Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de mayo de 2022

AMOR TOWLES. UN CABALLERO EN MOSCÚ

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Hoy quiero proponeros una espléndida novela de un muy interesante autor, el norteamericano Amor Towles. Towles escribió en 2011, otra muy "apetitosa" novela, cuya lectura también os recomiendo, Normas de cortesía, que conoció en su momento un extraordinario éxito de ventas en el mundo entero. Entre sus innumerables traducciones a diversas lenguas se encuentra la española, que vio la luz en nuestro país un año después en la editorial Salamandra, en la versión de Eduardo Iriarte Goñi. La novela cuenta, en un apunte a vuelapluma, para dar pronto paso a mi propuesta central de hoy, con el protagonismo principal de una chica, Katey Kontent, que se desenvuelve en el Nueva York de finales de los años treinta; una Nueva York que es, en cierto modo, otro de los personajes principales del libro. En la nochevieja de 1937, Kate, una joven mecanógrafa de un bufete de abogados, algo perdida en la ciudad, sale con su amiga Eve Ross a celebrar la llegada del nuevo año. En un club nocturno conocerán a Theodore “Tinker” Gray, un joven miembro de una familia de la peculiar y muy adinerada “aristocracia” estadounidense. Inteligente, valiente y decidida, aunque carezca de “pedigree” y, sobre todo, de dinero, el encuentro con Tinker le permitirá acceder -y abrirse paso en ellos- a los círculos más selectivos de la alta sociedad neoyorquina. La novela da cuenta de ese tiempo -tres años, aproximadamente, con la guerra civil española en pleno auge y la segunda mundial a punto de estallar para los norteamericanos-, hecho de, en lo personal, crecimiento, búsqueda del propio lugar en el mundo, descubrimientos, amistades, encuentros y amores; y, en lo “social”, fiestas, alcohol, diversiones, relaciones sociales, cosmopolitismo, música de jazz, lecturas, exposiciones, eventos culturales, envuelto todo ello en esa atmósfera efervescente, agitada y excitante, que tan bien conocemos por el cine y que ha proporcionado a Nueva York el aura de leyenda como paradigma de la modernidad en el último siglo. 

Quiero resaltar también, pues quizá su conocimiento incremente el interés por el libro de un potencial lector, que hay un interesante juego temporal en Normas de cortesía. En 1966, Katey, ya casi una sexagenaria, en una visita a una exposición del fotógrafo Walker Evans, en la que se mostraba su legendaria serie de entre 1938 y 1941, en que retrató a pasajeros del metro neoyorquino con una cámara oculta, se percatará por azar de que su antiguo amigo Tinker Grey aparece en dos de las fotos del, entre otros hitos profesionales, afamado cronista de la gran depresión. Ese sorprendente descubrimiento, que conocemos desde el prólogo de la novela, será el desencadenante de la historia que, retrospectivamente, narrará y protagonizará la muy atractiva -por muchos motivos- Kate. 

La fulgurante irrupción de Normas de cortesía en el mercado editorial, su multitudinario triunfo de crítica y público, permitieron a Towles abandonar su dedicación profesional al mundo financiero y entregarse a tiempo completo a su carrera literaria. El muy valioso fruto de ese giro en su trayectoria es Un caballero en Moscú, escrita en 2016 y presentada en España en 2019, de nuevo en el mismo sello barcelonés que acogió su debut, en traducción de Gemma Rovira Ortega. Desde entonces, el libro ha multiplicado las ediciones y reimpresiones, convertido en un best-seller mundial. Towles ha escrito, además, y publicado ya, aunque no aún entre nosotros, una tercera novela, The Lincoln Highway, que yo espero ver pronto traducida al castellano. 

Pero es de Un caballero en Moscú del libro que esta tarde quiero hablaros. La nota editorial con la que se presenta el libro nos informa de que Amor Towles, bostoniano de 1964, se graduó en la Universidad de Yale y completó estudios de posgrado en Literatura Inglesa en Stanford. Erudito, de maneras elegantes, educación exquisita y porte aristocrático, como se puede colegir de las entrevistas con él que he podido ver y leer, estos rasgos muy evidentes de su personalidad se muestran también en sus dos libros que, más allá de sus tramas diferentes y sus distintos escenarios, comparten esas notas de refinamiento, distinción, gusto y belleza. 

El argumento de Un caballero en Moscú nos sitúa en la Rusia de 1922, en donde se viven de modo muy intenso los acontecimientos que siguieron a la Revolución de los soviets. El 21 de junio de ese año, el Conde Alexander Ilyich Rostov, que había nacido en San Petersburgo apenas treinta y dos años antes, es acusado por un tribunal bolchevique de parasitismo social (un hombre que, claramente, carece de todo propósito). Rostov, que lleva cuatro años viviendo en el famoso Hotel Metropol, en el centro de Moscú, en donde se aloja tras su vuelta a Rusia después una precipitada huida a París, como consecuencia de la muerte de un adversario en un duelo, encarna para el nuevo poder soviético los más despreciables atributos de su clase: la corrupción, los privilegios, la ambición, la injusticia, hasta el punto de representar una amenaza para la causa revolucionaria. Las sesiones de su comparecencia ante el Comité de Emergencia del Comisariado Político de Asuntos Internos, que se “transcriben” (todo es ficción) al inicio de la obra, nos permiten conocer a un personaje inteligente, culto, socarrón, irreverente y desdeñoso ante sus interrogadores, a los que desprecia y despacha con aparente indiferencia y acusado sentido del humor. Su atractivo, su aplomo y displicencia, sin embargo, lo acercan al paredón (el encanto personal es la máxima ambición de las clases privilegiadas, sentenciarán sus juzgadores). No obstante, el hecho de que el inefable conde hubiera escrito en 1913 un poema, de título ¿Qué ha sido de él?, que los nuevos jerarcas consideran, erróneamente, favorable a los ideales que ellos defienden, permite que la inevitable condena de fusilamiento sea conmutada y sustituida por lo que, en la jerga del momento, se conocía como un menos seis: el conde quedará en libertad y se le permitirá circular por toda Rusia a su antojo, siempre que no pise Moscú, San Petersburgo, Kiev, Kharkov, Yekaterinburgo, ni Tiblisi, es decir, las seis ciudades más grandes del país. De este modo, Rostov salvará la vida, huyendo del destino común de la mayor parte de los miembros de la aristocracia, pero, a cambio, quedará confinado hasta su muerte en los estrechos límites de su residencia actual, el Hotel Metropol, en cuya suite 317 vive desde el cinco de septiembre de mil novecientos dieciocho, como, con memoria precisa, recuerda el conde. Pero no se confunda, le espetarán los comisarios políticos responsables de la condena, si vuelve a poner un pie fuera del Metropol, será ejecutado. Towles nos contará, en más de quinientas deliciosas páginas que se leen en un arrebato entusiasmado, las vivencias de su simpático y entrañable personaje en los treinta y dos exactos años que durará su reclusión (hasta el 21 de junio de 1954, en un desenlace, con el que se cierra circularmente la novela, que no voy a desvelar), en ese restringido pero también privilegiado ámbito de las dependencias del magnífico establecimiento. 

El soberbio y lujoso hotel es, precisamente, el primer protagonista del libro. Inaugurado en 1905, fruto de la colaboración de varios destacados arquitectos, el edificio, de estilo Art Nouveau, preside la Plaza del Teatro moscovita, a pocos pasos del Bolshoi y muy cerca de la Plaza Roja y el Kremlin. En 1918, el hotel sería nacionalizado por la administración bolchevique, albergando viviendas y oficinas de la creciente burocracia de los soviets. Recuperada su función inicial en los años 30, hoy sigue en pie, aunque sin el esplendor de antaño, comprado por una importante cadena hotelera rusa. Uno de los logros de Un caballero en Moscú lo constituye, sin ninguna duda, la recreación de la majestuosidad del edificio, de sus inmensas estancias, de la grandiosidad de sus salones, de la calidad de su servicio, de la discreción y profesionalidad de sus empleados, de la exquisitez de sus menús, del refinamiento en muebles y vajillas, en ornamentos y decoración, de la atmósfera de elegancia, distinción y cosmopolitismo que impregna sus dependencias y aposentos, las alcobas y las suites, la recepción, la centralita, las salas de espera, los comedores… y hasta los espacios de trabajo, cocinas, almacenes, despensas, bodegas, servicios de lavandería y talleres de costura, la peluquería y la tienda de flores. Un universo lujoso y elitista, muy reconocible en tantos otros establecimientos similares en el mundo entero: 

Los grandes hoteles de todas las capitales del mundo se parecen. El Plaza de Nueva York, el Ritz de París, el Claridge de Londres, el Metropol de Moscú: los construyeron con quince años de diferencia y ellos también eran almas gemelas, los primeros hoteles de sus ciudades con calefacción central, agua caliente y teléfono en las habitaciones, con periódicos internacionales en los vestíbulos, cocina internacional en los restaurantes, bares americanos junto al vestíbulo. Esos hoteles se construyeron para personas como […] Aleksandr Rostov, para que cuando viajaran a una ciudad extranjera se sintieran como en su casa y en compañía de personas como ellos. 

En sus tres largas décadas de encierro forzoso, Rostov se adentrará por todos estos diferentes recintos, los desahogados y luminosos que se abren al público y los escondidos y llenos de vericuetos de sus ignotas interioridades, y en su recorrido evocará con nostalgia, pero también con una aceptación que no es resignada sino optimista y esperanzada, unos tiempos ya definitivamente perdidos en los que el principal propósito de la existencia consistía en vivir rodeado de belleza (un ideal que, como el conde no puede por menos que reconocer, se sustenta en la indigencia de la mayor parte de las gentes). 

Y es que Rostov es inteligente y sensible, es capaz de relativizar la validez de los privilegios de los que ha disfrutado hasta ese momento y de los que será desposeído con su doble condena (pues además de su aislamiento en el hotel se verá privado del uso de la lujosa suite 317, compuesta de dormitorio, cuarto de baño, comedor y gran salón con ventanas de dos metros y medio, con vistas a los tilos de la Plaza del Teatro, siendo desplazado a un tenebroso cuchitril en las buhardillas del edificio, una escuálida habitación, de escasos nueve metros cuadrados, en la que ha de cumplir su “cadena perpetua”). Y lo hará, pese a los inevitables momentos de desánimo (Con tan poco que hacer y con todo el tiempo del mundo para hacerlo, la paz mental del conde seguía amenazada por una sensación de hastío, ese temido lodo de las emociones humanas), con una jovialidad, un humor y un entusiasmo contagiosos que transmiten alegría a quienes, libres de esa condena, con él conviven. 

El personaje del conde es, en consecuencia, el principal logro de la imaginativa obra de Towles. Rostov es un individuo entrañable. Nacido en el seno de una familia pudiente, criado en una mansión de veinte habitaciones, con catorce empleados domésticos, educado en la cultura y las humanidades, bendecido con horas de holganza y en contacto con los objetos más bellos, había crecido en un ambiente de lujo y refinamiento, en entornos sofisticados y cosmopolitas, frecuentando todos los salones de la capital y aún del extranjero, en los que destaca por su ingenio, su inteligencia y su encanto. Capaz de moverse con igual soltura y carencia de prejuicios entre los sencillos componentes del pueblo llano y los mundanos frecuentadores de los gabinetes más distinguidos, resulta ser, en cualquiera de esos círculos, un conversador brillante, un amigo fiel, un ser sensible y cercano que en todo momento muestra un genuino interés por sus interlocutores. Es un hombre tranquilo, dotado de una insobornable voluntad de vivir intensamente, disfrutando de los pequeños placeres de la existencia, ajeno a los vanos afanes del mundo (ningún asunto mundano tenía prioridad ante una comida de placer o un paseo por la orilla del río). En ese sentido, se nos dibuja como alguien, en cierto modo, infantil, que vive al margen de las imperativas exigencias que constriñen los días de los adultos, despreocupado de los empeños que la mayoría de los hombres modernos consideraban tan urgentes, que nada le importan frente a la dicha que encierra tomarse una taza de té, charlar con un amigo o jugar con una niña, experiencias que sí merecen su atención inmediata. 

Su personalidad resulta atrayente también por su noble aceptación de su destino. Obligado a una vida austera, limitada y en muchos aspectos paupérrima, castigado a languidecer en la estrechez de una cárcel asfixiante, muy alejada en cualquier caso de los parámetros en que se desenvolvieron sus tres primeras décadas, no sólo acepta pacientemente su estado (acabará por ser condenado a ejercer de camarero en el Metropol, tarea que encarará sin renunciar a su bonhomía ni a su dignidad), sino que, lejos de abandonarse a la resignación o el desespero, incompatible con los lamentos y las quejas, vivirá su deprimente sentencia con pasión e inteligencia, con entusiasmo y alegría, sin perder un ápice de su capacidad de disfrute. Es un vitalista pese a que se lo condena a un encierro mortecino, un optimista ante la grisura de los tiempos que le ha tocado vivir, un esteta en la sociedad horrenda y grosera que se ve obligado a aceptar, muestra dignidad y valores ante la corrupción y la mediocridad de su entorno, es alguien noble y entregado, generoso y solidario (Un hombre predispuesto a ver lo mejor en todos nosotros), esperanzado frente al oscuro horizonte de sus repetitivos días. Además, su cultura, que manifiesta sin pedanterías (es capaz de desenvolverse con naturalidad en cualquier disciplina: la filosofía y la ciencia, el arte y la música, la literatura, la gastronomía y los vinos, las vicisitudes de la política en Rusia y en el mundo), se adereza con una ironía y un sentido del humor que rebajan las componentes elitistas y presuntamente “distantes” de sus gustos, aficiones y preferencias. Así, no tiene reparo en usar los Ensayos de Montaigne como apoyo para equilibrar las patas de un mueble, o en rechazar, de un modo sutil pero irreverente, algunas obras literarias supuestamente “indiscutibles”. 

Encerrado en su prisión, Rostov la convertirá, sin embargo, en un universo encantador y fecundo, lleno de atractivos, rebosante de oportunidades de disfrute y felicidad, en lo que constituye otra de las ideas esenciales del libro: el Metropol como metáfora de la existencia, pues, ¿no estamos todos encerrados en una estrecha jaula -los genes, el carácter, las circunstancias, el trabajo, la familia, la ciudad, las exigencias impuestas y las heredadas, las múltiples obligaciones, la sombría amenaza de la muerte- que, en mayor o menor medida, nos oprimen, nos coartan, nos limitan, nos impiden aspirar siquiera a estar a la altura de nuestros sueños? Acompañado, en la primera parte del libro, de la pequeña Nina, su guía en los abismales entresijos del hotel (Pero a los virtuosos que han perdido el rumbo, las Parcas sólo suelen ofrecerles una guía. En la isla de Creta, Teseo tuvo a su Ariadna con su mágico carrete de hilo para salir sano y salvo de la guarida del minotauro. Por las cavernas donde habitan sombras espectrales, Ulises tuvo a su Tiresias, del mismo modo que Dante tuvo a su Virgilio. Y en el Hotel Metropol, el conde Aleksandr Ilich Ilich Rostov tenía a una niña de nueve años llamada Nina Kulikova), Alexander logrará ampliar los angostos confines de su pequeño reino. Nina Kulikova es una niña sometida también a una especie de confinamiento, pues su padre, un burócrata ucraniano viudo, al estar destinado de forma temporal en Moscú, no consideraba oportuno matricularla en ninguna escuela, por lo que sus días transcurrían íntegramente en las vastas dependencias del Metropol. Así, nacerá una cálida y entrañable amistad entre estos dos outsiders, en la que el conde se constituirá en un solícito educador de la pequeña, ilustrándola sobre las reglas del mundo, y la jovencita, curiosa e incansable, dará a conocer al adulto la vastedad de sus limitaciones (El conde, que ya llevaba cuatro años viviendo en el Metropol, se consideraba, por así decirlo, un experto en el hotel. Conocía a los miembros del personal por su nombre, los servicios por experiencia propia, y los estilos decorativos de las suites de memoria. Y aun así, en cuanto Nina le dio la mano, se dio cuenta de su ignorancia). Nina abrirá la puerta que permitirá al conde agrandar las dimensiones del exiguo territorio de su reclusión, pues dentro del Metropol había habitaciones dentro de habitaciones y puertas detrás de puertas. La niña no se contenta con la reducida extensión de la capa “superficial” del hotel, sino que había bajado, había husmeado por los rincones, se había colado por aquí y por allí. En el tiempo que la niña llevaba en el hotel, las paredes no se habían desplazado hacia dentro, sino hacia fuera, expandiéndose, ampliándose y volviéndose más intrincadas. En las primeras semanas, el edificio había crecido hasta abarcar la vida de dos manzanas de la ciudad. Al cabo de unos meses, ya abarcaba medio Moscú. Si Nina seguía viviendo en el hotel el tiempo suficiente, acabaría abarcando toda Rusia. Llevando de la mano a su mentor (aunque no se sabe bien quién educa a quién), conseguirá que para ambos el hotel parezca tan amplio y maravilloso como el mundo. Y esta es otra de las razones, a mi juicio, del éxito del libro, la apuesta por una vida plena incluso entre las penalidades de nuestra menguada y aburrida cotidianidad, esa metáfora poderosa a la que antes me refería: cada momento es único e irrepetible; cada pequeño suceso del día a día, un acontecimiento; cada acto, cada encuentro, cada situación, cada banal peripecia, un motivo para el asombro; cada hora, cada minuto, cada segundo, un descubrimiento; cada pequeña “novedad” una fuente de alegría, de placer, de intensidad y emoción, de bienaventuranza y agradecida felicidad. Sintió -nos dice el narrador a propósito de Rostov- que no había ninguna posibilidad de mejorar ese momento, esa hora, ese universo. Ese optimismo creativo, eufórico incluso, ilusionado y satisfecho, esa vigorosa capacidad de transformar la existencia a cada instante, revelando en ella sus facetas más propicias, esa ansia de vida pese a las adversidades y el infortunio, a los reveses y la desgracia: (Quién podía imaginar —dijo—, cuando te condenaron a arresto domiciliario perpetuo en el Metropol, hace ya tantos años, que eso te convertía en el hombre más afortunado de toda Rusia) llega al lector, y lo conmueve y lo estimula y hace que recorra la novela en un estado de apasionada exaltación. 

Y formando parte de esa fértil vertiente de la vida, el conde cultiva la amistad con todos cuantos le rodean, incluyendo entre ellos a los adustos burócratas y comisarios del poder soviético, pues Rostov no establece distinciones, y a diferencia de los nuevos jerarcas bolcheviques, que imponen a su alrededor una aristocracia de partido, autoritaria y segregadora, ajena e incluso hostil a los intereses del pueblo que dicen defender, nuestro protagonista se relaciona -con  dedicación, interés y atención idénticos- con la gente elegante, influyente y refinada, pero también con los chefs, los camareros, los porteros, las costureras, la florista, pues, en una suerte de “Arriba y abajo” (la exitosa serie británica de los setenta) moscovita, el libro de Towles nos hacer reflexionar acerca del hecho de que la relajada elegancia de los salones no habría existido sin los servicios que prestaban quienes ocupaban los pisos inferiores. Nos encontramos así ante lo que es, también, otra de las fuentes de placer del libro, el fascinante elenco de personajes secundarios que acompañan la que, sin ellos, hubiera sido taciturna vida del conde. Comparecen así, además de la inefable Nina (que en los treinta años en que transcurre la novela, crecerá, claro, y dejará el hotel y tendrá vida propia y desaparecerá y volverá a aparecer y se esfumará por fin, no sin antes dejar al cuidado del conde a su hija Sofia, una niña tranquila y muy inteligente, con un talento formidable, que reavivará los afectos y las ilusiones del ya muy maduro “prisionero”, el cual, desde ese momento, ejercerá de padre vicario y entregado), distintos clientes del hotel; Ósip Ivánovich Glébnikov, ex coronel del Ejército Rojo y funcionario del Partido, con el que Aleksandr mantendrá una relación cordial y hasta fraterna durante años, y al que impartirá “clases” el tercer jueves de cada mes descubriéndole los misterios de Occidente y compartiendo la común fascinación por el cine (Casablanca tendrá un papel fundamental en el desarrollo de la trama de la novela, de un modo que no puedo desvelar sin arruinarla); Mijaíl Fiódorovich Míndich, Mishka, el infortunado poeta, amigo de infancia de Rostov; Richard Vanderwhile, un exmilitar norteamericano, que realiza en Moscú labores diplomáticas rozando el espionaje y que acabará por ser un gran amigo del conde; y, por supuesto, la sofisticada, elegante e independiente Anna Urbanova, la bellísima estrella de cine que, desde su primera estancia en el Metropol, acogerá al aristócrata, primero en su lecho y pronto en su corazón. 

Y, claro está, igualmente indispensables resultan, en la vida del protagonista, en el libro y, a la postre, en la imaginación del lector, los diversos miembros del personal del Metropol, todos reconocidos y valorados como personas por el “enemigo de clase” Rostov: los entrañables Andréi Duras, malabarista ocasional y maître del Boiarski, el exquisito restaurante del hotel, y Emile Zhukovski, su prodigioso chef; el antiguo director Halecki, uno de esos raros ejecutivos que habían llegado a dominar el secreto arte de delegar; su sustituto, el estricto Leplevski, un hombre del “aparato”, designado por el gobierno; la costurera Marina; la florista Fátima Federova; Vasili, el inimitable conserje; Arkadi, el recepcionista; Yaroslav Yaroslavl, el incomparable barbero; Valentina, en sus labores de limpieza; Audrius, el barman lituano del Chaliapin, otro de los acogedores espacios del hotel; el Obispo, el atildado y no demasiado competente camarero nombrado por el régimen en la renovación de plantilla que siguió al control del hotel por los revolucionarios; Víktor Stepánovich Skadovski, el asustado pero complaciente y comprometido profesor de piano de Sofia; y tantos otros, entre los que no puede olvidarse a Herr Drosselmeyer, el gato tuerto que se pasea displicente por las instalaciones, al que Rostov bautiza con el nombre de un personaje de El Cascanueces, el ballet de Chaikovski, una de las muchas referencias musicales de la novela (Bach, Vladímir Horowitz interpretando el Concierto para piano n.º 1 de Chaikovski en el Carnegie Hall de Nueva York, el Concierto para piano n.º 2 de Rachmáninov, o Chopin, cuyo conocidísimo Nocturno Opus 9, número 2 en mi bemol mayor que toca Sofia en episodio del libro despedirá el espacio en la interpretación de Valentina Lisitsa). 

Hay, además, muchos otros motivos de interés en el libro, la erudición y las referencias culturales; el telón de fondo de la vida “externa”, en la Rusia de esos convulsos tiempos; el sentido del humor; la extraña curiosidad (en un “guiño” cuyo sentido se me escapa) que representa el hecho de que el título de todos los capítulos empiece por la letra A; el tono sosegado, cercano, con frecuentes interpelaciones al lector; el juego, ya reseñado, con Casablanca, como queda de manifiesto en este largo fragmento que, no obstante, no me resisto a transcribir como cierre a esta reseña: 


Casi un año más tarde, Víktor por fin tuvo la oportunidad de ver Casablanca. Como es lógico, cuando el Rick’s Café apareció en escena y la policía estaba a punto de capturar a Ugarte, su interés se despertó, porque recordaba su conversación con el conde en la cafetería de la estación. Así que, con la mayor atención, observó cómo Rick ignoraba las peticiones de ayuda de Ugarte; vio que la expresión del dueño del local permanecía fría y distante cuando la policía le arrancaba a Ugarte de las solapas; pero luego, cuando Rick empezaba a abrirse camino entre la desconcertada multitud hacia el pianista, algo llamó la atención de Víktor. Sólo era un pequeño detalle, no más que unos cuantos fotogramas de película: hacia la mitad de ese breve trayecto, cuando pasa al lado de la mesa de un cliente, Rick, sin detenerse y sin dejar de tranquilizar a los presentes, endereza una copa de cóctel que han derribado durante la escaramuza. 

«Sí —pensó Víktor—, eso es, exactamente.» 

Porque allí estaba Casablanca, un remoto puesto de avanzada en tiempos de guerra. Y allí, en pleno centro de la ciudad, justo bajo la luz de los reflectores, estaba el Rick’s Café Américain, donde los sitiados podían reunirse, de momento, para jugar y beber y escuchar música; para conspirar, consolarse y, sobre todo, ser optimistas. Y en medio de ese oasis estaba Rick. Como había observado el amigo del conde, la frialdad con que el dueño del local reaccionaba ante la detención de Ugarte y la orden de que la banda siguiera tocando podían sugerir cierta indiferencia hacia el destino de los hombres. Pero, al enderezar la copa de cóctel justo después de aquella conmoción, ¿acaso no demostraba también su certeza de que, hasta con los actos más pequeños uno puede restablecer cierto orden en el mundo?

Videoconferencia
Amor Towles. Un caballero en Moscú

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