Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de septiembre de 2022

JOYCE CAROL OATES. BLONDE
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Termina el mes de septiembre y cerramos con él la serie de propuestas que os he venido presentando tras nuestro retorno estival, centradas todas en el cine y que han aparecido aquí con la innecesaria excusa de la llegada del festival de San Sebastián a su septuagésima edición, finalizada hace apenas unos días, y el cumplimiento de los noventa años de la creación del Festival de Venecia. Mis recomendaciones de estas semanas atrás no sólo han girado sobre libros vinculados en general al séptimo arte, sino a un tipo de cine en particular, el que podríamos llamar clásico, el que entre las décadas de los treinta y los sesenta del pasado siglo acabó por conformar la imagen que hoy resulta “canónica” del cine como fábrica de sueños, como entretenimiento masivo, como instrumento de seducción y conocimiento, como arte, como fenómeno cultural, también como provechosa industria, a partir de centenares de películas que ayudaron a “construir” y desarrollar los grandes géneros cinematográficos, el western, el policial, la alta comedia, el melodrama, entre otros, que se asocian hoy, y así es ya para siempre, a lo que, de modo magistral, se configuró en aquellos años. En los tres anteriores programas del ciclo os he presentado interesantes libros sobre filmes, directores, actores y actrices que representan las más altas cimas del cine de esa época y, por tanto, de todos los tiempos, como El hombre que mató a Liberty Valance, Lo que el viento se llevó, Vértigo, El apartamento, Billy Wilder, Alfred Hitchcock, John Ford, Gary Cooper, Cary Grant, James Stewart, John Wayne, Grace Kelly o Kim Novak, por citar sólo a los más destacados de los muchos nombres presentes en mis reseñas. Unos comentarios que, más allá de su finalidad principal - proponer la lectura de algunos libros de interés innegable (diez en total, en las tres emisiones ya radiadas)-, contenían también una invitación a adentrarse en las espléndidas e inagotables filmografías de los creadores y artistas mencionados, integradas por decenas de películas (y me quedo corto) que, insisto, forman parte hoy del inexcusable canon de la historia del cine. 

Esta tarde ponemos fin a este apasionante viaje cinematográfico de Todos los libros un libro con una novela, muy vinculada, claro, al universo del cine, y que, al margen de esa relación y de su calidad y su valor intrínsecos, aparece aquí en estos días por razones de oportunidad, pues la película basada en sus más de novecientas páginas se estrenará en Netflix hoy mismo, 28 de septiembre, aunque ya ha podido verse en los dos festivales mencionados, Venecia y San Sebastián. Se trata, quizá muchos ya lo habréis adivinado, de Blonde, el libro de Joyce Carol Oates en el que la prolífica escritora norteamericana recrea novelísticamente la vida de Marilyn Monroe. Andrew Dominik, un director de reducida trayectoria, con un par de documentales sobre Nick Cave y, entre alguna otra, dos películas protagonizadas por Brad Pitt (Killling them softly y El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford), es el realizador del filme, con el mismo título que la novela, en el que “nuestra” Ana de Armas interpreta de manera formidable a la universal estrella rubia. 

Blonde -el libro, la película no he podido verla todavía- se publicó originariamente hace ya más de veinte años, en 2001. En nuestro país apareció en 2012, cuando se cumplió el medio siglo de la muerte -el 5 de agosto de 1962- de la deslumbrante e icónica estrella mundial. Son ahora sesenta los años transcurridos desde su muerte, otra circunstancia relevante, por si no hubiera más, para presentaros ahora el libro que, en traducción de María Eugenia Ciocchini, publica, con éxito duradero y reediciones constantes, la editorial Alfaguara. A propósito de la traducción, debo señalar que en las últimas ediciones se han modificado los títulos de algunas películas, inicialmente en inglés y adaptados ahora a su denominación en español, y también la grafía de algún nombre propio. 

Joyce Carol Oates nació en Lockport, Nueva York, en 1938 y es una de las grandes figuras de la literatura contemporánea estadounidense. Es autora, como señala la editorial en su presentación, de más de medio centenar de novelas, más de cuatrocientos relatos breves, más de una docena de libros de no ficción, once libros de poesía y nueve obras de teatro en sus más de cinco décadas de trabajo. Ha sido galardonada con numerosos premios, como el National Book Award, el PEN/Malamud Award, el Prix Fémina Étranger y, en España, con el Premio BBK Ja! Bilbao por el «modernísimo humor negro de su obra» y el Premio Pepe Carvalho 2021. En 2010 recibió la National Humanities Medal, el más alto galardón civil del gobierno estadounidense en el campo de las humanidades y, en 2012, el Premio Stone de la Oregon State University por su carrera literaria. 

Alfaguara ha publicado en España más de quince de sus libros, pese a lo cual, pese a la muy extensa presencia de su obra en nuestras librerías, yo no había leído ninguno de ellos hasta que me embebí, simultáneamente entusiasmado por la lectura y apenado por no haberme decidido antes a conocer otros de sus títulos, en este deslumbrante Blonde

El libro se abre con una Nota de la autora muy elocuente sobre el propósito que ha movido y el planteamiento que sigue Joyce Carol Oates en la redacción de su novela. Blonde es una «vida» radicalmente destilada en forma de ficción y, a pesar de su longitud, el principio de apropiación es la sinécdoque, afirma, de entrada, aclarando a continuación: Por ejemplo, en lugar de los múltiples hogares de acogida en los que vivió Norma Jeane de pequeña, Blonde explora solamente uno, y éste es ficticio; de sus numerosos amantes, crisis médicas, abortos, tentativas de suicidio e interpretaciones cinematográficas, Blonde muestra un grupo selecto y simbólico. Del mismo modo opera la escritora con otros aspectos de la biografía del mito. Es sabido, en este sentido, que Marilyn llevaba un diario personal y escribía poemas, de más que dudosa calidad. Oates incluye sólo dos verdaderamente suyos, inventando el resto de los que incorpora. También recoge frases, reflexiones y pensamientos de la propia “diva”, extraídos de entrevistas reales, aunque muchos de ellos, confiesa, son falsos. En la larga lista de libros que Monroe lee a lo largo de su vida y que la novelista nos “muestra” en manos de la estrella hay, igualmente, algunos imaginarios. En definitiva, y como también indica Oates, quien desee conocer datos biográficos fidedignos de Marilyn Monroe no debería buscarlos en Blonde, que no pretende ser un documento histórico, sino en biografías autorizadas (mencionando a continuación cinco esenciales). 

Y, sin embargo, el libro, monumental, es espléndido no sólo porque invita e induce a una lectura arrebatada sino, sobre todo, porque, pese a la posición de partida, claramente “novelística”, de su autora, el lector acaba por conocer a fondo tanto los aspectos más destacados del personaje público, ya divulgados y objeto de general conocimiento, como lo esencial de la personalidad y la vida íntima de la infortunada actriz. Y todo ello de una manera fidedigna y verosímil, convincentemente “real”, a pesar de los elementos inventados, de modo que, en todo momento, uno “ve” a la “verdadera” Marilyn (Blonde es un ejemplo perfecto de la tesis de Vargas Llosa en La verdad de las mentiras: la ficción literaria permite desvelar con insuperable autenticidad los entresijos del alma humana, mostrar la verdad del corazón, de la emoción, del sentimiento, vislumbrada a través de la siempre fría crónica de los hechos, de las grabaciones documentales, de los testimonios recogidos en los archivos). Siguiendo una estructura cronológica -el libro se abre en 1932, cuando la entonces niña cuenta apenas siete años, y se cierra a su muerte en agosto del 1962, tras una existencia de sólo treinta y seis años y sesenta y tres días, en cómputo exacto de la autora-, aunque con notables elipsis y ligeros juegos temporales, con destellos del pasado y flashbacks oníricos que surgen entre las escenas del presente, Oates presenta a su personaje a través de una muy variada conjunción de técnicas; integrando los diversos materiales literarios utilizados; intercalando versos, citas, transcripción de documentos, monólogos interiores; llevando a cabo frecuentes cambios de registro, pasando de la tercera a la primera persona; introduciendo otras voces -y, por tanto, otras perspectivas- diferentes a la de la propia actriz o a la de la narradora omnisciente (podemos oír, así, a Norma Jeane y a Marilyn Monroe, en un juego dual -la persona y su personaje- que constituye una de las claves de la novela; a sus maridos y amantes varios a lo largo del tiempo; a los productores y directores que tuvieron la oportunidad de trabajar con ella en el set; a los muchos actores que la conocieron; a sus médicos personales; a sus maquilladores; a las personas que la tuvieron bajo custodia cuando era una niña de acogida; a su madre, la mujer que, en su escasa presencia y en su dilatada y sufriente ausencia, desempeñará un papel esencial en la personalidad de la actriz y en su infausto destino); e incorporando de continuo frases en cursiva, que recogen los pensamientos de los personajes (sobre todo de la propia Norma Jeane) y ponen el contrapunto subjetivo a la objetividad de los hechos narrados. Sin embargo, el tono general del relato es uniforme y, pese a la relativa polifonía y la variedad de puntos de vista, el lector no pierde en ningún caso la sensación de continuidad, en una narración fluida y, como digo, arrebatadora. 

La novela nos muestra las múltiples facetas de un personaje inagotable, complejo, contradictorio, una mujer simultáneamente ingenua y torturada, desesperada e inocente, seductora e inestable. La mujer deseada por todos, la encarnación (en sus pechos, en sus nalgas y en sus caderas, en su boca y en su pelo, en su cuerpo entero) de todas las fantasías masculinas, la personificación y el rotundo símbolo del erotismo y el sexo, la icónica imagen que sedujo al mundo entero desde las pantallas, las carteleras y las portadas de las revistas, esa Marilyn Monroe con categoría de mito que escondía, no obstante, en su más recóndito interior, a Norma Jean, la niña insegura, llena de miedos y vacilaciones, dañada por la mirada depredadora de los hombres, obligada a sobrevivir en un universo violento y agresivo, siempre sola en su intimidad, víctima ansiosa de sus terrores, presa de una permanente sensación de abandono y desesperación, demandando la constante aprobación del mundo, afligida por una enfermiza necesidad de ser querida, amada, deseada, perdida en su desesperada búsqueda de una identidad que dotara de sentido al vacío de su alma. Esa dualidad perturbadora, ese conflicto constante entre la sensibilidad, la ternura y la inocencia de Norma Jeane Baker, tantas veces inaccesibles hasta para ella misma, y la Marilyn inventada, una artificial construcción de Hollywood, todo lentejuelas, pelo rubio platino, intenso brillo rojo de labios, es uno de los recurrentes leitmotivs del libro. La agotadora -y a la postre fracasada- batalla de una muchacha sencilla por sobrevivir a esa imagen de estrella aparentemente frívola y superficial, de oxigenada muñeca sin cerebro, por demostrar su verdadero talento, su condición de actriz, permea la narración entera y ofrece la que, quizá, es la explicación última de la muerte de la diva. 

Como ha escrito algún crítico, la historia que Oates nos cuenta tiene algo de cuento de hadas y de pesadilla emocional. “Cuento de hadas”, sí, porque conocemos los sueños de una niña de dolorosa infancia, hecha de heridas y carencias, que perdurarán en la mujer adulta y que se encarnan en algunos personajes arquetípicos: la Amiga del Espejo, la Bella Princesa, el Príncipe Encantado, el Ex−Deportista, el Dramaturgo, el Presidente, personificaciones de los quiméricos anhelos de Norma, de sus ilusiones y sus esperanzas (en el amor, en los hijos, en la vida estable). Pero también, tristemente, “pesadilla emocional”, porque a diferencia del final feliz de las fantasiosas fábulas infantiles, la vida de Marilyn será una sucesión de duras pruebas y sufrimientos constantes: abandono del padre, violencia por parte de una madre demente, estancias en orfanatos y familias de acogida, abusos sexuales por parte de adoptantes y profesores, decenas de novios atraídos por una belleza y un desarrollo corporal impropios de una niña de doce, catorce, dieciséis años, una boda precoz y fallida, adolescentes apariciones como vulgar pin-up de calendarios, desnudos fotográficos para revistillas y almanaques, victorias fugaces en baratos certámenes de Miss, anónimas e imperceptibles intervenciones en películas de segunda fila, infinidad de episodios de violaciones y acoso sexual con actores, fotógrafos, agentes y productores, abortos -espontáneos y provocados-, consumo de amargos cócteles de ansiolíticos, drogas, barbitúricos, tranquilizantes, codeína, Nembutal, Demerol, Benzedrina, Dexamyl, Dexedrina, Seconal, Miltown, hidrato de cloral, un inagotable arsenal farmacológico, por fin la notoriedad y la fama, el acceso al estrellato, decenas de amantes, más matrimonios. Pero, incluso tras el éxito rutilante, tras el ostentoso glamour, tras la belleza joven, sonriente, voluptuosa, de un atractivo carnal irresistible que conocemos por sus películas y sus fotografías, continúan las turbulencias, la violencia doméstica y las humillaciones, y persiste la Norma Jean atormentada, destructiva, presa de la vulnerabilidad, la desconfianza, la ansiedad, la timidez y las vacilaciones, el tartamudeo, la fragilidad, la avidez de cariño y reconocimiento que fragua en una promiscuidad sexual a la vez triste y enternecedora, la inestabilidad emocional, los temores, los conflictos, el infierno de una mujer/niña que nunca encontró la paz que ansiosamente persiguió toda su vida. 

Más allá del profundo análisis de la personalidad de la actriz, de la apasionante ficción biográfica en que consiste, Blonde interesa, en un plano muy secundario, pero, aun así, sugerente, por su condición de fresco histórico, porque el recorrido por la vida de Marilyn lo es también por la sociedad de su tiempo, lo que permite al lector conocer la sociedad estadounidense de los años cuarenta a sesenta del pasado siglo. Por el libro pasan la incorporación de los Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial; la euforia optimista tras la victoria (estaban en otra era, la de la próspera posguerra. De los escombros de Europa y las demolidas ciudades de Hiroshima y Nagasaki había brotado un palpitante mundo nuevo); el posterior dominio hegemónico norteamericano como primera potencia mundial; la inusitada ola de fantasías, esperanzas y anhelos, también de ansiedad, discriminación y violencia, que generó una época de cambio tras el final de la contienda; los conflictos bélicos posteriores en Asia, singularmente la guerra de Corea; la paranoia anticomunista, reflejada especialmente en el Código Hays, la Junta de Investigación y el Consejo de Control de Actividades Subversivas, las delaciones de intelectuales, las detenciones de artistas y creadores, la ejecución de los Rosemberg; el encuentro entre el presidente Eisenhower y representantes de la recién fundada República Federal de Alemania; las pruebas de la bomba de hidrógeno en el atolón Bikini, en el Pacífico Sur; los inicios de la “guerra fría”, el incidente de Bahía de Cochinos, en Cuba, la crisis de los misiles; las manifestaciones antirracistas con el reverendo Martin Luther King a la cabeza; la “exportación” de los valores, iconos y sueños de esa “América” dueña del mundo, a través de un Hollywood que actuará como referente cultural de la humanidad entera (el cine era la religión de Estados Unidos). Y todo ello en un recorrido paralelo al de la propia actriz, como si Joyce Carol Oates quisiera subrayar las concomitancias de los destinos individual y colectivo, finalmente imbricados en las intrigas políticas, secretas, quizá falsas, que acabaron en la misteriosa y aún inexplicada muerte del icono (en la novela se apunta a la intervención determinante del FBI). 

Al margen de algunos incisos y de breves excursos entre “secciones”, el libro se articula en cinco grandes apartados, La niña, que abarca los años entre 1932 y 1938; La adolescente, que recorre la etapa entre 1942 y 1947; La mujer, centrada en el tiempo que va de 1949 a 1953; Marilyn, que se ocupa del segmento entre 1953 y 1958; y, por fin, La otra vida, que da comienzo en 1959 y llega hasta el 1962 de la muerte de la artista. 

En la primera etapa nos asomamos a la infancia desvalida de Norma en Los Ángeles. Una madre -Gladys Mortensen- joven, soltera, recién despedida de La Productora, ella también vinculada al cine como montadora, que la quiere y la maltrata; los múltiples amantes de Gladys; la penuria económica; la sucesión continua de casas, a cual más destartalada; la necesidad de un hogar; la ausencia del padre -una foto en el espejo-, la sensación de abandono y de carencia; la adorada abuela, Della Monroe; la enfermiza, casi patológica, necesidad de sentirse amada y, por tanto, de complacer; la desvencijada muñeca, pronto calva, desnuda y mugrienta, triste regalo de su madre; la “creación” de la Amiga Mágica del Espejo; la posterior “deserción” de la madre, enferma, internada en el Hospital Psiquiátrico Estatal de Norwalk tras haber intentado quemar a la pequeña; la acogida en casa de los amigos de su madre, Jess Flynn y Clive Pearce, los abusos por parte del hombre, sus lloros y su dificultad para dormir, las píldoras de la señorita Flynn; el terrible orfanato, la desoladora Casa de los Expósitos de Los Ángeles, en donde sufre humillaciones constantes de sus compañeras que la llaman, despectivamente, Ratón y le pegan y le roban sus escasas pertenencias; la cariñosa protección de la directora, la doctora Mittelstadt, cuyas algo esotéricas creencias cristianas dejarán huella en la niña; las adopciones frustradas, niña ya a priori problemática por los antecedentes médicos de su madre; la familia de acogida; la llegada de la dolorosa y vergonzante regla; los miedos, el desvalimiento y la soledad; la ventana de los libros, una tenue escapatoria de la dolorosa niñez; el encantamiento del cine, las películas de moda, los actores y actrices de los que le habla la madre, la emoción de las salas a las que, desde muy pequeña, acudía sola (en el Teatro Egipcio de Grauman, situado en Hollywood Boulevard, donde podía ver dos películas por la módica cantidad de diez centavos), los posters de famosos que la miran desde las paredes de su cuarto -sobre todo Charlie Chaplin, cuyos estremecedores ojos Norma Jeane no se cansaba de mirar, convencida de que Chaplin la veía-, la antena de la RKO Motion Pictures, en Hollywood, que se veía desde las angostas ventanas del orfanato, las ensoñaciones románticas -la Bella Princesa, el Príncipe Encantado- que suscitan las películas. 

La segunda etapa, La adolescente, que se extiende desde 1942 a 1947, nos presenta a la muchacha, aún una cría inocente e ingenua, que recala en una familia de acogida, los Pirig, la afectuosa Tía Elsie y el ausente, esquivo e inquietante Warren. Norma, con apenas doce años ha desarrollado precozmente su cuerpo y resulta muy atractiva para una legión de admiradores, jóvenes y adultos. Sale con infinidad de hombres a cuyos insistentes escarceos consigue resistir, con candor y turbación infantiles e inexplicable ausencia de malicia. La tía Elsie, en cambio, se espera lo peor, en particular por parte de su propio marido, por lo que romperá la relativa y transitoria paz que el hogar de los Pirig representa durante unos años en la agitada vida de la chica, “forzándola” a abandonarlo por la vía que ella considera menos dolorosa para Norma: “empujándola” al matrimonio. Así, se verá obligada a casarse, con sólo dieciséis años, con Bucky Glazer, poco mayor que ella, al que acabará por querer sinceramente. Bucky, embalsamador en una funeraria, se alistará y será movilizado en la guerra y ella comenzará a trabajar en la cadena de montaje de distintas fábricas de aviones, la Radio Plane Aircraft, la Lockheed Aviation. Unas imágenes casuales captadas por un fotógrafo descubren su belleza al “mundo”. Sobrevienen entonces los reportajes para revistas, las poses insinuantes en fotos de calendario, las vulgares campañas publicitarias, las esporádicas apariciones como modelo mostrando, de modo más o menos explícito, su ya deslumbrante desnudez, los patéticos concursos de misses de serie B (Miss Productos de Aluminio, Miss Sueños Dorados, Miss Productos Lácteos del Sur de California, Miss Rubia Bombazo, Miss Hospitalidad). Siguen los primeros contactos con el mundo del cine, las clases de interpretación a las que la llevan su perfeccionismo y su afán de superación, los cursos de poesía, por los que se interesa como muchacha hipersensible, tímida y, paradójicamente, teniendo en cuenta su “éxito” social, retraída (Antes de que empezaran las clases, fingía leer un libro. En ocasiones era A Electra le sienta bien el luto, de Eugene O’Neill. Otras veces, Las tres hermanas, de Chéjov. Shakespeare, Schopenhauer). Se suceden las audiciones, los abusos del señor Z, un poderoso productor (Darryl F. Zanuck, el gran magnate de la 20th Century Fox), a los que debe someterse para conseguir una participación en un filme, en una escena desgarradora y brutal, violenta e insoportable para el lector, y, además, una de las claves de la novela (Norma es invitada a visitar el alucinante y algo siniestro aviario del poderoso productor, y mientras espera la previsible e inevitable agresión, contempla los pájaros que la hacen pensar en actrices famosas. Se fija entonces en el colibrí, su pájaro favorito. Diminuto, de apariencia frágil, condenado a aterrizar en las ramas y no en el suelo por la forma de sus patas, alimentándose sobre todo de néctar y con el corazón más grande de todas las aves, capaz de volar hacia atrás y en el lugar a una velocidad extraordinaria, resulta una imagen de extraordinario valor metafórico). Divorciada de su marido, se dan los primeros atisbos de la todavía tímida frecuentación de la droga, pastillas para dormir sobre todo, su vinculación con una serie de personajes salvajes y decadentes de la periferia hollywoodiense y el sometimiento a nuevos abusos sexuales (el fotógrafo Otto Öse, Cass Chaplin, el heroinómano y alcohólico hijo del fichado Charlie Chaplin, el productor I. E. Shinn, el actor Richard Widmark), la angustia y la aflicción infantil que continúan en una personalidad marcada por la desazón adulta y el creciente horror. Y llegan, por fin, los primeros contratos, abusivos y precarios, con La Productora y, en 1948, el debut en la pantalla, una aparición ínfima en Scudda Hoo! Scudda Hay! (Tormentas de odio), los poco consistentes pasos iniciales, con el cambio de nombre y el “hallazgo” de Marilyn Monroe, de un aún incipiente salto al estrellato. 

Bajo la rúbrica de “La mujer”, Oates nos introduce en la doble vida de Norma/Marilyn (con esta segunda “invadiendo” progresivamente el espacio de la primera) entre 1949 y 1953. Su carrera cinematográfica avanza, interviene, con una presencia casi siempre episódica, sin reflejo siquiera en los carteles, en las primeras películas que alcanzan una cierta repercusión (Eva al desnudo, La jungla del asfalto, la deslumbrante aparición en Niágara, su definitivo trampolín a la fama, Los caballeros las prefieren rubias), continúa la preparación para el estrellato, las audiciones, los cursos, el afán de superación y la esperanza que deposita en los libros (Sobre la actuación, de Michael Chejov, Un actor se prepara, de Konstantin Stanislavski, The Thinking Body, de Mabel Todd, La interpretación de los sueños, de Freud, La muerte de Ivan Ilich, de Tolstoi), aunque siempre será una actriz intuitiva, desordenada, que improvisaba basándose en su propia interpretación de la historia, para desesperación de actores y directores (era incapaz de ceñirse al guion. De su boca podía salir cualquier cosa) y llegaba cada vez más tarde a los rodajes, abstraída en sus ensoñaciones, pese a lo cual consigue desempeños apreciables. Persiste también el trasiego de amantes, la relación triangular abierta, provocadora y sexualmente voraz con Cass Chaplin y Eddy G. Robinson (los Dióscuros, atormentados hijos de sus famosos padres), una cierta estabilidad -él está casado- con otro actor famoso, Van Johnson, V. en el libro. Y, como rasgo dominante de su personalidad, se mantienen las inseguridades, los antiguos temores, la angustia y la ansiedad el miedo al fracaso, la necesidad de superación de la infancia, el desdoblamiento en la actuación (la Angela de La jungla del asfalto, la Nell de Niebla en el alma, la Rose Loomis de Niágara, la Lorelei de Los caballeros las prefieren rubias, más adelante la Cherie de Bus Stop, la Sugar Kane de Con faldas y a lo loco o la Roslyn Tabor de Vidas rebeldes, avatares todas ellas de la despampanante rubia Marilyn Monroe [que] era el personaje que debía interpretar), y la asfixiante dualidad entre Norma y Marilyn. La búsqueda desesperada del éxito, que le permite transformarse y dejar atrás, sólo en parte, sus temores infantiles, el perfeccionismo patológico. Como consecuencia de todo ello, la presencia de las drogas se hace más frecuente. Y el desorden de su vida se expresa en su embarazo (¿quién es el padre? ¿Cass?, ¿Eddy?), en la ilusión inicial y el aborto posterior (inducido, en cierto modo, por La Productora, que cuenta con ella para rodar Los caballeros las prefieren rubias), en sus declaraciones “sin filtro” a favor de sus compañeros “comunistas”, lo que la pone bajo la mira de los Comités de Actividades Antiamericanas. 

Las pautas “dibujadas” en este capítulo se mantienen en el siguiente, Marilyn 1953-1958. Norma Jeane permanece más o menos “escondida” ante el fulgurante éxito de la Actriz Rubia. Se suceden los abusos sexuales y la explotación laboral, en una demostración paradigmática de lo que sesenta años después denunciará el MeToo. Proliferan los amantes, hay abortos, escándalos, se multiplican los rumores sobre su pasado, reaparecen las fotos eróticas que se hiciera años antes, todo el mundo habla de unas supuestas películas porno de juventud, un “asalto” del ayer que empaña, pero también potencia, su ascenso al estrellato. Los cronistas de sociedad, los periódicos y las revistas de la época (Oates cita medio centenar) difunden los chismes, verdaderos o no, sobre su vida, la tienen en portada, muestran sus desnudos, se divulga un supuesto informe del FBI que recopila una lista de centenares de nombres de personajes con los que se ha acostado, entre los que está la plana mayor del estrellato hollywoodiense de la época. 

Se casará con el Ex−Deportista (en la vida real, Joe DiMaggio, jugador de béisbol retirado), pero lo que nace como un muy deseado intento de paz y felicidad durará apenas ocho meses, consumido el marido por los celos, por la sobreexposición pública de la actriz, por su “degradación” al seguir aceptando en las películas papeles de mujer seductora, expuesta, promiscua, desvergonzada, un descrédito -para el posesivo marido- acrecentado por el estreno de La tentación vive arriba y la polémica filmación de la hoy icónica escena de la falda levantada sobre la rejilla del metro. Y él, consumido por las sospechas, contratará un detective y habrá violencia doméstica, puñetazos, agresiones, Y a ello se suma la tensión en su profesión (había firmado un contrato que la comprometía a filmar siete películas con La Productora en condiciones prácticamente de esclavitud), la insoportable disociación Norma Jeane/Marilyn Monroe, el caos personal, la mala administración de los reducidos sueldos que recibe, claramente discriminatorios en relación con sus compañeros de reparto. 

Y sigue, inquieta y perdida, leyendo, La autobiografía de un yogui, La senda del zen y El libro del Tao, Las enseñanzas de Nostradamus, Ciencia y salud, de Mary Baker Eddy, Los hermanos Karamázov, los cuentos de Chéjov. Pero todos recelan de esa dimensión intelectual de la joven (En Hollywood bromeaban diciendo que Marilyn Monroe se creía una intelectual, cuando ni siquiera había terminado los estudios secundarios y usaba mal una de cada dos palabras que decía). Y hay un conflictivo viaje a Tokio para apoyar a las tropas estadounidenses en Asia, en el que su protagonismo opaca al de su marido, agudizando la tensión entre ellos. 

Y llegará el divorcio, aunque persistirán las amenazas, los seguimientos, las llamadas del irascible divorciado. Y habrá más drogas, pastillas e inyecciones de tranquilizantes, y más roces con la Junta de Investigación de Actividades Subversivas, y un confuso intento de suicidio, y la ruptura del contrato con La Productora, y la huida de Hollywood y el cine, hastiada de la explotación, de su encasillamiento en papeles de rubia tonta y sexy, para introducirse en el mundo del teatro en Nueva York. Y de nuevo deberá conceder favores sexuales, esta vez a Max Pearlman, director del New York Ensemble of Theatre Artists, en el que Marilyn toma clases de interpretación. Y conocerá a Marlon Brando, “Carlo”, otro inadaptado, con el que mantendrá el resto de su vida una amistad inocente, noble. 

Y entrará en su vida el Dramaturgo, Arthur Miller, seducido por su don natural para la actuación, también por su fragilidad, por el temblor como de llama en su voz, por su vulnerabilidad, por su belleza, claro está. La presencia del escritor parece ofrecer a la estrella un paréntesis de relativa estabilidad. Pese a las dudas de él, casado y con hijos, el encantamiento mutuo es muy poderoso y acabará llevando a un nuevo matrimonio para ambos. Miller se convertirá para Norma en una suerte de acogedora figura paterna, la cuidará y la protegerá, se convertirá en su enfermero, en su marido abnegado y angustiado frente a la fragilidad y los altibajos emocionales de ella. 

Las deudas con la Productora, que la ha demandado la hacen volver a Los Ángeles, donde rodará una nueva película, Bus Stop. Norma vive un estado cercano a la felicidad. Retoma su carrera con “dignidad”, empiezan a pagarle de acuerdo con el mucho dinero que genera. Cambia de agente. Ahora tiene un equipo de abogados, un «capitalista», una secretaria de prensa, un maquillador, una peluquera, una manicura, un experto en piel y vello que había estudiado en la Universidad de Los Ángeles, un masajista, un sastre, un chófer y una «ayudante general. Se aloja provisionalmente en las lujosas Bel-Air Towers, cerca de Beverly Boulevard. Hay fiestas nocturnas en las residencias de los millonarios en las colinas de Los Ángeles. Acude en limusina a las citas profesionales, entrevistas, sesiones fotográficas, encuentros de preproducción. Es portada en Time, ¡llegó un poco de buena suerte! 

Viaja con su marido a Inglaterra, para el rodaje de El Príncipe y la corista, bajo la dirección y el protagonismo masculino de O, un Laurence Olivier distante, fríamente educado, que en el plató, ante las cámaras, la menospreciaba dirigiéndose a ella como se habría dirigido a una niña retrasada. Pero sin sonreír. «Mari-lyn. Querida, ¿podría hablar usted con un poco más de claridad? Con más coherencia.», haciéndola sentirse fuera de lugar en aquel ambiente tan british de actores shakespearianos de academia que desprecian Hollywood y lo que significa. Entonces los problemas que la acompañan desde siempre surgen de nuevo. Cada mañana tiene que pasar más tiempo evocando a su Amiga Mágica delante del espejo. Remolonea en la cama, incapaz de levantarse, llega tarde a los rodajes, le cuesta cada vez más ponerse en la piel de Marilyn, que antes había desdeñado y a la que ahora invoca, desesperada, Ven, por favor. ¡Por favor! No me abandones. ¡Por favor! Tiene dificultades para memorizar sus textos, está nerviosa, asustada, llena de dudas, muerta de miedo, recita con titubeos, tose de continuo, obligando a repetir las tomas. Miller constata la tendencia de su mujer a hacerse daño adrede, su carácter autodestructivo, sus pensamientos paranoicos, su mente susceptible, sensible, influenciable. Y reaparecen las drogas, y los doctores complacientes, Doc Bob, el doctor Fell, la inequívoca sintomatología, los episodios extremos. Poco después de terminar la película, había estado destrozada, se le notaban cada vez más los años

Tras el infierno británico, de nuevo en Estados Unidos, en una muestra más de su montaña rusa emocional, vuelve a estar felizmente embarazada, rebosante de ilusión. Norma se retirará de su profesión «en el mundo» […] para cultivar una vida verdadera en el estado matrimonial y la maternidad. Miller alquila una casa veraniega en Galapagos Cove, en la costa de Maine. Vida sana, tranquila, aparentemente libre de tensiones, sin medicamentos, se recuperándose completamente en pocas semanas del desmoronamiento de Inglaterra, se ve de nuevo con fuerza y energía, saludable, como una mujer de Renoir en la cima de su belleza física femenina. Su marido la cuida, la abraza, la mima, enamorado de su presencia infantil, anhelante, nostálgica, seductora, que le encandila y despierta su deseo. Pero la desgracia acecha. Una terrible caída por las escaleras del sótano en la casa de la playa le provocará lesiones serias y un nuevo aborto. 

La otra vida es el capítulo final y se desarrolla desde 1959 hasta la muerte de la infortunada Marilyn en 1962. Con la ambivalencia que ha caracterizado su vida, la vemos en la plenitud de su carrera, tras su participación en el papel de Sugar Kane en Con faldas y a lo loco, la obra maestra de Billy Wilder de la que hablamos aquí hace siete días, pero hundida a la vez en una progresivamente acelerada espiral de abandono, locura y destrucción. Pese al éxito de la película, ganadora de tres Globos de oro y nominada a seis Oscars (ganando sólo uno, el de vestuario para el genial Orry-Kelly), y el particular de Marilyn (uno de los Globos de oro, el de la Mejor interpretación femenina, sería para ella), las condiciones en las que se produjo el rodaje y las circunstancias que rodeaban su vida personal de entonces, eran dramáticas. Drogada, sedada y aterrorizada, con su existencia hecha jirones, con la cabeza estallándole de dolor, despreciándose a sí misma, incapaz de afrontar el juicio de los demás, abrumada, más que nunca, por un paralizante miedo escénico, con el lacerante recuerdo del hijo perdido corroyendo sus entrañas, distanciada del Dramaturgo, a quien ha dejado de querer, las peripecias de los días de grabación del filme de un W (Wilder) desesperado, resultan patéticas y muy tristes. 

Se pierde en las colinas que rodean Los Ángeles y es incapaz de recordar la dirección de su casa. Tiene encuentros sexuales esporádicos con desconocidos con los que coincide en algún bar. Sola, temerosa, desconcertada e incapaz de confiar en nadie (hay un recuerdo nostálgico a Brando: Carlo-el-no-amante-que-sin-embargo-la-amaba), se comporta como una loca desconocida que había tirado al suelo frascos y tubos de maquillaje, colorete y polvos de talco, que había arrancado los vestidos de las perchas del armario, y a veces también sus libros favoritos, páginas arrancadas y esparcidas, y el espejo roto de un puñetazo. A su fiel Whitey le resulta cada vez más difícil hacer milagros con el maquillaje y convertir su rostro, su pelo, su piel, a menudo devastados, en la seductora belleza de la Sugar Kane que debe aparecer en pantalla. 

En los rodajes se queda abstraída, dice palabras incoherentes, confundida, abandona el plató tambaleándose como una borracha. Interrumpe las escenas rompiendo en extraños sollozos, grita como un animal al que están matando, se lanza, llena de furia, a darse tirones en el pelo recién teñido y cardado, necesitada de la “ayuda” del doctor Fell para apaciguar sus cuadros de histeria (¿quién sabía qué sustancias mágicas se inyectaban directamente en el corazón?), ingresada, en alguna ocasión, en urgencias. Llega tarde a la filmación y, cuando por fin se incorpora al set, obliga de continuo a repetir las tomas, treinta y siete veces, en una ocasión, setenta y cinco, en otra, provocando la irritación, benevolente y comprensiva, no obstante, del director y de sus compañeros de reparto, en particular de C (Tony Curtis), que la detesta (fantaseé con estrangular a aquella mala pécora) y repudia su conducta infantil y egoísta, su reiterada incapacidad para llegar al estudio a tiempo y, una vez allí, su incapacidad para recordar frases, por mezquindad, por estupidez o porque las drogas le estuvieran derritiendo los sesos, que retrasa y “empantana” su trabajo. 

Y sin embargo, su interpretación acaba por resultar memorable, sin rastro alguno del caos y la convulsión interior. Oates hace decir a “su” W, que acierta con una de las claves de la compleja personalidad de la muchacha: En las proyecciones diarias veíamos a una persona completamente distinta, la Monroe de verdad en quien yo pensaba siempre, «Sugar Kane» o con otro nombre. Si se hubiera permitido a sí misma ser sólo Marilyn, habría estado estupenda. […] He dirigido durante muchos años y creo que nunca he trabajado con nadie como ella. Era un rompecabezas que no se podía resolver, conectaba con la cámara, no con los demás, miraba a través de nosotros como si fuéramos fantasmas. Quizá fuera la Monroe que había debajo lo que hacía especial a Sugar Kane, que tuviera que pasar a través de la Monroe para llegar a Sugar Kane, que sólo es superficie. Puede que para alcanzar la «superficie» haya que calar muy hondo, recibiendo mucho daño y causándoselo a otros. […] En la vida real, aquella mujer era el infierno y estaba en el infierno; en la película, estuvo divina. No había ninguna conexión. Ni más misterio en el asunto que éste

Llega, por fin (en todos los sentidos, pues acabará por ser su última película) Vidas Rebeldes, cuyo guion escribe expresamente para ella su exmarido (Vidas rebeldes había querido ser su regalo de San Valentín y era ya la tumba de su relación conyugal), el Dramaturgo, convertido ahora en la niñera de una actriz famosa. Vidas rebeldes, la película maldita, pues además de su protagonista femenina, los otros dos personajes principales, Clark Gable y Montgomery Clift, no vivirían mucho tiempo tras el rodaje. Roslyn Tabor sería el personaje más fuerte que encarnaría en la gran pantalla (¡No una cosa rubia! Una mujer, por fin). Miller se apropió de las palabras de su mujer y de ciertos trances dolorosos de su vida, quiso también apropiarse de su alma. La devastación íntima de Norma Jean es ya patente para todos. El primer día de rodaje, citada en el plató a las diez de la mañana, se encerrará en el baño de su habitación en el hotel, incapaz de soportar la horrible imagen que le devolvía el espejo, para aparecer horas después, ya por la tarde, hecha un manojo de nervios, sin dormir, con el drogado cerebro sumido en el sopor del sueño, enfadando a H (John Huston), el director, que afirmará: Lo que le pasaba a la Monroe lo llevaba escrito en los ojos. Siempre enrojecidos, con capilares reventados. Vidas rebeldes no habría podido rodarse en color aunque hubiéramos querido

Las últimas sesenta páginas del libro se centran en el relato del “descenso a los infiernos” de la estrella, su desaforado consumo de drogas (su organismo había desarrollado tanta tolerancia que masticaba y tragaba pastillas de codeína mientras hablaba, reía y «hacía de Marilyn» con otros), los constantes lamentables sucesos en los que aflora su devastación psicológica, su caos doméstico (comienza el día con seis tazas de café negro, mezclado con tranquilizantes y unas gotas de ginebra), personal (Porque tengo mucho miedo. No me atrevo a presentarme ante el público en un espectáculo en vivo. En una ocasión, mientras soñaba que trabajaba en una obra de teatro, se había apoderado de ella semejante pánico que se había orinado en la cama), profesional (la señorita Monroe estaba enferma y no podría ir a trabajar; otros días llegaba con horas de retraso, tosiendo, con los ojos rojos y la nariz goteando) y económico (No era Elizabeth Taylor, que ganaba un millón de dólares por película; ella tenía suerte si sacaba cien mil y de eso le quedaba una miseria después de pagar los gastos, a sus agentes y Dios sabía a quién más de los que le chupaban la sangre, ay, casi le daba vergüenza decirlo, pero no tenía mucho dinero): gritos, penosas escenas en público, ansiedad, sospechas, diarrea, mareos, náuseas, vómitos, pensamientos y sentimientos paranoicos exacerbados por las drogas, visitas a psiquiatras y asesores en “salud mental”, ingresos constantes en el Hospital Cedars of Lebanon, lavados de estómago. Tenía el cerebro más estropeado que un reloj de juguete

Empieza el rodaje de una nueva película, Something’s Got to Give, inconclusa por los numerosos problemas que generó la actriz (La Productora la despedirá reclamándole una indemnización de un millón de dólares por incumplimiento de contrato). En esos días aparece El Presidente, que la reclama para unos sórdidos y degradantes encuentros sexuales. La descripción de esos episodios resulta insoportable para el lector, indignado por el desprecio y la humillación a los que Marilyn se ve sometida, a la vez que conmovido por su frágil vulnerabilidad, por una indefensión que se intuye terminal. Y aún “asistiremos” a la famosa escena del Happy Birthday Mr President, cantada en una convención demócrata (Tan borracha que el risueño presentador tuvo que ir a buscarla entre bambalinas, cogerla por las axilas y prácticamente arrastrarla hasta el micrófono. Tan apretada dentro de ese ridículo vestido y con unos zapatos de tacón de aguja tan altos que apenas si podía andar y tenía que dar pasitos de niña. Tan asustada, a pesar de que estaba bebida y encocada hasta las orejas, que apenas si podía enfocar la vista. Qué espectáculo. Qué visión. El público de quince mil demócratas ricos expresó a gritos su aprobación). 

Perturba la siniestra utilización de la actriz, la gélida y violenta presencia de los miembros de Seguridad y de los hombres del FBI, el viscoso papel del cuñado del mandatario (el actor Peter Lawford), el Macarra del Presidente, los abusos y, probablemente, las violaciones, la frialdad, la desatención, la inhumanidad, la ignominiosa consideración del “icono” como mero objeto de placer por un Kennedy descrito como un abominable egoísta, sin piedad, sin empatía, un depredador sexual sin sentimientos que se aprovecha de su posición y de la debilidad de su víctima, envuelta, a esas alturas, en una confusa niebla mental. La vulnerabilidad y el desamparo de una Norma Jeane a la que ya sabemos irremisiblemente “sentenciada”, una mujer perdida, de un desvalimiento y una soledad dramáticos, hacen que avancemos por esas postreras páginas del libro con una muy triste sensación de amargura, desconsuelo y melancolía. 

En fin, una novela memorable, de lectura obligada, esta Blonde, escrita por Joyce Carol Oates y que retrata en casi mil espléndida páginas la muy dura vida y la compleja personalidad de uno de los grandes mitos del siglo XX, Marilyn Monroe. Os invito a seguir, a partir del próximo lunes, 3 de octubre, los dos programas, que, en mi otro espacio de Radio Universidad, Buscando leones en las nubes, voy a dedicar al libro, con canciones interpretadas por Marilyn para integrar la vertiente musical de las emisiones. Y precisamente porque tendréis ocasión de escuchar la voz de la actriz en esos dos programas, os dejo ahora con una canción no cantada por ella, Mood indigo, que tiene un papel significativo en la novela y que representa, a mi juicio, algo esencial del alma de esta infortunada Blonde en ella retratada. Aquí aparece en la versión de Duke Ellington y Rosemary Clooney

 
Videoconferencia
Joyce Carol Oates. Blonde

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