Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de mayo de 2022

ALFONSO RODRÍGUEZ CASTELAO. COSAS 
DOMINGO VILLAR. ALGUNOS CUENTOS COMPLETOS 
JOSÉ BESTEIRO. UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A CUNQUEIRO 
VIRXILIO VIEITEZ. CATÁLOGO
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de Radio Universidad de Salamanca dedicado a la lectura. En las emisiones de estas dos semanas, la de hoy y la que viene, quiero aprovechar una efeméride cercana, intercalada entre ambos programas, la celebración, el próximo 17 de mayo, del Día das Letras Galegas, para ofreceros, con diversas propuestas lectoras vinculadas a Galicia, tan fecunda desde el punto de vista literario. La Real Academia Galega dedica este año el Día das Letras Galegas al abogado orensano Florencio Delgado Gurriarán, un para mí desconocido poeta, que nació en Valdeorras en 1903 y murió en California en 1987, con una intención explícita por parte de la institución de homenajear en él, por primera vez, a la Galicia del exilio republicano en México. Esta condición del escritor como militante del “galleguismo” (una corriente o movimiento intelectual, artístico, literario y cultural, también político, que no debe asociarse necesariamente -y menos en sus orígenes decimonónicos- con el nacionalismo excluyente) está también presente, en mayor o menor medida, en las obras que quiero recomendaros en ambas emisiones. 

Se trata de una muestra plural, una novela, dos colecciones de relatos, un ensayo biográfico y dos libros de fotografía, representativos todos, en cierto modo, cada uno en su dominio, de lo que hasta poco tiempo constituían los rasgos más reconocibles del singular microcosmos gallego, hecho de tradiciones, magia, fantasía, familiaridad con el misterio y la muerte, religiosidad primitiva, ambientes rurales, emigración, pobreza y desigualdad, atraso secular, melancolía y morriña, escepticismo, retranca y humor. En el caso concreto del espacio de esta tarde, serán cuatro mis apasionados consejos lectores, con los que espero despertar el interés -si no existía ya previamente- por el mundo literario -pero no sólo- galaico. 

El primer exponente de este apresurado catálogo de la literatura gallega, formado en su mayor parte por grandes nombres de su cultura presentes en relativas novedades editoriales, no podía ser otro que Alfonso Rodríguez Castelao, sin duda la figura más destacada de la intelectualidad gallega del siglo XX. Nacido en Rianxo en 1886, fue un hombre poliédrico en el que conviven con una insólita naturalidad un médico, un pintor, un político —fue diputado y padre del galleguismo moderno—, un epigramista, un iconólogo, un columnista, un sociólogo, un caricaturista, un investigador, un dramaturgo, un dibujante, un ensayista, un escenógrafo y un narrador que cultivó la novela, la sátira, el relato autobiográfico y el cuento, como señala Domingo Villar en el prólogo al libro del que a continuación os hablo. Forzosamente alejado de España tras la Guerra Civil, formó parte del gobierno republicano en el exilio, muriendo en Buenos Aires en 1950. Sus restos yacen en el Panteón dos Galegos Ilustres, en el precioso monasterio de Santo Domingo de Bonaval, en Santiago de Compostela, desde el 28 de junio de 1984, siendo su traslado desde Argentina uno de los momentos clave de la Transición en Galicia. 

Yo leí en mis años universitarios algunas de las obras más representativas de Castelao, la pieza teatral Os vellos non deben de namorarse, el ensayo Sempre en Galiza, la novela Os dous de sempre, los álbumes ilustrados Nós y Cousas da vida, las cinco muy recomendables, y también Cousas, la colección de relatos, publicada por primera vez en 1926 y que yo tengo en la edición de Galaxia de 1971, que constituye, en su traslación al castellano, mi primera sugerencia de esta tarde. 

El pasado 2021, la editorial Libros del Asteroide presentó Cosas, en traducción de Domingo Villar y Luis Solano y con el ya referido preámbulo del primero de ellos. La anterior versión en nuestro idioma era de 1967, en un volumen conjunto con Cosas y Los dos de siempre. El libro consta de cuarenta y cinco relatos muy cortos, acompañados de sus correspondientes ilustraciones en blanco y negro (en mi edición de Galaxia, los grabados incorporan siempre un fondo amarillo), obra también del “rianxeiro”, que recogen estampas de la vida cotidiana, con dosis altas de realismo, en las que se muestran escenas diversas de la vida gallega, en las que el escritor vierte siempre una mirada compasiva -en una de las notas más características de su producción literaria y artística- sobre los débiles, los desfavorecidos, los que nada tienen, los desamparados: ancianos, niños, huérfanos, mujeres, campesinos, marineros, emigrantes, locos y enajenados, seres solitarios y desvalidos, en un emotivo y revelador mosaico de la realidad sociológica de la atrasada y noble Galicia del primer cuarto del siglo XX. Pese a ello, pese a su inequívoca fijación en una determinada época, los cuentos tienen plena vigencia, pues tanto sus temas como el muy sensible acercamiento literario -también el gráfico- resultan intemporales, de valor universal. 

Resulta imposible -y sobre todo estéril- intentar trasladaros la profundidad, la ternura, la emoción y la belleza de los relatos de Cosas. Os dejo ahora algunas breves notas generales que espero sirvan para que os decidáis a leer el libro. Igualmente, quiero invitaros a disfrutar de más de una veintena de esas conmovedoras estampas en las tres melancólicas emisiones que dentro de tres semanas, a finales de junio, voy a dedicar a Castelao en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes

Desde mi punto de vista, son dos los “frentes” que resaltan en las breves historias de Cosas. Hay, de entrada, en todas ellas una lectura podríamos decir que “emocional” de la realidad gallega. Narradas en primera persona por una voz que se asocia a la del propio autor (yo aún era médico rural, leemos en un cuento), el acercamiento a los personajes “retratados” es amable, indulgente y afectuoso, y en él prevalecen la comprensión, la benevolencia, la humildad, la proximidad. El narrador se identifica con sus criaturas -son más que eso, son personajes reales, transmiten verosimilitud, tienen vida, uno intuye que Castelao los trató en su existencia cotidiana-, siempre débiles, indefensas, desvalidas, y por ello en su mirada hay cariño y bondad y dulzura y solidaridad, y hay también, en consecuencia, desconsuelo y pesadumbre, nostalgia y tristeza. Pero, por otro lado, aflorando por entre la desdicha y la aflicción, por entre la añoranza y la pena, aparece también lo “racional”, el compromiso y la ética, el humanismo y la cultura del escritor, que en sus sencillas anécdotas, en los humildes y entrañables episodios que atrapa en el tiempo, denuncia, como en sordina, sin grandes subrayados (no hace falta, dada la elocuencia de las escenas mostradas), el atraso, la pobreza, la injusticia, la inaceptable e inmoral desigualdad de siglos (sobre todo en Galicia) entre los poderosos y quienes nada tienen. 

Por el libro discurren así los diferentes extremos de esa secular inequidad: la miseria, el hambre y la vergüenza, el dolor y el sufrimiento, los jornaleros y las familias labriegas, los curtidos marineros, pero también los privilegios de los marqueses, de los señoritos, los atropellos de los caciques, el sometimiento y la opresión. Pero, insisto, todo ello se ofrece en un tono íntimo, melancólico, sin énfasis panfletarios, sin “mensajes” explícitos, de un modo más callado, más reservado, más comedido y discreto, más “gallego” en su profunda introspección, en su honda soledad: las ilusiones modestas, los sueños de los enamorados, el lúcido y conformista escepticismo, los esperanzados anhelos, la presencia de la muerte y el más allá, el resignado penar en el “más acá”. Nada excepcional, en definitiva, ningún hecho extraordinario, pues, especialmente memorable, “cosas” sin más, la vida en sus afanes y sus decepciones. 

Cosas es un retrato magnífico de una Galicia rural y primitiva, paupérrima y desoladora, por fortuna -y, en cierto modo, también por desgracia- ya casi desaparecida. Una Galicia medieval, oscura, anclada en sus costumbres ancestrales, sencilla, primitiva y genuina; la Galicia de la imaginación, de los relatos orales, de la extravagante voz del pueblo, de las leyendas, de los tesoros escondidos, de los enmascarados en el carnaval; la de los cruceros protegiendo los caminos, las ánimas de la Santa Compaña, las procesiones, los encantamientos, las meigas, los cementerios, los ofrecidos al patrón en las romerías, la de los santos milagreiros. La Galicia del atraso y el analfabetismo, la de la ignorancia y la superstición. La Galicia de los pobres emigrantes, la de los indianos enriquecidos, la de los trajes de domingo, la de las ferias del ganado, con el llanto de los cabritos y el repugnante lamento de los cerdos, la de las travesuras de los rapaces, libres y salvajes, la de las muchachas campesinas, lozanas, coloradotas, célticas. La Galicia mariñeira, la de los pescadores, la de la permanente zozobra de sus mujeres y sus hijos, la de los ahogados. 

La de Castelao es, también, una Galicia con una poderosa presencia de la naturaleza, del húmedo paisaje, molinos, trochas y veredas, viñas y lagares, casales y viejos puentes, nogales y pomares, zarzas y ortigas, el musgo, los helechos, las mazorcas de maíz, la lluvia, los establos, las vacas, las gallinas; y, claro, el mar, las olas rompiendo, las viejas osamentas de los barcos varados en la arena. 

Y todo ello narrado con una prosa de calidad, muy literaria, en la que a veces despuntan referencias cultas -no sólo en el lenguaje-: Patinir, el Bosco, Brueghel, Rubens. Un libro magnífico, lleno de sensibilidad, de cercanía, conmovedor, que se lee con lágrimas en los ojos. No deberíais perdéroslo. 

El prologuista y uno de los traductores de su reciente edición, ya mencionado, Domingo Villar, es también escritor, gallego de Vigo, autor de tres espléndidas novelas policiacas -La playa de los ahogados, Ojos de agua y El último barco; y hay ya, según he podido leer, una cuarta en germen-, ambientadas en la ciudad olívica y protagonizadas por el entrañable inspector Leo Caldas. El pasado año, la editorial Siruela, que alberga la serie detectivesca, publicó otro libro admirable, aunque en un registro muy distinto, de título Algunos cuentos completos, en el que se recogen diez relatos, a mi juicio claramente deudores de la literatura de Castelao, complementados con preciosos linograbados de Carlos Baonza que merecen por sí solos la compra del precioso volumen. El libro tiene también edición en gallego en la legendaria editorial Galaxia. 

Villar explica en una nota preliminar la razón de ser de sus cuentos y la de su origen y publicación. Confiesa el vigués que su “espacio literario natural” es el del relato corto (no deja de sorprenderme la extensión de alguna de mis novelas, pues yo las contemplo como sucesiones de cuentos, de capítulos breves que, tal vez por degeneración, se fueron entrelazando hasta alcanzar una dimensión mayor). Algunos de los escritos por él en los últimos años vieron la luz en el diario La Voz de Galicia. Otros, concebidos como meras narraciones orales, pertenecían a la intimidad familiar, presentes en encuentros con amigos y parientes en los que las breves, deliciosas, melancólicas, dulces y a mi juicio siempre algo tristes historias, formaban parte de las, pese a ello, alegres ceremonias de los encuentros, las cenas en compañía, las risas compartidas y la gozosa celebración de la amistad. 

En una de esas ocasiones estaba sentado a la mesa, nos dice el autor, mi amigo Carlos Baonza, un maravilloso artista natural que convive con su singular mundo interior sin un ápice de pose o presunción. De aquel encuentro surgieron algunos otros en los que, a medida que yo iba leyendo los relatos, Carlos los recreaba improvisando sus escenas con el pincel. Esa colaboración espontánea pronto dio lugar a una experiencia de más entidad (la cosa se fue sofisticando hasta encaminarse a una suerte de sesiones de cine mudo —«Variaciones sobre cuentos de Domingo», las llamábamos— en las que, siempre para un grupo de amigos y acompañados al piano por Sami Kangasharju, yo leía mis pequeñas historias mientras proyectábamos los linograbados de Carlos). El aislamiento forzoso provocado por la pandemia interrumpió los festivos rituales, razón última que desencadenó la publicación de una decena de esas historias en el Algunos cuentos completos que ahora os recomiendo. Un título, por cierto, que también obedece a una clave íntima y personal que, no obstante, Villar revela en su prólogo. Al parecer, su padre, en sus últimos años de su vida, había ido recogiendo en una carpeta muchos de los textos que había ido escribiendo a lo largo de su vida. Romances, sonetos satíricos, nanas, canciones y cartas fueron llenando la carpeta que, con ingenio y sorna bien gallegos, acabó por titular Algunas obras completas, rúbrica que el hijo quiso homenajear en el libro que nos ocupa. 

Lo escrito líneas atrás sobre Cosas es aplicable, con las consiguientes diferencias derivadas de las distintas épocas en las que surgen, a los cuentos de Domingo Villar. En ellos está la oralidad, las tradiciones, lo mágico, las antiguas leyendas, la Galicia rural y la marinera, la compasión, la calidez, la cercanía, el humor, la ironía, la mirada escéptica, la ternura, la sensibilidad, la poesía, elementos todos que dejan en el lector una melancólica pero intensa felicidad. Y están, sobre todo, los personajes: la pandilla de amigos que, sin dinero para pagarse cine, compran entre todos la entrada de una compañera, para les cuente después las películas en la santiaguesa plaza de la Quintana en el genial Mabel y el cine sonoro; el cura gallego, de misión en una parroquia de México, cuyo atractivo físico provocará una terrible desgracia en Don Andrés el Guapo; el pescador francés enamorado de una sirena en La Maruxaina y el señor Guillet; el atribulado adivinador de El espiritista de O Grove; la muchacha praguense a la que un desengaño amoroso llevará a Finisterre en Eliška y la luna; el niño Miguel, que, a causa de un infortunado episodio de caza, se verá obligado a huir de su aldea en la Galicia colindante con Portugal, para volver, muchos años después y embargado por la nostalgia, convertido en pianista de jazz, en Michael “Chico” Cruz; el anciano de Centulle, en Santa Uxía de Asma, a quien la caída de un meteorito en el patio trasero de su casa, altera para siempre su vida en Felipe el Mesías; la hija de emigrantes gallegos que posaría desnuda para el pintor Ernst Ludwig Kirchner en el Dresde de 1905, en Los quince años de Isabel Daponte, entre otros, son creaciones inolvidables, relatos memorables, delicados, conmovedores, bellísimos, impregnados de una vagarosa morriña, tocados por la gracia y la poesía, también por un sutil ingenio, una indisimulada sorna y un regocijante sentido del humor. Otro libro para no perderse. 

En este Algunos cuentos completos, Domingo Villar deja ver abiertamente no solo su deuda con Castelao, sino también la clara influencia -al menos para mí- de otro gallego ilustre, Álvaro Cunqueiro, una debilidad personal de frecuente presencia en el espacio. Mediado 2021, el sello coruñés Ediciones del viento presentó Un hombre que se parecía a Cunqueiro, la enésima publicación sobre la figura del mindoniense. Jugando con la referencia inequívoca a una de las obras mayores del escritor gallego, Un hombre que se parecía a Orestes, premio Nadal en 1968, José Besteiro nos ofrece un texto voluminoso, de más de cuatrocientas páginas, con apetitoso acompañamiento fotográfico, notable bibliografía y bien nutrido índice onomástico. 

Besteiro es un periodista de dilatada trayectoria en el ámbito audiovisual. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, hizo un máster en gestión y producción de radio y televisión en la Universidad de Boston. Como periodista trabajó en El Progreso de Lugo (es originario del municipio lucense de Riotorto) y colaboró con las revistas Dunia y El Gran Musical, y el diario El País. Su carrera periodística pronto fue dejada de lado, para dar paso a su faceta de productor musical -fue mánager, en 1986, de Amancio Prada- y, sobre todo, televisivo. El adelantado e inteligentísimo Juan Cueto -muy citado en su libro- lo llamó a finales de los ochenta para integrarse en el equipo fundador de Canal+ España. Una década después, pasaría por dos de los más grandes grupos internacionales del sector, Times Warner y Bertelsmann. De vuelta a nuestro país, produjo series de televisión, sobre todo en Galicia, y películas, La lengua de las mariposas, quizá la más conocida. Su profundo conocimiento del mercado audiovisual latinoamericano lo encaminó a la producción de telenovelas, siendo responsable de la venta a cadenas españolas de, por ejemplo, Pasión de gavilanes o Sin tetas no hay paraíso (circunstancia no especialmente relevante desde el punto de vista que nos ocupa, aunque sí elocuente para que nuestros lectores y oyentes “ubiquen” al personaje). A punto de cumplir sesenta años, vive -de modo muy desahogado, como puede deducirse de su trayectoria y queda bien reflejado en su libro- en Miami. 

Un hombre que se parecía a Cunqueiro es, entre otras muchas cosas, una insólita biografía del escritor de Mondoñedo. Confiesa el autor en las primeras páginas del libro que Cunqueiro fue su “héroe de infancia”. Parientes lejanos, la presencia, en los días de su infancia, del ya entonces muy reconocido y respetado escritor ejercía sobre el niño una poderosa influencia. Cunqueiro había ambientado su primera novela, Merlín e familia, en el pazo de Cachán, al que el padre de Besteiro lo llevaba de visita todos los domingos para jugar a las cartas con mi abuelo José María y con el tío Moirón, que era el primo hermano más querido del escritor de Mondoñedo y se había casado con Cándida, la hermana de mi abuelo. Aquella casona en las Terras de Miranda en la que Felipe de Amancia, el protagonista y narrador de aquel libro primerizo de 1955, se acercó con nueve años recién cumplidos para servir al mago Merlín, se encontraba a menos de cien metros de la casa donde el pequeño José había nacido y vivido hasta los diez años. Lo que yo no sabía por entonces es que el mago no era Merlín, sino Cunqueiro, afirma en el esclarecedor primer capítulo de su obra. La proximidad familiar y física entre el deslumbrado rapaz y adolescente soñador y la, ya para entonces, gran figura de las letras gallegas, estimularon en Besteiro, espoleado por Francisco Umbral, el deseo de llevar a cabo un primer intento de biografía de su admirado pariente. Con escasos veinte años y bajo el influjo declarado de El loro de Flaubert, la novela de Julian Barnes publicada en 1984, empezó a escribir algún esbozo que en su cuaderno de notas tituló, reconociendo la deuda con el británico y haciendo notar su humor galaico, El oro de Cunqueiro. Las intensas vicisitudes de su muy ajetreada vida profesional le hicieron postergar la tarea, que décadas después llegó a ver por fin la luz gracias, en parte, al anómalo paréntesis que provocó la pandemia. ¿Quién era Cunqueiro? Un misterio con gafas (…) Tratar de desvelar ese misterio es el propósito de este libro, escribe, reconociendo su ambiciosa aspiración. 

Y es por ello, por el hecho de que la vida y la obra de Cunqueiro conforman un universo de dimensiones inconmensurables, por lo que el libro de Besteiro es también un texto desbordante y muy singular. Hay, en él, claro está, una biografía, si bien peculiar, del reverenciado escritor, en la que están los acontecimientos más importantes de su vida, tanto la “social”, ya bien estudiada, como la íntima, no tan conocida, y la literaria, investigada hasta sus últimos recovecos. Los tres frentes están muy presentes en un libro que, como se ha dicho, entremezcla el recorrido por la experiencia vital del biografiado con las a menudo descarnadas revelaciones (que, lo siento, pero a mí me resultan impostadas) sobre la del propio biógrafo, en otra dimensión, la de las “memorias cruzadas” que sitúa a El hombre que se parecía a Cunqueiro en el actualmente muy transitado dominio de la bioficción, al modo en que lo hizo Rosa Montero, al imbricar la dolorosa vivencia de la muerte de su pareja con la narración de la vida de Marie Curie, en La ridícula idea de no volver a verte, aquí comentado hace años e influencia directa -lo confiesa abiertamente el propio Besteiro- del libro que ahora os presento. 

El libro revela así, a través de esta fórmula dual, sus principales logros, que hacen su lectura recomendable y muy entretenida (sobre todo para, quienes como yo mismo, somos devotos seguidores de la obra de Cunqueiro) y sus enojosas carencias, derivadas (sobre todo, para quienes como yo mismo, somos devotos seguidores de la obra de Cunqueiro), del pertinaz y finalmente insoportable protagonismo de un narrador que no podemos dejar de encontrar egocéntrico, narcisista, superficial, impostado, artificioso y superfluo, y que, a la postre, se muestra -con la noble y también lograda excusa de la dedicación a la causa cunqueiriana- como un muy singular hagiógrafo de sí mismo. 

Entre los aspectos positivos destaca, por encima de todos, el que el libro ofrece al lector la posibilidad de volver a sumergirse, durante cientos de páginas y decenas de fotografías, en la vasta creación literaria y la interesante peripecia personal de un escritor grandioso, conociendo, además, algunos aspectos de su vida no frecuentemente divulgados: la dolorosa separación de su mujer, sus problemáticos años madrileños tras la guerra civil, su -frente a las leyendas dominantes- baja forzosa de la Falange en 1943, la prohibición de ejercer el periodismo un año después, su estancia en la cárcel, en 1947, en las prisiones de Lugo y Pontevedra, por un turbio asunto de estraperlo de aceite en la posguerra (que, aunque ya conocida, constituye la gran primicia periodística del libro, documentada con copias de cartas y notas manuscritas). 

En el debe de esta, pese a todo ello, insisto, muy estimable obra, está la, para mí, estomagante presencia de su autor, premioso, reiterativo de un modo insufrible (con párrafos que se repiten prácticamente íntegros en distintos capítulos del libro y, sobre todo, con fórmulas, frases, ritornelos, que acaban por resultar irritantes), narcisista -ya se ha dicho- y muy pagado de sí mismo, al modo en que lo son esos personajes de la vida pública que aprovechan el obituario de alguna figura destacada de la cultura, el arte, la política o el espectáculo como ocasión para subrayar la propia relevancia en las carreras de los ya definitivamente silenciosos, y por tanto imposibilitados para la réplica, difuntos. Además, Besteiro se ve necesitado -esa ha sido, en todo momento, mi impresión- de afirmar la propia valía, de exhibirse, con una profusión de citas (en el índice onomástico final se recogen cerca de quinientas cincuenta referencias) que -insisto, ésa es la percepción, acepto que subjetiva, que he tenido al leerlo- parecen obedecer a un denodado intento por demostrar lo mucho que ha leído, su cultura inabarcable y desprejuiciada (por cuanto lleva a cabo calas en la alta y baja cultura: desde Ágata Lys o C. Tangana hasta Shakespeare o Marcel Proust), su muy ostensible intelectualidad (quizá por algún reflejo inconsciente que le exige “hacerse perdonar” los gavilanes, la tetas o el paraíso; pero, vuelvo a reiterar, aquí ya me adentro totalmente en especulaciones y conjeturas sin demasiado fundamento más allá de mi propia sensibilidad, irritada por la fatigosa insistencia “cultureta” de Besteiro). 

Para cerrar esta primera edición “gallega” de Todos los libros un libro quiero presentar un libro de fotografía, el magnífico catálogo de una exposición en torno a la obra de su creador, Virxilio Vieitez, que tuvo lugar, de octubre de 2010 a abril de 2011, en el Museo de Arte Contemporánea de Vigo (en gallego “arte” es femenino), con el patrocinio de la Fundación Telefónica, que en los primeros meses de 2013 llevó la muestra a su sede de Madrid. 

El desbordante volumen -más de cuatrocientas páginas- incluye, además de tres largos centenares de espléndidas fotografías, diversos textos: un escrito literario, La revelación de lo inmóvil. Formas de orbitar alrededor de Virxilio Vieitez, del escritor y periodista Antonio Lucas; un ensayo de la comisaria de la exposición, Enrica Viganò, de título revelador, Fotógrafo por encargo, artista por instinto; El retrato como documento social, interesante aproximación de la historiadora Naomi Rosenblum a la obra de Vieitez, al que sitúa en el contexto de la fotografía internacional (los paralelismos, salvando las diferencias espacio-temporales, con Lewis Hine, Mike Disfarmer, Martin Chambi, August Sander, Ortiz Echagüe, Malick Sidibe, Seydou Keita, son muy claros); Un cronista social de una Galicia en transición, un formidable y esclarecedor análisis histórico-antropológico de Ramón Villares; una biografía y bibliografía del autor, a cargo de Lucia Orsi; y, como es obvio, abundante y detallada información sobre las obras en exposición. 

Vieitez nació en Soutelo, un pueblo de la comarca pontevedresa de Terra de Montes, en 1930, y allí falleció también en 2008. Discreto fotógrafo profesional en el estrecho ámbito de su tierra -fotos de sus paisanos para el Documento Nacional de Identidad, acontecimientos familiares, bodas, bautizos y celebraciones sociales-, no fue hasta 1997, y por la esforzada voluntad de su hija Keta Vieitez, convencida del valor de la ingente producción de su padre, cuando su obra sobrepasó los límites de una modesta dedicación laboral, un oficio como otro cualquiera con el que ganarse el pan de sus hijos (solo fotografiaba para vivir, en sus propias palabras), para ser expuesta y apreciada desde otra consideración, la artística, histórica y etnográfica, que, desde entonces, convirtió a su humilde responsable -muy alejado, en su propia percepción, de la siempre algo pretenciosa noción de “autor”- en uno de los nombres mayores de la fotografía gallega de los últimos setenta años. Vieitez realizaba sus fotografías por encargo, recorriendo Terra de Montes de arriba abajo, encima de su Lambretta y pertrechado con su Rollei-Flex, para fotografiar a sus clientes a domicilio, en ferias y fiestas, sin ninguna veleidad “exquisita”, sin ninguna pretensión intelectual, aunque dotado de una indudable intuición y una acusada sensibilidad en la captación del “alma” de sus retratados, un desbordante talento creativo en la construcción del espacio en el que se enmarca la imagen y una muy probada solvencia técnica, curtida en una larga experiencia en la que registró decenas de miles de fotos. 

El libro recoge, principalmente, imágenes que van desde finales de los años cincuenta hasta los setenta, una etapa en la que desarrolló su labor de fotógrafo de pueblo en su tierra (antes, tras otros desempeños profesionales, había descubierto y dado sus primeros pasos en el mundo de la fotografía en Cataluña). En sus retratos, y de manera no consciente, no premeditada, está la Galicia de esas décadas sustanciales de aquella sociedad, la de la segunda mitad de los cuarenta años del franquismo en aquellas tierras nordestinas, que se mueve a caballo de dos épocas: un tiempo aún muy vivo, pese a que ya va quedando atrás, el de la Galicia rural, tradicional, atrasada y sombría que tan bien reflejan, en lo literario, estos Castelao y Cunqueiro que os he presentado en mi reseña, y otra Galicia, la de la incipiente modernidad, que emerge de modo tímido, que se abre levemente al progreso, apenas un resquicio que se vislumbra tras la longa noite de pedra de su oscuro pasado. 

Ambas están en las excepcionales fotografías de Virxilio Vieitez, descriptivas -al margen de su intención explícita, como ya se ha mencionado- de ese contexto socioeconómico gallego, hecho de dualismos: lo viejo y lo nuevo, lo rural y lo urbano, lo tradicional y lo moderno, el pasado y el futuro. El lector que se adentre en el libro podrá apreciar, así, los restos, aún bien vigentes, de la Galicia vetusta, católica, conservadora, hasta arcaica, en fotos que recogen estampas de la irracional religiosidad de sus lugareños, la imaginería popular, los entierros y velatorios, las ancianas enlutadas, los viejos con sus toscos trajes de paño, los adustos guardias civiles, algún cura pueblerino. Y en ellas están también los trabajos en el campo, la matanza del cerdo, las labores de malla (la “batida” de los cereales para separar el grano de la paja). Y la emigración (aunque la foto más representativa es una, magnífica, de Manuel Ferrol, otro fotógrafo de leyenda), los indianos, con su ostentación de nuevos ricos, o con su soledad y su fracaso. Todo ello, los rastros de esa Galicia profunda, anclada, casi, en el medioevo, perceptible en los modestos escenarios rurales, aunque, sobre todo, en la tristeza de las miradas, acuosas, melancólicas, como perdidas, en las pieles renegridas, en los rostros arrugados, en las manos recias, agrietadas, bastas, de quienes han trabajado con ellas toda su vida. 

Sin embargo, la mayor parte de la creación artística de Vieitez apunta ya en la otra dirección, la de la vida cotidiana en la España -y en aquella muy peculiar región de su noroeste- del desarrollismo, la del tímido pero perceptible éxodo rural, la de la industrialización a finales de los sesenta y en los primeros setenta. El libro se puebla así de niños vestidos de domingo, estirados, incómodos en sus ropas inhabituales, posando con sus juguetes flamantes (pistolas, bicicletas, balones, muñecas); de jóvenes casaderas, con sus bolsos nuevos, su pelo cardado, sus faldas plisadas, sus “atrevidas” primeras manifestaciones de una leve rebeldía (hay una foto, bellísima, de un grupo de chicas jugando despreocupadas en un río cubiertas por sus modernos bañadores) frente a su humilde presente, frente a su sombrío futuro, sus incipientes sueños, probablemente fracasados, de dejar atrás aquella realidad opaca; de chicos de gafas oscuras, chaquetas de cuero, atrevidos pantalones vaqueros, bebiendo cervezas, refrescos novedosos. Y comparecen las familias numerosas en retratos de grupo en que se percibe el orgullo de una cierta holgura económica fruto de las nuevas formas de trabajo en las fábricas, en las ciudades. Y en todas las fotos, la intuición de Vieitez sitúa a sus personajes al lado de los símbolos de este progreso embrionario: los aparatos de radio, el seiscientos y los “haigas”, las primeras carreteras (aún de tierra, en muchos casos), con motos (un cura joven en su vespa, metáfora del cambio en marcha), bicicletas, camiones y coches de línea, como escenario recurrente donde juegan los niños, donde pasean las parejas, donde posan los hombres ante las cantinas. 

En fin, un libro inolvidable, en particular para quienes, como yo, han vivido aquellos tiempos, de modo que al interés intrínseco de la obra del fotógrafo gallego pueda unirse la nostalgia de unos días infantiles ya, por tantos motivos, definitivamente arrumbados en los polvorientos desvanes de la memoria. 

Con Virxilio Vieitez despedimos el programa por hoy, en la primera emisión de las dos que, con el Día de las Letras Galegas entre ambas, quiero dedicar a la literatura y a la cultura en general gallegas. Espero que las obras del maestro de Mondoñedo, las de Castelao y, en otro plano, las de Domingo Villar y el fotógrafo lucense, puedan interesaros. Os dejo ahora con un cuento, quizá el más conocido, de Castelao, que refleja, en sus pocas líneas, todo la emoción y el dramatismo de la emigración gallega. Y de emigración habla también la canción Lonxe da terriña, la recreación que hizo Luar na Lubre en 2005, en su álbum Saudade, de un tema escrito por el poeta, periodista y político Aureliano José Pereira sobre música original de Xoán Montes, uno de los grandes compositores de música gallega, ambos figuras no demasiado conocidas de la cultura galaica del siglo XIX. En el vídeo que acompaña esta entrada, la triste melodía del tema musical se acompaña con imágenes de algunos grandes fotógrafos gallegos. 



El padre de Migueliño llegaba de las Américas y el rapaz no cabía de gozo en su traje de fiesta. 

Migueliño sabía cómo era su padre con los ojos cerrados; pero antes de salir de casa echó un vistazo al retrato. 

Los “americanos” ya estaban desembarcando. Migueliño y su madre aguardaban en el muelle del puerto. 

El corazón le batía con fuerza en la tabla de su pecho y sus ojos escudriñaban entre el gentío buscando al padre ensoñado. 

De repente lo avistó. Era el mismo del retrato, incluso con mejor porte, y Migueliño sintió por él un amor grandísimo y cuanto más se acercaba al “americano” más ansias tenía el niño de llenarlo de besos. 

¡Ay!, el “americano” pasó de largo sin mirar a nadie, y Migueliño dejó de quererlo. 

Ahora sí, ahora sí que era. Migueliño avistó a otro hombre bien trajeado, le daba el corazón que aquél era su padre. El rapaz se moría por llenarlo de besos. ¡Tenía un porte tan señorial! ¡Ay!, el “americano” pasó de largo y ni siquiera reparó en que lo seguían los ojos angustiados de un niño. 

Migueliño escogió así a muchos más padres que no eran y a todos los quiso con locura. 

Y cuando escudriñaba con más angustia, se hizo cargo de que un hombre estaba abrazando a su madre. Era un hombre que no se parecía al del retrato; un hombre muy flaco, embutido en un traje demasiado holgado, un hombre de cera, con las orejas escapándose de la cabeza, los ojos cavernosos, tosiendo... 

Aquél sí que era “el padre de Migueliño”
 Videoconferencia
Alfonso Rodríguez Castelao. Cosas

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