Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de octubre de 2023

HARUKI MURAKAMI. 1Q84

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el espacio de propuestas lectoras de Radio Universidad de Salamanca sale a vuestro encuentro una semana más para ofreceros la tercera entrega de la serie de cuatro que durante el mes de octubre estamos dedicando a celebrar los Premios Princesa de Asturias que dentro de un par de días, el próximo 20 de octubre, entregará los galardones correspondientes a 2023. En las dos emisiones precedentes a esta de hoy he “rescatado” mis comentarios de años atrás sobre la obra de otros dos premiados, ambos en la modalidad correspondiente a las Letras, Fred Vargas, que recibió la distinción en 2018, y Leonardo Padura, que la obtuvo en 2015. Son solo dos muestras, aunque bien representativas, del interés que para nuestro programa tienen los originarios Premios Príncipe -hoy Princesa- de Asturias, cuyo palmarés ha estado representado aquí por Mario Vargas Llosa, Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester, Emmanuel Carrère, Bob Dylan, Woody Allen, Juan Mayorga, Margaret Atwood, Paul Auster, Leonard Cohen, Antonio Muñoz Molina y John Banville, además de Haruki Murakami y Nuccio Ordine, los dos nombres indiscutibles de la literatura y las humanidades que, premiados este mismo año, protagonizarán la emisión de hoy y la de dentro de siete días con la que cerraremos el ciclo. 

Vayamos, pues, con Murakami. El jurado del Princesa de Asturias, prestigioso y repleto de nombres sobresalientes de la cultura en español (Xosé Ballesteros Rey, Blanca Berasátegui Garaizábal, Anna Caballé Masforroll, Gonzalo Celorio Blasco, Jesús García Calero, José Luis García Delgado, Pablo Gil Cuevas, Francisco Goyanes Martínez, Lola Larumbe Doral, Juan Mayorga Ruano, Carmen Millán Grajales, Leonardo Padura Fuentes, José María Pou Serra, Fernando Rodríguez Lafuente, Ana Santos Aramburo, Jaime Siles Ruiz, Anne-Hélène Suárez Girard, Juan Villoro Ruiz, Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia Española de la lengua y presidente del jurado, y Sergio Vila-Sanjuán Robert, que ejerció de secretario), un elenco insuperable de novelistas, poetas, dramaturgos, críticos, académicos y premiados con anterioridad, concedió por unanimidad el galardón al escritor japonés resaltando la singularidad de su literatura, su alcance universal, su capacidad para conciliar la tradición japonesa y el legado de la cultura occidental en una narrativa ambiciosa e innovadora, que ha sabido expresar algunos de los grandes temas y conflictos de nuestro tiempo: la soledad, la incertidumbre existencial, la deshumanización en las grandes ciudades, el terrorismo, pero también el cuidado del cuerpo o la propia reflexión sobre el quehacer creativo. Su voz, expresada en diferentes géneros, ha llegado a generaciones muy distintas. Haruki Murakami es un gran corredor de fondo de la literatura contemporánea, como reza el acta que recoge la decisión del jurado. 

Haruki Murakami es un escritor de presencia reiterada en Todos los libros un libro. El controvertido autor japonés -sus lectores se cuentan por millones, pero tiene, igualmente, un buen número de detractores; y ambas circunstancias resultan fácilmente entendibles- no fue, inicialmente, un escritor de mi agrado, hasta el punto de que, durante varios años, me resistí con firmeza a leerlo. El universo onírico, el simbolismo algo disparatado, el misticismo cercano a la autoayuda, la ruptura de la lógica convencional, la inverosimilitud de gran parte de sus historias y la presencia de fenómenos sobrenaturales, de episodios que desafían las reglas de la racionalidad no constituían para mí alicientes demasiado sugestivos para adentrarme en sus evanescentes territorios. Fue un azar, como tantas veces en la vida, relativamente tardío -hablo, creo, de 2006-, el que depositó Kafka en la orilla en mis manos, fruto de un inesperado regalo de una amiga. El entusiasmo que me provocó su lectura, expandido por un muy estimulante viaje a Japón en esas fechas, me llevaron a “devorar” (no cabe otro verbo) la mayor parte del resto de su obra novelística (y aún la de otros géneros, como el relato, en Sauce ciego, mujer dormida, o el ensayo, como De qué hablo cuando hablo de correr, una práctica a la que es aficionado el novelista y a la que aluden, velada, innecesaria y algo frívolamente, a mi juicio, las últimas palabras del jurado asturiano). Así ocurrió con Tokio blues, Al sur de la frontera, al oeste del sol, Sputnik, mi amor, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo o After dark, encandilado en todos ellos por unas tramas que, pese a que repiten una y otra vez aquellos parámetros que, inicialmente, me resultaban más ajenos (lo excéntrico y hasta “anormal”, lo imprevisible, lo oculto, lo inexplicable, el abierto surrealismo, los enigmas y secretos, la existencia de otros mundos que se entrecruzan con el más tangible que nos rodea, lo fantástico), acabaron por subyugarme hasta estimarlas arrebatadoras y fuertemente adictivas (hay críticos que hablan de “hipnosis colectiva” para referirse al fuerte impacto que provocan las historias de Murakami en sus lectores, y algo así sucede al acceder a sus seductoras narraciones). En julio de 2012, traje aquí Tokyo Blues, el libro que en 2005 fue, en cierto modo, el desencadenante de la actual fiebre Murakami en todo el mundo y en particular en nuestro país. Más recientemente, hace apenas diez meses, en diciembre de 2022, os hablé de su por ahora última y ambiciosa novela, La muerte del comendador (hay otra, más reciente, La ciudad y sus muros inciertos, no traducida aún al español y que aparecerá, previsiblemente, en la primavera de 2024). 

Y esta tarde, ante mi voluntad de homenajear al escritor con ocasión de su presencia en Asturias para recibir su distinción, he decidido ceder el espacio a 1Q84, otra voluminosa novela (más de mil cien páginas) que la editorial Tusquets, responsable de la difusión en España de las creaciones del japonés, publicó en un ya lejano 2011. En febrero de ese año, aparecieron, en un solo tomo, los llamados Libro 1 y 2 de la vasta obra. En octubre de ese mismo 2011, vio la luz el Libro 3 y último. Hay, además, una edición posterior que recoge los tres tomos, presentados en un vistoso estuche. A propósito de las distintas ediciones de los libros de Murakami, y en relación, más en particular, con sus traducciones, ya comenté en este mismo espacio la errática política, cuyas razones, obviamente, se me escapan, que sigue Tusquets a la hora de “dar voz” en español al escritor japonés. “Desaparecida” de Tusquets Lourdes Porta -¡lástima!-, que fue la eficaz responsable de las versiones españolas desde el comienzo de la peripecia editorial de la literatura “murakamiana” en nuestro idioma, se han sucedido los traductores, siendo los últimos Yoko Ogihara y Fernando Cordobés, que se han encargado de La muerte del comendador, y Juan Francisco González Sánchez, que traduce Primera persona del singular, la, por el momento, postrera colección de relatos de Murakami, de 2021. Gabriel Álvarez Martínez, uno de los más “consolidados” traductores del nipón, con hasta cinco de sus libros en su haber, firma la traducción de 1Q84 en la que, siempre desde mi punto de vista de profano desconocedor de la lengua japonesa y de los más elementales secretos de la traducción, llaman la atención algunas opciones elegidas para verter a nuestro idioma expresiones y vocablos que, probablemente, en la obra original, tienen un carácter abiertamente coloquial. Siendo consciente de la dificultad de trasladar términos conversacionales, informales, del lenguaje corriente y hasta popular, conjugando la preservación de las peculiaridades y la particular idiosincrasia de la sociedad en la que surgen, con el mantenimiento de su espíritu, su tono y su estilo en la lengua de destino, lo cierto es que chocan bastante -sin molestar ni entorpecer la lectura- opciones como “disfruté de sus clases como un enano” (página 424 del primer tomo), “fueron a un bar a tomarse unas cañas” (página 452), “y encima se tiene que comer el marrón” (página 543) o “escondo el parné entre el somier y el colchón” (página 570, siempre del volumen primero), puestas en boca de tokiotas “de pura cepa”. Errónea -y no solo discutible- es, abiertamente, la locución “punto y final”, que nos “agrede” en la página 426 de ese primer libro. En fin… 

Adentrarse en las obras de Murakami exige aceptar algunos apriorismos básicos si no se quiere salir “escaldado” a las pocas páginas, irritado el lector por el disparatado universo en el que el talento del autor lo ha introducido, una sucesión de desatinos, situaciones absurdas, despropósitos, sucesos inconcebibles, personajes estrafalarios y, en general, episodios desconcertantes desde la lógica convencional. La portentosa imaginación del escritor lo lleva, en más de una ocasión, al exceso, por lo que hay que estar preparado para lo que uno se va a encontrar si se decide a “conocer” las pintorescas peculiaridades de su mundo literario. La primera de estas premisas inexcusables es la suspensión de la incredulidad. El concepto, con raíces, al parecer, en Aristóteles, fue acuñado por el poeta y filósofo Samuel Taylor Coleridge en 1817 para referirse a la necesidad -que a menudo no requiere de un acto explícito de voluntad, operando con frecuencia de modo automático- de que el lector acepte como ciertos -por descabellados, fantásticos o imposibles que puedan resultar- los fundamentos desde los que se construye un texto literario, siempre que la narración se presente de modo consistente y con una apariencia de verdad. Si, por el contrario, leemos 1Q84 -o cualquier otra obra de Murakami- amparados en el más sensato cartesianismo, bien pertrechados de los recursos racionales con los que acostumbramos a interpretar la realidad, el escepticismo ante tamaña sucesión de dislates y extravagancias nos hará abandonar, enojados, la lectura. A este respecto, a lo largo de la novela hay más de un inciso en los que Murakami parece estar haciendo un guiño a sus propios lectores, como esta reflexión, referida a La crisálida de aire, un libro que ocupa un lugar central en su trama: La gente considera “La crisálida de aire” [vale decir 1Q84, si en efecto se trata de un guiño] una simple novela del género fantástico (…), una inofensiva fábula escrita por una imaginativa estudiante de instituto. De hecho, muchos la han criticado por su inverosimilitud, adelantándose, quizá, a la percepción crítica de quien pueda estar leyendo su libro. E incluso, cuando lo extraño y enrevesado del relato al que la fecunda inventiva del japonés lo ha llevado puede hacer zozobrar el interés del lector, hace decir a uno de los personajes: Toda esta historia avanza demasiado rápido para mí […]. No consigo encontrarle la coherencia, anticipando, quizá, la perplejidad de quien está leyendo y poniendo la venda “autojustificatoria” antes de la más que probable herida de la incomprensión de la audiencia. 

La segunda exigencia para una, a mi juicio, “eficaz” lectura del japonés es una suerte de corolario de la anterior: la fe, la entrega confiada e incondicional al magisterio de Murakami, la concesión al autor de carta blanca para que pueda urdir cuanta historia sorprendente, absurda e improbable se le antoje, en la creencia de que lo importante en la lectura no es tanto la verosimilitud de lo que se cuenta como la eficacia narrativa de la obra. En esta dimensión metaliteraria que siempre incluye el escritor en sus novelas, de nuevo Murakami parece prever la reacción de sus lectores, cuando incluye en su texto un fragmento de una canción, It’s only a paper moon, muy presente en la novela, avisándoles de cuál es el espíritu con el que deben encarar el contacto con su fantasioso universo: Es un mundo circense/falso de principio a fin/pero todo sería real/si creyeses en mí. E incluso, de un modo algo más larvado, yo encuentro una referencia a esta disposición de ánimo que se exige para entrar al “planeta” Murakami: Si no crees en el mundo o si careces de amor, todo será una mera falsificación. En ambos mundos, o estés en el mundo que estés, la línea que divide las hipótesis de los hechos es, en la mayoría de los casos, imperceptible. Esa línea sólo se puede observar con los ojos del corazón. Los ojos del corazón, la fe poética. Y hay en Murakami una voluntad explícita, una recurrente insistencia, en dejar claras sus premisas y en apelar a esa credulidad aceptada por el lector, que se manifiesta en los guiños referidos, en constantes “declaraciones de principios”: Tiene que haber «algo especial». Por lo menos tiene que incluir algo que no pueda predecir. Con respecto a las novelas, eso es lo que yo más valoro. Las cosas predecibles no me interesan. Naturalmente. Son demasiado simples, hace decir a un personaje. Y también: Lo que deseo es burlarme de los círculos literarios. Quiero troncharme de risa de esa banda que no sabe más que reunirse en sótanos lúgubres y farfullar tonterías sobre la misión de la literatura, mientras se hacen la pelota, se lamen las heridas y se hacen la zancadilla los unos a los otros. Voy a burlarme del sistema y ridiculizarlo por completo. ¿No te parece divertido? E igualmente: En lo referente al significado de la crisálida de aire y la Little People, bastantes de los críticos estaban desconcertados o eran incapaces de tomar una decisión. Uno de ellos afirmaba: «La historia es apasionante y arrastra al lector hasta el final, pero el significado de la crisálida de aire y de la Little People permanece en un misterioso mar de preguntas hasta el final». Y aún más: En aquel momento veía la crisálida de aire y a la Little People como si fueran partes de sí mismo. Francamente, no sabía qué significaban, pero eso no le importaba. Lo más importante era si podía aceptarlos o no como algo real

La tercera condición previa para el disfrute de las creaciones del japonés, consecuencia natural de las dos anteriores, es olvidar cualquier hábito de lectura adquirido, obviar la necesidad de explicaciones, de entendimiento, de comprensión que a todos nos acomete ante un producto literario y dejarse llevar por el caudaloso y ciertamente irrefrenable torrente narrativo, ante el encantamiento, la atracción hipnótica, el deslumbramiento maravillado, la fascinación algo alucinógena que transmiten sus historias (otro tanto ocurre, a menudo, con la poesía: ¿qué “quiere decir” un determinado poema, en apariencia ininteligible?). Desde este punto de vista, las novelas de Murakami son arrebatadoras y desde sus primeras páginas atrapan al lector en una vorágine que lo arrastra y zarandea, que lo envuelve en su impetuoso y agitado flujo para, tras cientos de páginas de aglomeración confusa de sucesos, de gente o de cosas en movimiento (en la tercera acepción de “vorágine” en el diccionario de la Real Academia), depositarlo de nuevo, algo desconcertado pero exultante, feliz aunque no del todo indemne tras el “ajetreo”, en la por fin estable, convencional, plácida y consabida orilla de su cotidianidad. ¿A qué responde, en definitiva, la literatura, más que a esa ancestral necesidad humana de escuchar historias, de contarlas y de que nos las cuenten? ¿Alguien se cuestiona, por poco verosímil, la presencia en un relato de una alfombra voladora, de un individuo repentinamente convertido en cucaracha, de un lugar que es el centro del universo y concita en él de manera simultánea todo lo que existe, de una lujuriosa lluvia de flores, de un orate que confunde los molinos con gigantes? ¿Alguien ha dejado de leer, por esa misma razón, Las mil y una noches, La metamorfosis, El Aleph, Cien años de soledad o el Quijote? Adentrémonos, pues, en la obra de Murakami, encarándola con ingenuidad, con inocencia lectora, con ausencia de prejuicios, con rendida predisposición, con voluntad bien determinada de disfrutar de la magia de sus narraciones. 

Unas historias -y hablo ya de 1Q84- de las que resulta imposible dar cuenta, más allá de por el hecho de que muchos pasajes no parezcan tener ni pies ni cabeza, debido a la complejidad del hilo conductor que las articula, a la infinidad de subtramas que se entrecruzan, a la multiplicidad de personajes singulares, a la ingente cantidad de sugerencias, citas, referencias, digresiones, relatos entrelazados, episodios extraordinarios, elementos sorprendentes, giros inesperados que encierran sus -ya se ha dicho- más de mil “multifacéticas” páginas. Son centenares -no exagero- las notas de lectura que conservo de mi primera aproximación al libro (que he releído ahora para completar esta reseña), y su mera consulta revela la imposibilidad de la tarea de dotarlas de un cierto orden y proporcionar a quien sigue nuestro espacio un resumen medianamente coherente de algo que puede parecerse a una trama argumental razonable, cuyo planteamiento pueda despertar en el oyente el interés por leer el libro. Me atreveré, no obstante, pese a la casi segura inviabilidad del intento. 

Estamos en Tokio, en 1984 (las resonancias “orwellianas” de la fecha son explícitas en todo momento a lo largo de la novela, ya desde su mismo título: en japonés, la letra Q y el número 9 son homófonos, ambos se pronuncian kyu, de modo que Murakami deja que Orwell nos “salude” ya antes de abrir el libro). Una chica, Aomame, atrapada en un atasco en una autopista de circunvalación de la capital nipona, se ve obligada, por la urgencia del compromiso al que debe presentarse, a abandonar el taxi que la lleva, usar unas inesperadas escaleras de emergencia que le permiten una insólita salida de la carretera y la depositan en un inhóspito paraje del extrarradio, tomar desde allí el metro, incorporarse a su actividad normal y cumplir la también inusitada obligación profesional hacia la que se dirigía. En paralelo, un joven, Tengo, profesor de matemáticas y escritor en ciernes, recibe el encargo de una editorial para corregir -reescribir, en realidad- una fantasiosa novela, La crisálida de aire, creación de una misteriosa muchacha, Fukaeri, de apenas diecisiete años, con una imaginación y un talento natural para la invención literaria deslumbrantes, pero carente de las habilidades técnicas necesarias para articular una novela que llegue a los lectores. Ambos personajes, Aomame y Tengo, son jóvenes, en torno a los treinta años, solteros, independientes, moviéndose en ámbitos profesionales discretos, ella instructora en un gimnasio y él dando clases en una academia. Cada uno de los dos primeros libros de la trilogía -que en su origen se presentaron por separado mientras que, recuérdese, en España aparecen en un solo tomo- se organizan en veinticuatro capítulos protagonizados en alternancia por uno y otro, en peripecias aparentemente autónomas que se narran en paralelo aunque con vínculos entre ambas que, de modo sutil inicialmente y más explícito a medida que avanza la novela, acaban por entrelazarse (en el tercer libro, las líneas por las que discurre el relato son tres, incorporándose a la narración Ushikawa, un agudo investigador que se suma a la trama, que acentúa en esta tercera entrega los aires de thriller que ya estaban, larvados, en las dos primeras). De hecho, la conexión entre los dos jóvenes -desvelada en las primeras páginas- se retrotrae a veinte años atrás, pues Aomame y Tengo conservan un vívido recuerdo de una leve experiencia que los unió en el pasado, un hecho trivial sucedido en la escuela infantil que compartieron a los diez años: niños algo excéntricos y solitarios, poco integrados entre los demás alumnos, en una ocasión -única, fugaz, en apariencia irrelevante, sin continuidad en un muy escaso, inexistente trato posterior entre ellos durante dos décadas-, en un determinado momento sin especial significación, ella, inopinadamente, cogió de la mano al chico. Ese incidente insustancial dejaría, al parecer, una huella imborrable en ambos. Aquella niña de diez años me agarró la mano y cambió por completo algo que había en mi interior. No sé explicar de manera lógica cómo pudo suceder algo así. Pero en ese momento nos comprendimos uno al otro y nos aceptamos de manera natural. Por completo, casi de forma milagrosa. Esas cosas no ocurren muchas veces en la vida. No, probablemente sólo ocurran una vez, pensará Tengo. Y Aomame, a propósito del incidente: Sí que me acuerdo (…) Aquel año había agarrado la mano de un niño y había jurado seguir amándolo de por vida

El descenso por las extrañas escaleras y la tarea de reescritura de la enigmática novela suponen, en la vida de cada uno de ellos, unos insólitos puntos de inflexión, tras los cuales se abren grietas en la normalidad, se registran sucesos sorprendentes y se producen desajustes en el ordinario desenvolvimiento de sus respectivas existencias, que se ven alteradas por fenómenos desconcertantes (El sistema del mundo empezaba a enloquecer por alguna parte). En síntesis, Tengo y Aomame se adentran en otro mundo, simultáneo al del 1984 en el que “en realidad” viven, un 1Q84 que se “hace notar” en infinidad de detalles que solo ellos dos -cada uno por separado y sin posibilidad de contacto alguno entre sí- pueden percibir (Era igual que el juego de las siete diferencias. Había dos dibujos. Al colgarlos de la pared uno al lado del otro y compararlos, parecían exactamente el mismo dibujo. Sin embargo, inspeccionando cada detalle con atención se percibían algunas pequeñas diferencias): la existencia de dos lunas, unas raras variaciones en el uniforme y el arma reglamentaria de la policía, un cartel publicitario en el que puede advertirse una sutil modificación, los singulares personajes de una novela que parecen tomar carta de naturaleza real, y, sobre todo, los cambios en el interior de sus almas (El mundo ha cambiado y algo está a punto de ocurrir): pálpitos iluminadores, percepciones extrasensoriales, presentimientos y corazonadas reveladores, enigmas de imposible solución, remembranzas nítidas de episodios de improbable recuerdo, desajustes en el transcurrir del día a día, situaciones en las que la lógica no tiene validez, experiencias que les hacen dudar de la realidad que habitan (¿Es ésta la verdadera realidad? ¿No me habré colado en la realidad equivocada?) e incluso de su propia cordura. De vez en cuando tenía la impresión de estar desubicada. «¿Será esto real?», se dirá Aomame. Y, en el mismo sentido, Tengo: ¿Me estaré volviendo loco? No, no puede ser. Mi mente es como un clavo de acero novísimo: sólido, recto e imperturbable. Se clava con precisión y en el ángulo correcto en el núcleo de la realidad. A mí no me pasa nada. Estoy en mi sano juicio. Es el mundo que me rodea el que ha enloquecido. 

En consecuencia, muy pronto empiezan a moverse las aguas bajo la apacible superficie de las cosas. Aomame es, en realidad -¡hay que atarse los machos para escribir esta palabra cuando hablamos de una novela de Murakami!-, una eficaz y justiciera asesina -aunque noble y bienintencionada en las causas que la mueven- que se “desembaraza”, con un sutil, ingenioso y mortífero artilugio, una suerte de refinado y minimalista picahielos, de hombres que han maltratado y abusado sexualmente de niñas y mujeres. Por otro lado, la aparentemente inocua labor de “negro” literario de Tengo se complica, pues, tras su “reelaboración” de La crisálida de aire, el libro alcanza una repercusión sobresaliente, se convierte en un best-seller y despierta el interés de los medios de comunicación por el precoz genio de su supuesta autora, la asocial, jovencísima y muy bella -circunstancias todas que alimentan la atracción mediática- Fukaeri, complicando la existencia de su fraudulento -aunque también recto y generoso- “cocreador”. En ambos casos, la expeditiva, muy profesional y furtiva dedicación de Aomame y las cada vez más problemáticas derivaciones del también oculto desempeño de Tengo, acaban por coincidir en un extraño vínculo con una especie de secta, una congregación religiosa laica, secreta e impenetrable, de nombre Vanguardia, una comuna alternativa, con desconocidas fuentes de financiación, evanescente adscripción ideológica, velados propósitos y prácticas cotidianas delictivas (entre las que se cuenta la presumible explotación sexual de menores), de difícil comprobación al ser sus dominios inaccesibles y objeto de unas férreas condiciones de seguridad de imposible superación para quienes no son miembros de la en exceso prudente colectividad. Fukaeri, que ha huido de la forzada reclusión, es hija del líder de Vanguardia, el cual -y no quiero anticipar nada sustancial; sáltese este párrafo quien quiera obviar la más mínima información que pueda desvelar el encanto del descubrimiento virginal de la trama- será también una de las potenciales víctimas de Aomame, enlazando así, más allá del sorprendente episodio de la infancia, las dos trayectorias. Un lazo que, por cierto, el talento de Murakami va estrechando a medida que avanzan los capítulos alternativos, dejando en uno y otro retazos de la vía paralela que sigue el otro protagonista: el padre de Tengo, cobrador de la NHK, la organización pública de radio y televisión japonesa, que, quizá (todo es ambiguo en Murakami) aparece en una noticia de un periódico que lee Aomame; la Sinfonietta de Janáček, motivo musical recurrente en ambas historias; Chéjov y su relato sobre la isla de Sajalín; las dos lunas que flotaban en el cielo y que perciben Tengo y Aomame, cada uno en su realidad de 1Q84 que solo ellos habitan; entre otras “conexiones”. 

A partir de este frágil y vaporoso entramado argumental -por llamarle algo- la fantasiosa creatividad de Murakami fluye a su antojo y convierte la novela de un encadenamiento de sucesos disparatados, empezando por la inconcebible existencia de las dos lunas: La falta de coherencia se debe a las dos lunas, (…) Son ellas las que lo vuelven todo incoherente, vuelve a avisarnos el autor. Y así, incoherencia tras incoherencia, el libro nos pone en contacto con una novela -la ya mencionada La crisálida de aire- algunos de cuyos personajes -la Little People, unos individuos diminutos que recuerdan a los enanitos de Blancanieves aunque a más pequeña escala- cobran vida saliendo de la boca de una cabra muerta para fabricar, a partir de improbables hilos de aire, una crisálida dentro de la cual la protagonista, inexplicablemente, se desdobla y se convierte en mother y daughter (móter y dóter, en ocasiones). Dicha protagonista es, supuestamente, Fukaeri, la jovencísima muchacha, autora inicial de la novela, que afectada de dislexia apenas es capaz de articular una frase completa, no puede leer en condiciones un libro, escribe de manera rudimentaria, formula las preguntas sin signos de interrogación (no solo gramaticales, en el texto, sino en su expresión oral), parece haber perdido una parte de sus recuerdos, vive recluida en su mundo íntimo y es dueña de una especial clarividencia que le permite acceder a extrañas percepciones. Y hay también un cuervo que habla y aporta sus opiniones a sus interlocutores; y un perro pastor alemán al que le gustan las espinacas; y la habitual y muy “murakamiana” presencia de gatos (que en un relato, intercalado en la historia principal y que os dejo como cierre a esta reseña, habitan “humanizados” una ciudad); y el gran gurú de Vanguardia es un profeta con poderes inconcebibles, capaz de mover un reloj con la fuerza de su mente. Y Tengo identifica a los autores de las llamadas telefónicas por el modo en que suena el teléfono (¡estamos en 1984, no hay tonos personalizados en unos entonces inexistentes móviles!). Y hay un personaje que carece de un cuerpo real; que no era más que la forma de un concepto. Y Aomame se queda embarazada sin haber mantenido relaciones sexuales con ningún hombre y sin haber recurrido, obviamente, al auxilio de la ciencia (como no llamemos ciencia al hecho de que un coito entre otros dos personajes a kilómetros de distancia sea la causa última de su estado de gravidez). Y, en otro orden de cosas, menos delirante pero también bizarro, hay un hombre que encuentra placer en violar a niñas antes de su primera regla, un robusto guardaespaldas gay, creyentes que rechazan la transfusión de sangre y se mueren por voluntad propia, una embarazada de seis meses que se suicida con una ingestión de somníferos, una mujer que asesina a hombres problemáticos mediante una punzada en la nuca con una aguja afilada, hombres que odian a las mujeres, mujeres que odian a los hombres, en enumeración a vuela pluma que se recoge en la novela. 

Instalados en este marco mental y dejada de lado la pregunta “natural” -¿Qué sentido tiene todo esto?-, los lectores están ya preparados para encontrarse con el resto de los motivos habituales, con las “obsesiones” acostumbradas en el muy singular ámbito literario de Murakami, con la extravagancia del mundo que dibuja para nosotros, fruto todo ello de su portentosa imaginación, de su peculiar y surrealista visión de la existencia. ¿Cómo, si no, puede “entenderse” -y es uno solo de los centenares de ejemplos posibles- un párrafo como el siguiente?: Esta cosa pequeñita reacciona de manera tangible ante la escena en la que la Little People y la niña protagonista crean la crisálida de aire dentro del almacén. Dentro de mi útero hay un calor suave pero palpable que desprende una tenue luz anaranjada. Como la propia crisálida de aire. ¿Querrá decir que mi útero funciona como una crisálida de aire? ¿Seré yo la mother y esa cosa pequeñita, mi daugther? ¿Ha tenido la Little People algo que ver en el hecho de que concibiese un bebé de Tengo sin haber mantenido relaciones sexuales? ¿Se han valido arteramente de mi útero para aprovecharlo como crisálida de aire? ¿Estarán intentando utilizarme para conseguir una nueva daughter?, unas reflexiones de Aomame que describen de modo ejemplar el “clima” de la novela. 

“Murakamiana” es la constante ruptura de la causalidad (La causa y el efecto parecen haberse entremezclado (…) No sé qué viene primero y qué después) y de la razón (He llegado al polo norte de la razón), el misterio y los secretos, la labilidad de las fronteras entre el sueño y la vigilia (¿qué tiene de extraño dormirse en ese mundo, soñar y ser incapaz de distinguir si es un sueño o si es real?), la disolución de la realidad y la alusión continua al “otro lado” (Es un mundo ficticio. Un mundo que no existe en la realidad (…) Estoy aquí y, al mismo tiempo, no estoy. Me encuentro simultáneamente en dos lugares), los reiterados “juegos” duales, las confrontaciones, los contrastes (dos lunas, realidad y ficción, sueño y vigilia, 1984 y 1Q84, vida y muerte, racionalidad e imaginación). Y están también los pasajes, las conexiones, los extraños vínculos entre esos dos mundos paralelos, fronteras, intersticios, pasadizos, anomalías, revelaciones, diferencias sutiles, pequeñas quiebras, conductos, circuitos, oscuros agujeros, imperceptibles puntos de contacto, espacios de conexión, códigos ocultos, que comunican la realidad convencional y su misteriosa otra cara. La Sinfonietta de Janáček, la boca de la cabra muerta, una tormenta con truenos y aguaceros, la crisálida de aire, un tobogán en un parque infantil, la propia Fukaeri, la clarividencia del líder de la secta, una mirada imposible que se cruza entre dos seres que no pueden verse, las escaleras de emergencia de la autopista metropolitana, son puertas para el acceso al otro lado, a ese otro mundo de cuyo cielo penden dos lunas, una grande y otra pequeña; a este año de 1Q84, repleto de enigmas

Y aparecen, igualmente, las historias intercaladas -las de los guiliacos “chejovianos”, la de la ciudad de los gatos ya reseñada, entre otras-; y los héroes significados por alguna rareza no ostensible, algún defecto visible, no obstante (las sorprendentes convulsiones faciales de Aomame, el trauma infantil de Tengo) que los hacen profundamente humanos; y el sexo, que aflora en escenas de un erotismo ritualizado, algo frío, como corresponde a individuos solitarios, otra constante de las novelas del nipón. Como lo es también el humor, con detalles sutiles, que el escritor deja caer al paso, sin énfasis especiales, como en los siguientes ejemplos que no me resisto a transcribir: 

Los gruesos pelos rizados de color negro que le quedaban, aferrados alrededor de la cabeza chata y deforme, se extendían más de lo necesario cubriéndole las orejas sin ton ni son. La forma de aquel cabello probablemente haría pensar, a noventa y ocho de cada cien personas, en un pubis. Qué les evocaría a las otras dos personas no le incumbía a Tengo. 

—¿Diga? —preguntó Tengo todavía con la mente espesa. Parecía que, en vez de sesos, tuviera una lechuga congelada dentro de la cabeza. Hay quien no sabe que no se puede congelar la lechuga; una vez descongelada, deja de ser crujiente, con lo que pierde una de sus cualidades más atractivas. 

El siglo XX se aproxima a su fin. Una época muy distinta de aquella en la que Chéjov vivió. Por las calles no corren carruajes ni las señoras llevan corsé. De algún modo, el mundo ha sobrevivido al nazismo, a la bomba atómica y a la música contemporánea. 

Personas que dominen la técnica de patear testículos, como Aomame, seguro que se pueden contar con los dedos de una mano.

Y, como de costumbre, proliferan las comparaciones desconcertantes (todo es una cosa y otra -muy distinta- a la vez): 

Aquel hombre de mediana edad simplemente observaba con la boca cerrada la interminable fila de coches que se extendía ante él, como un pescador veterano que, erguido en la proa, lee la aciaga línea de convergencia de las corrientes marinas. 

Cuando acababa de hablar, un pequeño fragmento de silencio locuaz se quedaba flotando en el estrecho espacio del vehículo, como la miniatura de una nube imaginaria. 

Le vino a la mente la escena del director de orquesta sonriendo y haciendo reverencias hacia el público puesto de pie. Alzaba la cabeza, alzaba los brazos, le daba un apretón de manos al concertino, se daba la vuelta, levantaba ambos brazos, aplaudía a los miembros de la orquesta, se volvía hacia el público y, una vez más, hacía una profunda reverencia. Al cabo de un buen rato de aplausos grabados, éstos empezaron a enmudecer. La sensación era semejante a escuchar con atención una interminable tormenta de arena en Marte. 

Esa niña posee algo valioso. No sé qué, pero lo tiene. Estoy seguro de ello. Tú lo sabes y yo también. Cualquiera puede percibirlo claramente, como el humo de una hoguera en una tarde sin viento.

A veces, los ojos le centelleaban, como una estrella que titila en el cielo nocturno de invierno. Una vez que se callaba, por cualquier motivo, permanecía callado, como una roca en la cara oculta de la Luna. 

Al acercar el auricular al oído, oyó como una ráfaga de viento. Una racha caprichosa que soplaba en un valle angosto, erizando ligeramente el pelaje de unos bellos ciervos que, agachados, bebían del agua cristalina de un arroyo. Pero no era viento. Era la respiración de una persona amplificada por el aparato telefónico. 

—El premio Akutagawa —repitió Tengo, como si trazara aquellas palabras en la arena húmeda con un palo, en grandes caracteres. 

Le había pedido claramente que dejara de llamarlo por teléfono en plena noche. Como un campesino que le implora a Dios que no envíe una plaga de langostas a sus tierras antes de la cosecha. 

La línea de nacimiento del cabello retrocedía al fondo de la frente, y el poco pelo que le quedaba hacía pensar en una pradera a finales de otoño cubierta de escarcha. 

Fukaeri volvió a quedarse callada. Pero esta vez no era un silencio intencionado. Simplemente no entendía el objetivo de la pregunta de Tengo, la idea a la que remitía. La pregunta no llegó a tomar tierra en el terreno de su percepción. Parecía superar los límites de lo significativo y perderse para siempre en el interior de un vacío. Como un solitario cohete de exploración espacial pasando de largo al lado de Plutón. 

Ella tomó asiento en la silla de enfrente. Hiciera lo que hiciese, apenas producía ruido. Como una zorra astuta atravesando el bosque. 

Los medios de comunicación se le echarán encima, como una bandada de murciélagos al anochecer. 

Tal y como iba vestido, con una sudadera gris, unos pantalones a juego y unas zapatillas de deporte gastadas para correr, y con la complexión fuerte que tenía, más que un médico de una clínica parecía el entrenador de un club deportivo universitario que, por más que lo intentaba, era incapaz de pasar de segunda división. 

Y abundan las descripciones minuciosas, los nombres de marcas comerciales, que se detallan con precisión, la infinidad de referencias musicales, la sobreabundancia de citas cultas: Dickens, El clave bien temperado, los Heike-monogatari, Chéjov, Akira Kurosawa, Los hermanos Karamázov, Carl Jung, La rama dorada, de Frazer (del que se resalta el mismo mito que está presente en Apocalyse now y, antes, en El corazón de las tinieblas de Conrad), Proust, Wittgenstein, Isak Dinesen, Memorias de África, Macbeth, 2001: Odisea en el espacio, Sean Connery, el Crimental de un 1984, el clásico de George Orwell, omnipresente (magnífica fuente de citas, leemos). 

Y está también, como es obvio, la temática más “seria”, más filosófica, frecuente también en la literatura del último Premio Princesa de Asturias: las reflexiones sobre la escritura, la metaficción, la búsqueda del sentido de la existencia en una vida sin él, el amor, la confianza, la soledad en las ciudades deshumanizadas, la violencia, en particular la ejercida contra los niños y las mujeres, aunque estas a menudo son libres, fuertes, independientes, “empoderadas”, el tiempo, la identidad (durante un tiempo no supe quién era. Pero es natural, porque en realidad no soy nadie). 

En fin, una vez más, son muchos los motivos para volver a acercarse a una novela de Murakami. La concesión del galardón asturiano, que se le entregará el próximo viernes es una muy buena ocasión para que quien aún no conozca su obra se decida a leerla. Os dejo ahora con La ciudad de los gatos, el cuento intercalado en la narración y, tras él, con uno de los muchos temas musicales que pueblan la novela, y quizá el de mayor significatividad: It's Only a Paper Moon. Aquí os lo dejo en la versión de Nat King Cole que aparece citado en la novela, aunque, que yo recuerde, no directamente en relación con la canción.


Entre ellos había una historia sobre un joven que viajaba a un pueblo dominado por gatos. Se titulaba «El pueblo de los gatos». Se trataba de una historia fantástica escrita por un autor alemán de quien nunca había oído hablar. En el libro se explicaba que había sido escrita en algún momento entre la primera y la segunda guerra mundial. 

El joven viajaba solo, a su gusto, con una única maleta como equipaje. No tenía un destino. Se subía al tren, viajaba y, cuando encontraba un lugar que le atraía, se apeaba. Buscaba alojamiento, visitaba el pueblo y permanecía allí cuanto quería. Si se hartaba, volvía a subirse al tren. Así era como pasaba siempre sus vacaciones. 

Desde la ventana del tren se veía un hermoso río serpenteante, a lo largo del cual se extendían elegantes colinas verdes. En la falda de aquellas colinas había un pueblecillo en el que se respiraba un ambiente de calma. Tenía un viejo puente de piedra. Aquel paisaje lo cautivó. Allí quizá podría probar deliciosos platos a base de trucha de arroyo. Cuando el tren se detuvo en la estación, el joven se apeó con su maleta. Ningún otro pasajero se bajó allí. El tren partió inmediatamente después de que se hubiera bajado. 

En la estación no había empleados. Debía de ser una estación poco transitada. El joven atravesó el puente de piedra y caminó hasta el pueblo. Estaba completamente en silencio. No se veía a nadie. Todos los comercios tenían las persianas bajadas y en el ayuntamiento no había ni un alma. En la recepción del único hotel del pueblo tampoco había nadie. Llamó al timbre, pero nadie acudió. Parecía un pueblo deshabitado. A lo mejor todos estaban echando la siesta. Pero todavía eran las diez y media de la mañana. Demasiado temprano para echar una siesta. O quizá, por algún motivo, la gente había abandonado el pueblo y se había marchado. En cualquier caso, hasta la mañana del día siguiente no llegaría el próximo tren, así que no le quedaba más remedio que pasar allí la noche. Para matar el tiempo, se paseó por el pueblo sin rumbo fijo. 

Pero en realidad aquél era el pueblo de los gatos. Cuando el sol se ponía, numerosos gatos atravesaban el puente de piedra y acudían a la ciudad. Gatos de diferentes tamaños y diferentes especies. Aunque más grandes que un gato normal, seguían siendo gatos. Sorprendido al ver aquello, el joven subió deprisa al campanario que había en medio del pueblo y se escondió. Como si fuera algo rutinario, los gatos abrieron las persianas de las tiendas, o se sentaron delante de los escritorios del ayuntamiento, y cada uno empezó su trabajo. Al cabo de un rato, un grupo aún más numeroso de gatos atravesó el puente y fue a la ciudad. Unos entraban en los comercios y hacían la compra, iban al ayuntamiento y despachaban papeleo burocrático o comían en el restaurante del hotel. Otros bebían cerveza en las tabernas y cantaban alegres canciones gatunas. Unos tocaban el acordeón y otros bailaban al compás. Al poseer visión nocturna, apenas necesitaban luz, pero gracias a que aquella noche la luna llena iluminaba hasta el último rincón del pueblo, el joven pudo observarlo todo desde lo alto del campanario. Cerca del amanecer, los gatos cerraron las tiendas, ultimaron sus respectivos trabajos y ocupaciones y fueron regresando a su lugar de origen atravesando el puente. Al amanecer los gatos ya se habían ido y el pueblo se había quedado desierto de nuevo, entonces el joven bajó, se metió en una cama del hotel y durmió todo cuanto quiso. Cuando le entró hambre, se comió el pan y el pescado que habían sobrado en la cocina del hotel. Luego, cuando a su alrededor todo empezó a oscurecer, volvió a esconderse en lo alto del campanario y observó hasta el albor el comportamiento de los gatos. El tren paraba en la estación antes del mediodía y antes del atardecer. Si se subía en el de la mañana, podría continuar su viaje, y si se subía en el de la tarde, podría regresar al lugar del que procedía. Ningún pasajero se apeaba ni nadie cogía el tren en aquella estación. Y sin embargo el ferrocarril siempre se detenía cumplidamente y partía un minuto después. Por lo tanto, si así lo deseara, podría subirse al tren y abandonar el pueblo de los gatos en cualquier momento. Pero no quiso. Era joven, sentía una profunda curiosidad y estaba lleno de ambición y de ganas de vivir aventuras. Deseaba seguir observando aquel enigmático pueblo de los gatos. Quería saber, si era posible, desde cuándo habían ocupado los gatos aquel pueblo, cómo funcionaba el pueblo y qué demonios hacían allí aquellos animales. Nadie más, aparte de él, debía de haber sido testigo de aquel misterioso espectáculo. 

A la tercera noche, se armó cierto revuelo en la plaza que había bajo el campanario. «¿Qué es eso? ¿No os huele a humano?», soltó uno de los gatos. «Pues ahora que lo dices, últimamente tengo la impresión de que huele raro», asintió olfateando uno de ellos. «La verdad es que yo también lo he notado», añadió otro. «¡Qué raro! Porque no creo que haya venido ningún ser humano», comentó otro de los gatos. «Sí, tienes razón. No es posible que un ser humano haya entrado en el pueblo de los gatos.» «Pero no cabe duda de que huele a uno de ellos.» 

Los gatos formaron varios grupos e inspeccionaron hasta el último rincón del pueblo, como una patrulla vecinal. Cuando se lo toman en serio, los gatos tienen un olfato excelente. No tardaron mucho en darse cuenta de que el olor procedía de lo alto del campanario. El joven oía cómo sus blandas patas subían ágilmente por las escaleras del campanario. «¡Esto es el fin!», pensó. Los gatos parecían muy excitados y enfadados por el olor a humano. Tenían las uñas grandes y aguzadas y los dientes blancos y afilados. Además, aquél era un pueblo en el que los seres humanos no debían adentrarse. No sabía qué suerte le esperaría cuando lo encontraran, pero no creía que fueran a permitirle irse de allí habiendo descubierto el secreto. 

Tres de los gatos subieron hasta el campanario y se pusieron a olfatear. «¡Qué extraño!», dijo uno sacudiendo sus largos bigotes. «Aunque huele a humano, no hay nadie.» «¡Sí que es raro!», comentó otro. «En todo caso, aquí no hay nadie. Busquemos en otra parte.» «¡Esto es de locos!» Movieron extrañados la cabeza y se fueron. Los gatos bajaron las escaleras sin hacer ruido y se esfumaron en medio de la oscuridad nocturna. El joven soltó un suspiro de alivio; a él también le parecía de locos. Los gatos y él habían estado literalmente a un palmo de distancia en un lugar angosto. No habría podido escapárseles. Y sin embargo, parecían no haberlo visto. El joven examinó sus manos. «Las estoy viendo. No me he vuelto invisible. ¡Qué raro! En cualquier caso, por la mañana iré hasta la estación y me marcharé de este pueblo en el primer tren. Quedarme aquí es demasiado peligroso. La suerte no puede durar siempre.» 

Pero al día siguiente, el tren de la mañana no se detuvo en la estación. Pasó delante de sus ojos sin disminuir siquiera la velocidad. Lo mismo ocurrió con el tren de la tarde. Se veía al conductor en su asiento y los rostros de los pasajeros al lado de las ventanillas. Pero el tren no dio señales de que fuera a pararse. Era como si la silueta del joven que esperaba el tren no se reflejara en los ojos de la gente. O como si fuera la estación la que no se reflejara. Cuando el tren de la tarde desapareció a lo lejos, a su alrededor se hizo un silencio absoluto, como nunca antes había sentido. Entonces, el sol empezó a ponerse. «Va siendo hora de que los gatos aparezcan.» El joven supo que se había perdido. «Éste no es el pueblo de los gatos», se dio cuenta al fin. Aquél era el lugar en el que debía perderse. Un lugar ajeno a este mundo que habían dispuesto para él. Y el tren jamás volvería a detenerse en aquella estación para llevarlo a su mundo de origen.
  Videoconferencia
Haruki Murakami. 1Q84 

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