Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 1 de junio de 2022

ISABELLA HAMMAD. EL PARISINO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Alberto San Segundo, al frente del espacio, quiere proponeros esta tarde la lectura de un libro muy interesante, de relativamente reciente publicación, pues vio la luz en el pasado 2021, escrito por una autora muy joven -insultantemente joven, con apenas treinta años- y, para mí, desconocida (lo cual resulta obvio, por otra parte, porque se trata de una primera novela). Isabella Hammad presentó en 2019 El parisino, que, en traducción de Antonio-Prometeo Moya Valle, apareció en la editorial Anagrama en junio pasado. Debo adelantar, antes de comenzar con mi comentario, que estamos ante un libro voluminoso, de más de setecientas páginas, por lo que si optáis por seguir mi consejo de hoy tendréis aseguradas muchas horas de placentera lectura. 

Isabella Hammad, anglo-palestina, nació en Londres en 1992 y, talentosa (lo cual puede apreciarse de manera notoria en su novela), estudió en Oxford, Harvard y la Universidad de Nueva York, ciudad en la que reside actualmente. Con una trayectoria centrada en la literatura, en la que ha disfrutado de becas y residencias en diversas universidades, ha publicado cuentos y textos varios en distintas revistas, y se ha hecho acreedora a varios premios concedidos a algunas de sus obras. El parisino es, como he señalado, su primera novela, lo que realza aún más sus méritos, y en ella recrea en la ficción la intensa peripecia vital de uno de sus bisabuelos. Escritores de tanto prestigio como Jonathan Safran Foer o Zadie Smith, que la emparienta ni más ni menos que con Flaubert y Stendhal, han hablado maravillas de este excepcional debut literario. 

Enfrentados a la siempre difusa tarea de la adscripción genérica del libro podríamos convenir en que estamos ante una novela histórica, aunque, como suele ocurrir en las mejores manifestaciones de esa literatura, lo general y lo particular, la realidad y la ficción, las coordenadas sociales o políticas bien documentadas y la invención y la libre construcción de tramas y personajes se entremezclan, en un todo en el que la circunstancia histórica sirve de convincente telón de fondo de las peripecias vividas por los personajes. 

El principal de ellos, Midhat Kamal, es un joven de Nablus (en la novela se usa siempre Naplusa, la denominación tradicional de la ciudad palestina, situada al norte de Jerusalén y al sur de Damasco), que en 1914, en los inicios de la Primera Guerra Mundial, se embarcará hacia Francia con la triple intención de escapar de la leva que lo obligaría a combatir en las filas del Imperio otomano, bajo cuya “jurisdicción” se encontraba en la época la región, de estudiar Medicina y de satisfacer así los deseos de su padre, un rico comerciante de telas que se desenvuelve entre su ciudad y El Cairo. En Montpellier, su destino francés, se alojará en casa de su protector, Frédéric Molineu, un sociólogo y antropólogo de la Universidad de cuya hija, Jeannette, acabará por enamorarse. Tras un desafortunado incidente que enfría su relación con la chica y su familia, Midhat huirá a París, se matriculará en la Sorbona, abandonará, decepcionado, sus estudios médicos y se dedicará, en una larga temporada de ocio y relativa disipación, a los placeres mundanos, a la frecuentación de obsequiosas y “liberadas” (para su anticuada mentalidad oriental) mujeres y a las algo frívolas veladas entre intelectuales, en las que jóvenes árabes inquietos se entregan a las divagaciones filosóficas y políticas en torno al problemático futuro de sus pueblos. Terminada la contienda, que deja víctimas entre sus más estrechos allegados, volverá a Palestina sin completar sus estudios, ocultando a su padre el fracaso de su experiencia, sin poder olvidar la sombra ya algo diluida de su amada y enfrentándose a la difícil tarea de adaptarse a una realidad que ya le es, en cierto modo, extraña. Una larga carta de amor a Jeannette, enviada antes de su retorno, disculpándose por su inexplicada ausencia, no obtendrá respuesta, por lo que, pese a que el imborrable recuerdo de la muchacha lo acompañará de por vida (y, en este hilo romántico de la novela, otra carta, esta de Jeannette, tendrá un papel destacado hasta su término, que no quiero desvelar), acaba por acomodarse a su nueva realidad y construir una familia con Fátima Hammad, la hija de un rico terrateniente amigo de su padre. (Y nótese la no disimulada coincidencia de apellidos entre la autora y la esposa de su protagonista, subrayando así el referente familiar de la historia narrada). 

Su trayectoria vital desde ese momento hasta 1936, en que la novela llega a su fin, está marcada por ese desarraigo sentimental y existencial (Volvió a Palestina y poco a poco, pero con determinación, fue borrando cada vestigio de esperanza. Había afrontado el futuro con valor —sí, incluso se había elogiado por ello—, encarando el avance imparable del tiempo. Y conforme pasaba el tiempo, el pasado retrocedía. Se casó, tuvo hijos, unos ingresos, una posición social: fue, en efecto, un hombre que se había abierto camino con su solo esfuerzo), obligado a desenvolverse en un universo muy distinto al que le empuja su inclinación por el cosmopolitismo de la vida europea; una sociedad, la palestina para entonces ya bajo el mandato británico, en la que se hacen tangibles los odios ancestrales, el incipiente pero ya furibundo nacionalismo, la repulsa a la dominación (antes otomana, ahora británica y pronto sionista), las revueltas y los conflictos étnicos, políticos y religiosos, en un marco geográfico y una época agitados y convulsos, en los que aún no existen como tales la mayor parte de países de la zona, Siria, Líbano, Jordania, Israel o la propia Palestina. 

Son tres, a mi juicio, los elementos más sobresalientes del libro: la poderosa composición de su protagonista, una suerte de antihéroe sumido en una permanente crisis personal; la convincente ambientación del entorno familiar, de los escenarios geográficos y físicos, urbanos y rurales, de aquellos lejanos territorios; y, por encima de todo, la incardinación del relato en un marco general de acontecimientos, de extraordinaria importancia histórica, que cambiaron la configuración social, política y económica del Oriente Medio. 

Midhat Kamal se nos muestra por primera vez embarcado, camino de Marsella. Es un joven de diecinueve años, tímido, algo apocado y temeroso ante la aventura que acaba de iniciar, asustado del viaje de ida, que no sabe nada de las costumbres europeas y sufría de soledad, pero también alegre y esperanzado por la ilusionante llegada a una Francia que había poblado sus sueños adolescentes. Estudiante en Constantinopla, en el Lycée Impérial -Mekteb-i Sultani en su nombre en árabe-, el chico descubrirá en la populosa ciudad del Bósforo, rebosante de gentes llegadas de todos los rincones del imperio otomano (armenios, griegos, judíos de Macedonia, maronitas del Líbano; algunos eran incluso de Bulgaria y Albania) los encantos de la cultura francesa y el regalo de la vida cosmopolita. Curioso e intelectualmente inquieto aprenderá, ya en esas muy primeras etapas de su formación, el francés, el turco, el inglés y el persa, estudiará astronomía y matemáticas, caligrafía y geografía, y se interesará por la filosofía y la ciencia. Allí, también tomará conciencia de su individualidad y desarrollará, entonces aún de manera incipiente, un carácter introspectivo y solitario, reflexivo y preocupado por su propia identidad. Y es que esta cuestión identitaria -en el ámbito personal y también en el social, en una región cruzada por infinidad de orígenes, de rasgos étnicos, de tradiciones y credos diversos (a causa de los elementos cristianos y samaritanos, Naplusa era un ejemplo perfecto de ciudad islámica)- resulta capital en la novela, siendo uno de los ejes sobre los que discurre. 

Sus cinco años en Montpellier y, sobre todo, París, harán de él otro hombre, una persona segura y dotada de elegancia social, el muy ansiado cosmopolita con el que siempre había fantaseado (Se matriculó en historia en la Sorbona y al final del verano asistía a las clases con otros extranjeros, mujeres jóvenes y hombres entrados en años, en aulas con paneles de madera que olían a tiza. Pasaba los días en cafés, con libros sobre la antigua Grecia y la España del siglo XVII, y Faruq le daba lecturas adicionales, historias de amores prohibidos, textos místicos, historias de extranjeros que vivían en París y deambulaban por la ciudad. Entre estos libros estaban el Werther de Goethe y la historia de la hija de un cura libanés, prisionera de su matrimonio y enamorada de otro hombre. Eran libros que se ocupaban de los sentidos). Sin embargo, los reveses sentimentales, académicos y también sociales lo harán ser consciente de su fracaso y lo sumirán, de vuelta a su tierra, en un mar de dudas existenciales que acabarán por definir la esencia del personaje (Las horas que pasó en el vapor fueron, en consecuencia, una oportunidad para meditar sobre la idea del deber y sobre su lugar en la constelación de objetivos y tradiciones que había dejado en suspenso durante los cinco años pasados en Francia, cinco años en que con una libertad fruto de la novedad había pasado por encima de las leyes de la familia, perdiendo el tiempo en los callejones del azar y los placeres): ¿europeo u oriental?, ¿lengua francesa o árabe?, ¿modernidad o tradición?, ¿libertad juvenil o madura responsabilidad?, ¿genuino amor o matrimonio por conveniencia social?, ¿independencia personal o compromiso político?, ¿renuncia a las expectativas y a los opresivos lazos familiares o integración en el ancestral y asfixiante entramado de las costumbres seculares? (Desde el punto de vista de sus expectativas siempre soy un término medio, siempre fracaso. Pero creo —se le quebró la voz inesperadamente y, al adelantar la cabeza, el pie apoyado en la rodilla resbaló y cayó torpemente al suelo— que sin ellos no sería nada en absoluto), ¿yo o nosotros?, ¿profesional liberal o heredero del negocio paterno y, con él, de sus aparentemente imperceptibles cadenas?, ¿obediencia o rebeldía?, ¿invención del futuro o continuidad del pasado?, ¿París o Naplusa? 

El “retrato” que se nos ofrece del personaje lo presenta siempre indeciso, dubitativo, desconcertado, sin encontrar nunca su lugar en el mundo, permanentemente ajeno, distante, incapaz de sentirse partícipe de algo, presa de las contradicciones, aquejado de un extrañamiento existencial que llega a afligirlo, intentando siempre, noble pero inútilmente, seguir la senda de su propia autenticidad. Convertido, tras su estancia en Francia, en El parisino -Al Barisi, lo llaman sus conciudadanos, algo despectivamente, con una afectación rayana en el ridículo, cuando lo ven con sus atuendos afrancesados, con su traje nuevo y su mouchoir, ahora un completo desconocido: la figura del oriental parisino-, ya no pertenece a ningún lugar. Era dos hombres: uno aquí, otro allí, como dirá de sí mismo desde Naplusa. Al haber renunciado a sus raíces, siquiera temporalmente, se convierte en un desclasado, un personaje, un cuerpo flotando en el aire, ignorante de su auténtica y más profunda identidad, que, sin embargo, atisba y puede reconocer en los estrechos vínculos que unen a los naplusíes. Isabella Hammad nos cuenta su vida, que es la de esa búsqueda, esa lucha por encontrar su verdad, ese enfrentamiento entre la cómoda pero algo opresiva aceptación de las redes de lealtades que ataban sus pies a la tierra, y el desafío a las reglas familiares, sociales, culturales en pos de la propia esencia. La descripción de ese abrumador y en ocasiones insoportable combate, que es, a menudo, el de cualquier ser humano que ansía el descubrimiento último del yo que le constituye, resulta, sin duda, a mi parecer, uno de los grandes valores del libro. 

Como lo es también la recreación de los ambientes en sus dos escenarios principales, Francia y, sobre todo, Palestina. Las historias familiares (otra de las virtudes de El parisino reside en ser, también, un magnífico fresco familiar), pobladas por infinidad de personajes, muchos de ellos -Um Taher, la Tita, abuela de Midhat; el padre, Haj Taher Kamal; la madrastra Layla; los miembros de las familias Hammad y Murad; Jalil, el amigo de infancia, distanciado a causa de su compromiso político; los Molineu en Montpellier; Sylvain Leclair y otras amistades parisinas; el padre Antoine, sacerdote dominico y erudito francés- perfilados con entidad, ofrecen a la autora la ocasión de mostrar su amplio conocimiento del mundo que describe, las tradiciones, costumbres, leyendas antiguas, vestimentas, mobiliario, arquitectura, espacios urbanos, parajes rurales, ceremonias, fiestas y celebraciones, zocos y mercados, las populares casas de baños -los hamman-, los entornos domésticos de una sociedad y un marco geográfico que trasladan al lector a lugares de tanta resonancia cultural como Jerusalén, el desierto israelí, el mar de Tel Aviv y Jaffa, el pozo de Jacob, Nazaret, Belén, Damasco, la propia Naplusa... Y en todo ello hay una atmósfera como de realismo mágico, con la poderosa presencia de la Tita, con sus arcaicas creencias y sus añejos rituales, presidiendo y dominando el ámbito familiar. Fiel es, también, y muy verosímil, la escenografía que enmarca los pasajes europeos de la trama, con una eficaz caracterización de los decorados burgueses, académicos, intelectuales y mundanos en los que se desenvuelve la algo ajetreada vida del Midhat “afrancesado”. 

La peripecia personal y la “memoria” familiar se inscriben en un marco general de referencia más amplio y también de extraordinario interés, referido a la Historia, con mayúscula, de esa convulsa región del Medio Oriente en la que se desarrolla argumentalmente la novela. Así, punteando la trayectoria vital del personaje, la autora nos pone en contacto con los principales momentos históricos vividos en la zona: la deportación de los armenios a manos de los turcos, un genocidio anterior a la creación del tipo jurídico; los últimos coletazos del Imperio otomano y la represión contra los discordantes; los mandatos europeos sancionados por la Sociedad de Naciones y el reparto de territorio entre las potencias coloniales (Francia acabaría por gobernar Siria y el Líbano, y Gran Bretaña Palestina, y en la división surgirían también la entonces llamada Transjordania e Irak), aunque solo fuera de manera temporal (Los mandatos eran medidas temporales para preparar el autogobierno, un período de supervisión «hasta que llegue el momento en que puedan gobernarse solos»); el acceso de Feisal a la corona de Irak por designación de los británicos y su posterior muerte; la progresiva inmigración sionista, con la llegada de sucesivas olas de decenas de miles de judíos (todos los meses entran más de mil inmigrantes judíos y está claro que quieren crear un Estado judío) comprando las tierras locales (nos quitan la tierra de debajo de los pies) en una ocupación “pacífica” de la región; la división de los lugares sagrados para las dos principales religiones enfrentadas (Era el Muro de las Lamentaciones de los judíos y el Muro de Buraq de los musulmanes); la fundación de las primeras organizaciones nacionalistas árabes; los movimientos por la independencia palestina (Si querer ser una nación es un crimen —se echó a reír y por primera vez su voz cansada se volvió aguda—, entonces todos somos criminales. Deberían encerrarnos a todos); el activismo político, el social, el tímido feminista, con las primeras mujeres que se quitan públicamente el velo… ¡en 1923!; las revueltas, los disturbios y las huelgas generales, la lucha urbana y la violencia terrorista sobre los soldados de Gran Bretaña y los colonos judíos, las ejecuciones públicas de disidentes, la reclusión de “agitadores” en campos de concentración, la celebración de infinidad de congresos, negociaciones, conferencias y comisiones por la paz, en una sucesión de acontecimientos, cuya cronología -en un arco que va de 1882, con el comienzo de la inmigración judía, a 1936, con el cruento fin de la insurrección a favor de la independencia- se recoge en un exhaustivo y detallado apéndice final. 

Esta referencia cronológica, que subraya el paso del tiempo (otro de los ejes temáticos de El parisino, en sus dos principales dimensiones, la personal/biográfica de Midhat, y la colectiva de su pueblo y los países árabes), está presente también, de modo metafórico, a partir de la importante aparición de un objeto, un reloj, que el padre del protagonista le entrega antes de su viaje juvenil a Francia y que reaparecerá en diversas vicisitudes a lo largo de la novela, dando lugar a interesantes digresiones de la autora sobre las diferencias en la medición del tiempo entre los europeos y los naplusíes, en una muestra más del conocimiento que manifiesta Hammad de la cultura de sus antecesores: 

En los años crepusculares del imperio, medir el tiempo se había vuelto un problema. El año oficial seguía empezando en marzo, época en que los recaudadores de impuestos acosaban a los felahín, los campesinos. Pero los cristianos utilizaban el calendario juliano reformado por el papa Gregorio XIII, que empezaba en enero y tenía años bisiestos y variaciones que dependían de la liturgia; y aunque los judíos adaptaron sus períodos a los ciclos de la tierra, los musulmanes adoptaron la hégira lunar y poco a poco quedaron desfasados en relación con las estaciones. 
Cuando Midhat era pequeño, todos los habitantes de Naplusa, incluso los no musulmanes, se regían por la luna y, a pesar de la implantación del día «franco» (o europeo) por el sultán Abdul Hamid, se ceñían religiosamente al día árabe. Según los musulmanes, el Todopoderoso había dispuesto el universo de tal modo que todos los días, al ponerse el sol, los relojes de la humanidad debían marcar la hora duodécima, en consonancia con el reloj del mundo. Y así, cuando llegaba la oscuridad y los muecines llamaban a la oración magrib (vespertina), los habitantes ricos de Naplusa sacaban el reloj del bolsillo, tiraban de la corona con las uñas y la movían para que las manecillas se unieran en las doce, antes de ir corriendo a la mezquita, si así lo deseaban. 

Unas influencias culturales notorias también en la persistente utilización por la autora de tres lenguas, el árabe, el francés y el inglés (español en la versión traducida a la que accedemos), que se entrelazan en su texto y que, aunque en ocasiones entorpecen levemente la lectura, amplían sus ecos y acercan al lector a las múltiples facetas de la plural realidad descrita. 

Novela histórica, saga familiar, relato romántico, estudio psicológico, elementos todos que hacen muy estimable este El parisino de Isabella Hammad. Os dejo ahora, para despedir el programa, con un texto esencial en la novela, la carta que, poco antes de volver a Palestina desde su no del todo lograda experiencia francesa, Midhat escribe a Jeannette intentando explicar las razones de su súbita desaparición (la ofensa sufrida por el bienintencionado pero torpe comportamiento hacia él del padre de ella) y confirmándole su amor y también sus dudas. Rim Banna, quizá la más importante cantante palestina de los últimos años, prematuramente desaparecida en 2018, cierra esta reseña con su envolvente y preciosa interpretación de Fares Odeh, una bellísima canción de letra poética y tenuemente combativa. 

Querida Jeannette: 

Te escribo desde París, aunque me iré de aquí dentro de poco. Vuelvo a Palestina después de cuatro años. Siento no haberte escrito antes. Desearía haberlo hecho. Lamento muchas cosas. La verdad es que había esperado olvidarte. En mi recuerdo estás tan unida al dolor que pensar en ti siempre me hacía revivir el escozor de todo lo demás. En cierto modo esperaba que me ayudasen los recuerdos de la vida que tuve antes de venir a Francia, que tú desaparecieras tras ellos y yo siguiera siendo el de siempre. Pero me temo que, por el contrario, mi experiencia contigo ha pasado a ser una de las estructuras primigenias del espíritu, un surco que recoge todo lo que llega después. El escozor ha menguado con el tiempo, un poco. Los recuerdos que guardo de ti, no. 

Hay muchas cosas por las que debo pedir perdón. Siento no haberte dicho adónde me iba. Siento haberme ido repentinamente. Hace tres años volví a ver a M. Samuel Cogolati, de la facultad de medicina, y me dijo que eras enfermera. Imagino que habrás vuelto a Montpellier. Es curioso que fuera yo quien estudiara medicina y que seas tú quien haya acabado practicándola. Espero que no hayas visto demasiadas cosas terribles. Me apena pensar que probablemente las habrás visto. 

Jeannette, pienso en ti desde hace cuatro años. Siempre, siempre estás en mi pensamiento. No solo porque el dolor ha durado todo este tiempo: también tú has durado. Oigo tu voz todos los días, te veo a mi lado en la terraza. Veo tu pelo…, ¡multitud de formas según los días! Recuerdo tu perfume. Y tu vestido amarillo. Recuerdo tu aliento cuando me besaste. Recuerdo tu cólera cuando te alejaste de mí. 

Espero que entiendas lo doloroso que fue descubrir los escritos de tu padre. Había esperado casarme contigo, pero me daba vergüenza y no podía decirlo. También lo siento mucho por esto. Sin embargo, sostengo lo que dije. Aquí, en este país, me he encontrado a mí mismo y por ese motivo no puedo representar aquí lo que soy tanto como en Palestina. 

Quiero que sepas que mis intenciones siempre han sido buenas. Todo fue por amor a ti. 

Deseo que tengas una buena vida. Nunca te olvidaré. 

Tuyo,
Midhat Videoconferencia
Isabella Hammad. El parisino

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