Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de enero de 2023

REGALOS POSNAVIDEÑOS (II) 

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro os ofrece esta semana la última emisión de la serie navideña en la que, desde mediados de diciembre, os estoy proponiendo sugerencias de lectura muy distintas, unidas por un doble eje organizador: libros atractivos en sí mismos, recomendables para cualquier lector por el propio interés que encierran y, a la vez -y aquí es donde comparece el carácter navideño del ciclo-, muy adecuados para el regalo, en tanto que, en su diversidad, cada uno de ellos puede encontrar un destinatario propicio, que “encaje” y se acomode a alguna de las muy variadas alternativas presentadas. Desde esta lógica, hasta ahora, en dos programas prenavideños y uno posnavideño, he traído aquí, agrupados por géneros, obras de narrativa, de poesía, libros de fotografía, de cine, de música, de arte, cómics, extraños textos de memorias y hasta un inusitado tratado matemático que nos instruía acerca del arte y la técnica de fabricar relojes de sol. En total han sido veintitrés mis recomendaciones, un intenso y algo desbordante elenco de propuestas con las que he querido proporcionar ideas de regalos literarios acordes a casi cualquier tipología de lector. 

Hoy la serie llega a su fin -continuarla hubiera supuesto estirar hasta el límite, de manera excesiva, la excusa de las Navidades, prolongándolas artificialmente hasta finales de enero- con, aún, media docena larga de libros de difícil catalogación en un ámbito concreto, inclasificables, pues, en cierto sentido. Rarezas, podríamos decir, a caballo de diversos géneros: novela gráfica con tintes autobiográficos y destacada presencia musical, ensayos poéticos, diccionarios muy personales, textos de filosofía cotidiana, recopilaciones de aforismos, entre otros singulares especímenes. Libros breves, en casi todos los casos; de, como digo, muy distinta naturaleza, planteamientos y propósitos, aunque coinciden, en su mayor parte, en favorecer una lectura algo dispersa, no tan lineal como suele ser habitual, menos concentrada; más, quizá, fragmentaria, permitiendo al lector espigar, entre las páginas de los volúmenes de la heteróclita muestra, pasajes, reflexiones, pensamientos, historias, relatos, ideas, episodios o “estampas” que no requieren el rigor de una atención continuada. Aunque, como se verá, entre ellos “hay de todo”, tan híbrido y heterogéneo resulta el conjunto de mi oferta de esta tarde. 
 
Empezamos con El libro de las lágrimas, un triste pero estimulante libro de la norteamericana Heather Christle, escrito originariamente en 2019 y publicado por la editorial Tránsito en noviembre de 2020 con la traducción de Magdalena Palmer. Christle es una joven poeta, nacida en 1980, autora de cuatro libros del género, y presencia habitual con sus poemas en distintas revistas literarias estadounidenses. Profesora de escritura creativa en la Universidad, El libro de las lágrimas es su primera obra de no ficción y también su primera obra traducida al español. 

En su nota introductoria, la autora escribe: Este libro empezó hace cinco años, cuando me planteé qué aspecto tendría un mapa de todos los lugares donde había llorado; fue una idea que trasladé a mis conversaciones con amigos sin saber cuántos años y páginas crecerían a su alrededor, sin saber cuánto cambiaría mi visión sobre las lágrimas. Estas páginas son un testimonio de esa época y lo que aprendí. Y de lo que sigo aprendiendo. Y en eso consiste, precisamente, el libro: en una mezcla de ensayo, poesía y biografía personal que enlaza datos científicos e incorpora referencias culturales, estudios sociológicos, datos históricos y citas literarias sobre las lágrimas con experiencias íntimas de la escritora en las que el llanto aflora a su vida; todo ello presentado con una voluntad y un estilo en los que se percibe con claridad la condición de poeta de su autora. Estructurado en párrafos en general muy cortos, separados por asteriscos, de modo que cada uno de ellos opera como una suerte de aforismo o microrrelato, que inducen a la reflexión y propician la degustación demorada (este carácter fragmentario del libro lo hace muy radiofónico, de modo que me permito adelantar que tendrá su acomodo en programas futuros de Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca), en El libro de las lágrimas se imbrican ambos planos, la situaciones “lacrimógenas” vividas por Christle, con las investigaciones y los estudios sobre tan sorprendente fenómeno, el libre fluir de las gotas que anegan en llanto nuestros ojos en determinadas ocasiones, todas emotivas aunque no siempre tristes, de nuestras vidas. 

En el plano personal, son muchas las experiencias relatadas en las que la hipersensibilidad de Heather Christle fragua en desconsuelo, lloros, tristeza, lamentos o sollozos: la depresión profunda, las ideas de suicidio, un aborto no querido, la muerte de un amigo, la complicada vivencia de un embarazo, la aún más conflictiva de la maternidad, los problemas psicológicos -ciclotimia, ansiedad, desesperación, trastorno bipolar “light”-, las sesiones de terapia, el carácter estricto y rígido, y su corolario, la inflexibilidad y la autoexigencia, sumen de continuo a la narradora en episodios de llanto incontrolable. La vertiente ensayística de la obra se nutre de las conversaciones sobre el tema con familiares y amigos, la consulta a libros y bases de datos, la visita a archivos y bibliotecas y el acopio de referencias de fuentes muy diversas, de las que da cuenta el largo elenco de notas finales -cerca de doscientas- y la treintena de menciones a escritores y fotógrafos a los que se cita en un último apartado de “Permisos” como autores de los textos e imágenes usados en el libro. 

Las aproximaciones al objeto del libro son muy variadas. En una enumeración algo caótica y desordenada: la duración del llanto; sus ostensibles repercusiones físicas; las ventajas de llorar frente al espejo; el coche como espacio propicio a las lágrimas, el lugar físico en que se encuentra quien solloza (Una cocina es la mejor habitación —es decir, la más triste— para llorar. Un dormitorio es demasiado fácil, un cuarto de baño demasiado privado, una sala demasiado formal); las lágrimas provocadas por la belleza de un texto, de una película, de una determinada situación; el llanto como liberador del estrés; el recuerdo de las primeras lágrimas; el llanto de los niños; las lágrimas en apariencia injustificadas y extemporáneas; los lloros en público; la desesperación que conlleva el ver llorar a los padres; la pena por la muerte de un ser querido; la emoción lacrimógena que nos asalta frente a los animales muertos (Ya no permito que los animales atropellados en la carretera me hagan llorar, escribirá Christle, en lucha con su emotividad desbordada); el llanto nocturno, con sus connotaciones de soledad y desvalimiento, de indefensión e impotencia; las lágrimas sinceras y las fingidas, las artificiales, el falsillorar utilizado como estrategia; el llanto de Peter Pan, incapaz de pegar su sombra al cuerpo; el lloro de quienes se angustian por una posible desgracia futura; las lágrimas de los elefantes; las de los recién nacidos; las lágrimas “provocadas” de los actores (con esta anécdota deliciosa: Un director quería que la joven Shirley Temple llorase en una escena de su película y le dijo que «un hombre feo, verde, con los ojos color sangre había secuestrado a su madre». Temple lloró y la cámara filmó. Tanto Temple como su madre se enfadaron al enterarse del innecesario engaño del director, pues la joven actriz ya sabía llorar a voluntad si la escena se rodaba por la mañana, antes de que los acontecimientos del día «diluyeran su ánimo melancólico». «Llorar es demasiado difícil después de comer», afirmó Temple); las que siguen a ciertas borracheras; las de las madres arrobadas ante sus pequeños; las de las viudas de los marineros (Una crueldad específica de perder a alguien que ha desaparecido en el mar es la incertidumbre de cuándo deben empezar las lágrimas. ¿Hoy? ¿Mucho tiempo antes? La niebla empaña la respuesta); las diferencias químicas entre las lágrimas de tipo emocional y las que produce la irritación física, entre las lágrimas psicogénicas de la tristeza y las lágrimas irritantes de la cebolla, a partir de “La topografía de las lágrimas”, el estudio de Rose-Lynn Fisher consistente en una serie de fotografías de lágrimas secas tomadas a través de un microscopio; el fascinante descubrimiento de que el sistema lagrimal se desarrolló por primera vez cuando los peces se convirtieron en anfibios terrestres. Dejamos el agua y empezamos a llorar por el hogar que habíamos abandonado, en frase de la autora que revela el mencionado aliento poético que atraviesa el libro. 

La dimensión sociológica y hasta política de El libro de las lágrimas, muy notoria, se muestra en las reflexiones sobre el llanto de las mujeres; la naturaleza mítica de la vulnerabilidad femenina; la maternidad; las consecuencias que tienen las lágrimas según la pertenencia a un grupo social de la persona que las genera; el racismo y las “lágrimas blancas”, las que vierte una persona blanca que de pronto es consciente del racismo sistémico o de su propia implicación en el supremacismo blanco; las lágrimas y la locura (Esta semana he llorado todos los días, a veces durante horas. Me oigo describir la intensidad de las lágrimas, me oigo sollozar en el suelo de la cocina sin motivo, «como una loca». ¿Por qué «como»? En estos momentos lo soy. Soy una loca). En fin, un pequeño gran libro, triste y hermoso, que os recomiendo vivamente. 

Algo triste es también, ya desde su título, Todas las canciones tristes, un muy reconocido cómic de la artista norteamericana Summer Pierre publicado por Libros Walden en septiembre de 2021, con la traducción de Manuel Moreno. Con él ofrezco a nuestros oyentes la posibilidad de un regalo muy apropiado para un público más joven, pues tanto la temática del libro, como el planteamiento a través del cual se desarrolla la idea en torno a la cual se organiza y su realización gráfica, pienso que pueden encajar con una sensibilidad y unos hábitos de lectura y “consumo” cultural más juveniles. Summer Pierre, que ya no lo es tanto (aunque no he logrado saber su edad exacta, está claramente por encima de los cuarenta, aunque, en las fotos que de ella se muestran en internet, mantiene un aspecto desenfadado y jovial), es la creadora del aclamado cómic autobiográfico Paper Pencil Life. Su obra ha aparecido en The New Yorker, The Comics Journal, Pen American o The New York Times. En 2019, Todas las canciones tristes fue nominado al prestigioso Premio Eisner, quizá el más importante de la industria del cómic, en la categoría “mejor obra basada en la realidad”. Es autora también de un cómic sobre Sylvia Plath y, al parecer, está preparando otro sobre su madre. 

En el libro que ahora os presento ofrece al lector un viaje al pasado, al suyo propio a comienzos de la década de los noventa, punteado por la música que esos días envolvía su vida. La protagonista de su historia, expresa y obviamente autobiográfica, aparece ante nosotros en 2017, en el Valle del Hudson, Nueva York (en donde vive actualmente la artista con su marido y su hijo) atascada en la realización de un cómic sobre música. Una “incursión” en el sótano de su casa le permitirá reencontrarse, entre cajas con diarios y viejas libretas,con  decenas de cintas de casete (concepto que no sé si exigirá una aclaración para esos jóvenes actuales a los que creo entusiasmar el libro; démoslo por sabido, aunque la reflexión sobrevenida me hace dudar acerca de si he acertado o no en mi optimista designación del target del cómic, más cerca, pienso ahora, sobre todo en lo musical, de los ya talluditos miembros de la generación X que de los muy reguetoneros mileniales) en las que, un cuarto de siglo atrás, grababa sus canciones favoritas. El hallazgo opera como desencadenante de la memoria, y los recuerdos, avivados por el poderoso acicate de la música, darán pie al hilo conductor de su relato, que, en un largo flashback (en el que se intercalan frecuentes “vueltas” al presente) que se retrotrae a 1991, con Summer viviendo en una residencia universitaria en Vermont, describirá aquellos años, su viaje de California a Boston, sus primeros pinitos en clubes de folk y bares de monólogos en la capital de Massachusetts, los viajes en coche, las amistades, sus tormentosas relaciones sentimentales, alguna especialmente dañina, con severos efectos psicológicos, la búsqueda del amor y, sobre todo, la de la propia identidad, en una trayectoria que, salvando las peculiaridades específicas del entorno norteamericano, puede ser la misma que la de cualquier joven actual. Pero lo singular de este itinerario vital estriba en el punto de vista que la dibujante elige para narrar las peripecias de su “alter ego”. Y es que los episodios y las personas del pasado comparecen en la memoria de la protagonista, y por tanto en el libro, “despertados” por la fuerza evocadora de las canciones que ella misma grabó en cada momento de su vida. Es, en este sentido, esclarecedora la cita de Tom Waits que abre el libro: Quería vivir en una canción y no volver nunca. Así, las apenas cien páginas del cómic aparecen atestadas de referencias a temas musicales, en reminiscencias sonoras en las que canciones y experiencias brotan indisolublemente unidas (hay algún “inciso”, contado desde el presente de la narradora, en torno a la recuperación de habilidades cognitivas perdidas por los enfermos de Alzheimer, a través de la escucha de música de su infancia o su juventud). Esta circunstancia dota al libro de un tono inevitablemente melancólico, con la nostalgia impregnando cada remembranza, acrecentada además por la escucha -altamente recomendable durante la lectura del libro- de la exhaustiva banda sonora que lo acompaña, plasmada, al final de cada uno de sus seis capítulos, en los dibujos de las cintas con la lista de los temas correspondientes, alusivos a los hechos narrados en cada uno de ellos. Recopilaciones grabadas para estudiar, para los momentos tristes, para los alegres, para largas caminatas, selecciones de canciones de intérpretes femeninas, incluso alguna muestra de composiciones de la propia Summer Pierre, en un elenco muy completo de la música de aquella época de la que la entrada correspondiente al libro en la página de la editorial Walden ofrece una lista de reproducción de setenta y cinco canciones: Bruce Springsteen, Tom Waits, Lizz Phair, The Smiths, Sharon Van Etten, Vic Chesnutt, Jolie Holland, Tori Amos, Lisa Germano, Damien Jurado, Cocteau Twins, The Cure, Portishead, P.J. Harvey, Hole, Aimee Mann, Emmylou Harris, Indigo Girls, Mazzy Star, Nick Cave, Patti Smith, Suzanne Vega, Sinéad O’Connor, Elvis Costello, Lou Reed, Joni Mitchel, The Beatles, Simon & Garfunkel, Bob Dylan, Leonard Cohen, Cat Stevens, Gillian Welch o Van Morrison, en una nómina con una destacada presencia de mujeres. 

Unas palabras finales, antes de pasar a mi siguiente propuesta, en relación con la vertiente gráfica del libro. El dibujo es sencillo, algo infantil, aunque cada personaje tiene su propia expresividad y, en su rostro y en sus gestos, manifiesta su carácter singular. En la página se alternan viñetas de distintos tamaños y formas, en algunos casos textos exentos, sin dibujo. El telón de fondo de cada dibujo se “construye” de modo muy sutil y casi imperceptible, con un minucioso rayado cruzado que resalta a unos personajes que, a menudo, se ven envueltos en nubes pobladas de letras de canciones y notas musicales. El resultado, con ese toque naif, es muy sugerente y agradable. 

Mi tercera invitación de esta tarde es, también, algo extravagante y, en cualquier caso, poco convencional. Se trata de Metafísica del aperitivo, un librito del francés Stéphan Lévy-Kuentz, publicado en su país en 2019 y que vio la luz en el nuestro en 2022, en la cacereña editorial Periférica con la traducción de Laura Naranjo Gutiérrez. 

Stéphan Lévy-Kuentz es un “intelectual francés” -una categoría en sí misma, como ya he comentado aquí hace unos meses al hablar de Serge Koster-, filósofo, culto, erudito, un sabio algo pedante; aunque con el “toque” mundano, hedonista, un punto sofisticado y sensual, vividor, en suma, que caracteriza esa bien reconocible tipología, tan frecuente en el país vecino. Poeta, novelista, crítico de arte, ensayista y experto en cine, con estudios de Filosofía y Estética, es guionista -junto a su padre y su hermano- de una docena de películas sobre destacadas figuras del mundo del arte, Man Ray Paul Klee, Yves Klein o Alexander Calder, tal y como nos informa la nota editorial que acompaña al libro. Este doble carácter, ilustrado y epicúreo, racional y refinado, comparece en las poco más de cien páginas -en octavo menor, además, un formato que cabe en una mano- de Metafísica del aperitivo, una obrita muy interesante de la que constituye un excelente resumen las tres citas con las que se abre. La primera de ellas, Pronto nos daremos cuenta de que lo más importante ya no es morir por las ideas, los estilos, las tesis, los eslóganes, las creencias, ni aferrarse a ellos ni concentrarse en ellos, sino más bien retroceder un paso y tomar distancia de todo lo que nos ocurre, del escritor polaco Witold Gombrowicz, nos adelanta ya el escepticismo intelectual, la mirada sosegada y algo descreída sobre el mundo que se vislumbra tras las reflexiones de Lévy-Kuentz. La segunda cita, del austríaco Thomas Bernhard, anticipa la estructura y el tono del libro: fragmentario, digresivo y algo caótico, muy alejado de cualquier pretensión totalizadora, de cualquier intento de crear un cuerpo cerrado, completo, acabado, de pensamiento sobre el tema objeto de su análisis: En realidad, sólo amamos los libros que no forman un todo, que son caóticos, que son incapaces. Y es así con todo […], nos unimos especialmente a un ser porque es incompleto e incapaz, porque es caótico e imperfecto. Por último, la estimulante reflexión de Fernando Pessoa, Un hombre dotado de la verdadera sabiduría puede disfrutar del espectáculo entero del mundo desde su silla, sin saber leer y sin hablar con nadie, gracias al uso de los sentidos y a un alma que desconoce la tristeza, nos pone directamente en contacto con el tenue hilo argumental (si es que cabe tal expresión en un libro tan deshilvanado -dicho sea en el mejor sentido: divagatorio, disperso, intelectualmente errabundo- como el que ahora os presento) que “enlaza” los muy breves dieciocho capítulos del acogedor volumen. 

Tras un largo deambular por París, nuestro protagonista decide sucumbir al ritual del aperitivo, concediéndose una hora de eternidad, una franja de tiempo suspendido que significa libertad. Localiza una terraza en un típico bistró de Montparnasse, y, en ella, un puesto de observación idóneo, ligeramente apartado, ni demasiado expuesto ni demasiado aislado, una atalaya que garantice un ángulo de visión propicio para la observación, sin vecinos desagradables, donde no haya clientes de voz potente ni mobiliario que te estorbe la vista. Instalado ante su velador, solo, embargado por un sentimiento de plenitud, reclinado en la silla con una ligera sonrisa en los labios, se apresta a dejar pasar el tiempo emprendiendo un lento y apacible viaje introspectivo, una meditación impremeditada (valga el extraño oxímoron) sobre el tiempo, la vida y sus circunstancias, siguiendo la estela de Louis-René des Forêts, una de las innumerables referencias literarias, filosóficas y, en general, culturales, que salpican un texto que rezuma sabiduría y erudición por su cuatro costados: Era grato pensar que podría entregarme con total tranquilidad al placer de contemplar algo en vivo sin necesidad de intervenir; lo único que deseaba era recluirme en un rincón rodeado del humo del tabaco, la música y las risas, pero a solas, para observar ávida y lúcidamente un espectáculo lleno de vida en el que me gustaría no tener que participar». Metafísica del aperitivo es el resultado de esa observación, una suerte de ensueño […] entre relato, poema y ensayo. El libre discurrir de la sensible inteligencia de Lévy-Kuentz salta de un tema a otro, se detiene aquí, profundiza allá, para alejarse, ligero, volando hacia un nuevo centro de interés. Alentada su curiosidad por los episodios del cotidiano acontecer que -en el fondo un voyeur- escruta con mirada perspicaz desde su atalaya, estimulado por la tenue, placentera y progresiva embriaguez -muy moderada y solo levemente “desbocada”, aunque sugerente, excitante- de la bebida (quizá una copa de brouilly, de chardonnay, de pinot noir o de petit chablis; al final será una de irancy), se abandona a la fantasía, a los sueños, a los recuerdos, en un proceso que tiene a la vez algo de conciencia extrema de sí mismo y de nebuloso olvido de su identidad. Se demora en el examen de sus manos apoyadas sobre los muslos (y su vida entera discurre en la remembranza de los muchos momentos en que ellas fueron protagonistas: de los juegos infantiles, del trabajo en el campo, de la escritura adulta, de las escenas amorosas: Unas manos que se deslizaron por entre los rizos sedosos de alguna amante que llevaba mucho tiempo casada con otro); observa a una pareja que se pelea y rompe abruptamente en la mesa de al lado (y entonces aflora la vasta cultura de nuestro espectador -¿Acaso el desdichado habrá citado a Franz Liszt? «Usted no es la mujer que me conviene, sino la mujer que quiero.» ¿O a Oscar Wilde? «Echan a perder todas las historias de amor intentando que duren para siempre.»- que lo conducirá a las reflexiones sobre el amor y la entrega, la posesión, las peripecias sentimentales; lo distrae el estruendo de una ambulancia que atraviesa el cruce con su horrible sirena. ¿Quién irá tumbado dentro y en qué estado? ¿Qué le habrá ocurrido? ¿Su pronóstico vital será grave?; barre con la mirada las ventanas de enfrente e imagina la vida cotidiana que se desarrolla tras ellas: Los presentes, los ausentes, los demás. Y también, esas camas deshechas, esos cuencos de cereales olvidados en la cocina, esas escaleras enceradas, esas cortinas descoloridas, esos gatos ovillados, esos somníferos en las mesitas de noche, esas plantas suculentas llenas de polvo, esas obras de arte sin valor real, esas bibliotecas heterogéneas, esas habitaciones infantiles llenas de juguetes variopintos y esas escobas y plumeros en la oscuridad de los cuartos de la limpieza; elucubra, con un punto de exagerado disparate, altas dosis de conocimientos, ostensibles muestras de humor y una muy sugestiva mezcla de vitalismo y melancolía, sobre todo lo divino y humano: la construcción de la identidad, la difusa frontera entre ficción y realidad, la ridícula y colonizadora omnipresencia de los artilugios electrónicos; la absurda deriva de los tiempos (en una mirada algo apocalíptica pero no del todo desesperanzada: un siglo que ha alumbrado la penicilina y a Fred Astaire no puede ser malo del todo); para acabar su breve periplo en una “escena” final, que queda abierta y sin resolver, en una vuelta de tuerca postrera inesperada, sorprendente y que encierra una sombría amenaza que, obviamente, no puedo desvelar. Otra lectura muy aconsejable que defiende una visión de la existencia sosegada, lenta, reflexiva, pausada y tranquila, apacible y silenciosa, muy alejada, por desgracia, del mundo que nos ha tocado vivir. 

En esos mismos parámetros se inscribe la cuarta recomendación de este programa misceláneo, una coincidencia que ya es perceptible desde el mismo título del libro que ahora os presento: Alabanza de la lentitud, escrito por Lamberto Maffei, un venerable médico e investigador italiano, nacido en 1936. Se trata de un muy breve ensayo, a caballo de la ciencia y las humanidades -aunque el autor niega la diferencia entre los dos ámbitos-, publicado en Italia en 2014 y en nuestro país dos años después, bajo el sello de Alianza editorial y con traducción a cargo de Carlos Olalla Linares. 

Maffei ha llevado su desempeño científico en el campo de la neurofisiología, ejerciendo como profesor de Neurobiología e investigador en numerosas universidades italianas y extranjeras. Es, igualmente, miembro de la Academia Europea y de la Academia Estadounidense de Artes y Ciencias. Esta vertiente científica de su personalidad aflora de continuo en el libro, que, pese a su corta extensión y su carácter abiertamente divulgativo, está impregnado de referencias técnicas pertenecientes al dominio de la disciplina del profesor italiano, con menciones constantes al cerebro, a sus dos hemisferios, a las áreas en las que se procesan los distintos estímulos, las percepciones, los sentimientos y las ideas, a los mecanismos cerebrales que guían las reacciones del organismo humano. No obstante, pese a que sin ese conocimiento científico básico puede haber pasajes que resulten algo más arduos, el ensayo, aunque exigente, es asequible para cualquier lector con una cultura media y una disposición favorable hacia el aprendizaje. 

En un comienzo que encierra un homenaje explícito a Moby Dick -la cultura humanística de Maffei es sobresaliente y se manifiesta de manera constante entre las páginas de su obra-, el autor revela que, hallándose en Florencia por motivos de trabajo, tuvo tiempo para visitar el Salón de los Quinientos, la más destacada Sala del formidable Palazzo Vecchio. Allí, entre los imponentes frescos de Vasari (el encargo de decoración del lugar involucró, de entrada, a Leonardo y Miguel Ángel, pero ninguno de los dos pudo terminar la obra, siendo Vasari el responsable último de la ornamentación de la inmensa Sala), nuestro profesor descubrió en el techo unas extrañas imágenes. Se trata de unas tortugas -de una de las cuales se ofrece una fotografía en el libro- que llevan sobre el caparazón una enorme vela hinchada por el viento. Mirándolas atentamente, Maffei descubrirá también la leyenda que las acompaña: festina lente -“apresuraos con lentitud”- (un lema muy común, por cierto, en los relojes de sol, que os traje aquí antes de las vacaciones navideñas con el por muchos motivos extraordinario libro Diseño y construcción de relojes de sol y de luna, de Rafael Soler Gayá, aún presente en Radio Universidad a través de la serie de cuatro programas -esta semana ha salido al aire el segundo- que le estoy dedicando en mi otro espacio en la emisora, Buscando leones en las nubes). Ese hallazgo, y su simbolismo, evidente aunque algo ambiguo: la tortuga simboliza la lentitud; y la vela hinchada por el viento, la velocidad, propicia las reflexiones del autor (En un mundo que corre vertiginosamente, con lógicas muchas veces incomprensibles, se nos plantea con fuerza el problema de la lentitud, como una meta del pensamiento y del camino a recorrer. Caminar a mayor velocidad no equivale a conocer mejor lo que ofrece la vía y nadie quiere llegar antes al final de su propio camino) y constituye el desencadenante último de su libro, de cuyo propósito indisimulado da cuenta su título: una alabanza de la lentitud en un mundo acelerado y frenético: Cuando la realidad presente se traduce en correr hacia metas poco claras e incluso misteriosas, escribir tweets o sms, enterarse de noticias por la televisión sin tiempo de plantearse si se trata de una información verdadera o manipulada, me entran ganas de recorrer el tiempo en sentido inverso, huir de una cultura fundamentada en la rapidez de la comunicación visual y regresar al ritmo lento del lenguaje hablado y escrito

El estudio, partiendo de esa voluntad de pensar -y vivir- a contracorriente, se adentra desde este inicio en el terreno de la neurobiología, con la constatación de que el cerebro humano posee tanto mecanismos de respuesta al medio, ancestrales y rápidos, automáticos o casi automáticos, como otros más lentos aparecidos con posterioridad. Los primeros son en gran medida inconscientes; en cambio, los segundos son fruto del razonamiento. Los “engranajes” cerebrales del pensamiento rápido están vinculados a la supervivencia y se retrotraen a los albores de la humanidad, hace más de dos millones de años. En ellos -anclados, en general, en los genes, en la biología- predominaban las reacciones automáticas o semiautomáticas, porque el australopithecus debía responder con rapidez a los peligros que amenazaban su supervivencia. A ese ámbito pertenecen las respuestas del cerebro a entradas sensoriales, los reflejos “no condicionados”, innatos o no sometidos a la voluntad del hombre, como cuando vemos un tigre y huimos sin preguntarnos si no será una sombra inocua o cuando retraemos rápidamente un miembro porque ha recibido un estímulo doloroso. También se incluyen en esta categoría los “reflejos condicionados”, que son comunes muchas veces a miembros de una determinada sociedad, dependen de los usos y costumbres de un grupo de individuos y son importantes para la vida social, hasta el punto de constituir las bases de la llamada buena educación: al saludo de «buenos días» se responde por lo común en el mismo tono
 
Por el contrario, la segunda modalidad, el sistema lento, es propia de los animales superiores y se halla especialmente desarrollada en el ser humano; no es sólo un producto de la evolución biológica, sino también de la evolución cultural. El sistema lento es obviamente consciente, e inherente al control que ejerce el individuo sobre su propia vida, es decir, allí donde el contexto lo hace posible, es inherente a sus elecciones en cuanto al uso del tiempo a su disposición y a sus relaciones con otros seres humanos, con otros organismos y con el ambiente que lo circunda. A él pertenecen la estructuración temporal del pensamiento, la reflexión, la lógica matemática, el deseo de conocer la naturaleza y la medicina, la contemplación y la poesía. Y es ese universo el que Maffei quiere preservar ante la amenazante y excesiva supremacía actual de los mecanismos rápidos del pensamiento (el mundo moderno de la prisa, de los traslados, del consumismo y de la tecnología), que solo conduce a una vida estresante y desequilibrada. 

Y a tal propósito dedica su ensayo, que aborda recorriendo interesantes cuestiones como la importancia del ocio; el estudio de la plasticidad del cerebro; los mecanismos de la percepción del tiempo; los efectos neuronales de la edad y la vejez; el deterioro cognitivo acrecentado por los estresantes hábitos sociales actuales; la fundamentación neurológica del lenguaje y el pensamiento racional; el debate -actualmente desequilibrado en un sentido- entre lo analógico y lo digital y el auge de la inteligencia artificial (aunque el sintagma no aparece en su literalidad), con calas en la literatura y el cine -Frankenstein, 2001, Odisea en el espacio, Matrix- y en el arte -el cuadro de Leonardo da Vinci que representa a San Juan Bautista con el largo índice enhiesto-; la celeridad de nuestros días, marcados la fugacidad, la velocidad, la rapidez, el frenético progreso (hoy en día la ciencia, y sobre todo la tecnología, corren a tal velocidad y los productos se renuevan con tal rapidez que el ciudadano se ve obligado a darse prisa para ponerse al día y modificar su conducta aprendiendo nuevas técnicas en esotéricos manuales de instrucciones. Piénsese en la velocidad con que se renuevan los ordenadores, las tabletas, las televisiones, los móviles y en general las formas que adopta la comunicación, de modo que la percepción del tiempo se acelera y parece que los días son más cortos. El tiempo ha sufrido una aceleración y el final del camino llega antes; quizá por eso, al alargar la duración de la vida, la medicina nos ha dotado de más tiempo para recorrerla, para que tengamos la impresión de que el «paseo» dura lo mismo. Se ha producido una desarmonía entre el progreso de las técnicas y su metabolización, lo cual genera la ansiedad de la carrera por estar à la page, por ser modernos y a veces, pienso yo en los momentos de pesimismo, para morirnos antes. Incluso las relaciones afectivas se han hecho rápidas, con interrupciones frecuentes, y hasta los programas de gobierno a largo plazo son raros, porque predomina la resolución inmediata, de corto alcance, que se cambia en pocas semanas –al menos en Italia– y busca sólo el consenso), que conducen a la desaparición de la paciencia, a la pérdida de la memoria, a la preeminencia del mercado, a la bulimia del consumo, y a la anorexia de los valores, consecuencias -hijos- del pensamiento rápido; las negativas repercusiones de todo ello en la enseñanza, con la sobredimensionada relevancia de la instrucción tecnológica y la postergación de las materias y los estudios humanísticos; la importancia de la creatividad, encarnada en artistas y científicos; las conexiones entre el pensar y el comer, con una breve incursión en el universo slow también en la cocina, como réplica a la enfermiza fast food

Pese al enfoque académico y discreto, ponderado y ecuánime, Alabanza de la lentitud encierra un firme alegato contra las urgencias de esta era digital, como puede observarse en este texto que Maffei incluye en las páginas finales de su libro: En efecto, el pensamiento rápido, tan importante para eludir los peligros, puede enmascararse y convertirse en un embeleco, en una sirena que nos dirige a metas inexistentes, cuyo canto, difundido por los medios, resulta fascinante para algunos, aunque para otros, entre los que me cuento, parezca irracional y absolutamente carente de poesía. Hay que atarse al palo mayor, como Ulises, y tapar con cera los oídos de todos los que pudieran desatarnos, para oír el canto de las sirenas sin que nos conduzca a la ruina. Pero este es ya un acto del pensamiento lento, de la crítica, de la reflexión. El éxito evolutivo de los hombres rápidos traería la desaparición de todos los actos considerados inútiles, como la contemplación, la poesía y la conversación por el placer de charlar, y traería también un arte nuevo, el de la rapidez, donde la poesía sería un tweet y la pintura una pincelada

Para cerrar esta ya desmesurada reseña (de la que voy a descartar otra media docena de títulos que me gustaría recomendar, todos propuestas muy singulares que encajarían en el carácter heterogéneo y misceláneo que impregna la emisión) quiero recomendaros tres libros más, dos de textos breves, de carácter y propósito aforísticos, y un tercero epistolar, para que no se diga que en mi amplia serie de propuestas pre y post navideñas no están representados casi todos los géneros. Empiezo con un “antidiccionario”, si cabe el término. Se trata de Verbolario, el sorprendente best-seller (modesto en su éxito, teniendo en cuenta la naturaleza algo excéntrica de su planteamiento; aunque de amplia e inequívoca relevancia, concitando el apoyo entusiasta de creadores tan significados como Fernando Aramburu, Laura Fernández, Ana Iris Simón, José Luis Garci, Sergio del Molino, Juan Gómez-Jurado o Jesús García Calero, todos colaboradores habituales de los diarios El País y ABC, en una muestra del extenso arco en el que pueden encontrarse sus admiradores), escrito por Rodrigo Cortés y presentado en septiembre de 2022 por la editorial Penguin Random House. 

Rodrigo Cortés, gallego de nacimiento pero vinculado a Salamanca desde muy pequeño, es director, productor y guionista cinematográfico, con una carrera de destacada repercusión en Hollywood (ha trabajado con Robert de Niro, Sigourney Weaver, Ryan Reynolds o Uma Thurman), y también escritor, con un par de novelas y otros dos libros misceláneos en su haber. 

Yo llevo leyendo a Rodrigo Cortés muchos años, desde que, hace casi ocho, el 1 de agosto de 2015, empezó a colaborar diariamente en el ABC (periódico que yo compro los sábados, por su formidable suplemento cultural), con sus mínimas y muy peculiares definiciones. Cada día, durante un total de dos mil quinientos, Cortés dejaba huella de su ingenio, presentando una palabra común del diccionario pero dándole la vuelta, quebrando su literalidad, abriéndola a extrañas conexiones ocultas, mostrando su otra cara, forzando su interpretación previsible, desbrozándola, eliminando los elementos consabidos, esperables, de su significado “normal” y desvelando sus secretos; imaginando para ella, en una operación entre lúdica y poética, teñida siempre de un sutil e inteligente humor, otras acepciones impensadas, otros sentidos insospechados, que a la luz de su inteligente mirada se revelan más exactos, más sabios, más verdaderos que los originales que aceptamos en su uso cotidiano. Como señala el propio autor en su ilustrativo prólogo: Ocho años —y los que Apolo disponga— de desnudar palabras, de esquivar su significado común para tratar de alcanzar el verdadero

Esas colaboraciones, esas dos mil quinientas palabras, que con paciencia y perseverancia infinitas, ha ido pergeñando Cortés a lo largo de estos años, integran ahora Verbolario, una maravilla también desde el punto de vista formal, un volumen bellísimo, exquisitamente editado, a tres colores, con magníficas ilustraciones de Raúl Lázaro (que, por sí solas, merecen la compra del libro), con tapas duras y un formato acogedor, que cabe en una mano, al modo de los breviarios eclesiásticos. Las singulares “versiones” recogidas brotan como radiantes fogonazos, brillantes aforismos, lúcidos relámpagos, destellos reveladores, intuiciones esclarecedoras, iluminadores análisis, pese a su brevedad, de esa otra realidad que no se nos muestra habitualmente y que el rutinario empleo de los vocablos acaba por ocultar. En cada una de sus definiciones hay humor, perspicacia, ingenio, creatividad, ironía, juego, poesía, filosofía, misterio, crítica, atrevimiento, talento, sátira, imaginación, lucidez, provocación y, en último término, verdad. 

Las influencias de Verbolario son múltiples y muy notorias: las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, los sorprendentes hallazgos del surrealismo, los humoristas del absurdo, muchos de ellos españoles, el Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, mencionado en las páginas preliminares del libro, en las que el autor da cuenta de la azarosa génesis de su innovador proyecto, con la decisiva intervención y la presencia tutelar de Isabel Vigiola, viuda de Antonio Mingote. Tras ese preámbulo, Cortés ofrece un sucinto Manual de uso en el que, pese a afirmar que quizá querría que el amable lector atravesara este libro partiendo de su cabo exacto hasta morir en el rabo, de la A a la Z, sin saltarse siquiera la Ñ, que sobra en tantas lenguas, acaba por aceptar que Verbolario admite muchos acercamientos distintos, tantos como lectores: el mero picoteo, el saltar de aquí allá, el abrir el libro al azar, el exhaustivo y el fragmentario, el intermitente y el continuo, el esporádico y el constante; incluso el “no acercamiento”: Podría también suceder que el lector hubiera comprado el libro para regalo, y allá penas. O que lo hubiera adquirido por error. O por si acaso

Yo voy a ofreceros ahora, en consonancia con lo exiguo del tiempo que ya me resta para cerrar la reseña, diez palabras seleccionadas -casi al albur- del inmenso universo que encierra este inagotable Verbolario

Amor: Cordialidad fuera de control. 
Nunca: Jamás.//2. Tal vez.//3. Enseguida.//4. Acabo de hacerlo. 
Egocéntrico: Quien pudiendo pensar en mí, piensa en sí mismo. 
Marido: Futuro exmarido. 
Verdad: Mentira aprobada a mano alzada. 
Pregunta: Afirmación con entonación ascendente. 
Héroe: Carnicero que está de nuestro lado. 
Creer: Elegir la mejor verdad entre las diez o doce disponibles. 
Vaso: Polideportivo para moscas. 
Ilusión: Esperanza de los ciegos al peinarse. //2. Virtud del votante risueño, que cree que en una chistera cabe un conejo. 

De modo ya más breve, dos comentarios finales para otros tantos libros. En edición de Ricardo Álamo, responsable también de la selección y prólogo, la sevillana editorial Renacimiento presentó, hace ahora un año, Mil aforismos sobre el amor y otras pasiones, de título explícito que evita, casi, cualquier aclaración. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Barcelona, colaborador literario en prensa, autor de microrrelatos y prolífico escritor, con casi una decena de libros, Álamo recoge esa alta cifra de pensamientos, máximas y sentencias entresacados de la obra de más de un centenar de autores antiguos y modernos (Platón, Da Vinci, Santa Teresa de Jesús, Madame de Staël, George Sand, Jane Austen, Emily Dickinson, Nietzsche, Proust, Colette, Picasso, Stefan Zweig, Groucho Marx, Virginia Woolf, Marguerite Yourcenar, Marilyn Monroe, Nabokov, María Zambrano, Andy Warhol, Cioran, Cortázar, Houellebecq, Patricia Highsmith, Josep Pla, Carmen Martín Gaite, Soledad Puértolas, José Luis García Martín, Andrés Trapiello, Rosa Montero, Antonio Muñoz Molina, Miguel d’Ors, Manuel Neila, Juan Bonilla, Elvira Lindo, entre otros muchos de su heterogéneo listado, que se recoge, en las últimas páginas del libro, en un índice onomástico, junto a otro de palabras “clave”, repetidas en los textos, y una abundante bibliografía consultada). La mayoría de las reflexiones giran sobre el amor -en ocasiones de un modo tangencial- en sus múltiples vertientes: como exaltación feliz, goce alegre e ilusionada atracción entre los sexos; como sufrimiento y dolor; como enajenación, desequilibrio y locura; como entontecimiento y desdicha; como desvarío y desatada pasión; como pulsión egoísta y desinteresada entrega; como, en definitiva, luz y sombra, ventura y desventura. La temática de los apotegmas es también muy variada: celos, fidelidad, ilusiones, erotismo, delirios, encandilamientos, felicidad, angustia, deseo, y en ellos comparecen otros aspectos trascendentales de la vida humana que van más allá de la pasión amorosa: la muerte, las mentiras, el odio, la esperanza, los secretos, la soledad o la verdad. Un libro muy interesante, del que, como del de Heather Christle y el de Rodrigo Cortés, ofreceré una amplia muestra en una serie de programas de Buscando leones en las nubes que serán radiados en los meses próximos. Ahora, tan solo dos ejemplos perfectos: Es mejor haber amado y perdido que no haber amado nunca, de Alfred Tennyson; Cada vez que uno ama es la única vez que ha amado. La diferencia del objeto no cambia la singularidad de la pasión, simplemente la intensifica, de Oscar Wilde. 

Y con el amor cerramos, esta vez con el que se manifiesta a través del género epistolar. En 2014, la editorial Salamandra publicó Cartas memorables, un formidable libro de Shaun Usher (que tendría una suerte de continuación años después, con un volumen de estructura y planteamiento similares, aunque con un objeto distinto, Listas memorables) en el que el británico recopilaba ciento veinticinco cartas, de todo tipo, tanto de gente anónima como de personajes célebres de la Historia, una obra que yo reseñé aquí en enero de 2016. Salamandra ha seguido la estela de aquella exitosa publicación presentando, en febrero del año pasado y con la traducción del inglés de Rita da Costa, Amor. Cartas memorables, un pequeño librito, del mismo autor, que recoge treinta y una cartas de amor de diversas figuras del arte, la literatura y la cultura en general, como John Steinbeck, Simone de Beauvoir, Ludwig van Beethoven, Napoleón Bonaparte, Jorge Luis Borges, Johnny Cash, Frida Kahlo, Nelson Mandela, Vladimir Nabokov y Evelyn Waugh. 

A pesar de que son varias las referencias musicales incluidas en El libro de las lágrimas -Belle and Sebastian, Joy Division, The Smiths, David Bowie- e innumerables las de Todas las canciones tristes, elijo fuera de ellas, sin embargo, mi propuesta musical de esta tarde. Quiero despedir el programa con un tema desgarrador de Antony and The Johnsons, River of sorrow. Su música, emotiva y estremecedora, bellísima, es el complemento perfecto a una de las cartas del libro de Shaun Usher que os dejo como clausura de esta desmesurada emisión. 

Escribe el autor como preámbulo a su conmovedor texto: Hay más de 90.000 personas sepultadas en el cementerio de Mount Auburn, en Massachusetts, un hermoso y extenso jardín que se abrió en 1831. Grabada en una de las lápidas, puede leerse la carta que una mujer le dejó a su marido al morir. Estas son sus palabras: 

[Fecha desconocida] 
Mi adorado Sumner: 

    Siento mucho haber tenido que irme, simplemente llegó mi hora. Tú siempre fuiste el más fuerte de los dos: yo jamás habría podido sostener el timón como tú lo has hecho en aguas tan devastadoras y oscuras. En mis últimos días, te comportaste como ya imaginaba que lo harías: impecablemente. 

     He abandonado el escenario, pero a ti nunca te dejaré. Estoy en miles de lugares que siempre serán nuestros: búscame en los atardeceres, en esos que reúnen la luz del día soñoliento con las nubes rosadas del cielo del oeste. Ésos son mis atardeceres, no los tuyos. Vive, mi adorado Sumner, disfruta de cada onza de amor que todavía tienes por dar. No cuestiones esa ansia que aún habita tu cálido y palpitante corazón. 

      Y si te sientes solo, búscame: estoy aquí, en el atardecer. Escucha atentamente y yo te susurraré una bendición. 

       Tu enamorada para siempre 
 
                                                                                                               Emmie

Videoconferencia
Regalos posnavideños II

No hay comentarios: