Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 14 de febrero de 2024

SCOTT SPENCER. AMOR SIN FIN
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo un libro excelente, que cuenta ya con más de cuarenta años a sus espaldas pero que no había visto la luz en nuestro país -al menos que yo sepa- hasta el pasado 2023. Se trata de Amor sin fin, la excepcional novela del estadounidense Scott Spencer, publicada originariamente en 1979 y que acaba de editarse en España, en traducción de Inmaculada Pérez Parra, en el seno de la editorial Muñeca infinita. El libro, muy popular desde su aparición, ha sido traducido a infinidad de idiomas y dado lugar también a un par de adaptaciones cinematográficas, una pasable y la otra, al parecer, lamentable, e incapaces ambas de trasladar la intensa, compleja, obsesiva, profunda y filosófica incluso, historia de amor total, extremo, descaradamente romántico y desgarrador que nos muestra el autor, para convertirla en una edulcorada y empalagosa versión de Romeo y Julieta en la adaptación de Franco Zefirelli, de 1981, con Brooke Shields y la primera, y muy fugaz, apenas tres líneas de texto, aparición cinematográfica de Tom Cruise; y en una disparatada, simplista y de todo punto olvidable “recreación”, con numerosos cambios sustanciales con respecto al texto original, dirigida en 2014 -¡y estrenada el día de San Valentín de ese mismo año, como si el “amor” de Spencer fuera el “amor” de El Corte Inglés! (y, por cierto, el hecho de que mi reseña se emita precisamente hoy, festividad del romántico santo que tanto aborrezco, en una mera casualidad)- por una anodina e irrelevante Shana Feste. No debéis dejar de leer el artículo que el propio Spencer escribió para The Paris Review en septiembre de 2013, poco antes del estreno de esta segunda versión: Me sorprendió que algo tan tibio y convencional pudiera haber sido creado a partir de mi novela ligeramente trastornada sobre la gloriosa violencia destructiva de la obsesión erótica, dirá del “caramelo” zefirelliano; para añadir, apesadumbrado, sobre el nuevo intento: Amor sin fin estaba destinado a ser un cuchillo en el corazón del lector, no en el del escritor (…) y ahora una segunda generación se está viendo envuelta en su propia masacre del Día de San Valentín

La novela cuenta la arrebatada, turbulenta, apasionada y doliente historia de amor de David Axelrod y Jade Butterfield, jóvenes de diecisiete años de Chicago. Narrada en primera persona por el muchacho, cuya voz adolescente, excesiva, a veces violenta y exagerada, a menudo ingenua e inocente, es uno de los indudables logros del libro y una de las causas del estado de encantamiento con el que el lector avanza embebido en sus páginas, Amor sin fin se abre de modo brillante con unas palabras inolvidables y destinadas a convertirse en uno de esos comienzos memorables, con el tiempo clásicos, de la historia de la literatura: Cuando tenía diecisiete años, obedeciendo los mandatos más urgentes de mi corazón, me alejé del camino de la vida normal y en un momento arruiné todo lo que amaba; lo amaba tan profundamente que, cuando el amor se interrumpió, cuando el incorpóreo cuerpo del amor retrocedió aterrorizado y mi propio cuerpo fue encerrado, a todos les costó creer que alguien tan joven pudiera sufrir de manera tan irrevocable. Pero ahora han pasado los años y la noche del 12 de agosto de 1967 todavía divide mi vida

Y es que esa noche, en el paroxismo de su obsesión, David incendiará la casa en la que vive su enamorada Jade, con ella, sus dos hermanos y sus padres dentro. Así -y el hecho ocurre en las tres primeras páginas del libro; no estoy desvelando nada esencial que pueda incomodar al lector que quiera seguir “virgen” la trama-, con esa fuerza arrolladora, empieza una novela en la que el amor, la locura y la muerte (al menos su posibilidad), tres de sus elementos fundamentales, están presentes desde la escena inicial. David es hijo único de dos estrictos simpatizantes del Partido Comunista -él un abogado que no defendería nunca a un hombre rico contra uno pobre y que no les cobraba a sus clientes tarifas exorbitadas-, progresistas que pasan los sábados ayudando a los negros a hacer un piquete en los almacenes Woolworth, nostálgicos de unos valores que sostienen de modo irreductible aunque desencantado y melancólico, conscientes de sus contradicciones, los algo añejos ideales de los círculos radicales en que se mueven, excéntricos, en el exclusivo Hyde Park en que residen. Los padres de Jade, por el contrario, son dos burgueses, formados en universidades de prestigio, miembros de “buenas familias” (sus cuerpos esbeltos y sus huesos fuertes, sus dientes derechos, su pelo liso y el tañido incurable de sus voces de clase alta), algo hippies -estamos, ya se ha dicho, en 1967, en la explosión de la contracultura y la fascinación por el underground-, de mente abierta y pensamiento alternativo, con ciertas costumbres excéntricas, habituados a experimentar -incluso en familia- con el LSD. El enamoramiento de David por la chica lo llevará a pasar cada vez más tiempo en la casa de ella, deslumbrado por esa familia singular -esa familia perfecta- y ese ambiente poco convencional, tan diferente del muy rígido entorno en el que creció. Acabará por instalarse en su casa, en donde la mentalidad tolerante de los Butterfield no solo permite su cordial acogida sino el que comparta cuarto y cama -un viejo colchón perfumado con Chanel nº 5- con Jade, profundice en la relación con sus hermanos, Keith, el mayor, y Sammy, el pequeño, y disfrute, encandilado, del atractivo encanto de la madre, Ann. Sin embargo, el padre, Hugh, que al poco tiempo percibe que la relación entre los dos muchachos, demasiado cerrada y agobiante, puede llegar a ser peligrosa para su hija, “condena” a David a un alejamiento temporal de treinta días (aunque cuando Hugh Butterfield me dijo, mientras me desterraba de su casa, que Jade y él habían decidido que no me acercara durante treinta días, tuve la sospecha -infundada, pero poderosa, de que habían maquinado una separación que quizá no fuera a terminarse nunca). Enloquecido por la súbita expulsión del centro de su vida, toma la determinación -mitad impulso, mitad reflexión, cien por cien delirio (La guerra que había emprendido contra todo el mundo desde que Hugh Butterfield me dijo en 1967 que no podía ver a su hija durante treinta días)- de prender fuego al hogar familiar en una noche en que padres e hijos se entregan, adormilados, a la plácida languidez de un viaje lisérgico colectivo. El fuego es mesiánico: gobierna sobre sus dominios con una autoridad abrasadora, totalitaria, y parece creer que toda la creación debería estar en llamas, subraya David a la vista de los devastadores efectos de su acto, para añadir, en otra reflexión que acentúa el carácter metafórico de las llamas (es continua, a lo largo del texto, la asimilación de ambos “fuegos”, el real y el simbólico; el autor ha confesado su fascinación por el fuego, habiendo sido, en el pasado, voluntario del departamento de bomberos), y su equiparación alegórica (es obvio que lo que se encendió cuando te quise sigue ardiendo) con el amor que lo domina: En la plenitud de sus fuerzas [el fuego; y el amor], completa su victoria sobre el mundo estable y todo queda a su merced. En la candorosa imaginación del adolescente, el incidente permitiría su inesperada aparición como salvador, el acabamiento de su “exilio”, la recuperación de la confortable comodidad de su hogar adoptivo y la vuelta a la exacerbada pasión que ardía -no cabe otro término- entre los brazos de Jade. 

Pero los acontecimientos se desbocan, las tímidas llamitas que el chico prendió en el porche de los Butterfield pronto escaparán a su dominio, los hechos se le irán de las manos, la casa acabará arrasada y todo acaba con David denunciado y, como condena menor, encerrado en Rockville, un hospital psiquiátrico, con la prohibición taxativa de entrar en contacto con la chica y sus familiares que, pese a la destrucción de la casa, han salido indemnes. A lo largo de quinientas sesenta páginas, Scott Spencer nos permite escuchar la voz de un David que narra más de una década de su vida tras los hechos, la terrible reclusión en la institución, su posterior salida en libertad condicional, los imprudentes intentos de desafiar su condena y localizar a Jade, a su madre o a sus hermanos, entre otros muchos episodios -encuentros inesperados, despedidas repentinas, muertes, condenas, amantes y tribunales y hospitales y cartas sin mandar y diez mil horas de terror y de duda- que no quiero desvelar (lo cual hace muy difícil aportar a mi reseña elementos significativos que puedan despertar vuestro interés por leer el libro). Un David, triste, solitario, desesperado y ascético que se niega a cualquier tipo de práctica sexual reservándose para un nuevo encuentro con su amor perdido; ocupado, las enteras jornadas, los años enteros, en rastrear las huellas de su amada, de ir en busca de ella, de su destino, incapaz de más vida que la que se desarrolla en el exaltado seno de su amor por Jade, un amor totalizador, que todo lo abarca, que lo es todo, que absorbe el mundo entero. La escuela y los estudios, el arte y la escritura, la sociedad, el trabajo, la familia, las amistades, las reglas, los valores, la cordura, hasta la biología, ceden ante este delirio apasionado que exuda dulzura y deseo, erotismo y ternura, frenesí, lujuria y sexo, ardor, ciega irracionalidad, delicioso arrobamiento y arriesgado exceso, un enloquecido amor simultáneamente fatal y feliz. Hay una escena -y su sola mención ya contiene indicios que pueden destripar parte de la trama argumental; sáltese este párrafo quien quiera evitar conocerla-, que ocupa cuarenta de las setenta y cinco páginas del intenso capítulo 14 de la novela, en la que se describe, de un modo magistral, un tórrido pero dulcísimo encuentro sexual, lleno de lubricidad y pasión, en un hotelucho de Nueva York; un episodio inolvidable que encierra la esencia de esta novela magistral. 

En un mundo como el actual, en el que el sexo a la carta, el mercadeo de cuerpos en las aplicaciones especializadas, la exacerbación del deseo, el auge de los encuentros esporádicos y fugaces, el ghosting como desenlace habitual de las muy fugaces relaciones (por cierto, ¿por qué decir ghosting en vez del castizo -y mucho más explícito y rotundo- “si te he visto no me acuerdo”?), la banalización del contacto sexual, la progresiva disolución de la pareja (¡y qué decir del matrimonio!), la siempre creciente cifra de divorcios, el cuestionamiento del amor romántico y de las uniones “para toda la vida”, el escepticismo posmoderno ante cualquier forma de vínculo duradero, todos esos signos de nuestro tiempo, constituyen la pauta habitual en que se desenvuelven las relaciones entre sexos y determinan también el cambio de paradigma amoroso en este descreído siglo XXI, un libro como Amor sin fin brota a contracorriente, como una provocación, en cierto modo. El amor incondicional, duradero, estable, fiel, imperecedero, indestructible parece relegado a añejas ensoñaciones “romanticoides”, propias de novelones decimonónicos o, tras el conveniente “aggiornamento”, de series alemanas de sobremesa dominical. El amor inflamado y enardecido -no me resisto a evitar las metáforas ígneas- es cosa de viejos verdes temblorosos ante pequeñas ninfas, de tímidos muchachos enamorados de sus maestras, de perturbados asociales, de, en definitiva, seres excéntricos, marginales, que están fuera -de un modo u otro- del “correcto” desenvolvimiento en sociedad. 

Es por ello por lo que, entre otras muchas razones, Amor sin fin resulta a la vez sugestivo y perturbador, porque nos muestra a un protagonista poseído por un sentimiento poderoso e imprudente, asocial -o más exactamente “antisocial”-, fuera de lo normal, fuera del tiempo (Todo está en su sitio. El pasado descansa, respirando apenas en la oscuridad. Ya no me abraza como solía; ahora tengo que retroceder para tocarlo. Es de noche y estoy solo y sigue habiendo tiempo, un momento más. Estoy un largo escenario negro, con un círculo de luz sobre mí, que es mi amor por ti, imperecedero. Me he escapado y -o me han expulsado- de la eternidad y he vuelto al tiempo, confesará el chico, cuando se ve obligado a alejarse de su amada). El amor entre David y Jane carece de límites; mejor dicho, quizá los tiene “objetivamente”, pero el personaje principal no los reconoce, no tiene conciencia de ellos, ni los “procesa”. David no ve otro objeto que su amor, no hay barrera que no salte para llegar a Jade. Ni las reglas sociales, ni las costumbres familiares, ni siquiera la propia voluntad de la destinataria de su amor, mucho menos las leyes constituyen un obstáculo que impida dar rienda suelta a su enérgico e incontenible sentimiento. La inconmensurable magnitud, la potencia de su afección, lo resolutivo de su proceder, son percibidos como una monomanía adolescente, narcisista, petulante, como una peligrosa provocación, si bien resultan también envidiables, contagiosos, fomentan la imitación, por lo que disuelven las prácticas tibias de quienes no están -no estamos- a la altura, en particular los adultos que, en ambas familias, los rodean, que ven como los rescoldos de necesidades, de sueños, de deseos apagados en ellos (Erais todas nuestras fantasías románticas medio olvidadas encarnadas para siempre, dirá Ann) vuelven a encenderse (¡ay, el fuego que nunca deja de arder!). David nos muestra, de modo extremo y, a la postre, trágico, la ilusión de que otra vida es posible, una quimera sin cuyo auxilio no se puede, casi literalmente, vivir. Llevar el sueño más allá de esos límites que se habían acordado como razonables, leemos, en una síntesis muy esclarecedora del propósito que guía su existencia dañada. Estamos, claro está, ante un amor adolescente, propio de la sensibilidad exacerbada, de la radical entrega, de la impasibilidad ante los obstáculos, del valiente atrevimiento (las cosas que no hice. Al final del día, eso es todo de lo que nos quejamos. Los caminos que no hemos recorrido. Las personas que no hemos tocado), de la confrontación con el mundo, de la insensata temeridad, de la irracional y desafiante voluntad de una juventud que todo lo puede (o que cree poderlo todo). Pero no se debe subestimar el amor adolescente. De hecho, explica el propio autor en otra entrevista, quería que el título fuera una especie de desafío, como si el tema de la novela desafiara a lectores sofisticados, acostumbrados a una dieta de hierro de cinismo e ironía, insistiendo en que se tomen en serio los dolores amorosos de los adolescentes. No creo que nadie pueda entender el llamado “amor adulto” sin reconocer sus raíces en nuestras relaciones anteriores. Así es; y me atrevo a apostillar: no hay amor verdadero si no es, en su fondo último, adolescente. 

El libro deja al lector rumiando acerca de si, en realidad -más allá de la ficción-, es posible el amor eterno o si, a la postre, la vida y su medida se imponen. Su inexorable medida: la muerte (Nunca pienso en la vida que me perderé después de que me haya muerto o en todo lo que me perdí antes de nacer. Es el tiempo que paso muerto durante esta, mi sola y única vida, el que me hace tirarme de los pelos). Otra lectura de Amor sin fin es la que muestra la cercanía entre la vida intensa y la muerte, la pasión y la destrucción, Eros y Tánatos. El amor de David, espiritual, delicado, emotivo y sensible, es también, ya se ha dicho, muy carnal, arrebatado, y solo es concebible envuelto en locura, violencia, aniquilamiento, infelicidad. Como recoge alguna crítica, leyendo este libro, más que literatura tienes la sensación de lidiar con carne palpitante, con un paquete de nervios y sinapsis temblando y golpeando a izquierda y derecha. Un lector que mientras pasa las páginas de Amor sin fin padecerá la lacerante envidia que despiertan tanto la atracción, la fuerza subyugante de un impetuoso deseo sexual ya definitivamente perdido, como la melancólica nostalgia por un amor adolescente que quizá nunca existió o que, de haberlo hecho, se ha olvidado para siempre. 

Es, pues, el amor, infinito, apasionado, torrencial, incontenible, exaltado, resuelto, inconmensurable, enloquecido, insólito y único en su vehemente intensidad (Es algo que pasa una vez en la vida. Odio pensarlo, pero supongo que es verdad. Es una lástima para nosotros que nuestra única vez en la vida pasara cuando éramos demasiado jóvenes como para saber manejar la situación), el centro todo del libro y la principal razón de ser de su magnética atracción para el lector. Y esta vertiente que atañe a la locura es, también, otro aspecto reseñable de la novela. La declaración de principios de David, que leemos en las primeras páginas, sobre la desaforada naturaleza de su amor, es muy buena prueba de ello: Yo pertenecía, lo supe entonces, a la vasta red de hombres y mujeres condenados: el amor había tomado un camino equivocado dentro de mí y me había empujado al caos. No era mejor que los que hacían llamadas anónimas, que los fanáticos, las alimañas enloquecidas, los que amputaban orejas, los que perpetraban extravagantes suicidios acusadores, lo que contrataban a detectives privados o que un rey medieval dispuesto a desplegar un ejército de diez mil almas para ganarse el favor de una doncella distante y quien, una vez que los campos están abrasados y los cuerpos yacen en montones bajo el sol, se golpea el pecho y dice: “Lo hice todo por amor”

El amor que retrata Scott Spencer es exaltado (Intenté concentrarme en mi impotencia, en mi incapacidad de seguir adelante con mi vida, de volver a empezar. Aunque la verdad era que no tenía ninguna voluntad ni ninguna intención de volver a recomenzar mi vida. Lo único que quería era lo que ya había tenido. Esa exultación, ese amor. Era mi único hogar verdadero, en los demás sitios solo estaba de visita. Había pasado demasiado pronto, eso seguro. Habría sido mejor, o por lo menos más fácil, que Jade y yo nos hubiésemos encontrado y descubierto lo que significaba estar juntos cuando fuéramos mayores, que hubiese pasado después de años de intentos y decepciones, en vez de ese salto inmenso y desconcertante de la infancia a la iluminación. Era difícil aceptar, y también aterrador, que la cosa más importante que me iba a pasar nunca, la cosa que era mi vida, me había pasado cuando no tenía aún diecisiete años), excesivo (Escribí cientos de cartas que no me atreví a mandar. Les escribí a Keith, a Sammy y Hugh. Le escribí más de una docena de cartas a Ann y más de setenta y cinco cartas a Jade. Escribí disculpas. Escribí explicaciones racionales y ataques contra mí mismo que habrían excedido sus impulsos más amargos. Escribí cartas de amor, una iba firmada con la mancha de sangre de la yema rebanada de un dedo. Supliqué y recordé y me comprometí con el ardor asfixiante de un exiliado. Escribí al amanecer, escribía en el cuarto de baño, me despertaba en mitad de la noche deshabitada y escribía y escribía. Escribí poemas, algunos los copiaba, otros los componía. Le dejé claro al mundo que lo que Jade y yo habíamos encontrado el uno en el otro era más real que el tiempo, más real que la muerte, más real, incluso, que ella y que yo), adictivo (El amor -¿o es solo el amor romántico?- es un psicodélico. Es la alfombra voladora, el truco de la cuerda), un estado alterado de conciencia (Con Jade siempre notaba las cosas que estaban fuera de nosotros -las grietas en la pared, el olor de los arces húmedos entrando a través de las mosquiteras- y al registrarlas lo convertía todo en parte de nosotros), una patología, una obsesión (Pienso en ti todo el rato (…). Cuando estaba en aquel puto hospital y en casa de mis padres y ahora, en mi propia casa), un delirio ajeno a la realidad (Una parte de mi ser permanecía distante de esas escaramuzas nerviosas con los días que pasaban. Consideraba esa parte la mejor y más secreta de mi ser y no la sometería a mi guerra perdida con el tiempo).

En este sentido, el protagonismo del febril padecimiento del chico “oscurece” a Jade, que, en el fondo, está ausente, es una sombra, es tan solo un objeto de deseo, el foco sobre el que se concentra el enajenado sentimiento del chico. Lo relevante en la novela -y a ello contribuye, claro está, la redacción en primera persona- es lo que el muchacho siente por ella, cómo ella lo “construye” a él, cómo su existencia repercute en su familia, en su lugar en el mundo, cómo es tener relaciones sexuales con ella, cómo el chico se siente cuando la extraña y cómo cuando la quiere; todo lo que a él le ocurre se muestra de una manera mucho más vívida que la propia presencia de Jade, borrada, aniquilada, en cierto modo un fantasma, un mero desencadenante de la obsesión de David. De hecho, hay varios personajes, sobre todo su madre, Ann, con una mayor y mucho más significativa presencia en el texto. 

Y en la novela está también, casi imperceptible, difuminado tras el impulsivo arrobamiento del muchacho, el telón de fondo “social”, el sutil retrato de la una sociedad, la norteamericana de los sesenta, que acabaría por “imponer” al mundo ese “american way of life” y que aparece reflejada -insisto, muy en segundo plano, como en sordina; aunque de manera bien perceptible- en sus rasgos más destacados: la prosperidad económica, la apertura liberal y el keynesianismo, el generalizado bienestar social, la aparentemente tranquila balsa de aceite en que se desenvuelven los ciudadanos de la primera potencia mundial, la vida confortable en las viviendas unifamiliares y, pese a ello, la crisis de la familia, los avances en los derechos civiles -el divorcio, la tolerancia cultural-, los nuevos hábitos, la experimentación con las drogas, la “naturalización” de la homosexualidad, la impetuosa segunda ola feminista, la píldora y la revolución sexual, Vietnam, la revuelta generacional, el "hippismo" con su universo de paz, música, flores y pelo largo, las protestas sociales, el activismo político, la cuestión racial, el prestigio -solo entre la clase acomodada e intelectual, no en la población- de la “Nueva Izquierda”. En este explícito marco, David aparece -sin pretenderlo- como una suerte de héroe contracultural que encarna los principales mitos de la rebeldía de los 60: libertad sin freno, autenticidad frente a la hipocresía social, rechazo a las convenciones sociales, subjetividad desaforada, reivindicación -tímida- de la locura frente a la rutinaria y castradora normalidad (Mis padres eran los modelos vivientes del orden y de los ‘buenos hábitos’. Los periódicos, si no se iban a guardar para siempre, había que tirarlos justo después de leerlos. El vaso que usabas para tomarte un zumo a media mañana, se lavaba de inmediato y se colocaba en el escurridor de plástico azul. No se dejaban las luces consumiéndose en las habitaciones vacías y ningún zapato desocupado se atrevería jamás a asomar siquiera la punta por debajo de una colcha con flecos), búsqueda adolescente de la realización personal al margen de las trayectorias diseñadas por el mundo adulto, repudio del “sistema”, énfasis en lo espiritual y despreocupación por las necesidades materiales. Pero, entiéndase, Amor sin fin no es una novela de tesis ni sociológica, en la que su autor pretende mostrar una época. Lo hace, claro está, pero -pienso- sin la voluntad explícita de su autor cuyo talento en la ambientación del “escenario” en que se desenvuelven sus personajes le permite, sin embargo, reconstruir con eficacia un segmento de la historia de su país. 

En fin, son muchos los motivos, como puede observarse, para adentrarse en esta extraordinaria novela, de lectura subyugante. Os dejo ahora con un fragmento en el que queda de manifiesto la intensidad amorosa que padece (en el amor, pasión es, claro está, gozoso apetito exacerbado, pero igualmente padecimiento y dolor) su protagonista. Tras el breve texto, una de las muchas canciones que salpican la narración, que, también a través de su formidable banda sonora (Michael, row the boat ashore, el When a man loves a woman de Percy Sledge, el Cry (If your sweetheart sends a letter of goodbye), de Johnny Ray, los Beatles, Stevie Wonder, Joni Mitchell, los Beach Boys, el Sunny de Bobby Hebb, Lola, de los Kinks, la Steve Miller Band; entre conspicuas presencias de música clásica: Vivaldi, Bach, Fauré), “dibuja” fielmente la "fotografía musical" de aquellos años. El tema elegido es Silver dagger, de Joan Baez, otra figura legendaria de aquella época. Su estrofa Don’t sing love songs. You’ll wake my mother “suena” en los episodios en los que las muy agitadas efusiones sexuales de la pareja en casa de los padres de ella, llegan a alterar el sueño de los restantes miembros de la familia. 


Si a veces me sentía solo con mi amor sin fin, no era más que por vanidad o por desánimo, pero ahora que estaba corriendo el riesgo al que me había urgido mi corazón, sentía también que no estaba solo. Si el amor sin fin era un sueño, entonces era uno que compartíamos todos, más incluso de lo que compartíamos el sueño de no morirnos nunca o de viajar en el tiempo, y si algo me distinguía de los demás no eran mis impulsos sino mi cabezonería, mi voluntad de llevar ese sueño más allá de lo que se daba por supuesto que eran sus límites razonables, declarar que ese sueño no era un truco febril de la mente, sino una realidad por lo menos igual de real que la otra, la ilusión más débil y más infeliz que llamamos vida normal. Al fin y al cabo, las imposiciones del amor sin fin seguían siendo las mismas desde hacía miles de años, mientras que la vida normal había cambiado mil veces y de mil maneras diferentes. ¿Qué era, entonces, lo más real? Enamorado y dispuesto a sacrificar lo que fuera por mi amor, me sentía conectado con todo el tiempo humano, con los esclavos que habían llorado en las tarimas donde los subastaban, con los músicos que había rasgueado sus instrumentos bajo balcones iluminados por la luna y, tanto si me quería como si no, con Jade.

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Scott Spencer. Amor sin fin

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