Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de junio de 2022

LAURA FERNÁNDEZ. LA SEÑORA POTTER NO ES EXACTAMENTE SANTA CLAUS; VIRGINIA FEITO. LA SEÑORA MARCH

Hola, buenas tardes. Bienvenidos al último programa de Todos los libros un libro de este curso. Nuestro espacio llega a su fin por esta temporada 2021-2022 (tras las dos semanas de ausencia por "mi" coronavirus) y se despide hasta el próximo mes de septiembre con una doble propuesta que espero os resulte interesante y os deje un buen sabor de boca para querer retomar el contacto dentro de un par de meses. Se trata de dos novelas de dos autoras jóvenes españolas, Laura Fernández, que en unos días cumplirá cuarenta y un años, y Virginia Feito, aun menor que ella, a sus treinta y cuatro recién estrenados. A ellas se deben dos de los libros más singulares, sugestivos y sorprendentes que he podido leer recientemente, una impresión, la mía subjetiva, que se corresponde con el juicio general, dadas las excelentes críticas, los innumerables premios, las numerosas reediciones y el formidable éxito de público que ambas han cosechado en los pocos meses que han pasado desde sus respectivas publicaciones, bastante cercanas en el tiempo: La señora Potter no es exactamente Santa Claus, la inclasificable creación de Laura Fernández, vio la luz en Penguin Random House en noviembre de 2021; y La señora March (curiosa esta cercanía en el título casi “compartido”), el gran best-seller internacional de Virginia Feito, en enero de este año en la Editorial Lumen, en traducción (una circunstancia que exigirá un comentario posterior) de Gemma Rovira Ortega. Además de las similitudes ya apuntadas -la relativa juventud de las autoras, el paralelismo de los títulos, la multitudinaria recepción, la proximidad de su aparición- los dos libros comparten su condición de “rareza”, constituyendo sendas propuestas literarias muy originales, poco convencionales, extrañas incluso; una de ellas radicalmente distinta -y hasta opuesta- en su planteamiento a las pautas en las que se desenvuelve la literatura que se publica habitualmente, circunstancias que invitan al lector a adentrarse en ambas sin prejuicios y predispuesto a renunciar a los consabidos esquemas con los que abordamos un texto de ficción. 

Laura Fernández nació en Tarrasa en 1981 y se desenvuelve profesionalmente como escritora -con seis novelas ya en su haber- y periodista literaria y musical, con colaboraciones en El Mundo, Qué Leer, Vanity Fair, Mondo Sonoro y El País, donde actualmente podemos leer sus comentarios sobre música, sus crónicas televisivas y sus reseñas literarias. La excentricidad -relativa; depende de dónde pongamos el centro- de su literatura aflora ya en los títulos de sus libros: Wendolin Kramer, La chica zombie, El show de Grossman, Connerland, Bienvenidos a Welcome y este La señora Potter no es exactamente Santa Claus que esta tarde os recomiendo, que recogen -al parecer, yo sólo he leído este último, que sí encaja en los parámetros generales-, con inteligencia, humor, una imaginación desbordada y un sobresaliente talento narrativo, un universo disparatado y delirante poblado por fantasmas y extraterrestres, animales locuaces, objetos estrambóticos, personajes extravagantes y situaciones descabelladas en un territorio literario que se mueve entre la ciencia ficción, el cómic, las series de televisión, la imaginería pop, la novela de detectives -todo ello en su versión “barata”, “pulp”-, en definitiva, las versiones menos “nobles”, menos reconocidas por las élites intelectuales, de la cultura popular. Por situar al lector de un modo más preciso, con un par de referentes bien conocidos, adelantaré que desde la primera página de La señora Potter no es exactamente Santa Claus he “sentido” la poderosa e inequívoca presencia del estrafalario microcosmos de Twin Peaks, la legendaria serie de David Lynch, y, en menor medida, pero con un rastro también claramente perceptible, algunos trazos de las desopilantes historias del mejor Tarantino. Abandone aquí, pues, esta reseña, quien ante esta doble mención -dos creadores de controvertida trayectoria; también desde mi punto de vista: ninguno de ellos es santo de mi especial devoción- pueda experimentar reticencias. 

Y sin embargo, pese a lo aparentemente “distinto”, alternativo o incluso marginal, de los planteamientos estilísticos de su autora (o quizá por ello), La señora Potter no es exactamente Santa Claus ha sido -y lo sigue siendo- un desbordante fenómeno literario y de ventas, habiendo obtenido varios premios (el popular “Las librerías Recomiendan” de ficción, el catalán “Finestres de Narrativa en Castellano”, el prestigioso “El Ojo Crítico de Narrativa”, la Mención especial de los “Premis Ciutat de Barcelona”, todos ellos correspondientes al pasado 2021), siendo incluido por La Vanguardia, el ABC y El Mundo en la lista de los mejores libros de ese año, y multiplicando sus ediciones desde su aparición. 

Es absolutamente imposible intentar siquiera un esbozo de argumento en un libro que alberga en su seno infinidad de historias, cientos de personajes, multitud de referencias, decenas de tramas que se entrelazan, que se entremezclan y confunden como en un enmarañado rompecabezas, una “construcción” exuberante y aparentemente caótica y descabellada de la que resulta difícil dar cuenta con un mínimo de sistemática. En una de las muchas entrevistas que he podido leer en estos meses, Fernández revela su voluntad consciente de desenvolverse en este universo desordenado: Siempre me ha fascinado la idea del orden en la ficción, donde todo tiene que tener sentido. La realidad no es así, es mucho más caótica e inconexa, pasan cosas todo el rato sin ningún tipo de sentido, en una explícita declaración de principios, de toma de posición literaria… y de resumida explicación del contenido de La señora Potter no es exactamente Santa Claus

Pese a todo, aventurando una suerte de muy elemental y reduccionista hilo conductor, podría decirse que la acción del libro se desarrolla en la siempre desapacible, fría y horrible Kimberly Clark Weymouth, una ciudad, cubierta de continuo -en las cuatro estaciones- por la nieve y sometida a un frío atroz, en la que el único rasgo que la salva del anodino anonimato común a tantas otras pequeñas e insustanciales poblaciones, es que en ella se ambientó una novela, de título -cómo no- La señora Potter no es exactamente Santa Claus, escrita por una enigmática autora, la supuestamente desaparecida Louise Cassidy Feldman. La vida de Kimberly Clark Weymouth gira en exclusiva sobre el libro, en particular sobre una tienda de souvenirs alusivos a la escritora, su novela y el mundo en ella inventado, un establecimiento al que acuden en tropel los muchos incondicionales de la obra y su creadora, los rupert, los apasionados y fanáticos lectores de la señora Potter. En ese peculiar entorno, que carece de referentes cronológicos y geográficos, en una indefinición temporal y espacial también buscada por la autora catalana, sobresalen, de entre la pléyade de indefinibles personajes, los de Billy Bane Peltzer, que es el propietario de la tienda de recuerdos, que aborrece el pueblo y su destino en él, soñando con su definitiva huida del muy aburrido vecindario, y Stumpy MacPhail, un agente inmobiliario que llevado por el entusiasmo por su novela favorita y por la devoción hacia su autora, se instalará en la localidad con el insensato afán de ejercer su profesión en un lugar perdido, de clima insoportable, sin apenas movimiento y en el que, en consecuencia, no hay una sola casa para vender. Explicar cómo, con esta muy ligera urdimbre, puede Laura Fernández sostener un relato apasionante -aunque no exento de claroscuros- que atrapa al lector durante seiscientas páginas, es la complicada tarea a la que me enfrento en esta también singular reseña. 

Debo adelantar que no es fácil adentrarse en la novela -y perseverar en su lectura- resistiendo las dificultades y superando los obstáculos que surgen en el avanzar de sus páginas. Confieso que en más de una ocasión me he visto asaltado por la tentación de abandonar el desatinado microcosmos creado por la fértil imaginación de la escritora de Tarrasa. Y ello se debe a algunas de las opciones estilísticas elegidas por la autora para presentar su narración, arriesgadas y discutibles. Es el caso de la desbocada multiplicidad de personajes, algunos de aparición meramente episódica y, por tanto, de más difícil “registro” en el recuerdo -incluso el inmediato- del lector. También el uso -el abuso- de nombres propios, igualmente resistentes a la memorización (todos en inglés, la mayoría con nombre y dos apellidos, en muchos casos ambiguos en cuanto al sexo, en pautas comunes a personas, objetos y ciudades: Francis Violet McKisco, Martin Wyse Cunningham, Janice Terry McKenney -una pelota de tenis-, Bertie Smile Smiling, Keith -una persona, un cuadro y un río-, Ann Johnette MacDale, Scottie Doom Doom -un bar-, Myrna Pickett Burnside, William Butler James -un fantasma profesional-, Glenda Calloway Russell, el pequeño Corvette -un elefante enano-, Mina Kish Mastiansky, Terrence Cattimore -una ciudad-, Randal Zane Peltzer, Dixie Voom Flakes -unos cereales-, Betsy Kiffer Manney -una tortuga-, Sullivan Lupine Wonse -otra ciudad-, Urk Elfine Starkadder, Betty Hadler Winton -también una ciudad-; entre centenares de ellos). Igualmente resulta confusa la profusión de planos -“reales” e imaginarios- que se entreveran y combinan (protagonistas de series televisivas, actrices que los encarnan, detectives de novela que abandonan su existencia meramente libresca, fantasmas corporeizados y pensantes, seres sobrenaturales, individuos sólo existentes en la imaginación de quienes los evocan, objetos con vida, consciencia y pensamiento propios) en un constante trasvase de ficción y falsa realidad, convirtiendo el relato en una vertiginosa mise en abyme laberíntica por el reiterado juego del “libro dentro del libro” (pensaba por primera vez en su novela como lo que era en realidad: ella misma reflejándose en una infinidad de espejos, espejos en los que a su vez se reflejaba la novela ahora). Ello -la incomodidad del lector- viene provocado también por las constantes digresiones, la apertura de un sinnúmero de hilos temáticos marginales, la desaforada abundancia de sucesos, a cuál más surrealista. Y qué decir de las recurrentes (y a mi juicio no siempre entendibles) singularidades tipográficas y gramaticales, con palabras en cursiva o en mayúsculas, onomatopeyas, interjecciones, paréntesis, profusión de adverbios en mente. Por poner sólo dos ejemplos, véanse estos títulos de sendos capítulos entre otras muchas muestras de la radical excepcionalidad de esta novela por tantos motivos única: 

En el que Meriam Cold hace unas llamadas y se anota un buen puñado de (TANTOS) ante la atenta mirada de Georgie Mason o Mason George, su engreídamente intelectual mastín, que cree que van a (ARRUINARLE) el día, el año, (LA VIDA, MER), al inefable señor Howling. 

En el que Bill, oh, aquel (ASCENSOR) del demonio, se detiene en el (RINCÓN) del joven sabio (MEANS), y 1) se toma un café 2) charla desde un teléfono árbol con una tal Marjorie y 3) piensa en dar (MEDIA VUELTA) y volver con, ¿quién dirían? Uhm, SÍ, la chica (BREEVORT), ajá, (SAM). 

La abundancia y la prolijidad en el uso de estos efectos provocan las constantes interrupciones de la narración “lineal”, hacen muy difícil la lectura, desaniman al lector poco constante, desafían hasta el límite de la provocación al avezado y sumen incluso al muy experto en una confusa nebulosa que convierte en indiscernibles historias y personajes, en ininteligibles lances y episodios, en inextricables tramas y desarrollos argumentales, en insondable el propósito último de un proyecto literario de esta índole. ¿Qué nos quiere contar -se pregunta el lector- Laura Fernández? ¿Y por qué hacerlo de esta manera? 

Y sin embargo, pese a la abundante suma de objeciones que pueden hacerse al libro, uno, al menos así ha ocurrido en mi caso, no puede dejar de leer, arrastrado por este arrebatador flujo de palabras, por esta enloquecida corriente de poderoso exhibicionismo verbal, por este impetuoso y envolvente caudal de relatos, anécdotas, aventuras e incidentes estrambóticos, hechos sorprendentes, por esta magnética, fantasiosa, imaginativa, caótica y excepcional muestra de inusitada literatura fruto de cinco años de metódica redacción. Y ello ocurre, a mi juicio, por la sabia conjunción de cinco elementos principales: el delirante elenco de personajes, la exuberante plétora de historias, el sinfín de extravagancias y rarezas que puntean el texto, la sucesión de referencias -explícitas o sugeridas- a la alta y baja cultura, y el fondo último de temas tratados, que por entre la excesiva maraña verbal apuntan a asuntos de un relativo valor universal. 

Los personajes, más allá de su abigarrada presencia, sorprenden y, por debajo de la parafernalia retórica, llegan a interesar con sus anhelos, sus sueños, su mediocridad, sus frustraciones, su triste y anodina normalidad. Son, casi, todos, perdedores, solitarios, tímidos, incapacitados para el trato social, incomprendidos, fracasados, de difícil encaje en la realidad. Son también, en general, inocentes, infantiles, apegados patológicamente a sus madres, indefensos en su ausencia, y esa desprotección los humaniza y acerca al lector. 

Otro tanto ocurre con las historias, insensatas y absurdas, esperpénticas y extrañas, pero que, más allá de la también apabullante sucesión de episodios, dejan intuir atisbos de vida. La fecunda imaginación de la autora parece desconocer los límites, y así, los relatos fluyen, se entremezclan, se abren una y otra vez a nuevos hilos, a digresiones, a, ya se ha dicho, cuentos dentro del cuento, al modo de unas desatinadas y fantasiosas mil y una noches. Afirma Laura Fernández de su Louise Cassidy Feldman -en una idea que, en cierto modo, explica este su propio exceso narrativo- que sólo era una chiflada que había escrito un libro protagonizado por una mujer que creía que uno debía desviarse del camino y hacerlo tantas veces como fuera necesario porque sólo tomando los suficientes desvíos, podías llegar a ser tú mismo, o, cuando menos, trazar, forzosamente tus límites, definirte por algo que nada tenía que ver contigo, pero que estaba ahí, era un tú en potencia que, de otra forma, nunca se volvería real, ni se atrevería a considerarse una mera posibilidad. Esa exploración, esa indagación en las múltiples facetas de la realidad, se muestra en la sucesión de incidentes y peripecias, de episodios, de tramas, de lances tras los que se esconden locuras, sorpresas y vueltas de tuerca, sobresaltos, motivos de asombro, sucesos absurdos e hilarantes. 

Desternillante es, igualmente, el universo de “rarezas” que presenta la autora y del que no me resisto -pese a las evidentes constricciones que impone la duración del programa- a dejar algunos ejemplos reveladores: una detective que desciende de un par de botas de pana; un tipo que habla con los muertos; un mundo en el que es Navidad todo el año, y los árboles, las luces y los villancicos forman parte del inmutable día a día; un par de manos que, cuando no escribían no sabían exactamente qué eran y que reflexionan en voz alta sobre su difusa identidad; una compañía, la Weirdly Royal Ghost Company, que provee de fantasmas profesionales a los inquilinos de las casas para que su presencia las convierta en encantadas; bolígrafos que se abrigan para evitar el persistente frío reinante; pelotas de tenis y de golf que hablan con sus propietarios; elefantes enanos que expresan sus sentimientos; voces extrañas provistas de familias, de vidas propias, de existencia autónoma; solícitos bills, especie de chicos para todo al servicio de sus amos; sillones que se hacen “amigas” de sus poseedores y que, cómo no, hablan con ellos; muertos que disfrutan de una vida muy activa; personajes de novela que adquieren carta de naturaleza “real”; gentes que se forman y estudian para “ser vecinos” de alguien; pajaritas que escriben poesía; ríos con problemas de identidad y que, como tantos otros “personajes”, no se sienten suficientemente queridos; diligencias anacrónicas conducidas por mujeres vestidas de rotundas señoras con cientos de miles de monedas en el banco y un ejército de criados; alces, bombillas, ceños y tantos otros “seres” que se manifiestan como irredentos parlanchines… Simplemente inefable… 

El libro está repleto de referencias culturales, declaradas de modo expreso o deducibles por los lectores “gourmets” (entre los que, obviamente, no me cuento). Así, espigados en la novela o de entre las propias palabras de Laura Fernández en diversas entrevistas, aparecen los nombres de Stephen King, Nathanael West, Ray Bradbury, Thomas Pynchon, Roald Dahl, los Gremlins, El asombroso mundo de Gumball o Parque Jurásico, entre otros. A esa lista yo añadiría el ya mencionado David Lynch y Richard Russo, cuyo North Bath, la ciudad provinciana en la que se sitúa Ni un pelo de tonto, un libro ya reseñado aquí hace varios años, no ha dejado de asaltarme durante la lectura de este La señora Potter no es exactamente Santa Claus

Y, por entre todo ello, aparentemente escondidos entre tan deslumbrante e inusitado artificio literario, asoman algunos temas más “serios”, más “trascendentes” que acaban por dejar en la novela, más allá de su enloquecida fantasía, un cierto tono de tristeza amable, de cálida melancolía: la muy sensible descripción de las relaciones paterno filiales (una vez había sido una niña triste a la que sus padres nunca se tomaban en serio, una niña que siempre lo hizo todo bien sin que eso importara lo más mínimo, tan ensimismados estaban sus padres en sus propias e insulsas vidas que habían ignorado sin remedio cada logro de su hija, y que cuando creció decidió castigar a los que, como ellos, ignoraban su suerte, concediéndoles a sus hijos deseos a cambio de que se portaran mal, y siguieran, de alguna forma, sus pasos, pues ella todo lo incorregía, y no podía decirse que fuera feliz pero tampoco que no lo fuera, pero al menos podía decirse que estaba a salvo de aquella despiadada irregularidad, de aquella especie de inexistencia, de aquella inútil necesidad de reconocimiento que había sido, desde el principio, un amor apenas cruelmente correspondido, algo de lo que la señora Potter, finalmente, se había sobrepuesto, y ella no, porque eso era lo que ocurría cuando se escribía, se dijo Louise, que ellos se sobreponían, y tú no, pero imaginabas que podías hacerlo, y eso a veces era suficiente pero en realidad nunca lo era); la importancia de la maternidad (nada en el mundo querría más que que su madre no le dejase de abrazar nunca); la reflexión sobre la libertad, los límites y el sentido de la creación artística, en particular de la literaria; nuestro absurdo sometimiento a una realidad limitada y paupérrima (La realidad siempre lo estropeaba todo) frente al inmenso poder de la imaginación (la cabeza de cualquier alguien era la clase de lugar en el que todo era posible); la magia de la desprejuiciada capacidad de invención infantil y el tedio que conlleva la aburrida y sensata y adusta madurez; el drama -siempre mostrado de un modo humorístico- de la búsqueda de la propia identidad, de la diferencia, de la incomprensión, del abandono, del fracaso, de la soledad (qué clase de vida era la suya al lado de aquella mujer incomprensible, qué clase de vida). 

En fin, como puede verse, y al margen de los, a mi juicio, fundados reparos con los que he querido equilibrar el incondicional entusiasmo de una recepción crítica del libro algo inflada, La señora Potter no es exactamente Santa Claus es una novela muy interesante que os asegurará, si os adentráis en su absurdo microcosmos, largas horas de disfrute y placer. 

Como lo hará también, sin duda, el segundo libro que quiero recomendaros, ya de modo más breve, en esta emisión postrera del curso; una obra en la que se nos narra la inquietante peripecia de su protagonista, la señora March de su título, en un apasionante thriller psicológico escrito por la muy joven, y debutante en la novela, Virginia Feito. Nacida en Madrid en 1988, con una corta pero muy cosmopolita vida en París, en Londres, en Nueva York y, ahora, nuevamente, en Madrid, su formación es igualmente variada: Literatura Inglesa y Arte Dramático en la Queen Mary University, Publicidad en la Miami Ad School. Dedicada profesionalmente a la publicidad, ha trabajado en distintas agencias publicitarias, ganando varios premios en festivales nacionales e internacionales. La señora March es el fruto de su dedicación exclusiva a la escritura a partir de 2018. Una apuesta lograda, con un resultado altamente exitoso, no sólo por el interés intrínseco del libro -muy alto, como veremos- sino por la extraordinaria repercusión alcanzada, con una disputada subasta editorial para su publicación en Estados Unidos, país en el que se presentó originariamente; por sus traducciones a muy diversos idiomas; por los muchos reconocimientos hasta ahora cosechados (seleccionada entre los libros del año para el Library Journal y The Times, entre otros medios); y, además -y en este caso cobra pleno sentido el dictum, tan repetido, last but not least-, por la inminente adaptación al cine, pues la omnipresente Elisabeth Moss ha comprado sus derechos y parece que va a interpretar a su protagonista. Escrito en inglés, la editorial Lumen ofrece el libro en nuestro país en traducción, como ya se ha señalado, de Gemma Rovira Ortega. 

La trama argumental de la novela es muy leve, casi inexistente, pues, en propiedad, no hay grandes “acontecimientos” dignos de mención en su desarrollo. La señora March, un mujer de treinta y tantos años, de vida muy acomodada, vive instalada en sus confortables rutinas de despreocupada ama de casa, con las compras en Bloomingdale’s, los recorridos cotidianos por sus pequeñas tiendas favoritas, las pausas matutinas para el descanso en acogedores cafés, los cócteles de sociedad, las fiestas elegantes, esos ritos de la alta burguesía neoyorquina que tan bien ha reflejado Woody Allen en sus películas (los March viven en un muy agradable piso en el Upper East Side, decorado con papel pintado toile de Jouy rojo oscuro con escenas chinas, estanterías llenas de libros y sublimes cuadros abstractos; y no tan abstractos: el salón está presidido por un Hopper). El señor March es un escritor de éxito y acaba de publicar un nuevo libro que ha leído toda la ciudad salvo, por el momento, su esposa. Cuando, al comienzo de la novela, la señora March (Virginia Feito no nos proporciona su nombre de pila, Agatha -¿como Christie?-, hasta la última página) entra en su pastelería favorita para comprar su pan de aceitunas y sus macarons preferidos, la dependienta, Patricia -¿como Highsmith?-, le comenta, entusiasmada, que está leyendo el libro de su marido y que, en frase banal pero perturbadora (Pero es la primera vez que se inspira en usted para crear a un personaje, ¿no?), su protagonista le recuerda mucho a ella misma, su clienta habitual. El inmediato desconcierto de la perpleja señora March se debe a que la novela de su marido presenta, en su papel principal, a Johanna, una prostituta, gorda, fea y estúpida, débil, feúcha, aborrecible, patética, malquerida y antipática, una desgraciada (todo lo que yo nunca querría ser, balbucea la, a esas alturas, ya descompuesta y atribulada Agatha). El comentario incidental siembra la inquietud en ella que, de un modo tenue al inicio, pero progresivamente intenso y desquiciado a lo largo de la novela, entra en una obsesiva espiral de recelos, sospechas, paranoias, suspicacias, terror, desvaríos, pesadillas, delirios y alucinaciones cuya descripción, que Feito gradúa con una dosificación muy sabia de la intriga, con una magistral plasmación de la desasosegante atmósfera de tensión, ansiedad y amenaza latente, constituye el núcleo central del libro, el principal motivo de su formidable interés y, sin ninguna duda, la explicación más plausible de su excepcional recepción por los lectores de medio mundo. 

La novela presenta todo un catálogo, paulatino y escalonado, de las muchas muestras del vértigo mental en el que se ve inmersa la protagonista, sumiéndola, desde el comprensible desconcierto y la mera perplejidad suscitados por la revelación de Patricia, en un aterrador estado de opresivo espanto. Las naturales inseguridades de la señora March, consustanciales a su frágil personalidad, la ostensible falta de confianza en sí misma, los miedos que la atenazan desde niña, su patética vulnerabilidad, su muy inestable y quebradizo equilibrio, la asepsia y la higiene neuróticas, su espanto ante el contacto físico, la hiperbólica necesidad de protección, ya de por sí preocupantes, se exacerban en un proceso desasosegante en el que hasta los sucesos más comunes de su vida cotidiana se convierten en fuente de pánico: el pavor ante la certeza constante y hostigadora de que había cometido algún error imperdonable con el catering en una fiesta por ella organizada; la risa borracha de una joven en la calle que, oída desde su casa, desgarró el silencio y la asustó; la mirada escrutadora de los personajes de los retratos de la pared del comedor, que la miraban con severidad; la preocupación por el hecho -como todos, imaginado- de si su rechazo a la solicitud del conserje del edificio de ayudarla con unas bolsas habría sido interpretado por éste como una muestra de orgullo, o incluso de desconfianza, lo que haría que le cogiera aún más antipatía; el sonido del rítmico parpadeo de las luces del árbol de Navidad que camuflaba los pasos sigilosos de un desconocido; la asociación de los ruiditos del reloj de pie del recibidor con una especie de juez victoriano con peluca que chascara la lengua, de modo que, al dar las horas, parecía que el juez agitase la campana de la entrada del tribunal para proclamar la culpabilidad de la señora March

Y, al poco, la obsesión se desboca y deja de necesitar “excusas” tangibles -los cuadros, el reloj, el portero- para fluir de manera libre, desmedida y trastornada: figuras que, en la calle, la observan amenazadoramente entre el gentío; miembros del servicio que, lejos de abandonar la casa tras su jornada laboral, permanecen escondidos en el pasillo esperando para asustarla; personal del equipo de exterminio de plagas -la señora March detecta (¿las hay realmente?) cucarachas en su lujosa vivienda- que comparece de súbito para aterrorizarla; bultos tras los cortinajes que la llevan a mirar minuciosamente alrededor por si descubría unos zapatos de hombre asomar por debajo; el convencimiento de que su marido la observa por la mirilla mientras ella espera el ascensor en el rellano; voces que se adelantan a los acontecimientos (Se dio rápidamente la vuelta y estuvo a punto de perder el equilibrio, pero no conseguía localizar el origen de aquella voz. El hombre volvió a hablar con engolado acento británico: «Siguió caminando por la calle». Entonces, cuando la señora March se dio la vuelta, dijo: «Se dio la vuelta». Intentó girar otra vez sobre sí misma, tropezó y se tambaleó. Paró un taxi mientras aquel misterioso narrador seguía describiendo cada uno de sus movimientos, y en cuanto cerró la portezuela, halló consuelo en el silencio del asiento trasero); entre muchos otros ejemplos de su incipiente locura. 

Y escribo locura e inmediatamente me retracto, pues una de las grandes virtudes de la propuesta de Feito es hacernos dudar en todo momento de si en la en apariencia desquiciada mente de la señora March se han traspasado las fronteras entre ficción y realidad. La trama policial de la novela de su marido; la desaparición y muerte de una joven, que copa las portadas de la prensa y abre los noticiarios televisivos; ciertos acontecimientos “extraños” en el diario acontecer de la vida de un escritor en pleno proceso de promoción de su obra y ausente, por tanto, a menudo del hogar familiar; determinados incidentes en la trayectoria escolar de Jonathan, el único hijo de ambos; algún malentendido con los vecinos; elementos todos que la autora va repartiendo con maestría por su relato, contribuyen a que el propio lector dude y no sepa del todo a qué atenerse. ¿La agobiante sucesión de angustiosas vivencias de la señora March no es más que una ideación de su enfebrecida y torturada personalidad, un desvarío que sólo ocurre en su dañada mente? ¿O lo que a todas luces semeja un delirio paranoico de la mujer tiene una base fundada y acabará por resolverse en el plano de lo “real”? 

Y es que La señora March es, ya se ha dicho, un thriller, un excitante thriller psicológico, muy bien construido, tanto en la descripción de infierno interior de su protagonista (Notó una presión en el pecho; la ansiedad serpenteaba por su vientre como un puñado de gusanos; un sudor le resbalaba por el cuello, y parecía que tuviese en el estómago una maraña de ortigas; un día elegiría el último conjunto que se pondría jamás, algunas de las “píldoras” que salpican el texto), de su agotamiento y su aturdimiento, de su inquietud, de su enajenación, de su ansiedad y su sentimiento de culpa, de sus pesadillas, de sus alucinaciones (imaginó que, de repente, su marido la estrangulaba. Que la violaba. No recordaba la última vez que habían tenido relaciones sexuales), de sus lagunas mentales (la señora March se encontró en el recibidor con el abrigo y el gorro puestos y sin saber si estaba a punto de salir o si acababa de llegar), como en la sutil y ambigua presentación de aquellos elementos que pueden provocar la sospecha en el lector, haciéndole cuestionar en cada momento lo que hasta entonces podía parecerle un terreno firme. 

Desde este último punto de vista resulta sobresaliente la idea, que va tomando cuerpo en la novela de modo paulatino, de la duplicidad, del contraste entre lo real y lo imaginado que opera en la mente del personaje y también, como he señalado, en el cerebro del lector. ¿Había hablado en voz alta, o solo se lo había imaginado?, piensa una señora March que, y no quiero revelar demasiados aspectos de la historia, se “convertirá” en Sylvia, la chica de cuyo asesinato dan cuenta los medios. Y así ocurre también con el cuadro del baño, cuyos personajes cambian con el tiempo (Eran las mismas mujeres (se sabía de memoria sus peinados y sus colores), pero su cara sonriente y rosada y sus senos abundantes de tonos pastel habían desaparecido. Lo que mostraban ahora era su pálida espalda y las nalgas con piel de naranja. La señora March, desconcertada, se quedó mirando el óleo de hito en hito. ¿Habían comprado los dos cuadros juntos y a ella se le había olvidado que existía ese?). 

En este sentido, son constantes las muestras de este perturbador juego de inciertos desdoblamientos, que se manifiesta, de entrada, en el supuesto paralelismo con la prostituta de la novela (Quiero saber cuál es mi relación con Johanna. —¿Tu relación con...? Pero ¡si es un personaje ficticio!), para continuar con las frecuentes dudas sobre la identidad de su marido (Ella soltaba un chillido cuando él la besaba en la nuca, y chascaba la lengua fingiendo enfado cuando le daba una palmada en el trasero al salir del metro. ¿No? ¿O eran escenas que había sacado de películas y de libros? Miró de reojo a George, que masticaba enérgicamente sus champiñones salteados. ¿Quién era él?) e, incluso, la suya propia (La posibilidad de tener razón, de que George hubiese sido sustituido por un impostor, la llevó a una ocurrencia espeluznante: si había otro George paseándose por ahí, ¿habría también otra señora March? Aunque eso, concluyó, e involuntariamente volvió la cabeza hacia la ventana, ella ya lo sabía), siguiendo con el juego de muñecas rusas que conserva de su abuela y que aflora cuando el niño pierde una: No encuentro a la mujer que va dentro de la otra mujer. Y está Kiki, el personaje infantil inventado, que en ocasiones irrumpe en la vida de su artífice, como en este fragmento muy revelador: Aquella noche, cuando Kiki se metió en la bañera con ella, la señora March sintió un arrebato de cólera seguido de algo más parecido a la desesperación. Le suplicó que se marchara, que no regresara nunca, pero la testaruda Kiki se negó. Furiosa, la señora March le agarró el cuello con las dos manos y se lo apretó con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas y le temblaron los brazos, sacudiéndose como si Kiki luchara por su vida. Cuando la amiga imaginaria se hundió en el agua, la señora March visualizó su cuello colgando inerte y cómo ponía los ojos en blanco. Satisfecha, retiró el tapón y el agua se escurrió por el desagüe y se llevó a Kiki. Y aún de modo más evidente: Desde el asiento trasero, se miró en el espejo retrovisor y vio a otra persona (había otra mujer sentada en el asiento trasero del taxi), y pensó que se había producido un terrible error, porque si en su taxi había otra mujer, ella debía de estar en el taxi de la otra mujer. Sin embargo, tras una nueva inspección, se dio cuenta de que aquella mujer era la señora March, solo que sonreía agresivamente, y cuando la señora March apretó los labios, su reflejo no la imitó.

Todo ello -la creación de una desconcertante atmósfera de confusa y evanescente niebla, que diluye las fronteras entre ficción y realidad- forma parte, es obvio, de la propia lógica del thriller, pero es también, así lo creo, un elemento esencial de la propuesta estilística de Virginia Feito que, en frase a mi juicio muy reveladora, hace decir a su personaje: ¿qué tenía el realismo para que la gente lo valorase tanto?, en una explícita declaración de principios literarios en cierto modo coincidentes con los de nuestra otra invitada de esta tarde. 

Unos postulados que quedan también de manifiesto en la abundante lista de referencias que pueblan el texto y que “dirigen” al lector hacia ese abismo de dudas y sospechas en las que se ve inmerso mientras sigue las peripecias de la señora March: sobre todo Alfred Hitchcok (expresa en la mención a Rebeca, y latente en múltiples guiños a La ventana indiscreta o Sospecha), los enigmáticos escenarios domésticos de Edward Hopper o el asfixiante universo de Patricia Highsmith, con quien la crítica, unánime, emparenta la novela. Hay, además, otras menciones más o menos culturalistas, como Dickens, Jane Eyre o el tartamudeo de James Stewart, en una obra de una madurez insólita para una autora novel. 

En fin, dos muy interesantes libros para que disfrutéis de horas de placentera lectura en estas vacaciones que ya mismo empiezan. Os dejo ahora, antes de un breve fragmento de La señora Potter no es exactamente Santa Claus, con Mrs. Potter Lullaby, la canción de los Counting Crows que Laura Fernández escuchaba en bucle, según sus propias declaraciones, durante la redacción de la novela. ¡¡Pasad un muy buen verano y volved con nosotros en septiembre, en que estaremos aquí de nuevo con muchos y muy interesantes libros!!

La camioneta de aquel tipo, el tipo del traje sucio, el tipo al que Bill había visto hablar con una pelota de tenis, estaba repleta de juguetes. Parecía, aquella camioneta, el pequeño ascensor de la señora Potter. Ajá, la señora Potter había tenido un pequeño ascensor en aquella casa de Mildred Bonk. En realidad, la casa en sí no tenía ascensor, era la diminuta oficina postal la que tenía ascensor. En la diminuta oficina postal trabajaban los duendes veraneantes, aquel pequeño ejército de diminutos súbditos que iban de un lado a otro con postales mágicas que empequeñecían en cuanto la señora Potter las tocaba. Por supuesto, el ascensor de la oficina postal diminuta no era un ascensor corriente. Además de ser aún más diminuto que la oficina, del casi exacto tamaño de uno de aquellos duendes veraneantes, y estar repleto de juguetes, también, como los duendes, podía viajar en todas direcciones. De hecho, el ascensor era el principal medio de transporte de la oficina postal. Es decir, los duendes veraneantes no sólo lo utilizaban para ir de un lado a otro en aquel lugar que era a la vez diminuto e interminable sino también para llegar hasta las casas de los niños que les remitían aquellas postales mágicas. De niño, a menudo, Bill soñaba que despertaba en aquella caja de zapatos, es decir, que despertaba en la oficina postal de la señora Potter, y descubría que estaba conectada con todos los pequeños hogares de sus trabajadores, es decir, con los hogares de todos aquellos duendes veraneantes. Su sueño era tan recurrente que Bill incluso había hecho un amigo allí abajo, un chaval diminuto llamado Sally, Sally Phipps. 

En aquel otro mundo, Bill también era diminuto. Y observaba, en el pequeño televisor que Sally tenía en su habitación, cómo era la vida fuera, es decir, cómo les iba a sus padres, y cómo le iba al resto del mundo, sin él. Se decía, el niño Bill, que le gustaría tener un pequeño televisor como el de su amigo Sally en su habitación y poder sintonizar con la vida donde fuese. Por supuesto, para entrar y salir de allí, utilizaba aquel ascensor repleto de juguetes. Durante una época de su vida, la época en la que su madre había dejado de hablar y no hacía otra cosa que pintar, la época en la que miraba a su padre esperando, desilusionadamente, algo, como si su padre, en vez de su padre, fuese una estropeada máquina concedeseos, Bill había fantaseado con la idea de hacerse diminuto para siempre y mudarse a aquel otro pequeño mundo en el que todo parecía ir siempre francamente bien. Sally era un buen chico, era el mejor chico con el que Bill se había topado nunca, y su casa le gustaba, y aquel televisor mágico iba a poder permitirle estar, de alguna forma, en contacto con su familia sin que su familia doliese. Bill había sido feliz, o creía haberlo sido, hasta el momento en que su madre había empezado a ausentarse

No era que se marchara, era que, simplemente, no estaba allí. 

Hasta entonces, Bill había lucido siempre una sonrisa, aquella sonrisa de dientes pequeñísimos que luego habían dado paso a dientes enormes, separados, de algún modo, tristes. Había creído que vivía en el mejor lugar del mundo, un lugar en el que siempre podía ser Navidad, pues, después de todo, la nieve estaba por todas partes. Así que, si quería, uno podía vivir fingiendo que cada día era el día en el que Santa Claus, o la señora Potter, dejaban sus regalos a los pies del árbol. Puesto que era habitual que el árbol de Navidad nunca se desmontase, hasta el punto de poder decirse que era un miembro más de la familia en todos los hogares de Kimberly Clark Weymouth, también era posible desear o esperar que, cada vez, se poblase de paquetitos primorosamente envueltos. Y lo hacía a menudo. Es decir, es probable que Kimberly Clark Weymouth fuese el único lugar del mundo por el que Santa Claus, o la señora Potter, pasaba intermitentemente, y eso era debido a que el espíritu navideño nunca abandonaba la ciudad. 

Por supuesto, el hecho de que lo único por lo que fuese conocida la ciudad fuese una novela cuya protagonista compitiese con el mismísimo Santa Claus, impedía la retirada de la iluminación festiva de sus calles, o, cuando menos, aconsejaba evitar que se produjera, pues los turistas, aquellos lectores peregrinos, aquellos lectores valientes, aquellos lectores infantiles, que se subían a autobuses, se subían a coches, y soportaban horas de tortuosas carreteras despobladas para llegar a Kimberly Clark Weymouth, esperaban, a su llegada, encontrarse con todas aquellas luces navideñas, pues, presumían, siempre era Navidad en Kimberly Clark Weymouth. Hasta hubo una época en que la ciudad disponía no sólo de su propio Santa Claus oficial, es decir, un tipo contratado para fingir ser Santa Claus todo el tiempo, sino también de su propia señora Potter, que también fingía ser la señora Potter todo el tiempo e iba a todas partes con una caja de zapatos que, decía, era aquella oficina postal en cuyo ascensor había viajado, tantas veces, Bill.
  Videoconferencia
Laura Fernández. La señora Potter no es exactamente Santa Claus
Virginia Feito. La señora March

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