Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 8 de junio de 2022


MAGGIE O'FARRELL. HAMNET

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy, nuestro programa llega a la redonda cifra de quinientas emisiones. El 27 de octubre de 2010, empezábamos nuestra andadura en Radio Universidad, en una segunda etapa de un espacio que había visto la luz por primera vez nueve años antes, el 8 de octubre de 2001 en Onda Cero Salamanca. Tras decenas de apariciones en la radio comercial (con otro planteamiento, más sucinto, apenas diez minutos de breve comentario sobre un título, y otras intenciones, el mero dar a conocer, muy superficialmente, un libro, a mi juicio interesante), en nuestros ya bien cumplidos once años “universitarios”, mis reseñas han ido extendiéndose, abriéndose a múltiples frentes -el literario, claro está, pero también el relativo al cine, al arte, a la música, a la educación, a la historia-, e incrementando la extensión de mis análisis, hasta llegar a este medio millar de comparecencias aquí, en la emisora universitaria salmantina, en las cuales os he recomendado, aproximadamente, unos setecientos libros distintos. 

Para celebrar convenientemente tan redonda efeméride os traigo una novela magnífica, una de las que más me ha entusiasmado -sino la que más- de entre los libros leídos el último año. Se trata de Hamnet, la poética obra de la irlandesa Maggie O’Farrell, una escritora que ya había comparecido en Todos los libros un libro hace muchos años, exactamente el 16 de enero de 2013, con otra excelente novela, La extraña desaparición de Esme Lennox. Hamnet vio la luz en España en la editorial Libros del Asteroide, que la publicó en febrero de 2021 en traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera. 

No quiero desaprovechar la ocasión, antes de hablaros de Hamnet, para sugeriros el acercamiento a cualquiera de los demás libros de Maggie O’Farrell, escritora, periodista y profesora de escritura creativa, nacida en Irlanda el 27 de mayo de 1972 (sirva el programa, también, como modesta celebración de sus cincuenta años recién cumplidos). Yo he leído, además de esta maravilla que es Hamnet y del ya citado La extraña desaparición de Esme Lennox, otros tres más: Instrucciones para una ola de calor, publicado como el primero en la editorial Salamandra y, como aquél, traducido por Sonia Tapia Sánchez; y Tiene que ser aquí y La primera mano que sostuvo la mía que, al igual que el que hoy os traigo, presentó Libros del Asteroide, en 2017 y 2018 respectivamente, también en traducción de Concha Cardeñoso. Los cinco son formidables, de una sensibilidad, una emoción, una intensidad, una delicadeza, un lirismo, una potencia narrativa, una gracia y una belleza memorables, pese a que sus temas, su estructura, la ambientación, las tramas, sus líneas argumentales, sus propuestas estilísticas, son muy disímiles, en un rasgo, un cierto eclecticismo, definitorio de la obra de O’ Farrell: la relación entre una anciana de setenta y siete años que ha vivido encerrada en una clínica psiquiátrica y su improbable única descendiente, una sobrina nieta que desconoce su existencia (La extraña desaparición de Esme Lennox); un jubilado que desaparece repentinamente de su casa, en verano de 1976, dejando a su mujer y sus tres hijos, católicos irlandeses radicados en Londres, sumidos en la perplejidad y enfrentados a los secretos familiares (Instrucciones para una ola de calor); una pareja atípica, él un profesor neoyorquino con dos hijos de un anterior matrimonio; ella una parisina estrella de cine, casada y con un hijo, que desaparece del mundo dejando atrás marido, carrera y fama para esconderse en una casona aislada en Donegal, Irlanda, en la que ambos vivirán una tortuosa y emotiva historia de amor que implica escenarios, tiempos y una decena de personajes muy diversos (Tiene que ser aquí); las vidas de dos mujeres, a las que conocemos en dos épocas distintas, en la segunda mitad de los cincuenta y en la época actual, enlazadas por un sutil y hermosísima trama de amor, sufrimiento, traiciones, interrogantes y maternidad (La primera mano que sostuvo la mía). En todas ellas hay, sin embargo, una coincidencia en los asuntos vinculados a las relaciones familiares y sentimentales, al amor y sus enigmas, al abandono y la pérdida, a la maternidad, a los secretos, al matrimonio. Y todas ellas son, además de narraciones adictivas, novelas conmovedoras y emotivas, que rezuman, ya se ha dicho, sensibilidad y ternura, delicada melancolía, sentimiento y belleza. 

Centrándome ya en Hamnet, quiero insistir, aún antes de ofreceros mi comentario, en mi recomendación apasionada: si sólo podéis leer un libro en los próximos meses… ¡¡escoged Hamnet!!; lo afirmo con rotundidad y sin duda alguna, tal es el placer y el entusiasmo que me ha procurado su lectura. Porque, en el fondo, más allá de los análisis y las interpretaciones, de la dilucidación sobre las tramas desarrolladas, del examen de las técnicas literarias utilizadas, de la indagación en los temas tratados, de la profundización en los personajes presentados, objeto, casi siempre rozando lo superfluo, de estas notas semanales, lo verdaderamente importante de un libro es su capacidad para “acogernos”, para transportarnos al universo que recrea y, una vez en él, hacernos disfrutar, conmovernos, enternecernos, asombrarnos, inquietarnos, turbarnos, estremecernos, provocar en nosotros la identificación con las criaturas mostradas, reconocernos en ellas y en sus afanes, aprender de nuestras muy reales vidas a través de las suyas inventadas, sufrir, llorar, alegrarnos, reír, vivir, en el corto lapso de su lectura, una existencia plena, más rica, multiplicada. Leer Hamnet es, así, un gozo, un placer, una experiencia que mejora nuestro siempre pobre transcurrir por el tiempo. Hay infinidad de libros interesantes, excelentes incluso -y esta referida trayectoria radiofónica de más de veinte años intentando transmitir esa muy acusada predilección libresca es prueba de ello-, y, además, hay libros deslumbrantes, inolvidables, que agitan y exaltan y en los que el lector reconoce una voz que habla -y toca- lo más íntimo de su alma. Hamnet es, sin duda, uno de estos valiosos y privilegiados especímenes de esas milagrosas maravillas. Su encanto, su gracia, su ternura, su sensibilidad y su belleza -y sé que me repito, pero no me esfuerzo en evitarlo- son el mejor homenaje que puedo hacer -que puedo hacerme- a la inexplicable longevidad radiofónica de Todos los libros un libro, y el regalo más apropiado que cabe ofrecer a los fieles oyentes que durante tanto tiempo han querido seguirme en mis farragosas elucubraciones librescas. 

Hamnet (ganador en 2020 del Women's Prize for Fiction y, entre nosotros, del Mejor libro del año del diario El País, entre otros muchos premios) se abre con una referencia histórica y dos citas previas que, desde el principio, sitúan al lector en el contexto de la obra. En la década de 1580, señala la nota inicial, una pareja que vivía en Henley Street (Stratford) tuvo tres hijos: Susanna y Hamnet y Judith, que eran gemelos. Hamnet, el niño, murió en 1596 a los once años. Cuatro años más tarde su padre escribió una obra de teatro titulada Hamlet. La primera cita está extraída de la escena V del Acto IV de dicha obra teatral: Ya se ha ido, ya está muerto/muerto ya, señora mía./Verde hierba a su cabeza,/ a su pie una piedra fría. La segunda pertenece a un artículo de Steven Greenblatt, The death of Hamnet and the making of Hamlet, publicado el 21 de octubre de 2004 en New York Review of Books: Hamnet y Hamlet son en realidad dos formas perfectamente intercambiables de un mismo nombre, según consta en los anales de Stratford de finales del siglo XVI y principios del XVII

El Hamnet del título es, pues, el hijo de William Shakespeare, cuyo nombre lo vincula a una de sus obras mayores, y esas dos circunstancias están presentes de manera notoria en el libro. Podría pensarse así que la novela que, tras esta información preliminar, nos disponemos a leer será una suerte de biografía del dramaturgo o, al menos, la de su infortunado hijo. Y algo hay de ello, en efecto, en la original propuesta de la escritora irlandesa, que “se aprovecha” del hecho de que la vida de Shakespeare sea casi absolutamente desconocida. Los pocos retazos que de ella constan de manera fehaciente se hunden en una niebla de conjeturas, meros atisbos y especulaciones. Ni siquiera la que pasa por ser la fecha de su nacimiento, el 23 de abril de 1564, resulta fiable al cien por cien. O’Farrell parte de las premisas avanzadas en su breve reseña histórica, de ciertos datos familiares constatados, de algunos escenarios conocidos -dos ciudades, Stratford-upon-Avon y Londres, una calle, Henley Street, una casa, los patios y corrales de las representaciones teatrales-, de las escasas notas conocidas sobre su instrucción infantil en gramática y literatura latinas, de algunos apuntes sobre su desempeño en las tablas, para, a partir de tal tenue base, construir, inventar, levantar una espléndida ficción sobre la que, por tanto, es y no es la vida del bardo, del que, además, en una opción deliberada de la autora, en ningún momento se nos dice su nombre, ni su apellido, cambiándose incluso el de su esposa (Agnes aquí, Anna en la vida real; Anna Hathaway, con la que, como se sabe con certeza documentada -esta vez sí-, contrajo matrimonio el 28 de noviembre de 1582; su padre, Richard Hathaway, la llamó Agnes en su testamento, y la autora ha preferido seguir su ejemplo). Shakespeare es, por tanto, una excusa -muy bien trabada en el propósito último de O’Farrell- para desarrollar el relato, una historia de alcance universal sobre el dolor y el amor. En realidad, el protagonismo en Hamnet no se centra en el innominado autor, ni tampoco en el niño cuyo apelativo encabeza el texto (siendo ambos fundamentales en la novela), sino que recae sobre esa enigmática Agnes, cuya existencia real, ignorada casi en su totalidad y que ha llegado hasta nosotros difuminada también en un mar de suposiciones, acaba por fraguar en un personaje literario deslumbrante, como luego veremos. 

El libro se estructura en torno a dos planos cronológicos, que se entrelazan en constantes vueltas adelante y atrás en el tiempo; el presente de los días previos a la muerte del pequeño tras la enfermedad de su hermana gemela (Muchos meses antes del día en que Judith se pone enferma, en las postrimerías del año 1595), y el pasado del encuentro, el enamoramiento, la boda y los primeros años de la vida conyugal del escritor y Agnes (Una mañana de primavera de 1583, si los vecinos de Henley Street se hubieran levantado temprano habrían visto salir a la nueva nuera de John y Mary por la puerta de la estrecha casita en la que viven los recién casados). En el primero de ellos, Hamnet, un mozalbete de once años, asiste aterrorizado a la repentina enfermedad de Judith, su querida gemela, su amada idéntica (Tiene la cara como un corazón, igual que él, la misma frente prominente, el mismo copete de pelo trigueño. Los ojos que lo han mirado brevemente son del mismo color —cálido ámbar con puntitos dorados— y de la misma forma que los suyos. El parecido no es casual: nacieron el mismo día y compartieron el vientre de su madre. El niño y la niña son gemelos, nacieron con unos minutos de diferencia. Se parecen tanto como si hubieran nacido de la misma placenta), su tierna compañera de juegos. La peste ha llegado a Stratford y la pequeña yace, devorada por la fiebre, invadida por las pústulas, languideciente entre temblores y convulsiones, en un jergón al lado de la gran cama con dosel de sus padres. Hamnet es un chico despierto, que entiende bien las lecciones del maestro, aunque tenga una ostensible tendencia a la distracción, a escurrirse por los límites del mundo real y tangible para irse a otro sitio. La súbita postración de su hermana ocurre en ausencia de su madre, el centro de su vida (Toda vida tiene un núcleo, un eje, un epicentro del que todo sale y al que todo vuelve. Este momento será el de la madre ausente: el niño, nadie en casa ni en el corral, la voz en el vacío). En su soledad, el muchacho se desespera, impotente, desolado, buscando a alguien, su madre, sus abuelos, su otra hermana, por todo el pueblo, en la parte de atrás de la casa, llamando a las personas que lo han alimentado, que lo han arropado, que lo han arrullado, que le han dado la mano en los primeros pasos, que le han enseñado a usar la cuchara, a soplar la sopa antes de comerla, a cruzar la calle con precaución, a no molestar a los perros cuando duermen, a enjuagar la taza antes de beber, a no acercarse al agua profunda. Finalmente, será el pobre Hamnet el que muera (algo que el lector conoce desde la nota preliminar, que desvela su triste destino con sólo once años), en un estremecedor y portentoso giro de la trama que no quiero revelar, llevando la aflicción a la familia, sobre todo a Agnes, devastada (Ella lo llevará en el corazón toda su vida). 

La figura de Agnes ocupa el centro de la novela, llenándola, desde su primera “aparición” con su poderosa personalidad, con su extraña hermosura, con su atractiva rareza, con su excentricidad sospechosa para todos en la zona. Dicen que es rara, peculiar, que está chiflada, loca tal vez. Ha oído contar que ronda a placer por los caminos y por el bosque, sola, recogiendo plantas para hacer pociones extrañas. No conviene hacerla enfadar, porque dicen que le enseñó sus artes una vieja bruja que hacía medicinas e hilaba y que podía matar a un niño de pecho con una sola mirada. Dicen también que su madrastra está aterrorizada por si le lanza un maleficio, sobre todo ahora que el terrateniente ha muerto. En cambio, su padre debía de quererla, porque le ha dejado una dote considerable en el testamento. Aunque, claro, quién querría casar con ella. Dicen que es demasiado salvaje, que ningún hombre la desposaría. Su madre, Dios la tenga en su gloria, era gitana, o hechicera, o un espíritu del bosque. Su conocimiento del bosque, de los remedios naturales, de las plantas curativas, de las hierbas medicinales, su carácter independiente, asocial, le granjean las suspicacias y el rechazo del pueblo. De esta chica salvaje, arisca, de belleza indómita, inquietante, anormal, analfabeta, aunque con poderes ocultos, con cierta condición visionaria (es capaz de penetrar en los pensamientos, de captar la esencia de una persona, apretando el frágil espacio de piel y músculo que hay entre el pulgar y el índice), que vive, medio aislada del mundo, en la granja familiar, con un halcón como casi única compañía, se enamorará el joven preceptor de latín de los hermanos de la muchacha, la encarnación que O’Farrell ha elegido para su Shakespeare de ficción. Su amor, tierno, arrebatado, pasional, intenso, libre, de un erotismo impetuoso y dulcísimo, ilumina la novela, pese a que no será bien visto por la familia del casi adolescente, bastante más joven que ella: este ser, esta mujer, esta elfa, esta bruja, este espíritu del bosque […] hechizó y cazó a su niño hasta arrastrarlo a unirse con ella. Y eso jamás se lo perdonará, como afirmará la madre del muchacho. Las páginas que nos muestran la atracción, inocente y entregada, exaltada y entrañable, enardecida y delicada que surge entre los dos jóvenes, son deliciosas y constituyen una de las principales fuentes de disfrute del libro. 

Agnes es un ser lleno de magia, de una sencillez inocente, rudimentaria y encantadora, de un magnetismo primitivo, cautivador, que irradia una fuerza poderosa, elemental, telúrica, que, simultáneamente turba y enamora. ¿Sabes que ese es el principal motivo, le dirá su amante, arrobado, por el que te quiero? […] Porque ves el mundo de una forma distinta. Y de nuevo, hechizado: me parece que no tienes la menor idea de lo que es estar casado con una persona como tú. —¿Como yo? —Una persona que lo sabe todo de mí antes incluso que yo mismo. Una persona que solo con mirarme adivina mis secretos más profundos. Una persona que sabe lo que voy a decir… y lo que no… antes de que lo diga. Es —añade— un placer y una maldición. Ella se encoge de hombros. —Son cosas que no puedo evitar. Y en este mismo registro poético, romántico, tiernísimo, ella misma confesará el porqué de su amor por el confundido preceptor: de todas las personas que conocía, eras tú la que tenía más cosas escondidas dentro

Y es que el joven Shakespeare que nos presenta O’Farrell es, aún, casi un niño, que vive angustiado a la sombra de un bruto, sometido a su padre violento y cruel, cuyas deudas con el pueblo él debe contribuir a pagar dando clase de latín dos veces por semana a los hijos de los vecinos, impotente ante ese negro y limitado horizonte en el que le resulta difícil respirar […] difícil encontrar su propio camino en la vida, alimentando el deseo de huir, la necesidad de irse, de rebelarse, de escapar […], el ansia por marcharse, por mover los pies y las piernas e irse a otra parte, tan lejos como pueda. Así, la novela se abrirá a otra dimensión, la que nos ofrece la crisis íntima del personaje, que habita en un irresoluble dualismo (Agnes percibe claramente que su marido está dividido en dos), entre las ataduras familiares, a las que debe seguir doblegándose, por su falta de medios económicos, y la promesa de liberación que Agnes encierra, en un primer momento (En su casa es de una manera, en la de sus padres, de otra muy distinta. En la suya, es el hombre que conoce y al que reconoce, la persona con la que se casó) y, más adelante, entre los vínculos que lo unen a Agnes y sus hijos (especialmente tras la muerte de Hamnet) y la atracción de la escritura, de la compañía teatral, de las funciones, del frenesí de los corrales de comedias, de la noria de la vida londinense, de la entrega a su vocación. Sin él la compañía sucumbirá al caos, al desorden; perderán todo el dinero y será la desbandada; o tal vez encuentren a otro que ocupe su lugar; o no tendrán lista una obra nueva para la próxima temporada, o sí, y será mejor que todo lo que jamás haya escrito él, y el nombre de esa persona aparecerá en los carteles y no será el suyo, y entonces lo echarán, pondrán a otro, ya no lo querrá nadie. Puede perder todo lo que ha construido allí. […] Si se sale de la rueda, tal vez no pueda volver a entrar. Podría perder el lugar que ocupa ahora; sabe que les ha sucedido a otros. Pero la magnitud, la profundidad del dolor de su mujer por el hijo, tira de él fatalmente. Su patética desesperación es otro de los ejes del libro y una de las principales manifestaciones de la emoción que lo recorren: Tiene la sensación de estar atrapado en una red de ausencias cuyos hilos y zarcillos se le pegan y lo atrapan haga lo que haga

Y en torno a estos dos personajes gira una historia marcada por el amor y el sufrimiento que trasciende la más o menos importante de la anécdota biográfica y la dota de un innegable y conmovedor valor universal. El amor romántico y el pasional, el apego y la vida conyugal, el deterioro de la pareja frente a los duros embates del tiempo y de la ausencia, los afectos y los fuertes vínculos familiares, la identidad y la búsqueda del lugar propio en el mundo, la persistente amenaza de la muerte, cruda y despiadada (quien diga que la muerte es «serena» o un «apagarse poco a poco» nunca ha visto morir a nadie. La muerte es violenta, la muerte es una batalla. El cuerpo se aferra a la vida como la hiedra a la pared y no está dispuesto a soltarse, no se rinde sin pelear), el dolor y el desgarro que conlleva en quienes permanecen vivos, el sentido de la vida, el evanescente universo del espíritu, que trasciende la existencia material, la genuina y fecunda realidad de la naturaleza frente a la alienante y fragorosa (ya en el siglo XVI) agitación urbana, son algunos de los temas que la elegante prosa de O'Farrell repasa mientras da cuenta de la peripecia vital de la familia. Una familia marcada, tras la muerte de Hamnet, por la lacerante huella de los recuerdos, en Agnes (Cada vez que ve a un niño rubio en la calle le parece que tiene el mismo andar, el mismo aspecto, su carácter, y el corazón le da un salto en el pecho, como un gamo. Algunas veces las calles se llenan de Hamnets), en la pequeña Judith (Un pensamiento toma forma en su cabeza: Te echo de menos, te echo de menos, daría cualquier cosa por que volvieras, cualquier cosa), en el padre (Yo… —dice él, con una voz ahogada todavía—… me pregunto constantemente dónde está. Adónde ha ido. Es como si tuviera una rueda en el fondo de la cabeza que nunca para de dar vueltas. Haga lo que haga, vaya donde vaya, siempre me pregunto: ¿Dónde está, dónde está? No puede haber desaparecido así como así. Ha de estar en alguna parte. Lo único que tengo que hacer es buscarlo. Lo busco sin descanso, en todas las calles, entre la multitud, entre el público, siempre. Eso es lo que hago cuando los miro: lo busco a él, o una versión de él). Después de la desaparición del pequeño todo se desmorona, el mundo ha cambiado, ya no hay certezas, nada es seguro

Y a todo este conjunto de atractivos temas de interés se une una ambientación soberbia, minuciosa y fidedigna, que describe con admirable verosimilitud tanto la esfera íntima, muebles, ropajes, utensilios de cocina y de trabajo, elementos decorativos, escenarios domésticos, dependencias de las granjas, como el entorno exterior, ya sea el de la cotidianidad rural, con, sobre todo, la destacada presencia del universo algo esotérico de Agnes (las plantas, las pócimas, los remedios curativos, los ungüentos, las cocciones milagrosas) como, en un pasaje portentoso, la excitante vibración de una populosa y abigarrada Londres, un revoltijo agrietado, con el río serpenteando por el medio, un amasijo de gente ruidoso y pestilente: Por todas partes hay tiendas, corrales, tabernas, zaguanes llenos de gente. Se les acercan vendedores para enseñarles sus productos: patatas, tartas, duras manzanas silvestres, un cuenco de castañas. La gente grita y se da voces de un lado a otro de la calle; ve, está segura, a un hombre y una mujer copulando en un espacio estrecho entre dos casas. Más allá, un hombre se alivia en una zanja; le ve el apéndice, arrugado y pálido, antes de desviar la mirada. Hay jóvenes, aprendices, supone, fuera de las tiendas, que invitan a entrar a los transeúntes, y niños que todavía tienen los dientes de leche empujando carretillas por la calle, anunciando lo que llevan, y viejos y viejas sentados entre zanahorias retorcidas, frutos secos, pan

Destacan, igualmente, ciertos detalles estrictamente literarios, como la presencia de historias intercaladas en el cuerpo principal de la novela (el cuento dentro del cuento, al modo cervantino), en particular dos, ambas formidables: la de la llegada de la peste desde Alejandría a Stratford, en un recorrido vertiginoso, siguiendo la trayectoria de las pulgas que contagian de un escenario a otro, de un personaje a otro; y la de la niña que vivía en los bosques, una maravilla llena de magia que he elegido como base literaria de un próximo programa de Buscando leones en las nubes, mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, en el que os la ofreceré íntegra ya el curso que viene. También resulta remarcable la voluntad de la autora por conseguir la implicación del lector con el uso de recursos verbales que nos sitúan en el punto de vista del narrador como, por ejemplo: Si nos asomáramos a la ventana de Hewlands y volviéramos la cabeza a un lado, veríamos el lindero del bosque

Y ya para cerrar esta larga reseña quiero mencionar también el vínculo entre la novela y la obra teatral de Shakespeare, no solo porque, como ya he señalado, Hamnet y Hamlet son, al decir de los expertos, el mismo nombre (Es una página impresa. Hay muchas letras, muchas, en hileras, agrupadas en palabras. El nombre de su marido figura arriba del todo, y también la palabra «tragedia». Y justo en el medio, en las letras más grandes de todas, ve el nombre de su hijo, su niño, el que se pronunció en voz alta cuando lo bautizaron, el que figura en la lápida, el nombre que le puso ella misma poco después de que nacieran los gemelos, antes de que volviera su marido y se los colocara a los dos en el regazo), sino porque O’Farrell explicita las conexiones ente las vivencias de sus protagonistas y ciertas claves del drama del príncipe de Dinamarca. Ello es así con la constante presencia de los bosques (Mira los árboles: esta presencia colectiva, alineados como están, marcando el confín de la granja, le recuerda al decorado de fondo de un teatro, a un paisaje pintado de esos que se desenrollan rápidamente para que el público sepa que empieza una escena bucólica, que la ciudad o la calle de la anterior han desaparecido, que ahora se hallan en un terreno boscoso, natural, tal vez inestable) a lo largo de todo el libro, unos bosques que, en mi ignorancia, no puedo, sin embargo, dejar de asociar con Shakespeare (y pienso en Macbeth o El sueño de una noche de verano). Pero, sobre todo, en la última parte del libro, cuyas claves no quiero desvelar, en la que se compara la figura de espectro, del fantasma, del hombre muerto en la obra teatral, con la del niño tristemente desaparecido, presente aún, y bien vívido, en la memoria, en los recuerdos, en el alma de su madre: Es él. No es él. Es él. No es él. El pensamiento va y viene como un martillo por todo su ser. Su hijo, su Hamnet o Hamlet, está muerto, enterrado en el cementerio de la iglesia. Murió siendo un niño todavía. Ahora no es más que unos huesos blancos y descarnados en una tumba. Sin embargo ahí está —hecho casi un hombre, como sería ahora, si viviera—, en el escenario, andando con el mismo paso que su hijo, hablando con la voz de su hijo, diciendo las palabras que su padre ha escrito para él. Y también en los de su padre: Este Hamlet del escenario es dos personas, el joven, vivo, y el padre muerto. Está vivo y muerto al mismo tiempo. Su marido lo ha devuelto a la vida de la única forma que podía. Mientras el fantasma habla, se da cuenta de que, al escribir esta obra, su marido se ha cambiado el sitio con su hijo. Ha cogido la muerte de su hijo y la ha hecho suya; se ha puesto él en las garras de la muerte y ha resucitado al hijo en su lugar. Ha convertido la muerte de su hijo en la suya propia. ¡Ah, qué horrible! ¡Qué horrible! ¡Qué horrible!, murmura su marido con una voz de ultratumba al recordar la agonía de su muerte. Agnes comprende que ha hecho lo que habría deseado hacer cualquier padre, sufrir él para que no sufriera su hijo, ponerse en su lugar, ofrecerse a sí mismo a cambio para que el niño pudiera vivir

En fin, insisto, enfático, en mi recomendación: ¡no os perdáis este Hamnet por tantos motivos precioso! Estoy convencido de que no os arrepentiréis. Complemento mi reseña con música de la época shakesperiana, aunque en una interpretación, obviamente, actual. En 2006, el siempre inquieto Sting publicó, con la colaboración del bosnio Edin Karamazov en el laúd, el disco, Songs from the Labyrinth, que recogía sus interpretaciones de piezas del compositor y laudista inglés o irlandés John Dowland, nacido en 1563 y muerto en 1626, contemporáneo, pues, del dramaturgo (la editorial Fórcola, tan querida en nuestro espacio, acaba de publicar una biografía del músico). Os dejo aquí una muy apropiada al tono del libro, Flow my tears.


Hay una extraña luz plateada en los ojos de su hermana. Está peor, lo ve claramente. Tiene las mejillas hundidas, blancas, los labios cuarteados y sin sangre, los bultos del cuello rojos y brillantes. Se acurruca al lado de su gemela con cuidado para no despertar a su madre. Le coge la mano; entrelazan los dedos. 

Ve que Judith pone los ojos en blanco dos veces. Después los abre de par en par y los mueve hacia él. Parece que le cuesta un esfuerzo ímprobo. Curva los labios hacia arriba como si quisiera sonreír. Hamnet nota una presión en los dedos. 

—No llores —murmura ella. 

Hamnet vuelve a tener la misma sensación que ha tenido toda su vida: que su hermana es la otra cara de sí mismo, que los dos encajan a la perfección, ella y él, como las dos mitades de una nuez. Que sin ella está incompleto, perdido. Llevará para siempre una herida abierta en un costado, de arriba abajo, por donde la separaron de él. ¿Cómo va a vivir sin ella? No puede. Es como pedirle al corazón que viva sin los pulmones, como arrancar la luna del cielo y decirle a las estrellas que la sustituyan, como pretender que la cebada crezca sin lluvia. Ahora, como por arte de magia, aparecen en las mejillas de su hermana unas lágrimas como semillas de plata. Hamnet sabe que son suyas, que se le han caído de los ojos en la cara de Judith, pero también podrían ser de ella. Son los dos uno y el mismo. 

—No te va a pasar nada malo —murmura ella. 

Él le aprieta los dedos, enfadado. 

—Sí me va a pasar. —Se humedece los labios con la lengua, saben a sal—. Me voy contigo. Nos vamos juntos. 

De nuevo, la sombra de una sonrisa, la presión de los dedos. 

—No —dice ella, con las brillantes lágrimas de su hermano en la cara—. Tú te quedas. Te necesitan. 

Hamnet percibe la muerte en la habitación, acechando en las sombras, allí, en la puerta, con la cabeza vuelta a un lado pero mirando, siempre atenta. Está a la espera, aguarda la hora propicia. Se acercará flotando sobre unos pies sin piel, con su aliento de ceniza húmeda, y se la llevará, la envolverá en su frío abrazo y él, Hamnet, no podrá arrebatársela. ¿Tendrá que insistir en que se lo lleve a él también? ¿Es mejor irse juntos, como siempre han hecho? De pronto se le ocurre una idea. No sabe cómo no lo ha pensado antes. Ahí, acurrucado al lado de su hermana, piensa que a lo mejor es posible engañar a la muerte, hacerle el truco que Judith y él han hecho siempre desde pequeños: cambiarse el sitio y la ropa para confundir a la gente y hacerles creer que el uno es la otra. Son iguales de cara. No pasa un día sin que alguien se lo diga. Basta con que Hamnet se ponga el mantón de su hermana o ella su sombrero, se siente así a la mesa, mirando al suelo, escondiendo la sonrisa, para que su madre ponga la mano a Judith en el hombro y le diga, Hamnet, ¿quieres traer la leña? O para que su padre, al entrar en una habitación y ver a quien cree que es su hijo porque lleva un jubón, le diga que conjugue un verbo en latín, y luego descubra que en realidad es su hija, que disimula la risa al comprobar que el truco funciona y abre la puerta para que el padre vea a su verdadero hijo, que estaba escondido. 

¿Podrán volver a hacer ese truco una última vez? Él cree que sí. Mira hacia atrás, hacia el túnel oscuro que se abre junto a la puerta. Es una negrura sin fondo, blanda, absoluta. Date la vuelta, le dice a la muerte. Cierra los ojos. Solo un momento. 

Pasa las manos por debajo de Judith, una por los hombros, la otra por las caderas, y la empuja hacia un lado, hacia la chimenea. Pesa menos de lo que esperaba; ella se da la vuelta y entreabre los ojos mientras se reacomoda. Frunce el ceño al ver que su hermano se acuesta en el hueco que ha dejado ella, que ocupa su sitio y se pasa la mano por el pelo para alisárselo y ponérselo a los lados de la cara, que tira de la sábana para tapar a los dos y encaja el embozo por debajo de ambas barbillas. 

Está seguro de que son iguales. Nadie sabría decir quién es cada cual. Es fácil que la muerte se confunda, que se lo lleve a él en vez de a ella. Judith se mueve, intenta sentarse. 

—No —le dice otra vez—. No, Hamnet. 

Él sabía que su hermana entendería inmediatamente lo que está haciendo. Siempre lo entiende. Hace gestos negativos con la cabeza, pero está tan débil que no puede levantarse del jergón. Hamnet sujeta con fuerza la sábana que los tapa a los dos. 

Coge aire, lo expulsa. Vuelve la cabeza, respira echando el aliento en la oreja de su hermana; le insufla su propia fuerza, su salud, su todo. Tú te quedas, le susurra, y yo me voy. Le manda estas palabras: Quiero que te quedes con mi vida. Es para ti. Te la doy. 

No pueden vivir los dos: él lo sabe y ella también. No hay suficiente vida, no hay aire ni sangre suficiente para los dos. Quizá nunca los haya habido. Y si solo puede vivir uno de los dos, tiene que ser ella. Así lo desea él. Se agarra a la sábana con fuerza, con las dos manos. Él, Hamnet, así lo decreta. Y así será.
  Videoconferencia
Maggie O'Farrell. Hamnet
 

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