Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de enero de 2022

ABIR MUKHERJEE. EL HOMBRE DE CALCUTA

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro os da la bienvenida un miércoles más con la misma pretensión que la que nos ha movido desde aquel lejano 27 de octubre de 2010 en que salió al aire nuestro primer programa en Radio Universidad de Salamanca: ofreceros semanalmente la recomendación de un libro -muy a menudo más de uno, en realidad- elegido siempre con criterios de interés y calidad -también, en ocasiones, de oportunidad- para despertar en vosotros el afán por su lectura. 

Con mi propuesta de esta tarde quiero abrir un ciclo, que espero no os resulte reiterativo, de sugerencias vinculadas al género negro. Serán cinco semanas, que se prolongarán, pues, hasta finales de febrero, en las que la literatura policial protagonizará nuestro espacio, con otras tantas referencias de libros que además de compartir su condición de novelas detectivescas y de estar unidos también por su indudable calidad, presentan la peculiaridad de que tanto sus autores como el entorno en que se desenvuelven sus tramas pertenecen a ámbitos geográficos diferentes -y exóticos en algunos casos (siempre, claro está, para una mirada “occidental”). De esta manera, durante estas primeras semanas del año, Todos los libros un libro no sólo os invita a la “inmersión” en unas muy sugerentes muestras de ficción criminal, sino que, además, quiere llevaros de la mano a unos muy apetecibles viajes literarios. Os anticipo que en nuestro periplo visitaremos la India, Mongolia, Japón, Israel, Estados Unidos y Gran Bretaña, en un recorrido que, como podréis comprobar, se aventura apasionante. 

Empezamos, pues, desplazándonos al enorme y superpoblado país del sur de Asia. La India es, en efecto, el escenario de El hombre de Calcuta, la primera entrega de una serie que ya cuenta con cuatro títulos más, el último aparecido a finales de 2021, aunque salvo esta primera novela de la que hoy os hablo, el resto aún no han sido traducidas en nuestro país. Su autor es Abir Mukherjee, nacido en Londres en 1974, de origen indio. Creció en Escocia (en su libro son muchas las muestras de humor sarcástico con los escoceses como “víctimas”) y se graduó en la prestigiosa London School of Economics antes de entrar a trabajar en el mundo de las finanzas. A rising man, que ese es el título original de El hombre de Calcuta, se publicó en 2017 obteniendo el CWA Endeavour Dagger a la mejor novela histórica de ese año. En España es la editorial Salamandra la que la ha dado a la luz hace ahora exactamente un año, en enero de 2021, en la traducción, bastante “acatalanada”, de Jofre Homedes Beutnagel. El libro, que ha sido vertido a más de quince idiomas, lleva varias ediciones entre nosotros, lo que me hace confiar en que pronto podamos acceder al resto de la serie. 

El 9 de abril de 1919, con los ecos de la Primera Guerra Mundial aún resonando en el mundo entero, un nativo aterrorizado descubre, a las puertas de un prostíbulo en un callejón oscuro de la Ciudad Negra de Calcuta, un territorio prácticamente vedado a los colonizadores ingleses, el cadáver de Alexander MacAuley, un alto cargo del Raj, el Gobierno del Imperio británico en la India. El cuerpo, elegantemente vestido con esmoquin, aparece retorcido, con los brazos y las piernas doblados de manera antinatural, medio hundido boca arriba en una cloaca al aire libre. Todo apunta a un asesinato: el profundo tajo en la garganta, la enorme mancha de sangre marrón en la camisa blanca almidonada, la falta de varios dedos de una mano, la órbita de un ojo vacía y, además, una bola de papel empapada en sangre taponando la boca y con un mensaje categórico: Se acabaron los avisos. Va a correr sangre inglesa por las calles. ¡Fuera de la india! El capitán Sam Wyndham, que, tras su dramática experiencia en la Gran Guerra y una notable carrera en el Departamento de Investigaciones Criminales de la Policía Metropolitana londinense y en Scotland Yard, apenas lleva una semana en la policía de la capital bengalí, se hará cargo del caso, en una indagación que le obligará a adentrarse en los distintos ambientes sociales de la ciudad, desde las grandes fortunas del Imperio hasta los barrios bajos locales, en una pesquisa que incluye todos los elementos del thriller más excitante, a la vez que permite al lector conocer las interioridades de la compleja y algo torturada personalidad del protagonista principal, así como recorrer un escenario no demasiado habitual en la literatura negra, el de una Calcuta cuya atmósfera se recrea con detalle en una ambientación rigurosa y fidedigna, de un atractivo literario formidable. 

La construcción del personaje de Wyndham bebe de todas las fuentes “canónicas” de la literatura del género y el resultado resulta, por tanto, reconocible y convincente: inteligente y decidido, lúcido, independiente y con ideas propias, escasamente sumiso ante la autoridad, encierra, a la vez, un pasado convulso, esconde aspectos oscuros en su alma afligida y arrastra una tragedia personal que le dificulta la normal aceptación de la vida común. Todo ello dibuja una caracterización muy viva y creíble, alejada de los perfiles rocosos, de una pieza, sin fisuras, que el lector actual descarta ya por irreales. Wyndham, siendo íntegro y valiente, sin embargo, duda, sufre, no sabe del todo de qué lado debe estar, es humano y, como todos, alberga incertidumbres y miserias y dolor y sufrimiento en su interior. 

Huérfano de madre desde los seis años, su padre, director de escuela, se vuelve a casar al poco tiempo, por lo que el niño será “despachado” a Haderley, un internado en el sudoeste de Inglaterra, en el que permanece hasta los diecisiete años, alimentando su espíritu solitario y envidiando a los otros niños, cuyos padres estaban destinados en lugares remotos al servicio del Imperio británico, en un primer apunte -hay varios en las primeras páginas del libro- en el que Mukherjee nos lleva a conectar la trayectoria previa de su protagonista con lo que constituirá el presente de la novela. Las limitaciones económicas familiares provocadas por una sobrevenida enfermedad del padre le impiden acceder a la universidad, obligándole a abandonar el internado y a buscarse la vida en Londres. Gracias a los contactos de un tío remoto, se incorpora como agente, muy joven, a la División H de la Policía Metropolitana, la famosa Scotland Yard (lo que permite al autor ofrecer una breve digresión acerca de los orígenes de las fuerzas policiales británicas y, de paso, lanzar su primera “pulla” irónica sobre Escocia y sus habitantes: La gente cree que la Met es la policía más antigua del mundo, pero se equivoca. Es cierto que nosotros tuvimos a los Bow Street Runners, tal como se conocía popularmente al cuerpo, pero la primera ciudad con una policía digna de ese nombre fue París. De hecho, la Met ni siquiera es la más antigua de Gran Bretaña. Ese honor le corresponde a Glasgow, que ya tenía la suya treinta y pocos años antes de que Robert Peel propusiera dotar de policía a Londres. Claro que si había una ciudad que necesitaba a la policía más que Londres, ésa era Glasgow). Diversos azares profesionales lo llevarán al Departamento de Investigaciones Criminales, el CID, y de ahí, siete años después, en 1912, será destinado al Special Irish Branch, una unidad cuya principal tarea era vigilar a los nacionalistas de Irlanda y a sus simpatizantes en la capital, en otro elemento -Irlanda, la lucha por su independencia- que aflorará en el resto de la novela, tanto de modo directo (un personaje con el que se topará en Calcuta tiene mucho que ver con la causa irlandesa, que defenderá a la par que critica el forzado sometimiento de los asiáticos) como indirecto (a través de un explícito paralelismo, también en el tiempo, entre el ansia de autogobierno y la revuelta contra el poder de Londres de ambos pueblos, el indio y el irlandés). El estallido de la guerra truncará su vida ya relativamente estabilizada en una apacible y feliz normalidad. Se ha enamorado de Sarah, una maestra inteligente, liberal, atractiva, llena de energía, que se mueve en los círculos intelectuales de izquierdas, defensores del compromiso, de la implicación y la solidaridad con las clases trabajadoras. La necesidad de afirmarse ante ella lo lleva a alistarse. Será movilizado en enero de 1915 y, tras tres semanas de instrucción, se casará con Sarah en febrero y partirá al frente dos días después. Sus compañeros, sus amigos, sus parientes morirán en las trincheras o perderán el juicio a causa del horror vivido. A pocos meses del armisticio, herido en un bombardeo, con secuelas muy graves, también psicológicas, será repatriado y tratado en un hospital británico en el que se debatirá entre la vida y la muerte durante semanas, anestesiado por la morfina que le prescriben para calmar sus dolores. Cuando recupera la conciencia tras su larga convalecencia, los médicos se verán obligados a comunicarle que Sarah ha muerto víctima de la “gripe española”. Tal sucesión de desgracias lo hundirá en un estado de depresión, culpa y “autoconmiseración”, en un presente terrible hecho de días huecos y noches pobladas por los gritos de los muertos, imposibles de acallar salvo con morfina. La adicción, primero al fármaco, más tarde al opio, lo acompañará desde entonces y es otro rasgo del personaje que lo singulariza y le aporta “carácter”. 

Convocado por un antiguo superior, lord Taggart, comisario de la Policía Imperial de Bengala, y ante el vacío de su existencia en Inglaterra, viajará a la capital bengalí provisto de un sustancioso alijo de pastillas de morfina para incorporarse, descreído y sin ilusiones, protegido por una coraza de cinismo (Después de todo lo que me había pasado, yo ya no tenía conciencia. En cuanto al lado en el que estaba, ya me lo había dicho Taggart: el del statu quo), a las fuerzas policiales británicas en territorio indio. Y así nos lo encontraremos ese 9 de abril de 1919, al comienzo de la novela, levantando el cadáver de MacAuley en un sórdido callejón de Calcuta. 

Este intenso “background” que acarrea el personaje permitirá que Mukherjee aporte a su relato de la mera investigación detectivesca una dimensión psicológica interesante, que viene dada por la hondura de una cierta mirada sobre el mundo de su protagonista, escéptica y descreída, pero en el fondo sensible, filosófica, comprometida. Y ello ocurre, en primer lugar, en el ámbito personal, pues son frecuentes las reflexiones, nacidas de un alma dolida, sobre la muerte, el amor, la memoria y el olvido: ¿Qué había sobrevivido a una guerra que se había llevado a mi hermano y a mis amigos? ¿Que cuando caí herido y me repatriaron me enteré en el hospital donde convalecía de que mi mujer había muerto de gripe? ¿Que estaba cansado de una Inglaterra en la que ya no creía? O este otro largo fragmento, muy revelador de ese espíritu herido del capitán: 

Dos días antes, MacAuley era uno de los hombres más importantes de Bengala y, por lo que se decía, despertaba tanto respeto como miedo. En ese momento su recuerdo ya empezaba a borrarse, y lo que quedaba de él, la suma de una vida de más de cincuenta años, estaba envuelto en el periódico del día anterior, a la espera de que se lo llevasen al olvido. 
La idea me dio miedo. Bien pensado, ¿qué dejamos cuando nos morimos? A unas pocas personas especiales se las inmortaliza en bronce, o piedra, o en las páginas de la historia, pero ¿qué rastro dejamos el resto si no es en la memoria de nuestros seres queridos, más allá de unas cuantas fotos en color sepia y las pertenencias insignificantes que podamos haber amasado? ¿Qué quedaba de Sarah? Mis recuerdos jamás podrían hacer justicia a su intelecto, ni las fotos honor a su belleza, pero al menos vivía en mi memoria. ¿Quién me recordaría a mí si me moría? El paralelismo con MacAuley era demasiado evidente para que lo pasara por alto. 

Pero esa condición desencantada, su profundo conflicto interno, se manifiesta también en un plano público, político, pues su pensamiento se detiene de continuo en cavilaciones sobre el absurdo de la guerra, la inmoralidad de los dirigentes públicos, y, en lo tocante a la realidad de la India, la explotación, los abusos, las injusticias, el racismo y el desprecio colonial ejercidos sobre unas gentes que habían muerto por el Imperio en las infectas barricadas de Francia: Los cipayos de la Tercera División de Lahore, en su mayoría sijs y pastunes, habían cargado sin ninguna esperanza de éxito, y habían caído todos sin tan siquiera vislumbrar las posiciones de los alemanes. Habían muerto como unos valientes. Ahora aquí, en Calcuta, resultaba alarmante ver cómo tratábamos a sus parientes en su propia tierra

Además del propio atractivo de la peripecia policial narrada con agilidad y eficaz gradación de pistas, hallazgos, sorpresas y giros en la trama; además de la vibrante sucesión de episodios por los que transcurrirá el hilo argumental de la novela; además de la inteligente indagación sobre las causas del crimen del alto cargo colonial y el oportuno descubrimiento de sus autores; además de la comentada y muy apreciable hondura psicológica en el “retrato” del capitán Wyndham, hay en este El hombre de Calcuta algunos otros puntos de interés que ahora quiero comentar brevemente. 

En primer lugar, destaca la figura del ayudante indio de Wyndham, el singular sargento Surendranath “Surrender-not” Banerjee, que el autor presenta como contrapunto al investigador principal, en un juego de complementarios que remite, en cierto modo, a otras clásicas parejas literarias -Holmes y Watson, por ceñirnos al género negro-, aunque con algunas especificidades. El joven Banerjee, educado en Inglaterra (su padre era un abogado de Calcuta que había mandado a sus tres hijos a estudiar a Inglaterra, primero en Harrow y después en Oxbridge. Banerjee era el menor. Uno de sus hermanos mayores se había dedicado al derecho, como su padre, y estaba colegiado en Lincoln’s Inn. El otro era médico, y bastante renombrado. En cuanto a Banerjee, su padre había querido que hiciese carrera en el Indian Civil Service, el mítico ICS, pero por mucho prestigio que eso pudiera comportar, al joven no le apetecía pasarse la vida entre papeles, así que había decidido ingresar en la policía), es, físicamente, la antítesis del prototipo convencional de policía: un hombre menudo, de pelo negro y brillante, con la raya a un lado, pulcramente marcada, con un aire adolescente. Las gafitas redondas, de intelectual o poeta, su timidez extrema, su recurrente azoramiento ante las mujeres, su discreta y educada aceptación de ese segundo plano al que lo constriñe su condición de subordinado en lo profesional e “inferior” por raza, lo hacen entrañable al lector. Su nerviosismo y su aparente inseguridad unidos a un carácter serio y responsable, a su eficacia profesional y al profundo conocimiento de la realidad de la India lo convierten en ayuda indispensable para el capitán que, recién desembarcado, desconoce todo de la India, empezando por el idioma. Además, Banerjee permite a su creador ejemplificar en él una de las dimensiones del conflicto colonial (que será, como luego veremos, un elemento central en la novela) pues al tratarse de un “nativo” lo aflige la contradicción entre su natural comprensión hacia el movimiento en pro del autogobierno de su país, y las exigencias que le impone el trabajar para el Imperio opresor, y ese debate íntimo (colaboro con los británicos en la humillación de mi propio pueblo) aflora más de una vez en la novela y la enriquece. 

Otro elemento que cruza, en paralelo y de modo tenue, la trama argumental, es el romántico, podríamos llamar. En el curso de sus pesquisas, Sam, aún lastrado su ánimo por el recuerdo de la malograda Sarah, conocerá a la señorita Annie Grant, que fuera secretaria del difunto y que despertará en él la ya casi apagada capacidad de sentirse emocionalmente atraído por una mujer (¿Cómo puede un hombre sobrevivir a tres años de bombardeos, fuego de artillería y ráfagas de ametralladora y seguir temblando de nervios cuando le pide a una mujer que coma con él?). Aparte de por ser muy atractiva, eficiente y dispuesta, y de que parece albergar algún secreto relacionado con el caso a investigar, el personaje de Annie es significativo, además, por el hecho de ser angloíndia, de sangre mestiza, y esa circunstancia, que la condena a vivir en un extraño limbo -ni india, ni británica- en la racista sociedad bengalí, aporta también una faceta que amplía el alcance y, en consecuencia, el interés del libro. 

Esta “preocupación” por las peculiaridades de la sociedad india de la época es ostensible en la obra entera, más allá de la definición de los personajes. En este sentido, otro de los aciertos del libro es, precisamente, lo que podríamos denominar el “color local”, la verosímil recreación del ambiente de una Calcuta populosa, palpitante, abigarrada, caótica, asfixiante, desmesurada, colorista, pestilente, enigmática, contradictoria e impenetrable. Esa impresión desbordante, muy nítida, asalta a Wyndham a poco de su llegada y lo acompañará durante toda su aventura, como se puede apreciar en este fragmento: 

No hay nada que pueda preparar del todo a una persona para su llegada a Calcuta: ni los horrores que cuentan quienes vuelven de la India entre el humo de los salones de Pall Mall, ni los textos escritos por periodistas y novelistas. Ni siquiera un viaje por mar de ocho mil kilómetros con escalas en Alejandría y Adén. Una vez en Calcuta, sus dimensiones chocan tanto que ningún inglés podría imaginarse nada tan ajeno. Robert Clive la describió como «el lugar más malvado del universo», y su visión era de las más positivas. 
Más allá del calor o la horrible humedad, tenía algo especial. Yo empezaba a sospechar que estaba relacionado con la gente. 

Nuestro avanzar por las páginas de la novela nos permite así conocer esa Calcuta de clima agobiante, calor opresivo, humedad enervante, que respira el omnipresente hedor de la miseria y el tufo insoportable de los productos químicos de las industrias, la niebla industrial: los callejones oscuros y peligrosos de su Ciudad Negra, el intrincado laberinto de sus calles estrechas, su denso tráfico -un hervidero de humanidad, coches, tranvías y autobuses, carros y rickshaws-, la elegancia de los burdeles para blancos, la enigmática oscuridad de los fumaderos de opio, las cantinas miserables, las viviendas destartaladas, la sordidez de las habitaciones de los nativos; y también, en llamativo contraste, la majestuosidad de los palacios en los que residen las autoridades imperiales, las impresionantes construcciones -universidades, oficinas, mansiones y monumentos-, todas de estilo clásico, levantadas para proclamar la supremacía del “amo” (Era la arquitectura del dominio, con cierto toque absurdo. Los edificios palladianos, con las columnas y los frontones, las estatuas togadas de ingleses fallecidos tiempo atrás, las inscripciones en latín por doquier, desde palacios hasta urinarios públicos... A un extranjero que lo viera se le podría perdonar que no atribuyese la colonización de Calcuta a los ingleses, sino a los italianos, señala, en un nuevo rasgo de humor, la voz de Sam, que narra). En este marco geográfico se mueve una variada “fauna humana” que Mukherjee describe con precisión: fornidos porteros sijs, frágiles prostitutas, opulentas madamas, pequeños ladronzuelos callejeros -cómo no recordar a Kim, en una novela que desde la cita inicial (Calcuta parece llena de «hombres que prometen») refleja su deuda con Rudyard Kipling)-, ancianos arrugados y consumidos que deambulan sin propósito, fanáticos terroristas capaces de inmolarse por la causa en la que creen, agitadores bengalíes, punyabíes sumisos, pacifistas seguidores de un Gandhi que en esos días ya dejaba oír su mensaje de resistencia no violenta, y también, claro está, las muy variadas muestras de la población “ocupante”. 

Y es que, junto a la fidedigna descripción de ese escenario físico, El hombre de Calcuta sobresale también por la espléndida traslación al lector del telón de fondo sociopolítico de la zona y de la época, con las contradicciones de la presencia colonial, el rechazo larvado del ciudadano indio del común a esta “ocupación”, los movimientos insurgentes, violentos en algún caso. En el libro abundan, así, formuladas de modo directo por boca de alguno de los personajes o entrevistas mientras el relato avanza, las referencias al estado de cosas imperante en la India a partir de la hegemonía de la “madre patria” británica. Por ejemplo, el “eficaz” mecanismo en que se sustentó durante décadas esa dominación, con una ingente cantidad de jóvenes formados en las instituciones del Reino Unido, que ya en su condición de funcionarios, burócratas, policías, clérigos, recaudadores de impuestos y todo tipo de funcionarios públicos se desplazaban a la inmensa península indostaní para organizar la gran maquinaria imperial, transmitiendo sus valores y consolidando los engranajes del poder de Londres sobre aquellos territorios tan ajenos al carácter “british”, un círculo que se cerraba cuando todos aquellos desplazados, en muchos casos irremisiblemente desarraigados, habitantes ya de “otro mundo”, tenían hijos a los que mandaban a las mismas instituciones escolares y universitarias de las islas, que acabarían por repetir los procesos que consolidarían ese incontestable poder. Un poder, sutil, en apariencia no demasiado ostensible, que en su anodina cotidianidad impregnaba las relaciones con los nativos y constituía, a la postre, la huella más destacada, junto al ejercicio de la violencia, de la corrupción, de los abusos, de las injusticias o del racismo, de ese largo siglo de existencia del Raj y de su asfixiante administración de las vidas de cien millones de indios. Wyndham detecta los atropellos, la discriminación y los privilegios, los cuestiona -al menos en su fuero interno, pues no siempre es factible la oposición frontal ante sus superiores-, dando cuenta de ellos de continuo en el curso de sus peripecias. De este modo conocemos sus opiniones sobre el conflicto entre Gran Bretaña y la India (Los británicos fingen estar aquí para inculcar las ventajas de la civilización occidental a una pandilla de salvajes ingobernables, cuando en realidad de lo único que se ha tratado siempre es de algo tan mezquino como los beneficios comerciales. ¿Y los indios? La élite ilustrada va diciendo que quiere liberar el país de la tiranía británica para el bien de todos los indios, pero ¿qué saben ellos de las necesidades de los millones de indios que viven en aldeas, o qué les importan? Ellos sólo quieren sustituir a los británicos como clase gobernante), sobre la en el fondo falsa superioridad moral británica, defensora, en apariencia, de un orden superior, el de la Ley y la Justicia, que encarnaría el hombre blanco, y basada, en la práctica, en la sujeción y el sometimiento, en la explotación de millones de nativos (Nuestra justificación para gobernar la India se basaba en los principios de la justicia británica imparcial y el imperio de la ley. […] El Imperio era una fuerza al servicio del bien. Tenía que serlo. Si no, ¿qué hacíamos aquí?); sobre la, por tanto, muy notoria hipocresía de los colonos (Séame sincero, capitán: ¿a cuántos compatriotas ha conocido aquí que sean felices de verdad, aparte de los misioneros? Despotrican contra los nativos, y contra el clima, y se pasan el santo día bebiendo ginebra en sus lujosos clubes. ¿Y todo para qué? Para alimentar la ficción de que están aquí por el bien de los nativos. Es todo falso, capitán. Y más que a los indios, nos mentimos a nosotros mismos. —Señaló a Banerjee—. Los indios más formados nos ven como somos, y cuando reivindican la autonomía, fingimos no poder entender que sean tan desagradecidos); sobre las injusticias constitutivas de la colonia y sobre las derivadas del entramado institucional creado para sostenerla, como las leyes Rowlatt, que permitían encarcelar a todo sospechoso de terrorismo o de actividades revolucionarias y tenerlo encerrado, sin juicio, hasta dos años (acabábamos de librar una guerra en nombre de la libertad y de pronto nos dedicábamos a detener a gente sin orden judicial y a encerrarla por cualquier cosa que nos pareciera sediciosa, desde una reunión no autorizada hasta mirar mal a un inglés); sobre las interesadas estrategias geopolíticas británicas, en ocasiones arbitrarias y por ello muy mal aceptadas por los indios, con la mención específica a la división de Bengala que llevó a cabo en 1905 el entonces Gobernador de la India, lord Curzon, una decisión, revocada seis años después, que además de desplazar la capitalidad del país de Calcuta a Nueva Delhi provocó la animadversión generalizada -y, en algunos casos, el ansia de venganza- de los bengalíes; sobre la generalizada mirada racista del Imperio, sus autoridades y sus funcionarios sobre la población autóctona, que se traducía, en sus manifestaciones más “benévolas”, en una indisimulada arrogancia en el trato con los nativos, a los que se despreciaba sin recato y se maltrataba de palabra y de obra (en la India, incluso las fuerzas del orden se subordinaban al dato objetivo de la raza). 

Y en este mismo plano, complementario a la evolución de la intriga detectivesca, se ve muy reflejada en la novela la lucha por la independencia, con el odio larvado al ocupante en la mirada de las gentes, con los episodios de insurrección, las manifestaciones y los tumultos reprimidos con inusitada violencia por las autoridades policiales y militares del Raj, con los brotes terroristas, con los levantamientos y los numerosos incidentes armados, también con las proclamas pacifistas y no violentas, en una ola creciente de indignación popular (la India tendría que esperar aún casi treinta años, hasta 1947, para alcanzar su ansiada soberanía), ante la que el pragmatismo de Wyndham (funcionario, en suma, de un poder de cuya ilegitimidad de origen duda) sólo puede oponer un resignado pero lúcido estoicismo (A veces no había más remedio que plantar bien los pies en el suelo y esperar que la marea de la historia no te arrastrara consigo). 

En fin, como se puede apreciar, son muchos los motivos (entre ellos quiero insistir de nuevo en las elegantes pinceladas de humor que atraviesan el texto, casi siempre con los “pobres” escoceses como blanco de la mordaz ironía de la que Mukherjee dota a su personaje, como en este otro fragmento: Era un hombre de gustos bastante ortodoxos, sin pecadillos ni imaginación, aunque el tiempo me ha enseñado que en los escoceses eso es bastante normal. Al principio lo achacaba al clima de su tierra, que si no me equivoco es más bien desagradable durante diez meses al año, y francamente inhóspito los otros dos, pero con el paso de los años he llegado a la conclusión de que se debe a esa religión fundamentalista que profesan, y que, por lo que tengo entendido, considera pecado casi todos los placeres de la vida), por los que merece la pena leer este El hombre de Calcuta y sus esperadas secuelas. Os dejo ya ahora con una muestra musical del ambiente sonoro de la India. La popular Asha Bhosle, una de las grandes divas de la música india, que entre su inagotable repertorio cuenta con numerosos temas cantados en bengalí, es la intérprete de Sagar Daake...aay, con la que cerramos el programa.

Bengala: verde, pródiga e inculta. Parecía tierra de selvas humeantes y manglares pantanosos, con más agua que suelo firme. Su clima, de los más hostiles del mundo, alternaba un sol tórrido y las lluvias torrenciales de la época de los monzones, como si Dios, en un arrebato de mal genio, hubiera hecho una criba de lo que más aborrecían los ingleses y lo hubiera juntado en un solo e infausto lugar; nada más lógico, por tanto, que elegir aquel sitio, a ciento treinta kilómetros de la costa, en una ciénaga infestada de malaria de la orilla izquierda del lodoso río Hugli, para levantar Calcuta, nuestra nueva capital en el país. Está visto que nos gustan los retos. 

Pisé suelo indio por primera vez el 1 de abril de 1919, el Día de los Inocentes. Ni hecho aposta. A medida que el barco remontaba el río, la selva fue dejando paso a campos de cultivo y pueblos de adobe, hasta que al otro lado de un meandro muy cerrado apareció la gran ciudad bajo una corona de neblina negra, surgida de un centenar de chimeneas industriales. 

No es agradable presentarse en Calcuta por primera vez sin la ayuda de las drogas. Por un lado está el calor, naturalmente, un calor de fuego, sofocante y despiadado. Pero el problema no es el calor; lo que vuelve loca a la gente es la humedad. 

El río estaba atestado de embarcaciones. Unos buques mercantes enormes, construidos para la navegación en alta mar, se disputaban el espacio de las dársenas. Si el río era la arteria de la ciudad, aquellos barcos eran la sangre que transportaba por el mundo sus exportaciones. 

A simple vista, Calcuta se podría tomar por una metrópolis antigua, cuando lo cierto es que es más joven que Nueva York, Boston u otras cinco o seis ciudades norteamericanas. La diferencia es que no fue concebida en respuesta a las aspiraciones de empezar desde cero en un Nuevo Mundo, sino que nació por unos motivos más vulgares: el comercio. 

Calcuta. «La Ciudad de los Palacios», la llamábamos. Nuestra Estrella de Oriente. Nosotros erigimos esta ciudad. Donde sólo había selva y chozas, levantamos mansiones, monumentos, y ahora, tras pagar su precio en sangre, proclamábamos que era una ciudad «británica», pero bastaban cinco minutos en ella para darse cuenta de que no lo era. Lo cual tampoco quería decir que fuese india. 

En realidad, Calcuta era algo único.
   Videoconferencia
Abir Mukherjee. El hombre de Calcuta

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