Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de marzo de 2023

ANNE BEREST. LA POSTAL  

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca que, un miércoles más, os trae propuestas lectoras diversas elegidas siempre con un doble criterio, uno relativamente objetivo, el de su indudable calidad, al menos a ojos de quien os habla, y otro más subjetivo y personal, pues, en todos los casos -y ya sobrepasamos con creces los quinientos programas, con más de setecientos cincuenta libros comentados-, se presentan aquí obras que encajan en mis muy particulares filias como lector (no demasiado competente pero sí fiel, todo sea dicho). 

Alguna de esas singulares preferencias comparece en mi recomendación de esta semana. Por un lado, y como ya saben quienes nos siguen habitualmente, suelo dedicar las emisiones del mes de marzo a libros escritos y, a menudo, también protagonizados por mujeres. Así ocurre esta tarde, en la que el protagonismo recae en una escritora relativamente joven, la francesa Anne Berest. Con su novela, pues pese a la cercanía indudable con otros géneros, de novelas se trata, continúo, pues, la marceña serie femenina de nuestro espacio, que hoy llega a su cuarta y última entrega. Hay, además, otro elemento en mi propuesta que igualmente conecta con mis propios hábitos lectores, que afloran recurrentemente en mis reseñas en estas páginas: el universo, trágico pero emotivo, doloroso pero inspirador, triste aunque estimulante, estremecedor pero muy interesante, de la Segunda Guerra mundial, con sus derivadas relativas a la barbarie nazi, al sufrimiento del pueblo judío, a los atroces crímenes contra la humanidad perpetrados por los delirios totalitarios de Hitler y Stalin. Berest es judía y ha visto afectada su existencia, siquiera de un modo indirecto, por los crueles episodios vividos hace más de ocho décadas por sus antepasados, en Alemania, pero también en Francia, Polonia, Rusia o los países bálticos, escenarios de algunos de los hechos que narra en su obra. El apasionante y exitoso La postal, pues ese es el título del que ahora os hablo, apareció en Lumen, en septiembre de 2022, en traducción del francés de Lydia Vázquez Jiménez. 

La postal se ha convertido en un best-seller internacional desde su primera edición en Francia en 2021, con centenares de miles de ejemplares vendidos y una abundante ristra de premios -de crítica y público- a sus espaldas. Su autora, nacida en 1979, es, además de muy guapa -y mis disculpas a quien se sienta ofendido por mi incorrección política, pero así son las cosas (y no, nunca he resaltado la belleza de Javier Marías al glosar su novelas, tan extrañas son mis preferencias estéticas)-, esporádica actriz, circunstancial guionista cinematográfica y de series televisivas, editora, autora de obras teatrales y escritora de ensayos y novelas, de las que La postal es la última publicada y la que más reconocimientos ha cosechado. 

En un nevado día de principios de enero de 2003, en el buzón de la casa familiar de los Berest, entre tarjetas navideñas, facturas, folletos publicitarios y alguna que otra carta, apareció una misteriosa y desconcertante postal, sin firma y sin mención a remitente alguno. Con una imagen de la icónica Ópera Garnier parisina en la parte frontal, la tarjeta incluía en su reverso tan solo cuatro palabras, cuatro nombres propios -Ephraïm, Emma, Noémie y Jacques-, escritos con una rara caligrafía, en una letra extraña, torpe, uno debajo de otro, en forma de lista. Aquellos cuatro nombres eran los de los abuelos, la tía y el tío, todos por parte materna, de Lélia Picabia, la madre de Anne Berest. Los cuatro, judíos de origen ruso pero residentes en Francia, habían sido deportados antes de que la propia Lélia naciera para acabar muriendo en Auschwitz en 1942. El tipo de fotografía, el algo anticuado cromatismo de la impresión, el añejo mobiliario urbano del espacio en que se ubica el monumento, permiten a los atribulados destinatarios fechar la imagen en los primeros años noventa, único dato más o menos sólido de un documento del que resulta imposible desentrañar su origen, su emisor, su propósito último y la intención y el sentido que encerraba el enigmático escueto “mensaje” que contenía. El desconcierto, la extrañeza y también el horror serán los primeros sentimientos que asaltan a Lélia y su marido -la joven Anne, solo veinticuatro años entonces y con una ya incipiente carrera literaria, no se siente demasiado concernida por el asunto (con la cabeza centrada en una vida por vivir y en otras historias por escribir, dirá, a mí me importaba un comino aquella postal)-, darán paso a una suerte de indiferencia ante la más que previsible esterilidad de cualquier esfuerzo por esclarecer las circunstancias de tan sorprendente e inquietante envío y aunque seguirán haciéndose preguntas, guardarán la postal en un cajón en donde permanecerá durante casi diez años en los que nadie volvió a hablar de ella. 

Es entonces, con Anne embarazada de su primer hijo, cuando la tarjeta vuelve al primer plano. Retornada de nuevo temporalmente a la casa familiar, necesitada de reposo por un problema en la gestación, en ese estado de espera pensé en mi madre, en mi abuela, en el linaje de mujeres que habían dado a luz antes que yo. Y entonces sentí la necesidad de escuchar el relato de mis antepasados, afirmará. Será a Lélia a quien acudirá para escuchar ese relato. Instaladas ambas en el despacho de su madre, profesora universitaria en Saint-Denis, un acogedor espacio forrado de libros, carpetas y archivadores, rodeadas de objetos sin edad, recuerdos cubiertos por un manto de cenizas y polvo, envueltas en la densa atmósfera cargada por el humo de los cigarrillos de una Lélia fumadora empedernida, Anne escuchará de boca su madre las historias sombrías del pasado familiar: lo que vas a oír es una narración híbrida. Algunos hechos se consideran incuestionables; no obstante, te dejaré deducir las conjeturas personales que al final me llevaron a esta reconstrucción. En realidad, nuevos documentos podrían completar o modificar sustancialmente mis hipótesis. Por supuesto. Tras estas palabras de advertencia, Lélia aprovechó para encender un pitillo e iniciar el relato de la vida de Ephraïm, Emma, Noémie y Jacques. Los cuatro nombres de la postal

Es así como una postal, surgida inopinadamente en un buzón sesenta años después de la desaparición de las cuatro personas a las que se refiere su escueto y perturbador texto, desencadena una apasionante investigación en la que los recuerdos de Lélia, los documentos familiares, las diversas fuentes externas, las entrevistas con los escasos testigos aún vivos de la desaparición de sus parientes, y la intervención, incluso, de un grafólogo y hasta de un detective, llevarán a Anne a un viaje de casi un siglo en el que comparecerán los orígenes de la familia Rabinovitch en Rusia y sus sucesivas huidas a Letonia, Palestina, París y Les Forges, un pueblito en Normandía, desde el que partirían hasta su funesto destino, del que su abuela Myriam, madre de Lélia, será la única superviviente. 

La postal interesa principalmente desde tres puntos de vista. Estamos, por un lado, ante una nueva muestra -¡y son tantas las de esa misma índole que he presentado en nuestro espacio!- de las muchas obras literarias que tienen como núcleo central las dramáticas experiencias padecidas por los judíos frente la barbarie nazi. En este sentido, la primera parte del libro -de las tres en las que se divide-, que recoge la historia de la familia desde 1912 hasta el infausto 1942 en que cuatro de sus miembros serán cruelmente exterminados, resulta magistral, muy emotiva, y muy clarificadora, también, para conocer una nueva visión de los terribles episodios que tantas otras víctimas hubieron de padecer en aquellos aciagos años. En segundo lugar, la novela es un thriller, una vibrante intriga que atrapa al lector desde su inicio, al interesarlo por la respuesta a las preguntas que la súbita e inesperada irrupción de la tarjeta suscita: ¿quién envió la postal?, ¿con qué motivo?, ¿qué intención encierra su muy austero mensaje? Solo a su término conoceremos la explicación al múltiple enigma, en un desenlace no del todo sorprendente que, pese a ello, no voy a desvelar aquí. Por último, Anne Berest plantea en su libro una reflexión acerca del judaísmo, de la vivencia de la identidad judía tanto a lo largo de la Historia como en la actualidad, a partir de la propia experiencia de la autora sobre el asunto. 

La historia familiar de los Rabinovitch es, más allá del trágico final de algunos de sus miembros, apasionante. Comienza en Moscú en 1918. En abril de 1919 el patriarca de la familia, Nachman Rabinovitch, tatarabuelo de nuestra autora, que ya había padecido el furor antisemita en tiempos del zar Alejandro III y que vuelve a percibir la amenaza latente en los tiempos convulsos que le ha tocado vivir, reunirá a sus hijos, Ephraïm, con apenas veinticinco años y recién casado con la polaca Emma Wolf, Sara, Bella, Borís y Emmanuel, para comunicarles su solemne decisión: ha llegado la hora de partir. Debemos abandonar este país. Lo antes posible. Ante el inicial escepticismo de sus hijos, que no entienden la urgencia del categórico dictamen, Nachman y Esther, su mujer, acabarán por partir a Palestina con su hija Bella. Borís, el mayor, se instalará en Praga. Emmanuel, díscolo, despreocupado, aventurero y desenvuelto, elegirá París. Ephraïm y Emma, que acaba de dar a luz a Myriam, deberán huir abruptamente a Riga, en Letonia, ante los intentos de detención del marido -brillante ingeniero, progresista, cosmopolita y escasamente atraído por las tradiciones judías- por parte de las autoridades. En una sucesión de idas y venidas en las que se suceden la creación de un próspero negocio de venta de caviar, la posterior bancarrota -estamos ya en 1924-, un paso por Lodz (de donde procede la familia de Emma), un reencuentro con sus padres en Haifa, Palestina, un nuevo proyecto profesional como ingeniero, el nacimiento de otros dos hijos, Noémie e Itzhaak, y de nuevo la ruina -y la de sus padres-, su muy agitado itinerario vital lleva a Ephraïm, Emma y sus tres pequeños a un viaje más, ahora a París -ya ha pasado un lustro, es 1929- en donde se instalarán. Pasan los años, las niñas crecen -el relato de Anne Berest se centra en ellas dos, en una historia poblada por un sinfín de parientes y otros personajes secundarios, entrañables y llenos de vida-, se inscriben en la escuela primaria; Itzhaak, cuyo nombre han afrancesado, es ahora Jacques, un niño gordinflón y mofletudo instalado en el regazo de su madre. El esfuerzo y la iniciativa de Ephraïm lo hacen prosperar, ha creado la Sociedad Industrial de Radio-Electricidad, los negocios florecen. Se mudan de casa una y otra vez, cada vez más amplia, cada vez más céntrica, para acomodarse a su creciente desahogo económico. El porvenir se antoja prometedor, los Rabinovitch son reconocidos, están cerca de entrar en la élite parisina. Las chicas, muy brillantes académicamente, alimentan, con apenas catorce y diez años, sus sueños de una vida bohemia, fantasean con los bares llenos de humo de tabaco del Quartier Latin, la biblioteca Sainte-Geneviève; Noémie será escritora, y Myriam, profesora de filosofía. 

El 14 de julio de 1933, la familia se enterará por los periódicos de que el partido nazi se ha convertido de manera oficial en el único partido de Alemania. En París surgen incidentes, aislados inicialmente, más frecuentes después, de desprecio, señalamiento, vejaciones e incluso agresiones a los judíos. El pequeño Jacques es objeto de las burlas y los insultos de sus compañeros de colegio. El padre intenta acelerar los trámites para la obtención de la nacionalidad francesa para toda la familia, lo que exige la prudencia, la reserva y hasta la ocultación de sus orígenes judíos. Esa discreción lo conduce a comprar una granja en una aldea llamada Les Forges cerca de Évreux, en Normandía, en donde pasarán los veranos. 

En marzo de 1939 Alemania invade Checoslovaquia, la situación mundial se complica. Al término de ese verano, la familia permanece en Les Forges, en donde Noémie comienza el último curso de bachillerato y Jacques el primero de secundaria. Myriam va y viene a París para asistir a las clases de Filosofía en la Sorbona y pronto se casará con un guapo compañero. Los ejércitos nazis toman París. Ephraïm, temeroso, acudirá al ayuntamiento local para declarar la casa de Normandía como domicilio principal. Los acontecimientos se desbordan. Francia se ajusta al huso horario alemán impuesto por Berlín. A partir de ese momento, las cartas llevan un matasellos con la sobrecarga «Deutsches Reich» y la cruz gamada flota en la cámara de los diputados. Se requisan las escuelas, se impone un toque de queda desde las nueve de la noche hasta las seis de la mañana, el alumbrado público ya no funciona por la noche y se necesitan las cartillas de racionamiento para hacer las compras. Los civiles deben cegar todas sus ventanas cubriéndolas con una tela de rasete negra, o con pintura, para evitar la localización de las ciudades por los aviones aliados. Los soldados alemanes hacen verificaciones. Los días se acortan. Pétain es el jefe del Estado francés. Emprende una política de renovación nacional y firma la primera «ley sobre el estatuto de los judíos». Todo empieza ahí. Con la primera ordenanza alemana del 27 de septiembre de 1940 y la ley del 3 de octubre siguiente. Myriam escribirá más adelante, para resumir la situación: «Un día todo se perturbó»

La perturbación se traduce en restricciones, persecución, señalamiento, limitación de derechos, preocupación, sospechas, miedo y, en un plano más “tangible”, expropiaciones de negocios, embargos de bienes, compraventas abusivas de las empresas regentadas por judíos y, peor aún, redadas, arrestos, órdenes de detención, deportaciones. A finales de 1940, Ephraïm, Emma y Jacques, deberán inscribirse como “judíos” en la prefectura de Évreux. Las hijas, inicialmente, se niegan; pocos días después la presión de su aterrorizada madre las lleva a someterse al trámite burocrático, aciaga exigencia que condenaba a quienes lo hacían, antesala administrativa de un destino funesto. 

El 8 de julio de 1942, los comandantes de la gendarmería de los diferentes departamentos franceses reciben órdenes taxativas: “Todos los judíos entre dieciocho y cuarenta y cinco años de edad, ambos inclusive, de los dos sexos, de nacionalidad polaca, checoslovaca, rusa, alemana y anteriormente austriaca, griega, yugoslava, noruega, holandesa, belga, luxemburguesa, y apátridas, deberán ser detenidos de inmediato y transferidos al campo de tránsito de Pithiviers. No se arrestará a los judíos que a simple vista sean reconocidos como lisiados, ni a los judíos nacidos de matrimonios mixtos. Las detenciones se ejecutarán, en su totalidad, el 13 de julio a las 20 h. Los judíos arrestados deberán ser trasladados al campo de tránsito hasta el 15 de julio a las 20 h, plazo límite”. Cinco días después, los gendarmes entran en la casona de los Rabinovitch y se llevan a Noémie, que tiene ya diecinueve años, e, inexplicablemente, a Jacques, que no ha cumplido aún los diecisiete. En el último momento los padres lograrán que Myriam, que se niega a abandonar a sus hermanos, se esconda en el jardín, en una ausencia que no llama la atención de los policías, pues, al estar recién casada, no figura en sus fatídicas listas. Los dos chicos será conducidos al campo francés de Pithiviers y de allí, meses más tarde, a Auschwitz, en donde morirán; Jacques, nada más llegar, en las cámaras de gas, Noémie, pocas semanas después, a causa del tifus. En octubre de ese año, Emma y Ephraïm serán también detenidos y deportados a Auschwitz, siendo gaseados a su llegada, la noche del 6 al 7 de noviembre, pues su edad -cincuenta y dos años- los hacía inhábiles para el trabajo. 

Esta sobrecogedora historia -como tantas idénticas que hemos conocido a través de la literatura y el cine- llena la primera parte del libro y deja en el lector un impresión imborrable. Pero La postal no es solo una obra más sobre la sufriente experiencia de los judíos a causa del Holocausto. La narración de la terrible vivencia de los Rabinovitch se entremezcla con el electrizante relato de la investigación que Lélia y la propia Anne llevan a cabo para conocer la historia de sus antepasados, rellenar las muchas lagunas que afloran en ella y, por último, explicar el origen y el porqué de la misteriosa, tardía e inesperada postal. En una primera instancia, Lélia dará cuenta a su hija de su reconstrucción de la vida de Myriam, su no demasiado elocuente madre, a partir de una ingente cantidad de “evidencias” no tan nítidas (todos los personajes de esta historia tienen varios nombres y distintas ortografías. Me hizo falta bastante tiempo para entender, a través de las cartas que leía, que Ephraïm, Fédia, Fedenka, Fiodor y Théodore eran... ¡una única persona! Escúchame bien, tardé diez años en darme cuenta de que Borya no era una prima Rabinovitch, sino que Borya era... ¡Borís!): notas que encontró en su despacho tras su muerte, borradores de textos, fragmentos de cartas, escritos de difícil interpretación a causa del Alzheimer final de Myriam, que obligaban a su hija a perder horas enteras intentando entender qué se ocultaba tras un error gramatical, fotos con anotaciones indescifrables, retazos de confidencias apuntados en trocitos de papel, los cuentos un poco tristes que os escribía la abuela por vuestros cumpleaños [y que] eran fábulas sobre su vida. También, en otro plano, más general, con la consulta de los archivos franceses, de algunos libros, en alguno de los cuales (Medicina y crímenes contra la humanidad, escrito al terminar la guerra por la doctora Adélaïde Hautval, responsable de la enfermería del campo de Pithiviers) el azar -uno de los hilos temáticos “subterráneos” que recorren el libro-, el fino hilo del azar del que pende cada una de nuestras vidas, hace aparecer a Noémie en los días de su reclusión previa a Austchwitz), de los testimonios del Museo de la Historia del Holocausto, el Yad Vashem, de las declaraciones de los supervivientes de los campos, que le permiten completar una suerte de complejo rompecabezas que mostrará la vida de su madre y del resto de su familia, estableciendo acontecimientos y fechas. Y así conocemos la vida de Myriam, sus años de joven estudiante en París, sus inquietudes culturales, su boda con Vicente Picabia, un joven de veintiún años, (su padre es el pintor Francis Picabia; su madre, Gabriële Buffet, es una figura de la élite intelectual parisina. No son padres, son genios), las peripecias de su huida de París tras la deportación de sus familiares, su embarazo de Lélia, su colaboración con la resistencia, su vida en los círculos culturales franceses -por el libro “desfilan” aparte del propio Francis Picabia, Jean Renoir, Marcel Duchamp, André Gide, Jean Arp, Samuel Beckett, René Char, Irène Némirovsky, cuyo destino fue en algo similar al de la propia Myriam, Pablo Picasso, Robert y Sonia Delaunay. 

La posterior indagación de Anne se centra en la averiguación de las circunstancias que provocaron y rodearon el envío de la postal. Berest se sumerge en una obsesiva espiral de dudas y preguntas sobre la tarjeta: ¿Era una reparación para quienes se habían visto privados de toda sepultura? ¿El epitafio de una tumba cuya placa era un rectángulo de cartón de quince por diecisiete centímetros? O, al contrario, ¿tenía que ver con una voluntad de hacer el mal? ¿De provocar miedo? Acuciada por esas incógnitas se lanza a su pesquisa, estudiando la fotografía de la Ópera Garnier (el primer edificio que visitó Hitler a su paso por París) e intentando elucidar su significado oculto, rastreando su fecha de emisión -muy anterior al envío de 2003-, contactando con la firma de detectives Duluc (“Casa fundada en 1913, investigación, búsquedas, seguimientos, París”), recurriendo a un experto grafólogo, visitado Les Forges y entrevistando a los descendientes de algunos de los probables vecinos de los Rabinovitch, en un intento de arrojar luz sobre la autoría del extraño mensaje; un intento, cuyo resultado, obviamente, no voy a anticipar. 

Ya sin tiempo apenas, unas palabras para el tercer eje de La postal, que brota sobre todo en su parte central, Recuerdos de una niña judía sin sinagoga, aunque su presencia impregna el libro entero. Se trata de la cuestión del judaísmo, que Anne, llegada a la mediana edad, con una existencia escasamente religiosa y poco consciente de la identidad que marca su genealogía, ha dejado de lado en su vida, que se desenvuelve en una cotidianidad laica, despreocupada de los ritos y tradiciones del pueblo al que, por el origen de sus genes, “pertenece”. El día en que su hija, ahora con diez años, le comentará a su abuela que “en la escuela no gustan mucho los judíos”, algo se avivará en la conciencia de Anne, provocando, simultáneamente, la reflexión acerca de esa vertiente olvidada de su identidad -que se ve espoleada además por la relación, todavía incipiente, con Georges, su primer “novio” judío-, y la “necesidad”, ya referida, de continuar la investigación de Lélia interrumpida diez años antes. Esa conciencia de la mitad del camino recorrido explica también mi empeño a la hora de querer resolver el enigma, que me tuvo ocupada, día y noche, durante meses. Había llegado a una edad en la que una fuerza te obliga a mirar atrás, porque el horizonte de tu pasado es ya más vasto y misterioso que el que te espera en adelante

Esta segunda sección del libro gira entonces, mientras Anne avanza en su pesquisa, sobre las consideraciones acerca de qué significa ser judío, en otra dimensión, también notable, de la obra, en la que se contemplan asuntos como el cuestionamiento de su propia vivencia -meramente “nominal”- de su judaísmo (Ese elemento perturbador era una palabra, la palabra judío, esa palabra extraña que surgía de vez en cuando, a menudo en boca de mi madre, sin que yo entendiera de qué se trataba. Mi madre siempre evocaba esa palabra, esa noción, o, mejor dicho, esa historia secreta, inexplicada, a la que ella acudía siempre desordenadamente y que a mí me parecía brutal); el sentimiento -o la falta de él- de pertenencia (en mi vida siempre me ha costado mucho pronunciar la frase «Soy judía»); la necesidad -o su carencia- de reconocerse y continuar la tradición familiar, genealógica (Berest, ante su inopinado “descubrimiento” de su condición judía, y el autoanálisis que el hecho conlleva, alude a la psicogenealogía y a la memoria de las células); la identificación -“vital”, no solo racional- con las trayectorias y el sufrimiento de sus ancestros (Sentí, al cruzar el gran porche de madera, que Myriam y Noémie estaban más cerca que nunca de mí. Habíamos sentido las mismas emociones, los mismos deseos de jovencitas, en ese mismo patio de recreo [Anne conocerá en su investigación que su abuela y su tía habían estudiado en el mismo Liceo en que lo hizo ella, además de muchas otras reveladoras “coincidencias”]). Ese conflicto interno entre su educación liberal, progresista, agnóstica, “moderna”, entre la independencia, la libertad de criterio, la razón, lo “elegido” y, por otro lado, el peso de la sangre, de las raíces, de la identidad y la afiliación preexistentes, y la conciencia de un destino marcado por los vínculos familiares y religiosos, es, sin duda, otro de los elementos nucleares de la novela, y queda reflejado de manera muy elocuente en el siguiente texto: 

Me veía confrontada a una contradicción latente. Por una parte, con esa utopía que describían mis padres como un modelo de sociedad por construir, grabando en nosotras día tras día que la religión era una plaga que había que combatir por encima de todo. Y, por otra parte, agazapada en una región oscura de nuestra vida familiar estaba la existencia de una identidad oculta, de una ascendencia misteriosa, de una estirpe rara cuya razón de ser residía en el corazón de la religión. Éramos todos una gran familia, fuera cual fuera el color de nuestra piel, nuestro país de origen, todos nos hallábamos unidos, unos a otros, por nuestra humanidad. Pero en medio de ese discurso de las Luces que me enseñaban estaba esa palabra que reaparecía una y otra vez como un astro negro, como una constelación extraña revestida de un halo de misterio. Judío. 
Y las ideas se enfrentaban dentro de mi cabeza. Cara, la lucha contra toda forma de herencia patrimonial. Cruz, la revelación de una herencia judaica transmitida por mi madre. Cara, la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Cruz, el sentimiento de pertenencia a un pueblo elegido. Cara, el rechazo de todo lo «innato». Cruz, una afiliación designada en el momento del nacimiento. Cara, éramos seres universales, ciudadanos del mundo. Cruz, extraíamos nuestros orígenes de un mundo tan particular como encerrado en sí mismo. ¿Cómo aclararse? De lejos, las cosas enseñadas por mis padres me parecían claras. Pero de cerca ya no. 

En ese inesperado viraje de su vida -desencadenado por la “reaparición” de la postal y por el inquietante episodio escolar de su hija, aunque latente desde años atrás, desde el mismo nacimiento de su pequeña-, la autora encontrará el sentido de su condición de judía, como refleja otro largo fragmento que -por su belleza y su significativo valor- os dejo como cierre a esta reseña. 

En fin, un libro muy interesante, que os procurará algunas horas de lectura arrebatadora de intenso placer. Os dejo ahora con el texto citado. Tras él, un tema de Tino Rossi, cuya voz maravillosamente arrulladora, “suena” en la novela. Se trata de J’attendrai, una muy conocida canción de 1939, contemporánea, pues, a los acontecimientos que constituyen el núcleo central del libro. 


Cuando nació mi hija, cuando la cogí en brazos en la maternidad, ¿sabes en qué pensé? ¿La primera imagen que me vino a la cabeza? La imagen de las madres que estaban dando el pecho justo cuando las enviaron a las cámaras de gas. Pues bien, me convendría no pensar en Auschwitz todos los días. Me convendría que las cosas fueran distintas. Me convendría no tener miedo a la Administración, miedo al gas, miedo a perder mi documentación, miedo a los espacios cerrados, miedo a las mordeduras de perro, miedo a cruzar una frontera, miedo a coger un avión, miedo a las multitudes, a la exaltación de la virilidad, miedo a los hombres cuando van en grupo, miedo a que me roben a mis hijos, miedo a la gente que obedece, miedo a los uniformes, miedo a llegar tarde, miedo a que me detenga la policía, miedo cada vez que tengo que renovar los papeles..., miedo a decirme a mí misma que soy judía. Y esto, todo el tiempo. No «cuando me conviene». Llevo grabado en mis células el recuerdo de una experiencia del peligro tan violenta que a veces me parece que lo he vivido de verdad, o que debería hacerlo. La muerte me parece en ocasiones inminente. Tengo la sensación de ser una presa. Me siento a menudo sometida a una forma de aniquilamiento. Busco en los libros de historia la que no me han contado. Quiero leer más, más, siempre más. Mi sed de saber es insaciable. A veces me siento una extranjera. Veo obstáculos donde otros no los ven. No consigo hacer coincidir la idea de mi familia con esa referencia mitológica que es el genocidio. Y esa dificultad me constituye por completo. Esa cosa me define. Durante casi cuarenta años he intentado trazar un diseño que pueda parecérseme, sin lograrlo. Pero hoy puedo reunir todos los puntos entre sí para ver aparecer, entre la constelación de los fragmentos diseminados en la página, una silueta en la que por fin me reconozco: soy hija y nieta de supervivientes.

Videoconferencia
Anne Berest. La postal

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