Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 21 de febrero de 2024

VICTORIA AMELINA. UN HOGAR PARA DOM

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Dentro de tres días, el 24 de febrero, se cumplen dos años del inicio de la invasión de Ucrania por las tropas del autócrata Vladimir Putin. La consiguiente guerra desencadenada, las decenas de miles de fallecidos, las innumerables víctimas, no solo mortales, entre la población civil, los desplazamientos forzados, la triste emigración a la que se han visto abocados mujeres y niños, huyendo del horror, el dolor y el sufrimiento de quienes, aún en el país, intentan vanamente mantener una cierta normalidad, padeciendo la amenaza constante de obuses y bombas, de destructivos drones, de ataques inesperados que provocan el terror indiscriminado, la insufrible incertidumbre, han conmovido al mundo entero desde entonces. 

También nuestro espacio ha sido sensible a tanta aflicción, tanta angustia, tanta congoja. Y así, un mes después de comenzada la contienda dediqué aquí un primer espacio a Ucrania, recuperando algunas recomendaciones de libros aparecidos en Todos los libros un libro en la larga existencia del programa y que tenían a la propia Ucrania o a las vastas regiones de la Europa central y oriental en las que han germinado guerras y conflictos armados en los últimos ciento cincuenta años, como protagonistas. Y así, os hablé de libros como HHhH, de Laurent Binet; Calle Este-Oeste, la obra genial de Philippe Sands; La liebre con ojos de ámbar, otra maravilla, de Edmund de Waal; la monumental Las benévolas, de Jonathan Littell; Los hermanos Ashkenazi y La familia Karnowsky, dos novelas formidables de Israel Yehoshua Singer; la autobiográfica y también descomunal La octava vida (para Brilka), de la georgiana Nino Haratischwili; el ya clásico Vida y destino, de Vasili Grossman; y la inteligentísima El orden del día, de Éric Vuillard. Todos ellos se desarrollan en Ucrania, Polonia, Rusia, los países eslavos, escenarios en los que se dirimen conflictos étnicos y políticos a través, a menudo y por desgracia, de sangrientos y espeluznantes episodios bélicos, de modo que todos ellos también giran, de manera más o menos directa, sobre el exterminio judío, sobre la ocupación violenta de los territorios de esa convulsa región de Europa, sobre los desplazamientos y el exilio de millones de personas, sobre la barbarie organizada de los regímenes nazi y soviético, también de los fascistas ultranacionalistas ucranios, sobre el genocidio y los crímenes contra la humanidad, sobre el odio y la venganza, sobre las oscuras fuerzas que han propiciado esas guerras, sobre sus devastadores efectos, sobre la difícil vida en esos países antes, durante y después de las contiendas, las explosiones, los obuses, las bombas, las violaciones, los asesinatos. Vuelvo ahora, al paso, a recomendaros la lectura de cualquiera de ellos. 

A finales de febrero de 2023, y al cumplirse un año del estallido de la guerra, y en esta misma lógica de avivar aquí el recuerdo de Ucrania y de las tribulaciones de sus ciudadanos aprovechando la innecesaria excusa de un aniversario redondo, os presenté Orfanato, del escritor ucraniano Serhiy Zhadan, una excepcional recreación novelística de la brutal, injusta y sanguinaria anexión de Crimea por el gigante ruso en 2014 y, en paralelo de la invasión del Donbás, en el oriente de Ucrania, de la que, en cierto modo, es consecuencia la guerra que ahora hace sufrir a los ucranianos y aterra al mundo; y también Zov, un relato de la actual y devastadora irrupción de las tropas de Putin en tierras de Ucrania contado desde dentro por uno de sus protagonistas, Pável Filátiev, un antiguo soldado ruso, combatiente en el frente ucranio y hoy desertor residente en Francia, donde se le ha concedido asilo político. 

Y ahora llega el segundo aniversario de la ocupación con, por desgracia, la guerra todavía activa y extendiendo sus calamidades, su rastro de muerte y desolación, a miles de seres humanos inocentes, sumiéndolos aún en la enfermedad, el padecimiento y la angustia. Y, de nuevo, quiero aprovechar esta triste fecha para poner el foco de nuestra atención en Ucrania y en sus atormentados habitantes, víctimas del espanto bélico, con, como corresponde a la naturaleza de nuestro espacio, una propuesta lectora que, además de servir de pretexto para recordar el drama atroz que sigue sucediendo días tras día, aunque ya no cope las primeras planas de los medios de comunicación, ávidas siempre de novedades, sirva también como oportuna lectura, estimulante y valiosa literariamente. Un libro que, por distintas razones, ejemplifica de manera muy significativa, la cruel tragedia que vive Ucrania. 

Se trata de Un hogar para Dom, una voluminosa novela de más de cuatrocientas páginas, de la escritora Victoria Amelina, publicada por Avizor Ediciones a mediados de 2023 en traducción de Oksana Gollyak y Frederic Guerrero Solé, que pueblan el libro de abundantes -más de un centenar- y muy explicativas notas a pie de página. Antes de hablar del libro debo hacerlo de su autora, y no por las razones comunes en mis reseñas, la conveniencia de ubicar, con algunos someros datos biográficos, al responsable de la obra que cada semana presento. En este caso, mi comentario preliminar sobre Victoria Amelina es, lamentablemente, forzado y viene impuesto, de manera terrible, sobrecogedora y muy triste, por el hecho de que la joven escritora -solo treinta y siete años- de Leópolis, la convulsa ciudad de Ucrania, centro de numerosos episodios sangrientos a lo largo del siglo XX, falleció el 1 de julio de 2023, en un hospital de Dnipró, a causa de las heridas sufridas pocos días antes en un bombardeo ruso sobre Kramatorsk, muy cerca del frente de guerra, en el Donetsk, al este de Ucrania. Cuando cenaba en un popular restaurante entre los reporteros desplazados a la región, en compañía del escritor Héctor Abad Faciolince, del diplomático Sergio Jaramillo Caro (responsable de la firma de la paz con las FARC en Colombia) y de la periodista Catalina Gómez, todos colombianos, dos ataques con misiles balísticos Iskander provocaron la destrucción del local y las heridas de Victoria, que acabarían por causarle la muerte, junto con otras 12 personas, mientras el resto de sus acompañantes resultaron ilesos. 

Amelina, más allá de su prometedora y ya para siempre truncada carrera literaria, era una activista contra los crímenes de guerra, implicada en documentar las atrocidades bélicas de Rusia través de la ONG Truth Hounds. De su arriesgado compromiso con tan necesaria y noble causa da cuenta uno de sus tuits, que he podido conocer a través de una revista italiana. Ilustrando una foto de ella misma pertrechada con un casco, la escritora escribió: Soy yo en esta foto. Soy una escritora ucraniana. Tengo retratos de grandes poetas ucranianos en mi bolso. Parece que debería estar tomando fotos de libros, arte y mi hijo pequeño [deja un niño de diez años]. Pero documento los crímenes de guerra de Rusia y escucho el sonido de los bombardeos, no los poemas. ¿Por qué? 

De formación técnica, informática de profesión, abandonó su carrera como ejecutiva en una empresa tecnológica para dedicarse a tiempo completo a la escritura. Con alguna incursión previa en la literatura infantil, un rastro muy notorio en el estilo y la atmósfera que se respira en el libro que hoy os presento, Amelina, también poeta y ensayista, había escrito otra novela antes de este Un hogar para Dom que, publicado en 2017, la consagró internacionalmente (y ello pese a no estar, que yo sepa, traducido aún al inglés) y la hizo reconocedora de distintos premios, Mejor Libro del Año de Ucrania, el que organiza LitAkcent, un portal ucraniano de crítica literaria, en 2017, el UNESCO Literary Award, también en 2017, el Premio de Literatura de la Unión Europea y el Joseph Conrad de 2021, otorgado a escritores ucranianos de menos de cuarenta años. En su polifacética actividad literaria, Amelina había fundado un modesto aunque ambicioso festival literario en Niujork (que también se escribe New York), una pequeña población en la región del Donetsk de la que son originarios su marido y su familia, y cuya sede, la Casa de la Cultura, fue bombardeada y destruida también tras un ataque ruso el pasado verano. Antes de su muerte, Victoria estaba trabajando en su primer libro de no ficción en inglés dedicado a mujeres que, como ella, se ocupan de documentar crímenes de guerra. Se titula In War and Justice Diary: Looking at Women Looking at War (Diario de guerra y justicia: observando a las mujeres que miran la guerra) y se publicará póstumamente. 

Antes de entrar en mi comentario de Un hogar para Dom, quiero transcribiros aquí las últimas palabras de un emotivo artículo que Héctor Abad Faciolince, que ha escrito un sentido epílogo para la segunda edición del libro y que estaba sentado frente a Victoria en el restaurante de Kramatorsk en el momento del bombardeo, publicó en El País el 23 de julio pasado. Os recomiendo su lectura íntegra, disponible, en principio, solo para suscriptores del diario: 

En el último año, Victoria se había apartado de la ficción y se había dedicado a buscar y a documentar con detalle los crímenes de guerra cometidos por los agresores. Hay un crimen de guerra que ya no va a poder documentar personalmente: el que cometieron con ella. Yo voy a dedicar los próximos meses a escribir sobre este crimen atroz, a contarlo minuciosa y detalladamente, por encima de la propaganda y la mentira de los rusos. Es algo que le debo a la justicia, en abstracto, y a la justicia que algún día deberá hacerse por este crimen atroz cometido contra una gran colega muy valiente, una escritora de la edad de mi hija que, a su vez, deja huérfano a un niño de diez años. Al menos a ese niño se lo debo, para que dentro de otros diez años pueda saber exactamente cómo mataron a su valiente, a su brillante y encantadora madre. 

Por ahora les cuento tan solo el último instante en que Victoria Amelina tuvo conciencia. Yo estaba frente a ella en la terraza del restaurante. Como había ley seca, Victoria se había pedido una cerveza sin alcohol. Sergio Jaramillo me había llenado un vaso con hielo y algo parecido a jugo de manzana. Victoria miró mi vaso: “Parece whisky”, dijo, y sonrió. En ese momento nos cayó del cielo el Iskander, el infierno. Ahora Victoria tiene domicilio en el cielo. No en el sentido cristiano o musulmán, no. En ese cielo inmaterial y mental, muy humano, que llamamos memoria. 

Un hogar para Dom
parte de un planteamiento narrativo singular. El narrador es el Dom del título, un perro standard poodle, un caniche estándar (Soy un caniche blanco, demasiado alto, con una melena abundante y despeinada y unas garras delicadas en las patas), aunque con “taras” (Además, los pelos de mi oreja izquierda son notablemente más oscuros y tienen un color amarillento parduzco. Oí cómo lo decían cuando me compraron. “¡Es defectuoso!”). Su historia empieza en febrero de 1991 en el pequeño pueblo de Noversk (un lugar ficticio cuyo nombre, al parecer, significa en ucraniano “ningún lugar”, en uno de los muchos elementos con valor simbólico en una obra plagada de ellos), cuando pasa a ser uno de los perros de la familia ucraniano-ruso-polaco-judía del que fue jefe de contabilidad de la fábrica textil de Berdichev. Pronto vendido a Boris Andriiovich, el Amo, que pretende hacer de él un perro de caza, su ineficacia en dichos menesteres, que se narran en la breve primera parte del libro, lleva a su dueño a regalarlo a su hija Masha, que vive en Leópolis con los Tsylik, la familia de su antigua esposa, Tamara. Instalado en su nuevo hogar (el piso en el que vivirá es la casa de la infancia del escritor Stanislaw Lem, nacido en Leópolis cuando la ciudad pertenecía a Polonia; de origen judío, sobrevivió a los pogromos nazis para convertirse en uno de los más destacados exponentes de la literatura de ciencia ficción. Una reveladora cita de un texto suyo, La voz de su amo, abre Un hogar para Dom: Que el dolor, el miedo y el sufrimiento de un ser humano desaparezcan con su muerte, que nada quede después de las vicisitudes, las torturas y los placeres a los que le somete la vida, es un regalo que debemos agradecer a la evolución, y que nos pone en el mismo lugar que a los animales. Si quedara, aunque fuera un solo átomo de los sentimientos de cada persona infeliz y torturada, y esta miserable herencia creciera de generación en generación, si una sola chispa de sufrimiento pudiera pasar de una persona a otra, el mundo estaría atestado de terribles aullidos, arrancados violentamente de nuestras entrañas), Dom contará la crónica de la familia ruso-ucraniana (Aquí, en casa, viven seis personas, y sólo una de ellas es un hombre), en un relato que permite conocer a tres generaciones de los Tsylik y, por entre los entresijos de las peripecias familiares, la historia de Ucrania en el siglo XX -que llega hasta las manifestaciones proeuropeístas del Euromaidán, entre finales de 2013 y comienzos de 2014- desde una aproximación atípica y peculiar, muy curiosa e interesante. 

El núcleo germinal de los Tsylik lo constituyen el coronel Iván (también llamado Vania, el coronel o Ivanko), un viejo jubilado, inspirado en el abuelo de la propia Victoria Amelina, que sobrevivirá al Holodomor, la terrible hambruna provocada por Stalin entre 1932 y 1933, y que se convertirá más adelante en cómplice del régimen soviético, llegando a ser piloto de la aviación de la URSS, con intervención en la guerra de Corea en los años 50; y su mujer, Lilia (la Gran Ba), una mujer enorme, instalada permanentemente ante el televisor, nostálgica de su anterior plácida vida a orillas del Mar Caspio, un personaje también basado en su abuela, rusa como ella y compartiendo el nombre (en una entrevista, la autora señalaba que había cambiado ligeramente y “ficcionalizado” las biografías de sus allegados, pero no la del perro, y así lo hizo constar en la entradilla del libro: Todos los personajes de esta narración son ficticios, sólo el perro es real). Iván y Lilia son padres de dos mujeres, Tamara y Olga. Tamara -Tomka-, la mayor, es una corriente alterna de amargura y fe. Su añoranza de un mundo que se ha resquebrajado y desaparecido, su inconformismo desesperado ante la nueva realidad, su rebeldía frustrada la llevan a encontrar refugio en el alcohol, en el sueño de la huida, que acabará por materializarse en una remota España. Olga -también Olia o mamá Olia-, guapa y más conforme, a priori, con el mundo, más voluntariosa en su afán de adaptación, es profesora de Historia de Rusia y en ruso, obligada, tras la independencia ucraniana y el giro de la Historia, a cambiar el relato de sus clases, tarea para la que se verá incapacitada, lo que la llevará, más adelante, a abandonar la docencia para regentar un kiosco. Ambas son divorciadas (el marido de Olia se ha ido a Estados Unidos y el de Tamara, el inicial Amo de Dom, vive en Rusia, destacado colaborador del poder soviético) y representan en el libro dos visiones muy distintas, antagónicas, de la vida y de su país. Cada una de ellas tiene una hija, del mismo nombre, María, aunque se las diferencia por su apelativo, la citada Masha y Marusia. Muy diferentes entre sí, la adolescente Masha pronto abandonará el hogar familiar, mientras que la pequeña Marusia, a quien el lector puede reconocer como la proyección de la autora, permanecerá en el domicilio de la calle Lepkoho. La ingenuidad de la niña, con apenas seis años al inicio de la novela, su entrañable inocencia, su indefensión ante el mundo debida a su ceguera (otra circunstancia cargada de simbolismo), cautivarán al lector y, también, al caniche, conmovido por su cercanía y su cariñosa delicadeza (Nadie me había acariciado así antes. Esta niña, esta chiquilla tan extraña, es un prodigio. Es tan rara, que acaricia las paredes con la misma ternura con la que me acaricia a mí). 

En este entorno, y con un puñado de personajes secundarios que irrumpen -desde el presente (vecinos, amigos, compañeros, conocidos, parientes) y desde el pasado y los recuerdos (abuelos y bisabuelos)- en las existencias de los Tsylik, Dom cuenta lo que ve y, sobre todo, lo que huele, pues su aguzado olfato perruno capta la esencia de las personas con las que trata, con una perspicacia, una sagacidad y una clarividencia portentosas de las que la novela nos ofrece muestras constantes. Así, el coronel Iván huele a silencio, a tierra y a pan, a manzanas, a medicina para el corazón y, sorprendentemente para un anciano como él, a aceite de motor, a viento y a queroseno, y en el “retrato” está la vida entera del personaje; la Gran Ba huele a caramelo, a té fuerte, a colada, a pastillas para el dolor de garganta, a harina, a hilo y, por alguna razón, también a petróleo. Pero, ¿cómo es posible que huela a petróleo? Para mí es un enigma, y pese al misterio, el lector “conoce”, en escasas tres líneas, a la mujer; las manos de Tamara huelen a bicarbonato de sodio, como las manos de una mujer a la que le encantan los platos limpios. Y a chocolate. Seguro que le gustan los dulces. Y también a alcohol. Sí, sus manos también huelen a alcohol; Olia, además de tiza y tinta, Olga es todo libros, pintalabios, inseguridad, pero también un poco de estepa, de trenes y de carreteras. Aunque, por encima de todo, huele a su hija, la siento como madre y probablemente es así como ella misma se percibe; la pequeña Marusia sólo huele a caramelo, a ciudad, a champú de manzanilla, a madre y a amor

La sostenida y subyugante narración del muy agudo, siempre irónico y muy inteligente perro nos mostrará, en una visión lúcida, desapasionada, aunque cercana, la vida de esta familia que, como señala el editor, José Manuel Cajigas, en el prólogo a la novela, esconde con remordimiento secretos del pasado, trata de entender el presente y sufre apuros económicos insuperables para afrontar el futuro. Partiendo de este original enfoque el libro interesa por muy diversos motivos. 

En primer lugar, el carácter universal de los hechos que se nos narran, la dimensión íntima de la vida familiar, en la que, al margen de las circunstancias particulares de tiempo y espacio -que, por otro lado, son, como luego veremos, esenciales en la novela-, permiten el reconocimiento y la empatía por parte del lector: el transcurrir del tiempo, la vida común, ordinaria, que avanza, discreta, con sus afanes, lo entrañable de los personajes, su historia oculta, las esperanzas, los afectos, los miedos, las alegrías, los anhelos, las disensiones, los secretos del pasado (que el perro, con su olfato portentoso, es capaz de desvelar), el amor, la esperanza, la melancolía, la ilusión, las renuncias y las frustraciones, los sueños y los deseos -y aquí el libro abandona esa condición universal para reflejar la singularidad de la existencia de los ucranianos- de una vida verdadera sin odio, sin guerras, un hogar en el que pueda haber libertad, seguridad, tranquilidad, paz. Como ocurre tantas veces con las mejores obras literarias, el lector, a través de la lectura profunda que le permite la “inmersión” en otras realidades, comparte las existencias de los personajes, algunos intensos momentos de sus vidas, encariñándose con ellos y cuyas vivencias acaba por “sentir” como propias. Todo ello está en Un hogar para Dom, siendo, como digo, una de las grandes virtudes del libro. 

Pero, como he anticipado, la novela no nos traslada a una realidad intemporal y carente de contexto. Por el contrario, éste, el marco de referencia en el que se desenvuelven los hechos que nos cuenta el muy lúcido Dom, es el elemento central de la obra, y la voluntad de divulgarlo y darlo a conocer, ha debido ser, a mi entender, otra de las principales causas de su escritura por parte de Amelina. Así, Un hogar para Dom puede entenderse como la historia de Leópolis y, por extensión, la de Ucrania en los últimos cien años. Leópolis, la mayor ciudad de la Ucrania occidental, las más cercana a Europa y, por tanto, relativamente alejada de los frentes de guerra actuales (y el adverbio es oportuno, cuando la tecnología bélica pone al alcance de los misiles a casi cualquier lugar del mundo), tiene un pasado convulso que revelan ya, de manera inequívoca y esclarecedora, los muchos nombres con los que se la ha denominado en el último siglo (Calle Este-Oeste, de Philippe Sands es, quizá, la mejor lectura posible para conocer esa trayectoria agitada y amarga). La capital que hoy llamamos Leópolis, fue conocida indistintamente como Lemberik (en yidis), Lemberg (en alemán), Lwów (en polaco), Lvov (en ruso) y Lviv (en ucraniano), en función de su pertenencia sucesiva, en distintas épocas, al imperio austrohúngaro, a la Polonia independizada poco después de la Primera Guerra Mundial, a la Unión Soviética que la ocupó durante la Segunda Guerra Mundial, a la Alemania nazi en 1941 y, por fin, tras la “reconquista” soviética, a la actual Ucrania, de la que forma parte en nuestros días (a principios del siglo XX, leemos en el interesante prólogo, su población se componía de un 20% de ucranianos, 30% de judíos, 50% de polacos, y un 0% de rusos. En 1950 había cambiado a 50% de ucranianos, 7% de judíos, 11% de polacos, y un 32% de rusos. En 2001 eran un 88% de ucranianos, 0,5% de judíos, 1% de polacos, un 9% de rusos, y un 1,5% de otras nacionalidades, en un listado muy descriptivo de las turbulencias y los cambios políticos padecidos). Sus calles, sus edificios, también -por desgracia- sus habitantes, sufrieron -y hoy, por ahora en menor escala, siguen sufriendo- una tras otra, todas las desgracias a las que un siglo terrible, con dos devastadoras guerras de por medio, abocó a la humanidad. Esas calles de nombres también cambiantes, esos edificios, destruidos y rehechos (Hasta tiene su encanto, dice de ella Dom, con sus macizos con flores rojas al lado de los hospitales, sus Consejos de Distrito y sus Jefaturas de Policía. Las casas tienen el estilo de las polacas. No llueve muy a menudo. Las paradas de trolebús y tranvía están cerca de la casa. El tranvía de Horodotska sólo se oye a primera hora de la mañana, y luego el bullicio general se lo traga todo), esos vestigios, más o menos escondidos, de otras épocas, ese rastro de los padecimientos pretéritos y de la compleja realidad presente, afloran de continuo en el libro, como, por ejemplo, en esta heteróclita enumeración de las pertenencias con las que la familia llega a la ciudad en los años setenta: A la casa llevaron cacharros de todo tipo recolectados a lo largo y ancho del mundo socialista: gruesos rollos de alfombras azerbaiyanas y georgianas, vajillas polacas embaladas en papel del diario Pravda, lotes de libros, las obras completas de Pushkin, Dostoievski, Lenin y Shakespeare, vestidos y zapatos en un sinfín de cajas de cartón, un armario alemán blanco como la nieve, estanterías de fabricación casera, camastros de hierro, como los de los cuarteles, porque no había otros o no habían tenido tiempo de comprarlos. Colocaron sus muebles junto con las reliquias abandonadas en el piso: el baúl de hierro y una estufa con azulejos blancos agrietados y el interior negro

Pero, al modo en que la intrahistoria familiar refleja la de la ciudad, también la de Leópolis se constituye, en definitiva, en una representación a pequeña escala de la de Ucrania entera e, incluso, si abrimos el foco, de la del trágico destino que ha acompañado al continente europeo en los peores momentos de su historia. En el relato de las duras y penosas vicisitudes de los Tsylik están, de manera expresa o tangencial (y las “vemos” a través de las palabras de Dom), las etapas antes mencionadas: su pertenencia al Imperio Austro-húngaro, la Primera Guerra Mundial, la desmembración de Galitzia, la región central, en cierto modo la “almendra” de Europa, la breve independencia posterior trufada de guerras civiles, la era estalinista, el Holodomor, el genocidio que acabó con millones de ucranianos asesinados por el hambre y por Stalin, la invasión nazi y el exterminio consiguiente, la Segunda Guerra Mundial, el sometimiento a la Unión Soviética tras el triunfo contra Hitler y los cincuenta años de dictadura de Moscú hasta la Independencia de 1991 -en donde nos sitúa el comienzo de la novela- y los días revolucionarios y europeístas del Maidán, con los que el libro cierra sus páginas. No parece aventurado colegir que, sin hablar de la situación actual -algo imposible, pues el libro se escribió en 2017-, hay en la novela algo de anticipatorio, en tanto revela el clima de conflicto y enfrentamiento permanentes en que se ha visto envuelta Ucrania y, sobre todo, la búsqueda de identidad y el ansia de libertad de sus ciudadanos. 

Porque, si en muchos casos las referencias a la historia del país no son explícitas, Un hogar para Dom no deja de ser, de manera indiscutible, una novela sobre Ucrania, sobre el sentir de sus gentes, sobre sus preocupaciones y sus miedos, sobre su difícil pasado y, por encima de todo, sobre sus expectativas y deseos de futuro. Y aquí comparece el tercer frente de interés del libro, tras la descripción de las vivencias del núcleo familiar y la mención a la historia de Leópolis y Ucrania: su simbolismo, el carácter metafórico, alegórico, de muchos de los elementos que se presentan la obra, objetos, personajes, actitudes vitales, incluso el estilo y el lenguaje, que apuntan a otros ámbitos más generales que trascienden la mera recreación lineal de los hechos que se nos cuentan y que dotan a la novela de una atmósfera “especial” y la convierten en una creación literaria muy singular y original. 

De este modo, hay muchos detalles que apuntan a un tema fundamental en el libro: la identidad. Con una trayectoria política tan confusa y cambiante, con un pasado hecho de mezclas y cruces -de sangres, de ideologías, de regímenes políticos, de ocupantes y dominadores, de orígenes étnicos, de nacionalidades, de culturas, de religiones- el núcleo del conflicto de Ucrania, un país que cada poco tiempo cambia de manos, es identitario, los ucranianos -los personajes de la novela en tanto la autora pretende que sean representativos- se preguntan por quiénes son, ansían descubrir su identidad, una identidad que se presenta fluctuante, difusa, inestable. Los Tsylik son una familia ruso-ucraniana, condición compartida, por otra parte, con la propia Victoria Amelina, y en las fechas en las que se sitúa la novela, sus miembros se ven obligados -por convicción o por necesidad, por rechazo del pasado o por esperanzada ilusión de futuro- a elegir quiénes son o quiénes quieren ser. Ante un país devastado y reconstruido, de fronteras lábiles, tornadizo y mudable, los personajes buscan una estabilidad, un ámbito de pertenencia, un territorio estable, un hogar. En este sentido, Un hogar para Dom -y ello es evidente desde el título, en lo que expresamente dice y en lo que esconde, soterrado- es así un relato sobre la búsqueda de un hogar. Porque Dim dlja Doma, que así es como se llama el libro en su idioma original, incluye el vocablo “Dim”, “casa” en ucraniano, y “Dom”, diminutivo de Dominik, el perro protagonista y también “casa” en ruso. Ello abre otra línea muy notoria en el libro, cargada también de simbolismo, la del lenguaje y el “juego” con el idioma. Los personajes hablan en ruso, en ucraniano, se ven obligados a cambiar en función de las circunstancias, a la Gran Ba no la entienden cuando habla en ruso, Marusia tendrá que hacer, en un examen de admisión escolar, una prueba de ortografía en ruso, que no es su lengua habitual. A Dom, su Amo original le habla en ruso, pero el abuelo Iván lo hace en ucraniano, aunque solo cuando nadie le puede escuchar. Y el perro, al comienzo del libro, confiesa al lector: Si yo fuera una persona la habría dado mil vueltas al idioma en que contar esta historia, en ucraniano o en ruso. El conflicto lingüístico llega a nuestros días, pues tras la ocupación, muchos ciudadanos ucranianos, habituados a expresarse en ruso normalmente, se resisten ahora a aceptar la lengua del agresor, y se reflejaba también en Orfanato, de Serhiy Zhadan, en donde el “confundirse” de idioma en los territorios en los que se desarrolla la guerra puede suponer la muerte. 

Dentro de este mismo ámbito que tiene que ver con “lo simbólico” a mí me ha interesado la idea de fragilidad y de la correlativa exacerbada sensibilidad que suponen tanto su imperfección, el defecto de una de sus orejas, en el caso de Dom, como la ceguera de Marusia. Son muy perceptibles las descripciones que se hacen partiendo de los sentidos, el agudo olfato del caniche y el tacto y el oído de la intuitiva niña. Su debilidad los hace entrañables al lector, sus limitaciones apuntan a otra forma de entender la realidad, ajena a la confusión babélica de las palabras. En este sentido, Un hogar para Dom cautiva por unos rasgos que tienen que ver, desde mi punto de vista, con la trayectoria previa de la autora como escritora de literatura infantil: lo mágico, el aliento poético, la delicadeza, la emoción, el encanto, la dulzura, lo imaginativo y fantasioso (animales que hablan, objetos que cobran vida), como de encantamiento sentimental, propio de los relatos para niños, rezumando candor y ternura. 

Y en esta vertiente de leyenda, cercana a los cuentos de hadas, se inscribe, en un lugar central del libro, la presencia de un baúl misterioso repleto de desconocidos secretos. Cuando los Tsylik se mudaron a su hogar en la calle Lepkoho, un baúl solitario, dicen, esperaba a sus nuevos dueños junto a una puerta interior bien cerrada. Un gran baúl de hierro macizo, ennegrecido. Probablemente, los anteriores dueños del piso tenían prisa y no tuvieron tiempo de llevárselo. El arcón, cerrado -su llave perdida-, de peso enorme y que apenas puede moverse, permanecerá en la casa ante la indiferencia de sus habitantes, salvo Marusia y Dom, para los que es fuente de todo tipo de interrogantes. Marusia dormirá sobre el baúl, soñará con el tesoro que alberga, indagará por doquier en busca de la llave que permita el acceso a sus arcanos, confiará en que en su interior alberga libros con historias fantásticas, la visión recuperada, la promesa de una vida mejor para su familia. Solo al final de la novela tendremos un atisbo de su enigmático contenido, más prosaico, reforzando el carácter simbólico del relato. 

Y están también la aparición de numerosos perros y el protagonismo de las mujeres y la muy subrayada importancia de la educación, con la presencia de profesores, maestras, la propia Olga de truncada carrera docente y, de continuo, la transmisión de los valores que Amelina defendía en su vida, la concordia, la búsqueda de la paz, el valor de la casa, de la comunidad, la superación del horror, del sufrimiento, del dolor. 

Un libro espléndido que os recomiendo vivamente. Como lo hago también con los intérpretes de mi propuesta musical de esta tarde, el formidable grupo ucraniano DakhaBrakha, que hace una música mestiza, a caballo del folklore y el pop, entre la tradición y los ritmos más actuales, entre lo viejo y lo nuevo. Os dejo con un tema de un encanto magnético, atmosférico, envolvente, Monakh. Antes de él, un significativo texto de la novela, en el que Dom, con su voz lírica, describe con simbolismo poético la situación de esta Ucrania siempre rota y sufriente a la vez que muestra la animosa y esperanzada posición de su infortunada creadora. 


Yo creo que, en general, la gente ahora es libre y puede hacer lo que le plazca, al menos dentro de los límites espaciales que llaman “mundo civilizado”. Es libre hasta en el gran país en el que nacieron todas las personas de mi familia —el Amo, el anciano coronel y todas las mujeres, incluida la pequeña Marusia—, pues ese enorme y terrible país se desmoronó y se dispersó, como se esparce a veces la sal o la harina por el suelo. ¿O quizás no se desmoronó, sino que sólo se desbordó, como un río después del invierno? Eso lo explicaría todo. Aquel país se resquebrajó y se derramó, fluyendo en ríos y arroyos por los adoquines, como si se hubiera roto una botella de aceite comprada por una señora cualquiera en el mercado de la estación de Leópolis. Y una vez derramado el aceite, no es tan fácil limpiarlo de las calles. A medida que pasa el tiempo, los pies humanos y las patas perrunas resbalan, una y otra vez, en el aceite derramado en las vías del tranvía que se dirige al centro, bajando por la calle Horodotska. Todo alrededor es pegajoso y confuso, y ya no estás seguro de si fue la gente la que derrotó al monstruo o si, por el contrario, fue el monstruo el que venció a la gente con sus tretas. Ahora será aún más difícil deshacerse de él. Y quieres huir, volver a casa, pero resbalas, te caes, y tu pata se desliza por debajo del tranvía. —¡Corre, Dom!—. Estoy corriendo. Pero ¿no sería mejor esperar que todo se seque y luego irnos? Pero todo —las suelas de las viejas botas, los tacones demasiado altos, las ásperas almohadillas plantares— se pega por igual, no hay forma de despegarse de esta tierra. Dentro de cien años aún quedarán huellas: un olor apenas perceptible, pero característico, de algo derramado, cuyo nombre ya se habrá olvidado. Las mujeres limpian y, aunque intentarán hacerlas desaparecer, pensarán en huir de aquí a un lugar donde no haga falta limpiar esas huellas, donde no haya nada destruido, ni monstruos, ni ejércitos, ni vidas rotas. Aunque el viejo coronel ya me advirtió de que lugares como esos no existen en la Tierra. En todas partes siempre algo se resquebraja, se rompe y esparce sus huellas-trampa. Mi nariz me dice lo mismo. Estaría bien no contar mi historia con palabras, sino con olores; con el olor de las huellas que están esparcidas por todas partes, esperando ser leídas.
  
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Victoria Amelina. Un hogar para Dom

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