Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 20 de abril de 2022

RAY BRADBURY. FAHRENHEIT 451  

Hola, buenas tardes. Bienvenidos, un miércoles más, a Todos los libros un libro, que hoy abre el último trimestre por este curso con una propuesta de lectura que es deudora, en cierto modo, de la de hace quince días, la previa a las vacaciones de Semana Santa, aunque se explica también por una circunstancia vinculada a un acontecimiento que se desarrollará en los próximos días. En la emisión previa a la pausa “pascual” nuestro espacio se abría a un territorio no demasiado frecuentado -más bien claramente inhabitual- en Todos los libros un libro, la ciencia ficción. El acercamiento del programa al género lo provocó mi estimulante visita a una exposición que con el título de La Gran imaginación: Historias del Futuro, presentó hasta el pasado 17 de abril la Fundación Telefónica en su sede de la Gran Vía madrileña. La muestra, magnífica, está ya, por desgracia, clausurada, de modo que si logro persuadiros de su interés mi esfuerzo será baldío, pues solo podréis acceder a ella a través de la sin embargo muy aprovechable guía que puede consultarse todavía en la página de la institución responsable. Con la excusa de la muy sugerente muestra os ofrecí aquí mis comentarios sobre los dos únicos libros publicados por Ted Chiang, quizá el autor más destacado -sin duda el más conocido- de los que hoy se interesan por la ficción científica en el mundo entero. La historia de tu vida, que presentó Alamut Ediciones, y Exhalación, que vio la luz en la editorial Sexto Piso, son dos sorprendentes y apasionantes colecciones de relatos de lectura indispensable, se sea o no amante de esta peculiar vertiente de la literatura. 

Siguiendo con esa pauta “futurista”, hoy os traigo otro libro del género cuya presencia en el espacio (el radiofónico, porque habida cuenta de los temas tratados uno tiende a pensar en el interestelar) obedece, además, al hecho de que este próximo sábado, 23 de abril, se celebra el Día internacional del libro, razón por la que he querido hacer coincidir ambas circunstancias -la literatura “anticipatoria”, más o menos distópica y apocalíptica, y el homenaje a los libros- con una propuesta obvia desde este doble punto de vista: Fahrenheit 451, el legendario título de un clásico, Ray Bradbury. Completaré mi propuesta con un breve comentario con la que quizá es la obra mayor del estadounidense, Crónicas marcianas. Además, y teniendo en cuenta que Fahrenheit 451 fue llevado al cine en dos ocasiones, en 1966, con la inolvidable película de François Truffaut, y en 2018, en una adaptación prescindible, no quiero dejar de recomendaros la versión del director francés. 

La novela se publicó originariamente en Estados Unidos en 1953 y, desde entonces ha cosechado múltiples premios y reconocimientos y, lo que es más importante, ha concitado el aplauso unánime de críticos y lectores en el mundo entero. En nuestro país se han multiplicado las ediciones, en diversos sellos editoriales y en todos los formatos imaginables: bolsillo, tapa dura, cómic, audiolibro. El pasado 2020, con ocasión del centenario de Bradbury, la editorial Minotauro, con una larga tradición en la literatura de terror, fantasía y ciencia ficción, ámbitos de los que ha publicado “todo” lo remarcable (y aún lo no sustancial), presentó nuevas ediciones de las obras del autor, muy cuidadas y formalmente brillantes, y es a ellas a las que he querido recurrir para mi propuesta de esta tarde. La edición del centenario mantiene la traducción, ya consolidada, de Francisco Abelenda, seudónimo de Francisco Porrúa Fernández, legendario fundador de Minotauro y principal responsable de las traducciones de los libros publicados por su sello, para las que se “escondió” bajo diversos seudónimos, como Luis Domènech, Ricardo Gosseyn o este Francisco Abelenda. Falleció en 2004, pero su impronta se mantiene en el formidable catálogo de la editorial y en sus ya imperecederas traducciones. 

El libro, más allá de su amable continente y de lo valioso de su traducción, presenta algunos alicientes adicionales que enriquecen su ya de por sí estimulante texto. Hay, así, dos muy entregados e iluminadores prólogos de Laura Fernández y Neil Gaiman. Igualmente, la editorial ofrece, como cierre al libro, un posfacio del propio Ray Bradbury, muy ilustrativo acerca de la génesis del libro, y tres breves cuentos -Fénix brillante, El parque de juegos y Y la roca gritó-, antecedentes de la novela, y en los que están, en germen, algunas de sus más innovadoras ideas. 

Bradbury nació en Waukegan, Illinois, el 22 de agosto de 1920 y murió en Los Ángeles, ciudad en la que vivió prácticamente toda su vida, el 5 de junio de 2012, cumpliéndose, pues, ahora, dentro de un par de meses, los diez años de su fallecimiento, en otro aniversario redondo, y por tanto especialmente propicio, por esa universal atracción que generan los múltiplos de diez, para celebrar su obra. Lector entusiasta desde muy niño, compulsivo frecuentador de bibliotecas desde los ocho años, su pasión lectora lo llevó a escribir cuentos cortos en docenas de esos pequeños tacos de papel que hay repartidos por las bibliotecas, como un servicio para los lectores, como recuerda en la mencionada nota final de su libro, escrita para una reedición de 1993. Autodidacta, pues su familia no pudo permitirse el enviarlo a la universidad, su formación se “limitó” a la lectura infatigable en la biblioteca de la que “emergió” a los veintiocho años para empezar a vender sus relatos a diversas revistas, en lo que constituiría el inicio de una fecunda trayectoria literaria que cuenta con más de treinta obras entre novelas, colecciones de cuentos, poemas y obras de teatro. 

El origen de Fahrenheit 451 es, por así decirlo, múltiple. A este respecto, confiesa Bradbury: Cinco cuentos cortos, escritos durante un período de dos o tres años, hicieron que invirtiera nueve dólares y medio en monedas de diez centavos en alquilar una máquina de escribir en el sótano de una biblioteca, y acabara la novela corta en sólo nueve días. Los cuentos cortos son Bonfire (un hombre, en la noche anterior al fin del mundo, repasa sus filias literarias mientras se lamenta de que sus autores favoritos -Shakespeare, Platón, Aristóteles, Jonathan Swift, William Faulkner, Robert Frost, John Donne- vayan a desaparecer, consumidos por la Hoguera final); Fénix brillante, que se recoge, como se ha dicho, en el libro (el bibliotecario de un pueblo, ante el inminente ataque de una brigada de fanáticos incendiarios, bajo el mando del Censor Jefe, salva los libros recurriendo al ingenioso expediente, nuclear en Fahrenheit 451, de su memorización por los usuarios de la biblioteca); Los exiliados (Tarzán y Alicia y los personajes de los libros de Oz y los de los cuentos escritos por Hawthorne y Poe, se exilian en Marte para escapar de su muerte definitiva, pues en la Tierra arden los últimos libros); Usher II (en una casa en Marte el anfitrión invita a todos los incendiarios de libros para acabar con ellos, en un relato que aparecerá en Crónicas marcianas y que está inspirado, obviamente, en la narración de Poe); y El peatón (en un tiempo futuro en el que está prohibido caminar, los peatones son tratados como criminales; un cuento surgido de un suceso efectivamente vivido por el autor, interceptado por la policía cuando paseaba con un amigo por las calles de Wilshire, en Los Ángeles). 

En 1950, y necesitado de dinero para sostener a su familia, Bradbury se encerró en el sótano de la biblioteca de la UCLA, la Universidad de California en Los Ángeles, en el que, por diez centavos de dólar la media hora se podía alquilar una máquina de escribir, y en un extraño arrebato de inspiración, poseído por una impetuosa locura creativa, escribiría en apenas nueve días una novela a partir de esos cuentos, tomando retazos de unos y otros y desarrollando las ideas que los fundamentaban. El bombero, de 25.000 palabras, no convenció a los editores. Sin embargo, uno de ellos, Stanley Kauffmann, entusiasmado, lo animó a completar su texto con otras 25.000 palabras. Tras una nueva y no menos compulsiva incursión en la “sala de máquinas”, acabaría Fahrenheit 451. Ya en 1953, un joven editor de Chicago, escaso de dinero pero visionario, vio mi manuscrito y lo compró por cuatrocientos cincuenta dólares, que era todo lo que tenía. Lo publicaría en los números dos, tres y cuatro de la revista que estaba a punto de lanzar. El joven era Hugh Hefner. La revista era Playboy, que llegó durante el invierno de 1953 a 1954 para escandalizar y mejorar el mundo. El resto es historia

Fahrenheit 451 es, como probablemente todo el mundo sabe (por si acaso, el editor nos lo recuerda en la entradilla al texto) la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde. En un futuro no datado, en una sociedad uniformizada, anodina, en la que la población “vegeta”, aislada, sumida en un perpetuo estado de felicidad narcótica, insensible y conformista; en la que, por ello, se proscribe cualquier atisbo de conflicto, de incomodidad, de perturbación; y en la que el pensamiento, el guiarse por el propio criterio, se interpretan como una atrevida forma de disidencia y rebelión contra el statu quo, los libros están prohibidos, pues constituyen un peligrosa alteración de la normalidad, de la insulsa placidez, de la engañosa plenitud en la que se desenvuelven las “felices” vidas de los ciudadanos. Guy Montag, el protagonista de la novela, es un bombero, una profesión cuya función principal ha mutado radicalmente en relación con la hoy conocida. El desarrollo científico de la época hace que las casas se construyan con materiales incombustibles, por lo que la tarea de los bomberos se hace innecesaria. Por ello, se les dará otro trabajo, el de custodios de la paz de nuestras mentes, el centro de nuestro comprensible y recto temor a ser inferiores. Siendo los libros la causa de todo mal, por su capacidad para hacer que los lectores se pregunten por el sentido de su existencia, cuestionen los valores impuestos, despierten su conciencia, desarrollen su espíritu crítico, su rebeldía frente a lo establecido, su ansia de libertad, conozcan el sufrimiento, el dolor, la infelicidad y la muerte, se prohíbe su tenencia y su lectura, por lo que los muy activos miembros del Departamento de Incendios, con la ayuda del Sabueso Mecánico, una suerte de terrorífico robot animal que, armado con una letal inyección hipodérmica, rastrea a los disidentes que aún conservan y leen libros, se ocuparán de quemar cuanto texto encuentren, deteniendo, encarcelando y proscribiendo de la vida social a quienes, recalcitrantes, nostálgicos de una etapa pasada en la que la lectura se consideraba estimulante y vivificadora, se obstinen en la posesión de tan disolventes artefactos. El bombero convertido en censor, juez y ejecutor oficial bajo el signo de la salamandra anaranjada, símbolo del fuego, ocupado en quemar libros hasta convertirlos en cenizas, luego quemar las cenizas. Ése es nuestro lema oficial

Montag, casado con Mildred, ejemplo extremo del estado de insustancial alienación que envuelve a la adormecida masa, participa -cierto que sin especial entusiasmo- en ese estado de cosas, hasta que los frecuentes encuentros con una vecina, la muy joven, poco convencional, algo extraña, independiente y marginal Clarisse McClellan, siembran en él la inquietud, avivan su curiosidad y le hacen preguntarse por la razón última de su sometimiento a los valores y las prácticas instituidos. Clarisse, un personaje fascinante, pese a su muy fugaz presencia en el libro, representa la antítesis del mundo en que vive: pasea, habla, piensa, lee, en contra de la estupefaciente y banal normalidad que la rodea. Su inexplicada desaparición, su probable muerte, alientan la semilla de rebeldía que ha empezado a germinar en Montag, que, en una operación rutinaria de quema de libros a la que se enfrenta en su día a día profesional, logrará sustraer algunos, esconderlos en su casa y empezar a leerlos, dando cuenta de todo ello, incluso, a su aturdida y siempre “ausente” mujer. 

Desde ese momento en cierto modo iniciático, Guy se encontrará cada vez más incómodo con su trabajo, se manifestará reticente frente a las absurdas exigencias que su profesión le impone e irá alimentando su disconformidad con las pautas que rigen su mundo llevando a cabo acciones cada vez más contrarias a las directrices de sus superiores. Tras entrar en contacto con Faber, un anciano profesor con el que antaño había intercambiado opiniones sobre libros y que se mueve en los círculos clandestinos de la disidencia, Montag irá consolidando su desapego frente al “régimen” e incrementará progresivamente su compromiso con la red de opositores, primero desde dentro del propio Departamento de Incendios y, después, cuando sus veleidades rebeldes ya han sido descubiertas, con acciones de franca resistencia y obstrucción. Perseguido por las autoridades, huirá de la ciudad para recalar en una escondida comunidad de proscritos y exiliados, antiguos profesores en su mayoría, que han ideado un imaginativo sistema para preservar el valor de los libros y evitar su completa desaparición. Cada uno de ellos ha aprendido de memoria una obra fundamental de la literatura y viven profundizando en su recuerdo y transmitiéndola a los recién llegados, de modo que quienes les sobrevivan puedan, a su vez, entregarlas a las generaciones futuras, en un mundo que, entretanto, estalla en una guerra aterradora, de cuya destrucción escapan Montag y sus compañeros con el esperanzado eco de las palabras del Apocalipsis de San Juan en sus labios: Y, a cada lado del río, había un árbol de la vida... con doce clases distintas de frutas, y cada mes entregaban su cosecha; y las hojas de los árboles servían para curar a las naciones

De entre los muchos motivos de interés del libro, quiero destacar ahora, en esta necesariamente limitada reseña, tres fundamentales: su extraordinario valor anticipatorio, al dibujar un escenario que no resulta tan ajeno a un lector de nuestros días; la sugestiva metáfora que, a partir de la persecución y quema de libros, se hace de la lectura como acto de libertad e independencia, de rebeldía y emancipación, de búsqueda e inconformismo, de imaginación, de fantasía, de pensamiento y reflexión, de emoción y sensibilidad, de, en suma, plena humanidad; y la magistral invención por la que el libro es recordado, esa comunidad de desterrados que perpetúan la cultura libresca memorizando la obra de sus autores favoritos y evitando así su desaparición y olvido. 

El mundo futuro de Fahrenheit 451 es, en gran medida, y salvando las muchas diferencias, el nuestro actual, y su autor supo ver en él algunos de los elementos que hoy nos resultan habituales, tanto los que podríamos llamar “materiales” y que tienen que ver con los artilugios tecnológicos, las costumbres sociales y las distracciones y las formas de ocio que nos rodean, como, también, los referidos a los principios y valores que, afortunadamente de un modo menos intenso, no tan extremo, cobran carta de naturaleza en nuestras modernas sociedades del siglo XXI. Además, y como ocurre en la actualidad, ambos fenómenos, avances de la tecnología y cambio en las pautas de comportamiento y en los modos de pensar y sentir, aparecen como estrechamente interrelacionados. 

La realidad que describe Bradbury, populosa (Somos demasiados, pensó. Somos billones, y eso es demasiado. Nadie conoce a nadie), acelerada, frenética, está poblada de coches ultrarrápidos (¿Ha visto esos anuncios de ciento cincuenta metros a la entrada de la ciudad? ¿Sabe que antes eran sólo de quince metros? Pero los coches comenzaron a pasar tan rápidamente que tuvieron que alargar los anuncios para que no se acabasen demasiado pronto), masas impacientes (Las carreteras llenas de multitudes que van a alguna parte, alguna parte, alguna parte, ninguna parte), estímulos banales y diversiones insustanciales (Deportes al alcance de todos, espíritu de grupo, diversión y no hay que pensar, ¿eh? Organizar y superorganizar súper superdeportes), entretenimientos narcóticos (¿Qué necesitamos entonces? Más reuniones y clubes, acróbatas y magos, automóviles de reacción, helicópteros, sexo y heroína. Todo lo que pueda hacerse con reflejos automáticos). El mundo entero es gris, las gentes son masa, las experiencias son fugaces, sin que dejen tiempo para la reflexión (Cámara rápida, Montag —continuó—. Rápida. Clic, pic, ya, sí, no, más, bien, mal, qué, quién, eh, uh, ah, pim, pam, pam. Resúmenes, resúmenes, resúmenes. ¿La política? Una columna, dos frases, un titular. Luego, en pleno aire, ¡todo desaparece! ¡Las manos de los editores, explotadores, directores de radio bombean y bombean, y la mente del hombre gira con tanta rapidez que el movimiento centrífugo lo libra de todo pensamiento inútil, de días y días malgastados!), la vida es lo inmediato, sólo el trabajo importa. Y, tras el trabajo (¿Por qué aprender algo salvo apretar botones, insertar llaves, ajustar tornillos y tuercas?), la televisión mural, el circuito pared-a-pared, las pantallas omnipresentes (¿Cuánto tiempo pasará, te parece, antes de que podamos ahorrar y echar abajo la otra pared y poner una nueva de TV?), el aislamiento y la soledad disimulados por la interacción con los dispositivos electrónicos (—¿Apagarás las paredes de la sala? —Es mi familia, dirá Mildred), la reclusión voluntaria tras los auriculares (Y en las orejas, muy adentro, los caracolitos, las radios de dedal, y un océano electrónico de sonido, música y charla y música y música y charla), el cerebro permanentemente embotado por el bombardeo constante de la publicidad (Gente que hasta hacía un momento había estado tranquilamente sentada, siguiendo con los pies el ritmo del Dentífrico Denham, del Detergente Dental Denham, del Dentífrico Dentífrico Dentífrico Denham, uno dos, uno dos tres, uno dos, uno dos tres. Gente que había estado masticando débilmente las palabras Dentífrico Dentífrico Dentífrico), el ocio salvaje y falsamente liberador, los entretenimientos favoritos consisten en salir a asustar a la gente en un parque de diversiones, romper cristales en la Casa de Romper Vidrios, destrozar automóviles con los proyectiles de acero en el Parque de Destrozar Coches o salir enfebrecidos a la carretera a atropellar a quien tenga la desgracia de cruzarse en el camino (Las llaves del coche están en la mesa de luz. Siempre que me siento así, tengo ganas de correr. Llega uno a los ciento cincuenta kilómetros por hora y se siente mucho mejor. A veces corro toda la noche y vuelvo a casa, y tú no te has dado cuenta. Es divertido en el campo. Uno atropella conejos, y hasta perros). 

En ese mundo insípido y vacío (y el mundo entero era gris), automatizado y sin alma, que tanto se parece al nuestro, en sus rasgos de infantilismo permanente, de continua evasión, de felicidad entendida como mero placer y excitación (Citan automóviles, ropas, piscinas, y dicen ¡qué bien! Pero siempre repiten lo mismo, y nadie dice nada diferente, y la mayor parte del tiempo, en los cafés, hacen funcionar los gramófonos automáticos de chistes, y escuchan chistes viejos, o encienden la pared musical y las formas coloreadas se mueven para arriba y para abajo, pero son sólo figuras de color, abstractas), no hay espacio, pues, para la lentitud, la pausa, el paseo y la conversación (en las viviendas han desaparecido los porches, pues inducen a la charla sosegada, a la contemplación, al dolce far niente), para el pensamiento y la reflexión, para los “porqués” (Uno empieza con los porqués, y termina siendo realmente un desgraciado), para el cuestionamiento y la rebeldía. No cabe la diferencia y sí la uniformidad, no se toleran las minorías y se aprecia la homogeneidad, la aceptación de la norma, la gris acomodación a los estrechos cauces de la simplista, mediocre, conformista y mayoritaria normalidad (No es posible construir una casa sin clavos ni maderas. Si no quieres que se construya una casa, esconde los clavos y la madera. Si no quieres que un hombre sea políticamente desgraciado, no lo preocupes mostrándole dos aspectos de una misma cuestión. Muéstrale uno. Que olvide que existe la guerra. Es preferible que un gobierno sea ineficiente). 

Bradbury anticipa, además, otra de las notas sustanciales que definen nuestras sociedades anestesiadas, hipnotizadas por los dispositivos electrónicos y sus adictivas promesas de inmediata felicidad: el hecho de que esta sutil forma de moderna esclavitud no sea fruto de la autoritaria imposición de un poder despótico, sino que resulta del “libre” consentimiento, de la voluntaria servidumbre de las gentes, entusiasmadas por la exultante apariencia de libertad que las sume, inconscientes y aborregadas, aletargadas y sumisas, en la blanda dictadura de sus estupefacientes universos paralelos: No comenzó en el gobierno. No hubo órdenes, ni declaraciones, ni censura en un principio, ¡no! La tecnología, la explotación en masa, y la presión de las minorías provocó todo esto, por suerte. Hoy, gracias a ellos, uno puede ser continuamente feliz, se pueden leer historietas, las viejas y buenas confesiones, los periódicos comerciales. Un fenómeno que, en nuestros días, ha sabido ver el filósofo coreano Byung-Chul Han. Llama la atención la coincidencia entre sus palabras y las del libro que ahora comento: Se mantiene contentas a las personas con alimentos gratuitos y juegos espectaculares. La dominación total es aquella en la que la gente solo se dedica a jugar. Y también: Solo un régimen represivo provoca la resistencia. Por el contrario, el régimen neoliberal, que no oprime la libertad, sino que la explota, no se enfrenta a ninguna resistencia. No es represor, sino seductor. La dominación se hace completa en el momento en que se presenta como la libertad

Como consecuencia de ese estado de cosas, en esa imperturbable y adormecida realidad están proscritos la cultura, el arte, la filosofía y, por supuesto, los libros, fuente de todo conflicto (Afuera los conflictos. Mejor aún, al incinerador. ¿Los funerales son tristes y paganos? Elimina los funerales. A los cinco minutos de morir, el hombre ya está de camino a la Gran Caldera: incineradores abastecidos por helicópteros y distribuidos todo a lo largo del país. Diez minutos después de la muerte, el hombre es una motita de polvo oscuro. No aflijamos a los hombres con recuerdos. Que olviden). 

Los libros representan la individualidad, la diversidad de las miradas sobre el mundo, las interpretaciones divergentes, la posibilidad de lo no previsto, lo no controlado, lo no reglado. Los libros son lo superfluo, lo no utilitario, lo no inmediato, el espíritu, la abstracción. Los libros son la problemática búsqueda de sentido, el cuestionamiento de nuestro lugar en el mundo, la inquietud y los anhelos, la preocupación por el futuro, los sueños y su imposibilidad, el saber y el saber que no se sabe. Los libros son la inquietud intelectual, moral, social, política, son el escepticismo y la duda, son la conciencia de la muerte y la angustia y el miedo que suscita y la lucha contra sus inexorables designios. Los libros son, pues, la vida, lo más valioso de nuestra vulgar existencia de tristes animales pensantes. Así lo intuye el Montag “renacido”, tras años de consentida alienación, cuando una “rebelde”, denunciada por posesión de libros, se deje incinerar con ellos antes de tener que abandonarlos: Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar, para que una mujer se deje quemar viva. Tiene que haber algo. Uno no muere por nada. Y a partir de ahí, sus reflexiones sobre la importancia de los libros pueblan el texto: 

Por primera vez comprendí que detrás de cada libro hay un hombre. Un hombre que tuvo que pensarlo. Un hombre que empleó mucho tiempo en llevarlo al papel. Nunca se me había ocurrido. —Montag dejó la cama—. Y a algún hombre le costó quizá una vida entera expresar sus pensamientos, y de pronto llego yo y ¡bum!, y en dos minutos todo ha terminado. 

Quizá los libros nos saquen un poco de esta oscuridad. Quizá eviten que cometamos los mismos condenados y disparatados errores. 

¿Adónde puede llevarnos todo esto? Hemos cerrado los libros, ¿te has olvidado? 

No sé. Tenemos lo necesario para ser felices, y no lo somos. Algo falta. Busqué a mi alrededor. Sólo conozco una cosa que haya desaparecido: los libros que quemé durante diez o doce años. Pensé entonces que los libros podían ser una ayuda. 

No, no, no son libros lo que usted busca. Puede encontrarlo en muchas otras cosas: viejos discos de fonógrafo, viejas películas, y viejos amigos; búsquelo en la naturaleza, y en su propio interior. Los libros eran sólo un receptáculo donde guardábamos algo que temíamos olvidar. No hay nada de mágico en ellos, de ningún modo. La magia reside solamente en aquello que los libros dicen; en cómo cosen los harapos del universo para darnos una nueva vestidura. 

¿Sabe usted por qué un libro como éste es tan importante? Porque tiene calidad. ¿Y qué significa esta palabra? Calidad, para mí, significa textura. Este libro tiene poros. Tiene rasgos. Si lo examina usted con un microscopio, descubrirá vida bajo la lente; una corriente de vida abundante e infinita. Cuantos más poros, cuantos más pormenores vivos y auténticos pueda usted descubrir en un centímetro cuadrado de una hoja de papel, más “letrado” es usted. Ésa es mi definición, por lo menos. Narrar pormenores. Frescos pormenores. Los buenos escritores tocan a menudo la vida. Los mediocres la rozan rápidamente. Los malos la violan y la abandonan a las moscas. 

Uno se siente Dios con los libros. 

Y en el recuerdo de cualquier lector de Fahrenheit 451, incluso de quienes no conocen el libro, pues el “hallazgo” de Bradbury pertenece ya al inconsciente colectivo, convertido en mito literario intemporal, está esa congregación de seres marginales, una organización flexible, fragmentaria y dispersa, entregados en cuerpo y alma a su noble y en apariencia estéril tarea (Somos la rara minoría que clama en el desierto). Alejados de las ciudades, desplazándose por los viejos rieles abandonados, durmiendo en las colinas, ajenos al contacto con la gente, detenidos y registrados por unas autoridades que no pueden acusarlos de delito alguno, vagabundos por fuera, bibliotecas por dentro, miles de individuos “son” Dante y Swift y Marco Aurelio; son La República de Platón, Los viajes de Gulliver y el Walden de Thoreau; son Charles Darwin, Schopenhauer y Einstein; son Albert Schweitzer y Bertrand Russell, Aristófanes y Mahatma Gandhi y Gautama Buda y Confucio; son Thomas Jefferson y Abraham Lincoln, Byron, Maquiavelo o Cristo; son, también, Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Y cuando la guerra termine, algún día, algún año, podrán escribirse los libros otra vez; se llamará a la gente, una a una, para que recite lo que sabe, y los guardaremos impresos hasta que llegue otra Edad de las Tinieblas, y tengamos que rehacer enteramente nuestra obra. Pero eso es lo maravilloso en el hombre; nunca se descorazona o disgusta tanto como para no empezar de nuevo. Sabe muy bien que su obra es importante y valiosa

Ya sin apenas tiempo, os dejo unos breves notas sobre la película de François Truffaut y sobre el otro libro fundamental de Bradbury, Crónicas marcianas. El realizador francés dirigió la versión cinematográfica de Fahrenheit 451 en 1966. Protagonizada por Oskar Werner como Montag y la muy criticada Julie Christie en el doble papel de Clarisse y Mildred (Linda en el filme), la película cuenta también con otros nombres memorables de la historia del cine: Nicholas Roeg en la fotografía y Bernard Herrmann como autor de la inquietante aunque previsible banda sonora. Truffaut mantiene lo esencial del “espíritu” del libro, con ligeras -y poco sustanciales (“desaparecen” Faber y el Sabueso Mecánico, Clarisse no se desvanece del todo, entre otras)- diferencias, y ya sólo por ello la película resultaría notable. Desde el punto de vista formal, en cambio, la película muestra de modo evidente el paso del tiempo (y no para bien). Los uniformes de los bomberos son prosaicos; los exteriores se ruedan en barrios suburbiales, con bloques de edificios uniformizados de un realismo soviético y viviendas unifamiliares inspiradas en el racionalismo geométrico más impersonal; los rituales sociales cotidianos -los saludos militarizados de los bomberos, su ridículo entrecruzar de manos- son de una ingenua elementalidad; la decoración futurista no es tal y se limita a unos cuantos -pocos- artilugios electrónicos y a un somero tren elevado (en las escenas en él ambientadas se aprecia de modo ostensible el uso del croma), mientras el resto del atrezo -muebles, teléfonos, enseres- resultan vulgares y sospechosamente parecidos a los de un hogar convencional de los sesenta del siglo pasado. Resulta curioso comprobar cómo -en general, ambientadas o no en el futuro- las películas de los sesenta y setenta han envejecido peor que las de décadas anteriores. En la misma semana en que yo me acercaba de nuevo a Fahrenheit 451 para desempolvar los muy vagos recuerdos de la primera visión en mis días universitarios, volví a ver también Luna nueva, de Howard Hawks, La carta, de William Wyler, El halcón maltés, de John Huston, y Laura, de Otto Preminger, y El sueño eterno, también de Howard Hawks; de 1940, las dos primeras, de 1941, la tercera, y de 1946, las dos últimas, y todo lo que en éstas se muestra natural, vigoroso, intenso, con fuerza, fresco y vivo, muy actual, es pálido y mortecino, languidece y se hace ajeno en la sin embargo, por otros motivos, apreciable obra “sesentera”. 
 
Hay en la película (filmada, por cierto, en color y lengua inglesa; la primera obra de su autor con ambas singularidades) algo del espíritu pre-68: la rebeldía frente a la insulsa vida burguesa, el alegato contra el totalitarismo, no sólo el explícito de la Unión Soviética sino el latente de las conformistas y adormecidas sociedades desarrolladas; el esperanzador mensaje final, más optimista que el de la novela, muy en la línea “debajo de los adoquines está la playa”; y hasta el mayor protagonismo de los libros (“la imaginación al poder”), con decenas de referencias literarias (la Wikipedia enumera 128), contando las muchas que aparecen en las incineraciones, con portadas y páginas consumiéndose en el fuego, y entre las que no faltan guiños al propio Bradbury (uno de los resistentes “es” Crónicas marcianas) o al mundo del cine, con la presencia de un ejemplar de Cahiers du Cinema, la revista en la que colaboraba Truffaut, y de diversas novelas con traslación cinematográfica, entre las que está Les Deux Anglaises et le Continent, de Henri-Pierre Roché, que llevará a la pantalla el director francés cinco años después. 

Crónicas marcianas es, indudablemente, otro clásico de lectura obligada. Publicado en 1950, antes, pues, que mi recomendación principal de esta tarde, hay entre ambos muchos elementos en común. Entre la infinidad de ediciones disponibles en nuestro país, la que os presento es la del centenario, ofrecida también por Minotauro, editorial en la que está la obra de Bradbury casi en su totalidad. Con la traducción de Francisco Porrúa, el volumen conmemorativo incluye un estudio preliminar de Rodrigo Fresán, un prólogo de Jorge Luis Borges, otro de John Scalzi y una introducción del propio autor, así como media docena de ilustraciones de Les Edwards. 
 
La condición novelística del libro, puesta en duda en ocasiones, se mantiene pese a que el origen de los veintiocho capítulos que lo integran es muy diverso, siendo algunos de ellos cuentos publicados por separado, y otros incorporados con posterioridad, con la voluntad expresa del autor -y notoria para el lector- de darle unidad al conjunto. Así, a pesar de la aparente autonomía de las diferentes historias, puede detectarse una clara línea cronológica y argumental que “canaliza” la trama, habiendo, además, conexiones entre los relatos, con continuas alusiones a hechos, sucesos o personajes que aparecen y reaparecen de un cuento a otro. Fechados en meses y años sucesivos, que van desde el lejano, en el momento de la escritura, enero de 1999 de la primera narración, hasta octubre de 2026 en que se cierra el ciclo. Y es que, en efecto, hay algo de circular en esa compilación de episodios, que recogen la banal existencia de los marcianos en una sociedad sospechosamente parecida a la nuestra (a la norteamericana de los años cincuenta, más exactamente); la progresiva huida a un Marte de unos terrícolas hastiados de la vida en un planeta hiperpoblado y en permanente riesgo de catástrofe nuclear; las funestas peripecias de los viajeros en las cuatro primeras expediciones; el asentamiento y la colonización, depredadora y despiadada, de los humanos en el planeta rojo; y, por fin, la Gran Guerra nuclear en la Tierra que provoca la vuelta de los “emigrados” y la despoblación final de Marte, un mundo polvoriento y solitario, en el que una familia intentará levantar de nuevo una civilización. 

La novela, muy poética y de una sutil melancolía, no es, al decir de su autor, una muestra del género de la ficción científica. En realidad, más allá de los extraños rasgos de los marcianos (Tenían la tez clara, un poco parda, de casi todos los marcianos; los ojos amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales) y las notas de geografía y clima (montañas azules, calor diurno moderado, frío nocturno, atmósfera respirable, dos lunas, lagos, grandes mares y abundantes canales) totalmente incongruentes con lo que la ciencia nos muestra del planeta rojo, el libro constituye por el contrario un afilado retrato de la corta historia de la sociedad norteamericana, reflejada tanto en la aburrida vida marciana, la clase media adormecida, previa a la invasión terrícola como en los pormenores del desembarco y la expansión de los humanos, que reproduce -en un enfoque muy crítico de Bradbury con su propio país- el proceso de conquista que dio lugar a los Estados Unidos: la aventura de los colonos, el espíritu aventurero, el exterminio de los indios aborígenes y de sus culturas, el sometimiento y la servidumbre de los débiles, el racismo, la violencia y la esquilmación de los recursos naturales, en un mensaje último de alto valor premonitorio, al plantearse hace ya más de setenta años: La Tierra ya no existe; ya no habrá viajes interplanetarios, durante muchos siglos, quizá nunca. Aquella manera de vivir fracasó, y se estranguló con sus propias manos. Un libro formidable, lleno de humanidad, muy triste, de extraordinaria vigencia, que conmueve y se lee con emoción. 

Como acompañamiento musical a esta muy larga reseña os dejo con un clásico de la música electrónica. The Robots, del visionario y adelantado grupo alemán Kraftwerk, estaba incluido en The Man Machine, su álbum de 1978 y forma parte también de la exposición de la Fundación Telefónica, La Gran imaginación: Historias del Futuro, que ha sido el desencadenante de esta breve serie de Todos los libros un libro dedicada a la ciencia-ficción. 


En otro tiempo los libros atraían la atención de unos pocos, aquí, allá, en todas partes. Podían ser distintos. Había espacio en el mundo. Pero luego el mundo se llenó de ojos, y codos, y bocas. Doble, triple, cuádruple población. Películas y radios, revistas, libros descendieron hasta convertirse en una pasta de budín, ¿me entiendes? 

—Creo que sí. 

Beatty contempló las formas del humo que había lanzado al aire. 

—Píntate la escena. El hombre del siglo diecinueve con sus caballos, sus carretas, sus perros: movimiento lento. Luego, el siglo veinte: cámara rápida. Libros más cortos. Condensaciones. Digestos. Formato chico. La mordaza, la instantánea. 

—La instantánea —repitió Mildred asintiendo con movimientos de cabeza. 

—Los clásicos reducidos a audiciones de radio de quince minutos; reducidos otra vez a una columna impresa de dos minutos, resumidos luego en un diccionario en diez o doce líneas. Exagero, por supuesto. Los diccionarios eran obras de consulta. Pero muchos sólo conocían de Hamlet (tú seguramente conoces el título, Montag; para usted probablemente es sólo el débil rumor de un título, señora Montag), muchos, repito, sólo conocían de Hamlet un resumen de una página en un libro que decía: Ahora usted puede leer todos los clásicos. Lúzcase en sociedad. ¿Comprendes? Del jardín de infantes al colegio, y vuelta al jardín de infantes. Ése ha sido el desarrollo espiritual del hombre durante los últimos cinco siglos. 

Mildred se puso de pie y comenzó a dar vueltas por el cuarto, levantando cosas y volviéndolas a poner en su lugar. Beatty no le prestó atención. 

—Cámara rápida, Montag —continuó—. Rápida. Clic, pic, ya, sí, no, más, bien, mal, qué, quién, eh, uh, ah, pim, pam, pam. Resúmenes, resúmenes, resúmenes. ¿La política? Una columna, dos frases, un titular. Luego, en pleno aire, ¡todo desaparece! ¡Las manos de los editores, explotadores, directores de radio bombean y bombean, y la mente del hombre gira con tanta rapidez que el movimiento centrífugo lo libra de todo pensamiento inútil, de días y días malgastados! (…) 

—Se abreviaron los años de estudio, se relajó la disciplina, se dejó de lado la historia, la filosofía y el lenguaje. Las letras y la gramática fueron abandonadas, poco a poco, poco a poco, hasta que se las olvidó por completo. La vida es lo inmediato, sólo el trabajo importa. Divertirse, sí, pero después del trabajo. ¿Por qué aprender algo salvo apretar botones, insertar llaves, ajustar tornillos y tuercas?

Videoconferencia
Ray Bradbury. Fahrenheit 451

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