Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de enero de 2023


LUCÍA VELASCO. ¿TE VA A SUSTITUIR UN ALGORITMO?

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo un libro muy interesante que plantea gran cantidad de cuestiones para la reflexión y que gira en torno a un asunto central en este acelerado primer cuarto de siglo XXI: la omnipresencia de la tecnología en nuestras vidas y las trascendentales consecuencias que conlleva en prácticamente todas las áreas esenciales de la existencia individual y colectiva: medicina, transporte, educación, comercio, economía y, en particular, el trabajo, obligado a una sustancial reformulación como consecuencia de la progresiva digitalización de los procesos productivos. ¿Te va a sustituir un algoritmo? es el explícito título de mi propuesta de esta semana, una obra, que con el también esclarecedor subtítulo de El futuro del trabajo en España, publicó en enero de 2022 la joven economista Lucía Velasco en la colección El cuarto de las maravillas del prestigioso sello editorial Turner. 

Además de su formación principal, Velasco tiene un Máster en Comunicación y postgrados varios en Dirección de Innovación Social (ESADE), Agile Project Management (IEBS/URJC), Responsabilidad Social Corporativa (IE) y Género (Instituto de la Mujer). Su currículo es extenso y muy notable. En el ámbito privado ha trabajado con ONGs, con el International Integrated Reporting Council en Londres y en el área de consultoría estratégica para una firma internacional, desempeñándose igualmente como experta evaluadora en la Fundación Europea para la Mejora de las Condiciones de Vida y de Trabajo y experta independiente para la Comisión Europea en relación con el futuro del trabajo. 

Hasta hace unos meses ocupó la dirección del Observatorio Nacional de Tecnología y Sociedad de la Información (ONTSI), que depende de la Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial, de la que había sido directora del Gabinete en una etapa anterior. Ha formado parte también de los gabinetes de Presidencia del Gobierno, del Ministerio de la Presidencia, del Ministerio de Industria, Energía y Agenda Digital, así como del Congreso de los Diputados. Actualmente se desempeña en la Escuela de Gobernanza Transnacional del Instituto Europeo de Florencia (EUI). Más allá de la indudable dimensión técnica de sus quehaceres (centrados en el estudio de la digitalización y el impacto de la tecnología en la sociedad, la innovación pública, la inclusión digital y el emprendimiento social), estos cargos y nombramientos, fruto de la designación del actual Gobierno, ubican en el “tablero político” a la autora, o al menos la sitúan ideológicamente, “filiación” que he creído percibir en su libro, en el que en más de una ocasión se enfatizan los logros gubernamentales con un “nosotros” inclusivo aunque demasiado de parte. Igualmente, en la alusión final al populismo, presentándolo como un movimiento que tiende a capitalizar la desafección y el malestar social por la posible falta de expectativas que para gran parte de la población puede suponer verse excluida de los inevitables cambios que se avecinan, se menciona a exclusivamente a Trump y sus seguidores como sembradores del odio y potenciales destructores del sistema, sin que haya una sola palabra para corrientes ideológicamente opuestas tan disolventes como aquellas. 

Como consecuencia de todo ello, el tenue sesgo ideológico del libro en su “fondo” tiene también su correlato formal, estando el texto plagado de abundantes muestras de la deleznable jerga política, aunque, en este caso, no solo “monclovita”: “conveniada”, “resiliencia”, “a nivel de…”, “en base a…”, “un análisis de país”, “datos en tiempo real”, “la gobernanza”, “habría que al menos balancearlo por todas las externalidades que tiene”. Confieso que para mi admito que hiperestesiada sensibilidad, tal jerigonza me resulta insufrible. 

Así ocurre también con la posición de partida de la autora con respecto a la militancia feminista, algo que se percibe no solo en el contenido de sus planteamientos, en los que enfatiza la repercusión en las mujeres de los fenómenos que analiza (algo comprensible y hasta remarcable), sino también desde el punto de vista formal, con una redacción que a menudo se formula en femenino y en la que abundan expresiones a mi juicio disparatadas -pese a que inunden ya, incluso, la prosa de las normas legales- como “personas trabajadoras”, “personas emprendedoras”, “personas directivas”, “personas propietarias”, ¡“personas autónomas”!, reiteración delirante que solo parece obedecer a la necesidad de huir de esos “trabajadores”, “emprendedores”, “directivos”, “autónomos”, “propietarios”, etc., claramente omnicomprensivos aunque “sospechosos” de “heteropatriarcalidad”. ¿“Personas” o “trabajadoras” no reflejan machismo ni invisibilizan a la mujer solo por el hecho de que terminan en “as”? ¿Por eso no “nos” plantean problema alguno -ya lo he escrito aquí en alguna reseña anterior- vocablos como “psiquiatras”, “juristas”, “comerciantes” o “forenses”? ¿El “mal” reside en la “o” y es, pues, un mero asunto gramatical? Un sinsentido al que no acabo de acostumbrarme y en el que, pese a quien pese, no incurriré. A la propia autora se le “escapan” unos “empleados”, “arquitectos”, “asalariados” y muchos ejemplos más, reflejo inequívoco de lo impostado de este recurso, y prueba además de la absoluta imposibilidad de mantenerse alerta en todo momento ante un artificio tan “postizo”. 

Continuando con mis críticas a los aspectos formales, ahora en lo referido a la mera escritura -comentaré mis discrepancias con respecto al contenido más adelante-, hay algo en el estilo informal, en el lenguaje demasiado “asequible” y hasta coloquial (la pregunta del millón; profes; ¿cómo te quedas?; ¿vale?), en las interpelaciones personalizadas, en el tuteo al lector (claramente premeditado, pues nos asalta desde el título del libro), en el tono pedagógico, a veces admonitorio, en una cierta perspectiva “catequista”, como si se escribiera desde una suerte de superioridad moral que aflora -o que yo he creído percibir- de modo muy sutil en el texto, que devalúan la propuesta de Velasco hasta el punto de provocar distanciamiento y hasta rechazo (hablo, como es obvio, de mi propia experiencia lectora). A ello contribuye también -aunque no niego las virtudes “facilitadoras” de tal recurso- la invención, algo infantil, de una protagonista -Luna-, de su familia y amigos, cuyas biografías sirven de ejemplo práctico para ilustrar los fenómenos que se describen y las tesis que se sostienen en el libro. 

Además, y como parece inevitable en nuestros días, el texto está plagado de los, al parecer, indispensables anglicismos, cuya presencia a veces se justifica: “Lo que en Australia se conoce como reverse marketing”; “Será muy habitual que haya que reciclarse completamente si tu trabajo desaparece o que tengas que aprender nuevas habilidades para ocuparte de nuevas tareas en el caso de que las máquinas hagan gran parte de las que hacías antes. […] En inglés lo llaman reskilling”; pero muchas otras no: “el matching de empleados y empleadores antes de que los empleadores anuncien la vacante”, o su uso se antoja superfluo: “La idea es que se complemente con el wallet o pasaporte en el que estará todo el historial de competencias y al que podrán acceder los empleadores”. 

Desde el mismo plano formal, también la redacción resulta francamente mejorable, como puede deducirse -sirva como muestra de una circunstancia de la que podrían ofrecerse muchos ejemplos- del siguiente párrafo, de “composición” desmañada: Uno de los principios fundamentales de la inteligencia artificial confiable es que sea explicable. Así se está trabajando a nivel europeo con la normativa sobre inteligencia artificial que considera de alto riesgo a los sistemas que toman decisiones que afectan a los derechos de las personas y también en nuestro país (la llamada ley rider avanza en ese sentido), por tanto, lo que hay que trabajar es en crear una autoridad que sea capaz de auditar o establecer controles sobre los algoritmos. Lo que es importante es garantizar que la decisión última sobre las personas siempre la tomará una persona y que se podrá explicar cómo se ha llegado a la propuesta hecha por la máquina

Hay, por último, un cierto desorden expositivo; hay acumulación de ideas y argumentos, que se repiten, que aparecen y reaparecen, formulados casi en los mismos términos, en capítulos diversos; hay páginas que parecen de relleno (en una obra corta, que no llega a las ciento cincuenta), como las del penúltimo capítulo, “Caja de herramientas para gobernantes”, en el que la remisión a planteamientos ya apuntados con anterioridad es explícita, pues se mencionan de manera expresa las páginas en las que ya fueron tratados, sin ningún nuevo aporte; hay, por último, una carencia estructural notable, en una presentación algo deslavazada, pues el hilo conductor que debiera guiar la obra o no existe o resulta de difícil sistematización para el lector. 

El libro es, sin embargo, altamente interesante, pese a ciertas objeciones que cabe hacerle, también en el dominio de las propuestas “de fondo”, al menos desde mi particular esquema de pensamiento. Presenta un gran número de temas de gran actualidad y de mayor futuro aun, aunque los planteamientos y las aportaciones -genéricos, difusos y necesitados de una mayor concreción y un más detallado desarrollo- resultan discutibles en bastantes casos, singularmente en lo relativo a la educación y la situación de la mujer. En cualquier caso, el libro suscita la reflexión, propicia el debate e invita a la discusión intelectual; y ya por ello es altamente estimulante. 

Antes de entrar abiertamente en mi comentario sobre el contenido de la obra, quiero adelantar una breve cita que resulta reveladora: 

La inteligencia artificial (IA) tiene el potencial de cambiar significativamente la forma en que los trabajadores del conocimiento realizan sus tareas. Puede ayudarles a automatizar tareas repetitivas y a analizar grandes cantidades de datos, lo que les permite dedicar más tiempo a actividades que requieren un mayor nivel de pensamiento crítico y creatividad. Además, la IA puede mejorar la eficiencia y la precisión en tareas como la investigación, la toma de decisiones y la comunicación con los clientes. Sin embargo, también existe el riesgo de que la IA reemplace a algunos trabajadores del conocimiento, especialmente aquellos que realizan tareas que son fáciles de automatizar. Es importante que los empleadores y los trabajadores se adapten a estos cambios y se esfuercen por desarrollar habilidades y conocimientos que sean relevantes en un mundo cada vez más impulsado por la tecnología. 

Como puede verse, se trata de una argumentación sencilla, muy explícita, no demasiado novedosa aunque sí sintética y muy esclarecedora sobre las derivaciones del tema central del libro. Lo más significativo del texto no es, sin embargo, su mayor o menor valor como resumen de las ideas que en el libro van a desarrollarse, sino que este fragmento que acabo de transcribir no ha sido escrito ni por Lucía Velasco ni por mí mismo, sino por el ChatGPT, el actualísimo robot, un prototipo de inteligencia artificial desarrollado en 2022 por OpenAI, y cuyo uso está, desde hace unos meses, al alcance de cualquier ciudadano del mundo, en una vertiginosa muestra de la posible evolución de los algoritmos y la inteligencia artificial en los próximos, inmediatos, años. 

¿Te va a sustituir un algoritmo? sostiene, en síntesis, que los cambios que la tecnología está introduciendo en todos los ámbitos de nuestras vidas van a resultar especialmente “disruptivos” (otro “palabro” de la actual jerga político-mediática) en el mundo laboral (impactarán de lleno en la vida de las personas porque van a transformar el eje clave en el desarrollo de nuestra identidad individual y colectiva: el trabajo) provocando en él, junto a innegables beneficios, un sinnúmero de efectos nocivos que, en consecuencia, debemos conocer y anticipar -los ciudadanos y, en particular, los gobiernos- para poder minimizar los perjuicios y aprovechar sus ventajas de cara a la consecución de unas sociedades más justas e igualitarias en las que todos podamos trabajar y vivir en bienestar: se necesita una acción decisiva que nos permita aprovechar el momento en nuestro favor

A grandes rasgos, podemos distinguir -con un cierto esfuerzo de sistematización por parte del lector, pues las ideas, ya se ha dicho, se repiten y afloran, algo deslavazadas, en distintos momentos de la obra, sin que los elementos organizadores queden siempre del todo claros- varios ejes principales sobre los que quiero detenerme brevemente: la sucinta descripción del mundo en que vivimos, marcado, sobre todo, por el impacto tecnológico; las transformaciones del mercado laboral; las repercusiones de dichos cambios en los derechos de los trabajadores; la necesidad de introducir modificaciones en la educación para superar los efectos destructivos de la tecnología sobre el empleo; la especial vulnerabilidad de la mujer ante esta nueva realidad cambiante; la importancia de que las autoridades y gobernantes tomen conciencia del momento crítico que vivimos y adopten medidas para afrontarlos del modo más conveniente para los ciudadanos. 

El hecho de que el mundo que conocemos está mutando (y el término no puede ser más apropiado) de un modo progresivo y acelerado a causa de la “proliferación electrónica” parece una evidencia indiscutible y podría admitirse sin necesidad de comentario o prueba adicionales. Lucía Velasco lo ilustra, en las primeras páginas de su ensayo, con algunos datos reveladores: nuestra dependencia de internet queda plasmada en los 42,54 millones de internautas “activos” en España en enero de 2021; la generalizada supeditación a los dispositivos electrónicos se ve confirmada en cuanto conocemos que hay más móviles que personas. En los invasivos aparatitos leemos las noticias, escuchamos la radio, buscamos el itinerario de nuestros viajes, trabajamos y asistimos a clase, nos reunimos, hacemos todo tipo de gestiones, pedimos citas en los médicos y en las instituciones oficiales, reservamos hoteles y restaurantes, compramos ropa y muebles y libros y discos y una interminable serie de bienes de consumo, buscamos pareja, consultamos nuestras redes sociales (Instagram, Youtube, LinkedIn o Facebook suman en total más de sesenta millones de usuarios en España), ocupamos nuestro ocio viendo series y películas en las mil y una plataformas que ofrecen esos servicios, y tantas actividades más. En España casi un cuarto de la población pasa entre dos y cuatro horas diarias conectada a través de sus teléfonos inteligentes. Y unos dos millones de personas superan las ocho horas de conexión. Hace apenas treinta años no se usaban apenas ordenadores, más allá de una utilización restringida a un mínimo ámbito académico o investigador. La tecnología -pero no solo- ha cambiado radicalmente nuestras vidas, provocando una revolución de naturaleza y dimensiones inimaginables. Estamos, afirma Velasco, en un momento crítico. Tan importante como fue la era atómica. No lo digo yo, lo dice Naciones Unidas

Según la autora estamos sometidos a una serie de megafuerzas que condicionarán el futuro de nuestras sociedades, las occidentales desarrolladas, lo que ella denomina los motores de cambio, las “cuatro D”: demografía (Europa es el continente más envejecido del mundo, con el impacto que el hecho tendrá en las pensiones, en la asistencia sanitaria, en la dependencia; lo que, unido a la baja natalidad, repercutirá en la “tasa de reposición” de trabajadores y, en consecuencia, en la recaudación impositiva y en la necesidad de inmigración), descarbonización (El cambio climático es la mayor amenaza para la salud mundial en el siglo XXI; lo que conlleva la sustitución de los combustibles fósiles por energías limpias o la reformulación de sectores estratégicos para nuestra economía como el turismo, la agricultura o la ganadería), desglobalización (y en este sentido es notoria la vulnerabilidad provocada por los efectos de la guerra de Ucrania, cuyo comienzo es posterior al libro, junto a otros acontecimientos preexistentes, como el Brexit, las tensiones comerciales entre China y Estados Unidos, la necesidad de materias primas, en particular superconductores, con el muy revelador ejemplo la pandemia y la escasez global de mascarillas y respiradores) y, por fin, la ya reseñada digitalización, objeto último del estudio de Velasco, en su doble vertiente de oportunidad y riesgo. 

La llamada cuarta revolución industrial o revolución digital “amenaza” con modificar radicalmente el panorama laboral al que estamos acostumbrados. En el libro se analizan algunos de esos cambios: la automatización de los procesos; la robotización (no solo en su vertiente “visible” -fábricas, industria- sino también en la, por ahora, menos perceptible -sanidad, administración, oficinas-, a la que apunta la desbordante irrupción del Chat GPT al que antes me referí); el incremento de la presencia de las máquinas en el sistema productivo (el Foro Económico Mundial (FEM), prevé que en 2025 los humanos y las máquinas dediquen el mismo tiempo a las tareas en el trabajo); la consiguiente reducción del tiempo de trabajo, que perderá su lugar central en nuestras existencias, y la necesidad, por tanto, de “ocupar” nuestras vidas en otras actividades de entretenimiento y ocio; la progresiva preterición en el mercado laboral de quienes tengan poca cualificación profesional; el auge de la dataficación, la conversión en datos de todo cuanto ocurre, hacemos o vivimos; la evolución del comercio o de la actividad bancaria, entre otras, de la realidad “física” a la virtual”; el machine learning; el crecimiento de la aplicación de la inteligencia artificial en las empresas (que creció un 270% en los últimos cuatro años); el boom de las plataformas digitales que sustituyen la interacción física por la virtual y no siempre con personas al otro lado (con los ejemplos bien conocidos de Globo, Airbnb o Amazon); los gig workers, trabajadores en que hacen “microtareas” a distancia; la desaparición de millones de empleos a causa de la masiva “tecnologización” del trabajo (Hay estimaciones que hablan de ochenta y cinco millones de empleos desplazados en los próximos cinco años. No todo son malas noticias, también se crearán nuevos. Noventa y siete millones concretamente); los corolarios previsibles de este hecho: la ansiedad tecnológica y la tecnofobia (En febrero de 2021, la consultora PwC encargó una encuesta en la que participaron más de treinta mil personas representativas de todos los estados laborales posibles y de dieciocho países. ¿Conclusión? Casi el 40% cree que su trabajo quedará obsoleto en cinco años y a seis de cada diez les preocupa que las máquinas les sustituyan); los nuevos modelos de negocio y las nuevas realidades laborales (los casos de Uber, Cabify o Coursera); la aparición de nuevos yacimientos de empleo, en ámbitos relacionados con la nutrición, el envejecimiento activo, el estado físico de las personas, la gestión de la salud, y, en general, el sector de los cuidados. En concreto, Eurofound, la Fundación Europea para la Mejora de las Condiciones de Vida y de Trabajo, ha identificado nueve tipos de formas de empleo nuevas: empleados compartidos, trabajos compartidos, gestión provisional, trabajo ocasional, trabajo móvil, programas de vales a cambio de trabajo, trabajo repartido entre numerosas personas (crowd) y empleo colaborativo

Todo ello está ya repercutiendo en el mercado laboral, cuya configuración se polariza a pasos agigantados, con la mengua de la clase media y la exacerbación de las diferencias entre, por un lado, los trabajos que requerirán (ya lo están haciendo) una mayor cualificación (alta gestión, innovación, tecnología, sector financiero) y, por otro, un creciente tercer sector, el de servicios, con trabajadores muy poco cualificados y condenados a empleos precarios (crecen los extremos y se vacían los trabajos de cualificación media, dibujando una gráfica con forma de U). Además, la economía nacida en torno a las plataformas genera un mercado laboral paralelo, fuera del radar regulatorio, sin normas que lo rijan. Unos nuevos entornos laborales que la autora caracteriza además con los rasgos de la deslocalización, la precarización, y la destrucción de empleo, fruto de la acción combinada de la crisis económica, agudizada por la pandemia -e insisto en que el libro está escrito antes de la invasión de Ucrania, por lo que no puede incluir sus efectos en este ámbito-, y la digitalización de los procesos productivos, que reducirá también la necesidad de mano de obra (según el Foro Económico Mundial, el 43% de las empresas van a reducir su plantilla debido a la integración de la tecnología). 

Por otro lado, y para completar el panorama, las relaciones laborales se están diversificando, los trabajos para “toda la vida” tienden a desaparecer (algo que choca abiertamente con los casi tres millones de funcionarios con los que cuenta nuestro país), se hará necesario por tanto desempeñar varias actividades y percibir ingresos de distintas fuentes (En Francia hay más de cuatro millones de trabajadores llamados slashers, derivado de slash, ‘barra’ (/) en inglés. El término se popularizó hace diez años, sobre todo a raíz de la publicación del libro One Person, Multiple Careers [Una persona, múltiples carreras] de Marci Alboher. Los slashers son el 16% de la población activa; y curiosamente para casi ocho de cada diez, el segundo trabajo es en un sector diferente al de su trabajo principal. Pueden ser diseñadores gráficos de día y DJ de noche, empleados de banca/fotógrafos, organizadores de festivales/consultores, desarrolladores de software /empresarios, agentes inmobiliarios/profesores de yoga, etcétera), el trabajo a distancia se multiplica (a consecuencia de la pandemia, en teletrabajo se han hecho en diez días los cambios que hubieran supuesto año y medio). 

En el caso de España, el diagnóstico que hace Velasco se resume en las negativas notas de paro estructural, ostensible dualidad entre trabajadores temporales e indefinidos y falta de flexibilidad, lo cual resulta notorio a partir de diez reveladores datos extraídos de fuentes estadísticas oficiales: Trabajan la mitad de las personas en edad de trabajar; el 16% de las personas en edad de trabajar están en paro; el 40% de los jóvenes están en paro; casi la mitad de las personas que están en desempleo llevan más de un año buscando trabajo; el 14% de quienes trabajan lo hacen con contratos a tiempo parcial; uno de cada cuatro contratos es temporal; el 15% de los trabajadores está insatisfecho con su trabajo; el 90% de las españolas trabajan en el sector servicios y el 75% eran empleadas, no ocupaban puestos de dirección; existe una muy evidente brecha entre los empleados fijos, con contratos indefinidos blindados con unas indemnizaciones por despido relativamente robustas, trabajando en empresas consolidadas, y los temporales, con escasa protección y casi nula estabilidad que desarrollan su quehacer profesional en pequeñas y medianas empresas poco productivas; el 70% del PIB depende del sector servicios. 

En este escenario, la degradación de los derechos laborales, el incremento de la desigualdad y la desprotección de los más débiles (en síntesis, los trabajadores poco cualificados, incapaces de sumarse a “la ola” tecnológica), la indefensión de los trabajadores frente a las nuevas formas de organizar el trabajo, están a la orden del día y en una pauta que parece estabilizarse y apunta a su perpetuación futura generando lo que la autora no duda en describir como un nuevo proletariado digital que está en riesgo de pobreza a menudo, provocando la ruptura del tradicional y consolidado “contrato social”. Al modo en que, en las primeras décadas de la Revolución industrial, la incorporación de las nuevas “tecnologías” -las máquinas entonces- llevó consigo la explotación y el abuso de los trabajadores, carentes de los mínimos derechos en su actividad, otro tanto está ocurriendo en este actual mercado laboral digitalizado. Por de pronto, en la moderna economía de las plataformas, la casi total carencia de reglas provoca la vulnerabilidad extrema de sus trabajadores, que desconocen cuándo tendrán o no trabajo, cuándo y cuánto se les pagará, qué pueden hacer si no se les paga, a quién y qué pueden reclamar, quién les proporcionará protección social en caso de necesidad, ni siquiera si tienen o no derecho a ella. En Estados Unidos, la mitad de las personas que trabajan en estos espacios ganan menos de dos euros por hora, con lo que, de manera obvia, resulta imposible subvenir a los gastos médicos y demás coberturas sociales. La flexibilidad dominante en las nuevas reglas del juego laboral lleva consigo estos y otros daños similares: condiciones de trabajo precarias, falta de transparencia en la negociación y regulación de las cláusulas contractuales, ausencia de prevención de riesgos laborales, carencia de protección social (más del 50% de los trabajadores independientes en Europa no están cubiertos por las prestaciones de desempleo), “evanescencia” del marco normativo aplicable al tratarse de empresas de dimensión transnacional. El confinamiento inducido por la pandemia ha puesto de manifiesto, además, los hasta ahora poco considerados efectos negativos del teletrabajo: fatiga, irritabilidad, aumento del consumo de alcohol, sedentarismo, malas posturas, aislamiento, frustración e incapacidad para la desconexión. El uso laboral de las herramientas tecnológicas conduce a la hiperconectividad, con sus consecuencias de hipervigilancia y control “orwellianos” (trabajadores obligados a llevar sensores de movimiento o pulsómetros para vigilar el rendimiento, convertidos así en una especie de robots teledirigidos). La proliferación de falsos autónomos constituye una de las más notables manifestaciones de cómo muchas nuevas relaciones laborales se promueven orillando los mínimos requerimientos legales de protección de los trabajadores. Otro tanto ocurre con lo que Velasco denomina “zona gris”, integrada por trabajadores que se desenvuelven en formas no convencionales de empleo, a medio camino entre el autoempleo (por cuenta propia) y el empleo normal (el dependiente, por cuenta ajena). Los trabajadores “independientes” representan ya entre el 20% y el 30% de la población en edad de trabajar (unos ciento sesenta y dos millones de personas) en Europa y Estados Unidos. La gestión algorítmica permite “monitorizar” sin pausa a los trabajadores, conocer cuándo están conectados, a qué velocidad teclean, vigilarlos con cámaras, controlar los tiempos en que realizan sus tareas (hay hasta un paso conocido como “el paso Amazon”, que vendría a ser una velocidad mínima a la que tienes que moverte por la fábrica). Igualmente, la toma de decisiones empresariales basadas en algoritmos producirá también consecuencias perniciosas que deben preverse y evitarse: ¿A quién se reclamará una decisión que se considera injusta? ¿Se negocia con las máquinas? ¿Quién calibra lo que debe exigir un algoritmo a un humano? ¿Cómo pueden las herramientas de vigilancia en el trabajo respetar la privacidad? Asimismo, la “descentralización” del trabajo y la dispersión de los trabajadores, resquebraja la función de los sindicatos como entidades vertebradoras de la voz colectiva de aquellos a quienes representan. Velasco dedica algunas páginas de su libro a estudiar el nuevo papel de las organizaciones sindicales, asumiendo su muy evidente actual pérdida de influencia. 

Las dos secciones más controvertidas, a mi juicio, de ¿Te va a sustituir un algoritmo? son las relativas a la educación y el trabajo de la mujer. Sin tiempo apenas para glosarlas brevemente os dejo un par de apuntes con la indisimulada intención de suscitar la reflexión. Bajo la rúbrica de ¿Qué debería estudiar? y partiendo de la premisa de que las clases y el diseño de los contenidos van a cambiar para adaptarse a las nuevas realidades laborales digitalizadas, en el libro se defienden los conceptos y las metodologías innovadores que impregnan en la actualidad la normativa educativa, los centros de enseñanza, los claustros de profesores y los postulados emanados de las Facultades de Educación: devaluación de títulos y certificados; aulas híbridas; clases invertidas; aprendizaje basado en proyectos; minicursos; prevalencia del “saber hacer” frente al mero saber; énfasis en los estudios de los ámbitos de la tecnología, las ciencias, las matemáticas, la ingeniería, la sanidad, los cuidados y la educación; subsidiariedad de los conocimientos frente a las competencias. Velasco apuesta por una nueva cultura de los oficios, que impulse los oficios digitales con programas educativos más cortos y aplicados a la realidad (programación, ciberseguridad, gestión de proyectos, computación en la nube, análisis de datos, diseño, desarrollo web y app, marketing digital, entre otros); por la generalización de la formación profesional dual, que combine el aprendizaje en el centro educativo y en la empresa; por romper los límites de nuestro actual sistema de acceso, muy restrictivo según ella, a la educación especializada de calidad (las personas que no han estudiado por la razón que fuere y que se quieran especializar después de haber acumulado experiencia laboral durante años deberían poder acceder a los másteres sin tener que exigirles que por ejemplo estudien una carrera); por las microcredenciales y certificaciones adaptadas a las necesidades de la industria; por la recualificación, la mejora de las cualificaciones y la actualización continua de las habilidades requeridas para las distintas ocupaciones (En Estados Unidos, el tiempo medio de permanencia en un trabajo es cuatro años. La vida media de una habilidad aprendida es de cinco. La mitad de lo que aprendiste hace cinco años es irrelevante. Casi todo lo que aprendiste hace diez años está obsoleto); por la implantación de un pasaporte de competencias digitales; por la formación digital del profesorado (¿Cómo esperamos exactamente tener estudiantes digitales con profesorado analógico?; Tan solo uno de cada cuatro estudiantes europeos tienen profes con competencias digitales); por la creación de cuentas personales, vales o tarjetas de crédito cargadas con una cantidad de dinero determinada disponible para la formación en competencias digitales; por el fomento de programas como los existentes en el Reino Unido: el “fondo universal de aprendizaje permanente” o la “garantía de competencias para toda la vida”, que ofrece a los adultos la posibilidad de realizar cursos universitarios gratuitos en ámbitos demandados por las empresas; por el uso de las redes sociales. 

En relación con las competencias, se subrayan las de comunicación, idiomas, creatividad, trabajo en equipo, empatía, liderazgo, flexibilidad, motivación, capacidad de decisión, orientación al detalle, capacidad para moverte [sic], pasión, espíritu emprendedor, gestión del tiempo, aprendizaje permanente, concentración, pensamiento crítico, confianza, automotivación, capacidad de aprender, perseverancia. Y todo ello con un indispensable contenido digital. Se da cuenta también del marco de referencia creado por la Organización Internacional del Trabajo sobre competencias clave para el trabajo en el siglo XXI, que las divide en cuatro grandes bloques: habilidades sociales y emocionales, habilidades cognitivas, habilidades para los trabajos verdes y habilidades digitales. De estas últimas se transcribe su clasificación en cinco áreas establecida por la Comisión Europea (información y datos, comunicación y colaboración, creación de contenidos, seguridad y resolución de problemas). 

Es aquí, en este asunto de las competencias, donde surge mi principal objeción al planteamiento de la autora. En un momento del libro podemos leer -bien es verdad que en boca de Luna, el personaje inventado por Velasco para “corporeizar” sus tesis- dictámenes tan categóricos como el siguiente: en mi experiencia no te hace falta una carrera universitaria para casi nada. Es algo impuesto por el sistema. A la hora de la verdad importan más otras cosas como la curiosidad, Cuando entrevisto a directivas me dicen que valoran más que una persona sea apasionada, resiliente y gestione su frustración para no rendirse ante el fracaso. Sin entrar a fondo -el tiempo lo impide- en el debate: ¿de verdad se cree que un empresario prefiere contratar a un candidato “resiliente” o capaz de “gestionar su frustración” para ocupar un puesto en una profesión o un oficio mínimamente consistentes antes que a otro con un conocimiento sólido de los componentes teóricos que definen dicho puesto? Para hacer frente a la complejidad del mundo que viene, ¿debe el sistema educativo “dimitir” de su vocación de enseñar contenidos rigurosos, para poner a sus alumnos, apelando precisamente a su inserción profesional en un mercado laboral cada vez más difícil, a aprender resiliencia, motivación y “capacidad para moverse”? Por resumir mi postura sobre el asunto: si la instituciones escolares proporcionan conocimientos profundos, serios y complejos, lo normal es que esa enseñanza incluya las competencias (el “mantra” de unas escuelas en las que se repite acríticamente la lista de los reyes godos hace cincuenta años que dejó de responder a la realidad educativa, pese a que siga usándose como caricatura para desacreditar la enseñanza “tradicional” desde los presupuestos de una innovación pretendidamente milagrosa), pues el “saber” verdadero lleva consigo, obviamente, pensar, aplicar, desarrollar, inferir, deducir, resolver problemas, extraer conclusiones, hacer… Pero, en el peor de los casos, si sólo se tienen “fríos” conocimientos abstractos, la adquisición de competencias a partir de ellos es siempre factible y más sencilla que el proceso inverso. Y es que lo contrario, enseñar competencias sin muchos y bien consolidados conocimientos previos, aparte de estéril (¿cómo se enseña a comunicar cuando no hay nada que decir?, ¿o a trabajar en equipo cuando no hay nada que aportar al esfuerzo común?, ¿o la resistencia al fracaso cuando la ignorancia ha de condenar cualquier esfuerzo a la ineficacia más rotunda?), convierte la posterior adquisición de estos saberes preteridos en una tarea que necesariamente conducirá a la frustración. En definitiva, y dando una respuesta al interrogante que abre el libro (siempre desde mi particular visión de los hechos): sí, un algoritmo puede acabar con el trabajo, sobre todo si es de escasa cualificación (incluso, cada vez más, aun cuando se cuente con una preparación superior a la media, dado el progresivo desarrollo tecnológico), pero que la forma de evitarlo sea formar en competencias devaluando los conocimientos rigurosos, la completa formación de base, es un disparate que convertirá a la mayor parte de la población (como ya lo está haciendo, de hecho) en cretinos digitales (como ya demostró en su obra de referencia, aquí comentada hace un par de años, Michel Desmurguet), alienados por los dispositivos electrónicos y manipulables por los poderes de turno. Conocimiento es empleabilidad (una noción esencial en este futuro ya presente); solo competencias, no tanto. 

El enfoque feminista del libro puede -y debe- compartirse en su mayor parte. Que las mujeres -en general; si hablamos en particular ya es otra cosa: hay mujeres profesionalmente destacadas por doquier- siguen aún siendo postergadas en determinados ámbitos de la vida laboral, en la promoción y los ascensos; que en el acceso al trabajo son discriminadas por los sesgos algorítmicos (En 2018 Amazon tuvo que poner fin a su algoritmo de contratación después de que se hiciera público que penalizaba los CV que contenían la palabra mujer); que soportan todavía salarios inferiores (aunque una afirmación tan categórica requiere un análisis matizado que ahora no estoy en disposición de hacer por falta de tiempo); que, como consecuencia de la maternidad (declinante en cifras globales en nuestro país), “cargan” a menudo con la doble jornada, tienen más dificultades a la hora de la formación y se enfrentan mayoritariamente a los problemas derivados de la conciliación; que -en el trabajo y fuera de él- están expuestas a episodios de acoso, hostigamiento y violencia -sexuales o no- injustificables, parecen hechos indiscutibles contra los que se debe reaccionar. Que el que muchas de esas situaciones injustas puedan verse potenciadas, y agudizadas las desigualdades aún hoy existentes, al digitalizarse las relaciones productivas sea también una verdad indudable no me resulta tan evidente pese a que Lucía Velasco parte de una premisa -las mujeres se enfrentan a barreras previas generalizadas- que la llevan a afirmarlo: menos tiempo para buscar empleo por su dedicación a los “cuidados”, menos movilidad por los riesgos en su seguridad física, menos acceso a la tecnología digital, menos participación en los campos de la ingeniería o las matemáticas sobre los que parece que girará la actividad laboral mayoritaria en el futuro. 

Sin embargo, esos puntos de partida -que explicarían intelectualmente la pervivencia de la discriminación femenina en el trabajo que viene- no me parecen del todo convincentes. Desconozco por qué son ciertas afirmaciones como “las ocupaciones más “teletrabajables” las tienen los hombres”, “si eres mujer joven de entre dieciocho y treinta y cuatro años tienes más probabilidades de perder tu trabajo”; y, de serlo, cuáles son las causas que las explican y si se deben a factores discriminatorios. No entiendo por qué si durante décadas se ha venido reivindicando -justamente- el valor de la conciliación -para hombres y mujeres-, ahora que se vería propiciada por el auge del teletrabajo se critica porque después de que habíamos conseguido salir de casa y repartirnos más las tareas […] es fácil que te vuelva a caer el peso de la historia patriarcal si teletrabajas (¿el problema no estaría en un reparto desequilibrado de las cargas familiares y no en que el teletrabajo que viene es un instrumento del “heteropatriarcado”?). Se me escapa por qué se da por hecho un tan estereotipado reparto de papeles en relación con el trabajo a distancia (a nosotras [las “buenas”] no nos va el presentismo ni tampoco creemos tanto en las redes de contactos para las promociones ni en los afterwork, ergo nosotras somos “diferentes”, esto es productivas, eficientes y no dotadas para perder absurdamente el tiempo, mientras que ellos [los “malos”] se entretienen en el trabajo con reunioncitas y charlas de cafetería antes de tener que ir a casa a compartir el cuidado de los hijos), y en cambio no se buscan razones que expliquen esa disparidad en, por ejemplo, la distinta atracción que ejercen las carreras STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, por sus siglas en inglés) para hombres y mujeres. Aquí no, aquí no caben diferencias de “raíz”, fundadas, quizá, en nuestras desigualdades biológicas (en el sexo y no en el género). Pero no, todo se explica por el género y, en consecuencia, por la larga mano del heteropatriarcado. 

Y sorprenden estas conclusiones, sobre todo porque Lucía Velasco reconoce -es un hecho objetivo fácilmente comprobable- que ya hay más mujeres universitarias que hombres y, además, sacan mejores notas. Y, sin embargo, a nivel mundial [sic], la matrícula de estudiantes femeninas en tecnologías de la información y las comunicaciones es particularmente baja (3%). ¿La explicación de la autora?: los prejuicios que se inoculan desde edad temprana; los estereotipos que desaniman a las chicas a decantarse por las matemáticas o las ciencias; las creencias, fuertemente interiorizadas al parecer, según las cuales ellos son más hábiles que ellas en estos campos; las normas sociales que moldean las aspiraciones de las niñas imponiéndoles sutilmente lo que una mujer debe hacer; la falta de información “apropiada” [de nuevo sic: no se echa en falta la información, sino la apropiada; ¿para qué fines?, ¿con qué sesgo?, ¿quién lo determina?] y de referentes para que ellas mismas no se desmotiven o vean las carreras STEM como un horror que no tiene nada que ver con quienes son; la falta de independencia financiera de las mujeres (¿en la España del siglo XXI?) ¿De verdad se cree seriamente que en las sociedades desarrolladas hay niñas que se ven privadas de desarrollar sus capacidades o su vocación científica porque, pese a cursar estudios de todo nivel -superior también- y obtener en ellos mejores notas, son “ciegas” ante dichas habilidades y oportunidades profesionales y se ven impelidas a seguir -sin duda de modo inconsciente, “zombies” ellas- los dictados que muy subliminalmente emite una sociedad machista? La propia autora incurre en una ostensible contradicción cuando, en otro momento de su texto se ve “obligada” a reconocer: La verdad es que no se sabe exactamente por qué […] las mujeres estamos tan infrarrepresentadas en este sector ni en estas disciplinas conocidas como STEM. No se sabe el porqué. Adiós -al menos a priori- a la “coartada” del heteropatriarcado opresor. Insisto, habrá que pensar más; habrá que pensar a fondo y sin anteojeras ideológicas. 

Otro tanto ocurre con las habilidades digitales de unos y de otras. Partimos, lo hace la autora, de una aparente igualdad de base: no estamos tan lejos en las competencias digitales básicas, más o menos, hombres y mujeres nos apañamos igual hasta los cincuenta y cinco años. Y pese a ello, el equilibrio se rompe a favor de los chicos cuando hablamos de programación: el 85% de ellos van a clases de código, mientras que ellas solo lo hacen en un 68% (los datos son también de Velasco). ¿Es también el machismo dominante el culpable de esta flagrante injusticia? Responde la autora: los chicos van más a clases de código, porque les gusta más. Les gusta más, así de simple, sin fuerzas ocultas, sin conspiraciones. Formados, libres y en uso de su voluntad, unos programan y otras no tanto; unas cuidan y otros no tanto (y viceversa). Habrá que pensar más. Habrá que pensar a fondo y sin anteojeras ideológicas. 

Lucía Velasco sin embargo, no da por buena esta libertad de elección. Como solo el 13% del alumnado de carreras STEM en España son mujeres, y en el mundo, representan solo el 35%, y tienden a estudiar ciencias de la salud más que ciencias aplicadas relacionadas con la tecnología, se ve en la necesidad de cambiar esa dinámica claramente negativa, teniendo en cuenta el futuro digital que se nos avecina, y concluye: no estamos en las carreras que hay que estar [sic por la sintaxis]. Las carreras “en las que hay que estar”. “Hay que”. Al margen de la voluntad, la decisión, la libre elección de quien las escoge. Yo, el Estado, el Gobierno de turno DIRIJO a las chicas a donde deben estar conforme a criterios superiores a los que les dictan su propia inteligencia y su propia capacidad de decidir el rumbo que debe tomar su vida. ¿Qué criterios?: Existe una segregación horizontal en cuanto a las habilidades que se fomenta que desarrollen niños y niñas a lo largo de su vida, y por ello, en estas profesiones tecnológicas no hay casi mujeres por culpa de sus años escolares con estereotipos interiorizados. Conclusión: Habrá que darle muy duro al techo de cristal; es decir: a adoctrinar en la escuela. 

Habrá que pensar. En esto coincidimos la autora y yo. Hay que pensarlo muy bien, señala Velasco en un momento del libro. Para añadir: Y analizar los datos (que no tenemos). Que no tenemos. No hay datos que expliquen por qué las mujeres -libres, formadas, independientes, emancipadas- no eligen cursos de programación, no se matriculan en carreras científicas, prefieren los cuidados. Habrá que pensar más. Habrá que pensar a fondo y sin anteojeras ideológicas. Pensemos, pues (y ya solo por hecho, por inducir a la reflexión, me interesa la obra). 

El libro se cierra con un capítulo final, “Caja de herramientas para gobernantes”, en el que se recogen las propuestas principales -casi todas con un alto grado de abstracción; un desiderátum más que un proyecto específico- que la autora sugiere a nuestros dirigentes para su aplicación en los próximos años. Citando a la Comisión Europea y a su presidenta, Ursula von der Leyen, que ha fijado la transición digital como una de sus prioridades estratégicas inmediatas, y la Brújula Digital, que la propia Comisión ha marcado con el horizonte de 2030, Lucía Velasco apunta ideas como la digitalización masiva; la creación de una fuerza de trabajo cualificada; la aprobación de nuevas reglas del trabajo acordes a las realidades laborales emergentes; la redacción de un contrato social actualizado; la implantación del indicador WARA (Workers at Risk of Automation); la iniciativa de la “búsqueda inversa”, en la que son los empleadores los que se ocupan de diseñar el perfil de aquellos a quienes han de contratar, sugiriéndoles incluso determinados itinerarios formativos; la protección a las personas, no a los empleos; el acceso universal a un mínimo de protección social; la prevención y el cuidado de la salud mental digital; la creación de un fondo personal para la educación a lo largo de la vida, de un pasaporte digital de competencias, de cuentas personales de formación digita, de escuelas de oficios digitales y aprendizaje en el trabajo; el establecimiento de planes de transición digital para empresas e instituciones; la exigencia de cumplimiento estricto de los derechos digitales en el ámbito laboral; la transparencia en el uso de los algoritmos y en el control humano; la regulación de los datos en el nuevo mercado laboral de los datos; la implementación de nuevas formas impositivas que incluyan la fiscalidad internacional, la de los robots y la de las empresas que no se ocupen de actualizar y formar a sus empleados; la simplificación del pago de impuestos de la ciudadanía en general; la garantía de la participación de la mujer en estos nuevos escenarios laborales. 

En fin, termino aquí esta extensísima reseña, prueba evidente de lo sugerente del este ¿Te va a sustituir un algoritmo? (y de mi irrefrenable tendencia a la “pesadez”). Una canción, ¡Oh, Algoritmo!, interpretada por Jorge Drexler con la israelí Noga Erez, cierra el espacio tras un breve fragmento del libro.


La automatización lleva tiempo entre nosotros. Comenzó en las fábricas que quedaban por irse con la globalización y ha seguido en forma de algoritmo camino de las oficinas y los servicios. Las plataformas han irrumpido en nuestras vidas para sacudir lo que llamábamos realidad laboral y nos han presentado innumerables retos, entre ellos la contratación de falsos autónomos de forma masiva o la gestión algorítmica donde las decisiones las toman los programas informáticos. Solamente con estos elementos ya se nos viene un cambio de tablero en la estructura vital para la que debemos prepararnos como personas, como gobiernos, como empresas y como sociedad en su conjunto. Como todo va a estar en constante cambio debemos ser capaces de adaptarnos a las distintas actividades profesionales que tendremos que realizar durante nuestra vida no lineal. Dependerá de nosotros esa capacidad. Tendremos que poner esfuerzo en entender qué nos gusta, en qué somos buenos y qué queremos hacer para orientarnos hacia ello, hay que trabajar el concepto de empleabilidad. Cuanto más empleables seamos menos miedo tendremos ante los cambios. Aceptaremos que la vocación puede cambiar varias veces en una vida, y que nosotros somos distintos cada vez que cambiamos de etapa vital. Ahora los cambios también serán más completos y probablemente saltemos de sector o de actividad. ¿Cómo podemos estar preparados para esos cambios internos y externos que nos va a tocar vivir?
   
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Lucía Velasco. ¿Te va a sustituir un algoritmo?

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