; la recurrente representación del cuadro dentro del cuadro; la supresión del rostro en las figuras humanas; la semejanza, el mimetismo y el enmascaramiento en el entorno; y, por fin, los cambios de escala y el extrañamiento de la figura o el objeto representado en un entorno ajeno e incompatible con él. 


La exposición de Morandi, con el título Resonancia infinita, puede verse aún en la página web de la Fundación Mapfre. En ella se recoge un centenar de obras del artista boloñés, representativas de todas sus etapas y preocupaciones. Están sus cuadros iniciales, deudores de Picasso y Cézanne. Está su vena metafísica y surrealista a lo De Chirico. Están los paisajes y las flores. Están los grabados. Y están, por encima de todo, los peculiares bodegones, sin duda la más personal aportación de su pintura a la Historia del Arte. En ellos aparecen, repetidos una y otra vez, con sutiles variaciones, con ligeros cambios de posición, objetos cotidianos, modestos, comunes, sencillos: vasos y jarrones, búcaros, frascos y vasijas, cajas, botellas, tazas y cuencos, una copa, un florero, una humilde jarra. En unas composiciones aparentemente simples, que ofrecen un equilibrio perfecto entre los volúmenes, entre los llenos y vacíos, los colores y los tonos, las sombras y las luces, la estructura de los cuadros, las combinaciones de objetos, la propia arquitectura de los elementos representados, las gradaciones tonales (ocre, marfi¬l, rosado, grisáceo, los distintos matices del blanco), la simplicidad de las formas, acercan la obra de Morandi a la abstracción, pero sin su frialdad “intelectualizada”, al contrario, la contemplación de su cuadros transmite sensibilidad, recogimiento, silencio, calidez, viva emoción. 

En la muestra de Mapfre se incorporan también una selección de obras de artistas contemporáneos que, desde distintos medios (fotografía, pintura, escultura y cerámica principalmente), han querido establecer un diálogo con el lenguaje del pintor italiano. Siendo interesantes algunas de sus aportaciones, como las Tony Cragg, Edmund de Waal o los españoles Alfredo Alcaín y Gerardo Rueda, personalmente me resultan prescindibles frente a la obra original que los inspira. Una obra muy bien representada en el catálogo de otra muestra, la que entre diciembre de 1996 y enero de 1997 pudo verse en el parisino museo Maillol, y que es la que ahora os propongo. 

Para terminar, Goya está doblemente presente en nuestro espacio, pues además de mencionar brevemente la exposición recién clausurada en Madrid quiero recomendar un libro que tiene a su obra como centro. Dentro de unos días, el próximo 16 de enero, echará el cierre la muestra inGoya, que podrá verse hasta entonces en el Centro Cultural de la Villa. Bajo la rúbrica “Una experiencia inmersiva”, la exposición se articula en torno a dos ejes. El primero, titulado “Sala Didáctica”, recoge representaciones de la obra del aragonés (fotografías, no cuadros originales), acompañadas de textos ilustrativos que ayudan a adentrarse y comprender el universo del pintor. Teniendo a pocos metros, en El Prado, la mayor parte de las telas escogidas, esta sección resulta demasiado austera y francamente prescindible. Tras el corto recorrido por esta sala, el espacio se transforma y se convierte en lo que, un tanto pomposamente, y con grandes dosis de cursilería, los organizadores han dado en llamar “Sala Emocional”. Se apagan las luces, y usando las paredes del local como grandes pantallas se proyectan imágenes múltiples de las distintas obras, en una sucesión -en ocasiones superposición- de enormes reproducciones de los cuadros de Goya, que se mueven y repiten y cambian de tamaño, alternado panorámicas, primeros planos, fragmentos de las obras, el humo de un disparo, la sangre derramada, los miembros cercenados, la boca sumida de una anciana, las ramas de unos árboles, el encaje en una blusa, el brillo de una perla, un ornamento, un lazo, un detalle de un ropaje, una voluta, una mirada adusta, un gesto esquivo, un pormenor apenas apreciable en la visión de conjunto, el trazo de una pincelada, y que unidas a una emocionante banda sonora, con las mejores piezas musicales de su época, envuelven al espectador en un experiencia de una extraordinaria intensidad. Una espléndida invitación a acercarse al cercano Museo del Prado para disfrutar de modo “directo” de la inabarcable obra del artista. Y si, con la exposición clausurada, la alternativa del museo tampoco resulta factible, siempre cabe la consulta de La obra pictórica de Goya, una edición de la prestigiosa colección Clásicos del Arte, de la editorial Noguer-Rizzoli, publicado en 1975, bajo la responsabilidad de Rita de Angelis. 

No hay tiempo para más. Os dejo, como ya he anticipado, precisamente con Goya, con un fragmento del comentario que hace Carlos del Amor de su cuadro Perro semihundido. Y como complemento musical también pictórico, sonará un tema, un clásico de 1971, de Don McLean, Vincent, con Van Gogh como protagonista de su letra. 


Ese perro somos todos, ese perro es usted, soy yo, son su vecina y su jefe. Ese perro refleja un momento que todos hemos vivido o por el que todos pasaremos en algún instante de nuestra vida. Ese perro es no llegar con la hipoteca un mes, es vivir en el alambre, con la incertidumbre de si se podrá comer al día siguiente. Ese perro es el ahogo existencial de una generación perdida que ni hizo la guerra ni colaboró en la Transición y a la que atropelló la revolución tecnológica. Ese perro es cualquiera de nosotros sufriendo por el amor perdido, intuyendo una soledad cercana que no era deseada. Ese perro es la guerra y sus consecuencias, ese perro mira la sinrazón y la barbarie de unos seres humanos carentes de sensibilidad. Ese perro es cualquier ciudadano de a pie manejado por poderes políticos o económicos que le aplastan cada vez que intenta levantarse. Ese perro es la mujer maltratada que ha logrado huir y busca, asustada, ayuda. Ese perro es la desazón que provoca no conocer el destino, no saber cómo acabará la historia, nuestra historia, la de cada uno. Ese perro es un hombre en la cola del paro preguntándose qué será de él ahora y como podrá volver a casa y explicar a sus hijos que no habrá Reyes ese año. Ese perro es el final de un camino, muchas veces erróneo, que emprendemos siendo conscientes del error pero al que nos lleva una especie de corriente contra la que es imposible luchar. Ese perro es el vagabundo al que no hacemos caso y al que vemos cada día en la parada del autobús; le hemos visto mil veces, pero jamás nos hemos parado a mirarle o le hemos preguntado si necesita algo. Ese perro es la chica llorando que nos hemos cruzado esta mañana, pero íbamos tan a lo nuestro que no nos impresionaron sus lágrimas hasta tres minutos después, al cabo de los cuales la rutina volvió a sepultar ese recuerdo. Ese perro es el pequeño empresario que cada día levanta la persiana de la tienda que con tanta ilusión abrió y que tanto le está haciendo sufrir. Ese perro es el mundo entero paralizado por un virus, semihundido, atemorizado ante un horizonte que no estaba dibujado en ningún mapa. 

Ese perro somos todos, peleando por sacar la cabeza aun a riesgo de que nos la vuelen. Ese perro es una fotografía de guerra y de desamor. Ese perro somos usted o yo cuando creemos que nos falta el aire y lo buscamos sin éxito, alzando nuestra mirada, con la ilusión de que unos centímetros más arriba corra una pequeña brisa que nos acaricie y nos dé una tregua. Ese perro es el pasado, el presente y el futuro. En ese perro se puede ver reflejada la inhumanidad. Ese perro te golpea cuando entras en la sala 67 del Museo del Prado, donde cada vez descubres un matiz nuevo, una tonalidad nueva o una lectura diferente. Ese perro nos remueve por dentro hasta arrancarnos preguntas que solo nosotros podremos contestar. Ese perro es el frío y el calor, es la vida y la muerte. Ese perro es nuestro espíritu intentado levantarse de la cama los días difíciles, esos en los que creemos que no vamos a hallar las fuerzas necesarias para afrontar lo que está por llegar. 

Ese perro somos todos.
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Carlos del Amor. Emocionarte

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