Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 10 de enero de 2024

JOHANN HARI. EL VALOR DE LA ATENCIÓN

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un año más a Todos los libros un libro. El espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca os ofrece hoy una nueva propuesta más o menos vinculada a estos días iniciales de 2024, en los que se reanuda el curso académico en colegios, institutos y facultades. Y es que, durante un par de semanas os propongo aquí una breve serie, con un total de dos espacios, centrada en libros cuya temática alude, de modo directo o indirecto, a la enseñanza y al mundo educativo. Ese hilo con lo escolar y lo pedagógico será explícito y patente en mi recomendación del miércoles próximo, que aún estoy dudando si comparecerá o no en la emisión, pues, pese a ser muy interesante, resulta quizá demasiado técnico para que pueda encajar en el planteamiento último de nuestro programa, que se pretende más genérico y divulgativo, más sencillo y asequible. Pero de él os hablaré, de todas formas, dentro de siete días. 

En el caso del no menos sugerente libro que hoy os presento, nos hallamos ante una obra no pensada abiertamente para el ámbito de la educación, aunque muchas de sus enseñanzas son, sin duda, extrapolables a ese dominio de importancia capital en nuestras sociedades. Sin embargo, el enfoque y el propósito de este El valor de la atención. Por qué nos la robaron y cómo recuperarla, pues esa es la rúbrica bajo la que aparece en España un libro que en su edición original norteamericana se llamó Stolen Focus: Why you can’t pay attention, apuntan en una dirección más amplia que, si no resultara, quizá, algo exagerado, podríamos resumir como “la vida en la era de la distracción”. Con traducción de Juanjo Estrella González, el libro apareció en nuestro país hace ahora doce meses, en enero del año pasado, editado por Península, una de las “marcas” del sello Planeta. Obviamente, el asunto de la atención y de su pérdida, del estado de permanente distracción en el que todos, en la última década y por mor de la omnipresencia de los dispositivos electrónicos en nuestras vidas, estamos envueltos, es una de las grandes cuestiones que afectan hoy día al mundo de la educación (aunque no solo a él), y sin duda, a mi juicio, la de mayor trascendencia por sus importantes y muy dañinas consecuencias de diversa índole. 

Johann Hari, nacido en Glasgow en 1979, de padre suizo y madre escocesa (como cuenta, en diferentes anécdotas de su infancia, en su libro) es un popular divulgador, con enorme difusión y reconocimiento en todo el mundo, multiplicándose las traducciones de sus libros y siendo objeto su labor de innumerables premios. Colaborador de las principales cabeceras de la prensa internacional -The Independent, The Huffington Post, The New York Times, The Guardian, Los Angeles Times, Le Monde o El País, entre otros- su trabajo se ha centrado en asuntos como la depresión y las drogas, con éxitos de ventas como Tras el grito, que gira sobre la guerra contra las drogas, como revela su título originario, Chasing the Scream: The First and Last Days of the War on Drugs. Publicado en España en 2015, también en Planeta, fue llevado al cine en una película de 2021, Los Estados Unidos contra Billie Holiday, una peculiar biografía de la cantante. En Conexiones perdidas, que entre nosotros vio la luz en Capitán Swing en 2020, su análisis gira sobre la depresión y la ansiedad, investigación que llevó a cabo a partir de su propias vivencias, pues Hari sufrió la enfermedad desde niño y comenzó a tomar antidepresivos cuando era adolescente. Los dos libros -y hablo a partir de las notas con las que las respectivas editoriales los han publicitado- siguen unas pautas similares a las que ahora yo encuentro en este El valor de la atención que hoy os traigo: voluntad de “agotar” un tema, buscando información sobre sus diferentes facetas y manifestaciones, dilucidando sus causas y efectos; un cierto vínculo inicial entre el objeto de su ensayo y la propia experiencia personal, que opera como desencadenante de la obra; viajes por el mundo entero para entrevistarse con científicos, expertos, catedráticos, investigadores y también individuos corrientes conectados con el asunto principal de su trabajo; y también un ostensible afán -todavía más significativo cuando se conocen los aspectos más controvertidos de su trayectoria profesional, como ahora veremos- de presentarse como “desmitificador”, develando ideas preconcebidas, descubriendo enfoques ocultos, constatando la disparidad asombrosa entre lo que nos han transmitido y lo que en realidad sucede -como apunta Planeta en la publicidad con la que arropa a uno de sus libros-, con la indisimulada pretensión de cambiar las visiones convencionales sobre el objeto de sus reportajes. 

Pero Hari es, también, y conviene que quien nos sigue sepa de esta otra vertiente de su labor, pues puede condicionar la lectura de su libro -yo mismo he relativizado el valor de sus propuestas al conocerla y me he obligado a ser algo más prudente y cauteloso con la euforia y el entusiasmo que me han provocados sus, en apariencia, bien documentadas tesis-, un personaje controvertido, con una carrera profesional conflictiva y llena de polémicas, con acusaciones de plagio, críticas por insuficiente documentación, invención de datos, citas erróneas y tergiversación de las fuentes en sus obras, así como denuncias por prácticas fraudulentas (habiendo editado en la Wikipedia, al parecer, entradas difamatorias y abiertamente falsas en páginas de periodistas que le habían criticado), llegando, incluso, a ser suspendido de su colaboración en algunos medios como The Independent por su proceder poco ético. Es por ello, quizá, por cubrirse las espaldas, sabedor de que los lectores que estén al tanto de los claroscuros de su carrera pueden albergar dudas acerca de la verosimilitud y la fiabilidad de lo que van a leer, por lo que en una nota previa, incluso, a la introducción del libro, informa: publico los audios de todas las personas a las que cito en este libro en la página web para que, a medida que leáis el libro, podáis seguir nuestras conversaciones. Disponible en <www.stolenfocusbook.com/audio>

Además, y en ese prólogo de más de treinta páginas en el que explica la génesis, la finalidad, la organización y la estructura de su libro, se ve en la necesidad de aclarar y justificar, quizá debido al peso de ese pasado “cuestionable”, el modo en que ha recabado las pruebas que presenta a lo largo del libro y el porqué de su elección. Señala, en este sentido, que en su investigación ha leído un gran número de estudios científicos y entrevistado a los mejores especialistas (sobre todo neurocientíficos y expertos en ciencias sociales) en las materias en las que ha centrado su publicación, pero que, aun así, en algunos casos son controvertidas las pruebas que aporto. Apunta, además, que en la mayor parte de sus aseveraciones se ha basado en los criterios que concitan el consenso científico más amplio (he construido mis conclusiones sobre las rocas firmes de sus conocimientos), aunque, aceptando que existen algunas otras áreas en que solo un puñado de científicos ha investigado la cuestión que me interesaba entender, por lo que las evidencias que puedo extraer de ellos son menos sólidas. Y hay algún tema en que reputados científicos discrepan sobre lo que está ocurriendo en realidad, por lo que, confiesa igualmente, en esos casos, compartiré con el lector esas discrepancias abiertamente, e intentaré representar todo el espectro de perspectivas en relación con la cuestión. En cada una de las etapas, he procurado llegar a mis conclusiones sobre la base de las pruebas más sólidas que he sido capaz de encontrar. Del mismo modo, aparece como una clara estrategia de autojustificación previa su enfática declaración (innecesaria, por sobreentendida, en condiciones normales) de que sus estudios de Ciencias Políticas en la Universidad de Cambridge, le proporcionaron una formación rigurosa que me preparó para la lectura de la clase de estudios que publican esos especialistas y para la interpretación de las pruebas que aportan, así como (o eso espero) para formular preguntas pertinentes en relación con ellas. Y en este mismo tono de exculpación algo sospechosa -excusatio non petita…- afirma (y, pese a su extensión, incluyo la cita íntegra, pues resulta muy reveladora de cara a que el lector se forme un criterio apriorístico sobre el grado de confianza que pueden merecerle las propuestas de Hari): Siempre he intentado acercarme a ese proceso con humildad. Yo no soy experto en ninguna de las cuestiones. Soy periodista; entro en contacto con expertos, y pongo a prueba sus conocimientos y los explico lo mejor que sé. Si el lector desea conocer con más detalle esos debates, profundizo mucho más en las pruebas en las más de 400 notas que he incluido en la página web del libro y en las que se abordan los más de 250 estudios científicos que me han servido de base para la elaboración del presente trabajo. En ocasiones, también he recurrido a mis propias experiencias para ayudar a explicar lo que he aprendido. Mis anécdotas individuales, claro está, no constituyen ninguna prueba científica. Pero cuentan algo más sencillo: por qué me interesaba tanto conocer las respuestas a esas preguntas

Aceptadas, pues, estas premisas, y convenientemente informado el lector de los elementos externos al libro que deberían ser tenidos en cuenta en su lectura, paso ya a presentar este El valor de la atención por tantas razones estimulante. El desencadenante del libro se retrotrae a diez años antes de la experiencia que provocará su escritura. Cuando Adam, el ahijado de Johann Hari, tenía nueve años, había desarrollado una enloquecida obsesión por Elvis Presley. Entusiasmado por el cantante, el muchacho reproducía a voz en grito El rock de la cárcel mientras imitaba los gorgoritos, las poses, los frenéticos movimientos de pelvis del mito. El padrino alentaba esa fascinación casi enfermiza del chico cantando a dúo con él Blue moon y contándole la historia, a la vez inspiradora, triste y algo tonta, de su ídolo. La complicidad entre ambos propició el que el niño obtuviera de Johann la promesa de que algún día lo llevaría a Graceland, la legendaria, recargada, excesiva y absolutamente kitsch mansión de Elvis en Memphis. Diez años después, escribe Hari, Adam se encontraba perdido. Había abandonado los estudios a los quince años y se pasaba casi todas las horas del día en casa, ausente, pasando de pantalla en pantalla, del móvil —con sus visitas interminables a WhatsApp y a Facebook—, al iPad, en el que alternaba YouTube con porno. En ciertos momentos, aún veía en él rastros del niño alegre que cantaba «Viva Las Vegas», pero era como si esa persona se hubiera descompuesto en fragmentos desconectados entre sí. Le costaba mantener un tema de conversación más allá de unos pocos minutos, y o bien regresaba a alguna de sus pantallas o bien cambiaba de asunto. Parecía moverse a la velocidad de Snapchat, habitar en un lugar en el que no podía alcanzarle nada que se estuviera quieto o fuera serio. Era inteligente, buena persona, amable, pero parecía como si su mente no pudiera fijar nada

Johann reconoce en esa desidia, en esa fragmentación, en esa conversión de un niño alborozado y entusiasta, vivo, en un fantasma ensimismado y distraído, los síntomas de un fenómeno que también le afectaba a él mismo, así como a gran parte de la población del mundo desarrollado, en gran parte víctimas de idéntico “mal”, uno de cuyos síntomas más evidentes era la sensación de que la capacidad para prestar atención, para concentrarse, se iba desmoronando y resquebrajando. Una noche, enfrascado cada uno de ellos en sus respectivas pantallas, ajenos al otro y al mundo entero, Johann “cayó del caballo” y se dijo a sí mismo -y a su ahijado-, Vámonos a Graceland, intentando con ello revivir aquel espíritu ilusionado que había animado a ambos hacía una década. Su anestesiado ahijado reacciona, algo dubitativo, al despertarse en su interior algún recuerdo intenso de sus sueños infantiles, escéptico ante la seriedad de la propuesta. ¿Lo dices en serio? Sí, responderá el padrino, pero con una condición. Yo pagaré un viaje de más de seis mil kilómetros. Iremos a Memphis y a Nueva Orleans. Iremos por todo el Sur, por donde tú quieras. Pero no podré hacerlo si, cuando lleguemos a los sitios, no vas a hacer nada más que mirar el móvil. Tienes que prometerme que lo tendrás desconectado de día, que te conectarás solo por la noche. Debemos regresar a la realidad. Debemos volver a conectar con algo que nos importe

La experiencia, sin embargo, no acaba por salir bien. Tanto desde el punto de vista externo, pues todo a su alrededor “conspira” contra esa realidad “pretecnológica”, desconectada, limpia, sosegada (Cuando llegas a las puertas de Graceland, ya no hay un ser humano que trabaje enseñándote el lugar. Ahora te entregan un iPad y te introduces unos auriculares pequeños en los oídos, y el iPad te va explicando lo que tienes que hacer), con las “hordas” de turistas enganchados a sus diabólicos artefactos (Estuve un rato observándolos. Se dedicaban a deslizar la imagen a un lado y a otro, estudiando los diferentes ángulos de la habitación. Me adelanté un poco. «Pero señor —dije—, también puede verlo como se hacía antiguamente: se llama “volver la cabeza”. Porque es que estamos aquí. Estamos en la Jungle Room. No hace falta que lo vea en la pantalla. Lo puede ver sin intermediarios. Está aquí. Mire.»), como por las reiteradas “traiciones” del chico, incapaz de cumplir su promesa y abducido de continuo por las pantallas («¡No podemos vivir así! —le dije—. ¡No sabes estar presente! ¡Te estás perdiendo tu vida! Tienes miedo de perderte algo... ¡Por eso te pasas el rato consultando la pantalla! ¡Y al hacerlo sí que te lo pierdes! ¡Te pierdes la única vida que tienes! No ves las cosas que tienes delante, las cosas que deseabas ver desde que eras un niño. De toda esta gente, nadie ve nada. ¡Mírala!»). La conclusión fue desesperanzadora: Me había llevado lejos a Adam para huir de nuestra incapacidad para concentrarnos, y lo que descubrí fue que no había escapatoria porque ese problema estaba en todas partes

Graceland, el fallido viaje a la mansión de Elvis, representó el punto de inflexión que desembocaría en el libro del que ahora os hablo. A su vuelta de Memphis tuvo conciencia plena del estado real de dependencia al que había llegado en su “hiperconexión” a dispositivos electrónicos, incapaz de concentrarse en la menor actividad ajena a ellos (Un día me pasé tres horas leyendo las mismas primeras páginas de una novela, distraído en mis pensamientos, perdiéndome en ellos cada vez que lo hacía, casi como si estuviera drogado, y pensé: no puedo seguir así). Se le hicieron entonces evidentes las constantes manifestaciones, que hasta ese momento no le habían resultado especialmente relevantes, de esta incapacidad colectiva de prestar atención a las cosas que realmente importan: los turistas que, en Islandia, se sumergen en la Laguna azul, un bellísimo lago de aguas termales, sin despegarse de sus palos de selfi, posando para no se sabe quién en lugar de disfrutar de la experiencia; el gentío ante la Gioconda, multitudes que se agolpan ante el cuadro para, de espaldas, sin mirarlo, “inmortalizar” el momento; las preocupantes estadísticas de concentración de los estudiantes estadounidenses (de media, un estudiante cambiaba de tarea una vez cada sesenta y cinco segundos. El promedio de tiempo en que se concentraban en una cosa era de apenas noventa segundos) y de los adultos de ese mismo país (Gloria Mark, profesora de informática de la Universidad de California en Irvine (…), se dedicaba a calcular cuánto tiempo de media se mantiene con una misma tarea un adulto que trabaja en una oficina. Y era de tres minutos); entre otras muchas pruebas -bastantes de las cuales se recogerán en el libro- de nuestra delirante adicción. 

Decidido a afrontar una solución drástica al problema, resuelve desterrar el móvil de su vida. Reservará una habitación en la playa de Provincetown, en Cape Cod, en la costa Atlántica, a hora y media en ferry de Boston, y se aislará allí, en una desintoxicación digital extrema, durante tres meses, sin smartphone y sin ordenador con conexión a internet. Por primera vez en veinte años, estaré desconectado, escribe. Compra un teléfono “soloteléfono” para posibles emergencias, carga con un viejo ordenador portátil viejo, roto, que desde hacía años no podía conectarse a la red, regalo de un amigo y se lanza a la “aventura”. 

Las reflexiones nacidas en su experiencia, unidas a la constatación de que establecer un paréntesis de solo un trimestre para luego “tener” que volver a sus perniciosos hábitos no resuelve el problema, lo llevan a investigar cuáles son sus causas, sus efectos y, sobre todo, cómo podría hacérsele frente tanto de manera individual como colectiva. Durante tres años intenta responder a esas preguntas, viajando por todo el mundo -confiesa haber recorrido casi 50.000 kilómetros, desde Miami hasta Moscú y desde Montreal hasta Melbourne: Mi búsqueda de respuestas me llevó a una curiosa mezcla de lugares, desde una favela de Río de Janeiro, en que la atención se había destrozado de un modo particularmente desastroso, hasta el remoto despacho de una localidad poco poblada de Nueva Zelanda en que habían descubierto una manera de recuperar radicalmente la concentración-, reuniéndose con científicos, entrevistándose con más de 250 expertos, leyendo infinidad de estudios sobre la materia, de los que da cuenta en las cuarenta páginas con centenares de notas que incluye el libro (muchas menos de las realmente consultadas, como deja claro el autor al presentarlas, en un nuevo intento -o eso quiero imaginar- de despejar dudas sobre la “limpieza” de su modo de proceder: las notas que siguen son parciales. Existen más referencias, contexto y materiales explicativos suplementarios, así como los audios de las citas del libro, que pueden encontrarse en <www.stolenfocusbook.com/endnotes>.). 

El resultado de todo ello es El valor de la atención, un libro, cuyas tesis, a juicio del propio autor -y yo comparto, y aún amplío, sus argumentos-, debiera interesarnos por tres razones. En primer lugar porque la vida sometida a permanentes distracciones es una vida mermada. Si cualquier actividad que exija una atención sostenida se ve interrumpida de continuo por avisos de Whatsapp, entrada de correos electrónicos, actualizaciones de Facebook, consultas en internet, visitas a nuestros perfiles en las redes, estamos perdiendo un tiempo valioso (valga la redundancia, el tiempo perdido es, por definición, valioso: nunca más volverá) y estamos limitando gravemente las posibilidades de conseguir sacar adelante esa actividad que, a priori, ha movido -conscientemente, a diferencia del impulso ciego que nos hace consultar los dispositivos- nuestra voluntad. En definitiva: perdemos la vida. En segundo lugar, porque hay una dimensión colectiva, social, de esta generalizada fragmentación de la atención que debiera preocuparnos como sociedad. La pérdida -la destrucción- de la capacidad de concentración supone la imposibilidad -o una mayor dificultad- para el pensamiento profundo; y ello cuando los grandes problemas que nos aquejan desde una perspectiva global -cambio climático, demografía, pandemias, guerras, evolución descontrolada de una tecnología cuyo avance parece carecer de límites, desigualdades, inmigración, populismos, crisis del estado del bienestar- necesitan, precisamente, análisis rigurosos, estudios solventes, investigaciones serias y exigentes, consensos basados en la racionalidad, en la reflexión y en los criterios juiciosos, todo lo cual es incompatible con el pensamiento fragmentario, disperso, superficial al que la actual dependencia digital induce (Creo que nos encontramos en un proceso de ingeniería inversa de nosotros mismos. [Hemos descubierto la manera de] abrir el cráneo humano, descubrir los mecanismos que nos controlan y empezar a mover nosotros mismos esos hilos de la marioneta (…) Esa es la era hacia la que nos dirigimos en la actualidad (…) lo que vemos es «la degradación colectiva de los seres humanos y la mejora de las máquinas». Estamos volviéndonos menos racionales, menos inteligentes, menos centrados). Y, en este sentido, afirma Hari: La gente que no es capaz de concentrarse es más proclive a sentirse atraída por soluciones autoritarias, simplistas; para añadir, categórico (y no puedo estar más de acuerdo con él): No creo que sea casual que esta crisis de atención coincida en el tiempo con la peor crisis de la democracia desde la década de 1930. La tercera razón, relativamente optimista en este panorama cercano al apocalipsis, es que solo intentando entender qué es lo que está sucediendo, procurando conocer sus causas y buscando ser conscientes de sus efectos, cabe alguna posibilidad de revertir una situación que para la mayor parte de la gente se presenta -de un modo erróneo (e interesado por quienes se benefician de ella)- como inexorable. 

Por todo ello, el libro desmenuza con profundidad y rigor -sin estar exento de humor y trufando el texto de anécdotas personales- las doce causas (de toda índole -individuales y colectivas- y operando en diversos ámbitos -laboral, medioambiental, nutricional, obviamente educativo, e incluso el político que atañe al funcionamiento de la democracia) que, a juicio del autor, explicarían el actual estado de cosas en relación con la casi universal pérdida de la atención. En catorce capítulos (el estudio de alguna de las causas requiere dos apartados, otras se concentran en uno solo y hay un par de secciones, a modo de incisos, en los que se apuntan posibles alternativas al previsible “desastre” que se nos avecina) y una reflexión final a modo de conclusión, Hari rastrea todas las vertientes posibles del problema, en un estudio apasionante (ya he hablado más arriba de la euforia y el entusiasmo que me asaltaron durante la lectura al reconocer lo oportuno y acertado del diagnóstico y lo sugerente -y también controvertido- de sus propuestas). Vayamos ya, pues, de modo resumido, con cada una de ellas. 

En primer lugar, consigna Hari el aumento de la velocidad a la que transcurre el mundo en nuestros días. Los abundantes datos que proporciona en este capítulo para justificar sus planteamientos -presentados todos, como en el resto de la obra, con las correspondientes referencias a los estudios que los sustentan- son escalofriantes. El estadounidense medio se pasa al teléfono tres horas y quince minutos al día y “toca” su dispositivo 2.617 veces cada veinticuatro horas; el tiempo que un tema se mantenía entre los cincuenta más comentados en Twitter (ahora “X”) era, en 2013, de 17,5 horas, pero en 2016, la cifra ya había bajado hasta las 11,9 horas; la información que, de media, se “lanzaba” sobre una persona a través de todos los medios existentes entonces -televisión, radio, libros-, equivalía, en 1986, a la contenida en cuarenta periódicos de información convencionales, pero en 2007, alcanzaba los 174 periódicos diarios (y puede imaginarse qué ha ocurrido desde entonces); la gente habla significativamente más deprisa hoy que en la década de 1950, y en apenas veinte años las personas, en las ciudades, han pasado a caminar un 10 por ciento más rápido; un trabajador estadounidense medio se distrae aproximadamente una vez cada tres minutos y el oficinista medio de ese país pasa el 40 por ciento de su jornada laboral enfrascado en multitareas; la mayor parte de las personas que trabajan en oficinas no llegar a disponer nunca de una hora entera de trabajo sin interrupciones, cifra que se reduce a veintiocho minutos para los directores ejecutivos de las grandes empresas; los resultados de los alumnos universitarios en pruebas realizadas con su teléfono conectado y, por tanto, recibiendo mensajes en su móvil fueron, de media, entre un 20 y un 30 por ciento peores que los de quienes llevaban a cabo el test sin interrupciones; la «distracción tecnológica» (el mero hecho de recibir correos y llamadas) causa una caída del cociente intelectual de diez puntos de media; entre otras muchas elocuentes cifras. 

El desmesurado incremento del volumen de información al que estamos expuestos, la rapidez y la velocidad con la que se suceden los estímulos, la constante alternancia de tareas, la muy evidente sensación de aceleración que nos envuelve, provocan el declive de nuestra atención, aumentan la dispersión, limitan la comprensión, dificultan la facultad de confrontar la complejidad, agudizan la incapacidad para concentrarse, fomentan la comisión de errores, disminuyen nuestra creatividad y penalizan gravemente nuestra memoria. Hemos creado en nuestra cultura, podemos leer, una tormenta perfecta de degradación cognitiva como resultado de la distracción

El examen de la mutilación de los estados de flujo, segunda causa analizada, llevó al autor a ponerse en contacto, entre otros expertos, con quien es la máxima autoridad en la materia, Mihaly Csikszentmihalyi, que acuñó, hace lustros, el concepto y cuyas tesis contrapone a la mayoritaria hasta entonces, el conductismo de Skinner (y sus conocidos experimentos con palomas y ratones). El estado de flujo es una suerte de trance hipnótico, común, por ejemplo, en la práctica artística, pero frecuente también en las actividades de quienes se entregan profundamente a una ocupación, en el que el sujeto se integra de manera plena en su desempeño, perdiendo conciencia del tiempo, olvidando los requerimientos del ego, fundiéndose con la tarea, con una concentración extremada y ajena a cualquier distracción. Nuestra realidad, interrumpida de continuo por los llamamientos electrónicos, fragmentada en fogonazos dispersos, fugaces, en pausas frecuentes, en paréntesis, en discontinuidades, en “ruido”, en desviaciones del hilo conductor principal de nuestros quehaceres, en incesantes búsquedas inútiles de aquello que pueda calmar nuestra sensación constante de vacío, es la antítesis de este fluir intenso, esencial para nuestro equilibrio emocional y nuestro completo desarrollo intelectual (si en nuestra vida diaria nos interrumpen mucho, empezamos a interrumpirnos nosotros mismos incluso cuando nos vemos libres de esas interrupciones externas, en diagnóstico esclarecedor de lo que nos ocurre). Csikszentmihalyi descubrió, ya a finales de los ochenta y con inusual perspicacia anticipatoria, que mirar una pantalla es, entre las actividades en que participamos, una de las que proporciona, de media, la menor cantidad de flujo. Podemos elegir, afirma Hari en el cierre al capítulo, entre dos fuerzas profundas: la fragmentación o el flujo. La fragmentación nos vuelve más pequeños, más superficiales, más enfadados. El flujo nos vuelve más grandes, más profundos, más calmados. La fragmentación nos encoge. El flujo nos expande. Yo me pregunté a mí mismo: ¿quieres ser una de esas palomas de Skinner, atrofiando tu atención, bailando para conseguir simples recompensas, o uno de esos pintores de Mihaly, capaz de concentrarse porque ha encontrado algo que realmente importa? 

El aumento del cansancio físico y mental, evidente en una parte importante de la población en estos tiempos acelerados y exigentes, es otra de las causas, la tercera, de nuestra pérdida de atención. Frente a las sociedades preindustriales, en las que las costumbres y los hábitos cotidianos se acomodaban a los ritmos naturales -en esencia, la salida y la puesta del sol-, las demandas economicistas, productivas, consumistas, de eficacia y rendimiento de la frenética vida actual, imponen unas jornadas, una dedicación, unos compromisos y unas obligaciones que limitan el tiempo de descanso (En una sociedad dominada por los valores del capitalismo de consumo, «el sueño es un gran problema —me dijo—. Si dormimos, no estamos gastando dinero, por lo que no estamos consumiendo nada. No estamos produciendo ningún producto». (…) si todo el mundo pasara una hora más durmiendo [como se hacía antes], no entrarían en Amazon. No comprarían cosas»), minimizan las horas de sueño (En el último siglo, el niño medio ha perdido ochenta y cinco minutos de sueño cada noche), exigen el consumo de estimulantes (A lo largo del día, en nuestro cerebro, se va generando una sustancia química llamada adenosina, que nos indica cuándo tenemos sueño. La cafeína bloquea el receptor que lee el nivel de adenosina. «Yo lo comparo a pegar un pósit sobre el indicador de gasolina del coche. No te estás dando más energía; lo que haces es no darte cuenta de lo vacía que estás. Cuando la cafeína se va, te sientes doblemente cansada) y fármacos (Nueve millones de estadounidenses -el 4 % de la población adulta- usan somníferos con receta médica», en palabras de una de las expertas citadas por Hari), obligan a la exposición a la “escasamente natural” luz eléctrica (El 90 % de los estadounidenses miran algún dispositivo electrónico que emite resplandor en la hora anterior a la de acostarse (…) En la actualidad estamos expuestos a una cantidad de luz artificial diez veces superior a la que recibía la gente hace apenas cincuenta años) y, como consecuencia, reducen la capacidad de concentración, restringen las posibilidades de acceder a todos los recursos neuronales de los que disponemos, afectan gravemente al funcionamiento de la memoria a largo plazo, recortan nuestra capacidad para pensar en profundidad y establecer conexiones (si nos mantenemos despiertos diecinueve horas seguidas, nos convertimos en personas cognitivamente impedidas, incapaces de concentrarnos ni pensar con claridad, como si nos hubiéramos emborrachado) e imposibilitan la correcta restauración de los niveles de energía aconsejables para mantener nuestra vida diaria con normalidad. 

El desplome de la lectura sostenida es la cuarta causa -¿o es quizá el efecto?- de la falta de concentración que nos arrasa. El mundo de las redes, de Twitter, Facebook, Instagram (y de todas ellas se ocupa Hari), el universo de las pantallas en el que vivimos inmersos nos hace leer de manera sincopada, agitada, discontinua, intermitente, a partir de saltos nerviosos que nos llevan de una cosa a otra. Los libros, por el contrario, obligan a una lectura lineal, que exige centrarse en una tarea durante un periodo largo, mantenido en el tiempo. Aquí aflora, una vez más, Mihaly Csikszentmihalyi, que sostiene, a partir de sus investigaciones empíricas, que una de las formas más simples y más comunes de flujo que la gente experimenta a lo largo de su vida es la lectura de libros. Esta experiencia se halla en caída libre, asfixiada por nuestra cultura de la distracción constante

Los mensajes subyacentes que Twitter envía sus usuarios son que no tiene sentido concentrarse en nada durante mucho tiempo; que todo puede explicarse -y entenderse- en afirmaciones simples, de no más de 280 caracteres; que lo realmente relevante es que la gente coincida y valide, con un like o un retuiteo (¿cómo se dirá de ahora en adelante, un “reequixeo”?), lo más rápidamente posible, tus comentarios por disparatados o faltos de fundamento que resulten. Y otro tanto ocurre con Facebook, que transmite -y hace comulgar- a sus consumidores con una idea básica primordial: lo importante es mostrar nuestra vida al resto del mundo y que ese universo potencial aplauda esas manifestaciones de nuestra existencia declarando abiertamente su amistad con quien las ha ofrecido al dictamen general. El juicio de Hari sobre Instagram es aún más cáustico. Para el británico, desde la perspectiva de la popular red social, en primer lugar, lo que importa es cómo nos vemos externamente. En segundo lugar, lo que importa es cómo nos vemos externamente. En tercer lugar, lo que importa es cómo nos vemos externamente. En cuarto lugar, lo que importa es si a la gente le gusta cómo nos vemos externamente. Frente al discurso implícito de estas aplicaciones, los libros nos dicen que la vida es compleja, que para intentar entenderla hay que dedicar tiempo -y no en pequeña cantidad- a pensar sobre ella con hondura y rigor, que merece la pena reflexionar en profundidad sobre las vidas de otras personas, que es conveniente conocer experiencias ajenas, vivencias distintas, planteamientos diferentes, visiones del mundo opuestas a las nuestras (Quizá la ficción sea una especie de gimnasia de la empatía, que estimula la capacidad para empatizar con otra gente). La realidad, -afirma, categórico y convincente, Hari- solo puede ser entendida de manera sensata adoptando los mensajes opuestos a Twitter. El mundo es complejo y requiere una concentración sostenida para ser comprendido; ha de poder pensarse y captarse lentamente; y las verdades más importantes no serán populares la primera vez que se expresen. (…) Es evidente que se dan ocasionales perlas de pensamiento agudo en el sitio, pero si ese se convierte en nuestro modo predominante de absorber la información, creo que la calidad de nuestro pensamiento se degradará rápidamente. Por el contrario -tal vez a causa de todo ello-, los niveles de lectura van disminuyendo progresivamente con el paso del tiempo, especialmente en estos años recientes del auge de la tecnología digital: La Encuesta Americana sobre Uso del Tiempo —que estudia una muestra representativa de 26.000 estadounidenses— ha detectado que entre 2004 y 2017, la proporción de hombres que leían por placer había descendido un 40 %, mientras que en el caso de las mujeres la disminución era del 29 %. Gallup, la empresa de estudios de opinión, descubrió que la proporción de estadounidenses que no leían un solo libro en el transcurso de un año se había triplicado entre 1978 y 2014. El 57 % de los estadounidenses, en la actualidad, no leen un solo libro en el transcurso de un año normal. Y la cosa ha ido en aumento, hasta el punto de que, en 2017, el estadounidense medio pasaba diecisiete minutos al día leyendo libros y 5,4 horas al teléfono móvil. La ficción literaria compleja se está resintiendo especialmente. Por primera vez en la historia moderna, menos de la mitad de los estadunidenses leen literatura por placer. Aunque el fenómeno no ha sido tan estudiado, la tendencia en Gran Bretaña y en otros países parece ser similar: entre 2008 y 2016, el mercado de novela cayó un 40 %. En un solo año, 2011, las ventas de ficción en tapa blanda se desplomaron un 26 %. Los efectos sobre la atención están siendo constatados en numerosas investigaciones: Lo que se descubre es que la gente entiende y recuerda menos lo que absorbe a partir de pantallas. Actualmente ya son muchas las evidencias científicas que lo avalan, a partir de cincuenta y cuatro estudios (…), el término para referirse a este fenómeno es «inferioridad de pantalla». Esa brecha en la comprensión que se da entre libros y pantallas es tan grande que en alumnos de primaria equivale a dos terceras partes del progreso anual en comprensión lectora. Y las repercusiones en la enseñanza se hacen notar, en todos los niveles, incluso los universitarios: Cuando me encontraba en Harvard realizando entrevistas, un profesor me contó que le costaba lograr que sus alumnos leyeran incluso libros cortos, y que cada vez más les ofrecía la posibilidad de escuchar pódcast y ver vídeos de YouTube. Y estamos hablando de Harvard

Otra muy ostensible causa de nuestra pérdida de atención, la quinta en la exhaustiva enumeración de Hari, tiene que ver con el hecho de que no dejamos espacio en nuestra mente a las divagaciones, atenazados como estamos por la obsesiva compulsión de llenar el tiempo con estímulos (La idea de no llenar todos y cada uno de mis minutos con estimulación me generaba pánico, confiesa el autor). En la parada del autobús, ante un semáforo, mientras da comienzo la película, el espectáculo, el concierto o la conferencia a los que asistimos, en la sala de espera del médico, en un viaje en tren, mientras hacemos deporte, cuando paseamos por la playa, en los muchos tiempos muertos del día a día, no somos ya capaces de dejar nuestra mente vagar, de entregarnos a ensoñaciones, a errancias mentales, a la mera contemplación, a enredarnos en pensamientos sin propósito, a, simplemente, no hacer nada. Imposibilitados para concentrarnos durante la mayor parte del tiempo, tampoco dejamos, de manera paradójica, que nuestra mente divague. Y es, precisamente, ese vagabundeo mental el que activa la red neuronal por defecto, esa región del cerebro responsable de que las ideas broten, se desplieguen unos cursos de pensamiento más extensos, se produzcan más asociaciones, aflore la creatividad, mejore la capacidad de tomar decisiones sopesadas, de fijar metas organizadas, actividades todas que haremos mejor si dejamos que nuestra mente divague y lenta, inconscientemente, vaya captando el sentido de la vida

Estas cinco primeras causas, de afectación individual, apuntan a que la solución al problema de la falta de atención pasaría también por un cambio de conducta personal. Esforzarse en practicar la “abstinencia” de las redes -o, de modo más drástico- de los dispositivos electrónicos es, sin duda alguna, la alternativa que cada uno de nosotros tiene más a mano para eludir los muy dañinos efectos de su influencia; y a las distintas maneras de implementarla en nuestras vidas se refiere Hari en cada uno de los capítulos que a ellas aluden. Sin embargo, un enfoque que se limite a echar la pelota sobre el tejado del individuo es reduccionista y limitado porque, en realidad, son los cambios ambientales los que verdaderamente marcarán la diferencia. La causa sexta, a cuyo análisis el libro dedica dos capítulos, tiene que ver con el surgimiento y la evolución, acelerada en la última década, de una tecnología que nos rastrea y manipula. El modelo de negocio que hoy impera entre las grandes tecnológicas que “diseñan” y mueven el mundo exige la captación, el mantenimiento y el dominio de la atención. Nuestra distracción es su combustible, como muy gráficamente señala Hari. Las técnicas psicológicas de persuasión, tradicionalmente utilizadas en publicidad, son perfeccionadas y llevadas al extremo gracias al desarrollo tecnológico y al uso generalizado de dispositivos electrónicos. A través de ellas se logra que el usuario “entre” constantemente en las aplicaciones, en un frenesí inconsciente que no logra dominar y que repercute en los beneficios de las empresas. Y es que el éxito de Google, YouTube, Facebook, Instagram, Twitter (o como quiera que acabe llamándose) o TikTok (una aplicación (…) que, por comparación, hacía que Snapchat pareciera una novela de Henry James; en una reveladora muestra del sutil sentido del humor que, pese a la seriedad de la materia tratada, permea el libro) se mide por lo que, en la jerga del sector, se denomina engagement, implicación, el tiempo que los usuarios pasan conectados al “producto”. El que cada vez que entramos en internet -esto es, de continuo y sin límite- estemos cediendo nuestros datos, permite que las empresas, los gobiernos, el “poder”, pueden hacer llegar su mensaje de un modo específico a cada individuo, experiencia que cualquiera puede constatar por escaso que haya sido el rastro dejado en la red. La implicación equivale a dinero, y la falta de implicación equivale a menos dinero, por lo que, como puede imaginarse, a falta de regulación -o con una ordenación laxa- ninguna empresa va a optar voluntariamente por renunciar a sus beneficios. Las nefastas consecuencias son palpables y basta un dato para imaginarlas: un niño estadounidense medio de entre trece y diecisiete años envía un mensaje de texto cada seis minutos (en su tiempo de vigilia, obviamente), por lo que su capacidad de atención (todo es una carrera por la atención) y de concentración están, en un gran número de casos, absolutamente devastadas, arruinadas. La invención del scroll infinito (Llegas al final pasando el dedo por la pantalla y entonces, automáticamente, se carga otra porción para que la consultes. Y cuando llegas al final de ese trozo, automáticamente se descarga otro trozo, y otro, y otro, y así sucesivamente. Nunca se acaba. Se despliega infinitamente); la creación de perfiles individualizados cada vez más precisos (el muñeco [la metáfora del muñeco de vudú que las compañías “construyen” y después manejan a su antojo comparece en esta sección del libro] que tienen de nosotros es tan exacto que predice cosas de nosotros que a nosotros nos parecen magia) a partir de la información que voluntaria y muchas veces inconscientemente cedemos (Cada vez que enviamos un mensaje o actualizamos el estado de Facebook, Snapchat o Twitter, cada vez que buscamos algo en Google, todo lo que decimos se revisa, se clasifica y se almacena. Esas empresas van creando un perfil nuestro para vendérselo a los anunciantes que quieren dirigirse específicamente a nosotros); el auge y la generalización del peligroso e invasivo capitalismo de la vigilancia, en concepto y término acuñados por la profesora de Harvard Shoshana Zuboff; la constante oferta de estímulos que inducen a la distracción (Necesitan distraernos para ganar dinero), de los cuales el uso masivo de los clickbaits es una prueba palmaria; el uso interesado de nuestra tendencia al “sesgo negativo” (de promedio, nos quedamos mirando lo negativo o indignante más tiempo que lo positivo y tranquilizante, por lo que por cada palabra de indignación moral que se añadía a un tuit, la tasa de retuiteo crecía un 20% de media siendo las palabras que hacían incrementar esa tasa “ataque”, “malo” y “culpa”); el énfasis en los contenidos extremos, radicales, agresivos (Vivimos en un sistema que de manera sistemática, a medida que captamos la atención diariamente, administra más radicalización); la muy extendida propagación de impactantes noticias falsas (Un estudio del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) reveló que las noticias falsas viajan a una velocidad seis veces mayor en Twitter que las verdaderas, y durante las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos, mentiras descaradas en Facebook superaron las noticias de portada de diecinueve páginas de noticias generalistas juntas); el hábil uso de técnicas psicológicas de persuasión y manipulación contrastadas (la promesa de recompensas frecuentes; la constante alternancia de tareas; el conocimiento profundo de nuestros hábitos, nuestros deseos, nuestras motivaciones, nuestra “alma”; la potenciación de nuestros instintos y sensaciones primarios -ira, enfado, indignación-; la creación de estados de opinión exaltados, conspiranoicos, incendiarios) y tantas otras estrategias de “secuestro” de la atención provocan nuestra adicción continua a la red (El tiempo medio que la gente pasa en Facebook actualmente es de aproximadamente 50 minutos diarios) de tal modo que, por mucho que nos lo propongamos, por grande que sea nuestra fuerza de voluntad, por comprometidos que estemos con la decisión individual de “resistir”, el mundo entero conspira contra la capacidad de atención, razón por la que Hari sostiene que frente a tal pernicioso y destructivo tsunami no basta con las actitudes personales, por necesarias y valiosas que ellas sean en cada caso, sino que es preciso unirnos como sociedad a fin de identificar los problemas que nos afectan colectivamente y buscar soluciones de ese modo. 

En este mismo plano colectivo se desenvuelve el análisis de la séptima causa, el surgimiento del optimismo cruel (en un capítulo significativamente subtitulado como “por qué los cambios individuales son un punto de partida importante pero no bastan”). Esperar diez minutos cuando el impulso te lleva a consultar el teléfono o a actualizar el estado de tus redes, practicar el control horario para la revisión del correo electrónico, seguir un plan detallado -e inalterable- de actividades a realizar cada día, modificar las notificaciones del teléfono para impedir las interrupciones, borrar del teléfono el mayor número posible de aplicaciones, programar por adelantado el tiempo que vamos a ocupar en aquellas que mantengamos, darnos de baja en suscripciones a listas de correo, de vídeos, de blogs, son técnicas útiles para minimizar el impacto nocivo de la dependencia tecnológica, pero, todas ellas, nos instan sutilmente [a percibir el fenómeno] como un problema individual que tiene que ver, casi en exclusiva, con el uso de dispositivos electrónicos, cuando, en realidad, en la pérdida de la atención intervienen unas fuerzas que son más profundas que internet y el teléfono. Denomina Hari “optimismo cruel” a este estado de cosas que parece desplazar a la responsabilidad individual la solución de unos problemas que requieren enfoques y respuestas sistémicos. Desde este planteamiento, en el estudio de las cinco últimas causas el libro se detiene en el examen de procesos sociales que, en síntesis muy reduccionista, pueden resumirse en la utilización de métodos de “manipulación mental” cuya pretensión última es crear ansia. No hay tiempo ya para un comentario detallado de estos apartados finales. Baste decir que en ellos comparecen, como origen y fundamento evidentes de nuestro estado de falta de atención, el estrés, las largas jornadas de trabajo basadas en una presencialidad poco productiva, la depresión, la mala alimentación y la obesidad derivada, la contaminación ambiental, el aumento y la consiguiente medicalización del trastorno por déficit de atención e hiperactividad, las adicciones farmacológicas, el confinamiento físico y psicológico (apartado, este postrero, en que se analiza la repercusión de estos asuntos en la educación, con propuestas alternativas que se plantean en postulados discutibles incluso para el propio autor). En estos capítulos se aportan, con evidente y, a mi juicio, lúcido escepticismo, algunas soluciones de carácter colectivo que pueden paliar los desastrosos efectos del fenómeno que nos ocupa. La categórica prohibición del capitalismo de vigilancia, por antidemocrático y antihumano (y Hari menciona en ayuda de sus argumentos los ejemplos -similares y, por tanto extrapolables al caso- de la prohibición de las lacas contaminantes, las pinturas o los combustibles con componentes de plomo); el establecimiento de un modelo de suscripción para asegurar la viabilidad económica de estas empresas y alejarlas así de la necesidad de manipular a los consumidores para mantener su modelo de negocio; su adquisición por los Gobiernos y, por lo tanto, su conversión en empresas públicas; la titularidad pública independiente del Gobierno, al modo de la BBC; la agrupación de notificaciones por parte de estas compañías, de modo que en vez del bombardeo incesante de avisos -ese constante goteo de cocaína conductual- se recibiera una única actualización diaria; la desactivación, técnicamente viable -y de sencilla implementación- del scroll infinito; la eliminación, con idéntico propósito, del motor de recomendaciones (como el que funciona en YouTube, por ejemplo); la obligación de que las plataformas preguntaran, cuando se abre una cuenta, el tiempo máximo de permanencia que quiere contratarse; evitar el efecto de inmediatez impulsiva que es inherente a toda adicción (Amazon ha llevado a cabo estudios que demuestran que incluso cien milisegundos de retraso en la velocidad de carga de una página se traducen en un abandono sustancial de personas que esperan para comprar un producto). También otras medidas, más generales, a implementar por los gobiernos: la renta básica universal, la jornada de cuatro días, el derecho a la desconexión, entre otras. Pero, como es obvio, todas estas propuestas, chocan frontalmente con los intereses de las compañías, por lo que no resulta muy probable que, sin la presión de los ciudadanos, puedan prosperar. 

En las conclusiones con las que se cierra el libro, La Rebelión de la Atención, y aprovechando el cambio -a la postre para mal- que impuso en nuestras sociedades la funesta eclosión de la Covid-19 (en el ámbito que nos ocupa, el de la concentración, las estadísticas de aquellos días son demoledoras: En Estados Unidos, en abril de 2020, el ciudadano medio se pasaba trece horas al día mirando alguna pantalla. El número de niños mirando pantallas más de seis horas al día se sextuplicó, y el tráfico de las aplicaciones infantiles se triplicó), Hari ofrece sus propuestas que, en síntesis, se resumen en el siguiente párrafo: Si seguimos siendo una sociedad de personas que duermen poco y trabajan demasiado; que cambian de tarea cada tres minutos; que son seguidos y monitorizados por unas redes sociales pensadas para descubrir sus debilidades y manipularlas para que sigan viendo contenidos sin fin; que están tan estresadas que se vuelven hipervigilantes; que adoptan unas dietas que les llevan a tener picos y desplomes de energía; que respiran a diario una sopa química de toxinas que les inflama el cerebro, entonces, sí, seguiremos siendo una sociedad con graves problemas de atención. Pero existe una alternativa. Y pasa por organizarse y plantar cara, por rechazar las fuerzas que incendian nuestra atención y sustituirlas por otras que nos ayuden a sanar. Esa alternativa, esa organización, es La Rebelión de la Atención, que se plantea como un movimiento ciudadano que cuestiona el crecimiento económico ilimitado como elemento nuclear de nuestra manera de ver el mundo. Plantea Hari en estas páginas finales el paralelismo entre la lucha por la atención y la militancia en pro del medio ambiente: La maquinaria del crecimiento ha empujado a los seres humanos más allá de los límites de nuestras mentes, pero también está empujando al planeta más allá de sus límites ecológicos. Y he acabado por convencerme de que esas dos crisis están interrelacionadas. Y concluye recogiendo esperanzado las palabras del poeta Auden: si nuestra atención sigue destruyéndose, el ecosistema no aguardará pacientemente a que nosotros recuperemos la concentración. Se destruirá y se quemará. Al inicio de la Segunda Guerra Mundial, el poeta inglés W. H. Auden —ante el espectáculo de las nuevas tecnologías de destrucción creadas por los seres humanos— advirtió: «O nos amamos los unos a los otros, o morimos». Creo que ahora debemos concentrarnos juntos, o nos enfrentaremos solos a los incendios

Como veis -aunque solo sea por la extensión de mi reseña; incapaz de resumir entre tantas ideas inspiradoras- son muchas las razones por las que merece la pena leer este El valor de la atención de Johann Hari que esta tarde os recomiendo vivamente. Os dejo con un breve fragmento en el que Aza Raskin, el inventor del scroll infinito y ahora arrepentido denunciante de los excesos de las grandes tecnológicas, tiene un especial protagonismo. Tras él, una de las canciones que aparecen en el libro. El clásico Blue moon, en la versión, cómo no, de Elvis Presley. 


Aza me lo explicó diciéndome que debía imaginar que «en el interior de los servidores de Facebook, en el interior de los servidores de Google, hay un muñequito de vudú, [y que es] una reproducción tuya. Al principio no se parece mucho a ti. Es algo así como un modelo genérico de un ser humano. Pero empiezan a recabar los rastros (es decir, todo aquello en lo que pinchas), y las uñas que te cortas, y el pelo que se te cae (es decir, todo lo que buscas, cada pequeño detalle de tu vida online). Van acumulando todos los metadatos que a ti no te parecen significativos, de manera que el muñeco se va pareciendo cada vez más a ti. [Entonces] cuando entras en [por ejemplo] YouTube, despiertan al muñeco y le proponen centenares de miles de vídeos a ese muñeco y ven qué es lo que hace que se le agite y se le mueva el brazo, para saber que funciona, y a continuación te lo muestran a ti». La imagen era tan macabra que me detuve. Él siguió hablando. «Por cierto... Tienen uno de esos muñecos por una de cada cuatro personas en el mundo.» 

Por ahora, esos muñecos de vudú son a veces rudimentarios y otras veces, asombrosamente precisos. Todos hemos vivido la experiencia de buscar algo por internet. En mi caso, hace poco, intenté comprar una bicicleta estática y, transcurrido un mes, sigo recibiendo anuncios de bicicletas estáticas en Google y Facebook, una cantidad interminable de anuncios, tantos que me dan ganas de gritar: «¡Ya me la he comprado!». Pero los sistemas se sofistican más y más todos los años. Aza me contó que «está empezando a funcionar tan bien que cada vez que empiezo una presentación, le pregunto a los asistentes cuántos de ellos creen que Facebook escucha sus conversaciones, porque se ofrece un anuncio que realmente es ajustadísimo. Tiene que ver con algo muy concreto que nunca han mencionado antes (pero que de lo que resulta que sí han hablado fuera de internet con un amigo un día antes). Pues bien, por lo general la mitad o dos tercios de los asistentes levantan la mano. La verdad da más miedo. No es que nos escuchen y después sirvan anuncios personalizados. Es que el muñeco que tienen de nosotros es tan exacto que predice cosas de nosotros que a nosotros nos parecen magia».

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Johann Hari. El valor de la atención

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