Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de diciembre de 2024

ALEXANDRE DUMAS. EL CONDE DE MONTECRISTO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os ofrecemos el último programa antes de las Navidades y, teniendo en cuenta esta circunstancia, y como en tantas otras ocasiones similares en las que tenemos por delante algunas semanas de vacación académica y, por tanto, muchas horas para dedicar al muy placentero acto de leer, quiero proponeros un título, de calidad indiscutible, que, además, dada su desmesurada extensión, se acomoda de maravilla a estas largas jornadas de asueto invernal. Estoy hablando de un clásico, El conde de Montecristo, de cuya primera aparición, a finales de agosto de 1844, se han cumplido ciento ochenta años hace unos meses. El libro, una de las obras maestras de su autor, Alexandre Dumas, se publicó por entregas, en un total de dieciocho, desde esa fecha hasta 1846. 

Antes de adentrarme en mis comentarios sobre el libro, quizá superfluos, al tratarse de un título bien conocido, con una amplia recepción en todo el mundo, con infinidad de ediciones en todos los idiomas, con numerosas adaptaciones televisivas y cinematográficas (la última de este mismo verano, dirigida por Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière, de la que os hablaré al término de esta reseña), quiero mencionar dos cuestiones preliminares, anecdóticas quizá, que probablemente poco aporten al análisis de la obra pero que, sin embargo, me parecen significativas, al menos desde mi particular punto de vista. La primera de ellas tiene que ver con lo voluminoso de la novela, 1.300 páginas en su versión original (1.261 en la edición en que hoy os la traigo), algo, por otro lado, no demasiado inusual en un autor muy prolífico, de escritura torrencial, incontenible (y que cobraba por palabras, todo sea dicho), al que se le atribuyen, en los distintos géneros que frecuentó, cerca de cien mil páginas (para cuya redacción contó, como es sabido, con la colaboración de distintos ayudantes; el muy habitual Auguste Maquet, en el caso de El conde de Montecristo). Resulta obvio, por lo tanto, que mi referencia introductoria a la disponibilidad en estos días de holganza vacacional no era meramente retórica, pues serán muchas las horas que, si os decidís a compartir la historia del inefable Edmond Dantès, legendario protagonista del libro, deberéis dedicar a ese, por otro lado, muy estimulante empeño. En mi caso, que he releído el libro hace unos meses (lo había hecho, entusiasmado, en mi adolescencia; pero de esa peripecia personal hablaré luego), debo decir que he ocupado en él tres semanas de lectura intensa (bien que hurtando para la causa, de manera avarienta, el poco tiempo disponible de entre un cúmulo de inevitables obligaciones laborales). A este respecto, quiero señalar una curiosidad con la que, por azar, me he topado hace unos días y que es la que me resulta reveladora del “signo de los tiempos” (aparte de ofrecer una información objetiva que puede interesar a algún seguidor del programa). Buscando en internet referencias sobre la novela, me he encontrado con una página en la que se calcula el tiempo estimado de lectura del libro: exactamente, 31 horas y 11 minutos (con precisión milimétrica). El cómputo se hace, al parecer, teniendo en cuenta el número de páginas (del orden de cuatrocientas sesenta mil, aproximadamente) y la velocidad de lectura media en nuestro idioma (unas 238 palabras por minuto). En fin, dato relevante, quizá, para los arriesgados que se atrevan a lo que, en estos tiempos “tiktokeros” de brevedad, rapidez, fugacidad y laconismo, no deja de parecer una tarea casi heroica. 

El segundo aspecto que quiero señalar, previo a mi “examen” del libro, tiene que ver con una “batallita” personal, de los días de mi infancia. Y es que en octubre de 1969 Televisión española emitió, en diecisiete capítulos, una serie, adaptando la novela de Dumas, que significó un hito de popularidad en aquella oscura España del franquismo en la que aún muy tímidamente una incipiente clase media empezaba a acceder al consumo a través de los primeros televisores en blanco y negro en los que disfrutar de los dos únicos canales existentes. En mi memoria están grabados para siempre programas hoy legendarios -muchos de los cuales pueden revisitarse en la web de RTVE- como Cesta y puntos (un concurso “cultural” que cada sábado nos reunía a mis amigos y a mí en las casas de unos u otros para competir enfervorizados en paralelo a los concursantes televisivos), las Historias para no dormir de Chicho Ibáñez Serrador (de la que recuerdo el recuerdo y no estrictamente la serie, que mis padres no me dejaban ver previendo la amedrentada reacción que provocaría la exposición infantil a la traslación televisiva de los relatos, casi todos clásicos del género del terror), el inusitado madrugón de mi padre para ver en directo la llegada del hombre a la luna o la desatada euforia familiar por la victoria de Massiel en Eurovisión, todo ello televisado en esos años, 1968 y 1969. Y recuerdo también, todavía con nitidez, cómo todos los días (la distancia distorsiona la memoria: leo ahora que la serie solo se emitió entre el 6 y el 31 de octubre de 1969, ni siquiera cuatro semanas) al salir del colegio por la tarde corríamos a casa para no perdernos el episodio correspondiente de El conde de Montecristo, interpretado por un formidable actor de la época, Pepe Martín, asociado desde entonces y para siempre a su personaje. La serie, dirigida por un nombre pionero de nuestra televisión, Pedro Amalio López, se integraba en un espacio, Novela, hoy impensable en la televisión pública, que mostró a los españoles de aquella época espléndidas versiones de obras como El fantasma de Canterville, Mujercitas, Orgullo y Prejuicio, Jane Eyre, Los tres mosqueteros, Entre visillos, Pepita Jiménez, Crimen y Castigo o David Copperfield, entre otros grandes títulos de la literatura española y universal. Una maravilla. 

El reparto de El conde de Montecristo era, visto desde el presente, con las gafas de la nostalgia, memorable e incluía a algunos de los grandes nombres de la escena de nuestro país de aquellos tiempos: una jovencísima y muy guapa Emma Cohen, de la que resultaba imposible no enamorarse siendo adolescente (y aun no siéndolo), el sobrio José María Escuer, Fiorella Faltoyano, también guapísima, y Pablo Sanz (que se parecía a un tío mío), entre otros. Las escenas de un desharrapado Edmond Dantès, consumido y andrajoso, con su larga y enredada cabellera y sus barbas enmarañadas, penando, sufriente, su aciago destino en las austeras mazmorras -de ostensible cartón piedra- del castillo de If permanecen conmigo desde entonces como el símbolo más notable de una obra que, llevado por el “empujón” televisivo, yo leí después en una edición juvenil que aligeraba los pasajes más densos -con menos elementos de “aventura”- del libro. 

Y ahora, más de medio siglo después, y con ocasión del estreno, con repercusión global multitudinaria, de la película de Delaporte y de La Patellière, yo decidí recuperar el libro, leyéndolo esta vez, obviamente, en su texto íntegro, en una de las más recientes versiones de una obra que, como corresponde a su condición de clásico de la literatura, conoce en nuestra lengua -y en cientos de otros idiomas- infinidad de ediciones. La que esta tarde traigo es la de la editorial Navona, que en su magnífica colección Los ineludibles actualiza, en nuevas traducciones presentadas en volúmenes de primorosa presentación formal, con portadas enteladas, cintas separadoras y formato acogedor, decenas de títulos representativos del canon literario universal. Este El conde de Montecristo apareció en 2017 en traducción de José Ramón Monreal, que se basó, para su traslación a nuestro idioma, en el texto establecido por la edición de 1993 de Claude Schopp para la editorial Fayard, un texto que podríamos decir que es hoy “canónico” y en el que se corrigieron los múltiples errores y despistes -fechas imposibles, incoherencias en la trama, inexactitudes varias- que poblaban la primitiva redacción de Dumas. Monreal, afamado traductor con reconocidas versiones de clásicos franceses, italianos e ingleses, incorpora al libro cerca de cuatrocientas notas que, pudiendo obviarse si se quiere mantener una mayor fluidez y continuidad en la lectura, resultan, no obstante, esclarecedoras para conocer el importante contexto social, político e histórico que enmarca las increíbles peripecias del infortunado Edmond Dantès. Un pequeño gazapo en la página 986 desluce, no obstante, la edición: Sí, Albert me ha escrito diciéndome que me encontrara esta noche en la Ópera. Era para hacerme testigo de la afrenta que quería infringiros (donde debe decir, como es obvio, infligiros). 

Como parece evidente para cualquier novela -mucho más cuando se trata de una tan voluminosa como la que ahora me ocupa- resulta de todo punto imposible intentar siquiera un mero esbozo, una somera sinopsis, del argumento del libro. Pero pienso que adelantar las líneas maestras de la trama es una de las funciones de las reseñas literarias que, como las que pergeño en Todos los libros un libro, tienen como objeto principal despertar el interés por la obra analizada y avivar el deseo de su lectura. Vayamos, pues, con una síntesis apresurada de la desbordante historia de El conde de Montecristo, con el aviso, también necesario, de que anticipando el hilo argumental puedo desvelar con él algunos aspectos que quizá quien lea esta reseña hubiera preferido mantener ocultos y descubrir naturalmente al avanzar en la lectura. En fin, riesgos del “oficio”... 

Estamos en Marsella, a 28 de febrero de 1815. Al puerto de la ciudad mediterránea arriba el Pharaon, un velero de tres palos procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. El segundo de a bordo, Edmond Dantès, un joven marinero de dieciocho a veinte años, alto, esbelto, con unos bonitos ojos negros y unos cabellos de ébano; toda su persona tenía ese aire de tranquilidad y de determinación propia [a propósito de la traducción: ¿con qué concuerda ese “propia”, con “determinación” o con “aire”?] de los hombres acostumbrados desde la infancia a luchar contra el peligro, como se lo describe en las primeras páginas del libro, desembarca, feliz y esperanzado, también inquieto, pues, tras una larga navegación, al día siguiente se comprometerá con Mercedes, un bella muchacha perteneciente a la población catalana de la ciudad. La muerte del capitán del barco durante la travesía, víctima de unas fiebres de efecto fulminante, ha obligado a Dantès a asumir el mando de la nave. Su pericia y su buen hacer logran conducirla a puerto, entregando puntualmente su cargamento. El señor Morrel, el afable naviero responsable del Pharaon, viendo al muchacho muy experimentado pese a su edad, decide promoverlo al puesto de capitán. Ello suscita sin embargo la envidia y los celos del contable del barco, Danglars, que codicia el cargo, y que maquina el modo de evitar el ascenso de Edmond. En su antipatía frente al joven coincide con Fernand Mondego, primo de Mercedes e insistente pretendiente de la chica. Ante la inutilidad de su obstinado cerco a la muchacha en los cuatro meses en los que el prometido de esta ha estado embarcado, desea ardientemente desembarazarse de su rival. A ambos se sumará también Caderousse, un vecino del padre de Dantés, que, irresponsable y desaprensivo, celoso también del bien ajeno, está interesado, como sus dos circunstanciales compañeros, en perjudicar al prometedor joven. El ambicioso trío urde una siniestra conspiración, denunciando a su adversario y acusándolo de traición. Dantès había recibido de su capitán una misteriosa carta, que le habría sido confiada a su superior por Napoleón en una escala de su viaje en la isla de Elba, en donde el emperador vive confinado tras la restauración borbónica en el trono de Francia, un año antes, en la persona de Luis XVIII. Fiel al mandato de su capitán en el lecho de muerte, Edmond porta la misiva que debe entregar, sin conocer su contenido, a su destinatario en París, que resultará ser un agente de un Napoleón que en esos días trama dejar atrás su reclusión isleña para recuperar el control y el dominio del país. Una nota anónima -escrita por Fernand a iniciativa de Danglars y con la colaboración pasiva de Caderousse- provoca la detención del joven en mitad de su banquete de esponsales, la víspera de su boda, acusado de conspirador bonapartista. El magistrado responsable de su caso, Gérard de Villefort, descubre que la misteriosa carta incrimina a su propio padre, destinatario del mensaje y partidario del corso exiliado. Para proteger su carrera, Villefort destruye la carta y, a sabiendas de su inocencia, condena a Dantès al encierro en la terrible cárcel del castillo de If, una prisión de la que parece imposible escapar situada enfrente de la costa marsellesa. 

Las páginas que describen su terrible estancia en el presidio (unas doscientas que, empero, apenas representan la sexta parte del libro, dada la extensión total de la obra) suponen, muy probablemente -así ha sido para mí desde la adolescencia-, el elemento más representativo de la novela y el que se mantiene, muy vivo, a lo largo de los años en la memoria del lector. Dantès vivirá catorce años recluido en el angosto espacio de una celda miserable, reducido durante muchos de ellos a las más absolutas soledad y desesperación, y durante muchos otros algo más confiado, animoso y relativamente esperanzado tras trabar contacto con un extravagante compañero de cautiverio, el abate Faria, que desde la celda contigua ha logrado, pacientemente, construir un angosto pasadizo que une las dos dependencias, obviamente sin conocimiento de sus carceleros. El abate, en apariencia un anciano demenciado, le comunica la existencia de un tesoro escondido en una isla mediterránea, de nombre Montecristo, le revela las claves para localizarlo y tomar posesión de él si logra su liberación, y le hace partícipe de su plan de huida, largamente madurado durante sus muchos lustros de encierro. Además, convertido en una suerte de mentor del muchacho, transmite a Edmond sus amplios saberes, sus variados conocimientos, su erudición y su cultura en numerosas lecciones que constituyen un formidable aprendizaje para el joven. 

Varios años después (en una elipsis monumental), tras acceder al tesoro de Faria, muerto en prisión, y, ahora rico y poderoso, Dantès se reincorpora por fin a la vida civil de manera anónima -a través de una serie de circunstancias que, como es natural, no voy a destripar-, asume distintas identidades -Simbad el marino, el abate Busoni, y, sobre todo, el conde de Montecristo, un hombre misterioso, atractivo, de extraño magnetismo, muy rico y de muy vasta cultura- para, escondido tras ellas y después de múltiples correrías, regresar a Francia para conocer qué ha deparado el destino en todo ese tiempo a su anciano padre (que habrá fallecido en la miseria y la soledad), averiguar el paradero de Mercedes (que, creyendo muerto a su prometido, se encuentra casada con Fernand), investigar las circunstancias que dieron con él en la prisión de If, asegurar la felicidad y la libertad de quienes le permanecieron leales y vengarse metódicamente de quienes lo acusaron injustamente y lo encarcelaron. Mucho tiempo después de su aparición en el puerto de Marsella a bordo del Pharaon, Dantès comparecerá en las nuevas vidas de Danglars, Fernand, Caderousse y Villefort, que no descubren a su víctima de entonces, velada tras sus nuevas identidades. El ahora casi omnipotente conde de Montecristo jugará con su enemigos, a los que manipulará como si se tratara de meras marionetas, perplejos y desesperados ante los infortunios que ellos creen causados por la inexplicable sucesión de no se sabe qué aciagos azares, pero tras los que se oculta la vengativa mano de aquel Dantès cuya juventud -cuya vida, en realidad- ellos mismos contribuyeron a destruir. 

Sobre este arrebatador entramado argumental, la prosa inagotable de Dumas se extiende, fecunda, hilvanando episodios, a cuál más sugestivo, en una narración formidable que interesa, en mi opinión, por varias razones: la propia fascinación del relato novelesco, un aluvión de peripecias y aventuras subyugantes protagonizadas por un personaje cuya prodigiosa construcción literaria es otro de los grandes valores de la obra; el ya referido contexto social, político e histórico, el fidedigno marco en el que tienen lugar las andanzas del sufriente, esforzado y muy tenaz Edmond; los variados temas -filosóficos, morales, éticos- de carácter universal que el autor trata y desarrolla en el libro; las singularidades del estilo literario de Dumas, muy marcado por el carácter episódico de la narración, de su condición de novela por entregas; la cualidad de clásico que el libro ha alcanzado, de la que da prueba la muy larga lista de recreaciones, revisiones, traslaciones de la obra en el cine, el arte, la música, la propia literatura, y hasta el cómic y los videojuegos, entre otras manifestaciones del impacto de El conde de Montecristo en la cultura popular. De todos estos frentes quiero ocuparme ahora de un modo algo más detallado, para completar una reseña que cerraré trasladándoos mis impresiones -anticipo que muy gratas- sobre su más reciente versión cinematográfica. 

Estamos, de entrada, ante una apasionante novela de aventuras, quizá la dimensión por la que el libro ha alcanzado una tan amplia repercusión popular. Avanzando por sus páginas el lector se sumerge en un desbordante caudal de episodios, lances, correrías, peripecias, viajes, navegaciones, cabalgadas, desplazamientos en carros, giros argumentales, sorpresas, misterios. Hay infortunios, golpes de azar, sucesos dramáticos, escenas teatrales, incidentes inesperados, situaciones imprevistas y desconcertantes. Se suceden las conspiraciones, las sentencias arbitrarias, los ocultamientos, las traiciones, las intrigas políticas, el espionaje, las convulsiones gubernamentales, los acontecimientos con relevancia histórica. Vivimos encarcelamientos, persecuciones, venganzas, fugas, naufragios, detenciones, chantajes, delaciones, sobornos, corrupciones, secuestros y rescates, cartas incriminatorias, denuncias anónimas, insidias, engaños, añagazas, suplantaciones de personalidad, disfraces, tretas y artificios varios, duelos, adulterios, oscuras filiaciones, enrevesadas genealogías. Comparecen bandoleros, espías, contrabandistas, piratas, asesinos, también aristócratas, altos funcionarios de la corte, de la judicatura, del poder, jueces, carceleros, policías, lacayos y sirvientes, reyes y plebeyos. Y conocemos a muchachas casaderas, anodinas y simples, y a jóvenes atrevidas, libérrimas, a mujeres valerosas y a otras intrigantes, resabiadas, superficiales, fuertes, taimadas, enamoradas, bondadosas, entregadas, desafiantes de las convenciones, incluso a una cautivadora esclava griega, la bella y muy conscientemente sumisa Haydée, en un amplio elenco femenino. Y está Marsella y el castillo de If y la isla de Montecristo y París y Roma y hay referencias menores a Constantinopla, a la griega Yanina, las menciones episódicas a España. Y en todos estos escenarios nos adentramos en la sordidez de las mazmorras, en las humildes moradas de los ciudadanos comunes, en la pobreza de los míseros habitáculos del pueblo, en la opulencia de los salones burgueses, en la magnificencia de los teatros, en el lujo de las representaciones operísticas, en los desaforados excesos de los carnavales romanos, en las escondidas catacumbas en las que se refugian los criminales, en las ignotas cuevas que albergan tesoros inconmensurables, en el interior de las naves y la azarosa libertad de las singladuras marinas. Se nos narran amores impetuosos, frívolos galanteos, duelos de honor, siniestros asesinatos, envenenamientos espeluznantes (hasta cuatro personajes morirán de este modo), suicidios, ejecuciones públicas para disfrute de una población zafia. No se nos ahorran detalles truculentos: un recién nacido enterrado vivo, una muchacha muerta y “resucitada”, un cuerpo atrozmente descompuesto (—¡Y va uno! —dijo misteriosamente el conde con los ojos fijos en el cadáver ya desfigurado por aquella horrible muerte). Compartimos la insufrible soledad del cautivo; la desesperación del condenado a la muerte en vida; la angustia del abocado al infortunio, a la ruina; la incontenible furia de quien es víctima impotente del abuso; el odio incontenible frente al poderoso arbitrario e inicuo; el ansia de quien confía en la venganza como una suerte de desquite divino que restaure la justicia; la entusiasta intensidad del enamorado; la generosidad, la ternura, la benevolencia y la dulzura, la amabilidad y el afecto, la fidelidad y la nobleza; también el rencor y el resentimiento, la cobardía, las ofensas, los agravios, el desprecio, la deshonra, las afrentas, la infamia. 

Y el hilo conductor de todo ello, el eje central de la novela, es Edmond Dantès, una creación literaria deslumbrante, cuya evolución psicológica, en paralelo a los avatares que le depara la vida, Dumas describe con precisión y hondura sobresalientes, en una caracterización prodigiosa. El protagonista experimenta en el curso de su trayectoria vital, una profunda metamorfosis que pasa por distintas fases. Al principio del libro lo conocemos como un joven ingenuo y optimista, abierto a la vida, honesto, trabajador, leal, tiernamente preocupado por su padre e ilusionado con su boda con Mercedes. Ese Edmond confía en la bondad de las personas y en la justicia del mundo, contagia esperanza y sana ambición, rezuma confianza en un futuro de estabilidad y felicidad. Su primera transformación se produce tras su encierro; los largos años de cautiverio, de penalidades, lo sumen en la perplejidad, primero, y luego en la angustia, la rebeldía, la desesperación y el desánimo, la soledad (Hacía cuatro o cinco años que Edmond no había oído hablar más que a su carcelero), la amargura y la falta de fe (permaneció encerrado y olvidado, si no de los hombres, al menos de Dios). Un triste parlamento -un alegato ante el inspector de prisiones enunciado cuando solo lleva año y medio encerrado- da prueba de su sufrimiento y su impotencia: 

No sabéis lo que son diecisiete meses de cárcel: diecisiete años, diecisiete siglos. Sobre todo para un hombre que, como yo, iba a casarse con su amada, para un hombre que veía abrirse ante él una carrera honorable, y que de golpe lo perdió todo; que, en medio del más hermoso día, cayó en la noche más honda; que ve su carrera arruinada, que no sabe si la que le amaba lo quiere aún, que ignora si su anciano padre vive o está muerto. ¡Diecisiete meses de cárcel para un hombre acostumbrado a la brisa del mar, a la independencia del marinero, al espacio, a la inmensidad, al infinito! Señor, diecisiete meses de cárcel es mucho más de lo que merecen todos los crímenes que el lenguaje humano designa con los términos más odiosos. 

El contacto con el abate Faria opera en él un nuevo y significativo cambio, una suerte de resurrección, inspirada y tutelada por las enseñanzas del anciano: ¿Qué me enseñaréis primero? Tengo prisa por empezar, tengo sed de conocimiento, lo urgirá. Matemáticas, física, historia, tres o cuatro lenguas vivas, filosofía y decenas de otros saberes intangibles, hacen del muchacho una persona culta, poseída por la pasión de conocimiento. Su novelesca salida de prisión, convertido ya en un hombre (Había entrado a los diecinueve años en el castillo de If y salía a los treinta y tres), supone una nueva evolución. El mar, elemento clave en su huida de la fortaleza de If, cuya repercusión en su liberación no quiero detallar, aparece como un elemento simbólico, el líquido amniótico que envuelve su “renacimiento”, que se concretará cuando arribe, a salvo, a la isla de Montecristo. En ese peñasco casi desértico, da comienzo una nueva vida, propiciada por el tesoro del abate, oculto en una oscura cueva subterránea, cuyo acceso escondido por rocas, hierbas y matorrales es el umbral, con reminiscencias de cuentos de hadas, de Las mil y una noches, a un espacio repleto de joyas, piedras preciosas, monedas, lingotes de oro, incalculables riquezas, inauditas, fabulosas. De la gruta sale entonces convertido en el conde de Montecristo, una nueva identidad que cambia también su forma de comportarse y actuar. El talento del autor nos dibuja ahora un hombre elegante y de buen gusto, refinado y culto, dueño de una fortuna ilimitada, decidido y enérgico, que se incorpora al mundo, poderoso e invulnerable, para consumar su venganza. 

Esta tercera personalidad de Dantès, arrebatadora y dominante, encantadora y magnética, es la que domina en la mayor parte de la novela. Estamos ante un personaje de irresistible atractivo (parecía poseer el don de fascinar), capaz de atraer tanto a las personas que ama como a las que odia, fascinante y seductor, desinteresado de los asuntos mundanos, siempre por encima de las convenciones, con un capacidad de sugestión casi sobrenatural, que maravilla por su riqueza y elegancia, y cautiva por su saber y su formidable poder social. No queda rastro -no solo en el físico, oculto por sus disfraces, sino en los dominios psicológico y moral- del joven, inocente y hasta candoroso marinero que conocimos al inicio de la novela. En su lugar hay una figura, auténtico héroe de Byron, que impresiona, vigorosa, decidida, dadivosa y espléndida (un hombre que regalaba caballos de treinta mil francos e iba a la ópera con una esclava griega que llevaba encima un millón en diamantes), dotada de una fortaleza y una seguridad arrebatadoras, casi omnipotente (Llevo la vida más dichosa que conozco, una verdadera vida de marajá. Soy el rey de la creación. Si un lugar me gusta, me quedo. Si me aburre, me voy. Soy libre como un pájaro, tengo alas como él. Todo el que me rodea obedece a una señal mía. De vez en cuando me divierto haciendo mofa de la justicia humana, sustrayéndole un bandido que busca, un criminal que persigue. Además, tengo mi justicia personal, baja y alta, sin prórrogas ni apelaciones, que condena y absuelve, y con la que nadie tiene nada que hacer. ¡Ah! ¡Si hubieseis pasado las que yo he pasado, no querríais ya otra), bendecido con los atributos de un dios capaz de hacer y deshacer (Es evidente que este hombre ha recibido el don de influir sobre las cosas), dueño del destino, señor de su propia vida y de las ajenas. Tenía ese frunce en la frente que indica la presencia incesante de un pensamiento amargo; tenía esos ojos ardientes que leen en lo más profundo de los ánimos; tenía aquel labio altivo y burlón que imprime indeleblemente las palabras pronunciadas en la memoria de quien las escucha, capaz de transformar, para bien y para mal, las existencias de quienes entran en contacto con él: Con vos, querido conde, uno no vive, sueña

Hay en él, sin embargo, en su más recóndita intimidad, sombras tenebrosas (tenéis todas las trazas de un hombre que, perseguido por la sociedad, tiene una cuenta terrible que saldar con ella), el rastro del sufrimiento y del dolor (—¿Habéis sufrido mucho, señor? —le preguntó Franz. Simbad se estremeció y lo observó fijamente. —¿En qué se nota? —preguntó. —En todo —repuso Franz—. En vuestra voz, en la mirada, en vuestra palidez y hasta en la misma vida que lleváis). El ser superior oculta -pero no puede disimular- su terrible secreto, que lo tortura y estremece, que lo aflige y atormenta. Mi querido conde [sois un] enigma para todos, tanto para mi madre como para los demás; enigma aceptado pero no resuelto, seguís siendo siempre un enigma. Llevado por su afán de venganza, el muchacho bondadoso -que aún pervive en él- se ha convertido ahora, también, en alguien despiadado, frío, calculador y hasta cruel, atormentado y solitario. El dios resulta ser también demonio, pues ha perdido su sensibilidad, su corazón está ahora petrificado por el padecimiento vivido y por la compulsiva obsesión por el desquite, el resarcimiento, la venganza. Su bondad originaria se ha vuelto ahora cálculo, amargura, encono, también dudas, responsabilidad, sentimiento de culpa, cuestionamiento moral (¿Acaso el objetivo que me propuse era un plan insensato? ¿Habré errado el camino de diez años a esta parte? ¿Habrá bastado una hora para demostrar al arquitecto del universo que aquella en que había puesto todas sus esperanzas era una obra, si no imposible, al menos sacrílega?), en un perfil psicológico más complejo que Dumas dibuja con magistral talento. Una maestría presente también, aunque ejercida en menor medida, en la descripción de los caracteres de los demás personajes: Danglars, Villefort, Fernand, Mercedes, y otros de menor presencia en el relato: Morrel, sus hijos, Maximilien y Julie, Caderousse, el abate Faria, la bella Haydée, Valentine Villefort, hija de Villefort, Héloise la segunda esposa de este, Albert, hijo de Mercedes y Fernand, Andrea Cavalcanti, hijo ilegítimo del propio Villefort, los criados del conde, Ali, Bertuccio, Jacopo; entre otros muchos, todos con entidad, con calado, con peso. Como mera curiosidad (pero no solo) recomiendo la consulta de la entrada de la Wikipedia correspondiente a la novela. En una sección de título “Esquema de las relaciones entre los personajes” se incluye un magnífico y en apariencia enrevesado “mapa conceptual” que muestra los lazos entre los distintos protagonistas del libro. 

Envolviendo esta cautivadora trama, Dumas presenta, con abundancia de referencias -que constituyen el núcleo central de las casi cuatrocientas notas con las que el traductor nos aclara el contexto histórico y social-, las principales coordenadas que definen la contemporaneidad de su protagonista. Este marco general resulta clave para entender los conflictos, motivaciones y destinos de los personajes de la novela, con los dos planos, narración e historia, fuertemente imbricados en el relato. Los hechos relatados en El conde de Montecristo transcurren entre 1815 y 1838, una época de gran agitación política en Europa, y especialmente en Francia. La novela comienza inmediatamente después de la derrota de Napoleón Bonaparte y la restauración de la monarquía de los Borbones. Con el emperador exiliado a la isla de Elba y con Luis XVIII instalado en el trono francés, muchos partidarios bonapartistas fueron perseguidos y encarcelados. Serán, precisamente, las falsas acusaciones de bonapartismo vertidas sobre Dantès las que provoquen su encarcelamiento. Cuando Napoleón escapa de su encierro isleño, Edmond ya está en prisión y la inestabilidad política que genera la vuelta a Francia del corso, contribuye a crear una atmósfera de intrigas, desconfianza y traiciones, con enfrentamientos entre republicanos, monárquicos y seguidores de Napoleón, que facilita la prolongación del cautiverio del joven (En un par de ocasiones, durante la breve aparición imperial conocida como los Cien Días, Morrel volvió a la carga insistiendo siempre sobre la libertad de Dantès, y en cada ocasión, Villefort lo había tranquilizado con promesas y esperanzas. Hasta que finalmente llegó Waterloo, y Morrel no volvió a aparecer por el gabinete de Villefort: el naviero había hecho por su joven amigo todo lo que era humanamente posible hacer; intentar nuevos pasos bajo aquella segunda Restauración significaba comprometerse en vano). Estas circunstancias de la vida política se cruzan de continuo en la novela: ¡El usurpador ha desembarcado en Francia, cerca de Antibes, en el golfo Juan, a doscientas cincuenta leguas de París, el 1 de marzo y vos os enteráis de esta noticia hoy, el 3 de marzo!, exclama, indignado, Luis XVIII a uno de sus ministros. 

Dumas explora también, de modo indirecto, otros elementos de la realidad política del país galo: la corrupción del sistema judicial, la manipulación del marco legal por los ricos y poderosos, las desigualdades en la estructura social, las arbitrariedades y la falta de justicia de la época, el deplorable estado de las cárceles. Y llama la atención la sólida descripción de los entramados financieros, las complejidades mercantiles y las singularidades legales que envolvían los negocios de la época. Hay, igualmente, muestras más que evidentes del interés que en aquellos tiempos despertaba el exotismo de Oriente, que comparece en los fastuosos tesoros de la cueva de “Alí Babá”, origen de la riqueza de Montecristo, en las extrañas vestimentas y costumbres orientalizantes del conde, en el atractivo misterio que envuelve a Haydée. Del mismo modo, el reflejo de la sociedad de la época se muestra cuando el cáustico narrador introduce en el relato sus afiladas ironías -que no escatima- sobre el mundillo literario: —¿Cómo vamos a hacer? —dijo Debray—. Solo tenemos un premio Montyon [un galardón literario de la época]. —Pues bien, se lo otorgaremos a alguien que no haya hecho nada para merecerlo —dijo Beauchamp—. ¿No es así como normalmente sale del apuro la Academia?, en una sola de las muchas puyas a las instituciones académicas que desliza en su texto y a través de las cuales conocemos la realidad de aquel tiempo. Me ha parecido reseñable, también, un pasaje en que dos mujeres, Eugénie Danglars y Louise d’Armilly unidas por una profunda amistad y un gran afecto mutuo, huyen de su entorno, desafiando las presiones sociales de la época. Eugénie, que rechaza un matrimonio arreglado con Andrea Cavalcanti, decide escaparse de París, y en su fuga Louise se convierte en su cómplice, enfrentándose juntas a las normas de la sociedad y mostrando en sus actos (Eugénie se cortará el pelo en una escena de poderosa intensidad: Y cogiendo con su mano izquierda la gruesa trenza sobre la que sus largos dedos se cerraban a duras penas, cogió con la derecha un par de largas tijeras y enseguida el acero crujió en la espléndida y abundante cabellera, que cayó por entero a los pies de la muchacha, inclinada hacia atrás para preservar la levita; y ambas dormirán juntas en los alojamientos que las acogen en su escapada) una ausencia de prejuicios, una libertad y un anhelo de independencia que, contemplados desde nuestro presente, podemos calificar de anticipatorios. 

Del mismo modo, resultan apreciables los distintos temas, de alcance intemporal y universal, que se cruzan en la narración. La traición, la injusticia, el mal, la venganza y la redención, los límites de la justicia personal frente a la institucional, el castigo y el perdón, el poder y la corrupción, la integridad y la manipulación, el destino y el libre albedrío, la culpa, el amor, la entrega, la muerte son algunas de las cuestiones, de trascendencia filosófica y moral sobre las que el lector debe reflexionar mientras avanza cautivado por el imparable torrente de la prosa de Dumas. 

Y es precisamente este rasgo, la formidable potencia narrativa del autor, otro de los elementos destacados del clásico. La hábil escritura de Dumas crea una trama densa y sorprendente, muy precisa y detallada, en la que el lector se ve envuelto hasta el apasionamiento. No hay lugar para el aburrimiento, para la trivialidad prescindible (si acaso, a quien hoy lee la obra puede sobrarle la profusión de menciones a personajes y sucesos de la actualidad de la época, cuya identidad y relevancia esclarecen las notas del traductor; una consulta que puede ralentizar la lectura pero que, en último término, se puede soslayar). Nada se deja al azar y cada evento, cada vuelta de tuerca y cada nuevo incidente desempeñan su papel en el entramado final. Los hilos conductores de las distintas historias se encuentran y se entrelazan con fluidez y aparente naturalidad. La escritura es ágil, el lenguaje límpido -más allá, leído hoy, del inevitable “aire” decimonónico-, no hay florituras ni enojoso empalago verbal. El narrador es omnisciente y, en ocasiones, se inmiscuye en el relato (Desde este punto de vista, los italianos son el pueblo por excelencia. Para ellos las fiestas son verdaderas fiestas. El autor de esta historia, que ha vivido en Italia durante cinco o seis años, no recuerda haber visto nunca una solemnidad turbada por uno solo de esos acontecimientos que son siempre un corolario en las nuestras), pero nunca se anticipa, nunca adelanta acontecimientos, nunca interfiere en la lectura. Dumas muestra un talento excepcional para describir la personalidad a través de los diálogos, para esbozar, en un breve apunte -una mirada, un gesto contenido, una sonrisa, una ironía-, las emociones de los personajes. Además, la estructura episódica, derivada de su publicación como novela por entregas, permite una acumulación gradual de tensión y emoción, de intriga y giros dramáticos, dotando al libro de un ritmo muy dinámico y fluido. 

Por último, con la excusa de la película estrenada este verano, y antes de dejar un breve comentario sobre ella, quiero registrar aquí algunas de las innumerables manifestaciones -cine, literatura, teatro, música, cómic y recreaciones varias- que El conde de Montecristo ha tenido en sus casi dos siglos de existencia, buena prueba de, por un lado, su indudable condición de clásico y, por otro, de su significativo impacto en la cultura popular, en la que el personaje de Dantès, su doloroso y prolongado cautiverio, su espectacular liberación y, sobre todo, su demorada venganza, ha calado hasta convertirse en un perdurable arquetipo literario: la condena del inocente, la impotencia ante la injusticia, la búsqueda de reparación, la necesidad de resarcimiento y desquite. En un recorrido somero por internet buscando las huellas de esas repercusiones he encontrado infinidad de referencias -algunas insólitas- que, reflejan el éxito y la popularidad de la obra ya desde su publicación inicial por entregas, esperadas con fruición. 

En el ámbito literario hay, como se puede suponer, traducciones a las más diversas lenguas del mundo. Hay, también, versiones, recreaciones, adaptaciones y continuaciones del texto de Dumas, que prolongan, reinventan, modifican o aportan perspectivas nuevas a algunos de los elementos del original (un fenómeno, por otro lado, muy frecuente con los clásicos, de Cervantes a Jane Austen, de Shakespeare a Stevenson). Hay obras literarias que se inspiran en el personaje o en el arquetipo que encarna; el tema del héroe que regresa para vengarse de quienes lo traicionaron está presente en infinidad de textos y en algunos de los artículos que he leído se detectan sus huellas en El padrino, la novela de Mario Puzo que daría lugar a la película, en algún título de Stephen King, en la serie de novelas de Stieg Larsson, Los hombres que no amaban a las mujeres, e incluso en la obra de Cormac McCarthy, en vínculos un tanto cogidos por los pelos. 

Si nos movemos en el terreno cinematográfico, son decenas las películas que revisitan el libro de Dumas. Desde 1922 se multiplican las versiones del clásico no solo en nuestro entorno más próximo -filmes franceses o norteamericanos en los que nombres míticos del séptimo arte encarnaron a Dantès (Robert Donat, John Gilbert, Jean Marais), también la más actual V de Vendetta, o La venganza del Conde de Monte Cristo, dirigida por Kevin Reynolds en 2002- sino en cinematografías más improbables como la mexicana, la india (hay una película tamil adaptada al entorno social de la región), la japonesa (con una versión anime) o, incluso, la argentina, con un título del inefable León Klimosvky, que tantos engendros de la serie Z española dirigiría en los años setenta, casi siempre con un inclasificable Paul Naschy, el exceso hecho actor, hoy reivindicado desde el kitsch más militante. Existe, incluso, una versión de la novela, que en un exceso de optimismo podríamos llamar “protofeminista”; una película de 1946, La condesa de Montecristo, que reinterpreta el clásico de Dumas, con Dantès llevando a cabo su venganza acompañado de su mujer. 

Hay, por seguir en las pantallas, esta vez las domésticas, “apariciones” televisivas en prácticamente cualquier país del mundo, con telenovelas brasileñas, turcas, chilenas, norteamericanas, venezolanas o colombianas inspiradas directa o indirectamente en la venganza del conde. El hoy controvertido Gerard Depardieu protagonizó la que pasa por ser la serie que más fielmente traslada el espíritu de la obra de Dumas. En cuatro capítulos y protagonizada también por Ornella Muti, Jean Rochefort y una aparición menor de Georges Moustaki, fue dirigida en 1998 por Josée Dayan. 

Y hay un capítulo de los Simpson y varios videojuegos y numerosas interpretaciones de la obra en el mundo del arte, con, desde la publicación de la novela, profusión de grabados, litografías, dibujos y pinturas que ilustran algunos de sus pasajes (en particular los dos más reconocidos ilustradores de sus primeras ediciones, Paul Gavarni y Émile Bayard), y, ya para terminar, el conde y sus peripecias, han resultado inspiradores para músicos de diferentes orígenes y estilos musicales, además, de, como es obvio, las bandas sonoras de las distintas películas sobre la novela. 

La última de las versiones para la gran pantalla es la dirigida por Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière y estrenada este verano pasado. Con un elenco de actores franceses para mí desconocidos, entre los que destaca Pierre Niney en el rol de Edmond Dantès, a mí me ha parecido un filme espléndido, con bastantes aspectos sobresalientes. Si nos ponemos puristas -tarea que debo confesar que no me resulta demasiado difícil- es obvio que los creadores se han tomado más de una licencia con respecto al texto original: personajes que desaparecen; otros que asumen un rol, unas intenciones, una voluntad y hasta una personalidad opuestas a las de sus correlatos novelescos (el ejemplo más llamativo es el de Haydée, cuya psicología, su modo de actuar, su implicación en la historia son radicalmente distintos a los ideados por Dumas); incluso algunos, inexistentes en la versión del libro, que se incorporan a la trama; situaciones “inventadas” para solucionar de manera coherente con la narración fílmica episodios de difícil traslación desde su planteamiento literario; modificación de las circunstancias que rodean a un suceso esencial que, sin embargo, sí se mantiene (está, por ejemplo, la carta que incrimina Dantès, pero nada -sucesos, individuos, ocasión o situaciones- de la peripecia que lo involucra tienen que ver con lo narrado en la novela); eliminación drástica de pasajes enteros del libro; sustracción al espectador de los elementos menos “tangibles” de la novela, como su dimensión filosófica o la histórica, que apenas se esbozan; llegando hasta la inclusión de un final que supone un destino para Caderousse, Danglars, Fernand y Villefort, y sobre todo para Haydée y el propio Edmond, que en casi nada se parece al que experimentan todos ellos en la novela. Pero hay que entender que concentrar en “solo” tres horas -lo que dura el metraje- las casi mil trescientas páginas del libro resulta una tarea poco menos que imposible. 

En este sentido, destaca de un modo muy favorable la labor de los guionistas -tarea que desempeñan los mismos directores- con una formidable utilización de las elipsis, que son constantes, muy llamativas, quizá algo abruptas en ocasiones, pero que consiguen hacer avanzar la acción de un modo ágil y fluido, permitiendo que el espectador desconocedor del texto literario pueda comprender de manera cabal lo esencial de la propuesta de Dumas. Mención especial merece también el tratamiento estrictamente cinematográfico, algo ampuloso, espectacular y excesivo en el uso de los recursos técnicos, abundantes en “pirotecnia” a lo Hollywood, con panorámicas, planos cenitales, efectos de zoom, imágenes previsiblemente filmadas con drones, pero, en general, más que solvente en la ambientación, las vestimentas, los escenarios, la decoración, todo ello propio de una gran producción que no ha ahorrado en presupuesto. Muy sugestiva, también, la banda sonora, algo enfática en algunos pasajes, pero con momentos memorables.  

Presentada fuera de concurso en Cannes, la película ha obtenido un éxito extraordinario en el mundo entero y su visionado es, sin duda, altamente recomendable (aconsejable, eso sí, tras la lectura del libro). Hace una semana, el pasado 10 de diciembre, la cinta ha empezado a comercializarse en DVD, por lo que ya está al alcance de cualquier espectador desde el sofá favorito de su casa, aunque la grandiosidad de la escenografía requiere, a mi juicio, su visionado en las salas. En cualquier caso, libro y película, conjuntamente o por separado, constituyen una muy atractiva experiencia cultural para estas fiestas, además de un excelente regalo navideño. 

Hay música en la novela. Y había pensado en alguna pieza citada en ella -Y el conde, tarareando un aria de Lucía de Lammermoor, fue a sentarse en un banco, mientras Bertuccio lo seguía haciendo acopio de sus recuerdos- para cerrar el espacio. Sin embargo, al final he preferido elegir un tema, bellísimo y subyugante, repleto de dulzura, nostalgia y pasión contenida, con un aire de misterio y exotismo, que canta Haydée en su rutilante primera aparición en la película. Obra del compositor de la música del filme, Jérôme Rebotier, Dorul (Chanson d'Haydée) es una maravilla. No he logrado resolver mi duda acerca de quién la interpreta. Viendo la escena correspondiente parece evidente que quien canta la pieza es la propia actriz que hace el papel de Haydée, la guapísima franco rumana Anamaria Vartolomei, (además, la letra de la canción está, precisamente, en rumano). Sin embargo, en los créditos de la banda sonora, la canción aparece con la acotación “con la participación de Gülay Hacer Toruk”, una conocida cantante turca. Os la dejo aquí, pese al ligero enigma sobre su interpretación, tras un significativo texto del libro en el que se revela la poderosa personalidad de Dantès y su obstinada voluntad de llevar a cabo su propósito. Con ella me despido hasta el próximo 2025 deseando a todos nuestros seguidores unas felices fiestas y un espléndido año nuevo. Nos vemos en enero.


—Yo soy uno de esos seres excepcionales, sí, señor, y creo que, hasta hoy, ningún hombre se ha encontrado en una posición parecida a la mía. Los reinos de los reyes son limitados, bien por las montañas o por ríos o por un cambio de costumbres o por lenguas distintas. Mi reino personal es tan grande como el mundo porque no soy ni italiano, ni francés, ni indio, ni americano, ni español; soy cosmopolita. Ningún país puede decir que me ha visto nacer, solo Dios sabe en qué país me verá morir. Adopto todas las costumbres, hablo todas las lenguas. Vos me consideráis francés, ¿no es cierto?, porque hablo francés con la misma fluidez y pureza que vos. Pues bien, Alí, mi nubio, me cree árabe; Bertuccio, mi intendente, me considera romano; Haydée, mi esclava, me cree griego. Así pues, comprenderéis que, no siendo de ningún país, no pidiendo protección a ningún Gobierno, no reconociendo a ningún hombre como hermano, ni uno solo de los escrúpulos que detienen a los poderosos o los obstáculos que paralizan a los débiles me frena o me paraliza. Tengo solo dos adversarios: no diré dos vencedores, porque con un poco de tenacidad se los somete, que son la distancia y el tiempo. El tercero y más terrible, es mi condición de hombre mortal. Únicamente esta puede detenerme en el camino que llevo, y antes de que haya alcanzado el fin que persigo; todo lo demás, lo he calculado. Los llamados caprichos de la fortuna, es decir, la ruina, la mudanza, las contingencias, los he previsto todos; y si algunos pueden alcanzarme, ninguno puede abatirme. A menos que muera, seré siempre lo que soy; he aquí por qué os digo cosas que vos nunca habéis oído, ni siquiera en boca de los reyes, porque los reyes tienen necesidad de vos y los otros hombres os temen. ¿Quién no se dice, en una sociedad tan ridículamente organizada como la nuestra: «Tal vez algún día tenga que vérmelas con el procurador del rey»? 

—Vos mismo, señor, podéis decirlo, porque, desde el momento en que vivís en Francia, estáis obviamente sometido a las leyes francesas. 
—Lo sé, señor —respondió Montecristo—, pero cuando he de ir a un país comienzo por estudiar, mediante un procedimiento que es mío propio, a todos los hombres de los que puedo esperar o temer alguna cosa, y llego a conocerlos muy bien e incluso casi mejor de lo que se conocen a sí mismos. Con el resultado de que cualquier procurador del rey con el que tuviese que vérmelas, seguramente se vería en una situación embarazosa más que yo. 

Videoconferencia
Alexandre Dumas. El conde de Montecristo

miércoles, 11 de diciembre de 2024


PAUL AUSTER. BAUMGARTNER

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca, que hoy llega a su penúltima edición por este 2024 que da ya sus coletazos postreros. No he querido que terminara el año sin dejar aquí mi particular homenaje a un escritor espléndido, que yo he leído con devoción desde su primera aparición en nuestro mercado editorial -hace casi cuarenta años- y que, por desgracia, falleció en abril de este mismo 2024, con unos muy jóvenes setenta y siete años. Se trata, quizá lo habéis adivinado, del norteamericano -asociado para siempre al Brooklyn de su obra literaria- Paul Auster. En Buscando leones en las nubes, mi otro programa en la emisora universitaria salmantina, os ofreceré otra emisión especial dedicada al escritor en la que, coincidiendo con la cercanía de la Navidad -el espacio saldrá al aire el 23 de diciembre-, leeré El cuento de Navidad de Auggie Wren, un bellísimo relato, con temática vagamente navideña, que aparecerá envuelto entre muy reconocibles temas alusivos a esa época en la voz de destacadas intérpretes de diferentes géneros musicales: Mina, Amy Grant, Diana Krall, Kylie Minogue, Anita Kerr, Holly Cole, Amy Winehouse, Ella Fitzgerald, Patti Page, Aretha Franklin, Dianne Reeves, Vanessa Hudgens, Aimee Mann, The Carpenters, Silje Nergaard, Lynn Anderson, Linda Draper, Lena Horne y Estrella Morente. Desde aquí os invito a visitar el blog del espacio para escuchar un programa con el que, aparte de celebrar la figura de Paul Auster, quiero felicitaros unas fiestas que para entonces ya estarán a la vuelta de la esquina. 

Aquí, en cambio, mi sugerencia se centrará en Baumgartner, la última y para mí estupenda novela publicada por Auster antes de morir (tengo la sospecha, mera intuición no fundada en ningún argumento racional, de que habrá obras póstumas que quizá aparezcan en los próximos años). Es difícil detenerse en una única obra del prolífico escritor, autor de novelas, claro está, pero también de relatos, ensayos, poesía, obras de no ficción, y responsable, igualmente, de algunas notables incursiones en el universo cinematográfico como actor, guionista o incluso director. Es el caso de Smoke o Blue in the face, las películas de Wayne Wang inspiradas en el mencionado cuento navideño, (ambos títulos con una importante presencia del tabaco; Auster era muy fumador y su muerte se debió a un cáncer de pulmón), Lulu on the Bridge o El país de las últimas cosas. Yo os recomendaría cualquiera de las muchas novelas que he leído, en su mayor parte aparecidas en Anagrama (aunque hay también ediciones en Júcar -donde creo haber accedido por primera vez a su literatura, a mediados de los ochenta-, Edhasa, Libros del Zorro Rojo o, en sus más recientes publicaciones, Seix Barral). Entre las más interesantes, La trilogía de Nueva York (La ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada), El país de las últimas cosas, El palacio de la luna, La música del azar, Leviatán, todas en la traducción de Maribel de Juan, cuyo nombre permanecerá en mí asociado para siempre al de Auster; y también Tombuctú, El libro de las ilusiones, Brooklyn Follies (que yo presenté en Todos los libros un libro hace casi quince años), Sunset Park, la voluminosa, arriesgada y excepcional 4 3 2 1, y ahora esta Baumgartner, títulos en los que la traslación a nuestro idioma se debe a Benito Gómez Ibáñez. 

Me resulta imposible -porque la tarea excede mis conocimientos y por la inevitable falta de tiempo- comentar en detalle los rasgos más destacados de la literatura de Paul Auster; sobre algunos de ellos, presentes también en Baumgartner, volveré en mi análisis del libro. De un modo general adelanto que en casi todas sus obras hay una serie de motivos y signos distintivos y recurrentes: las reflexiones sobre la identidad, el azar y los encuentros fortuitos, la soledad, el lenguaje, el tema del doble, el enfoque filosófico o metafísico, las referencias literarias, la mención -siquiera circunstancial- a la cultura judía, la singularidad de sus estructuras narrativas, las historias dentro de historias en un perpetuo juego al modo de las muñecas matrioshka, la mezcla de géneros, entre otros. 

Así, por ejemplo, en las novelas de la Trilogía de Nueva York, el personaje principal, Daniel Quinn, es un escritor de novela policial, un hombre de mediana edad con una gran crisis de identidad que, al no encontrar nada verdadero en su interior en lo que fundamentar su subjetividad o su existencia, asume la personalidad de un detective privado, lo que provoca una serie de desorientaciones que culminan en la disolución de la propia conciencia de sí. Muchos de los personajes de otras de sus novelas adoptan a menudo nuevos nombres, se encuentran en situaciones en las que deben reinventarse, se enfrentan a la búsqueda de su identidad verdadera, de su propósito en la vida, en procesos que los llevan a cuestionar quiénes son realmente. Esta insistencia en la idea de una identidad fragmentada, de la relativización de los fundamentos del yo, también la dilución del rol del autor, del narrador, del personaje, la solvente exploración la fluidez de ese yo y su construcción como algo maleable y siempre en proceso, constituye una de las razones por las que se ha adscrito a Auster en el movimiento llamado post-modernismo, que cuestiona las grandes verdades, las certezas rotundas, la solidez de los principios, la inmutabilidad de la ciencia, la religión, la filosofía, la psicología, la antropología, en esa dimensión que he llamado filosófica o existencial de su obra. 

Del mismo modo, el azar es otro elemento clave en sus creaciones. En muchas de sus novelas -y ello será especialmente notorio en Baumgartner-, los acontecimientos parecen estar dirigidos por fuerzas fuera del control de los personajes, lo que sugiere un universo caótico e indiferente en el que sus protagonistas se ven arrastrados por hechos o sucesos fortuitos que alteran el curso de sus vidas de maneras inesperadas. La idea de incertidumbre, de caos, del sometimiento de la vida humana a decisiones en apariencia triviales que pueden, sin embargo, tener consecuencias trascendentales, vuelve a remitir la obra de Auster a su vertiente metafísica, aquella que indaga en la fragilidad de la condición humana, en la dificultad de encontrar sentido a la existencia. Ello es evidente en El país de las últimas cosas, cuya protagonista, Anna Blume (quedaos con este nombre), se mueve en un escenario distópico, una ciudad en ruinas en la que todo tiende al caos y los edificios y las calles desaparecen; un mundo en descomposición que atraviesa en busca de su hermano desaparecido y del que da cuenta en una carta a un corresponsal desconocido para el lector. Con un muy evidente paralelismo con La carretera, de Cormac McCarthy, que traje aquí hace algunos meses, la novela refleja de nuevo a un personaje enfrentado a una realidad que se rige por reglas completamente impredecibles. También en La música del azar, y explícito ya desde el mismo título, el destino, lo fortuito y la casualidad sirven de desencadenante de las historias. Un golpe de suerte hace rico a su protagonista. Un encuentro inesperado lo pone en contacto con otro personaje. Unos millonarios jugadores de póquer se les aparecerán a ambos a mitad de la novela. Sus vidas cambian, sometidos al albur de la fortuna, llevados por la sucesión de acontecimientos sin propósito definido, sin sentido. 

Otra de las señas definitorias de Auster es su indiscutible talento para mezclar géneros -ficción metafísica, de aventuras, detectivesca- estilos y recursos literarios: apuntes filosóficos, destacada presencia de referencias a escritores y alusiones culturales en una exaltación constante de la intertextualidad, laberintos de historias que se entremezclan, repletas de significados, pistas falsas, silencios, personajes dobles, efectos especulares, guiños autorreferenciales (nombres propios que son anagramas del autor, de su mujer o su hija, de amigos o conocidos), “autocitas” (personajes que aparecen y reaparecen, que saltan de una novela a otra), digresiones, relatos intercalados, juegos metaliterarios (a modo de ejemplo relevante, entre otros muchos, al comienzo de Trilogía de Nueva York, Daniel Quinn recibe una extraña llamada preguntando por un detective de nombre… ¡Paul Auster!), protagonismo del lenguaje y la escritura, en novelas que a menudo están pobladas por escritores, narradores y personajes que luchan con el acto de escribir o que experimentan dificultades en la comunicación. 

La apoteosis de esa singular utilización de recursos estilísticos y preocupaciones temáticas fue, a mi juicio, la última novela de Paul Auster antes de la que hoy quiero presentaros. 4 3 2 1, que apareció entre nosotros en 2017, en el seno de la editorial Seix Barral con traducción de Benito Gómez Ibáñez, es un portentoso ejercicio de virtuosismo literario, una obra maestra, en mi opinión, que no pude reseñar aquí en su momento y que aprovecho para recomendaros vivamente ahora con solo un par de palabras de presentación. La novela cuenta la vida de Archibald Isaac Ferguson, que nace en un suburbio de Nueva Jersey en 1947 (año de nacimiento del propio Auster), aunque el singular que acabo de emplear no es adecuado, pues Archie no vive una sino cuatro vidas en paralelo. La propuesta, originalísima y desbordante -960 páginas en su edición española-, provoca, de entrada, una cierta confusión y hasta una leve perplejidad en el lector, desconcertado antes unos hechos que se narran de maneras distintas, con sutiles pero trascendentales diferencias, de una versión a otra de la novela. De repente, nos llama la atención una referencia a que la tía Mildred nunca se casó, pues se nos acaba de anticipar el nombre de su marido. Del mismo modo, sabemos que el tío Lew es millonario, pese a haber quedado en bancarrota por una apuesta de béisbol. El almacén del que depende el negocio familiar fue asaltado, pero en otro momento del texto se nos dice que se incendió. En ese incendio muere el padre de Ferguson, en un incidente que, en otro pasaje, solo le ha producido una cierta introspección, volviéndose distante e inescrutable. Un Archie asiste a la Universidad de Columbia durante los levantamientos estudiantiles de 1968 (como hizo el propio Auster), pero otro renuncia por completo a la universidad para vagabundear por París (también lo hizo Auster, aunque éste espero a su graduación). Dotados todos -los cuatro (aunque podríamos incluir también al escritor)- de una significativa vocación literaria, en un caso el personaje se desenvuelve como periodista y traductor, en otro es crítico de cine, en un tercero escribe ficción. 

Pronto nos damos cuenta -hay que leer la novela con continuidad; si la abandonamos para retomarla algo más adelante sin duda nos perderemos entre tanta variante en apariencia contradictoria- que el protagonista se cuadruplica. Sus cuatro yoes siguen caminos separados, cada uno con su propia experiencia de infancia, adolescencia, amistad, amor, deporte y escuela. Sus padres también tienen vidas cuádruples, aunque conservan sus nombres y profesiones (él es un hombre de negocios, ella una fotógrafa). Así también, las figuras clave en la vida de Ferguson, en particular su prima y novia Amy, asumen diferentes roles y características. 

A pesar de la complejidad estructural de la novela, la premisa es sencilla: Auster nos está contando una especie de vidas paralelas a partir de una clave que se recoge en el mismo texto que incluye un verso -Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo- de un conocido poema, El camino no elegido, de Robert Frost, el gran poeta norteamericano, que ahora os dejo en su versión de Agustín Bartra: 

Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo, 
Y apenado por no poder tomar los dos 
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie 
Mirando uno de ellos tan lejos como pude, 
Hasta donde se perdía en la espesura;  

Entonces tomé el otro, imparcialmente, 
Y habiendo tenido quizás la elección acertada, 
Pues era tupido y requería uso; 
Aunque en cuanto a lo que vi allí 
Hubiera elegido cualquiera de los dos. 

Y ambos esa mañana yacían igualmente, 
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día! 
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante, 
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos. 

Debo estar diciendo esto con un suspiro 
De aquí a la eternidad: Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo, 
Yo tomé el menos transitado, 
Y eso hizo toda la diferencia. 

Este muy simple expediente, permite a Auster desarrollar cuatro historias (por entre las que se asoman al menos media docena de personajes de sus novelas anteriores) que se entrelazan y corren en paralelo, mostrando las diferentes alternativas a las que se puede abrir una vida partiendo de un cambio meramente imperceptible, explorando sus temas favoritos -el azar, la identidad, la cuestiones metafísicas, el sentido de la existencia) y, de paso, recorriendo, en una amplia panorámica, varias décadas de la historia de su país, cubriendo grandes franjas de la cultura estadounidense de posguerra, con calas en sus principales problemas sociales (las cuestiones raciales, los avances en la vivencia de la sexualidad) y políticos. 

En su capítulo final -y esto no es, estrictamente, un spoiler- el personaje resume la esencia del proyecto literario: la insistente impresión de que por los desvíos y vías paralelas de los caminos que se han tomado y que no se han tomado ha circulado la misma gente al mismo tiempo, la gente visible y la que está en la sombra, y que el mundo tal cual era nunca podría ser más que una fracción del mundo, porque lo real también consistía en lo que podría haber ocurrido pero no sucedió, que un camino no era mejor o peor que cualquier otro, pero el tormento de estar vivo en un solo cuerpo significaba que en un momento dado uno tenía que encontrarse exclusivamente en un solo camino, aunque pudiera haber estado en otro dirigiéndose a un lugar enteramente diferente

Y, claro está, el carácter metaliterario, tan querido a Auster, se revela también en las espléndidas páginas finales de la magistral novela: cuatro chicos con los mismos padres, el mismo cuerpo y el mismo material genético, pero viviendo en casas diferentes de ciudades distintas, cada uno con sus propias circunstancias particulares. Impulsados a un lado y a otro por la fuerza de esas circunstancias, los muchachos empezarían a divergir a medida que el libro avanzaba, pasando a rastras, caminando o galopando de la infancia a la adolescencia y al comienzo de la edad adulta mientras el carácter los iba diferenciando cada vez más, cada uno por su camino particular y sin dejar por ello de ser el mismo individuo, tres versiones imaginarias de su propia persona, para luego incluirse a sí mismo, el autor del libro, como Número Cuatro por si fuera poco, pero los detalles de la novela aún eran desconocidos para él en aquel momento, sólo entendería lo que intentaba hacer cuando se pusiera a hacerlo, y lo fundamental era querer a aquellos chicos como si fuesen reales, quererlos tanto como se quería a sí mismo, tanto como había querido al muchacho que cayó muerto a sus pies en una calurosa tarde del verano de 1961, y ahora que su padre había muerto también, ése era el libro que necesitaba escribir: para ellos

Me parece oportuno, más allá de estas breves notas y como significativo resumen de la visión que el escritor tenía de la escritura, de la lectura, de las historias, de las novelas, dejaros aquí -aunque bastaría con un mero enlace, quiero dotar a mi elección de un valor testimonial y, una vez más, de homenaje- el discurso con el que recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, que se le otorgó en el año 2006 (y que, muy modestamente y salvadas las abismales distancias, refleja también el planteamiento y el propósito último de Todos los libros un libro): 

No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa. 

Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más? 

En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente inútil. 

La narrativa, sin embargo, se halla en una esfera un tanto diferente de las demás artes. Su medio es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un crío; pero lo que el niño experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos. 

Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la "era posliteraria". Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los tebeos producen obras de ficción en cantidades industriales, y el público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten "en la página impresa o en la pantalla de televisión", resultaría imposible imaginar la vida sin ellas. 

De todos modos, en lo que respecta al estado de la novela, al futuro de la novela, me siento bastante optimista. Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay más que un lector, sólo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qué, en mi opinión, nunca desaparecerá como forma literaria. La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento. Nunca he querido trabajar en otra cosa. 

Y, en efecto, Auster siguió escribiendo hasta sus últimos momentos y prueba de ello es esta novela, Baumgartner, publicada el 7 de noviembre de 2023 y aparecida en nuestro país en marzo de 2024, apenas un mes antes de su fallecimiento. Y, de acuerdo con lo expresado en su discurso, y en una pauta reiterada en su obra, este último y para mí magnífico libro constituye un ejemplo paradigmático del poder de las narraciones, en un torrente de historias que se van enlazando de manera sutil, que se enredan y entretejen, que brotan con naturalidad y se engarzan con fluidez; y la una lleva a la otra, con una ilación tenue, casi imperceptible gracias al talento del escritor, y se intercalan digresiones y relatos interpuestos y un suceso anodino abre un nuevo hilo que a su vez se desvía del curso originario y que más adelante se retoma… Y el lector, embebido en un texto que prolifera como una muy benéfica y placentera hidra, absorbido por la lectura, llevado de la mano por la potencia narrativa de Auster, se deja ir, asiste deslumbrado y arrastrado por su prosa magnética a la sucesión de historias, de anécdotas, de reflexiones, de recuerdos, de relatos, de idas y vueltas en el tiempo; un lector entusiasmado por el asombro y el deleite, la emoción y -por qué no decirlo- la felicidad que provoca en él el hipnótico flujo de la escritura de un autor que, más allá de las variadas facetas, ya reseñadas, de su literatura -la filosófica, la posmoderna, la metaliteraria, la experimental- era, sobre todo, un formidable contador de historias. 

Baumgartner narra una de estas historias, la de ST (Seymour -Sy- Tecumseh) Baumgartner, un profesor septuagenario, a punto de jubilarse de Princeton, que aún mantiene muy vivos los recuerdos de su mujer, Anna (Anna Blume, que aquí reaparece en uno de los juegos típicos de Auster, que, en el mismo sentido, también hace que la madre de su protagonista se llame Ruth Auster), fallecida hace casi una década y cuya “presencia” impregna todavía su vida (su primera y única vida (…) duró hasta nueve veranos atrás, cuando Anna se zambulló en el mar en Cape Cod y se topó con la cresta monstruosa y feroz de esa ola que le rompió la espalda y la mató). La historia, que comienza en 2018, se abre -¡cómo no!- con un incidente trivial. Baumgartner, que vive solo en su casa en Brooklyn, está sentado ante el escritorio de su estudio en la planta alta de la vivienda, enfrascado en la redacción de una monografía sobre los seudónimos de Kierkegaard. Necesitando verificar una cita, baja al salón en busca del libro que abandonó allí la noche anterior. Antes de recogerlo, mientras su mente errática piensa en telefonear a su hermana, se acerca a la cocina de la que sale un inquietante olor a quemado. A partir de este suceso anodino, los pequeños imprevistos se superponen, manifestaciones del caprichoso azar “austeriano”: se quema la mano con el cacillo que tres horas antes había dejado en el hornillo encendido y que ahora rueda por el suelo tras el intento espontáneo de Baumgartner de alejarlo del fuego; lo interrumpe el teléfono en el que un individuo desconocido le comunica que llegará tarde a la cita acordada semanas antes -y de la que Baumgartner no guarda recuerdo- para revisar el contador eléctrico; con la mano abrasada y un dolor indecible debe abrir la puerta a Molly, una repartidora habitual, con su consabida carga de libros; de nuevo el sonido del teléfono (¡cuántas llamadas telefónicas son decisivas en las novelas de Auster!) se suma al progresivo desorden para dar paso a Rosita, la hija de la señora Flores, encargada de la limpieza de su casa, que le informa de que su padre acaba de cortarse dos dedos con una sierra circular lo que impedirá que la asistenta pueda acudir a su trabajo; otra vez el timbre altera a un Baumgartner acelerado, dolorido y superado por los acontecimientos, esta vez para anunciar la llegada del inspector de la luz; finalmente, -y apenas hemos llegado a la vigésima página del libro- el profesor acaba cayéndose por las escaleras del sótano, a donde ha querido bajar para mostrarle el cuadro de la instalación eléctrica al trabajador, dañándose la rodilla. 

Cuando el frenesí de acontecimientos -un poco exagerados, a la manera del slapstick, la comedia cinematográfica disparatada típica del primer tercio del siglo pasado-, se remansa y el operario ha abandonado la casa, Baumgartner, que, atormentado por el punzante dolor en los codos, la desmedida hinchazón de una de sus rodillas y el ardor de su mano, ha olvidado su ensayo sobre Kierkegaard, el libro que debía consultar y la postergada llamada a su hermana, se entrega, agotado, a unos minutos de descanso y somnolencia. Sentado en la cocina, con la agitación disminuyendo y recuperando el ritmo normal de su respiración, atisba el cacillo quemado en el suelo. Ese fue el comienzo de todo, piensa, el primer contratiempo que ha conducido a todos los demás en este día de interminables percances, pero mientras sigue observando el renegrido cacharro de aluminio al otro lado de la estancia, sus pensamientos, alejándose despacio de los estúpidos batacazos de esta mañana, retornan al pasado, a ese remoto ayer que titila en los márgenes de la memoria, y poco a poco, de forma minúscula cada vez, va recordándolo todo, el mundo perdido de Entonces, y ahí lo tenemos, con su físico de veinte años sin desarrollar del todo, un humilde estudiante de primero de carrera en el Upper West Side de Manhattan en busca de algunas cosas para el primer apartamento en el que va a vivir solo, de camino a la tienda Goodwill de Amsterdam Avenue a comprar todos los utensilios de cocina de segunda mano que le quepan en el aparador de su microscópica cocina, y en aquel establecimiento rancio pero abarrotado de cosas, de paredes amarillentas y tenues luces fluorescentes, fue donde vio por primera vez a Anna, la chica de ojos luminosos que todo lo veían, con no más de dieciocho años y también estudiante del barrio. No intercambiaron una sola palabra, solo un par de recíprocas miradas, calibrándose, explorando las posibles ventajas e inconvenientes que podrían surgir o no, si es que ocurría algo, una pequeña sonrisa de ella, una pequeña sonrisa de él, pero aquello fue todo y entonces ella se marchó en aquella tarde de septiembre mientras don Tímido se quedó allí parado como un idiota —lo que era y sigue siendo—, y acabó comprando aquel horrible cacillo de aluminio que le costó diez centavos y le ha acompañado todos estos años hasta su extinción final esta mañana

A partir de este comienzo arrebatador, son las divagaciones de Baumgartner las que irrumpen una y otra vez en el texto. Acomodado en el jardín de su casa, tras la frenética escena inicial, el protagonista, aislado en una cierta bruma mental, progresivamente desgajado de su entorno, solo levemente consciente de su realidad -la tarde declinante, las nubes que ensombrecen el sol que se apaga, la silla incómoda que daña su espalda, la postura que entumece su piernas-, dejará que su pensamiento se disperse, vague, errabundo, por las profundidades de sus recuerdos, mientras se pregunta, algo perplejo, adónde lo llevará ahora la memoria

La novela que leemos seguirá esa corriente de pensamiento del profesor, marcado por la muerte de Anna, que ha dejado un vacío insondable en su vida (Ahora es un muñón humano, un hombre demediado que ha perdido una parte de sí mismo y ya no está entero, y desde luego los miembros perdidos siguen ahí, y le siguen doliendo, le duelen tanto que a veces tiene la sensación de que su cuerpo está a punto de incendiarse y consumirse, en un paralelismo, que el propio personaje explicita, con el conocido y estudiado “síndrome del miembro fantasma”). La trama avanza a través de las evocaciones que Baumgartner hace de la vida pasada con su mujer desaparecida (sus primeros encuentros juveniles, su fascinación mutua, su matrimonio feliz, los momentos de alegría y las inevitables dificultades que acompañan a cualquier relación de larga duración, la carrera profesional de ella como traductora y también escritora). Estos recuerdos (también los de la universidad y de su trayectoria como profesor de filosofía de Princeton, los de las infancias y los antecedentes familiares de ambos, entre otros) van y vienen imbricándose en el presente, en el relato de la cotidianidad de la vida del profesor, sus rutinas simultáneamente conmovedoras y patéticas (una sucesión de días vacíos que sobre todo solía llenar doblando y volviendo a doblar ropa interior [de Anna]), en una existencia anclada en el pasado (sus pensamientos (…) retornan al pasado, a ese remoto ayer que titila en los márgenes de la memoria), marcada por la ausencia, el aislamiento, la soledad y una creciente desconexión de la realidad. 

Y así, Anna llega a comparecer, podríamos decir que literalmente, en su vida, a través de una conversación telefónica fantasmal que Baumgartner mantiene con su esposa muerta (descuelga el aparato y aventura un saludo inseguro y perplejo: un saludo con una interrogación incorporada. Sigue un silencio, durante el cual se dice a sí mismo que debe de estar soñando, aun cuando está despierto y no puede estar soñando, y entonces Anna empieza a hablar, a hablarle con la misma voz grave de cuando estaba viva, llamándolo cariño y mi querido esposo, explicándole que la muerte no es lo que la gente siempre ha imaginado), y a partir de ahí más recuerdos, las noches de amor juvenil, la nostálgica descripción de la inteligencia, la fuerza, la voluntad, el atractivo y el encanto, la poderosa personalidad de su mujer (una persona que siempre hacía lo que quería y no aceptaba negativas, una persona impulsiva y exultante). Y Sy recorre con su vista, inclinando la cabeza para rendir tributo al reino perdido de la juventud, las paredes cubiertas de objetos enmarcados, lienzos, retratos, cuadros varios, los estantes de la biblioteca repletos de libros, de dibujos, de fotografías, de figuras decorativas cargadas de significado. Y contempla la vieja máquina de escribir de Anna y evoca, envuelto en la pena, los días en que se despertaba con el sonido de la mente de Anna cantando a través de los dedos que aporreaban la máquina, echando de menos aquellos sonidos familiares. 

Baumgartner se sume en el mundo de Entonces, como lo llama, cavilando, recordando y deambulando entre los cuarenta años pasados desde la primera vez que vio a Anna cuando era una cría de dieciocho años y la última, ya una mujer de cincuenta y ocho, muerta en la playa. Y la novela nos muestra el miedo de un personaje emocionalmente enfermo, enfrentado a la irresistible soledad, al deterioro, la vejez y la muerte (la novela es, también, en parte, una historia de los dolores y las indignidades de la ancianidad, trasunto obvio de la situación terminal del propio Auster en los meses de su escritura), al sentimiento de culpa por no haber podido evitar el accidente de su mujer; y aunque no siente lástima por sí mismo ni se regodea en la autocompasión, no se engaña con respecto a su presente (¿Cómo te encuentras ahora, en este momento? Muy mal. Con el ánimo por los suelos. Machacado, roto). El incidente del cacillo supone un punto de inflexión: La pérdida de memoria a corto plazo forma inevitablemente parte de hacerse viejo, y si no es olvidarse de subirse la cremallera, es ir a registrar la casa en busca de las gafas de lectura mientras las llevas en la mano, o bajar a realizar dos pequeñas tareas, coger un libro del salón y servirse un vaso de zumo en la cocina para luego volver a la planta de arriba con el zumo pero no con el libro, o si no con nada, porque una tercera cosa te ha distraído en la planta baja y has vuelto arriba con las manos vacías y habiendo olvidado para qué bajaste en un principio

Toma una determinación, tiene setenta años, al fin y al cabo, y ya no hay tiempo para titubeos, se dice. Se lanza a recuperar la relación con Judith, una vieja amiga de la que cree estar enamorado, temeroso de que vaya a rechazarlo por ser demasiado mayor para ella. E inesperadamente (La sorpresa llegó en forma de carta remitida desde Ann Arbor, en Míchigan. Una carta de verdad, de dos páginas mecanografiadas a doble espacio y enviada directamente a la residencia de Baumgartner en Poe Road en un sobre normal de tamaño corriente por una persona llamada Beatrix Coen), una joven estudiante, se pone en contacto con él para trasladarle su interés en hacer su tesis sobre la obra de Anna, y solicitar de Baumgartner el acceso a cualquier otra manifestación de la labor literaria de ella, más allá de los escasos ochenta y ocho poemas publicados en Lexicón: Poemas selectos 1971-2008, el libro de Anna que él había publicado, sin excesiva repercusión, como homenaje tras su muerte. La estudiante indaga por la existencia de más poemas, pero también de cualquier otro documento de posible interés literario, cartas, algún diario, cuadernos de notas, bosquejos u otros documentos sin publicar que pudieran contribuir a una comprensión más plena del desconcertante genio de Anna Blume, de cuya poesía se confiesa enamorada. La amable y entusiasta carta de Beatrix introduce un nuevo elemento de ilusión en la vida de Baumgartner, que se lanza a recuperar y revisar los papeles de Anna, manuscritos, borradores y pruebas de imprenta de sus traducciones publicadas, novelas y antologías poéticas, reseñas literarias, escritos autobiográficos y hasta cuatro cajoneras que contenían sus poemas en varios estadios de finalización, de los cuales solo unas decenas habían aparecido en Lexicón, la única creación de su esposa conocida por el público. 

El desarrollo entrelazado de estos dos ejes principales -los episodios comunes del día a día y la remembranza del pasado con Anna- da pie a que la incontenible fuerza narrativa de Auster haga aflorar abundantes excursos e incisos, que se precipitan en cascada, que se entrecruzan y desvían del hilo principal, que se abren a infinidad de relatos, en una avalancha digresiva de historias que brotan siguiendo el flujo de pensamiento, perpetuamente interrumpido, del protagonista. Y así, la presencia inicial y episódica de Molly, la repartidora de UPS, da pie a que el solitario Baumgartner confiese que está chiflado en secreto por esa robusta mujer de treinta y tantos años de quien ni siquiera conoce el apellido, razón por la cual encarga libros de manera compulsiva y absurda, volúmenes que no necesita y que acaba donando a la biblioteca pública, con el único propósito de poder pasar un par de minutos, unas tres veces por semana, con la mujer. Y la llamada de Rosita abre la mente divagante del profesor a recorrer las circunstancias vitales de los Flores, la mujer que le ha evitado vivir rodeado de mugre y desaliño durante los últimos nueve años y medio, su marido y sus tres hijos. Y otro tanto ocurrirá con el solícito inspector de la luz, el señor Papadopoulos, exjugador de béisbol (la presencia del indescifrable deporte norteamericano, otro detalle recurrente en las obras de Auster) metido a operario eléctrico, que tras su aparición fulgurante (nunca mejor dicho) en la escena inicial, reaparecerá año y medio y cuatro capítulos después en otra nueva deriva de la secuencia argumental “primaria”. 

En el curso de sus divagaciones y llevado de sutiles conexiones que van aflorando a la vez que la memoria de Baumgartner se sumerge en su incesante oleada de remembranzas y reflexiones, surgen historias intercaladas. Se trasladan así al lector algunos escritos de Anna, en particular un poema; un relato muy íntimo y personal, Frankie Boyle, en el que narra su primer amor juvenil, de trágico final, con Frankie saltando por los aires por el estallido de un lanzacohetes durante su adiestramiento para la guerra de Vietnam; y otro texto, también autobiográfico, Combustión espontánea, redactado menos de un año antes de morir pero que se remonta al pasado lejano para narrar el episodio del intenso enamoramiento de la pareja y el consiguiente matrimonio entre ambos. Y aparecen las disquisiciones sobre Los misterios de la rueda, el texto en cuya elaboración ha estado enfrascado los últimos años.

Hay también largos y muy sugerentes excursos para recrear las historias de las familias de los dos. Los orígenes europeos paternos de Seymour: su progenitor, Jakov el Polaco, como lo llamaban de pequeño, un judío del este de Polonia, un sastre de tercera generación que llegó a Estados Unidos con seis años y acabaría abriendo una tienda en Newark, localidad natal de Auster, en 1912. Su madre, Ruth Auster, que con veinte años, a mediados de abril de 1939, empezó a trabajar de costurera en la tienda de quien ahora ya es Jacob, casándose con él cuatro años después, en plena guerra mundial. Una Ruth, de orígenes algo misteriosos para el niño Sy, sin parientes vivos en ninguna parte; su padre un evanescente emigrante en Estados Unidos desde una pequeña ciudad de Galitzia, su propia madre, Millie, “esfumándose” cuando la niña tenía solo tres años. El distinto entorno familiar de Anna, una muy acomodada familia que la educará como una princesa norteamericana burguesa y que se resistirá -para acabar aceptando con cariño- la “desequilibrada” boda de su hija. 

Sus pensamientos pasan del final al principio de la vida de su madre y luego a los años y siglos anteriores, cavila Baumgartner, y de pronto está recordando su viaje a Ucrania de hace dos años y el día que estuvo en la ciudad donde nació su abuelo paterno. Lo habían invitado a participar en una mesa redonda del congreso anual del PEN International, que aquel año se celebraba en Leópolis. La experiencia de un viaje a una ciudad del oeste de Ucrania, Ivano-Frankivsk, un hecho claramente “traído” de la propia vida de Auster, sobre el que incluso ya había escrito en una revista, da lugar a otro relato intercalado, Los lobos de Stanislav, en el que la historia que se nos cuenta es la narrada a su vez por un rabino del lugar, que explica a Baumgartner un siniestro episodio de la larga historia de la ciudad. Según el rabino, los soldados rusos se encontraron, cuando llegaron a liberar Ivano-Frankivsk de los nazis en julio de 1944, con una población prácticamente desaparecida y con las calles de lugar habitadas por lobos, centenares de lobos, centenares y centenares de lobos. Tras su vuelta a casa, Baumgartner investiga el extraño suceso sin encontrar ninguna prueba que lo confirmara; incluso un documental filmado en la época por la propaganda soviética no muestra rastro alguno de lobos, sino solo gentes alegres y agradecidas por su liberación. El comienzo del este texto intercalado se mueve en las coordenadas marca de la casa “austeriana”: ¿Tiene un acontecimiento que ser real para que se acepte como verdad, o la creencia en su verdad ya lo hace real aunque no sucediera lo que presuntamente ocurrió? ¿Y qué ocurre si a pesar de tus esfuerzos por averiguar si tal acontecimiento sucedió o no llegas a un punto muerto de incertidumbre y ya no puedes estar seguro de si la historia que te contaron en la terraza de un café en Ivano-Frankivsk, una ciudad del oeste de Ucrania, se derivaba de un hecho histórico poco conocido pero verificable o era una leyenda, una exageración o un rumor sin fundamento que se transmitió de padres a hijos? 

Y, siempre llevado por sus evocaciones, Baumgartner nos ofrece ahora Cadena perpetua, uno de sus relatos, fábulas breves que ha ido escribiendo a lo largo de los años, naderías sin consecuencia que guarda en un cajón y nunca se ha molestado en enseñar a nadie, ni siquiera en su día a Anna. Y otro inciso nos lleva a conocer un no del todo difuminado episodio del pasado (investiga por qué algunos momentos efímeros e indiscriminados persisten en la memoria mientras otros, presuntamente más importantes, desaparecen para siempre), una escena protagonizada por una madre y una niña con las que coincide en un tren. Y luego hay otra historia, esta vez en el metro, de un chico con su padre. Y ambas permiten a la mente digresiva del protagonista reflexionar sobre la relación con sus propios padres, vincular los recuerdos con su presente, merodear intelectualmente en torno a las circunstancias de su propia vida. 

Lo metatextual, pues, las derivaciones constantes, las estructuras narrativas fragmentadas y circulares, que desafían la linealidad temporal tradicional, la ficción autorreferencial, los sutiles juegos lingüísticos, las narraciones laberínticas en las que se enredan y desentrañan misterios, se presentan y desdibujan identidades, y el azar y el destino se cruzan, un cierto tono melancólico, el sutil sentido del humor, son algunos de los elementos estilísticos habituales en la literatura de Auster, que aquí comparecen junto a bastantes de sus temas favoritos: la muerte y el duelo, la identidad, la pérdida, el pasado y el paso del tiempo, el reflejo de la realidad norteamericana de su tiempo (hay, aparte de las referencias históricas que surgen en las narraciones familiares -la inmigración de comienzos del siglo XX, la sociedad de los cincuenta, los años sesenta y la guerra del Vietnam-, alguna breve y punzante mención a Trump -el enloquecido Ubú de la Casa Blanca- y un comentario tangencial sobre el Make America Great Again). 

En fin, una espléndida novela crepuscular aunque muy llena de vida, que opera como una suerte de testamento confesional de Paul Auster, tristemente desaparecido este año y al que desde Todos los libros un libro hemos querido homenajear antes de que finalice este 2024 de su muerte. Os dejo ahora con un texto del libro y con un tema de Sophie Auster, hija del novelista y de la también escritora Siri Hustvedt, cuya música lleva interesándome desde el primero de sus cuatro discos. El último de ellos, de inminente aparición a principios de 2025, se cierra con una canción, Blue Team, dedicada a su padre tras su muerte. En la familia, un blue team es alguien íntegro y bondadoso que no renuncia nunca a sus principios, como ha señalado la propia Sophie. No he podido localizar el tema, pues del álbum solo se ha publicado un adelanto, la canción que da título al disco, Look What You're Doing To Me, que será la que suene como cierre al programa.


Baumgartner está trabajando en una idea nueva. Es junio, y con su librito sobre Kierkegaard terminado y la lesionada rodilla casi sin dolerle ya, ahonda en el complejo e insoluble enigma psicosomático llamado síndrome del miembro fantasma. Sospecha que esa idea se le metió en la cabeza en abril, cuando Rosita le dijo lo del accidente de su padre con la sierra circular, porque si bien la niña no sabía lo suficiente para darle más detalles, durante las horas siguientes Baumgartner rellenó los huecos por su cuenta, repitiéndose mentalmente la sangrienta escena tan a menudo que era como si hubiese visto con sus propios ojos cómo la hoja cercenaba la carne del carpintero. Por fortuna, volvieron a coserle los dos dedos cortados aquella misma mañana, pero según se enteró Baumgartner más adelante, en casos de amputación permanente casi todo aquel que pierde un brazo o una pierna continúa sintiendo durante años que el miembro perdido sigue unido a su cuerpo, acompañado de cierto dolor agudo, picores, espasmos involuntarios y la sensación de que el miembro en cuestión ha encogido o se lo han retorcido hasta dejarlo en una posición insoportable. Con su diligencia habitual, Baumgartner ha leído publicaciones médicas sobre el tema (…) si bien comprende que su verdadero interés no radica tanto en los aspectos biológicos o neurológicos del síndrome como en su capacidad de servir de metáfora de la pérdida y el dolor humano. 

Es el tropo que Baumgartner viene buscando desde la muerte súbita e inesperada de Anna hace diez años, la analogía más convincente y decisiva para describir lo que le ha pasado desde aquella tarde de calor y viento de agosto de 2008, cuando a los dioses se les antojó robarle a su mujer en pleno vigor de su aún joven naturaleza, y así, de paso, arrancar las extremidades a Baumgartner, las cuatro, brazos y piernas, juntas y al mismo tiempo, y si la cabeza y el corazón escaparon a la arremetida solo fue porque los dioses, perversos y burlones, le concedieron el dudoso derecho de seguir viviendo sin ella. Ahora es un muñón humano, un hombre demediado que ha perdido una parte de sí mismo y ya no está entero, y desde luego los miembros perdidos siguen ahí, y le siguen doliendo, le duelen tanto que a veces tiene la sensación de que su cuerpo está a punto de incendiarse y consumirse.

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Paul Auster. Baumgartner