Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de enero de 2024

HÉCTOR RUIZ MARTÍN. ¿CÓMO APRENDEMOS? 

Alberto San Segundo, al frente de Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, os saluda y os invita a disfrutar con nosotros de una nueva propuesta de lectura, hoy no estrictamente literaria, ya que mi sugerencia es de índole ensayística, alejada, por tanto de los territorios habituales de la Literatura -la narrativa y la poesía-, en los que se desenvuelve habitualmente nuestro espacio. Porque esta tarde, siendo el curso académico el marco de referencia temporal que delimita nuestro calendario radiofónico, me acojo a esa circunstancia y, como tantas otras veces en estas fechas en las que se reanudan las actividades escolares, tanto en secundaria como en la Universidad, quiero aconsejaros la lectura de un libro que tiene a la educación como protagonista central. Un libro que deben leer, sin duda alguna (soy categórico), todos los que, como yo mismo, se dedican profesionalmente a la docencia (se trata de una obra con un destacado componente técnico) pero que interesará también a cualquiera que se preocupe por esa esencial dimensión de la vida humana y que tiene que ver con el aprendizaje y la enseñanza. Se trata de ¿Cómo aprendemos?, su autor es Héctor Ruiz Martín y vio la luz en 2020 en la editorial Graó, un sello que cuenta en su catálogo con una amplia variedad de publicaciones pedagógicas. 

Vasta es también la trayectoria investigadora y editorial de su autor. Héctor Ruiz Martín es director de la International Science Teaching Foundation. Biólogo e investigador en los campos de la psicología cognitiva de la memoria y el aprendizaje, ha sido profesor tanto en educación secundaria como en la universidad. Su carrera científica, desarrollada en centros de investigación de Estados Unidos como la Universidad de Washington y el Jet Propulsion Laboratory (NASA) de California, se ha centrado en el desarrollo de recursos educativos fundamentados en la evidencia científica en torno al aprendizaje, habiendo escrito varios libros sobre la materia: Aprender a aprender, Aprendiendo a aprender, Los secretos de la memoria, entre otros; así como la obra que hoy os traigo. Se ha desempeñado también como asesor de diversos gobiernos e instituciones educativas en España, Asia y Latinoamérica. 

¿Cómo aprendemos? se presenta con un muy elocuente subtítulo, revelador del contenido que nos vamos a encontrar entre sus páginas: Una aproximación científica al aprendizaje y la enseñanza. En su capítulo introductorio, Ruiz Martín deja claros el objetivo y el planteamiento de su libro, que parte del presupuesto de que los procesos por los que se aprende y, por tanto, se enseña, pueden ser analizados bajo la lente del método científico. En consecuencia, las evidencias a las que ha llegado la investigación científica sobre estas materias pueden -y deben- emplearse para tomar decisiones -tanto las individuales en tanto docentes o estudiantes, como las colectivas, que afectan a las políticas educativas de los gobiernos- que ayuden a unos y otros a mejorar las prácticas educativas. El autor es consciente de los aspectos organizativos y económicos que condicionan la enseñanza, y tampoco desconoce -ni quiere obviar- las componentes de arte y hasta de intuición que encierra la labor docente, pero, dada su formación académica y su experiencia como científico, quiere centrar su estudio en las investigaciones significativas, comprobables y potencialmente objeto de transferencia a las aulas, que permiten un mejor entendimiento de los procesos de aprendizaje, tanto a nivel neurológico como psicológico. Y este es, precisamente, el fin último del libro: contribuir a divulgar, en especial entre los docentes, lo que la investigación ha revelado sobre cómo se produce el aprendizaje y qué factores tienen mayor impacto, para promoverlo en el contexto académico

Adelanta también Ruiz Martín las premisas desde las que fundamenta su ensayo: voluntad de comunicar de manera amena y asequible, incorporando por ello al texto abundantes ejemplos clarificadores; respeto absoluto al rigor científico y consiguiente aceptación de los consensos indiscutibles alcanzados sobre el objeto de su estudio; cautelosa pretensión de objetividad; profunda consideración de las fuentes, incluyendo en su texto las referencias a los artículos científicos que respaldan cada una de sus aseveraciones (recogidos en una extensa bibliografía final que incluye cerca de seiscientas entradas); prudencia intelectual ante los postulados de una ciencia tan inexacta como esta; valentía y ausencia de prejuicios a la hora de desmontar ideas preconcebidas, mensajes falsos, modas pedagógicas o mitos pseudocientíficos; deliberado empeño en huir de recetas, soluciones fáciles, explicaciones categóricas, postulados simples y carentes de matices; énfasis en los fundamentos teóricos aunque sin desdeñar sus posibles repercusiones en el aula, pese a la complejidad que supone la transferencia entre teoría y práctica; abierta confesión de la posición intelectual de la que se parte, situada en el dominio de la psicología cognitiva, que no solo estudia la forma en que el cerebro obtiene, manipula, almacena y utiliza la información que le llega en primera instancia a través de los sentidos, alimentándose sobre todo de las investigaciones en laboratorio, sino que examina también el aprendizaje en su contexto real, sirviéndose de estudios en escenarios cotidianos como las aulas ([la psicología cognitiva] es el puente más directo entre la investigación básica y su contexto de aplicación real). Todo ello en aras de una ambiciosa pretensión: conocer cómo los estudiantes pueden alcanzar aprendizajes significativos, duraderos y transferibles, y de cómo pueden mejorar su rendimiento académico (…) No en vano, estos son los dos grandes objetivos educativos que la ciencia ha investigado en mayor profundidad

Como puede deducirse de esas pautas iniciales, el libro es ambicioso y apasionante. Organizado en cinco bloques, dieciocho capítulos y un interesante y provocador anexo, el análisis de Ruiz Martín se abre con el estudio del modo en el que la ciencia investiga en el ámbito de los procesos de aprendizaje y enseñanza y, en consecuencia, de la conveniencia y la necesidad de seguir las prescripciones que derivan de sus hallazgos en vez de dar por buenas las creencias arraigadas o los estereotipos consolidados por la inercia o la costumbre. En general, a la hora de encarar los problemas con los que se encuentran en su práctica docente, los profesores, sostiene Ruiz Martín, juzgan, opinan y toman decisiones basándose en meras intuiciones, sin ninguna base contrastable y solvente más allá de los conocimientos y creencias sobre la educación que nacen de la experiencia personal de cada uno, primero como alumnos y luego, claro está, como profesores. Pero la validez de esas percepciones o “vislumbres”, teñidas de subjetividad, no está probada y no debiera por lo tanto permitir que se “levantara” a partir de ellas una teoría con pretensiones de servir de modo objetivo y general ni de asegurar la eficacia de los métodos pedagógicos basados en tales vagos e imprecisos presupuestos. Con el título de La ciencia de cómo aprendemos, esa primera sección del libro recoge algunos de los principales sesgos cognitivos que condicionan nuestros juicios y, como es obvio, también los de los docentes. Nuestro cerebro opera habitualmente manipulando la información sensorial y modificándola. Esto es, no percibimos las cosas tal como son: el cerebro procesa la información sensorial y la «ajusta» antes de situarla en nuestra consciencia. La falacia ad hominen, la falacia ad verecundiam, la falacia ad populum, el sesgo de confirmación, la disonancia cognitiva o el sesgo de arrastre son algunos de estos apriorismos que operan sobre nuestro juicio, nublándolo y limitando su capacidad de entender la realidad. Por estas razones, el neurobiólogo postula la necesidad de ir más allá de la experiencia personal y poner en juego estrategias que nos ayuden a liberarnos de nuestros sesgos y discernir entre lo que realmente «funciona» y lo que «no funciona», a partir de evidencias empíricas no alteradas por nuestra mente, una propuesta que nos lleva al obligado recurso al método científico como antídoto de los sesgos. Antes aún de adentrarse en el ámbito educativo, Ruiz considera obligada una somera caracterización de los rasgos que definen ese método: la fórmula ensayo-error, el establecimiento nítido de relaciones de causalidad y no de mera correspondencia entre dos fenómenos (revelador el gráfico que recoge la correlación entre el número de divorcios en el estado de Maine y el consumo de margarina per cápita), la validación en contextos diversos y relativamente universales de los postulados extraídos de las experiencias particulares, entre otros. Ya en el terreno de la educación, la metodología científica (sobre todo la derivada de las mencionadas neurobiología, que investiga cómo se produce el aprendizaje a nivel molecular, celular y de órganos y sistemas, y psicología cognitiva, que se ocupa, como se ha dicho, de cómo el cerebro obtiene, manipula y almacena la información) permite estudiar los procesos de aprendizaje y enseñanza en contextos reales y extraer conclusiones que puedan resultar aplicables al día a día en las aulas, debe ayudar a superar los mitos pseudocientíficos que proliferan por doquier, la poca calidad de muchos de los estudios que se citan como referencias supuestamente irrefutables, los propios sesgos de los investigadores y las contradicciones entre estudios que parecen demostrar la efectividad de un método y otros que reflejan todo lo contrario. Como conclusión de este primer bloque del libro, aflora de manera notoria la necesidad de una enseñanza basada en los principios del aprendizaje respaldados por la evidencia, cuya exposición y desarrollo constituye el núcleo central de la obra en sus cuatro bloques restantes. 

Son infinidad las cuestiones de interés que brotan por doquier en esas cuatro secciones del libro. Mis apuntes de lectura aparecen repletos de centenares de anotaciones, de las que resulta imposible dar cuenta más allá de una genérica y entusiasta invitación a leer el libro con detenimiento. Comentaré por encima alguno de esos aspectos, tarea muy complicada tantas son, a tantos frentes se abren y tan “apetitosas” resultan las reflexiones de Ruiz Martín. 

Así, el segundo módulo del libro está dedicado a Los procesos cognitivos del aprendizaje y explora el modo en que funciona la memoria humana y las implicaciones en el contexto educativo que ello supone. Y es que la memoria opera bajo unos mecanismos descifrables y modelizables, comunes a todos los seres humanos, que, siendo conocidos, pueden ser aplicados en la labor docente. Este bloque, que se articula en siete muy sugestivos capítulos, se abre con el estudio de los componentes de la memoria, partiendo de la constatación de que son múltiples las propiedades de nuestro cerebro que se engloban bajo el término memoria, de manera que este concepto no alude a una única destreza, sino un conjunto de destrezas que dependen de procesos y estructuras neurales diferentes. Así, conocemos la existencia de la memoria sensorial (y dentro de ella, la ecoica y la icónica), la memoria a corto plazo (o memoria de trabajo) y la memoria a largo plazo (en la que puede diferenciarse la memoria explícita -episódica y semántica- y la implícita). Cada una de las cuales procede de manera distinta y desempeña funciones diversas con efectos dispares en el recuerdo y el aprendizaje. La sensorial, codifica la información que recibimos a través de los sentidos y la mantiene a través de unos segundos, en un lugar de la mente ajeno a la consciencia. La memoria a corto plazo o memoria de trabajo, activa los procesos mentales que nos permiten mantener y manipular la información a la que estamos prestando atención en cada momento. A partir de ella, la memoria a largo plazo hace posible que recuperemos una información que ha sido percibida con anterioridad y a la que hemos dejado de prestar atención consciente. Las tres son, en distinta medida, esenciales en el aprendizaje, que en realidad supone que algunas informaciones lleguen del entorno, pasen a la inmediata memoria de trabajo, la abandonen en el corto plazo y “reaparezcan” tiempo después sin necesidad de una nueva consulta, habiendo “entrado”, pues, en la memoria a largo plazo. Esa capacidad de “conservar” durante largo tiempo recuerdos, experiencias, habilidades, informaciones, conocimientos es a lo que, con propiedad, llamamos memoria: El término memoria a largo plazo no solo se refiere a nuestra habilidad para guardar recuerdos y conocimientos de lo que experimentamos conscientemente; también incluye nuestra capacidad de aprender habilidades motoras —como caminar, atarse los cordones de los zapatos o montar en bicicleta— y procedimientos cognitivos —como leer o resolver ecuaciones—, así como la capacidad de generar inconscientemente asociaciones entre objetos y eventos o, incluso, de reducir o aumentar nuestra sensibilidad a estímulos del entorno. Una de sus manifestaciones funciona de manera deliberada y consciente, es explícita, plena y propiamente humana. Incluye la memoria episódica y la semántica, siendo la primera, también llamada memoria autobiográfica, la que registra los recuerdos de nuestra vida diaria y, por tanto, queda anclada a referencias contextuales (lugares, canciones, olores) mientras que la segunda, la memoria semántica, guarda los conocimientos sobre cómo es y cómo funciona el mundo y no está vinculada a acontecimientos externos (podemos saber qué es el ADN, pero no recordar necesariamente cuándo ni dónde lo aprendimos). 

Por otro lado, la memoria implícita, que compartimos con el resto de los animales, abarca todos aquellos aprendizajes que podemos realizar por medio de la experiencia, sin necesidad de intervención de la consciencia, como en la memoria procedimental, que está en juego cuando “recordamos” cómo se monta en bicicleta o cómo se atan los cordones de los zapatos, o en el condicionamiento clásico (la respuesta a la campanilla del perro de Pavlov) y el condicionamiento emocional (la reacción asociada a un estímulo vinculado a una emoción, el miedo, por ejemplo) del que hoy día conocemos que permite a nuestro cerebro activar respuestas fisiológicas y motoras unas décimas de segundo antes de que percibamos conscientemente el estímulo que las ha ocasionado

En este bloque se estudian en detalle esos distintos tipos de memoria, los procesos que conlleva aprender el tipo de conocimientos que cada una de ellas alberga, y el modo en que se desarrolla el aprendizaje de las habilidades cognitivas que son objetivo de la educación, como la resolución de problemas, el análisis crítico o la creatividad. Hay análisis muy esclarecedores sobre cómo se organiza la memoria; sobre la teoría de los llamados esquemas, las estructuras mentales que organizan nuestros conocimientos conectándolos mediante relaciones de significado y que determinan el encaje de nuevos conocimientos; sobre, en consecuencia la importancia de los conocimientos previos para que el aprendizaje sea eficaz; sobre la necesidad de establecer conexiones que vinculen la nueva información a esos conocimientos previos; sobre, por lo tanto, la evidencia, de indispensable aceptación por el profesorado, de que solo aprendemos cuando activamos los conocimientos previos relevantes y los conectamos con el objeto de aprendizaje; sobre la certeza empírica de que aprendemos aquello sobre lo que pensamos en términos de significado; sobre la contraproducente confusión que hoy se da en relación al aprendizaje activo, asociado al learning by doing (aprender haciendo), cuando, en realidad, se trata de learning by thinking (aprender pensando), por lo que, en este sentido, y contrariando los mantras más repetidos en la actual modernidad pedagógica, una clase expositiva o leer un libro pueden ser un método de aprendizaje activo si el alumno piensa activamente sobre lo que se le explica o lo que lee; sobre la conveniencia de que el profesor incluya en su práctica docente actividades que le garanticen que los alumnos reflexionen sobre lo que aprenden; sobre la importancia de que el docente dirija, guíe y oriente el razonamiento y la reflexión de los estudiantes (lo que no excluye, antes al contrario, las explicaciones explícitas o demostrativas); sobre la necesidad de organizar actividades que activen los conocimientos previos de los alumnos, para lo cual es fundamental su evaluación y el cuidadoso diseño previo de la práctica educativa por parte del profesor; sobre la importancia de las preguntas en clase; sobre la capacidad de rescatar un recuerdo de nuestra mente, de evocar lo aprendido; sobre los tres procesos indispensables para que haya aprendizaje: la obtención de información (codificación), su conservación (consolidación y almacenamiento) y su recuperación (evocación); sobre el equivocado énfasis educativo en el tercero de estos procesos; sobre la superior eficacia de la evocación frente al “reestudio”, una evidencia que choca con los protocolos que siguen la mayor parte de los estudiantes (y profesores); sobre cómo, en el mismo sentido, parece demostrado que la práctica de la evocación no solo resulta útil para recordar datos, hechos o el texto de un poema, sino que también, y sobre todo, puede promover el aprendizaje con comprensión y la capacidad de transferencia, esto es, la capacidad de usar lo aprendido en una situación nueva, aspectos altamente relevantes en el proceso de aprendizaje; sobre la conveniencia de plantear al estudiante dificultades deseables, retos cognitivos, circunstancias que cognitivamente nos lo pongan más difícil —pero no imposible— [lo que] repercutirá en una mejor consolidación del aprendizaje a largo plazo; sobre, por lo tanto, la certeza, empíricamente probada, de que cuanto más esfuerzo cognitivo conlleva la evocación, mayor es su impacto en el aprendizaje, contrariamente a las tesis dominantes en la pedagogía actual, que en muchos casos se “contentan” con la placentera inmediatez de lo lúdico; sobre algunos métodos de fácil implementación en el aula para desarrollar esa capacidad de evocación; sobre la importancia de la evaluación de cara al aprendizaje y, en consecuencia, la relevancia de seleccionar pruebas “evaluadoras” que permitan el desarrollo de los procesos cognitivos más eficaces; sobre la conveniencia de la repetición para consolidar lo aprendido, siempre que se lleve a cabo de manera espaciada; sobre el olvido y el modo en que sucede; sobre la falsa idea, muy consolidada, según la cual la memoria es -y funciona- como un músculo, cuando, por el contrario, la memoria no es una habilidad que mejore de manera general simplemente por ejercitarla, sino que su fortalecimiento depende de la obtención de conocimientos; sobre el cambio conceptual que supone el aprendizaje de nuevas ideas, no previamente vinculadas a los conocimientos previos ni a la comprensión del mundo que tiene el alumno; sobre las estrategias de aula que pueden promover y facilitar dicho cambio; entre ellas las que potencien la autoexplicación (la práctica en que el estudiante trata de explicarse a sí mismo lo que ha aprendido, con sus propias palabras); sobre la mencionada transferencia de saberes, la capacidad para extrapolar y aplicar en otros contextos distintos al escolar los conocimientos, habilidades y destrezas aprendidos en él, pues solo hay aprendizaje si hay transferencia (cuando aprendemos, transferimos. Esto es así porque el acto de aprender implica la activación de conocimientos previos que resultan trascendentes para lo que se está aprendiendo, con vistas a conectarlos con ello. Aprender requiere aplicar lo que ya sabemos a la nueva situación que plantea la actividad de aprendizaje); sobre los factores que facilitan esa transferencia: la multiplicidad de contextos a los que se vinculan los conocimientos que se enseñan, las frecuentes conexiones entre lo abstracto y lo concreto, entre los conceptos y su plasmación práctica, la abundancia de ejemplos, la identificación de la estructura común que comparten diversos hechos, sucesos o fenómenos; sobre la dialéctica aprendizaje reproductivo/aprendizaje comprensivo; sobre la operatividad de la memoria de trabajo y la necesidad de mantener la atención para su eficacia; sobre la importancia, en este sentido, de las funciones ejecutivas del cerebro, dos procesos cognitivos superiores, tan en riesgo ante la constante tentación de los dispositivos electrónicos: la capacidad de mantener la atención en una tarea específica y no dejarse distraer por otros estímulos o pensamientos (control inhibitorio) y la capacidad de cambiar el foco de atención con rapidez (flexibilidad cognitiva); sobre la teoría de la codificación dual, de relevantes repercusiones en el aprendizaje; sobre otra teoría, la de la carga cognitiva, según la cual, la memoria de trabajo puede llegar a la saturación si su limitado espacio se puebla de informaciones superfluas o irrelevantes; sobre la indudable correlación entre dicha memoria de trabajo y los resultados académicos; sobre los métodos más eficaces para manejar la carga cognitiva; sobre lo inexacto de considerar el talento innato como premisa indispensable para poder desarrollar habilidades o desempeños, siendo así que lo que resulta más relevante desde este punto de vista es el haber dedicado importantes períodos de esfuerzo deliberado para mejorar el rendimiento en un dominio específico y, en consecuencia, lo fundamental del “entrenamiento” concienzudo y persistente; sobre los elementos que caracterizan la “expertez” (uno más de los neologismos que pueblan el libro, no demasiado cuidadoso en su expresión, por no decir abiertamente defectuoso en ese plano: las pequeñas emociones también surgen efecto, como sangrante ejemplo significativo; pero hay muchos más, como el uso reiterado de “a la práctica” en vez de “en la práctica”, locuciones como “hasta el punto que”, “punto y final”, o la poco recomendable aunque, de por desgracia, muy usada actualmente, “a día de hoy”, entre otros); sobre la riqueza y organización de los conocimientos previos como base para su eficacia a la hora de desarrollar las habilidades cognitivas superiores que tanto se valoran actualmente, como el razonamiento, la resolución de problemas, el análisis crítico o la creatividad; sobre la falaz distinción entre conocimientos teóricos y habilidades prácticas (no podemos menospreciar la necesidad de adquirir conocimientos, pues no es posible desarrollar dichas habilidades sin ellos); sobre la trascendencia de la práctica deliberada, que aúna las dos dimensiones citadas; entre otras muchas ideas de extraordinario interés para los profesionales de la educación y aun para cualquier interesado en aprender. 

¡Y todo ello cuando aún no hemos llegado ni a la mitad del libro! Resulta imposible ya, pues, entrar en detalle en mis comentarios sobre los bloques tercero, cuarto y quinto y sobre el muy estimulante anexo final, en torno a los cuales podría estar hablándoos horas, pues son igualmente apasionantes. 

El segundo módulo gira sobre la dimensión socioemocional del aprendizaje. Frente al modelo, imperante durante largo tiempo, del cerebro-computadora, en virtud del cual el modo en que procesamos y tratamos la información se centraba en los procesos cognitivos de nuestro cerebro, en la actualidad, y a medida que el desarrollo científico ha ido avanzando, las investigaciones en todas las áreas de la cognición humana, tanto desde la perspectiva neurológica como psicológica, nos revelan que los mecanismos de la emoción juegan un papel muy relevante cada vez que realizamos cualquier tarea de procesamiento de información: desde la percepción hasta el razonamiento. La división clásica entre el estudio de la emoción y la cognición se ha revelado errónea, y, por ello, la comprensión de los procesos cognitivos, en particular los relacionados con el aprendizaje y la memoria, exigen tener en cuenta la emoción. Otro tanto ocurre con la dimensión social del ser humano, extraordinariamente influyente en los procesos de enseñanza y aprendizaje. En este bloque se repasan, cuatro apetitosos capítulos, el papel de las emociones, de la motivación, de las creencias y del marco social en el aprendizaje. 

Hay mucho mito en relación con las importancia de las emociones en el aprendizaje. En los claustros de profesores, en las Facultades de educación, en los cursos de formación del profesorado se insiste, con énfasis acrítico, en la importancia de las emociones en la enseñanza. Y siendo evidente, Ruiz Martín así lo señala (Resulta obvio que aquellas experiencias que conllevan una carga emotiva importante tienen mayor probabilidad de recordarse), que las emociones que experimentamos durante cualquier situación de nuestra vida -también en las experiencias educativas- afectan a la capacidad de recordar, bien porque intensifican dicho recuerdo, bien porque desvían la atención hacia estímulos o pensamientos superfluos, su repercusión real es más limitada. En el libro se exponen los procesos cerebrales -activación de la amígdala, implicación del hipocampo- que potencian la memoria como consecuencia de la presencia de las emociones. La sorpresa, la curiosidad, incluso las pequeñas emociones derivadas de la relación social en el aula, pueden tener un impacto en el recuerdo, en la memoria -y por tanto en el aprendizaje- de los escolares. Pero, contrariamente a los mantras que hoy campan a sus anchas entre el mainstream educativo, sus efectos dejan huella, sobre todo, en nuestros recuerdos episódicos, y no tanto en la memoria semántica, que es la que al fin y al cabo nos interesa fortalecer en clase. Por ello, cuando los estudiantes hacen alguna actividad «emocionante» en clase, al día siguiente recuerdan principalmente lo que sucedió durante la lección, pero apenas nada de lo que se supone que debían aprender. Como se pone de manifiesto en una viñeta humorística que el autor incluye en este apartado, tras el experimento lúdico en el aula, el alumno recuerda la anécdota, pero no ha interiorizado la categoría. 

Es, sin embargo, más interesante el efecto que sobre el aprendizaje tiene la motivación del alumnado, y a ello se dedican en ¿Cómo aprendemos? dos capítulos muy sugestivos repletos de ideas de aplicación práctica en las aulas. La investigación en pedagogía ha venido centrándose, tradicionalmente, en la identificación de qué es lo que nos hace aprender. Solo de manera reciente el estudio se ha dirigido también a averiguar qué nos hace querer aprender, esto es, a la motivación. En este contexto, Ruiz Martín nos habla de la importancia de los objetivos (de los académicos, dada la naturaleza del libro, pero sus tesis son, creo, extrapolables a otros ámbitos de nuestras vidas), estableciendo una taxonomía precisa de las metas que “operan” en la educación, en particular las de competencia y las de rendimiento, jerarquizándolas en función de su mayor o menor incidencia en la consecución de logros; anticipa cómo la motivación no produce efectos educativos por sí misma sino que potencia el aprendizaje porque induce al alumno a esforzarse más y dedicar más tiempo y atención al objeto de aprendizaje; advierte que la motivación no es un fin, como tantas veces ocurre en los “modernos” experimentos educativos, que la consideran núcleo central de los cambios metodológicos; sostiene, en consecuencia, que la finalidad última de la potenciación de la motivación en las prácticas educativas no puede ser pretender “que los alumnos estén más motivados”, a secas -tarea sencilla, en el fondo, y que se vincula con la opción simplista por lo lúdico y la diversión en las aulas- sino “que los alumnos estén más motivados para aprender lo que les propongamos”, que estén motivados para implicarse cognitivamente en el tipo de actividades que llevan a un aprendizaje profundo y significativo; y presenta un largo y sustancioso elenco de estrategias y métodos que incrementan la motivación, tanto porque potencian el valor subjetivo del estudio y el aprendizaje, la importancia que el estudiante atribuye a su tarea académica, como porque incrementan sus expectativas, la estimación que el alumno hace de su propia capacidad para alcanzar las metas pretendidas. Se ofrecen así algunas recomendaciones de valor probado en las clases, como facilitar la comprensión de lo que se aprende, emplear ejemplos o contextos conectados a los intereses de los estudiantes, demostrar la propia pasión por lo que se enseña (cuando el docente muestra abiertamente su entusiasmo o su pasión por lo que enseña, con sus gestos, sus expresiones, su entonación y sus palabras, esa emoción se contagia y genera curiosidad en los estudiantes. Se trata de un efecto psicológico que tiene mucho sentido evolutivamente hablando: si algo puede interesar tanto a un miembro de nuestra especie, quizás es que ese algo es realmente importante y deberíamos descubrir por qué), destacar de modo explícito la importancia de lo que se va a aprender, vincular lo que se aprende con contextos o ejemplos donde se refleje su utilidad, realizar actividades que transciendan el aula, ajustar adecuadamente el nivel de las actividades, en busca del reto óptimo, ofrecer oportunidades de éxito tempranas que permitan al alumno percibir su propios avances, facilitar claves sobre cómo afrontar las tareas, explicitar abiertamente los objetivos de aprendizaje ofreciendo plantillas o rúbricas de evaluación, que orienten al estudiante acerca de cuáles son los resultados pretendidos. Y todo ello sin caer en la confusión de lo interesante y lo divertido, fácil o sencillo: Lo que deseamos es que el alumno disfrute del proceso de aprendizaje, incluso que disfrute del esfuerzo que este requiere, no que pueda ahorrárselo (…) El cerebro aprende más cuando se esfuerza

En este mismo ámbito relacionado con la motivación, Ruiz advierte de la relevancia que tienen las creencias y las expectativas de los estudiantes en sus logros académicos, unas esperanzas, unos valores y unas metas que son subjetivos, fundamentados en las ideas que ellos mismos han desarrollado intuitivamente, en sus percepciones acerca de su capacidad para aprender, de la complejidad de las tareas y de la dificultad de las metas académicas a las que se enfrentan. Y todo ello, irreal en muchas ocasiones (Lo que realmente influye sobre las expectativas de los estudiantes no son sus experiencias pasadas en sí, sino la manera como las interpretan, y en concreto, las causas que les atribuyen), modula y condiciona su conducta en relación con el aprendizaje. Con respecto a las causas a las que los alumnos atribuyen sus éxitos o fracasos escolares, las más significativas son, a juicio del autor -que, una vez más y del mismo modo en que “opera” a lo largo de su libro, maneja las fuentes científicas más solventes-, las que aluden a la habilidad, las que aluden al esfuerzo y las que aluden a factores externos. También es extraordinariamente importante el determinar si se trata de causas estables o modificables, estando no en sus manos, en este último caso, el cambiarlas. Así, el sentido de autoeficacia del estudiante, sustancial para la mejora de su motivación y, por tanto, de sus resultados, estaría vinculada a la percepción de que las causas desencadenantes de los logros son, por un lado, las que se vinculan con factores internos y controlables por el alumno, en particular el esfuerzo, y, simultáneamente, las que son modificables. Si atribuimos los fracasos a causas fijas, externas e incontrolables, la autoeficacia se verá seriamente comprometida. En desarrollo de esta idea el capítulo se cierra con la presentación de algunas estrategias de entrenamiento atribucional que potencian la mentalidad de crecimiento del alumno frente a la mentalidad fija, anclada en etiquetas y estereotipos y, por tanto, fuertemente autolimitante. 

Hay aún, para cerrar este bloque, algún sugestivo apunte acerca de la dimensión social del aprendizaje, el modo en que nuestro cerebro aprende a partir de nuestras experiencias y, por lo tanto de las interacciones que se producen con quienes nos rodean, tanto desde el punto de vista cognitivo como emocional. Es por ello por lo que el entorno escolar, las relaciones con los compañeros, el “clima” que los profesores crean en las aulas tienen una importancia capital en el rendimiento de los alumnos. Como resulta obvio para cualquiera que haya dado clase -o la haya recibido-, los docentes que facilitan un clima emocional positivo y expresan entusiasmo por su labor proporcionan un entorno en el que los estudiantes están más motivados por aprender y más predispuestos a cooperar y participar en las clases, pues está comprobado con estudios relevantes que tanto lo que [los profesores] expresamos verbalmente como lo que transmitimos con nuestro tono, nuestros gestos y nuestra actitud es interpretado por los alumnos a la luz de sus valores y sus expectativas, y acaba repercutiendo en su motivación. A la luz de esta evidencia, Ruiz Martín analiza las repercusiones del efecto Pigmalión, la utilidad del aprendizaje colaborativo y los pros y contras del hoy tan en boga Aprendizaje Basado en Proyectos, señalando las tres premisas indispensables para que su implementación resulte exitosa -y que están muy lejos de cumplirse en la mayor parte de las prácticas docentes: que los grupos de alumnos deben ser heterogéneos en cuanto a su habilidad y conocimientos iniciales; que la evaluación de la tarea debe ser grupal, lo que conlleva que todos los miembros del grupo deben saber que recibirán la misma calificación; y que dicha evaluación no valorará el logro -el proyecto- final común, sino el aprendizaje obtenido cada miembro del grupo por separado. 

El bloque cuarto del libro se ocupa de la autorregulación del aprendizaje, otro aspecto fundamental en la enseñanza. Afirma el autor, basándose, como siempre, en consolidados estudios científicos, que la capacidad de autorregulación del aprendizaje podría ser un predictor del éxito académico incluso mayor que la inteligencia. Aprenden más y mejor quienes de manera deliberada se “obligan” a realizar las tareas indispensables para aprender, quienes son “dueños” y “llevan las riendas” de sus decisiones, quienes regulan sus emociones y modulan sus estrategias de motivación para permanecer en su desempeño y obtener éxito en él. Es por ello por lo que en esta sección se estudian, una vez más de manera apasionante, conceptos como aprender a aprender, el autocontrol (con un especial énfasis en el conocido experimento de los niños y los dulces, el test del malvavisco, y la capacidad para posponer las recompensas; tan fácilmente constatable en la práctica docente), el control inhibitorio, la gestión de objetivos, la autorregulación emocional o la resiliencia y la capacidad de perseverar (deteniéndose en el concepto -no exento de elementos criticables- del grit, acuñado por la psicóloga Angela Duckworth; la traducción literal del término es agallas, pero con él la experta quería referirse a una mezcla de perseverancia y pasión por alcanzar unos objetivos a largo plazo. De los estudios de la profesora y académica norteamericana, se deduce que las personas con un alto nivel de grit pueden mantener su determinación y motivación durante largos periodos de tiempo a pesar de afrontar experiencias de fracaso y adversidad); como habilidades que definen al estudiante autorregulado. A modo de resumen del apartado, y en relación con el primero de estos “constructos”, de nuevo tan de moda hoy día -y tan banalizado-, subraya Ruiz algo tan indiscutible como que aprender a aprender implica hacerse consciente del propio proceso de aprendizaje, monitorizar su progreso y ser capaz de tomar medidas adecuadas para mejorarlo deliberadamente, en suma, ese “llevar las riendas” de su aprendizaje al que antes me refería, una competencia que incluye procesos como la planificación de la tarea, la monitorización de los avances y la evaluación del resultado obtenido (…), la posible modificación de la estrategia elegida con vistas a mejorar el resultado o para optimizar la eficacia del procedimiento empleado (…) la reflexión sobre las propias creencias acerca del aprendizaje o con respecto a nuestra capacidad de aprender (autoeficacia). Igualmente, y a propósito del mencionado grit, me interesa resaltar una afirmación categórica que la intuición de cualquier profesor sabe cierta sin necesidad del aval científico: A partir de sus estudios, Duckworth ha argumentado que el grit es mejor predictor del éxito que el talento intelectual (coeficiente intelectual) u otros talentos, ya que el grit es un factor primordial que proporciona la resistencia necesaria para «mantener el rumbo» en medio de desafíos y adversidades, esto es, para seguir esforzándose con vistas a alcanzar las metas a pesar de los (inevitables) fracasos y contratiempos. Dicho de otra manera, el trabajo de Duckworth apoya la tesis de que el esfuerzo es más importante que el talento

La última sección del libro, más allá de su interesante anexo, al que luego me referiré, titulada Los procesos clave de la enseñanza, parte de una afirmación del economista y experto en ciencias sociales Herbert Alexander Simon: El aprendizaje es resultado de lo que el alumno hace y piensa y solo de lo que el alumno hace y piensa. El profesor solo puede promover el aprendizaje influyendo sobre lo que el alumno hace y piensa. Aceptando esa premisa, parece evidente que el papel del docente resulta esencial a la hora de facilitar y potenciar el aprendizaje de sus estudiantes. Ruiz analiza el modo en que los docentes inciden en dicho aprendizaje y cuáles deberán ser sus acciones y sus métodos de enseñanza para multiplicar la eficacia de sus clases. En concreto, se centra, a lo largo de tres capítulos sucesivos, en otros tantos procesos esenciales en la enseñanza: la instrucción directa (la práctica en que el docente expone explícitamente aquello que desea que los estudiantes aprendan y propone las actividades concretas que realizarán para consolidar su aprendizaje), el feedback o retroalimentación (que consiste en proporcionar a los alumnos información sobre su desempeño e indicaciones sobre cómo mejorarlo) y la evaluación (cuando valoramos el desempeño alcanzado). En cada uno de estos frentes se proponen estrategias que repasan y combinan ideas ya tratadas en los módulos anteriores del libro. Así, en relación con la instrucción resulta muy oportuna y esclarecedora la relativización del supuesto valor revolucionario del “aprendizaje por descubrimiento”, otro de los tópicos que, incorporado acríticamente por las nuevas corrientes pedagógicas, invade la jerga educativa actual. Hay, además, interesantes propuestas, planteadas a partir de los principios formulados por Barak Rosenshine, profesor en el Departamento de Psicología Educativa de la Universidad de Illinois, sobre prácticas como el secuenciar y dosificar el trabajo de los estudiantes, ofrecer modelos para guiar el razonamiento de los alumnos, proponer ejemplos trabajados, llevar a cabo actividades de repaso, realizar muchas preguntas durante las sesiones (se proporcionan muestras de algunas ciertamente eficaces), planificar de manera concienzuda y detallada las clases, entre otras. 

En lo que tiene que ver con el feedback, segundo capítulo del bloque, se estudian los efectos -positivos y negativos- derivados de la retroalimentación, las muchas situaciones en las que los profesores transmiten a sus alumnos, incluso inconscientemente, los juicios, valoraciones o impresiones que les merecen: al corregir tareas escolares, al calificar las pruebas de evaluación, al valorar un trabajo o proyecto, al comentar una actividad realizada por el estudiante en la pizarra o al reaccionar ante la intervención de un alumno. El modo en que cualquiera de estas acciones se lleva a cabo puede tener unas consecuencias muy diversas -opuestas, incluso- desde el punto de vista del aprendizaje. El feedback puede constituirse así tanto en un eficaz medio de instrucción, guía, orientación y encauzamiento de la enseñanza, como en una perniciosa fuente de conflicto que agudice el desinterés y la falta de motivación del alumno. Ruiz examina en detalle las tres variables que permiten una retroalimentación efectiva: el momento en que se da, la manera en que la damos y el modo en que es interpretada por los alumnos. El capítulo se cierra con sendos análisis sobre los vínculos entre feedback y motivación, sobre las ventajas e inconvenientes del feedback positivo y negativo, y sobre el impacto de las notas en la evolución del aprendizaje de los estudiantes. 

Por fin, la sección acerca de estos procesos clave de la enseñanza se cierra con el análisis de la evaluación. Una vez más, cualquier profesor sabe, por su propia experiencia, recurrente en este asunto, que la forma en que se plantean las pruebas, los diversos instrumentos de evaluación elegidos y los criterios de corrección y calificación establecidos condicionan la manera en que los alumnos abordan el proceso de aprendizaje. Es por ello por lo que, desde el punto de vista del éxito de este proceso, es conveniente analizar, con el apoyo de las investigaciones contrastadas, sobre todos esos elementos. En este sentido, en este capítulo Ruiz se detiene en estudiar las evaluaciones cuantitativas y cualitativas, con sus aspectos positivos y negativos; propone criterios para determinar la validez, la fiabilidad, la exactitud y la precisión de los distintos procedimientos de evaluación; reflexiona sobre la necesidad de eliminar -o al menos minimizar- la subjetividad, los sesgos cognitivos de quien evalúa; se plantea el interrogante, muy relevante y de difícil solución, acerca de qué miden, en realidad, las pruebas de evaluación y, en último término, las notas que reciben los alumnos; valora la importancia de diseñar pruebas que requieran de la adquisición de conocimientos significativos para ser superadas, que evalúen, por tanto, la capacidad de transferencia, la posibilidad real de aplicar lo aprendido a contextos nuevos (lo que introduce en el debate la sugestiva cuestión de la utilidad -o, por el contrario, la ineficacia- de la práctica -que, confieso, yo mismo llevo a cabo en mis clases- de que los alumnos realicen las pruebas bien “pertrechados” de apuntes, libros o material adicional). En el tratamiento de todos estos asuntos queda de manifiesto la necesidad de superar la reduccionista visión de la evaluación sumativa, que se emplea con el único propósito de emitir un juicio final, una nota, sobre el desempeño del alumno, incidiendo, por el contrario, en la evaluación formativa (una evaluación frecuente e interactiva del progreso y la comprensión de los alumnos para identificar sus necesidades de aprendizaje y ajustar la enseñanza oportunamente, en definición de la OCDE) que permita identificar el nivel de aprendizaje de un estudiante y, a la vez -y de modo principal- ofrecer pautas para su continuación y mejora. A este respecto, y siguiendo la pauta mantenida en el libro entero, se ofrecen ejemplos prácticos que permitirían una eficaz implementación en el aula de esta deseable evaluación formativa. 

Como he venido anticipando, el libro se cierra con un breve anexo final, de apenas doce páginas, dedicado a los Mitos pseudocientíficos sobre el aprendizaje o Neuromitos educativos. La tesis de Ruiz, evidente -y no quiero resultar reiterativo- para cualquiera que se desenvuelva con un mínimo espíritu crítico en el ámbito escolar, es que el encomiable interés que en los últimos años se percibe entre el profesorado por las cuestiones relativas a la investigación científica -en particular, a la neurociencia- y sus aplicaciones educativas, se ve contaminado por la ignorancia, el desconocimiento, los malentendidos, las malinterpretaciones, las ideas preconcebidas, los sesgos cognitivos, las tergiversaciones erradas, la ingenuidad y el voluntarismo (como se ve, excluyo la mala fe o la voluntad explícita de dañar) que, en general, la comunidad educativa mantiene sobre los hallazgos científicos que versan sobre el cerebro y sus procesos. Todo ello ha provocado como consecuencia notoria -y muy peligrosa- la proliferación en los claustros de profesores -y, en consecuencia, en las aulas- de mitos pseudocientíficos o neuromitos, no respaldados por las evidencias, contrarios a la mejor investigación de la que disponemos, que no solo resultan insostenibles y no mejoran las prácticas educativas, sino que, lejos de ello resultan extraordinariamente perjudiciales desde muy diversos puntos de vista pues suponen la toma de decisiones y la dedicación de esfuerzos a estrategias erróneas, pérdidas de un tiempo valioso que podría ocuparse en actividades más eficaces, desembolsos económicos en “soluciones” educativas basadas en teorías evanescentes y, claro está, muy negativas repercusiones en el aprendizaje de los alumnos. Diversos informes de la OCDE avalan la prevalencia de este fenómeno y alertan de los riesgos que ello podría conllevar. 

Es por ello que Ruiz Martín desmenuza, esclarece y revela la inconsistencia de algunas de estas ideas falsas que, pese a su falta de rigor, han tomado carta de naturaleza en gran parte de las experiencias docentes más supuestamente innovadoras: que las personas aprenden mejor cuando reciben la información en su estilo de aprendizaje preferente (auditivo, visual, cinestésico); que los entornos que son ricos en estímulos mejoran el cerebro de los niños en edad preescolar; que existen periodos críticos en la infancia después de los cuales ya no es posible aprender ciertas cosas; que ciertas diferencias en la dominancia de un hemisferio cerebral sobre el otro ayudan a explicar algunas de las diferencias que se dan entre los alumnos; o que -en dictum muy popularizado- solamente usamos el 10% del cerebro. Las falacias en las que se sustenta cada uno de ellos son desmontadas, muy certera y contundentemente, en estas últimas páginas del libro. 

Una obra altamente recomendable para cualquiera -profesor, alumno, responsable educativo- cuyo acontecer profesional diario se desenvuelva en el ámbito de la enseñanza, y también -más allá de que se trate de un libro técnico- para cualquier persona que quiera conocer los fundamentos científicos que explican cómo aprendemos. Os dejo, tras un fragmento del libro que habla, precisamente, de estos mitos neurocientíficos, con un clásico entre las canciones que se refieren al mundo educativo. The Boomtown Rats, el legendario grupo de Bob Geldorf, obtuvo en 1979 un generalizado éxito de ventas en todo el mundo con I don’t like mondays, un tema con la violencia escolar como fondo. Aquí os la ofrezco en la versión de Tori Amos incluida en su álbum Strange little girls, de 2001. 


No querría dejar de advertir sobre el peligro de confundir ciencia y pseudociencia. Desde que los avances científicos sobre cómo se desarrolla y aprende el cerebro han llegado al público general, múltiples mitos pseudocientíficos se han inmiscuido en la educación. Se llaman así porque son ideas muy extendidas que parecen avaladas por la ciencia, pero que en realidad han surgido a partir de la tergiversación o malinterpretación de los hallazgos científicos. 

Por ejemplo, el mito de que la atención solo dura 30 minutos se debe probablemente a una interpretación poco afortunada de los estudios sobre vigilancia, ese tipo de atención muy intensa que deben mantener profesionales como los vigilantes de la playa o los agentes que inspeccionan minuciosamente el contenido de las maletas que pasan por los rayos X en los aeropuertos. De hecho, el concepto de atención que maneja la ciencia es bastante distinto al significado que le damos cotidianamente. 

Los mitos pseudocientíficos son un problema porque nos confunden y nos llevan a tomar decisiones y dedicar esfuerzos en favor de prácticas que no cuentan con ninguna evidencia, mientras nosotros creemos que sí. En general conllevan un coste de oportunidad (perdemos un tiempo valiosísimo que podríamos haber dedicado a actividades más efectivas). También pueden conllevar pérdidas económicas y, en el peor de los casos, pueden llegar a tener un impacto negativo en el aprendizaje. Este último sería el caso de algunos métodos de enseñanza de la lectura, que no solo son poco efectivos, sino que además dejan atrás a los niños con menos oportunidades de aprender a leer. 

Videoconferencia

Héctor Ruiz Martín. ¿Cómo aprendemos?

No hay comentarios: