Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de octubre de 2023

LEONARDO PADURA. LA TRANSPARENCIA DEL TIEMPO; PERSONAS DECENTES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro que como todos los miércoles sale al aire en Radio Universidad de Salamanca ofreciéndoos una propuesta de lectura que pueda interesaros. En apenas diez días, el próximo 20 de octubre, tendrá lugar en Oviedo la ceremonia de entrega de los Premios Princesa de Asturias correspondientes a este año, unos galardones que en su rama de Letras -pero no solo- han tenido una constante presencia en nuestro espacio, por el que han pasado, en los trece cursos de nuestra ya dilatada presencia en las ondas -y, a través de este blog, también en internet- algunos de los premiados, como Mario Vargas Llosa, Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester, Emmanuel Carrère, Bob Dylan, Woody Allen, Juan Mayorga, Margaret Atwood, Paul Auster, Leonard Cohen, Antonio Muñoz Molina, John Banville, Fred Vargas y Leonardo Padura, además de Haruki Murakami y Nuccio Ordine, ganadores este año en las modalidades de Letras y Comunicación y Humanidades, respectivamente. Para festejar nuestros “aciertos” -en la mayor parte de los casos, su protagonismo en Todos los libros un libro es previo al reconocimiento por parte de los distintos jurados asturianos; y muy anterior, incluso, si me refiero a la lectura de sus obras por mi parte-, he querido que todas las emisiones de este mes de octubre en el que se enmarca la formal, protocolaria y sin embargo entrañable ceremonia que tiene lugar cada año en el ovetense Teatro Campoamor se dediquen a celebrar a alguno de los autores “laureados” en los más de cuarenta años de vida de los prestigiosos premios. Así, la semana pasada, recuperaba aquí el programa centrado en Fred Vargas, que presenté originariamente en 2018 con ocasión de su reconocimiento de entonces y que, al no haber visto la luz en la actual fórmula de nuestro espacio, con su grabación en vídeo y su difusión en mi canal de YouTube, merecía, creo, dada la indiscutible brillantez de la escritora francesa y la enorme calidad y el gran interés que encierran sus obras, el que pudiera estar disponible también para quienes nos siguen por ese medio. Dejando para las dos emisiones finales del ciclo, las de los miércoles inmediatamente anterior y posterior a la citada fecha del 20 de octubre, la celebración de las muy sugestivas obras de Haruki Murakami y Nuccio Ordine, premiados, como se ha dicho, en este 2023, el programa de esta tarde se dedica, al igual que en el caso de Vargas, a una suerte de singular “rescate”. 

Y es que nuestro invitado de hoy, Leonardo Padura, que obtuvo el Princesa de Asturias de las Letras por el conjunto de su obra en 2015, ya protagonizó ese mismo año la correspondiente emisión de nuestro espacio, que, del mismo modo que en lo señalado para la novelista francesa, solo salió al aire en su versión radiofónica, ya que, en aquellos lejanos días, Todos los libros un libro no se había abierto todavía al formato de videoconferencia. Por ello lo traigo hoy aquí, de nuevo, aunque con un elemento diferenciador con respecto a la reseña “resucitada” de Fred Vargas. En el caso de esta última, la muy brillante autora parisina no cuenta con ninguna novela nueva desde la fecha de su presencia en el programa, por lo que mis comentarios de hace siete días han sido, en efecto, “repetidos”, a partir de la base de lo sobre ella escribí en su momento. Por el contrario, desde 2015, Leonardo Padura, un autor cubano de novela negra, creador de una serie protagonizada por Mario Conde, un muy particular investigador cuya compleja personalidad es -a mi juicio- uno de los principales alicientes de las historias de las que es el personaje principal, ha dado a la luz dos novelas más de su serie, hasta completar la decena que hasta ahora la integran. Por ello, os contaré algunas generalidades sobre el autor y su personaje que ya estaban en mi reseña de hace ocho años, centrada en su entonces último libro, Herejes, y, a continuación, os dejaré unos breves apuntes sobre los dos más recientes, La transparencia del tiempo y Personas decentes, que, con tramas detectivescas diferentes, como es obvio, se ajustan totalmente a las pautas más representativas de la obra entera del cubano. 

No obstante, mi recomendación no se limitará a los títulos mencionados, sino que se extiende a la serie entera, cuya lectura no es imprescindible (cada libro es autónomo y Padura aporta pistas suficientes como para ubicar al personaje y su entorno), aunque sí aconsejable para la cabal comprensión de las distintas tramas y, sobre todo, para degustar la muy bien “dibujada” atmósfera en la que se enmarcan. Así, desde mi punto de vista, lo apropiado sería empezar por los cuatro primeros, que constituyen una tetralogía cerrada en sí misma, Cuatro estaciones, centrada, obviamente, en las distintas temporadas del año: Pasado perfecto, Vientos de cuaresma, Máscaras y Paisaje de otoño; leyéndola conoceréis los rasgos más destacados del interesante expolicía e investigador privado y podréis familiarizaros con su particular universo. Leonardo Padura es autor también de otros innumerables libros, al margen de esta serie policiaca: novelas, cuentos, ensayos o libros de viaje o de entrevistas. 

Mario Conde, un comemierda con dos doctorados, en expresiva definición del propio personaje, es, como digo, una creación literaria muy poderosa e interesante. Con evidentes concomitancias con otros detectives literarios, Conde es un tipo melancólico, desencantado, escéptico y algo triste que, sobrepasados ya -ahora, en esta última aventura- los sesenta años (viejo y pobre y pesimista, piensa de sí mismo; y también: Sus más de sesenta años ya le pesaban a un organismo sujeto a múltiples y tan prolongados maltratos: alcoholes, desvelos, nicotina y alquitrán, ayunos mal resueltos), pasea su ausencia total de expectativas vitales -al margen de las relacionadas con la vulgar supervivencia-, la irreversible derrota de sus sueños, su abandono de perro apaleado, por las calles de La Habana, una ciudad cuyo deterioro, cuya decadencia corren en paralelo a la del desengañado personaje. En las más recientes entregas de la serie, nuestro protagonista, que hace décadas ha dejado la policía, a la que perteneció durante diez años, moviéndose en el difuso y ambiguo (sobre todo en la Cuba estatalista de las últimas décadas) territorio de la investigación privada, recurre, como tabla de salvación ante la penuria reinante, a la muy delicada pero por entonces todavía jugosa actividad de la compra y venta de libros de segunda mano [en la que] Conde había practicado todas las modalidades en las que se podía ejecutar el negocio. En Personas decentes, hasta esa actividad ha quedado arrumbada, por imposible dadas las condiciones económicas del país, en los recuerdos del pasado y Conde alternará una labor de discreto controlador de excesos en un local nocturno, una esporádica colaboración con la policía en el desentrañamiento de algunos crímenes y, en paralelo, y de ello hablaremos más adelante, su vocación no del todo frustrada de escritor de novelas. 

De su precariedad económica y su desamparo existencial lo salvan unos cuantos amigos entrañables, una amante acogedora e incondicional, algunas rutinas apacibles y la persistencia en un puñado de sueños casi todos inalcanzables. Los amigos son, entre otros, con una fidelidad que desafía el paso del tiempo, el Conejo, Andrés, Candito el Rojo y, sobre todo, el Flaco Carlos, atado a una silla de ruedas, del que cuida con mimo su novia Dulcita. Con ellos -en los que el transcurrir de los años, a medida que se suceden las novelas, el tiempo va haciendo sus inclementes estragos- se reúne cada poco tiempo en unas comidas inenarrables preparadas -con un virtuosismo tanto más llamativo si se conoce la penuria en la que se desenvuelve la sociedad cubana- por Josefina, la amorosa madre del Flaco. En esos encuentros -en los que las muy propicias brumas del alcohol envuelven confidencias, recuerdos, lamentaciones y añoranzas- los amigos filosofan (hablan mierda, como se dice en Herejes) sobre sus vidas y la de su país, sobre las expectativas perdidas, los sueños rotos, las existencias abocadas al fracaso. Los sucesivos perros Basura -a partir de Herejes ya es Basura II el acompañante, y está casi sordo en Personas decentes-, tan desangelados y solitarios y libres como su dueño, forman parte -indudablemente- de este elenco de amigos, así como los parroquianos del bar de los Desesperaos (insisto en que el paso del tiempo hace desaparecer algunas de las personas y escenarios habituales; así ocurre con los Desesperaos, que no comparece en la entrega por ahora postrera de la serie), en los que la cuadrilla se aprovisiona de bebedizos alcohólicos muchas veces intragables si no francamente nocivos para la salud. 

La maternal amante es Tamara, que en una de las primeras novelas del ciclo era la mujer de un corrupto dirigente local que muere asesinado en uno de los casos investigados por Conde. Desde entonces la casa de Tamara es un refugio al que el expolicía acude para encontrar ternura y compañía y complicidad y comprensión y algo parecido a la estabilidad y sexo ya no encendido y pasional aunque sí demorado y recogido y dulce. La relación, en la que cada uno entregaba al otro lo mejor que tenía, sin ceder sus últimos espacios de individualidad, aporta a ambos sosiego, calidez y fuerza para resistir la dura soledad del día a día. En Personas decentes, la mujer, mayor ya, como el propio Conde, se plantea la marcha a Italia, en donde viven su hermana, su hijo y, atracción irresistible, Raffaello, un pequeño nieto de dos años, perspectiva que sume a nuestro protagonista en la tristeza. 

Las rutinas a las que el detective se ancla para sobrellevar la devastación del tiempo, son unos cuantos libros, por encima de todos los de Salinger, también Chandler o Hemingway -del que, sin embargo, acabará “alejándose”-; algunas películas, Chinatown, El halcón maltés, Cinema Paradiso, también, en Herejes, Blade Runner; ciertas músicas de hace cincuenta años, los Beatles, Credence Clearwater Revival, Blood, Sweet and Tears, Elvis, The Mamas and The Papas, Chicago, The Four Seasons y hasta el añejo y para muchos de vosotros desconocido y absolutamente kitsch grupo español de los sesenta ¡Cristina y los Stop!, presente en Herejes. También están, aunque Conde mantiene con ellos una “relación” ambivalente, los Rolling Stones, esenciales en el planteamiento que articula Personas decentes, que sucede en los días de la visita a Cuba de Barack Obama y del concierto en La Habana del legendario grupo de Mick Jagger y Keith Richards. 

Y todo, amigos, amante y rutinas conforman una existencia en la que la constatación de la mediocre realidad -mediocre en lo individual y también en lo social; aunque de esta segunda vertiente, de la ruina económica, política, sociológica y hasta moral de Cuba os hablaré luego- sólo puede combatirse con los sueños, unos sueños que el paso del tiempo y la lucidez de los personajes acaban por convertir en quimeras inaccesibles. ¿Cuántos sueños de futuro acariciados por él y sus amigos, mientras bajaban por aquella misma calle, se habían hecho mierda en el choque brutal contra la realidad vivida? Demasiados…, piensa Conde en un momento del libro. O más adelante: ¿Le preocupaba que él y todos sus amigos se estuvieran poniendo viejos y siguieran sin nada en las manos, como siempre habían estado, o con menos de lo que antes habían estado, pues se les habían perdido incluso las ilusiones, la fe, muchas de las esperanzas prometidas por años y, por descontado, la juventud? Y de entre todos sus sueños, la literatura, escribir una novela parecida a las de Salinger, es el más recurrente y escurridizo (o no tanto, pues resulta evidente que Conde es “muy” Padura, el personaje se asemeja mucho -así me lo parece- a su creador, que sí ha podido escapar de la inhóspita monotonía circundante escribiendo sus propios libros). En los dos últimos títulos por ahora publicados esa aspiración literaria de Mario Conde fragua por fin en una historia narrada por él e imbricada en los hechos que investiga en el “presente” (en La transparencia del tiempo) y en un intento de novela que, como luego veremos, forma parte del texto de Personas decentes, incorporada al libro en capítulos alternos a la trama que en él se cuenta. 

Esta descripción somera del mundo de Conde aparece reflejada en este breve y significativo fragmento de Herejes: Todavía él poseía cuatro tesoros que, en su magnifica conjunción, podía considerar los mejores premios de la vida. Porque tenía buenos libros para leer; tenía un perro loco e hijo de puta del cual cuidar; tenía unos amigos a quienes joder, abrazar, con quienes se podía emborrachar y soltarse a recordar otros tiempos que, en la benéfica distancia, parecían mejores; y tenía una mujer a la que amaba y, si no se equivocaba demasiado, lo amaba a él. Gozaba de todo aquello en un país donde mucha gente apenas tenía nada o iba perdiendo lo poco que le quedaba: porque demasiadas personas con las que cada día se topaba en sus afanes callejeros y le vendían sus libros con la esperanza de salvar sus estómagos, ya habían perdido hasta los mismísimos sueños

Y aquí aparece otro de los elementos muy destacados de las novelas del autor cubano: la triste y muy dura realidad del país caribeño que aflora en ocasiones de modo deliberado y que, en cualquier caso se impone muy a menudo como telón de fondo inevitable, más allá o a pesar de la reflexión consciente del investigador. Padura vive en Cuba, aunque tenga la doble nacionalidad, cubana y española, y viaje con frecuencia a congresos y encuentros de escritores, y, este hecho -su asentamiento en La Habana- revela, en consecuencia (aparte de su amor por la ciudad y su belleza y por sus gentes y su afabilidad), una cierta conformidad (sin duda matizable) con la dictadura castrista, con la que colaboró abiertamente en sus inicios profesionales en los que se desempeñó como periodista en distintas revistas y periódicos afines al Régimen. Sin embargo, en sus libros, la cruda realidad habanera y por extensión cubana, no se nos hurta a los lectores, que podemos conocer así -insisto, no sólo con las reflexiones de expolicía sino con las meras descripciones del marco en que se desenvuelven las tramas de las novelas- la dimensión más verdadera de la vida en Cuba. La pobreza, las limitaciones económicas, los “asentamientos” de aluvión -territorios sin ley-, los centenares de chabolas sin los equipamientos más elementales, los edificios en ruinas (las costras de una ciudad que, bien vista, parecía afectada de lepra, leemos en La transparencia del tiempo), los jardines convertidos en basureros, las mansiones devastadas, los automóviles destartalados, la ausencia de bienes de consumo básico, la carestía de la vida, la precaria sencillez de muebles, menaje y ropa, los vetustos electrodomésticos, lo reducido de la oferta cultural (sin publicaciones literarias recientes o con menos de cuarenta años, con un cine anclado en el pasado, un acervo discográfico congelado en la década de los sesenta; con algunas contadas excepciones en cada caso), la ya reseñada ausencia de expectativas vitales (el exilio, la emigración, la estéril lucha de las gentes por abandonar el país, en una huida liberadora vetada para la mayoría, un sueño imposible -en la isla la gente decía que lo importante era tener FE: familiar en el extranjero-, es otro de los motivos recurrentes de las novelas), dibujan un panorama social muy alejado de la imagen que desde las jerarquías políticas quiere transmitirse del “paraíso socialista”. Pero es que, además, Conde no se frena al mostrarnos -y criticar- la corrupción, la venalidad, la hipocresía y la inmoralidad reinantes en esas mismas jerarquías que imponen a su pueblo una somera y “revolucionaria” austeridad mientras se enriquecen, disfrutan de privilegios de toda clase, acceden a viviendas, restaurantes y objetos de lujo, viajan sin limitaciones, ajenos al sufrimiento de su pueblo. Incluso, prueba significativa de esta posición crítica del autor, una de sus novelas, Máscaras, se desenvuelve en un ambiente homosexual, un entorno, como se sabe, no especialmente querido por el régimen de los Castro, que condena a la clandestinidad, la represión y la cárcel cualquier “diferencia”, también la que suponen las opciones sexuales “no convencionales” (el poder “barbudo” las califica de “depravadas” y “decadentes”). También en La transparencia del tiempo y Personas decentes, la “cuestión homosexual” está presente, de modo abierto y explícito, en más de un personaje y en distintos episodios. Esta contradicción entre la quimera oficial y la muy cruda realidad se explicita en un fragmento de Herejes, en que puede leerse: había descubierto hacía tiempo, con una clarividencia siempre capaz de asombrar al Conde, que el país donde vivían quedaba muy lejos del paraíso dibujado por los periódicos y discursos oficiales

Ante este panorama poco esperanzador, Mario Conde se sabe integrado en un sistema que no puede cambiar, pero no escatima críticas o, cuando menos, no se priva de “fotografiar” de modo lúcido y descarnado el mundo que ve: A sus 54 años cumplidos -se nos cuenta en Herejes, pero la reflexión sigue siendo válida casi diez años después, y así se explicita en Personas decentes- Conde se sabía un pragmático integrante de la que años atrás él y sus amigos calificaran como la generación escondida, los cada vez más envejecidos y derrotados seres que, sin poder salir de la madriguera habían evolucionado, (involucionado, en realidad) para convertirse en la generación más desencantada y jodida dentro del nuevo país que se iba configurando. Sin fuerzas ni edad para reciclarse como vendedores de arte o gerentes de corporaciones extranjeras, o al menos como plomeros o dulceros, apenas les quedaba el recurso de resistir como sobrevivientes. Así, mientras unos subsistían con los dólares enviados por los hijos que se habían largado a cualquier parte del mundo, otros trataban de arreglárselas de algún modo para no caer en la inopia absoluta o en la cárcel: como profesores particulares, choferes que alquilaban sus desvencijados autos, veterinarios o masajistas por cuenta propia, lo que apareciera. Y, llevado sobre todo del amor a su tierra, Conde -que quizá así “explica” a su autor- opta por sobrevivir en una Cuba que, pese a todo, encierra muchos motivos -además de los personales de cada uno de sus ciudadanos- para la felicidad: aquella capacidad cubana de vivir cada situación como si se tratase de una fiesta le parecía, incluso desde la perspectiva de su ignorancia y desesperación, un modo mucho más amable de pasar por la tierra y obtener de ese tránsito efímero lo mejor que pudiera ofrecer. Allí todo el mundo reía, fumaba, bebía cerveza, incluso en los velatorios; las mujeres, casadas, solteras o viudas, blancas y negras, caminaban con una cadencia perversa y se detenían en plena calle a conversar con conocidos o desconocidos; los negros gesticulaban como si bailaran y los blancos se vestían como proxenetas. Las personas, hombres y mujeres, se miraban a los ojos. Y aun cuando la gente se moviera con frenesí, en realidad nadie parecía apurarse por nada. (...) Los cubanos afrontaban también sus propios dramas, sus miserias y sus dolores, aunque a la vez (...) lo hacían con una levedad y un pragmatismo que sorprenden al observador externo -uno de los personajes de Herejes- que pronuncia esas palabras. Y ese atmósfera expansiva y vitalista, resistente a la adversidad, aflora también en Personas decentes: la ciudad seguía sudando su fiebre de lujuria, gula, diversión, derroche, como si se vivieran los días finales de la existencia planetaria. O los primeros de otra era... histórica

Y delimitados ya algunos de los rasgos más significativos de la obra de Leonardo Padura, dejadme presentaros muy brevemente ya sus dos últimas novelas a las que también, como es obvio, les son de aplicación las reflexiones precedentes. En relación con Herejes me remito a lo ya comentado en mi reseña de hace ocho años. La transparencia del tiempo repite la estructura -aunque esta vez dual y no organizada en tres frentes- de aquel libro, con una narración en paralelo que alterna los episodios correspondientes a la investigación que lleva a cabo Mario Conde, que, ya fuera de la policía, se ve implicado en la búsqueda de una vieja talla de una virgen negra robada a un amigo de juventud, Roberto Roque Rossell, Bobby, con el que compartió estudios en el “pre” y del que había perdido la pista desde sus días universitarios, y, por otro lado, en un relato paralelo, la historia, que se narra a través de una estructura muy singular que luego comentaré, de las peripecias de la estatua a lo largo de un tiempo que se retrotrae al siglo XIII y las Cruzadas. 

En el primero de los planos, la investigación de Conde se complica en una trama en la que se suceden asesinatos, un criminal violento, intentos de estafa, tráfico de obras de arte a cargo de galeristas y coleccionistas sin escrúpulos, delincuentes de poca monta y negociantes de alto nivel, todo ello en el marco habitual de las aventuras del singular expolicía habanero, con el muy particular modus operandi del protagonista (un investigador heterodoxo y sin reglas, alérgico a las armas y a la violencia, que leía demasiado, pretendía escribir y decía funcionar con corazonadas, prejuicios, premoniciones: un compendio antológico de lo que no podía ser un policía), con la intervención de su antiguo subordinado, ascendido ahora a “mayor”, Manuel Palacios; con la incorporación de un nuevo policía, Miguel Duque, con el que, desde el primer momento, no habrá sintonía y con el que volveremos a toparnos en Personas decentes; con los encuentros regulares con los amigos de costumbre en reuniones fraternales en las que corren parejos el alcohol y la nostalgia; y con la irrupción de algunos personajes nuevos, como la exuberante Karla Choy o el mencionado Bobby, un homosexual excesivo y de personalidad ambigua, que permite a Padura despotricar de la hipocresía del Régimen (una sociedad empecinada en regir todos los comportamientos éticos, políticos, sociales, y en reprimir, con rigor y hasta con saña, cualquier manifestación de diferencia), que durante años purgó -el siniestro Proceso de Profundización de la Conciencia Revolucionaria- a quienes manifestaban su condición sexual “distinta”, reprimiendo, castigando y destrozando las vidas de tantos inocentes (yo fui un enmascarado..., como casi todos -se lamentará Bobby- A mí me tocó esconder toda mi vida que era maricón de la cabeza a los pies, y que creía en Dios y en la Virgen Santísima... Y me pasé los primeros cuarenta años de mi vida fingiendo, reprimiéndome, torturándome, para que mis padres, para que ustedes, mis compañeros, para que todo el mundo en esta patria machista-socialista creyera que yo era lo que debía ser y no me ripiaran la vida: un joven ejemplar, varón y militante, ateo y obediente... Tú no te imaginas lo que fue mi vida). Esta vertiente de la novela se alimenta también -mientras la pesquisa detectivesca avanza en un plano secundario; de menor interés, a mi juicio, que la caracterización de Conde, de su entorno, de la atmósfera de La Habana-, con las ordinarias críticas, ya referidas, a la injusticia y la represión constitutivas del poder “revolucionario” vigente (El país estaba cerrado a cal y canto y la llave la tenían otros, los que decidían quién viajaba y cómo, los que determinaban qué era lo bueno y lo malo para ti, qué libros debías o no debías leer, cómo pelarte y qué música oír. Para nosotros siempre ha sido así, sigue siendo así: alguien decide por nosotros, para cuidarnos y salvarnos) y a las profundas desigualdades de una sociedad supuestamente exenta de discriminaciones (Conde se dijo que en realidad había dos ciudades invisibles dentro de la ciudad visible: el hormiguero hirviente de los desafortunados y los recintos brillantes de los afortunados políticos y económicos). Y como siempre en las novelas de la serie, el centro de interés lo ocupa la figura de un Mario Conde, a unos días de cumplir sesenta años (se estaba convirtiendo en un viejo de mierda), languideciendo desesperanzado y escéptico en su hábitat consabido, en el límite siempre del abandono de los sueños y las ilusiones de la juventud, impregnando la novela del clima de melancolía que es una de las notas distintivas de las novelas de Padura y uno de los elementos de mayor interés para el lector. En esa caracterización de Conde como un individuo descreído, pesimista y desengañado, aflora una vez más su indeclinable vocación de escritor y sus pocas veces probado talento para realizar lo que más hubiera deseado: escribir historias escuálidas y conmovedoras, que aquí fragua -y atención al destripe- en lo que acabará por constituir la segunda vertiente del libro, el relato de la trayectoria histórica de la escultura de la Virgen negra. 

En capítulos organizados en un orden cronológico inverso, de lo más reciente a lo más remoto en el tiempo, Padura intercala entre las peripecias de Conde, las vidas de un Antoni Barral, al que, siendo y no siendo el mismo, en una extraña configuración del tiempo (Antoni Barral tuvo la nítida sensación de estar penetrando en una dimensión diferente del tiempo, un espacio opresivo, circular, carcelario que lo acosaba y lo acosaría, una pátina distorsionante pero traslúcida, como el agua de los arroyos de la montaña, a través de la cual se veía a sí mismo haciendo y rehaciendo una y otra vez sus caminos, con la persistencia de lo eterno y lo inapelable, como una criatura vagante dentro y fuera del tiempo), vemos en 1989, 1936, 1472, 1314, 1308 y 1291, en una narración -vuelvo a incidir en el spoiler: escrita por el propio Conde- en la que se da cuenta, con una indudable y muy documentada base histórica pero con también evidentes dosis de ficción, de la llegada de la estatua de la Virgen a Cuba, en una sucesión de acontecimientos que se desarrollan a lo largo de siete siglos y en los que se entremezclan la Guerra Civil española, la aldea inventada de Sant Jaume de la Vall, las Cruzadas, San Juan de Acre, los templarios, Roger de Flor, el Templo del rey Salomón y el Arca de la Alianza, Francesc Macià, el independentismo catalán, la chipionera y habanera Virgen de la Regla, la Moreneta, Yemayá y otros orishas de los ritos yorubas afro-cubanos, el sincretismo de una virgen negra como la Osiris de los antiguos egipcios de los faraones, y es negra como la Madre Tierra de las viejas sagas celtas de mi país..., y nosotros, los cristianos, decimos que es María. Todo mezclado en una bella talla de madera, en una pauta, la dimensión histórica de sus novelas, que se entremezcla e imbrica con la pesquisa policial en los escenarios de La Habana actual, seña de identidad de la literatura de Padura. 

Para cerrar esta ya muy extensa reseña, os hago un resumen apresurado de la trama y los principales motivos de interés de Personas decentes. Como he anticipado, en el libro se nos cuentan también dos historias paralelas, ambientadas en épocas distintas y protagonizadas por personajes diferentes, aunque entrelazadas por sutiles lazos que las vinculan. Contadas en capítulos alternos, en la primera de ellas vemos a Mario Conde en, ya se ha dicho, la extraña primavera cubana de 2016 (aunque, en la nota final del libro, Padura confiesa haber de alterado levemente las cronologías y fechas reales) con La Habana convulsionada por la llegada de Obama, el concierto de los Rolling Stones, la celebración de una pasarela de Chanel y el “desembarco”, a su estela, de una larga serie de personajes, conspicuos “representantes” del vecino capitalista. ¿Te imaginas cómo se va a poner esto, men? Obama, los Rolling, Chanel, los de Rápido y furioso. Una pila de yumas con pasta y con ganas de gastarla... Hasta Rihanna y las Kardashian andan por aquí... (Aprovecho el inciso que supone el texto transcrito para comentar que los libros de Padura están escritos en un cálido, colorido y muy jugoso cubano, en lo que constituye otro de los alicientes -y no de los menores- de su literatura). La dimensión popular de la presencia del presidente norteamericano, que incluye una cena en un restaurante privado del centro de la ciudad, varias reuniones con representantes de la sociedad civil, ajenas al Gobierno, y la asistencia a un partido de béisbol en el gran estadio de La Habana (Obama en Cuba. La Habana hierve. Ejércitos de periodistas, empresarios, turistas, curiosos. Entusiastas, optimistas, nihilistas. Ofendidos y esperanzados. Y muchos policías, todos los policías. La gente pegada al televisor. Se sabe que Obama habla con disidentes, con emprendedores, se le ve reunido con los dirigentes cubanos), altera la dinámica de la ciudad, no solo desde el punto de vista práctico -la intendencia de los actos obliga a un inusitado despliegue policial (Las calles de La Habana parecían el desfile del carnaval de disfraces de la policía. Patrullas, camiones, motos de agentes del tránsito y muchos uniformados de a pie de distintas fuerzas y colores (verde olivo, azul, negro, boinas rojas, tropas especiales y otras gamas del espectro) se alternaban e, incluso bajo una lluvia intempestiva, prácticamente cubrían cada esquina de la ciudad), pues el rígido Régimen teme las manifestaciones antigubernamentales de los muchos disconformes con la dictatorial represión que impera en la isla, aprovechando esos días en los que Cuba está en la portada de todos los periódicos y noticiarios de todo el mundo- sino que también remueve las inquietudes y aviva las esperanzas de los cubanos que ven en la visita del mandatario estadounidense, por un lado, un acontecimiento significativo que puede suponer una avance en las relaciones con su “belicoso” enemigo tradicional, una relajación en las tensiones entre ambos gobiernos, la superación de los resquemores históricos entre los dos países, la definitiva eliminación del bloqueo y, en consecuencia, la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos (¿Algo va a cambiar? Cada día es más evidente: la gente lo desea, lo necesita, casi que lo ruega, y espera, confiada o desconfiada. Cansada de tanta historia, necesitada de esperanzas y espacios. Aire, hace falta aire...); aunque, por otro, sigue prevaleciendo -en particular en el pesimista visceral Mario Conde- la duda y el escepticismo ante lo que, desde este punto de vista desencantado, se percibe como un mero paréntesis, una transitoria apariencia de libertad que, por tanto, acabaría por resultar, una vez más, decepcionante (tenía la sensación de que el país solo estaba disfrutando de unas vacaciones que en un momento terminarían y volvería el rigor en el cual él había vivido más de cincuenta de sus sesenta años de existencia). En este contexto, la aparición del cadáver mutilado de Reynaldo Quevedo, la encarnación del Maligno para los medios artísticos del país, una suerte de siniestro comisario político, con mucho poder, estalinista confeso, avieso y retorcido, de maldad genéticamente codificada, es el desencadenante de la vuelta de Conde a sus labores policiales, esta vez como mero colaborador, ya fuera de las instituciones oficiales. Quevedo había sido el perro de presa, el abanderado de la pureza ideológica, al que las autoridades del país le habían conferido el arbitrio absoluto de decidir los destinos de los habitantes de la República de las Artes cubanas, responsable por tanto del proceso de persecución, hostigamiento y marginación que sufrieron demasiados escritores y artistas cubanos durante los años en que ejerció su compacto reinado. A partir de su muerte, y tras algún otro crimen posterior a él vinculado, se desarrolla una trama en la que comparecen los sistemáticos abusos de poder; la corrupción estructural de los dirigentes “revolucionarios”; las recurrentes purgas políticas, ideológicas, sociales y hasta sexuales que exigía el mundo feliz habitado por el Hombre Nuevo comunista, infaustas -mortales a veces- para sus víctimas; las miserias de un sistema cerrado, opresivo, dogmático, infame, que se basa en la censura, la represión, el acoso, la desaparición de los pocos opositores que se atrevían a desafiarlo y la humillación, la marginación, el olvido, el silencio, el sometimiento, la infelicidad y el miedo de quienes no tenían otra alternativa que la resignada aceptación. La investigación, que se centra inicialmente, de manera obvia, en las posibles connotaciones de venganza política de los crímenes, pronto se abre a otros frentes, como un oscuro negocio de incautación y venta de obras de arte, plagado de sobornos, cohechos y corruptelas varias perpetradas por miembros del “aparato” del Régimen e, incluso, una vía, algo forzada, que introduce en la historia un raro y muy valioso sello napoleónico, robado en 1832 y “reaparecido” en Cuba en el presente de la novela, cuya incorporación al relato (con parada obligada en el afamado Museo Napoleónico de La Habana) permite a Padura desarrollar esos excursos históricos, con la exigencia de documentación que conlleva, en los que tan a gusto se siente y que, por tanto acaban por comparecer, aunque sea de un modo mitigado, en sus obras. En resumen, y como podemos leer en un pasaje del texto, una historia sórdida, hecha de odio, crueldad, abusos, miedos, desesperaciones, venganzas, frustraciones, corrupción, depravaciones

En paralelo, el lector se encuentra con otra narración, con el protagonismo de Arturo Saborit Amargó, un joven policía nacido en Cienfuegos en 1886 y que en 1908, recientes aún los efectos de la guerra hispanoamericana y la independencia -tutelada- de Cuba, deja su pueblo para desplazarse a La Habana en donde pronto entra a trabajar a las órdenes de Alberto Yarini y Ponce de León, un controvertido personaje de la época, con contrastada presencia histórica (en esa misma dimensión, ya mencionada, de la literatura de Padura que amplía los ecos de la mera investigación detectivesca, enriqueciéndola con otros frentes de interés). En este sentido, y a través de la figura de ese Alberto Yarini y Ponce de León, el Gallo de San Isidro, un joven político, aristócrata, proxeneta reconocido, con una extraña capacidad para atraer, para imantar la voluntad de la gente, muy querido por todos -salvo por quienes le disputaban la supremacía en el negocio de la prostitución habanera-, un Saborit fascinado por el magnetismo del personaje, por la vanidad, el orgullo, los brillos del poder, la droga de la fama que su tutela le prometía, nos traslada a La Habana de principios del siglo XX, en la que, desde la privilegiada atalaya de su ambivalente posición como, simultáneamente, inspector de policía y protegido del líder, contempla las luchas de poder, la guerra de clanes, con asesinatos de por medio, entre los “apaches” y los “guayabitos”, entre los franceses de Louis Lotot, que tienen en su nómina al jefe superior de la policía, que veta cualquier intervención punitiva contra su lucrativo comercio de explotación del juego, la droga y la prostitución, y las fuerzas locales cubanas que, encabezadas por un Yarini cuyo carisma le asegura el éxito en cualquier empresa en la que se implique, pretende hacerse con el dominio del sector, tradicionalmente en manos del francés. Con la excusa del muy cruento asesinato de la prostituta Margarita Alcántara, Saborit se verá involucrado en ese juego de rivalidad comercial, de intereses mafiosos, de afán de lucro, de medro económico, de egos masculinos desatados, de aprovechamiento y utilización de las mujeres, meros objetos en manos de los hombres, que se las ceden e intercambian como si fueran mercancías, y de, claro está, ambiciones políticas. Y este singular escenario permite a Padura evocar una época histórica de su país que acaba por revelar ciertos vínculos con el presente en el que se desenvuelven las “andanzas” de Mario Conde, al que aquel estado de cosas resulta extrapolable. 
 
El modo en el que Padura estructura este doble relato paralelo, aunque, a la postre, entrelazado, es muy inteligente y resulta otro de los muchos logros de la novela. Porque la historia que Saborit cuenta en primera persona y que se presenta como un relato personal que aparece fechado el 21 de noviembre de 1965, es, a la postre -y aquí incluyo una vez más un cierto spoiler, que debe ser obviado por quien prefiera desconocer cualquier indicio que, siquiera levemente, adelante elementos de la trama-, la novela que Conde, con esa afición literaria a la que ya me he referido, está escribiendo y que, finalmente, acaba por conectar con los crímenes que investiga en el presente, en un juego de muñecas rusas (Padura que escribe de Conde que escribe de Saborit) muy interesante. 

A ello contribuye, además, otro recurso que el autor elige para esta vertiente del libro: en los capítulos del pasado, la narración se produce en la primera persona del propio Saborit, mientras que las “peripecias” de Conde en el otro frente de la novela se narran en tercera. Hay, sin embargo, algún sorprendente desliz, como el que se esconde en la página 102: “dispuesto a acompañarlo en la cama en el viaje al reino de Morfeo, como vulgarmente suele decirse [la negrita es mía, ASS]”. Un inciso a mi juicio poco consistente cuando el texto está redactado en tercera persona, lo cual, sin embargo, no desentonaría si la voz que habla es la del personaje/narrador. Que éste diga, por poner otro ejemplo: Y ya verán en su momento por qué doy todos estos detalles o interpele al lector: ¿No les parece?, como en ambos casos hace Saborit, tiene pleno sentido; que lo afirmara un narrador objetivo que narra la vida de Conde carece de lógica. Pareciera, es mi hipótesis obviamente discutible, que Padura entremezcló las voces de una y otra parte de manera inadvertida. 

Aparte de los leitmotivs habituales en la obra del cubano, el “tema” central en Personas decentes es, precisamente, el de la decencia, como en Herejes sobresalía la idea del libre pensamiento, la disidencia, el desarraigo, la herejía, el individuo libre frente a los dictados del grupo, de la uniformidad colectiva y en La transparencia del tiempo su eje principal, menos explícito, era, a mi juicio, el de la fe y la (im)posibilidad de los milagros. En la última novela de Padura hay una muy destacada insistencia -algo, por lo demás, implícito en el resto de sus novelas- en la integridad moral, la dignidad, la ética y la nobleza, la honestidad, el honor y la vergüenza como faros que deben guiar nuestro paso por el mundo, sobre todo en sociedades, como la cubana, en las que la corrupción, la hipocresía, el cinismo, el envilecimiento y la descomposición son la base del funcionamiento del poder y sus tentáculos. Conde “rescata” a Saborit por considerarlo un hombre decente, pese a sus ambigüedades, pese a su fiel entrega al servicio de un personaje que, al margen de su magnetismo y de su indudable encanto, es un implacable explotador de mujeres. 

En fin, hasta aquí llega por hoy Todos los libros un libro, con una propuesta múltiple de tres novelas, Herejes, La transparencia del tiempo y Personas decentes que por todos los motivos señalados son altamente recomendables como muchas otras de las de su autor. Os dejo, como ambientación musical de mi reseña, con Satisfaction, el clásico de los Rolling Stones que se “canta” en la última novela de Padura. La versión del vídeo que aparece en este blog está grabada en La Habana, el 25 de marzo de 2016, en el marco de la estancia en Cuba de Mick Jagger y los suyos de importancia capital en el libro. Los Rolling están también presentes en el texto con el que cierro mi reseña, un fragmento de Personas decentes que describe fielmente el clima de entusiasmo y exaltación, de esperanza y sueños de libertad, de nostalgia y previsible decepción que se respiraba en la capital cubana y en el país entero en los días del concierto de sus satánicas majestades.

Las calles de la ciudad parecían un hormiguero alterado. Cientos de personas de todas las edades y fachas imaginables avanzaban por las avenidas, entorpeciendo el tráfico de vehículos que a duras penas conseguía organizar y hacer fluir el ejército de policías, también de todas las fachas y edades posibles. Desbordados por el gentío convocado solo por la música y el júbilo, los agentes canalizaban los ríos humanos, siempre oteando con suspicacia hacia un lado y otro, como nerviosos ventiladores giratorios. Sin embargo, los vigilantes uniformados y los cientos de cancerberos mal disfrazados de civiles solo conseguían ver carteles con fotos de los músicos, con la imagen de la lengua irreverente que los identificaba, pancartas con corazones y símbolos de la paz y el amor sesenteros, y banderas de decenas de orígenes: enseñas cubanas, británicas, norteamericanas y de medio mundo, incluida una de la extinta Unión Soviética con la que arrambló algún nostálgico o desinformado. Carteles mejor o peor hechos que proclamaban la simpatía por el diablo, que todo era solo rock and roll y, sobre todo, que tú nunca consigues lo que quieres. Bienvenidos a Cuba socialista, compañeros Rolling, proclamaban otros. 

Se decía que en la explanada de la Ciudad Deportiva, donde en unas horas se celebraría el concierto, por demás, también histórico, y en varias cuadras a la redonda, se congregaban ya varios miles de personas, muchas de las cuales, incluso, habían acampado desde la tarde y la noche anterior para procurarse un lugar de privilegio desde donde escuchar a Mick Jagger decir por enésima vez «I can’t get no satisfaction...». Las hordas de entusiastas cantaban, tocaban guitarras, se pasaban trozos de pan, buches de café, tragos de ron y botellas de agua, confraternizaban con un espíritu de solidaridad espontánea, no programada ni ordenada por nadie. Abuelos y hasta bisabuelos, hombres y mujeres de las mismas edades provectas de los músicos que los convocaban, insiliados voluntarios y exiliados recién regresados se abrazaban y besaban allí con hijos y nietos, propios y desconocidos, como si la concordia entre los hombres fuera posible, quizás hasta más potente que el odio. Frente a un escenario para un concierto se condensaba la posibilidad de la mejor convivencia, gracias a la música, la nostalgia, la realización de un sueño, tardía pero catártica. Una prodigiosa epifanía habanera. Y todos los arrastrados por aquel magnetismo benéfico disfrutaban a plenitud de las vacaciones concedidas, y algunos hasta se atrevían a soñar con más, porque no todo era o debía ser rock and roll y alguna vez, alguna vez, debías conseguir lo que querías, ¿no? 

A bordo del auto que lo trasladaba, conducido por el agente famélico y mal dentado, Conde observaba el espectáculo que se desarrollaba en la ciudad y se preguntaba dónde estarían en ese preciso momento sus amigos, cuán cerca del Santo Grial lograrían ubicarse, qué pestes estarían hablando de él, el disidente, el empecinado o el renegado, según se viera. Y no pudo dejar de sentir envidia por los que disfrutaban del momento, muchos sabiendo que participaban de un evento singular, irrepetible, hasta poco antes inimaginable, y otros tantos creyendo que ya vivían en una era histórica diferente —y vuelta con la bendita historia— en la que se recuperaban deseos, sueños, goces y posibilidades. 

Esa tarde allí estarían bien representados todos los bandos posibles, superados los antagonismos: el de los pragmáticos y el de los soñadores, el de los curiosos y el de los ilusos, el de los nostálgicos y el de los esnobs. Viéndolos y entendiéndolos, el sexagenario Mario Conde sintió la marginación sideral de pertenecer a un partido en esos precisos momentos minoritario aunque de vasta experiencia en las derrotas y decepciones: el de los escépticos. Porque él estaba convencido de que, como los acordes de las guitarras de los Rolling, todo aquel ambiente festivo y leve solo se reducía a eso, a rock and roll, y a notas musicales colocadas sobre un tiempo efímero que pronto sería barrido por el viento de la realidad, por el inmovilismo programado. Y detrás quedaría apenas el recuerdo y la emoción, la breve satisfaction conseguida, ya inerme sobre una tierra baldía, agrietada, agobiada por la sed de los manantiales segados.

Videoconferencia
Leonardo Padura. Personas decentes

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