Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de febrero de 2024

LEA YPI. LIBRE
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Hace siete días y coincidiendo con el segundo aniversario de la trágica invasión de Ucrania por parte de la Rusia del imperialista Putin os hablaba aquí de un libro espléndido, Un hogar para Dom, escrito por Victoria Amelina, la novelista ucraniana que vio truncada su prometedora carrera literaria y, sobre todo, su vida, en julio de 2023, cuando a sus cortos treinta y siete años, un misil la hirió gravemente durante un ataque ruso a Kramatorsk mientras cenaba en el RIA Pizza, un restaurante popular entre los periodistas desplazados a los escenarios bélicos. Amelina, que desde 2022 investigaba y denunciaba los crímenes de guerra perpetrados por las tropas rusas, estaba en ese momento acompañada por el escritor Héctor Abad Faciolince, el diplomático Sergio Jaramillo Caro y la periodista Catalina Gómez, todos colombianos, que salvaron su vida milagrosamente mientras que ella fallecería a los pocos días a causa de las heridas sufridas a consecuencia del bombardeo. A través de la figura de un perro, el Dom del título, y de un modo muy original, la autora nos hace recorrer la historia de su país a lo largo del siglo XX, unas décadas en las que Ucrania se vio sometida a la represión estalinista, la bárbara ocupación nazi y la no menos terrible “liberación” y consiguiente opresión soviética a partir de 1945 y hasta la independencia, también convulsa, a principios de los años 90. 

Mi propuesta de esta tarde se inscribe, en cierto modo, en la estela del libro de Amelina, con el que guarda, como iremos viendo, algunos paralelismos: protagonismo de una niña, relato familiar, entorno soviético, pueblo sometido a convulsos avatares de la historia, entre otros. Se trata de Libre, una novela de la escritora albanesa Lea Ypi, en la que, bajo un muy elocuente subtítulo, El desafío de crecer en el fin de la historia, narra, en una obra claramente autobiográfica, su propia infancia y adolescencia en la aislada Albania soviética que, cuando ella contaba con apenas once años, se desmoronará de manera abrupta pasando en pocos meses de una versión extrema del estalinismo cerril a la apertura política y la desatada entrega al liberalismo más desaforado. El libro, publicado en Inglaterra en 2021, vio la luz en España el pasado 2023 en la editorial Anagrama, con la traducción de Cecilia Ceriani, alcanzando entre nosotros una repercusión y una influencia sobresalientes, como, por otro lado, ha ocurrido también fuera nuestro país, donde Libre ha sido aclamado por doquier (lo que no obsta para que, en algún caso, hayan aflorado también las críticas). Ello, la popularidad y el éxito del libro, el protagonismo de la novela en las páginas de los suplementos culturales de todos los periódicos, que han resaltado sus muchos motivos de interés, hace que, quizá, mi reseña resulte ya redundante o consabida para muchos de los oyentes y seguidores del espacio. 

Nacida en 1979 en la Albania estalinista, opresiva, secreta, aislada y cerrada al exterior que fue el país mediterráneo hasta hace pocas décadas (yo viajé a la zona -batallitas de abuelete Cebolleta- dos veces, en auto-stop, en 1979, y en coche, en 1984, y en ambos casos, la entrada estaba vedada, debiendo bordear Montenegro y atravesar Kosovo y Macedonia, cuando aún no se llamaban así y formaban parte de Yugoslavia, para poder acceder a Grecia), Lea Ypi pasó su infancia y adolescencia en Durrës, la pequeña ciudad de la costa adriática de su país, de donde salió con dieciséis años, poco tiempo después del desmoronamiento del régimen comunista en 1990, para iniciar sus estudios universitarios en Italia. Filósofa, en la actualidad es profesora de Teoría Política en la prestigiosa London School of Economics y también profesora asociada de Filosofía en la Australian National University. Especializada en marxismo y teoría crítica, es una mujer extraordinariamente inteligente, como resulta ostensible en cuantas entrevistas yo he podido consultar tras mi lectura de su libro, en las que demuestra su capacidad para desenvolverse con soltura en cinco idiomas (inglés, francés, italiano, alemán y, por supuesto, albanés; que son los “únicos” en los que la he oído hablar) y en las que la lucidez de su pensamiento, la profundidad de sus argumentos y la claridad de sus exposiciones deslumbran y fascinan. Una inteligencia que atrae y que quizá también apabulle haciendo que, en más de una ocasión, la tarea de comprenderla en toda su extensión pueda resultarle ardua o poco asequible al lector. Libre es, sin embargo, una novela magnífica que, lejos de ceñirse al ámbito académico en que su autora destaca y que, como es obvio, impregna las tesis subyacentes al libro, es, sobre todo, una obra de gran calidad literaria, punteada por sutiles muestras de humor y de lectura no especialmente difícil a pesar de esos esporádicos obstáculos ya referidos. En ella se conjugan una suerte de peculiares y entrañables memorias, que recrean sus recuerdos personales y familiares de esa primera etapa de su vida, antes de su abandono del país, con una formidable y muy detallada ambientación que permite al lector adentrarse y conocer el marco histórico en el que transcurrió el acontecer de la sociedad albanesa en el convulso siglo XX, y todo ello entreverado por las muy agudas reflexiones sociopolíticas, filosóficas e intelectuales sobre diversos asuntos, fundamentalmente el que aflora ya desde el título de la novela y que constituye el principal objeto de su investigación académica: la libertad. 

El libro se organiza en dos partes y un epílogo que, con un tono y un enfoque diferentes al resto de la obra, cierra el singular planteamiento de la autora. La primera de ellas se sitúa en los últimos meses de 1990, cuando una Lea de once años asiste al derrumbe del régimen comunista y, con él, al de todas las certezas que habían acompañado su vida hasta ese momento. Son diez capítulos soberbios en los que bajo la mirada inocente de la niña conocemos la cotidianidad de una familia sometida, como el pueblo albanés entero, a la férrea dictadura de un sistema dirigista y asfixiante en el que el Estado determina y controla hasta el más mínimo resquicio de la vida de sus ciudadanos. En la segunda sección de la novela, dividida esta vez en doce capítulos, el relato se detiene en la descripción de los cambios en la sociedad albanesa desde que alcanza su “liberación” y se produce la por entonces entusiasta apertura al liberalismo económico y a la democracia política, hasta el año 1997, cuando, con el país sumido en la confusión y la pobreza, con el caos, la violencia, los disturbios, las protestas y los enfrentamientos abocando a la guerra civil, el comienzo de la etapa universitaria de la joven la llevará a dejar atrás esa tortuosa transición, decir adiós a su padre y a su abuela (su madre y su hermano menor ya habían abandonado Albania meses antes) y cruzar el Adriático hacia la cercana Italia con el fin de iniciar allí sus estudios de Filosofía. Por fin, la tercera parte consiste en un breve epílogo en el que se abandona la condición estrictamente novelística del resto del libro para dar voz a la Lea Ypi académica, ya adulta e instalada en Londres como profesora, que reflexiona, desde una perspectiva más teórica e intelectual, sobre lo vivido y narrado, a la vez que explicita las tesis que conforman su pensamiento político. 

El primero de los ejes principales del libro es la crónica, desenfadada, optimista, alegre, familiar, de la infancia de una niña inocente y feliz, repleta de simpáticas anécdotas contadas con un tono amable, lírico y tierno. La familia que “conoce” la Lea infantil -la adolescente acabará por vislumbrar otra muy distinta- es, pese a las estrecheces, las carencias, los secretos y las ocultas insatisfacciones, entrañable. La madre, Vjollca Veli, Doli (de niña, un pariente, que decía de ella que era preciosa como una muñeca, la llamaba así, Doll, y de ahí Doli) es una mujer fuerte, decidida (rara vez se quejaba; jamás la vi llorar. Irradiaba una seguridad total y una autoridad absoluta), algo gruñona, íntimamente descontenta y disconforme con el mundo y, de manera discreta (al menos, en una primera instancia), también con el régimen comunista, entregada con fruición a las labores de la casa para ocultar -vanamente- y soportar sus desengaños (Mi madre tenía tendencia a manifestar su frustración buscándose una nueva tarea doméstica: cuanto mayor era su frustración, más ambiciosa era la magnitud de sus proyectos). El padre, Xhaferr Ypi, “atado” siempre a su inhalador para el asma, es cariñoso y cercano, simpático, muy bromista (Le gustaba burlarse de las cosas más trágicas y sus bromas sobre la política antiimperialista eran famosas entre mis amigas), relativiza, silencioso y paciente, los frecuentes arrebatos de ira de su mujer (Mi madre soltó un bufido de sorna. Abandonó la mesa y empezó a aporrear ollas y sartenes, y a arrojar los cubiertos al fregadero). Junto a ellos vive Nini (fallecida en 2006 y a quien Lea dedica el libro), la madre de Xhaferr, seria, ponderada, sentenciosa, transmitiendo con dulzura sus valores a su nieta, resignada y aceptando, en apariencia, su destino anodino en la normalidad comunista. La relación entre los padres, que marca este primer círculo de la vida de la niña, es conflictiva pero amable, siendo múltiples los motivos de discusión y muy diferentes sus esquemas de valores, como queda de manifiesto en este fragmento, por lo demás muy significativo sobre la familia y la época: 

Mi madre y mi padre tenían valores radicalmente diferentes y actitudes totalmente opuestas en casi todo: respecto al tiempo que había que seguir remendando la ropa antes de pensar en comprar una nueva; si Sacco y Vanzetti era una película superior a Lo que el viento se llevó; si los niños descansaban mejor dejándolos llorar hasta que cayesen dormidos; si se podía beber leche que estuviera un poco pasada; si se podía o no llegar tarde a una cita y, en tal caso, cuál era el retraso permitido; y durante cuántos días era posible reciclar las sobras de una comida antes de claudicar y tirarlas a la basura. Mi padre y Nini detestaban el dinero; mi madre lo adoraba; los primeros respetaban los antiguos códigos de honor; ella se vanagloriaba de ignorarlos. Mi padre mostraba un profundo interés por la política, incluida la política de lugares remotos; a mi madre solo le importaba la política si le afectaba a ella directamente. Era una gran ironía que se hubieran casado porque, en otra época y en otro lugar, es muy probable que hubieran sido enemigos acérrimos. La historia los convirtió en aliados. Ninguno de los dos parecía disfrutar del conflicto diario que generaba dicha interacción, pero ambos habían desarrollado estrategias para sobrellevarlo. Eran muy francos al expresar que no aprobaban los criterios morales del otro. Pero no tuvieron más remedio que casarse, decían. Todo fue una cuestión de «biografía». 

Pero, independientemente de que el largo texto permite conocer el clima, afectuoso pese a las diferencias, en el que se desenvuelve la familia, es esta mención entrecomillada a la “biografía”, la que encierra una de las claves de la auténtica realidad que los padres ocultan y apenas intuye una Lea inocente (Provengo de una familia a la que mi profesora Nora llamaba «de intelectuales»). Y es que la condición de ciudadanos “corrientes”, de vida gris y uniformizada en la banal cotidianidad albanesa de los Ypi, encierra un secreto -uno de los muchos ocultos o disimulados a la mirada de la niña-, que solo se desvelará cuando el derrumbe de la dictadura soviética haga desaparecer el miedo: ambas ramas, materna y paterna, de la familia tienen una trayectoria fascinante, hecha de conocimiento, cultura e “intelectualidad”, costumbres aristocráticas, hábitos refinados, compromiso ideológico en contra de los fanatismos totalitarios, desclasamiento obligado, disidencia y crítica, temor a las represalias, también asesinatos políticos y vicisitudes personales de toda índole. La abuela Nini era nieta de un pachá y segunda hija de una familia de altos gobernadores provinciales del Imperio otomano. Nacida en Tesalónica, destacada estudiante del Liceo Francés de esa ciudad, consejera con veinte años del primer ministro, conoció a su marido en la boda del rey Zog, que gobernaría Albania hasta 1939. Escribe Lea, en síntesis muy descriptiva: A los veintitrés se casaron. Él era socialista, pero no un revolucionario. Ella era ligeramente progresista. Ambos procedían de conocidas familias conservadoras, repartidas por el Imperio otomano durante varias generaciones. A los veinticuatro fue madre (…) A los veintiséis participó en las elecciones a la Asamblea Constituyente, las primeras en las que pudieron votar las mujeres y la última a la que pudieron presentarse candidatos de la izquierda no comunista. A los veintisiete, esos mismos candidatos, muchos de los cuales eran familiares y amigos, fueron arrestados y ejecutados. Mi abuelo le propuso abandonar el país con la ayuda de los militares británicos que iban a repatriar y que él había conocido durante la guerra. Ella se negó. Su madre, que había ido a Albania desde Grecia para ayudarla con el bebé, acababa de caer enferma y no quería dejarla allí sola. Cuando mi abuela tenía veintiocho años, mi abuelo fue arrestado, acusado de agitación y propaganda, y sentenciado, primero a la horca y después a cadena perpetua, sentencia luego conmutada por quince años de cárcel. A los veintinueve perdió a su madre por causa del cáncer. A los treinta la obligaron a abandonar la capital y mudarse a otra ciudad. A los treinta y dos empezó a faenar en los campos de trabajo. Cuando tenía cerca de cuarenta años, la mayoría de sus parientes habían sido ejecutados o se habían suicidado, y los que habían sobrevivido estaban en hospitales psiquiátricos, en el exilio o en prisión. A los cincuenta y cinco estuvo a punto de morir de pleuresía. A los sesenta y uno fue abuela, al nacer yo. El personaje de la abuela, pese a su presencia menor, es espléndido, una mujer de una gran dignidad y fortaleza, que no siente nostalgia de ese pasado privilegiado y feliz (No añoraba volver a aquel mundo donde su familia aristocrática hablaba en francés e iba a la ópera mientras los sirvientes que les preparaban las comidas y se ocupaban de su ropa no sabían leer ni escribir, dirá), y tampoco, como es obvio, de la vertiente convulsa y dramática de su trayectoria vital (Lo perdimos todo –dijo–. Pero nosotros no nos perdimos. No perdimos nuestra dignidad, porque la dignidad no tiene nada que ver con el dinero, los honores ni los títulos). 

Por otro lado, los progenitores son universitarios, hablan idiomas, son cultos, lectores, amantes de la música (A mi madre le encantaban Schiller y Goethe, iba a los conciertos a escuchar música de Mozart y de Beethoven). El padre es, desde niño, un apasionado de la Física, la Biología, las Matemáticas, que la madre, que fuera con veintidós años campeona nacional de ajedrez, aborrece, pero los designios del Partido los obligan, a uno a arrumbar su pasión y ocuparse de la Ingeniería forestal y a la otra, paradójicamente, a desempeñarse como profesora de… matemáticas. Y es que la “biografía” (Las biografías eran minuciosamente clasificadas en buenas y malas, mejores o peores, limpias o turbias, relevantes o irrelevantes, transparentes u oscuras, dignas de confianza o sospechosas, las que era bueno recordar y las que era mejor olvidar), el pecado original “genealógico” que impide “lucir” un pasado revolucionario impoluto, el hecho de que Xhaferr fuera descendiente del Primer Ministro albanés, destacado colaboracionista en los inicios de la Segunda Guerra Mundial (y bisabuelo de Lea) y que a los ascendientes de la madre les fueran confiscados las propiedades, las fábricas y los apartamentos que había dibujado de niña [y que] en realidad habían pertenecido a su familia antes de nacer ella, antes de la llegada del socialismo, marcarán para siempre la existencia de la familia en las largas y siniestras décadas de sometimiento soviético. Obligados por las autoridades comunistas a hacerse perdonar la “lacra” de su origen reaccionario, los padres mantendrán -en distinto grado, sumiso en la superficie el padre, un disidente nato, crítico por igual del capitalismo y el socialismo; algo más díscola y “desobediente” la madre- una fachada de asentimiento a la ideología, las costumbres y las normas imperantes. Lea crece así, inocente, rodeada de secretos, de silencios, de veladas alusiones, de sospechas, en un entorno, en una burbuja, en todo coincidente con el gris sistema vigente, con el que sus mayores la han querido preservar de los riesgos que entrañaría para ella conocer el “problemático” pasado de su familia. 

En síntesis, y por simplificar, Lea pasa su infancia y su muy primera adolescencia convencida de que el “universo” comunista en el que habita de puertas afuera de su casa y que su familia intenta mantener en los escenarios domésticos, es la única realidad existente (Yo siempre había pensado que no había nada mejor que el comunismo. Todas las mañanas de mi vida me despertaba deseando hacer algo para que llegara más rápidamente). Será pionera (su padre la llama brigadista), jurará lealtad al Partido, recogerá, tras su estancia en los campamentos veraniegos, estrellas rojas, banderitas, diplomas y medallas que acreditan su compromiso. Leerá en la escuela poemas a Stalin, cultivará la idolatría hacia la figura de Enver Hoxha, el dictador y líder supremo albanés (–¿Veis esta mano? –dijo la profesora Nora al final de su discurso mientras levantaba la mano derecha con una expresión enérgica en el rostro–. Esta mano será siempre fuerte. Esta mano siempre luchará. ¿Sabéis por qué? Porque ha estrechado la mano del camarada Enver), la enardecerá el entusiasmo por el Partido, el deseo de servir a la patria socialista, el desprecio por el enemigo capitalista (la totalidad del mundo, en esos días en que Albania está fuera de las dos grandes esferas de influencia). Rastreará, decepcionada por el fracaso de su pesquisa, en su árbol genealógico, convenientemente “podado” por su padres y abuela, la existencia de héroes de guerra, de partisanos enfrentados a los nazis, de antifascistas notables, de mártires socialistas. Escuchará entregada los discursos políticos, conmemorará emocionada las fechas clave del “santoral” soviético, celebrará los Primeros de Mayo, los aniversarios de las distintas revoluciones en el mundo. Creerá a pies juntillas las soflamas ideológicas de profesores y autoridades, su sesgada versión de los hechos históricos, discutirá en el colegio la existencia de Dios, la necesidad de abolir la religión, la secularización de iglesias y mezquitas (las iglesias se convirtieron en centros deportivos y las mezquitas, en salas de congresos). Despreciará a los elementos pequeñoburgueses y reaccionarios de su entorno escolar, repudiará, ingenuamente convencida, el imperialismo y el revisionismo, ufana de la excepción albanesa que resiste ante los cantos de sirena del Este revisionista y del Occidente imperialista. Defenderá el dogma de la sociedad sin clases, se enorgullecerá, en su candidez infantil, de vivir en una sociedad que le permite estar a resguardo de los horrores que asolaban a otras partes del mundo, donde los niños se morían de hambre, se congelaban de frío o eran forzados a trabajar. Llorará, desconsolada, con apenas seis años, la muerte del “Tío Enver”, la máxima divinidad del dictatorial culto al hombre de aquel delirio totalitario. Un ejemplo paradigmático, en fin, del lavado de cerebro perpetrado contra sus ciudadanos por un Estado autocrático y doctrinario. 

Y, más allá de la recreación de esta cotidianidad del país más cerrado e inaccesible de los del Telón de Acero (yo conocí -más batallitas- la asfixiante realidad de la Yugoslavia y Bulgaria de la época, paraísos de la libertad en comparación con la opresión albanesa, aunque con muchas concomitancias con ella, algunas de las cuales pueden verse reflejadas en la novela), una de las principales razones por las que el libro interesa, la autora presenta esa fantástica e infantil ideación de la muy crédula niña con abundantes muestras del día a día familiar, plasmadas en infinidad de anécdotas, entrañables y reveladoras, de la vida, precaria, de los Ypi y del austero entorno que los rodea. Así, es muy notable la presencia de la televisión, con su único canal albanés, adoctrinador y tedioso, lo que obliga al padre a subirse al tejado de la casa, girar la antena e intentar captar la señal de Dajti, la cordillera que rodea la ciudad y en la que se ubicaba un satélite o un repetidor de televisión que permitía alcanzar, con dificultades, la señal -intermitente y de escasa calidad- de las emisoras yugoslavas o italianas, una promesa de libertad en la irrespirable cárcel del estalinismo gubernamental («Lo vi anoche a través de Dajti» significaba: «Estuve vivo. Violé la ley. Pude pensar». Durante cinco minutos. Durante una hora. Durante un día entero. Durante el tiempo que Dajti estuvo activo). Y entonces, como por ensalmo, aparecían los partidos de baloncesto yugoslavos, la serie Dinastía, que provocaba la admiración de la familia ante la decoración de las casas “capitalistas”, el festival de Eurovisión de 1990, que ganó en Zagreb el italiano Toto Cutugno, los anuncios publicitarios, una fiesta entre los Ypi (Cada vez que mi padre veía un anuncio en TV Skopje, sobre todo si se trataba de un anuncio de higiene personal, enseguida gritaba: «Reklama! Reklama!». Entonces mi madre y mi abuela dejaban todo lo que estaban haciendo en la cocina y corrían al salón para ver la última toma de una mujer bonita con una sonrisa encantadora que te enseñaba a lavarte las manos). Y vemos las inevitables colas para conseguir artículos básicos, cada vez más largas y sometidas a unos en apariencia exigentes aunque en el fondo lábiles protocolos; las estanterías de las tiendas, a menudo vacías; los conflictos vecinales a causa de las codiciadas latas de Coca-Cola, emblema elegido, con muy buen criterio, dado su carácter simbólico, para la portada del libro (En aquella época, esas latas eran extremadamente raras. Y más raro aún era entender su función. Constituían indicadores del estatus social: si alguien tenía una lata, la exponía en su salón, casi siempre encima de un tapete bordado, colocado sobre el televisor o la radio y, a menudo, junto a la foto de Enver Hoxha. Si no fuera por la lata de CocaCola, todas nuestras casas eran iguales: estaban pintadas del mismo color y tenían los mismos muebles. La lata de CocaCola hacía que algo cambiara, y no solo en el aspecto visual); los tibios ejemplos -y pese a ello prohibidos y perseguidos- de una iniciativa empresarial individual fuera del control del Estado: la madre que compra ilegalmente cincuenta pollitos para criarlos y evitar la cola en la tienda de huevos, las niñas gitanas que montaban un tenderete sobre la acera del bulevar principal, donde vendían pintalabios y broches de pelo; el adoctrinamiento, también en la prensa oficial -la única existente-, con sus titulares de portada ocupados inexplicablemente, por mensajes de solidaridad a los huelguistas del mundo, difusos estibadores en el puerto de Róterdam, desconocidos mecánicos en British Leyland, maestros, vaya a saberse si existentes, en Perú, Costa Rica y Colombia, en una manifestación palpable del internacionalismo proletario. De las limitaciones y carencias de la vida de Lea en aquellos días es buena muestra el elenco de “descubrimientos” que la niña hará en un inusitado viaje a Grecia con su abuela, que debe acudir a su país de origen -tras el preceptivo visado que concede, no sin corruptelas, algún miembro del Partido- para solventar asuntos de una antigua y olvidada herencia. Cuenta Lea: Decidí hacer una lista de todas las cosas nuevas que veía por primera vez y las fui registrando meticulosamente: la primera vez que sentí el aire acondicionado en la palma de las manos; la primera vez que comí plátanos; la primera vez que vi semáforos; la primera vez que me puse unos vaqueros; la primera vez que no tuve que hacer cola para entrar en una tienda; la primera vez que pasé un control de fronteras; la primera vez que vi una cola formada por coches en lugar de por seres humanos; la primera vez que me senté en un retrete en lugar de ponerme en cuclillas; la primera vez que vi que la gente iba detrás de un perro sujeto a una correa en lugar de ver perros callejeros yendo detrás de la gente; la primera vez que tuve entre las manos un chicle de verdad en lugar de solo el envoltorio; la primera vez que vi edificios con diferentes tiendas y escaparates repletos de juguetes; la primera vez que vi cruces sobre las tumbas; la primera vez que contemplé paredes cubiertas de anuncios en lugar de proclamas antiimperialistas; la primera vez que admiré la Acrópolis, aunque solo desde fuera porque no teníamos dinero para pagar la entrada. Y también describí en detalle mi primer encuentro con niños turistas siendo yo también una niña turista, cuando me enteré, sorprendida, de que no sabían quiénes eran Atenea ni Ulises, y se rieron de mí porque yo no conocía a un ratón que, al parecer, era muy famoso, llamado Mickey

Esa Albania “extraterrestre” desaparecerá de la noche a la mañana en 1990, y con ella la vida de Lea, cuyo organizado, completo, inmaculado y también fantástico e irreal mundo se derrumbará estrepitosamente. En la novela, el cambio de la sociedad corre en paralelo al adiós a la infancia de la niña, y esa vertiente es otra de las más fecundas e interesantes del libro. Los patrones que habían conformado mi infancia, las leyes invisibles que habían estructurado mi vida y mi percepción de las personas cuyas opiniones me habían ayudado a entender el mundo y darle sentido, todo eso cambió para siempre en diciembre de 1990. Sería exagerado decir que el día que abracé a Stalin [en el episodio que abre la novela, Lea, emocionada y devota, abraza una estatua del dictador mientras, muy cerca, puede oírse el alboroto de los manifestantes contra el Régimen, que ella, entonces, no es capaz de procesar] fue el día que me convertí en adulta, el día que me di cuenta de que era yo quien debía conferirle sentido a mi propia vida. Pero no sería tan descabellado decir que fue el día que perdí mi inocencia infantil. Que fue la primera vez que me planteé la posibilidad de que la libertad y la democracia no formaran parte de la realidad en la que vivíamos, sino que fueran una misteriosa condición futura sobre la que yo sabía muy poco. La descripción de este fulminante proceso de cambio -de autoridades, de ideologías, de costumbres, de valores, del “paisaje social”- (en diciembre de 1990 ocurrieron más cambios que en todos los años juntos de mi vida hasta entonces) es muy interesante y otro de los grandes logros de la novela. En lo externo, la sociedad experimenta transformaciones inimaginables: El 12 de diciembre de 1990, mi país fue oficialmente declarado un Estado multipartidista, donde se celebrarían elecciones libres. Meses antes, Ceauşescu había sido fusilado en Rumania; poco después, Polonia saldría del Pacto de Varsovia, Lituania y Letonia declararían su independencia de la Unión Soviética, las tropas soviéticas entraron en Bakú para reprimir las protestas de los azerbaiyanos, los partidos comunistas en Bulgaria y Yugoslavia renunciarían también a monopolizar el poder. En Albania se funda el primer partido de la oposición, las gentes toman las calles en defensa de la libertad (los mismos que habían participado en las marchas que celebraban el socialismo y el avance hacia el comunismo se echaron a las calles para exigir su fin. Los representantes del pueblo manifestaron que las únicas cosas que habían conocido bajo el socialismo no eran la libertad y la democracia, sino la tiranía y la coacción), se multiplican las manifestaciones, estudiantes y trabajadores protestan por las malas condiciones económicas, pero pronto el movimiento desborda las quejas iniciales para reclamar el fin del sistema unipartidista y el establecimiento de la democracia y el pluralismo político. Cambia, incluso, el lenguaje, como describe la autora en este muy elocuente pasaje, en una síntesis admirable de la profundidad de los cambios: dictadura, proletariado, burguesía. Dejaron de formar parte de nuestro vocabulario. Antes de que se desintegrara el Estado, se desintegró el propio lenguaje con el que se articulaba esa aspiración. El socialismo, la sociedad en la que vivíamos, desapareció. El comunismo, la sociedad que aspirábamos a crear, donde ya no existiría el conflicto de clases y las capacidades naturales del individuo se desarrollarían plenamente, también desapareció. No solo desapareció como ideal y como sistema de gobierno, sino también como una categoría del pensamiento. El Partido comunista se reconvertirá (El Partido se había ido, pero todavía seguía allí. El Partido estaba por encima de nosotros, pero también lo llevábamos muy dentro) para presentarse a las elecciones, y sus dirigentes, adictos al poder, asumirán los nuevos postulados democráticos imperantes. Los funcionarios de la omnipresente y poderosa y temible burocracia estatal se transforman ahora en carismáticos líderes políticos, en empresarios dinámicos, en aprovechados especuladores, en dueños de boyantes negocios. La ruina amenaza por doquier, miles de fábricas, talleres y empresas estatales al borde del cierre, el país se sume en un caos económico con recortes de plantilla, despidos, desempleo y pobreza. La explotación económica ha cambiado de fachada, pero sus víctimas siguen siendo las mismas. Los ciudadanos quieren huir de su miseria (La mayoría de nuestros amigos y parientes pasaban días, semanas e incluso meses planeando cómo marcharse del país. Existía una amplia gama de posibilidades: falsificar documentos, secuestrar embarcaciones, cruzar la frontera terrestre, encontrar a un occidental que los invitara y les proporcionara alojamiento, pedir dinero prestado), intentando escapar de la estrechez subiendo a los barcos en los puertos (con una capacidad para solo tres mil personas, el Vlora zarpó ese día con casi veinte mil) -quién, con una cierta edad, no recuerda aquellas dramáticas escenas, el rechazo en los puertos de llegada, las muertes en el Mediterráneo. En el texto final que cierra esta la reseña os dejo un fragmento del libro en el que Ypi glosa con lucidez esos episodios. 

Las costumbres sociales, los pequeños hábitos cotidianos, las usanzas, las rutinas colectivas también mutan súbita e inopinadamente: Salimos a la calle a toda prisa y vimos que mucha gente se saludaba levantando la mano y formando una V con dos dedos. Mi hermano y yo cambiamos con sorprendente facilidad el saludo con el puño apretado por aquel nuevo con los dos dedos. En el colegio, los estudiantes ya no están obligados a llevar uniforme, las chicas se maquillan en los baños del instituto, acortan el largo de las faldas, imitan a la Madonna de “Material girl”. Las camisetas con lemas comunistas y las chaquetas tipo Brézhnev dan paso a los relojes Rolex y a los trajes de Hugo Boss, por las calles se multiplican los Mercedes relucientes. 

Y tanta mudanza, tan rápida y tan convulsa, provocará, en el ámbito íntimo y personal, el resquebrajamiento de los esquemas vitales de la niña, a quien se le viene abajo el suelo firme -el social y el familiar- que con tanta solidez había soportado su infancia y adolescencia. En su relato, Lea multiplica las consideraciones sobre la perplejidad y el desconcierto en que se suceden sus días tras las explicaciones de sus padres: En aquel invierno de 1990 (…) todo lo que me rodeaba se tornó inestable, incluidos mis padres; Mis padres me revelaron la verdad, su verdad; Ahora mis padres dicen que mi familia estaba en el lado equivocado de la lucha de clases. Lea conocerá que las Universidades en que estudiaban sus familiares en el relato de sus progenitores eran, en realidad, centros de encarcelamiento y deportación, que la solícita benevolencia del Régimen, la apacible afabilidad del Tío Enver, la entusiasta convicción de los profesores y los responsables del Partido, la unánime conformidad de las gentes, ocultaban represión, violencia, asesinatos y terror, que el ex primer ministro fascista al que había despreciado toda su vida era su bisabuelo, que la realidad de su familia -sus orígenes, sus anhelos, sus ideas, su visión de la existencia- era muy distinta y hasta opuesta a la que le habían permitido ver todos esos años. Y todo ello trastoca radicalmente la identidad de la niña: empecé a preguntarme en qué clase de familia me había tocado nacer. Dudaba de ellos y, al hacerlo, empecé a dudar de quién era yo. Lea, se sume en la incertidumbre -mi familia no era [ya] la fuente de todas las certezas, sino también de todas las dudas- oscilando entre la comprensión -no del todo asimilada- del cariñoso proteccionismo familiar y la desconfianza por la ruptura del relato, embustero y falaz, que hasta ese momento había conformado su personalidad, su ideología, sus ahora por primera vez tambaleantes convicciones: Me resultaba difícil procesar el hecho de que todo lo que mi familia había dicho y hecho hasta aquel momento había sido una mentira, una mentira que habían seguido repitiendo para que yo continuara creyendo lo que me decían los demás. ¿Por qué me habían mentido? ¿Por qué no confiaron en mí? ¿Cómo podría ahora confiar en ellos? Ante esas versiones opuestas, ¿dónde encontrar la verdad? En una sociedad donde la política y la educación impregnaban todos los aspectos de la vida, yo era producto tanto de mi familia como de mi país. Cuando el conflicto entre ambos salió a la luz, aquello me aturdió. No sabía dónde mirar, a quién creer. Unas veces me parecía que nuestras leyes eran injustas y nuestros gobernantes, crueles. Otras me preguntaba si mi familia se había merecido los castigos que se les había infligido. Después de todo, si les importaba la libertad, no deberían haber tenido sirvientes. Y si les importaba la igualdad, no tendrían que haber sido tan ricos. Pero mi abuela dijo que ellos también habían querido que cambiaran las cosas. Mi abuelo era socialista; le molestaban los privilegios de los que gozaba su familia

El cambio radical de su escenario vital la lleva al cuestionamiento de los principios que le han inculcado desde muy niña. En particular, Lea se pregunta, ya a sus once años, por el sentido de la libertad: ¿por qué los manifestantes, en los postreros días del régimen, gritaban «Libertad, democracia, libertad, democracia»? ¿Qué significaba eso? Ante la enésima ocultación de los padres -que desvían la atención de su hija y dejan de contestar sus preguntas llamando hooligans a los jóvenes opositores que inundan las calles- no parará de darle vueltas al asunto: Nunca me había parado a pensar en la libertad. No hacía falta. Teníamos muchísima libertad. Me sentía tan libre que a veces percibía mi libertad como una carga y, en alguna que otra ocasión, como aquel día, como una amenaza. A partir de ese momento, sus reflexiones incluirán numerosos “apuntes” sobre la libertad: cuando tenga que decidir si volver a casa por un camino u otro; cuando piense, con sus profesores, en la necesidad de superar las supersticiones y ficciones de la religión que condicionan nuestro comportamiento; cuando, ya caído el régimen, vea a su padre, despedido y en paro pese a la libertad recién estrenada de poder elegir empleo en libre competencia; cuando observe que la libertad de la soñada democracia solo ha llevado consigo que su progenitor, aún sin trabajo y en casa, cambie su pijama por un enorme chándal amarillo y verde que le queda grande mientras agita compulsivamente el mando a distancia -la libertad- de su recién estrenado televisor; cuando discute sobre la libertad para portar y usar armas de la que disponen los estadounidenses; cuando constate que, abandonado el aislacionismo ancestral y la aspiración comunista soviética, en el nuevo sueño europeo del país aparece una muy limitada interpretación de esa ampulosa libertad: «Queremos que Albania sea como el resto de Europa». Cuando le preguntaban a mi madre que querían decir con «el resto de Europa», ello lo resumía en pocas palabras: combatir la corrupción, fomentar la libre empresa, defender la propiedad privada, promover la iniciativa personal. En definitiva: libertad; cuando, con su padre ocupando ya, en el nuevo statu quo, un puesto de responsabilidad en el puerto (llegaría a ser diputado en el nuevo Parlamento albanés), con trabajadores a su cargo, compruebe que el paso de la opresiva dictadura a la supuesta liberación democrática era eso, supuesto (Mi padre pensaba, como muchos de su generación, que la libertad se perdía cuando otros nos dicen qué pensar, qué hacer y dónde ir. Pronto comprendió que la coacción no siempre adopta una forma tan directa. El socialismo le había negado la posibilidad de ser lo que él quería, de cometer errores y aprender de ellos y de explorar el mundo a su manera. El capitalismo le estaba negando esa posibilidad a otros, a la gente que dependía de las decisiones que él tomase, a la gente que trabajaba en el puerto. La lucha de clases no había acabado. Lo estaba viendo); cuando, en definitiva, y en metáfora muy ilustrativa, concluya que cuando por fin llegó la libertad fue como si te sirvieran comida congelada. Masticamos poco, tragamos rápido y nos quedamos con hambre. Algunos se preguntaban si nos habían dado sobras. Otros dijeron que no eran más que unos entrantes fríos. Un golpe de suerte cambiará la situación económica de la familia (Un promotor inmobiliario árabe nos compró una gran extensión de terreno costero y nuestra suerte cambió de la noche a la mañana) y Lea acabará -ella también- dejando atrás Albania, su identidad ideológica, su pasado ya casi totalmente enterrado para embarcarse hacia Italia. Me prometieron [los padres] que me dejarían estudiar Filosofía y yo prometí mantenerme lejos de Marx. Mi padre me dejó marchar. Abandoné Albania y crucé el Adriático. Dije adiós a mi padre y a mi abuela mientras el barco se alejaba de la costa rumbo a Italia navegando sobre miles de cadáveres de ahogados, de cuerpos que un día albergaron almas más esperanzadas que la mía, pero que tuvieron un destino menos afortunado. Nunca he regresado

El libro cambia aquí de registro. Tras la “descripción” -bien que novelística aunque con un claro enfoque documental, de crónica histórica, de notas fidedignas- de la evolución -personal y familiar de la niña y los Ypi, por un lado, y social, económica y política de la sociedad albanesa, por otro- Libre se abre, casi a su término, a un tercer frente que, como acabo de señalar, ya ha ido impregnando las páginas anteriores, entrecruzando de continuo el relato de la pequeña: las reflexiones, de corte filosófico, sobre esa libertad que da título a la obra. Las tímidas e inocentes vacilaciones intelectuales, las intuiciones, lúcidas e inteligentes pese a ello, de la adolescente, su extrañeza, su asombro, su estupor y su desconcierto ante la nueva situación a la que se ve abocada su vida, se reformulan ahora, retrospectivamente, por la Lea adulta, académica y profesora, en clave racional y filosófica, en esa última, breve pero sustancial última parte del libro. 

El comienzo del iluminador epílogo sintetiza lo esencial de su discurso. Una vez más dejo aquí, pese su extensión, el fragmento entero, muy elocuente: 

Todos los años empiezo mi curso sobre Marx en la London School of Economics diciendo a mis alumnos que mucha gente piensa que el socialismo es una teoría sobre las relaciones materiales, la lucha de clases o la justicia económica, pero que, en realidad, trata de algo mucho más fundamental. El socialismo, les digo, es sobre todo una teoría de la libertad humana, de cómo entender el progreso a través de la historia, de cómo nos adaptamos a las circunstancias, pero también de cómo intentamos superarlas. No solo se nos priva de libertad cuando otros nos dicen qué tenemos que decir, dónde tenemos que ir o cómo debemos comportarnos. Una sociedad que presume de permitir a sus ciudadanos desarrollar su potencial humano, pero que no cambia las estructuras que impiden que todos progresen, es igual de opresora. Y sin embargo, pese a todas las restricciones, los seres humanos nunca perdemos nuestra libertad interior: la libertad de hacer lo correcto

En las cortas páginas de esta coda final se suceden las consideraciones sobre el socialismo real que ella había vivido y el utópico e inalcanzable que poblaba los sueños revolucionarios de sus compañeros de estudios y cuya aspiración había justificado las mayores atrocidades (el socialismo de mis compañeros universitarios era claro, brillante y con futuro. El mío era confuso, sangriento y pertenecía al pasado), sobre las nobles ideologías y su a menudo cruenta plasmación práctica, sobre las evanescentes categorías económicas y políticas y las personas concretas que las encarnan, sobre, en definitiva, la superposición de las ideas de libertad en las tradiciones liberal y socialista, un planteamiento que, inicialmente, Lea Ypi había pensado como tesis académica pero que acabó por tomar cuerpo como novela, representada en las vidas, palpitantes, llenas de deseos, aspiraciones, confusión, injusticias, silencios, ocultaciones, sufrimientos, anhelos, sacrificios, propósitos, ilusiones, renuncias, de tres generaciones de su familia. 

Y siendo una novela, y más allá del “contacto” con unos personajes inolvidables en los que encontramos un reflejo de nuestras propias experiencias vitales -más o menos coincidentes con las nuestras en función del cambio de contexto y circunstancias-, deja en el lector apasionantes preguntas sobre cómo construir una sociedad humana auténticamente libre; sobre la dificultad de la democracia, asediada de continuo por, de un lado, las tentaciones autoritarias, el estatalismo dirigista y, por otro, su cada vez más ostensible consideración como una mera envoltura formal, en la que una clase política ajena a la ciudadanía organiza la convivencia mediante unas leyes en cuya elaboración hay millones de personas -inmigrantes, excluidos, pobres, clases sociales con menos poder y menos dinero- que no han podido intervenir; sobre, en definitiva, la importancia filosófica y vital de la libertad. 

Una novela excepcional, cuya lectura os recomiendo con pasión. Os dejo ahora el prometido fragmento que habla de la fuga masiva de albaneses, cruzando el Adriático, en los años noventa, en busca de una vida mejor, y que pone de manifiesto también las contradicciones entre las distintas visiones de la libertad contemplada desde una u otra orilla -la capitalista y la comunista- del mundo occidental. Antes, un tema musical de una extraordinaria cantante albanesa, Elina Duni, que ha aparecido más de una vez en mi otro programa de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes. Se trata de una exquisita versión del Wayfaring stranger, un clásico de Johnny Cash. Acompañada a la guitarra por Rob Luft, la canción, triste, melancólica, desgarrada, ilustra perfectamente algunos de los aspectos del libro, con una letra que habla de migración, de desarraigo, de búsqueda del hogar, de padecimientos y soledad, de lucha por la vida, de esperanza en un futuro mejor. 


En el pasado te detenían por querer irte del país. Pero después, cuando ya no estaba prohibido emigrar, no éramos bien recibidos fuera de nuestras fronteras. Lo único que cambió fue el color de los uniformes de la policía. Nos arriesgábamos a que nos detuvieran, no en nombre de nuestro propio gobierno, sino en nombre de otros estados, los mismos que en el pasado nos habían incitado a liberarnos. Occidente se pasó décadas criticando a Europa del Este por el cierre de fronteras, financiando campañas para reclamar la libre circulación de los ciudadanos, condenando la inmoralidad de los estados que restringían el derecho de salida. Nuestros exiliados solían ser recibidos como héroes. Ahora los trataban como criminales. 

Quizá nunca les importó realmente la libre circulación. Resultaba fácil defenderla cuando era otro el que hacía el trabajo sucio de encerrar a la gente. Pero ¿qué valor tiene el derecho a salir de un país si no existe el derecho a entrar en otro? ¿Las fronteras y los muros solo son censurables cuando sirven para impedir que la gente salga y no cuando impiden que la gente entre? Los guardias fronterizos, las lanchas patrulleras, la detención y represión de los inmigrantes que empezaron a aplicarse por primera vez en el sur de Europa durante esos años se convertirían en una práctica habitual en las siguientes décadas. Occidente, que al principio no estaba preparado para la llegada de miles de personas que querían un futuro diferente, pronto perfeccionó un sistema para excluir a los más vulnerables y atraer a los más cualificados al tiempo que defendía las fronteras para «proteger su estilo de vida». Y sin embargo, los que emigraban lo hacían porque les atraía ese estilo de vida. Lejos de suponer una amenaza para el sistema eran sus más fervientes defensores.

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Lea Ypi. Libre

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