Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 24 de enero de 2024

BERNARD MINIER. LUCÍA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Desde el comienzo de nuestras emisiones, en octubre de 2010, he mantenido, sin excepciones significativas, una pauta común en mis reseñas: ocuparme aquí de libros que me han parecido de calidad, valiosos e interesantes, en la creencia de que aquellas obras que han podido concernirme, agradarme, atraerme, conmoverme, hacerme reflexionar, cautivarme o entusiasmarme, también pueden provocar esos efectos en muchos de nuestros oyentes. Ese modo de proceder se resume, en definitiva, en mi voluntad de plantearos críticas solo positivas, dejando fuera del foco de mi mirada aquellos libros en los que mis comentarios hubieran de concitar más objeciones que aspectos destacables. Cierto es que, incluso siguiendo un criterio tan optimista y “constructivo”, no he hurtado a nuestros seguidores, cuando así lo he creído oportuno y conveniente, el subrayado de aquellos elementos de los libros reseñados que han podido parecer menos logrados o abiertamente endebles, deficientes, desafortunados o erróneos, pero en el balance final, lo estimable siempre se ha impuesto a lo negativo. ¿Por qué desaprovechar el esfuerzo, la dedicación y el tiempo dedicados a elaborar mi reseña, a emitirla y pasarla al blog, a intentar que llegue a algunos lectores u oyentes, si lo que se pretende es cuestionar una obra literaria señalando que su lectura no (me) ha merecido la pena? Son tantos los libros que el hoy disparatado mercado editorial pone a nuestro alcance y tantos también los que resultan medianamente interesantes, al menos para mi acepto que benevolente juicio, que carece de sentido ocupar nuestra emisión en resaltar los que, siempre desde este personal y subjetivo punto de vista, me han parecido fallidos. Si algo caracteriza Todos los libros un libro es, eso creo, la pasión con la que intento transmitir mi atracción o mi preferencia por un determinado libro, hasta el punto de pretender y desear compartirlo con más gente; y es difícil que pueda haber pasión sin encantamiento o admiración previos. 

Sin embargo, este principio que, insisto, sin excepciones de relieve me ha guiado desde hace trece años, los que dura la ya dilatada vida de Todos los libros un libro, se va a romper en parte en la emisión de esta tarde, pues quiero hablaros de un título que, en cierto modo, “debe” leerse por un par de razones que justificaré a continuación, pero que, pese a ello, acumula más de un motivo para que lo desechemos sin siquiera abrirlo en virtud de infinidad de reparos que a mí mismo me han asaltado a medida que iba avanzando en sus páginas. Debo decir también, antes de empezar con la explicación de las muchas debilidades y las escasas fortalezas de la obra escogida para centrar la emisión de esta tarde, que mi “evaluación” negativa surge a contracorriente de las opiniones mayoritarias de crítica y, sobre todo, público, que se han decantado fervorosa y casi unánimemente por los elogios al libro. 

En marzo de 2022, Bernard Minier, un reputado escritor francés de novela negra, presentó en su país Lucia (así, sin tilde, en la versión original) con un inmediato éxito de lectores, previsible dada la rutilante carrera literaria previa de su autor. El libro, titulado ya Lucía, con la preceptiva tilde en español, se presentó entre nosotros en mayo de ese mismo año en la editorial Salamandra y con traducción de Dolors Gallart, a la que se le escapa un erróneo “de cuclillas” (lo correcto es “en cuclillas”) y un catalanismo muy reiterado entre los hablantes de dicha lengua (“ya le iba bien”) y que no suena “natural” en nuestro idioma (“le venía bien”, parece más ajustado e idóneo). 

Bernard Minier, nacido en Béziers en 1960, pasó su infancia en Montréjeau, en la región de Haute-Garonne, en la vertiente francesa de los Pirineos oscenses. Su madre, llegada a Francia a la edad de ocho años, era originaria de Graus, un pueblo del Alto Aragón que desempeña un papel importante en la novela de la que ahora os hablo. Los vínculos de Minier con España no se limitan a la genealogía y la cercanía de su domicilio, sino que en 1982 vivió un año en nuestro país, coincidiendo con la eclosión de la “movida” (en la biografía que incluye en su página web resume la experiencia con un esclarecedor “Sexo, drogas y San Miguel”), no alejándose nunca del todo de este vínculo español. En 2011, con más de cincuenta años, publica Bajo el hielo, el primer libro de la serie del inspector Martin Servaz, que obtendrá varios premios de literatura policiaca, se convertirá en una celebrada serie televisiva y será aclamada por la crítica, además de contar con una extraordinaria acogida entre los lectores. El círculo, No apagues la luz, Noche y Hermanas, son el resto de novelas de la serie publicadas en España, las dos primeras en la editorial Roca y el resto en Salamandra, todas en traducción de Dolors Gallart (hay otras tres que siguen inéditas entre nosotros), ninguna de las cuales he leído pese a que también han logrado una sobresaliente repercusión, con ediciones en una muy larga treintena de países (en Lucía el autor se despide de sus lectores de esta guisa, algo presuntuosa: A mis lectores españoles, y también a mis lectores alemanes, americanos, árabes, australianos, austriacos, belgas, búlgaros, canadienses, checos, coreanos, daneses, eslovacos, griegos, holandeses, húngaros, indonesios, ingleses, israelíes, italianos, japoneses, latinoamericanos, letones, noruegos, polacos, quebequeses, rumanos, rusos, serbios, sudafricanos, suizos, taiwaneses, turcos, ucranianos, vietnamitas, y, sobre todo, a mis lectores franceses, cada vez más numerosos: gracias). La nota editorial con la que Salamandra presenta el libro nos habla de más de cinco millones de ejemplares vendidos de su obra, y lo califica de “referencia imprescindible del thriller francés y europeo” (una vez más, en el apunte biográfico que Minier, poco modesto, incluye en su página web recoge que la prensa italiana lo ha calificado de Il più grande giallista europeo, y que El País lo ha denominado El nuevo rey del thriller). 

Y, pese a ello, esta Lucía, que esta tarde comparece en Todos los libros un libro, no está la altura, como luego veremos, de estas encomiásticas opiniones ni de estos antecedentes triunfales. Hay que decir, de entrada, que en Lucía Menier cambia de protagonista, abandonando temporalmente a su “favorito” y ya consolidado como referencia del género Martin Servaz para presentarnos a Lucía Guerrero, una teniente de la UCO, la Unidad Central Operativa, el cuerpo de élite del servicio de Policía Judicial de la Guardia Civil. Con ella se abre, al parecer, un nuevo ciclo de novelas del que ya se anticipan próximas entregas y en las que no solo el foco se desplaza a la impulsiva y algo ruda policía española, sino que se dejan atrás los escenarios frecuentados por el comandante de Toulouse para saltar a nuestro país, en una trama argumental con frentes en Madrid, Segovia, Benalmádena, Graus (en la comarca de Ribagorza, en Huesca) y, principal motivo de mi elección del libro para la recomendación de esta semana, una Salamanca universitaria presente en muchas de las páginas de la novela y de importancia capital en el desarrollo de su intriga. 

Estamos en noviembre de 2019. En una tempestuosa y oscura tarde de relámpagos, truenos y lluvia desmesurada, en la cima de una pequeña colina que despunta sobre un descampado a treinta kilómetros al noroeste de Madrid, en un monumento, tres grandes cruces negras, que representa la crucifixión los guardias civiles destacados al lugar, entre ellos la teniente Guerrero, alertados por la llamada de un supuesto testigo, se encuentran con que en una de las cruces, la de la derecha del Cristo, la estatua del ladrón, que yace en el barro cercano, ha sido sustituida por un cuerpo “real”, un hombre, desnudo y lívido, con los brazos en cruz y la cara vuelta hacia el cielo, con un destornillador clavado en el corazón, varias veces y con una violencia extrema, pues hay indicios de enseñamiento, y que flota como “suspendido” en el aire, al habérsele embadurnado de cola la espalda, las nalgas, las pantorrillas, la parte de atrás de los brazos, las manos y la cabeza, y pegado el cuerpo al pilar en tan dramática composición. Se trata de Sergio Castillo Moreira, un sargento del Instituto armado, treinta y cinco años, casado, padre de dos niñas y compañero -y ocasional amante- de la propia Lucía. Este es el desencadenante de la novela -la escena descrita se nos muestra en sus tres primeras páginas- que, en síntesis sencilla, dará cuenta de la investigación que llevará a cabo la teniente -doblemente implicada, por su condición profesional y por el vínculo personal con el asesinado- para descubrir al culpable de la espeluznante muerte. 

En su búsqueda, que se lleva a cabo en un frenético lapso de apenas doce días, surgirán extrañas conexiones, reaparecerán crímenes antiguos no resueltos y perpetrados con un modus operandi similar, la acción de desplazará de uno a otro punto de España, se incorporarán a la indagación un catedrático universitario salmantino de Criminología y un grupo de sus estudiantes, informáticos que han desarrollado un programa -con ayuda de la Inteligencia Artificial- que detecta coincidencias entre miles de crímenes registrados, se cruzarán personajes diversos -guardias civiles retirados, el consejero de Educación de la Junta de Castilla y León, profesores de la Universidad, familiares de la investigadora-, complicándose la pesquisa en derivaciones e “hilos” inesperados, en un relato intenso, que atrapa al lector y se lee en un par de arrebatadas tardes, como suele ocurrir con los mejores exponentes del género. Esta capacidad para captar la atención del lector, para estimularlo, seducirlo e implicarlo intelectualmente en la resolución de la intriga, para sorprenderlo y provocarlo con la dosificación de nuevas e inquietantes ramificaciones de la trama, para inducir su irrefrenable avance por entre las páginas de la novela, para impedir que pueda abandonar la lectura, cautivado por las diversas y sorprendentes vicisitudes de su desarrollo, es, sin duda, la razón fundamental por la que merece la pena dedicar unas horas de nuestras vidas a compartir las experiencias de la tenaz, rebelde e independiente teniente Guerrero. Un buen libro de entretenimiento, subyugante en la sucesión de peripecias, inteligente en su planteamiento y que, además, permite variados niveles de lectura a partir de la multiplicidad de referencias culturales, literarias y artísticas que incluye. 

Lo es también, causa suficiente para leer Lucía, sobre todo quienes accedan al libro desde una vinculación previa con Salamanca, la fuerte presencia -y también precisa, detallada, aunque algo tópica- de la venerable ciudad universitaria, como marco muy relevante en el desenvolvimiento argumental de la novela. Salamanca está presente, desde antes del comienzo de la narración, en el plano inicial (hay otro, de Segovia, al final del libro) obra de un incógnito Noël Meunier (mis también algo detectivescas búsquedas en internet no han logrado encontrar rastro alguno de su existencia); en sus calles (las muy añejas y significativas calles Libreros, Compañía o Doctrinos, pero también la anodina Avenida de los Maristas, entre otras muchas); en sus espacios, tanto los más actuales (la librería de viejo La Galatea, otra librería, más moderna, Letras corsarias, el Camelot, el Gatsby y otros locales de copas, el campus Miguel de Unamuno, su biblioteca, las aulas de la Facultad de Derecho, el Hospital Virgen de la Vega) como los históricos (el Liceo, la Plaza Mayor, el edificio histórico de la Universidad, con su fachada y su paraninfo, las aulas Dorado Montero, Unamuno y Fray Luis de León, la simbólica escalera con su bajorrelieve del siglo XVI, la formidable Biblioteca General, los vítores); en sus personajes (profesores, catedráticos, la directora de la Biblioteca Francisco de Vitoria, alumnos; en los agradecimientos finales Menier menciona, con nombres y apellidos, a algunos de los que le han ayudado o servido de inspiración en determinados aspectos de la novela: Eduardo A. Fabián Caparrós, catedrático de Derecho Penal; Eduardo Hernández Pérez, responsable de biblioteca; Mariate Soria Alonso, directora de la Francisco Vitoria, entre otros); en la atractiva atmósfera estudiantil, aunque descrita de modo algo previsible, como cuando, en un evocador y melancólico paseo nocturno (La noche de Salamanca era una noche con varios siglos de antigüedad), el narrador comenta ante la mucha gente en las calles: Casi todos eran jóvenes. Casi todos, estudiantes. Casi todos, estudiantes borrachos. El diploma de juerguista era sin duda el que más se entregaba en Salamanca. Los estudios y la fiesta habían convivido siempre en armonía en la ciudad; y, sobre todo, en su noble tradición universitaria reflejada en su insuperable pasado académico, en sus ocho siglos de antigüedad, en su prestigio cultural y humanístico, en su entrega al saber, a la erudición, al conocimiento, en su monumentalidad “viva” (esta ciudad está llena de imágenes, de símbolos), en la solemnidad de sus ceremonias (una “escena del libro” nos lleva a la inauguración del curso académico 2019-2020). Solo por esta “inmersión” en la realidad salmantina -junto con, ya se ha dicho, el interés intrínseco a la trama detectivesca- la novela merece una “oportunidad”. 

Una oportunidad que, sin embargo, deberá sobreponerse a muchos obstáculos en su contra, pues son innumerables las razones por las que, siempre a mi juicio, estamos ante una novela fallida, fundamentalmente por la acumulación de tópicos, lo forzado de muchas de las situaciones descritas y lo inverosímil de la trama. Intentaré dar cuenta de todo ello sin destripar en demasía la intriga que constituye el núcleo central de la historia, sobre todo en lo que tiene que ver con las causas, los motivos y los responsables del crimen inicial y, ya lo anticipo, de los que lo seguirán en el curso del relato. 

Empecemos el interminable recuento de desaciertos deteniéndonos en la construcción del personaje principal. De todos los lugares comunes del género negro que Minier ha querido reunir, en densa aglomeración, en su novela, son quizá los que afloran en la caracterización de la teniente Guerrero los más burdos. De entrada, su perfil remite a un estereotipo ya bien conocido (y desgastado por el muy frecuente uso en libros, películas y series; pienso, por ejemplo, como arquetipo de esa “tipología”, en Lisbeth Salander, la “antiheroína” de Stieg Larsson a la que muy obvios intereses editoriales están haciendo perdurar mucho después de la muerte de su creador) de la mujer fuerte, decidida, implacable, algo arisca y rebelde, que no respeta las convenciones, ni siquiera los códigos de su propia profesión. Con treinta y pico años, atractiva físicamente (Una cara bonita, resultado de la mezcla de genes de su ADN, rusos por parte de madre y españoles por parte de padre… Ojos castaño oscuro moteados de oro, pestañas largas y una melena negra y reluciente con un flequillo recto hasta las cejas, como si llevara una cortina en la frente), su presencia impone, pese a su delgadez y sus reducidos 1.62 metros de altura, por su “hábito”: vestida de negro de pies a cabeza (Vaqueros negros, camiseta negra, cazadora de cuero negro) y con su cuerpo surcado por trece tatuajes que, pese a su discreción -ninguno es fácilmente visible cuando viste el uniforme, como es preceptivo-, resultan improbables, por su profusión y sus características, en un miembro de la Guardia Civil: una calavera de doce centímetros en el bíceps izquierdo, recuerdo de unas vacaciones en México, una rosa con espinas ensangrentadas cerca del pubis, unos bailarines de tango en una pantorrilla, una brújula con la aguja apuntando al corazón bajo el pecho izquierdo, frases, cifras, estrellas, símbolos. Además, en la espalda tenía un tatuaje inmenso que iba desde los omoplatos hasta la zona de los riñones. Se trataba del perfil de una silueta con los brazos abiertos. Pero no era un Cristo. O, mejor dicho, se trataba de su Cristo particular. De este Cristo personal (como puede apreciarse, es este detalle, la “postura” del cadáver encontrado y la imagen de la espalda de la policía, el primer vínculo inusitado, la primera coincidencia de las muchas que, sin demasiada consistencia, aparecen en el texto) hablaremos más adelante. Pero no es solo el aspecto físico lo que resulta previsible en el retrato de la protagonista. Su “composición” psicológica incide en los rasgos más consabidos en este “tipo” de investigador de novela. A lo largo del texto se la describe como alguien con mucho carácter, impulsiva (ese tipo de reacciones impulsivas las que le habían destrozado la vida), inestable, violenta e incontrolable, individualista e incapaz para el trabajo en equipo, fastidiosa, con tendencia a saltarse las reglas, generadora de complicaciones para los compañeros, irascible (estuvo a punto de estampar el teléfono contra la pared), terriblemente testaruda, poco dada a limar asperezas, cabezota insoportable, nada sumisa, poco proclive al halago gratuito y a hacerle la pelota a nadie, escasamente sociable y celosa de su privacidad, no apta, en definitiva, para estar en la UCO, como señala alguno de sus colegas. Pese a ello, su independencia, su tenacidad y su competencia la han hecho merecedora de una impresionante hoja de servicios

Pero aún hay más. Para completar la muy convencional estampa y en otra de las derivadas más previsibles en esta vertiente del género negro, no podían faltar en Lucía las muestras de una personalidad conflictiva y un alma torturada, que se manifiestan en el enfado constante, la irritación, la soledad, el desapego. Aquí comparecen el complejo y a menudo airado trato con su expareja Samuel; los tórridos, clandestinos y adúlteros encuentros sexuales con el compañero fallecido; el amor teñido de culpabilidad por su hijo Álvaro, que vive con su padre y al que ella descuida a causa de las exigencias de su profesión y lo singular de su temperamento; el cuidado de su madre viuda y enferma, tampoco suficientemente atendida por ella; la esporádica, fría, distante y también espinosa relación con Adrián, su amante circunstancial aunque duradero (más de un año de contactos relativamente subrepticios); y, sobre todo, el profundo lastre que supone en su carácter la muerte de su hermano menor Rafael, a quién Lucía estaba muy unida desde que ambos eran niños y que acabaría suicidándose tras una adolescencia tortuosa (sensibilidad enfermiza, esquizofrenia, peligrosos coqueteos con los abismos de las drogas). Su hermano Rafael, destruido por la droga. Rafael… su Syd Barrett particular; en una de las varias y algo impostadas referencias musicales de la novela. Rafael, grabado para siempre en su piel, es el doliente Cristo que lleva en su espalda, un tatuaje, el primero, que se hizo pocas semanas después de su muerte. 

Tópica es también, y tediosa por reiterada, la enésima incursión en los procelosos territorios del mal, de la oscuridad, de la noche, de lo dark y lo gótico, de lo sombrío y lo demoníaco, de lo tenebroso y lo siniestro a los que ya apuntan la vestimenta y la idiosincrasia de la protagonista y, claro está, lo pavoroso del crimen inicial y de los que lo siguen (o preceden, como luego se entenderá). Ya en las citas iniciales de Swinburne (La noche, sabueso negro/persigue al cervatillo blanco del día), de El estudiante de Salamanca, de Espronceda (Era más de media noche,/antiguas historias cuentan,/cuando en sueño y en silencio/lóbrego envuelta la tierra,/los vivos muertos parecen,/los muertos la tumba dejan./Era la hora en que acaso/temerosas voces suenan/informes, en que se escuchan/tácitas pisadas huecas,/y pavorosas fantasmas/entre las densas tinieblas/vagan, y aúllan los perros/amedrentados al verlas) y del grupo de Jared Leto, Thirty Seconds To Mars, en su canción 100 Suns (Yo no creo en nada: ni en el día ni en las tinieblas), se nos anticipa esa atmósfera opresiva y aterradora en la que se va a desenvolver el libro. Y a partir de ellas, se suceden los leitmotivs habituales de esta vertiente del “noir” (nunca más a propósito la denominación): horrendos crímenes en serie; asesinos de inteligencia extraordinaria y desafiantes que envían mensajes anónimos a la prensa o a la policía para retarlos a que los detengan; soportables -afortunadamente- dosis de gore; alusiones más que explicitas al slasher, con la impostada y, al término, defectuosamente explicada presencia de un depredador sexual asaltando estudiantes en la noche salmantina; conveniente y muy políticamente correcto feminismo à la page, ostensible tanto en la figura de la “empoderada” protagonista como en la subrayada denuncia de los feminicidios; investigadora díscola e insubordinada que se enfrenta por sí sola y bordeando peligrosamente los límites de la legalidad (si no traspasándolos de modo abierto) al Mal absoluto; perversas redes de pederastas; persecuciones por los tejados; puertas chirriantes anticipatorias de peligros innominados; sótanos lóbregos, escenarios de torturas escalofriantes; infantiloides universitarios de películas de serie B que se implican en la investigación policial con un talante que recuerda a las bienintencionadas ingenuidades de “los cinco” de Enid Blyton; trastornos extremos de comportamiento, personalidades múltiples, identidades disociadas; obligada presencia de psiquiatras; sobreabundancia de explicaciones psicologistas superficiales y demasiado forzadas, simplistas, para resolver las causas de los crímenes (traumas infantiles, crueldad hacia los animales y hacia los otros niños, rechazo a la autoridad, familia desestructurada, padre violento y maltratador, relación fusional de amor/odio con una madre [cuyo adulterio flagrante presencia el niño en la infancia] a la vez idealizada y odiada (…). A los diez años el asesino clavó la punta de un compás en la frente de uno de sus compañeros de clase porque se había burlado de su baja estatura; ergo, décadas después te conviertes en asesino en serie). 

Pese al aparente refinamiento del recurso, la exquisitez pretendida y la pátina de inteligencia de la que el autor parece querer presumir, tosca es igualmente -y escasamente original a estas alturas de la evolución de la novela policial, con, al menos, una decena de detectives e investigadores criminales en la literatura de cada país que han agotado toda cuanta ramificación de los elementos del género pueda concebirse (y aun las inconcebibles)- la ya tediosa vinculación de los crímenes con algún hilo conductor externo, más o menos cultural: los siete pecados capitales del Seven de David Fincher, los versos de Edgar Allan Poe en El poeta, de Michael Connelly, la “excusa” del asesino del Zodíaco y tantos otros casos similares de asesinos “intelectualizados”, a los que se une ahora el responsable de los crímenes cuyos enigmas pretende desentrañar Lucía Guerrero, inspirado, eso se nos cuenta, en tres cuadros -Píramo y Tisbe, de Jean-François de Troy, Céfalo y Procris, de un artista anónimo, y La muerte de Jacinto, de la escuela italiana- basados en la Metamorfosis de Ovidio, los cuales, una vez identificados tras el también tópico rastreo de los investigadores por los muy raros ejemplares que custodia la Biblioteca de la Universidad de Salamanca, acabarán por permitir el desenmascaramiento del asesino. 

En este sentido, en lo que tiene que ver con las “coartadas culturales” de los crímenes, recurso, como digo, ya cargante por su escasa originalidad, Minier fatiga al lector -y lo lleva, al menos en mi caso, al límite de la exasperación- con lo que se percibe como una evidente impostura, un intento, a todas luces, forzado, de salpicar su relato con referencias literarias, musicales o cinematográficas “elevadas”. De tal manera que la constante interpolación de citas, alusiones o “píldoras” culturales acaba por ser vista como una irritante manifestación de la aparente narcisista necesidad del autor de dejar constancia -subrayándolas en demasía- de su sabiduría y su erudición. Y ya no son solo, por tanto, los muy artificiosos vínculos con las Metamorfosis de Ovidio y con sus interpretaciones pictóricas, sino que el libro está cruzado por menciones -a menudo superficiales, como metidas con calzador- a las Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe, El desierto de los tártaros, la metafísica novela de Dino Buzzati, San Agustín, Shakespeare y su Ricardo III, Las 120 jornadas de Sodoma del marqués de Sade, la Elektra de Richard Strauss, las bergmanianas Fresas salvajes y El último sello, la autora de thrillers Natsuo Kirino (que hace años os traje a Todos los libros un libro, con su muy interesante Out), Simenon, Agatha Christie y Vázquez Montalbán, el Laurence Olivier de Marathon Man y el Robert Mitchum de El cabo del miedo o las fotos de Cristina García Rodero, que, siendo magistrales en sí mismas, su utilización por Minier resulta artificiosa, un enfático y fracasado intento de enlazar los crímenes de su relato al tópico de la España negra, bárbara, irracional y atrasada que tan bien refleja la obra de la genial fotógrafa manchega: Era la España de los años sesenta y setenta, la España profunda, ancestral, la que permanecía oculta y lejos de los circuitos turísticos, la de Franco y la fe católica. El aliento de la vida y la pulsión de la muerte. El misticismo, lo sobrenatural y el masoquismo. El sentimiento de lo sagrado, de lo religioso, mezclado con las fuerzas vitales más turbias y obscenas

La recurrente utilización de lugares comunes por parte del escritor francés alcanza cotas insoportables en la descripción del entorno del Departamento de Criminología que colaborará con la teniente Guerrero en el esclarecimiento de las escalofriantes muertes. Para empezar, el “retrato” de su responsable, Salomón Borges, un catedrático de Criminología y de Criminalística en la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca, de 62 años, y de su actividad docente, resulta inconcebible: viudo, solitario, añorando a su compañera de vida -habla con ella, con sus fotos, en las vastas dependencias de su casa salmantina en la céntrica calle Zamora-, canturreando el Yesterday de los Beatles como recuerdo permanente de su amor imperecedero. Su caracterización es, de nuevo, enfática, poco creíble, ficticia: un individuo entrañable y bonachón, con su aura melancólica, su colección de soldaditos de plomo de las guerras napoleónicas, con los que disfruta como un niño (aunque Minier no puede dejar de mostrarse trascendente: Aquellas figurillas petrificadas en pleno movimiento le recordaban todas esas guerras de los siglos anteriores que podían resumirse en una sola: la guerra que eternamente perdía la humanidad contra la muerte), sus inenarrables clases, de un colegueo infantiloide estomagante, su increíble -literalmente- capacidad de seducción, que lo lleva, en un inciso delirante, a convertir un encuentro casual en una plaza con una docena de jóvenes que habían salido del bar de al lado y seguían bebiendo en plan botellón en una interesante clase de todo punto imposible. A primeras horas de la mañana, y ante una audiencia de chicos resacosos tras la noche interminable, dicta su lección: Ya lo veis, el ser humano es un animal social y un animal violento por excelencia. No se puede remediar: es así. Y al igual que ocurre con los animales más evolucionados, la violencia más brutal no se da entre individuos, sino entre grupos. Pongamos, por ejemplo, los gorilas de las montañas de África Central. No tienen nada que ver con King Kong. Dian Fossey, que los estudió durante dos décadas, los describió como los animales más pacíficos de la tierra, aunque se vuelven feroces cuando dos grupos se encuentran cara a cara. El setenta y cuatro por ciento de los machos observados tienen marcas provocadas por las profundas heridas infligidas durante los enfrentamientos entre los distintos grupos de la zona). Y los jóvenes embebidos: Parecían apasionados por lo que les contaba. Minier aún se atreve a escribir: —¡Cuéntenos otra historia! —pidió un chico. ¿Alguien puede creer en la verosimilitud de la escena? En fin, impostura y artificio ilusorios a los que resulta difícil sobreponerse. 

Y otro tanto ocurre con el elenco de sus “privilegiados” alumnos, a los que dirige en el proyecto DIMAS, una base de datos supuestamente muy innovadora (una antigualla, dados los tiempos que corren) capaz de cruzar la información de los diferentes archivos de la policía y la Guardia Civil para encontrar pautas entre miles de crímenes, sin importar dónde y cuándo se han producido, facilitando así a los investigadores su resolución. El tratamiento de este “hilo” del relato es también superficial y acorde a lo tantas veces ya representado, sobre todo, en el cine: un puñado de jóvenes, nerds en distintos grados, que desde su ordenadores encuentran las claves de difíciles casos de asesinatos cuya clarificación se les escapa a los profesionales, al modo en que, en otros ámbitos, unos jóvenes que habían empezado haciendo bricolaje en un garaje ahora estaban lanzando naves tripuladas al espacio, creaban aplicaciones que utilizaban miles de millones de personas y fabricaban criptomonedas que no tardarían en sustituir a las monedas oficiales. Si Jobs, Zuckerberg y Bezos, desde esos inicios, habían sido capaces de crear Apple, Facebook o Amazon, entonces, nos dirá con ingenuidad sonrojante Minier, ¿por qué no podían crear algo extraordinario unos estudiantes de la USAL? 

En este caso, además, la nómina de doctorandos que dirige el bueno de Salomón responde a otra de las evidentes debilidades del libro, la insufrible corrección política, ya mencionada a propósito de las gotas de feminismo “canónico”, y patente también en la crítica no tan velada a la homosexualidad reprimida públicamente por los prejuicios sociales, y presente aquí en las indispensables dosis de diversidad (de todo tipo) entre los miembros del grupo: Haruki Tanizaki, de Osaka, que pone la cuota asiática; Cordelia Blixen, de Copenhague, especializada en Lingüística Forense; Assa Diop, francesa de origen africano, de raza negra, por supuesto, y muy “cómoda” en su conveniente rol de “rebelde” con causa; Ulysses Joyce, inglés de Bath, alto y espigado como un gato flaco, con orejas prominentes y granos de acné algo tardíos, incurriendo Minier, sin recato alguno, en la muy manida representación del informático friki; Alejandro Lorca, de Linares; Verónica Gaite, salmantina y de la que por toda descripción (escuetas y banales en cada uno de los casos) se nos dice que porta un tatuaje en el antebrazo derecho que representaba el baile de los protagonistas de Pulp Fiction, su película favorita, aspecto sin duda trascendental para la completa caracterización psicológica del personaje. Nótese, por cierto, la burda -una vez más- maniobra de dotar a las intelectualmente imberbes (valga el despropósito de imagen) luminarias criminalistas de apellidos ostensiblemente relacionados con escritores: el Borges del propio “cabecilla”, Joyce (¡de nombre Ulysses!; ¿no quieres caldo?, ¡toma dos tazas!), Haruki (como Murakami) Tanizaki (como Junichiro, el clásico japonés), Lorca, Gaite, Blixen o el, entre nosotros menos conocido, senegalés Diop. Absolutamente patético y hasta risible. 

La impresión que asalta al lector, una y otra vez, es que Minier ha intentado meter todos los posibles tópicos del género en un único relato, con las presumibles e inevitables consecuencias de haber convertido su libro en un pastiche, en la categórica acepción que del término hace la Real Academia de la Lengua española: Imitación o plagio que consiste en tomas determinados elementos característicos de la obra de un artista [un género literario, en este caso] y combinarlos de forma que den la impresión de ser una creación independiente. Si a eso le añadimos la cantidad de personajes supuestamente relevantes pero de paso fugaz por el libro (el amante, el exmarido, la madre y el hijo de la protagonista, algún profesor universitario, los chicos de Dimas, el testigo y principal acusado del crimen inicial); las muchas tramas episódicas que se abren a digresiones superfluas, sin tratamiento consistente, y que se agotan al poco de iniciadas, sin aportar nada y haciendo que, en consecuencia, el lector las olvide para siempre, tras constatar su irrelevancia y despistarse una y otra vez del hilo conductor central (el juicio por el caso del Asesino del Martillo; Japón y la yakuza; la aparatosa operación de la UEI, la Unidad Especial de Intervención, en el domicilio del clan de los Lozano, notorios narcotraficantes; el trastorno de personalidad de un sospechoso; la doble vida del Consejero de Educación castellano-leonés; las agresiones sexuales en la Universidad, -¿crees que podría tener algo que ver con nuestro caso?- se pregunta, sorprendida, la policía y el lector comparte su extrañeza mientras piensa: “¿a qué vendrá esta historia paralela?”; la explicación de los pormenores de la escalera de la Universidad salmantina, con la mención a la oposición entre el Bien y el Mal; incluso las derivaciones del crimen de Graus, tres décadas previas al comienzo de la trama de la novela); los guiños demasiado evidentes de un autor que parece hacer ostentación de su inteligencia ante un lector al que supone tonto; las muy improbables coincidencias que “explican”, en teoría, las claves de los crímenes (a modo de ejemplo: el programa DIMAS lleva el nombre del buen ladrón bíblico, en una remisión supuestamente sutil al asesinato que desencadena la acción novelesca. ¿Sutil? Minier no puede dejar de manifestar su voluntad de que el lector sea consciente de su ingenio incorporando en un pasaje la -una vez más- pedante explicación: DIMAS, también conocido como Dismas, Desmas o Dumachus, del griego dysme, «crepúsculo», patrón de los ladrones, era el nombre que habían elegido para su programa «ladrón de datos»); la imposibilidad material de llevar a cabo tantas acciones descritas, tantos episodios, tantos desplazamientos -Huesca, Benalmádena, Segovia, Madrid, Salamanca- una y otra vez, de aquí para allá, con los viajes en coche, los correspondientes protocolos de actuación, los interrogatorios, el cotejo de pruebas, la consulta de documentos en archivos y bibliotecas, las persecuciones, los disparos, los levantamientos de cadáver, etc…. ¡¡en tan solo doce días!!; lo improbable de la relación, cercana, familiar, casi íntima -sin connotaciones sentimentales o sexuales, obviamente- entre el veterano catedrático y la arriscada policía; la poco exigente jornada de trabajo “oficial” de la policía, que campa a sus anchas por el relato sin someterse a obligación laboral alguna; la sobreabundancia de coincidencias inverosímiles (un contrato de alquiler que alguien firma, en un descuido imperdonable, como Naso -siendo Publius Ovidius Naso era el nombre completo de Ovidio- y que pone a los investigadores sobre la pista del sospechoso; un doble fondo en un armario encontrado inopinadamente, en un caserón con múltiples habitaciones e infinidad de muebles, y que constituye la apertura exclusiva a uno de los tenebrosos escenarios de los crímenes; el hallazgo imposible de un diario, que resolverá un delito, y que aparece por azar, sin buscarlo -pues no se tenía noticia de su existencia-, en una vasta biblioteca poblada por miles de libros); y, por último, una explicación final en la que, supuestamente, deberían quedar aclarados todos los hilos sueltos pero que deja al lector sumido en el desconcierto, la confusión y la perplejidad. Ante tanto dislate junto, el dictamen último no puede ser otro que el que nos hallamos ante una obra inconsistente, endeble, claramente fallida, poco creíble y, en algunos aspectos, rozando el disparate. 

Leed, no obstante, esta Lucía. El paseo literario por Salamanca y las horas empleadas en seguir la intriga policiaca pueden, quizá, merecer la pena. De no ser así, no desesperéis porque la semana que viene volveré con nuevas recomendaciones, sin duda más estimulantes. Ahora os dejo con un fragmento del libro, en el que se recrea la figura de Ovidio en la explicación del inefable Salomón Borges. Tras él, 100 Suns, la canción de Thirty seconds to mars parte cuya letra se recoge en una de las citas iniciales del libro.


En cuanto a Ovidio, el hecho más conocido de su vida es su exilio lejos de Roma, y aun así se trata de una de las cuestiones más misteriosas de la Antigüedad. Ovidio era un poeta adulado y famoso. En esa época, en Roma, los poetas gozaban de tanta popularidad como los actores de hoy en día. Sin embargo, en el año 8 de nuestra era fue desterrado de manera fulminante por orden del emperador Augusto, y no a cualquier sitio, sino a los confines del mundo conocido, a Tomis, una aldea siniestra, oscura y glacial, donde la gente no hablaba latín y era mucho menos refinada que los romanos. Tomis se encontraba en lo que hoy en día es el este de Rumanía, en la costa del mar Negro. De la noche a la mañana Ovidio debe, pues, abandonar a su esposa, su familia y sus amigos, dejar atrás todos sus bienes y sus propiedades, su agradable vida romana y su carrera, y marcharse en un barco con destino a esos territorios lejanos en los límites del imperio. Nunca regresó a Roma. Murió en el exilio, solo, lejos de los suyos y de su casa, como un perro. Allí escribió unas cartas que se cuentan entre las más conmovedoras y desgarradoras de toda la literatura. Están reunidas en dos recopilaciones, las Tristes y las Pónticas, porque la remota región donde estaba desterrado se llamaba por aquel entonces Ponto Euxino. 

Fijó la vista en el fondo de su taza. Lucía advirtió que estaba emocionado, como si, después de tantos siglos, siguiera conmoviéndole el terrible castigo infligido por el emperador Augusto al desdichado poeta. 

—Esas cartas son gritos de dolor, de desesperación. Son también súplicas, porque en ellas suplica a sus antiguos amigos que lo ayuden a recuperar el favor de Augusto, para regresar a Roma o, al menos, para lograr que el emperador lo destierre a un lugar menos horrible. En Tomis los inviernos son largos y rigurosos, los ríos quedan helados, la nieve… que lo romanos apenas conocen… cubre los techos y las murallas. El comportamiento de sus gentes es violento y la guerra con las hordas bárbaras vecinas es incesante y llega incluso a las puertas de la ciudad. En resumidas cuentas, para Ovidio Tomis era un verdadero infierno. 

Se la quedó mirando un momento. 

—El exilio de Ovidio es uno de los acontecimientos más enigmáticos de la Antigüedad. ¿A qué se debió semejante castigo? Oficialmente fue para castigarlo por la inmoralidad del Arte de amar, pero este poema elegiaco había sido publicado siete años antes sin suscitar el menor problema. En realidad se cree que quizá no fue ésa su única falta, que debió de haber incurrido en otra mucho más grave a ojos del emperador para merecer tal castigo. No obstante, dicha falta se mantuvo en el más estricto secreto. El único rastro que se ha conservado es la alusión que el mismo Ovidio hace en sus cartas a esa segunda falta, más grave que la primera pero involuntaria, y que sería según él el verdadero motivo de su exilio. Lo que escribió fue más o menos esto: «Me castigan porque mis ojos vieron algo sin querer y mi único error es haber tenido ojos.» Sin duda tenía que ser algo relacionado con el emperador Augusto… El misterio que envuelve este asunto acumula desde hace dos mil años un sinfín de conjeturas entre los especialistas de la Antigüedad, incluidos los de la USAL… 
 
Videoconferencia
Bernard Minier. Lucía

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