Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de mayo de 2022

EDUARDO BLANCO AMOR. LA CATEDRAL Y EL NIÑO; RUTH MATILDA ANDERSON. UNA MIRADA DE ANTAÑO   

In memoriam Domingo Villar

Domingo Villar, al que cito en la emisión de esta tarde, grabada con antelación, y cuyo libro Algunos cuentos completos fue uno de los protagonistas del programa de la semana pasada, falleció hace unas horas en Vigo tras haber sufrido anteayer un ictus cerebral. Quiero dedicarle el espacio a él y a su figura literaria, que tantos ratos de placer me ha deparado con sus distintos libros. Descanse en paz.


Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de Radio Universidad de Salamanca dedicado a la lectura. Con ocasión de la celebración, ayer, 17 de mayo, del Día das Letras Galegas, la semana pasada iniciábamos aquí una breve serie, de la que el espacio de hoy constituye la segunda y última entrega, dedicada a publicaciones vinculadas al siempre interesante universo cultural y literario gallego, que ha dado grandes nombres -Cela, Torrente Ballester, Rosalía de Castro, Valle Inclán, por citar sólo algunos indiscutibles- a la literatura española. 

El homenajeado este año por la Real Academia Galega es el abogado y poeta orensano Florencio Delgado Gurriarán, en quien la venerable institución ha querido premiar a la Galicia del exilio republicano en México. Este fuerte y desgraciado vínculo entre la región gallega y exilio y la emigración está presente también en mis dos propuestas de esta tarde, una excepcional novela y un libro de fotografía, que suceden a las otras cuatro de las que os hablé con entusiasmo el miércoles pasado: Cosas, el gran clásico de Alfonso Rodríguez Castelao, sobre el que gravitó la edición de hace siete días; Algunos cuentos completos, la entrañable recopilación de relatos -narraciones orales, en realidad- de Domingo Villar, traductor al castellano y muy notorio seguidor de la legendaria figura del galleguismo; Un hombre que se parecía a Cunqueiro, el homenaje en forma de biografía -frustrada, a mi parecer, desde el punto de vista literario, pero valiosa por la excepcional calidad del “agasajado”- que el productor audiovisual José Besteiro dedicó al magistral escritor mindoniense; y las muy reveladoras fotos de Virxilio Vieitez, recogidas en el estupendo catálogo del MARCO, el Museo de Arte Contemporánea de Vigo. 

Con Cunqueiro, precisamente, tuvo muchos vínculos -hasta el punto de aparecer en algún capítulo del libro antedicho- Eduardo Blanco Amor, otro galleguista insigne, y un autor mayor, aunque no suficientemente reconocido, de la literatura española, que hoy protagoniza la parte central de nuestro espacio con su novela La catedral y el niño que, publicada en 1948, en su exilio bonaerense, ha visto la luz recientemente, en 2018, en la edición para Libros del Asteroide a cargo de Andrés Trapiello, que escribe también un entregado prólogo. 

Eduardo Blanco Amor nació a finales del siglo XIX en Orense, aunque vivió gran parte de su vida en Argentina. Novelista, poeta y autor teatral, escribió en gallego la mayoría de su obra, pese a que el libro que hoy os comento fue escrito en castellano. En gallego nació el que, quizá, es su título más destacado y también más conocido, A esmorga, de 1959, que él mismo tradujo a nuestro idioma común como Parranda. El libro ha sido objeto de dos relevantes traslaciones cinematográficas, la película -Parranda- dirigida en 1977 por Gonzalo Suárez, con la participación de la entonces plana mayor del cine español -Fernán Gómez, Sacristán, Charo López, José Luis Gómez-, y otra versión, más reciente, de 2014, que mantiene el título en gallego, del realizador Ignacio Vilar y con la actuación de Karra Elejalde, entre otros actores y actrices menos conocidos. 

Como cuenta Trapiello en su introducción, cuando Eduardo tenía siete años, su padre, barbero, abandonó a la familia -su madre y los tres hijos- por otra mujer, florista en el mercado, en una circunstancia, el padre desapegado y tarambana, que afectará también, de modo significativo, al joven protagonista de La catedral y el niño. Este palpable carácter autobiográfico del libro (aunque su autor no le reconocía esta condición de manera literal, pues afirmaba ser no sólo el niño que narra la historia y sobre el que gravita el peso de la novela, sino también el padre, la madre, las tías…), está presente también en otros hechos relevantes de la narración, la emigración entre ellos. En 1916, Blanco Amor “huyó” a Buenos Aires para escapar del llamamiento a filas. Allí fue abriéndose camino hasta empezar a desempeñarse como periodista en La Nación. Como corresponsal del periódico residiría en España en dos períodos, de 1929 a 1931 y de 1933 a 1936, hasta poco antes del estallido de la Guerra Civil. En esas estancias trabaría conocimiento con las figuras más destacadas del galleguismo militante, entre ellos Castelao, y también con Lorca y otras personalidades de la generación del 27 y la cultura republicana. En Buenos Aires trabajará durante la guerra a las órdenes del gobierno de la República. Con casi setenta años, en 1966, regresaría a España, en donde sobreviviría modestamente hasta su muerte, en Vigo, en 1979. 

La catedral y el niño
es su primera novela, muy tardía, escrita cumplidos ya los cincuenta años. En el prólogo a la tercera edición del libro, la primera española, de 1977, Blanco Amor relata la particular génesis de la obra. Al parecer, en un banquete de homenaje que se le ofrece en Buenos Aires a finales de los años cuarenta y al que asisten casi mil personas (entre ellas, nos cuenta Trapiello, Alberti, Alejandro Casona, Margarita Xirgu, los galleguistas Luis Seoane y Rafael Dieste, y quizá -no lo recuerda con precisión- Juan Gil-Albert), y como respuesta a las palabras introductorias de Casona, Blanco Amor repasa algunos episodios de su infancia y rememora escenas de su niñez provinciana en la siempre soñada y añorada Orense, provocando el entusiasmo de su audiencia. Al día siguiente, el propio Casona le animará a convertir en novela sus recuerdos, tarea que afrontará a lo largo de tres años, en Uruguay. Cambiando algunas de las circunstancias familiares, pero manteniendo el núcleo central de su propia experiencia y, sobre todo, el escenario principal de sus vivencias, un Orense convertido, en su transfiguración literaria, en Auria, entre cuyas calles y bajo el ambivalente influjo de su imponente catedral, veremos crecer, en un arco temporal que se desarrolla entre sus ocho y sus casi diecinueve años, a Luis Torralba, el álter ego novelístico de su creador. 

Estamos ante una representación paradigmática de la novela de formación, en la que se narra el paso de la infancia al comienzo de la juventud -lo que, en los tiempos en que “ambienta” la historia, hace un siglo, equivale a la edad adulta-, de un muchacho sensible, inteligente, introspectivo, dotado de una extraordinaria capacidad de percepción y de una voz sorprendentemente madura, “distinto” al resto de los niños, que observa la realidad circundante -la inmediata de su vida familiar y, en un plano más general, la de la sociedad orensana y por extensión la gallega y hasta la española de las primeras décadas del siglo XX- y da cuenta de ella de un modo extremadamente juicioso y con, como digo, una notable agudeza y una inusual precisión en la captación de los detalles. Y, como en todas las novelas de iniciación, el desarrollo físico se produce en paralelo a la evolución en la personalidad, en la conciencia, en los valores morales; una evolución que supone el progresivo abandono, lento y doloroso, de lo “consabido”, de los parámetros familiares, sociales, personales que hasta un determinado momento han configurado la propia identidad, y la apertura a ideas, principios, modos de vida nuevos, no anclados en el pasado, no sometidos a una previsible continuidad de las líneas de actuación dictadas por las normas imperantes, por las costumbres esperadas, sino construidos desde la naciente personalidad, creados por una personal forma de mirar el mundo. 

Este conflicto, habitual en cualquier proceso de crecimiento, entre lo que, con dificultad, se deja atrás y la persona nueva que, también con sufrimiento, nace y se abre a la vida, es uno de los ejes destacados del libro, del que, en cierto modo, la catedral de la ciudad, con su sobrecogedora presencia, con su oscura e inquietante figura, con su terrible inmutabilidad a lo largo de los siglos, con su amenazante inmensidad (ese impresionante bosque pétreo), operará como símbolo: el opresivo pasado que atenaza e impide el libre fluir del propio ser. Además de este hilo central, en La catedral y el niño destacan también otros temas, singularmente la fidedigna recreación del marco social en el que se desarrolla la trama, que nos permite conocer la realidad de Auria/Orense y la de Galicia de hace cien años, y lo muy sobresaliente de la prosa de su autor, barroca, compleja, refinada. 

Mi niñez fue triste, muy triste, en un pueblo triste: Orense, confiesa Blanco Amor, y así es también la infancia de Luis Torralba, un niño de ocho años, algo enmadrado, que vive con angustia las constantes ausencias del padre, su abandono, los conflictos entre sus progenitores, su muy notoria inadaptación al mundo que le rodea. Pese a que no hay menciones expresas a las fechas en que se desenvuelve la década que abarca la novela, su “datación histórica” no resulta difícil de deducir, no solo porque la biografía de su joven protagonista corre en paralelo a la del propio autor, sino también porque hay menciones expresas a acontecimientos de evidente concreción cronológica: referencias a la guerra africana (que tuvo lugar entre 1911 y 1927), al paso del cometa Halley (que pudo verse en la Tierra entre abril y mayo de 1910), a Debussy, un francés que andaba haciendo ruido en los últimos tiempos (el músico moriría en 1918), y ya al término del libro, el comienzo de la primera guerra mundial (Habían asesinado a unos príncipes en un lejano país, y era inminente la guerra europea). 

Luis vive en la casa familiar, situada enfrente de la catedral, en un entorno tradicional, decimonónico, oscuro y asfixiante, que, poco a poco, se desmembra y resquebraja. El padre, señorito guapo, rico y acometedor, arriscado jugantín, con mucho de Don Juan provinciano, vive ajeno a los suyos, disfrutando de las menguantes rentas heredadas, entre viajes a los Madriles y al extranjero, dado a la caza, al juego, a las francachelas con los amigotes, al despilfarro, a las mujeres, dilapidando, despreocupado e inconsciente, la fortuna familiar. Irresponsable y autoritario, irradia, no obstante, impulso, fuerza y energía, mostrando en sus alocados actos una irreflexiva e irrefrenable libertad, rechazando de facto, en su comportamiento, la pequeñez del universo, lo pacato de las costumbres en los que la familia y la ciudad se desenvuelven, lo que suscita en su pequeño sentimientos ambivalentes de rechazo y atracción (Pero su misma arbitrariedad, aquel libérrimo ademán frente al aprisionamiento de una vida que nosotros vivíamos y sufríamos del lado contrario, encuadrada en el ritmo de lo previsto, de lo formal, de lo aburrido, me hacía amarle y admirarle aunque sin plenitud, sin total entrega, con un contradictorio sentimiento de superioridad y amparo, como si él, tan fuerte y en apariencia tan libre, necesitase, no obstante, de mi protección, cuidado y fortaleza). 

La madre, que pertenece también a esa clase social acomodada, hecha de religiosidad y tradiciones, de dinero y prejuicios, de privilegios y apariencia, es, sin embargo, alegre y tierna, y, a su modo, independiente y rebelde, capaz de instar oficialmente la separación de su manirroto marido y de sacar adelante, con decoro y una cierta holgura, a sus tres hijos, dos de ellos, María Lucila y Eduardo, mayores que Luis, y fruto de un anterior matrimonio. Desde una posición casi opuesta -ella en la forzada reclusión que supone el sofocante reducto de la convención social; él en su disipada vida de insensato calavera-, ambos manifiestan una cierta disconformidad y desajuste con la sociedad en la que viven. 

El marco familiar se completa con las tres extravagantes tías del muchacho, Pepita, Asunción y Lola, solteronas, retrógradas, dominadas por miedos, escrúpulos y aprensiones y padeciendo distintos grados de enajenación no enfermiza: obsesiones, recelos, obcecaciones y otros delirios más o menos benévolos. También revolotean por el libro diversos miembros del servicio, sobre todo las criadas, Joaquina y Blandina, con peso en la peripecia personal del protagonista. E igualmente, hay un número considerable -que alcanza varias decenas- de personajes secundarios, representantes varios de la vida provinciana, perfilados todos con profundidad, agudeza y un alto grado de verosimilitud. 

En un ambiente así, el niño protagonista, sensible y atormentado, delicado y sentimental, femenino (apuntando, siquiera de un modo larvado, la condición homosexual de su creador), relata, desde un enfoque retrospectivo (su voz, ya se ha dicho, no es la de un niño, es adulta, madura y de una extraordinaria lucidez, impropia en un menor), sus años de infancia y adolescencia y muestra al lector los tortuosos entresijos de su alma, el a menudo sufriente proceso de construcción de su propio carácter, debatiéndose, en una dramática fluctuación, entre sus íntimas pulsiones y las imposiciones de la colectividad; entre las rígidas y anacrónicas convenciones sociales y los llamados de su libertad personal; entre el universo de su madre, que representa la resignada aceptación de las exigencias de familia y clase, y el impulso vital del por tantas razones aborrecible padre; entre el sometimiento al rigor mortis del adusto templo, a su dura permanencia, a su perpetuidad implacable, y la apertura a la vibración del mundo, al descubrimiento de facetas ignoradas de la existencia; entre su dura mano helada y el valiente pulso de la vida; entre la pertenencia y el desarraigo; entre la excitación y el tedio; entre, en definitiva, el pasado que se deja atrás y el futuro por venir; muestras todas ellas de aquel aniquilante dualismo que me hacía imposible la existencia en mi casa. Hiperestésico, desubicado, confundido, a Luis lo acompaña de continuo una mirada melancólica (Esa debe de ser una de las causas de la tristeza de la vida. Uno se va cansando de buscar y de no hallar; y cuando ya no se busca es que se está maduro para la renunciación y el tedio; es decir, para la muerte), que es una de las señas distintivas de la novela y uno de los motivos, a mi juicio, de su carácter memorable. 

La inquietante presencia del David, que, con su arpa de piedra, corona el capitel de la columna del parteluz del gran arco doble del que había sido, en el pasado, el pórtico de entrada a la catedral, su intransigente juicio ante los afanes de liberación del muchacho, le provocará simultáneas reacciones de amor y miedo e inoculará en él la lenta y amarga desazón que había de rodar por mi sangre ya toda la vida, desacordando su ritmo con el de casi todas las cosas entre las que me tocó vivir

Y la catedral es Auria, es Orense, es la granítica plasmación de los estrechos ritos provincianos, que Blanco Amor describe con precisión. La cortedad de miras de las “fuerzas vivas”, la religiosidad beata, las costumbres restrictivas, el asfixiante corsé de las prácticas seculares, la estéril inutilidad de las clases acomodadas, los prejuicios, la cruel represión de la clerigalla, la ranciedad de la clase media, los insulsos devaneos de la inoperante “intelectualidad” -periodistas con veleidades revolucionarias, poetas, miembros de distintos círculos culturales, librepensadores anclados a sus mesas de café, ácratas de salón, progresistas de boquilla, ilustrados varios, tragafrailes, demagogos y pintorescos herejes provincianos-, la pobreza generalizada, las duras condiciones de vida del pueblo, las injusticias y desigualdades sociales, la truculencia de las leyes, los abusos del poder, la corrupción de los comerciantes, los atropellos caciquiles, las componendas de la política, los valores añejos; en suma, la sociedad de Auria, regida por beatas, por funcionarios del reino, por curas ignaros y por traficantes venidos a más, queda reflejada con detalle, con rango de personaje principal e imbricada en el relato de la trayectoria vital de Luis, en la furibunda -aunque discreta- crítica social que es, también, La catedral y el niño. Una sociedad que se muestra, igualmente, en otros frentes destacados de la época, como las crueles manifestaciones del atraso del país (las cuerdas de presos por las carreteras; el sistema carcelario, con sus mazmorras y su horrenda promiscuidad; el cuartelero, con sus soldados hambrientos y piojosos; el hospitalario con sus sedes en antiguos conventos, con sus santos Roques y Lázaros patronales exhibiendo sus pústulas esculpidas a la entrada de las salas; con su punzante olor a cochambre mezclado con el del ácido fénico, sus «practicantes» de fama sanguinaria, sus médicos desganados y sus monjas rutinarias y lejanas asistiendo a partos y operaciones con sus mandiles sucios y sus uñas negras); también las primeras muestras de una muy incipiente modernidad (Las diligencias iban siendo sustituidas por líneas de autobuses, los trenes eran más frecuentes; la luz eléctrica era ya un patrimonio público y privado, con lo que la ciudad había perdido aquel íntimo misterio nocturno que la hacía retroceder, llegada la obscuridad, a siglos pretéritos, con sus callejas lóbregas y estrechas y las antiguas arquitecturas llenas de prestigio fantasmal. La instalación de las dos Escuelas Normales había atraído sobre Auria una irrupción abundante y alegre de muchachos y muchachas de la provincia. Las conquistas de la clase obrera, al limitar las horas de la jornada, lanzaban más gente a las calles, prestándoles una animación de que antes carecían. Con la luz nueva, los escaparates abrieron tramos de claridad en la pétrea edificación y lanzaban sus brillos sobre las rúas. El reflujo de los indianos iba urbanizando las afueras, que antes metían sus huertos casi hasta las calles de la ciudad, poblándolas de casas, «villas» y chalets, continuando la presencia del burgo a lo largo de las carreteras. La artesanía de ambos sexos había terminado por apoderarse del «paseo del medio» de la Alameda, antes reservado para la gente de calidad, durante los conciertos estivales de la banda municipal. A su vez, las clases pudientes —señoritos de casta y burguesía comercial— aparecían más confundidos entre sí, tendiendo a la nivelación que iba estableciendo la ruina de los unos y la prosperidad de los otros); los atisbos de un movimiento galleguista, del que Blanco Amor fue militante (Sentía gran añoranza hacia la peña del café de la Unión, donde unos cuantos muchachos íbamos esbozando, bajo la guía de algunos jóvenes profesores de la Normal y del instituto, que dictaban allí su mejor cátedra, la configuración, todavía lejana, de lo que habría de constituir nuestro esquema del mundo. En tales reuniones, fragorosas y desbordantes de ingenio, y, ¿por qué no decirlo?, de afán de verdad, se producía la contienda de lindes entre la caprichosidad subjetiva, apasionada, de los últimos rezagos del romanticismo, de un romanticismo contumaz que allí duró, al menos en la actitud existencial, hasta muy entrado el siglo, y un escepticismo irónico, atizado por la inseguridad en que nos sumergía el humorismo vernáculo, y por la carencia, o parcial conocimiento, de los dechados raciales, que, en la creación y en la conducta histórica, nos ofreciesen términos y ejemplos de referencia aleccionadora; pues los de otros pueblos de un pasado heterogéneo, al que se llamaba, con violenta unificación, español, no los sentíamos como tal unidad, en el terreno del espíritu. España, así concebida, era para nosotros un vértice más cercano de la historia universal, mas no una plenitud, ni una exclusividad, ni mucho menos una autenticidad profunda. Nuestras averiguaciones nos llevaron pronto a establecer netas diferencias entre «lo español» y nosotros); la cruda realidad de la emigración (Desde hacía unos años, en las planas de los periódicos y en carteles multicolores fijados a los vetustos muros de Auria, comenzaran a aparecer los anuncios de las compañías de navegación. Destacábanse en ellos, con su gracioso exotismo, los nombres de las ciudades de América, que, de este modo, dejaban de ser simples menciones geográficas o motivos fabulosos de la exageración indiana, para trocarse en realidades, casi al alcance de la mano: «Viajes directos a Veracruz y Tampico», «Línea de navegación a Pará y Manaos», «Líneas directas a Río de Janeiro, Santos, Montevideo y Buenos Aires». En tales carteles la tentación se plastificaba, además, en unos gallardos buques de varias chimeneas, empenachadas de humo y orgullosamente inclinadas hacia atrás como por el ímpetu de la marcha; con las proas afiladas, partiendo en dos las ondas de un mar muy azul, navegando cerca de una costa luminosa en la que un jinete agitaba un gran sombrero de paja desde un boscaje de palmeras. Había otros con buques negros, de una sola chimenea, aunque de aspecto muy poderoso, recalados en puertos que tenían por fondo ciudades enormes y blanquísimas. Con todas estas incitaciones y la apertura de las agencias de embarques, que daban a los viajes de ultramar, rescatados de la apariencia de su riego legendario, el aspecto de una fácil excursión, muchos emprendían lo que resultaba luego durísima aventura, estibados en siniestras calas, comiendo bazofia extranjera y cayendo en manos de traficantes de hombres, al margen de toda aquella protección que prometían las lindas y patéticas declaraciones constitucionales de las repúblicas del Nuevo Mundo), un “exilio” que acabará por vivir el protagonista, al igual que el propio escritor. 

Y todo ello narrado con un estilo preciosista y algo alambicado, arcaico incluso, con un léxico amplísimo, algo anacrónico, aunque muy exacto y expresivo, inusitado, que obliga a consultar con frecuencia el diccionario, sin distraer, no obstante, del seguimiento de la historia ni impedir -antes al contrario- la lectura gozosa y placentera. La escritura de Blanco Amor, parsimoniosa, retórica, “exige” el demorado avanzar por la página, con atención, con sosiego, pues más allá de lo que se cuenta, el lector debe disfrutar del cómo se cuenta. Si las reflexiones del chico se presentan con hondura filosófica, el tono de su narración es lírico, muy poético, abundante en símbolos y metáforas. Una delicia, pese a la, en algunos pasajes, indudable dificultad; hoy ya casi nadie escribe así, de un modo tan preciso y refinado y en ello reside uno de los principales motivos -uno más- por el que el libro resulta altamente recomendable. 

No puede haber, a mi juicio, un complemento mejor para acompañar la lectura de esta sobresaliente La catedral y el niño que mi segunda propuesta de esta tarde, un deslumbrante libro de fotografía, que, aparte de su indudable interés artístico y estético, constituye, también, una soberbia ilustración gráfica, de enorme valor sociológico y etnográfico. Se trata de Una mirada de antaño: Fotografías de Ruth Matilda Anderson en Galicia, una voluminosa publicación, presentada en La Coruña en 2016, fruto de la colaboración de Afundación, Obra Social ABANCA y The Hispanic Museum & Library. Las limitaciones de tiempo me obligan, por desgracia, a daros una breve noticia de una obra y un personaje singularísimos, y ello pese a que, tanto el libro como su autora merecerían un programa monográfico. 

Ruth Matilda Anderson, nacida en Nebraska en 1893 y fallecida en Nueva York en 1983, fue, de un modo casi paralelo, coetánea de Blanco Amor. Hija de Alfred Theodore Anderson, fotógrafo de origen noruego, pronto encaminó sus intereses y su educación hacia el universo de la fotografía. En 1921, y a instancia del director de la escuela en la que se había formado, fue contratada como fotógrafa e investigadora por The Hispanic Society of America, un institución educativa, que contaba con un museo, una biblioteca pública y una editorial, dedicada al arte y a la cultura del mundo hispánico, fundada en 1904 por Archer Milton Huntington, un arqueólogo, poeta, bibliófilo e hispanista estadounidense. La larga labor de más de un siglo hizo acreedora a la sociedad, en 2017, del Premio Princesa de Asturias de Cooperación Internacional. Un año después de su incorporación, Ruth accedió al cargo de conservadora de fotografía y como tal se embarcó -literalmente- en diversas expediciones científicas (a la dimensión fotográfica de sus viajes se añadían otras vertientes, como un riguroso método documental, un minucioso sistema de archivo, un notable ejercicio de la escritura plasmado en miles de notas y comentarios) que se habrían de desarrollar en España. 

Ruth, acompañada de su padre, desembarcó en el puerto de Vigo, pertrechada con un desmesurado equipo fotográfico que le planteó problemas burocráticos en la aduana, el 7 de agosto de 1924, en lo que sería el inicio de la segunda (hubo un viaje previo en 1923) de hasta seis campañas en nuestro país vividas a lo largo de los años veinte del pasado siglo, entre ese 1923 inaugural y 1930 (aún habría otro, muy posterior, entre 1948 y 1949). En sus viajes por España (Galicia -su destino preferente-, Extremadura, Asturias, Castilla, León y Andalucía) realizó más de catorce mil fotografías, de las cuales unas cinco mil doscientas tuvieron como objeto las tierras y las gentes gallegas. En Galicia conoció y trató a las personalidades intelectuales, eclesiásticas y funcionariales más destacadas de la época, pero, sobre todo, fomentó una relación estrecha con las clases populares, a las que se acercaba interesándose por su trabajos, sus ritos, sus tradiciones, sus vestimentas, sus festividades, sus creencias, sus costumbres, como queda reflejado en sus imágenes que, aparte de su belleza, constituyen un excepcional documento antropológico. 

El libro que ahora muy someramente os presento recoge centenares de estas fotos, de las cuales casi el setenta por ciento proviene de su primer periplo gallego, entre el 7 de agosto de 1924 y el 28 de agosto de 1925, en el que visitó de modo exhaustivo las cuatro provincias; y el resto de su segundo recorrido, desde el 14 de noviembre de 1925 al 31 de mayo de 1926, en que completó el trabajo que le había quedado pendiente en Pontevedra y La Coruña, para, luego, atravesar Orense en dirección a León, Zamora y Salamanca. A este respecto quiero señalar que hay una modesta publicación de la Diputación salmantina, de apenas quince páginas, hoy prácticamente inencontrable, que incluye un puñado de fotos de la Salamanca de entre 1928 y 1930, realizadas por Anderson en uno de sus viajes. 

El núcleo central del volumen lo constituye el catálogo de fotografías, que se presentan agrupadas por bloques temáticos: Mar tierra y pueblo (Paisajes, Cultura, Arquitectura, Villas y aldeas, Ciudades), Trabajos y oficios (Agricultura, Ganadería, Ferias y mercados, Labores, Pesca), Transportes, Trajes, Costumbres, fiestas y ritos y Gentes, en una muestra completísima y, como se ha dicho, de incalculable valor histórico y etnográfico de la Galicia de hace un siglo. Acompañando el ingente archivo fotográfico, el libro, monumental, incorpora (en sus textos en gallego, castellano e inglés) un par de presentaciones institucionales del presidente de la Fundación Abanca y del director de The Hispanic Society, tres muy sugestivos artículos sobre la fotógrafa y la realidad gallega de ese tiempo, escritos por Patrick Lenaghan (Conservador Jefe de Grabados, Fotografías y Esculturas de The Hispanic Society), Miguel Anxo Seixas Seoane (historiador y biógrafo de Castelao) y Ramón Villares (Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela), y unos copiosos apéndices finales que incluyen el minucioso calendario de los itinerarios seguidos por Ruth Matilda Anderson en sus dos “excursiones” por Galicia, sus pormenorizadas, ilustrativas y valiosísimas anotaciones a las fotografías, el esbozo de un texto para un libro (hay, sin duda, una novela en su apasionante vida) y algunas muestras de cartas y diarios de su padre, Alfred Theodore Anderson. Todo ello, fotografías y documentos, apasionantes en sí mismos y muy interesantes correlatos, artísticos, sociológicos e históricos, del universo novelístico plasmado en La catedral y el niño (hay en el libro un par de fotos de la catedral orensana, que no podía faltar en un repaso tan completo a la realidad de Galicia). 

Espero que mi muy atractiva propuesta gallega de esta tarde haya podido interesaros. Os dejo ya con un breve texto de La catedral y el niño y con un tema musical citado en la novela. Se trata de una cantiga de Pero Meogo, un poeta galaicoportugués del que apenas se conocen datos biográficos, aunque da por sabido que fue un juglar gallego del siglo XIII. En ella se juega con un símbolo recurrente en las composiciones de la época, el ciervo, que representa el amor, el deseo sexual (Tal vai o meu amado, madre, con meu amor,/como cervo ferido, por monteiro maior). La interpretación corre a cargo de un grupo, no gallego en este caso, sino castellano, Nuevo Mester de Juglaría, que lleva desde 1969 estudiando e interpretando los cancioneros de la geografía española. 

Los hijos de Castrelo, que empezaran su vida acabando con la de su madre, eran dos cabezudos callados y mirones, perversos y solapados. Andarían por los diez años de edad, pero no los aparentaban sino por la expresión, que tenía una extraña madurez, como si fueran hijos de viejos. Estaban a cargo de una hermana de su padre que, por haberse visto obligada a exclaustrarse de un convento, donde había profesado veinte años atrás, para hacerse cargo de aquella leonera, estaba siempre de un humor sombrío y andaba por la casa fugitiva, casi impalpable, como una sombra. La educación de las bestezuelas la llevaba a cabo majando en ellos como en un centeno verde, pero sin resultados, a lo que se veía. Tras su mansa resignación aldeana y su suavidad monjil, azorraba un carácter de mil demonios y una tremenda impasibilidad para el dolor, que tal vez le venía de su vida en asilos y hospitales aunque los chicos eran igual. Cuantas más varas de fresno zumbasen contra sus piernas y espaldas o cuantos más palitroques se quebrasen contra su invulnerable cabeza, más se reían ellos; aunque a veces, como si por azar les hubiese tocado un incógnito punto sensible, acusaban el dolor con un breve gesto y gritándole: «¡Monxa, monxa!», se zafaban del potro y convertían todo cuanto tuviesen a mano en arma arrojadiza. A mí no me podían ver y, con esa predisposición de la gente rústica a confundir las buenas maneras con el afeminamiento, me llamaban «Sarita» y «Xan-por-entre-elas». Pero todo dicho tras los dientes y como si no fuese por mí. En una ocasión me hicieron caer en una trampa para zorros, con la consiguiente desolladura del tobillo, y otras veces me soltaban perros mastines o carneros topones que me hacían huir aterrado. También hacían descender, atadas con cordeles, sobre la ventana de mi dormitorio unas espantosas calaveras talladas en sandías huecas, con una vela dentro, que se me aparecían allí, de noche, flotando en el vano, tras los cristales, como el péndulo de un reloj. Especulaban con mi discreción, pues sabían muy bien que si Castrelo llegaba a enterarse los baldaría de una tunda.
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Eduardo Blanco Amor. La catedral y el niño

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