Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de noviembre de 2024

PREMIOS NOBEL (III): ERNEST HEMINGWAY, ORHAN PAMUK, J.M. COETZEE, JEAN-MARIE GUSTAVE LE CLÉZIO

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro sigue con el repaso de la obra de cerca de una veintena de escritores, ganadores todos del Premio Nobel de Literatura y que han aparecido en este espacio y en el otro que dirijo y presento en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, en los largos años de existencia de ambos. Con la excusa de la concesión, hace unas semanas, del prestigioso -aunque a menudo controvertido- galardón sueco a la surcoreana Han Kang, he abierto aquí una serie, que hoy llega a su tercera y última entrega -aunque habrá una suerte de continuación “parcial” dentro de siete días- en la que ya os he presentado libros de la propia Kang, Albert Camus, Kazuo Ishiguro, Alice Munro y Mario Vargas Llosa, en el primer programa; y de John Galsworthy, Thomas Mann, Patrick Modiano y Bob Dylan, en el de la semana pasada. En todos estos casos -y el fenómeno se repetirá de nuevo esta tarde- mis sugerencias recuperan propuestas difundidas en un formato distinto al hoy habitual, bien sea porque en sus orígenes la duración de Todos los libros un libro era de apenas diez minutos y, en consecuencia, las reseñas eran mucho más breves; bien porque algunos de los comentarios no pudieron ser radiados por distintas circunstancias y solo aparecieron en la versión escrita del blog; bien porque más de uno de los autores premiados fueron objeto de programas monográficos en Buscando leones en las nubes, cuyo esquema no se acomoda al de las recensiones literarias, consistiendo en cambio en una selección de textos del escritor elegido intercalados con música más o menos alusiva a su obra; bien, en fin, porque ninguna de las emisiones a ellos dedicadas se grabó con el actual esquema de videoconferencia y, por tanto, no aparecen en el canal de YouTube del programa, la más reciente forma de difusión -desde hace cuatro cursos- de mis palabras. 

Quiero señalar también en esta introducción que dejaré fuera de este recorrido a cuatro de los premiados de los que me he ocupado en diversas emisiones de mi trayectoria radiofónica, en primer lugar a causa de la propia duración del programa -limitada pese a mi facundia excesiva-, pero también por razones que podríamos llamar “estructurales”. Los dos primeros de ellos, John Steinbeck y Rudyard Kipling, quedarán “excluidos” porque sus obras mayores, Las uvas de la ira, en el caso del norteamericano, y El hombre que llegó a ser rey y Kim, ambas del británico, no cumplen ninguna de las razones de excepcionalidad que acabo de adelantar: mis comentarios sobre los tres libros fueron, en su momento, extensos y detallados; además, las reseñas fueron radiadas (recientemente, además); y se emitieron también en vídeo, constando por tanto en YouTube para quien quiera ahora acceder a ellos. La razón por la que prescindo de las otras dos, las poetas Louise Glück y Wislawa Szymborska, se debe a que la semana próxima formarán parte de mis sugerencias en un programa, cuyo contenido ahora anticipo, centrado en la poesía femenina (no necesariamente vinculada a los Nobel, aunque sí en los casos de la estadounidense y la polaca). 

Como última precisión previa a mis propuestas de esta tarde -y en un acto revestido de una cierta petulancia-, debo decir, además, que en bastantes ocasiones mi elección de los autores referidos -también de algunos de los de esta tarde- se produjo antes -años antes, a veces- de que la Academia sueca les concediera sus honores, lo cual solo es indicativo de mi voracidad lectora (y, sigamos con la pedantería, también de un cierto buen criterio literario; aunque no sé si coincidir con el siempre discutible dictamen sueco puede ser ostentado, en realidad, como prueba de ello). 

Vayamos, pues, con mi selección de esta tarde, que se abre con un clásico, Adiós a las armas, de Ernest Hemingway, que cuenta con infinidad de ediciones en español, desde la primera aparecida a mediados de los años cincuenta del pasado siglo. Yo leí el libro, que presenté en Todos los libros un libro hace ahora diez años, en una añeja edición de Seix Barral de 1985 que recoge en tres volúmenes la narrativa completa de Hemingway, aunque la anticuada, pacata y a veces irritante traducción del por otro lado excepcional Carlos Pujol me hace sugeriros -a ciegas, sin apenas conocerla- que abordéis la obra a partir de la última versión publicada por Lumen en 2013, traducida por Miguel Temprano García. La novela de Hemingway, publicada en 1929, fue objeto de traslación a la gran pantalla con el mismo título en dos ocasiones, una en 1932, por el director Frank Borzage, con Gary Cooper, Helen Hayes y Adolphe Menjou como actores principales, y otra en 1957, con dirección de Charles Vidor, con Rock Hudson, Jennifer Jones y Vittorio de Sica en sus papeles protagonistas. 

Los dos aspectos más novedosos del libro de Hemingway en relación con otros libros sobre la Primera Guerra Mundial son, por un lado, su “ambientación” en un espacio, el que se corresponde con el frente italiano, que no demasiado frecuentado -que yo sepa; tampoco soy un experto, aunque el tema me ha interesado desde siempre y algo he leído sobre él- en los distintos acercamientos literarios al conflicto, por otro, la “ramificación” de la trama de la novela en dos grandes ejes, el propiamente bélico, cuyo tratamiento presenta bastantes similitudes con el que ofrecen otras “crónicas” de la contienda, y el más romántico centrado en la historia de amor entre los dos protagonistas principales. 

Con respecto a la primera de estas dos vertientes, Adiós a las armas narra la peripecia de Frederic Henry, un aventurero norteamericano -trasunto, en muchos aspectos, del propio Hemingway- que se alista como voluntario en el ejército italiano para desempeñarse como conductor de ambulancias en el noreste de dicho país -con el abrupto, nevado e imposible escenario de los Alpes a pocos kilómetros-, en las cercanías de Gorizia, la ciudad fronteriza con la actual Eslovenia y uno de los núcleos centrales -destaca sobre todos ellos la decisiva batalla del Piave- de los enfrentamientos entre las tropas italianas y las fuerzas del Imperio austro-húngaro. Joven e impulsivo, atrevido y apasionado, bebedor y mujeriego (rasgos que comparte con su creador), Frederick se suma a la guerra por su idealismo romántico -no tanto político como vital, si se puede decir así; son su ansia de experiencias, su voluntad de vivir intensamente, su fogoso temperamento, su condición (pero esto sirve sólo para el autor y no sé si también para su personaje) de “macho-alfa”, los que lo llevan, más allá de su postura moral, a viajar a Europa y arrojarse, despreocupado, al corazón de la batalla-, donde participará -a menudo en un segundo plano, acorde con su papel al volante de una ambulancia- en algunos dramáticos episodios bélicos, uno de los cuales acabará con él en un hospital, con graves heridas en sus piernas. 

Su intervención en la contienda es, no obstante, cómoda la mayor parte del tiempo y, como digo, alejada de la primera línea de fuego. Se aloja en los pueblos que quedan en la retaguardia, visita sus alrededores, se recrea en la belleza de los paisajes, charla con unos y con otros, confraterniza con sus compañeros, siempre ufano, siempre jactancioso y un punto prepotente, siempre haciendo ostentación de su virilidad, entre abundante alcohol y la asidua frecuentación de prostitutas en un universo -tan insufriblemente “hemingwayano”- de insoportable seguridad masculina plagado de menciones a blenorragias, gonorreas, sífilis, chancros y otros males -aunque a veces pareciera que se exhiben como medallas- derivados del asiduo ejercicio de una siempre fogosa condición de macho. 

Los ecos de la guerra suenan a menudo muy próximos: la batería artillera en el jardín de una casa, las heridas de los camaradas, el fragor constante de los bombardeos; pero en realidad el Somme queda lejos, el sol enciende los campos y permite el cálido descanso bajo las frescas copas de los árboles -y si es invierno, las bajas temperaturas aplazan los ataques-, hay permisos que invitan a la evasión en Milán o en otras ciudades, en las que se pueden frecuentar restaurantes, pasear por acogedoras avenidas y, claro está, emborracharse y acabar yaciendo con ávidas mujeres en lujosos hoteles. Es cierto que el joven estadounidense manifiesta en ocasiones su rechazo a la guerra y trufa sus comentarios de solemnes declaraciones acerca de lo absurdo del conflicto o se muestra escéptico sobre la utilidad de los avances y repliegues constantes, pero la impresión que deja en el lector su personalidad primaria -al menos así ha ocurrido conmigo- es la de un algo frívolo muchacho deseoso de ponerse constantemente a prueba -ante las ametralladoras, ante las mujeres, ante las botellas- y que vive la guerra como una experiencia pintoresca, como un juego -es un frente estúpido (...) pero muy hermoso, llega a decir-, como un trivial -aunque arriesgado- rito de paso adolescente. 

Las lesiones provocadas en sus piernas por la metralla tras un bombardeo permiten que, en el hospital, Frederick pueda frecuentar a la enfermera inglesa Catherine Barkley, a la que ya conocía de algún encuentro anterior y que le cuidará en su no tan doliente convalecencia. La joven, cuyo único amor hasta entonces se había frustrado al morir en el frente -antes casi de iniciar su relación- un anterior pretendiente, se enamora del valiente y apuesto americano (y sí, los adjetivos suenan a tópicos de literatura rosa, pero esa es la percepción que me ha asaltado al leer el libro -ahora, en su relectura; porque en su momento la novela me resultó muy apreciable). El anacrónicamente viril Henry -y de nuevo aquí aflora la personalidad del escritor- hace permanente manifestación de su desapego, de su frivolidad, de su ligereza en el trato con el sexo opuesto, incluso con la propia Catherine. Y sin embargo, y pese a la resistencia del chico (Dios sabe que yo no quería enamorarme de ella. No quería enamorarme de nadie), el amor aflora y arrasa con principios supuestamente inamovibles y poses fatuas, con su tópico rol de macho trasnochado, de tipo insensible y frío, con sus ridículos tics de obsesivo “depredador” de los encantos femeninos. El relato de este impetuoso amor resulta -quizá debido a la presumible incapacidad de Hemingway para estas sofisticadas emociones, más probablemente a causa de la enojosa traducción- empalagoso y relamido, cursi y ridículo, de una simpleza elemental y torpemente infantiloide por ambas partes. Pero de ello, del desarrollo de la narración a partir de ese idilio, con los simultáneos avances de la guerra y el amor, entre momentos felices y trágicos contratiempos, entre experiencias amargas y resquicios por los que se cuela la alegría, entre la exaltación de la vida y la permanente presencia de la muerte que lleva aparejado el transcurrir del conflicto, prefiero no hacer comentarios y dejar para vuestra lectura la apreciación de los logros del libro (que -no parece difícil deducirlo- no me ha subyugado en esta relectura adulta, tan alejada del disfrute provocado por mi entregada inocencia juvenil) sin desvelaros aquí el desenlace de su trama novelística. 

Una trama que las películas en ella basadas reformulan a su antojo. En la versión de 1932 de Frank Borzage (un clásico de las primeras décadas del cine, del que os recomiendo las excelentes El séptimo cielo y Deseo), la base literaria se mantiene en lo esencial, con ligeros aunque significativos cambios en la peripecia final de la pareja. Es en el tratamiento estrictamente cinematográfico -algo inocente; no se olvide que hablamos de una película de hace más de ochenta años- donde residen los aspectos más destacados del film. Algún experimento de cámara subjetiva, las numerosas elipsis (eficaces, pero que sustraen al espectador los aspectos más profundos de la personalidad de los personajes, hasta el punto de que hacen dudar -yo he visto la película inmediatamente después de leer la novela- de su cabal comprensión por un espectador que desconozca el libro), los austeros, esquemáticos e infantiles -aunque apreciables- recursos técnicos para dar cuenta de los bombardeos, del paso del tiempo, de la simbología de la guerra, la fotografía expresionista (el notable uso del blanco y negro, las sombras permanentes que envuelven las acciones militares, la angulación de los planos, las a mi juicio evidentes citas a Einsenstein) que enfatiza el discurso antibelicista, hacen de la visión de la cinta una experiencia interesante, más allá del insulso y deslavazado planteamiento amoroso. Una mención expresa merece el delirante doblaje de la copia que yo he manejado -por no hablar, siendo más estrictos, de la insultante tomadura de pelo perpetrada por el estudio que lo llevó a cabo-, un disparate que alcanza su manifestación más inconcebible cuando, en la boda informal que oficia el capellán castrense, éste bisbisea unos latinajos ad hoc, entre los que se repite -absurda e inexplicablemente- la locución latina excusatio non petita, accusatio manifiesta, que nada tiene que ver, que yo sepa (y mi “rigor profesional” me ha llevado a ratificar mi intuición con la opinión de un experto sacerdote), con las ceremonias nupciales. 

En la recreación -a mi juicio menor- de Charles Vidor el tratamiento es abiertamente hollywoodiense (interpretado el término en su menos valiosa acepción), al centrarse en la historia amorosa entre el teniente y la enfermera, una relación que vuelve a presentarse de un modo relamido y superficial, carente de hondura y rezumando en cambio efluvios de un dulzón romanticismo de opereta. La película se alarga, interminable (sorprende la diferencia de metraje -cincuenta minutos más para esta última- entre las dos versiones de las que hoy os hablo), en una sucesión de inanes estampas de nevadas cumbres alpinas y apacibles lagos suizos muy alejadas de los campos de batalla (que, por otro lado, afloran, en las escenas bélicas, con un enfoque igualmente estereotipado y simplista), con un planteamiento que en nada diferiría si los personajes interpretados por un absolutamente plano Rock Hudson y una inenarrablemente remilgada Jennifer Jones vivieran su melodramático idilio en un perdido pueblo de Utah. La cinta, no obstante, resulta apreciable como mero complemento del libro, pudiendo propiciar desde este punto de vista interesantes reflexiones acerca de las relaciones entre cine y literatura (también en este caso el guionista -el legendario Ben Hetch, en uno de sus trabajos menos logrados- se ha tomado algunas libertades en relación con la obra original). 

Mi siguiente sugerencia de hoy, tiene como protagonista a un escritor, el turco Orham Pamuk, que obtuvo el Premio Nobel en 2008 y del que yo presenté aquí en junio de 2013 su novela Me llamo Rojo. También en junio, pero de 2011, dediqué en mi otro espacio en la emisora universitaria, Buscando leones en las nubes, un programa a otra de sus obras mayores, la excepcional novela El museo de la Inocencia, publicada por Mondadori en traducción de Rafael Carpintero. Este último libro, extraordinario, es, entre otras cosas, una intensa historia de amor, un documento de primera magnitud sobre cuarenta años de la vida turca, un apasionado homenaje a Estambul y, en definitiva, y sin exageración alguna, una obra maestra de la literatura. Su protagonista, Kemal, prometido de la bella Sibel, pero enamorado perdidamente de su prima Füsun, vive con esta durante cuarenta y cuatro días una muy intensa historia de amor. Transcurrido ese breve plazo, Füsun desaparece, y Kemal vivirá el recuerdo de ese amor de una manera obsesiva a lo largo de nueve años, convertirá su existencia en la sola vivencia de esa pasión desenfrenada, acabará con su compromiso matrimonial, arruinará su carrera profesional y destruirá su vida entera. Su desmesurado y enfermizo amor le llevará, enloquecido, a hacer acopio de cualquier objeto con el que su amada hubiera estado en contacto, fabricando así, en el edificio Compasión que albergó sus fugaces encuentros, un Museo, el Museo de la inocencia, en la delirante creencia de que el recuerdo de su querida Füsun permanece vivo en esos objetos prosaicos y que poseyéndolos, mirándolos, tocándolos logrará que su amor siga a su lado. 

Me llamo Rojo, probablemente la novela más traducida y difundida de su autor, fue publicada por primera vez en nuestro país en el año 2003 por la editorial Alfaguara en traducción, también, de Rafael Carpintero. La editorial presenta el libro bajo la rúbrica de “novela total”. La calificación, que podría parecer excesiva proviniendo de la propia editora, se ajusta, sin embargo, a lo que es realmente Me llamo Rojo, que se desenvuelve en planos diversos, como lo hacía también El museo de la inocencia. Porque estamos, en efecto, ante lo que en primer lugar puede aparecer como una novela histórica que nos traslada al Estambul del siglo XVI, pero que es, además, una historia de amor, llena de sucesos deliciosos, rezumando pasión, ternura y sensibilidad, también dobles intenciones, celadas y ocultamientos; es también una intriga detectivesca, con un asesinato que se revela en las primeras páginas y para el que hay varios sospechosos y una investigación y móviles y pistas y testigos como en cualquier novela negra al uso; es, a la vez, una novela de aventuras, con peripecias sin cuento y leyendas y mitos y relatos intercalados; admite igualmente una lectura filosófica sobre las diferencias en el modo de sentir, de entender el mundo, de concebir la existencia entre Oriente y Occidente; es, sin duda, una magnífica descripción del mundo islámico, no ya el de la época histórica recreada en la novela, que se describe con minuciosidad y precisión, sino, por extensión, del actual, con las tensiones internas, las contradicciones, las expectativas y las amenazas que las modernas sociedades de raíz musulmana albergan en su seno; es también un interesante y documentado estudio sobre el arte, en particular las formas de representación pictóricas, que puede ser extrapolado al ámbito de la literatura, por lo que cabe su lectura, además, como una novela “metaliteraria”; puede ser entendida, igualmente, en clave política pues contiene profundas y enjundiosas reflexiones sobre el ejercicio de las libertades individuales en sociedades cerradas, sobre las relaciones del artista o del simple ciudadano con el poder, sobre la tolerancia y los fanatismos, sobre las sociedades laicas y las religiones totalitarias, en una metáfora evidente del dilema que asalta hoy día a la sociedad turca, debatiéndose entre una Europa moderna y secularizada y la regresión que representa un Islam tantas veces fanático y anacrónico, en un conflicto que aquí tan bien conocemos. 

Transcurre el siglo XVI. El Sultán turco, fascinado por los motivos, por los estilos, por los modos de la pintura de los ‘francos’, de los cristianos occidentales, por su modo de reflejar la realidad, por la fidelidad de sus retratos, por las insólitas combinaciones de la perspectiva, y movido también por el ansia de inmortalidad que es, al parecer, inseparable atributo del poder, de todos los poderes, decide pasar a la Historia -e impresionar a sus enemigos cristianos- en un libro, un singular libro bellamente ilustrado, que narre sus hazañas, los logros de su sultanato, los prodigios alcanzados por el imperio otomano bajo su mando y que -el orgullo del poderoso- incluya una representación de su figura, una imagen de su persona. Encarga el proyecto al reputado ‘taller’ del Maestro Osmán, en el que trabajan los cuatro mejores ilustradores de la época: los maestros Aceituna, Cigüeña, Mariposa y Donoso, en las denominaciones que les atribuye su maestro. Pero el proyecto del Sultán no está exento de problemas: la representación figurativa contraviene el espíritu, y hasta la letra, del Corán, que prohíbe la presencia en los libros de la imagen humana por considerarla un desafío al poder divino, una intolerable arrogancia del hombre que se atribuye poderes alejados de su mísera condición terrenal, un soberbio reto de las criaturas contra su creador que conduce a la adoración de ídolos, un peligroso primer paso de un proceso que, de tolerarse, llevaría a subvertir todos los valores que el Islam inspira, a hacer peligrar los fundamentos del estilo de vida musulmán. El libro, pues, debe hacerse en secreto. Un buen día, y aquí se pone en marcha la novela, el Maestro Donoso aparece brutalmente asesinado, y su muerte parece tener que ver con el libro y sus ilustraciones. 

A partir de este hecho inaugural, se suceden los diversos capítulos, narrados por distintos personajes, fundamentalmente dos, Negro y Seküre, protagonistas de los desconcertantes vaivenes de la historia de amor a la que aludí anteriormente, pero también podemos oír la voz del Maestro Osmán, de los cuatro ilustradores, y de otros muchos personajes, la correveidile judía Ester, el también maestro Tío, anciano ilustrador, tío efectivamente de Negro y padre de Seküre, e incluso hablan en primera persona los motivos pictóricos de las ilustraciones del libro: el árbol, el perro, dos derviches, y hasta el rojo de la sangre y de la pintura. 

El resultado de todo de ello, de la multiplicidad de perspectivas, de la variedad de planos, de la diversidad de voces, de la pluralidad de enfoques, es un fascinante mosaico, un desbordante rompecabezas que, desde la primera línea, nos atrapa y seduce, nos divierte y entretiene, nos interroga, nos cuestiona y nos hace pensar, nos subyuga y entusiasma. 

Mi tercera recomendación se centra en un escritor muy interesante, cuyas obras están revestidas de una cierta complejidad, por lo que, siendo muy atractivas, exigen un cierto esfuerzo que nos permite, a la postre, degustarlas mejor. Un esfuerzo que ya debemos hacer desde el mismo momento en que pronunciamos su nombre, pues ya entonces nos encontramos con algunas dificultades. Por de pronto, él mismo firma siempre con sus solas iniciales. De modo que en las portadas y contraportadas, en las solapas de sus libros sólo encontraremos J. M. En las distintas fuentes consultadas aparece indistintamente como John Maswell, por ejemplo en la wikipedia y en otras páginas de internet, o John Michael, como lo llamaba Javier Marías, que lo conocía bien, pues le concedió el primero de los premios de su Reino de Redonda, ese divertido territorio de ficción, o no tanto. Su apellido plantea también algunos problemas de dicción. Escrito Coetzee, he oído muchas distintas pronunciaciones, me quedo con Cutzí, que parece la más fiable. En definitiva, pues, ahora quiero hablaros de J.M. Cutzí, el formidable escritor sudafricano, premio Nobel de Literatura en 2003. 

Muchas son las obras de Coetzee que merecen su lectura. A mí me han entusiasmado Esperando a los bárbaros, Vida y época de Michael K., Foe, Diario de un mal año, Infancia, entre otras. Sin embargo, esta tarde mi recomendación recupera una muy breve emisión de 2009 y gira sobre otros dos libros, el primero de ellos es Tierras de poniente, su primera novela, publicada en España por Mondadori, un sello que está bajo el “control” de Random House, como ocurre con la mayor parte de la obra del sudafricano. Por cierto, un Tierras de poniente que Mondadori presenta en una para mí desesperante traducción de Javier Calvo (escritor a su vez y traductor reconocido), llena de errores, como el uso de expresiones incorrectas en castellano como punto y final, de sobras, y otras, pero sobre todo por la irritante repetición, omnipresente y obsesiva, de las rutinarias expresiones el mismo, la misma, los mismos, las mismas, en lugar de las más discretas ellos, ellas o similares. Ved un ejemplo significativo: Tuvimos que volver sobre nuestros pasos por las montañas y viajar por detrás de las mismas [en lugar de por detrás de ellas] en paralelo al río. Puede parecer una trivialidad, es más, puede que se piense que es mi alto -y absurdo- grado de exigencia y no la impericia del traductor lo que resulta relevante, pero creedme, la insistencia en las mismas y los mismos es tal que, en su momento, yo estuve más de una vez a punto de abandonar la lectura, harto de encontrarme una y otra vez con tal desaseado recurso. La segunda referencia es Desgracia, de la que quiero hablaros porque, aparte de ser un libro excelente, cuenta con una traslación a la gran pantalla en la película del mismo nombre, basada en la novela, y dirigida por Steve Jacobs con el protagonismo por John Malkovich. 

Las novelas de Coetzee, muy bien escritas, con una escritura despojada, austera, muy rigurosa, a veces difícil, tienen siempre como referencia, de un modo central y abierto o en un plano más velado y aparentemente secundario, el problema del imperialismo en Sudáfrica, las desigualdades raciales, el apartheid, el racismo del sistema político segregacionista que su país vivió hasta hace tres décadas. Su literatura es, por lo tanto, una literatura moral, que aunque no enfatiza de modo burdamente maniqueo la división entre buenos y malos, sí que nos muestra la barbarie, la violencia, la brutalidad, el horror del mal en las múltiples y desgraciadas manifestaciones en las que lo ha vivido su propio país. Sus grandes temas son la injusticia y el poder, en particular los efectos devastadores del colonialismo y el racismo; la opresión social; la culpa, el perdón y la redención; la alienación, la soledad y el aislamiento emocional y moral; el silencio y la represión, la falta de comunicación y la incapacidad para transmitir emociones y deseos; el sufrimiento físico y emocional, el dolor y el castigo, la vulnerabilidad del cuerpo humano y la deshumanización de nuestras sociedades; la identidad y la mirada del “otro”; el pesimismo existencial, que aflora en unas novelas que ofrecen una visión sombría de un mundo en el que los conflictos morales y éticos resultan de difícil resolución; el poder de la palabra, la importancia de la literatura, la escritura y la narración como formas de comprender y representar la realidad; los derechos de los animales, cada vez más presentes en su obra, sobre todo a partir de Elizabeth Costello, publicada el año en que obtuvo el Nobel. 

Las dos novelas que hoy comento se inscriben en esas mismas pautas generales. En Desgracia, un profesor, a partir de un incidente con una joven estudiante, ve como se desbarata su vida en un marco de violencia en la sociedad sudafricana “postapartheid”. En Tierras de poniente se presentan dos relatos distintos, autónomos y sólo aparentemente desvinculados entre sí. En el primero, se narra la progresiva locura de un psicólogo, ocupado, paradójicamente, en atender las secuelas que a los soldados norteamericanos les provoca el sobrecogedor espanto de la guerra de Vietnam. En el segundo, se cuenta la historia de un colono, llamado de modo significativo Jacobus Coetzee, que a finales del siglo XVIII lleva a cabo una expedición criminal de exterminio de los bosquimanos en el norte de Suráfrica. En ambas historias está la descarnada brutalidad del ser humano mostrada sin paliativos, en su ruda y elemental barbarie. Sirvan ambas referencias como puerta de entrada a un universo literario muy exigente pero también muy atractivo. 

La última sugerencia de hoy tiene que ver con un escritor francés, Jean-Marie Gustave Le Clézio, galardonado con el Nobel en 2008 y que yo he leído con deleite desde hace al menos treinta años, siendo un autor de comparecencia habitual en Buscando leones en las nubes, sus textos envueltos en músicas exóticas, como corresponde al carácter “periférico” de su obra. La concesión del premio por la Academia sueca provocó, en su momento, una encendida polémica, tan frecuentes cada mes de octubre cuando la designación recae en autores casi desconocidos o de escasa repercusión fuera de su propia e inmediato ámbito de influencia. La reacción de la crítica literaria, de la prensa especializada y de los expertos en literatura tras su designación puede calificarse de discreta y tibia, a veces hostil, considerándolo la mayor parte de la crítica un autor menor, indigno de un galardón de tal nivel. A mí, en cambio, me parece un escritor excelente, al que, como digo, sigo desde hace muchos años, habiendo leído la mayor parte de sus obras publicadas en nuestro país. Le Clézio es un escritor de espíritu nómada, intelectualmente mestizo, de naturaleza y talante cosmopolitas (acaba de aparecer, y aún no he podido leer, su última obra publicada en España, de título inequívoco, Identidad nómada, en la que recorre su infancia y el nacimiento de su vocación literaria). Él mismo, nacido en Francia, ha vivido en México, Tailandia, las islas Mauricio, de donde procede su familia, blancos en el criollo país africano, y en donde ha ambientado algunas de sus novelas (en concreto las islas Mascareñas son el escenario de El buscador de oro y El viaje a Rodrigues, dos novelas extraordinarias). Su mujer es de origen saharaui y las historias de sus antepasados marroquíes impregnan Desierto y El pez dorado. México ha tenido también una presencia destacada en algunos de sus libros. Es también en su obra, por lo tanto, al igual que en su vida, donde se muestra este interés por la mezcla, por la extrañeza y la extranjería, por el exilio, por el desarraigo. Onitsha, La cuarentena, El pez dorado, El africano, nos presentan personajes fuera de su entorno, desplazados, viajeros, seres perdidos que buscan un sentido a sus vidas en territorios exóticos, en la India o Marruecos, en Sudamérica, en el África negra o en islotes desolados en remotos archipiélagos del Índico… Siempre he soñado con haber sido concebido a bordo de un barco, en la ensenada de una ciudad del fin del mundo, en Adén, dice, significativamente, uno de sus protagonistas. 

De sus muchas obras (la Wikipedia referencia medio centenar, unas veinte traducidas en España, México y Argentina) he escogido para presentar hoy dos, ambas especialmente interesantes. La primera es una especie de ficción biográfica, y hasta autobiográfica, El africano, publicada, en traducción de Juana Bignozzi, por la editorial argentina Adriana Hidalgo, y en la que relata su infancia en Ogoja, Nigeria, como telón de fondo de la extraordinaria peripecia vital de su padre, médico para todo en esas perdidas e inhóspitas tierras africanas. Una infancia dura y agreste, austera y esforzada, pero también intensa y feliz. No quiero hablar de exotismo, los niños son absolutamente ajenos a este vicio, dice en El africano, a propósito de su infancia nigeriana, el niño protagonista, que es el propio Le Clézio, no porque vean a través de los seres y de las cosas, sino porque, justamente, sólo ven eso: un árbol, un hueco en la tierra, una colonia de hormigas constructoras, una banda de chicos turbulentos en busca de un juego, un viejo de ojos nublados que tiende una mano descarnada, una calle en un pueblo africano un día de mercado, eran todas las calles de todos los pueblos, todos los chicos, todos los árboles y todas las hormigas. Ese tesoro está siempre vivo en el fondo de mí y no puede ser extirpado. Mucho más que simples recuerdos, está hecho de certezas. Su obra refleja esta huella de la infancia, la memoria de paraísos perdidos y no del todo olvidados. A cada instante me siento traspasado por el tiempo de otra época, en Ogoja, escribe. Una obra en la que aflora, además, el interés por el otro, por quienes ocupan los márgenes de la devoradora cultura occidental, por los desfavorecidos, por los parias de la tierra, por las culturas minoritarias. 

El segundo título es Desierto, una magnífica novela de 1980, publicada en España en 2008 por la editorial Tusquets, en traducción de Alberto Conde Calvo, que yo había leído a principios de los noventa en una traducción casera, que no solo no impidió su disfrute sino que despertó en mí el entusiasmo por su autor y la entrega apasionada a gran parte de su narrativa. El libro es una de las novelas más destacadas del escritor francés y yo le dediqué un par de programas de Buscando leones en las nubes en el año 2009. La narración entrelaza dos historias que, aunque distantes en el tiempo, se complementan en su exploración de algunos de los temas habituales de su autor: la resistencia, la libertad, la identidad, la colonización, el choque de culturas, las migraciones y los desplazamientos forzados, la búsqueda de un lugar en el mundo. Le Clézio construye un relato denso y poético que evoca los paisajes áridos del norte de África, pero también los desiertos emocionales y espirituales de los personajes. El desierto del título, más allá de ser el escenario geográfico de una parte de la historia, se convierte en un símbolo poderoso de la vida misma. 

La novela se desarrolla en dos líneas temporales distintas, significadas en el texto por el uso de diferentes tipografías. La primera, ambientada a principios del siglo XX, en concreto en 1909, sigue a Nur, un joven del pueblo tuareg que vive en el Sáhara. Nur y su gente, los nómadas, los “guerreros” del desierto, las tribus del noroeste de África, coinciden en Sagia el-Hamra, en lo que fuera el Sahara español, y, guiados por el cheij Ma el-Ainin, una suerte de profeta carismático, llevan a cabo una ardua marcha en busca de una tierra prometida inexistente y siempre bajo la amenaza del ejército colonial francés, que busca someter y destruir su estilo de vida. Nur, un chico melancólico, formará parte de un levantamiento contra los colonizadores franceses, arrastrado a una guerra que no entiende del todo, que está dispuesto a seguir por la lealtad a su pueblo y a su líder, y que acabará por definir su destino, observando, impotente, cómo su mundo se desmorona. 

La segunda línea narrativa, con un vínculo con la primera que, obviamente, no quiero desvelar, tiene lugar en un tiempo no especificado, pero que quizá sea la década de 1970, y sigue a Lalla, una joven que vive en los suburbios de una ciudad costera en Marruecos. Lalla, criada en la pobreza pero con una profunda conexión espiritual con el desierto y su gente, descendiente de aquellos legendarios hombres azules, vive con la familia de su tía Aamma y sueña con escapar a un lugar donde pueda ser libre. La niña está integrada y es feliz en su entorno marroquí, las dunas, las aves marinas, el silencio, la libertad, el paisaje abrupto y duro, encantada con las historias que le cuentan su tía y el anciano pescador Namán. Enamorada del joven pastor Hartani (un nombre árabe despectivo para los habitantes negros de los oasis), un muchacho salvaje abandonado en un pozo por los hombres del desierto, con el que comparte la orfandad, las caminatas por los secos pedregales, la conexión con la naturaleza, en una relación inocente y conmovedora. Lalla, impulsada por sus visiones y por los recuerdos de los nómadas, amenazada por un matrimonio concertado, decide huir a Europa, a Marsella, en donde, casi sin dinero, soportando las penurias de la vida inmigrante, encuentra empleo como limpiadora antes de que la contrate un fotógrafo de moda encandilado por su belleza exótica. Pese a su relativo éxito en ese desempeño, desinteresada del dinero y la fama, despojada de su tierra y su cultura, se cuestionará su identidad y su lugar en la vida. A la postre, Lalla, hija del desierto, sueña con la libertad y las vastas extensiones de arena, y querrá regresar a la tierra de la que partió, para recuperar sus verdaderos orígenes, su herencia cultural, el mundo y los valores de sus ancestros. A lo largo de la novela su personaje evolucionará, pasando de ser una niña soñadora a una mujer que toma su destino en sus propias manos. 

Al margen de la peripecia de los dos personajes, los elementos más destacados del libro son la representación de los tuareg y su resistencia contra la colonización francesa, el reflejo de hechos históricos, el análisis del impacto emocional y psicológico que tuvo la colonización en estos pueblos, la plasmación de la lucha por la preservación de las raíces propias, la identidad colectiva y los rasgos culturales de las tribus indígenas, la espléndida recreación del desierto en su doble condición material y simbólica (como lugar sagrado donde vivir en libertad, lejos de las constricciones de la civilización occidental, como recordatorio del pasado perdido, como implacable espacio de la destrucción, el aislamiento, la aniquilación y la muerte, como esperanza de renacimiento), el emotivo “retrato” del desarraigo y la soledad. Además, y como ya se ha señalado, están también presentes, los ejes temáticos que ocupan un lugar central en la narrativa de Le Clézio: la inmigración, el fenómeno colonial, el contraste y el enfrentamiento entre culturas, la búsqueda de libertad. 

Un escritor espléndido, autor de algunas novelas magníficas de búsqueda existencial, de vagabundeo espiritual, podríamos decir, de aventuras interiores, ambientadas en entornos salvajes, austeros, primitivos, en una naturaleza hostil, a menudo descarnada, inhumana, volcánica. Sus textos, intensos, a veces oscuros, aunque están siempre llenos de evocaciones, son misteriosos y sugerentes, poéticos, muy líricos. Resulta sobresaliente también su atención al detalle, el detenimiento en los matices sensoriales y emocionales, la deslumbrante descripción de los paisajes, la construcción de atmósferas, tocadas por un cierto aire onírico, casi místico. La Academia sueca subrayó algunos de estos aspectos de la literatura de Le Clézio al resaltar, en la concesión del premio, su condición de escritor de la ruptura, de la aventura poética y de la sensualidad extasiada, investigador de una humanidad fuera y debajo de la civilización reinante

Os dejo ya con un texto de Desierto, que nos transporta a aquellos parajes simultáneamente desolados y muy atractivos. Tras él, música también vinculada a esos territorios norafricanos. Se trata de Tende, un tema del grupo femenino tuareg Les Filles de Illighadad, las chicas de Illighadad, un pueblo del norte de Níger. Una maravilla envolvente, hipnótica, fascinante. 


Conocían todas las estrellas, les daban a veces nombres extraños que eran como principios de historias. Señalaban la ruta que seguirían de día, como si las luces que se encendían en el cielo trazasen los caminos que deben recorrer los hombres en la tierra. Había tantas estrellas... La noche del desierto estaba henchida de esas fuentes luminosas que palpitan suavemente, mientras el viento pasaba una y otra vez como un aliento. Era un ámbito al margen del tiempo, quizá lejos de la historia de los hombres, un ámbito donde no podía aparecer o morir nada más, como si ya estuviera separado de los demás ámbitos, en la cima de la existencia terrestre. Los hombres miraban a menudo las estrellas, la gran vía blanca que forma como un puente de arena encima de la tierra. Hablaban un poco fumando hojas de kif liadas, se contaban los relatos de viajes, los rumores que corrían sobre la guerra contra los soldados de los cristianos, las venganzas. Después escuchaban la noche. 

Era como si aquí no hubiera nombres, como si no hubiera palabras. El desierto lavaba todo en su viento, borraba todo. Los hombres tenían la libertad del espacio en la mirada, su piel era como el metal. La luz del sol inundaba todo con su resplandor. La arena ocre, amarilla, gris, blanca, la arena ligera resbalaba, hacía ver el viento. Cubría todas las huellas, todos los huesos. Repelía la luz, ahuyentaba el agua, la vida, lejos de un centro que nadie podía reconocer. Los hombres sabían de sobra que el desierto no los quería: marchaban así sin detenerse, por los caminos que otros pies ya habían recorrido, en busca de algo distinto. 

Otros hombres iban y venían entre las tiendas. Eran los guerreros azules del desierto, embozados, armados con puñales y fusiles, que marchaban a grandes zancadas sin mirar a nadie. Los esclavos sudaneses, vestidos de harapos, llevaban los bultos cargados de mijo o de dátiles, los odres de aceite. Hijos de tienda grande, vestidos de blanco y azul oscuro, bereberes de piel casi negra, niños de la costa de cabellos rojos y piel moteada, hombres sin raza, mendigos leprosos que no se acercaban al agua. Todos marchaban por el guijarral de polvo rojo, iban hacia los muros de la ciudad santa de Smara. Se habían apartado del desierto por algunas horas, algunos días. Habían desplegado la pesada tela de sus tiendas, se habían embutido en los mantos de lana, esperaban la noche. Comían ahora la papilla de mijo bañada con leche cuajada, el pan, los dátiles secos con sabor a miel y pimienta. Las moscas y los mosquitos bailaban alrededor de los cabellos de los niños en el aire del atardecer, las avispas se posaban en sus manos, en sus mejillas sucias de polvo.

Videoconferencia

Premios Nobel (III)

miércoles, 20 de noviembre de 2024

PREMIOS NOBEL (II). JOHN GALSWORTHY, THOMAS MANN, PATRICK MODIANO, BOB DYLAN 

Buenas tardes. Todos los libros un libro, en la estela aún de la reciente concesión del Premio Nobel de Literatura, en su edición de 2024, a la surcoreana Han Kang, una de cuyas obras, La vegetariana -quizá la más conocida y sin duda la de mayor reconocimiento crítico-, yo había presentado en nuestro espacio en el año 2017, está dedicando desde hace siete días una serie, que continúa en la emisión de hoy y se cerrará el miércoles próximo, en la que se repasan las obras de otros galardonados por la Academia sueca cuya lectura os he recomendado en las muchas temporadas de este espacio y en el otro que dirijo en la emisora universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes. En total son cerca de veinte los escritores que -en bastantes casos en programas previos al otorgamiento del premio- han sido objeto de mi atención, y de todos ellos quiero hablaros en este repaso “nobelístico”. 

De este modo, la semana pasada me referí a la citada Han Kang, al francés nacido en Argelia Albert Camus, al británico, aunque de origen japonés, Kazuo Ishiguro, a la canadiense y en estos días polémica Alice Munro y al peruano, también con nacionalidad española, Mario Vargas Llosa. Y, del mismo modo, hoy recupero para vosotros mis reseñas de los libros de otros cuatro laureados, algunas no emitidas y otras radiadas en versiones del programa muy breves, sin presencia en YouTube y, por tanto, muy distintas a las que conforman nuestro actual esquema. Estamos, pues, ante unas propuestas apasionantes, no solo por su calidad, en principio obvia dada la entidad del premio que las avala, sino también, y sobre todo, porque se trata de, en general, libros de lectura torrencial, capaces de proporcionar altas dosis de placer en la ingente cantidad de páginas que entre todas suman (miles en cada una de las tres emisiones del ciclo). 

Ya solo mi primera sugerencia de la tarde supone quince libros, que, entre todos, sobrepasan con creces las tres mil quinientas páginas, por lo que si os decidís a adentraros en su soberbio universo tendréis asegurados meses de excelente disfrute. Me estoy refiriendo a la obra mayor de John Galsworthy, prolífico escritor inglés, premio Nobel en 1932, con decenas de obras publicadas, que narró, entre 1906 y 1933, fecha de su muerte, la apasionante vida de una familia, los Forsyte, en un ciclo novelístico excepcional formado por nueve grandes novelas, varios breves “interludios” y una veintena de cuentos, algunos de cuyos títulos principales habían aparecido en España hace décadas, desperdigados y en traducciones defectuosas, pero que desde 2013 se han presentado, de un modo ahora coherente y debidamente estructurado, en el seno del sello Reino de Cordelia, que nos ha ofrecido la serie entera, en ediciones muy cuidadas, en tapas duras, con portadas bellísimas y un pequeño número de deliciosas ilustraciones (aunque, eso sí, publicada en España en un orden que no siempre ha respetado el cronológico natural de su escritura original; un hecho que rebaja en parte la calificación de coherencia con la que acabo de describir la edición). 

Así, entre esa fecha y 2021 han visto la luz La Saga de los Forsyte, que recoge en un único tomo El propietario, En los Tribunales y Se alquila, junto a dos piezas intermedias, la genial El veranillo de San Martín de un Forsyte y Despertar; la segunda entrega de la serie, que bajo el título de Una comedia moderna engloba, en este caso en volúmenes separados, El mono blanco, La cuchara de plata, precedida del interludio Un cortejo silencioso, y por fin El canto del cisne al que antecede otro sucinto y sustancioso “entreacto”, De paso; y la tercera y última trilogía, Fin de capítulo, compuesta por las novelas Esperanzas juveniles, Un desierto en flor y Al otro lado del río, esta última, de 1933, ya póstuma. Además, la editorial ha publicado también -entre otras obras del británico no vinculadas a la saga- En compañía de los Forsyte, una recopilación de relatos que retoman y matizan las biografías de los miembros de la familia entre el fin de la primera trilogía y el arranque de la segunda. 

En todos los casos la traducción corresponde a Susana Carral Martínez, una labor presumiblemente sacrificada y en general espléndida pues, aparte de no interferir en la lectura y permitirnos deslizarnos por ella con placentera normalidad, nos traslada sin dificultad a los registros lingüísticos de la burguesía victoriana británica; aunque con respecto a la cual me permito, sin embargo, plantear alguna objeción menor. Y es que el uso reiterado, sobre todo en la segunda trilogía, de términos y expresiones como “no dice más que chorradas”, “chao” (con esta grafía), “a la porra su alma”, “resultaba imposible imaginar el operativo”, “le soltó un rollo” o “la vida era un rollo”, “una monada”, “cierto dominio del tema” (siendo “el tema” el juego del golf), “mantenerse en la pomada”, “les había metido dos goles” (en sentido figurado) y otras similares (incluyendo un “mejor no meneallo” que, quizá por su débito quijotesco, chirría extraordinariamente), resulta -a mi juicio de lector profano- no sólo un anacronismo -¿está registrado el uso de tales vocablos en el español de la época?- sino un inexplicable desajuste con las opciones escogidas para el resto de la obra, en la que, entre otras muchas muestras posibles, los hijos hablan a sus padres de usted, la solemnidad define las relaciones entre amigos y el formalismo decimonónico impregna la expresión de los personajes. Pequeños fallos excusables, insisto, en una tarea descomunal y, en general, solventada con éxito (por esta “hazaña”, Susana Carral ha sido finalista del Premio Nacional de Traducción, lo que rebaja todavía aún más la pertinencia de mis objeciones). 

Como resulta fácilmente imaginable, constituye una labor de todo punto imposible resumir aquí siquiera lo esencial de estos miles de páginas de soberbia narración. Diré tan solo ahora, además de recomendar apasionadamente y con auténtico fervor su lectura con el primordial argumento -que no requiere justificación- de su extraordinario interés y su arrebatadora belleza, que en los libros sobre la familia Forsyte, Galsworthy sigue durante casi medio siglo a tres generaciones del clan, en un recorrido que va desde 1886 hasta bien avanzada la década de los treinta, aunque sobre todo en las primeras entregas de la serie hay referencias episódicas a otros remotos antecesores de los personajes, retrotrayéndose hasta mediados del siglo XVIII con el primer Jolyon Forsyte, agricultor y modesto propietario rural y también fundador de la dinastía, al ser el abuelo de los diez hermanos que integran la generación principal de protagonistas de la obra de Galsworthy, una familia que se ramifica en decenas de hijos, nietos, primos y los consiguientes parientes políticos en un árbol genealógico muy frondoso y ramificado que se nos ofrece -en un “cuadro” de extraordinario valor metafórico y hasta pedagógico- en las páginas iniciales del primer volumen. 

Si tuviera que resumir en una sola idea principal la multitud de enfoques, tesis y niveles de lectura que afloran en la serie (y que pueblan, incontenibles, mis extensas notas de lectura, de imposible resumen), creo que el conflicto entre la atracción del dinero, la propiedad y el instinto de posesión (desde esposas a servidumbres de aguas), por un lado, y los efectos de las emociones, singularmente el amor, la pasión y la belleza, sobre el ser humano, por otro, concentraría lo esencial de la desbordante propuesta del Nobel británico: el enfrentamiento titánico, de dimensiones casi mitológicas, de la propiedad legal frente a la belleza sin ley. Los Forsyte encarnan el espíritu y los valores de la burguesía de la Inglaterra victoriana, rígida y austera: la moral efímera, el sentido común, el deber y el orden, el férreo imperio de la ley, la moderación, la envarada dignidad, la compulsión acumuladora, el ahorro, el mercantilismo, la adoración del beneficio y el lucro, la meticulosa preocupación por el incremento de las cuentas bancarias, la riqueza y la seguridad, los principios comerciales, el capital, los derechos reales, la especulación, el febril apego a la tradición, el hábito, el ciego conservadurismo, las aptitudes heredadas y los bienes transmitidos en herencia, la cautela innata, el aborrecimiento de toda creación, toda novedad y toda aventura, el convencionalismo, el refinamiento, la seguridad, la timorata elusión de riesgos, el individualismo, la sensatez y el prosaísmo, la ponderada severidad y la falta de imaginación, el empuje, el esfuerzo y la tenacidad, la competitividad, el odio a la ociosidad, el comedimiento y la reserva, la discreción y el equilibrio, la ausencia del menor sentimentalismo -y aun de sentimientos-, la imposibilidad de entregarse a nada en cuerpo y alma, el egoísmo y el propio interés como únicas metas, la incondicional veneración al Dios de la Propiedad, cuya cruda divisa guía sus pasos en el mundo: Nada a cambio de nada y casi nada a cambio de seis peniques

Y en ese universo estricto y gélido, inflexible y disciplinado -y sin embargo fascinante- aparece un personaje, Irene, la joven esposa de Soames (uno de los Forsyte de la segunda generación londinense, el personaje más representativo, quizá, del espíritu familiar, sobre el que gravita gran parte del peso de la obra), cuya presencia -poderosísima aunque apenas se muestra directamente y sí a través de la mirada de los demás, siempre en segundo plano- revolucionará ese mundo opresivo y clausurado, agarrotado y austero, encarnando los valores antitéticos al cerrado ambiente forsyteano, representando la vida, la rebeldía, la emoción, las fantasías, las pasiones, las esperanzas, los amores, el arte, el palpitar, los deseos, el temblor, los sentimientos, el placer, la naturaleza, la gratitud, la nobleza, todo lo fecundo de la existencia. Una Irene, espíritu de la belleza universal, de la que el lector (y muchos de los personajes) se enamora perdidamente -y creedme, no es una metáfora, no al menos en mi caso- arrebatado por su deslumbrante encanto, por su resplandeciente figura, por su magnética personalidad, por su dulzura, por su gracia, por su inteligencia, por su fragilidad y también -en una paradoja fácilmente entendible- por su firmeza, por su irresistible atractivo, emblema vivo (pese a tratarse de una construcción literaria) de todas las mujeres a quien uno amó hasta la consunción. La serie entera es, pues, también, una profunda y conmovedora historia de amor, guiada por un lema: los amores difíciles y poderosos no se desvanecen con el paso del tiempo

Como es obvio -y aunque la dualidad Soames/Irene aflora casi hasta la última línea de los miles de páginas de la obra (aunque en la tercera trilogía -han pasado los años- ambos desaparecen para dar paso a las jóvenes generaciones de la familia, en particular Fleur, hija de Soames, que, casada con Michael Mont desplaza el eje central de esas entregas finales al ámbito familiar de los Mont)- la saga desarrolla muchas otras tramas y se abre a numerosos temas de los cuales el más destacado e interesante sea, quizá, la evolución de Inglaterra, que corre en paralelo a la (relativa) descomposición de la firme cerrazón, del anquilosamiento entumecido de los Forsyte, ambos -el país y la familia- “amenazados” en su orden por los cambios de los tiempos (Los jóvenes se han cansado de nosotros, de nuestros dioses y de nuestros ideales, dice, en un momento de la obra, uno de los más conspicuos representantes de la estirpe). En suma, la saga entera constituye así, un espléndido fresco de ese desarrollo histórico británico, en el que se muestran los principales hitos de sus transformaciones económicas y sociales: el país fundamentalmente agrario de antes de la era industrial; la revolución de las máquinas y el cambio apresurado del mundo, con los Forsyte que dejan atrás su pasado rural y son ya una familia rotundamente burguesa y asentada en la holgura económica; la Inglaterra victoriana, abocada a la desaparición; el imperialismo; las guerras; el ferrocarril y el auge del comercio; los avances científicos; el movimiento obrero; la democracia; el acceso a la modernidad. Una obra monumental e imprescindible. 

Y si John Galsworthy es un clásico, aunque quizá no suficientemente leído en nuestro país, qué decir de mi siguiente recomendación de esta tarde “nobelesca”, el alemán Thomas Mann, que recibió el premio de la Academia sueca en 1929. De su importante obra -Los Buddenbrook, que yo leí de adolescente, sin enterarme demasiado, La montaña mágica, como títulos principales- yo presenté en Todos los libros un libro, en reseña que no se pudo emitir al coincidir con la pandemia, La muerte en Venecia, una breve novelita objeto de una inolvidable versión fílmica, del mismo título, la obra maestra de Luchino Visconti que yo vi, deslumbrado, en 1972. 

El libro del autor alemán es, como digo, una novela corta publicada originalmente en 1912 -aunque hay fuentes que mencionan 1911 o 1914- y que cuenta en España con numerosas ediciones desde hace décadas. Quiero destacar aquí ahora las varias que, en distintos formatos, ha publicado Edhasa, la reciente de Navona en su pulcra y ejemplar colección Los ineludibles, y la que esta tarde he elegido, la primorosa de Edelvives, que conserva la traducción impecable -común a las demás ediciones- de Juan José del Solar y que cuenta además con unas magníficas ilustraciones del pintor Ángel Mateo Charris que recogen de un modo insinuante y alusivo, no frontal ni necesitado de superfluos subrayados, la perturbadora atmósfera de belleza y decadencia de la obra original. 

La anécdota -no es más que eso- que constituye el núcleo de Muerte en Venecia es simple y se resume en pocas frases. Gustav von Aschenbach, un afamado y prestigioso escritor alemán, con una vida centrada casi en exclusiva en su profesión, atado a sus rígidas costumbres y a la férrea disciplina de su arte, que ve avanzar poco a poco el inexorable declinar de su existencia, decide alejarse de su estricta rutina y proyecta una escapada a algún cosmopolita balneario en el entrañable sur. Así, parte hacia una isla del Adriático, no lejos de la costa de Istria. Pronto comprueba que el entorno no es el idóneo para la tranquilidad buscada y, movido por una extraña fuerza interior que lo impulsa hacia lo desconocido, decide visitar Venecia e instalarse allí para pasar los meses de verano. La llegada al hotel en que se aloja de una numerosa familia polaca le hace fijarse en el joven hijo del clan, Tadzio, un muchacho bellísimo que provocará su aturdimiento y desconcierto, primero, y su fascinación y enamoramiento después, llevándolo a una inquietante alteración de su natural equilibrio, una turbadora conmoción con ribetes de delirio que lo perturbará, resquebrajando los sólidos principios en que fundamentaba su vida, y obligándolo a replantearse sus concepciones sobre el arte, la belleza, el amor, la moral y, en definitiva, sobre el sentido de nuestro paso por el mundo, en un proceso que acabará por desembocar en un final trágico que no revelaré. 

Mann inicia su novela con el retrato físico y moral de Aschenbach. De estatura inferior a la media, moreno y peinado hacia atrás, su cabellera raleando en la coronilla sobre una cabeza grande en relación con su cuerpo enjuto, casi quebradizo; las mejillas también delgadas, magras, la frente surcada por arrugas, la nariz recta y poderosa sosteniendo unos anteojos dorados, todo en su fisonomía revela una personalidad sufriente reflejo de una vida interior difícil y agitada. 

Y es que desde las primeras páginas se nos muestra la convulsión que remueve el alma del personaje. Estamos ante un artista, culto y solitario, que guía su vida por los principios del rigor, la austeridad y la razón. Ensayista y escritor de relatos y novelas, nacido en una familia de oficiales, jueces y funcionarios públicos, servidores del Estado, Von Aschenbach (en quien los críticos expertos ven los rasgos de Goethe, de Gustav Mahler -significativa la coincidencia en el nombre- y, sobre todo, del propio autor) ha hallado en el autodominio, en la disciplina, en la tenacidad, la razón de ser y la justificación de su existencia y de su obra artística. Orgulloso de continuar el rastro del espíritu burgués de sus padres, se vanagloria de su perseverancia, de su austeridad, de su obstinación, de sus “abstenciones”, de su férrea capacidad -viril y valerosa- para domeñar las pulsiones delicuescentes de la carne, para rechazar la entrega cobarde a las tentaciones, para renunciar a la ligereza, a la pereza, a la lasitud, al capricho, a la flaqueza, a la desgana, a la improvisación y a la holgazanería, a la debilidad, al placer, al vicio y a la pasión, a las costumbres disipadas y serviles (jamás había conocido el ocio ni el despreocupado abandono de la juventud), impropias de un espíritu superior, forjado en la renuncia y la lucha, en la inflexible voluntad, en la sobriedad y la entereza, en el sacrificio y el combate (contra el enemigo exterior, en las guerras en las que había participado como militar, y, sobre todo, contra sus demonios interiores). Su concienzuda dedicación al arte le exige la paz conventual y el abandono del mundo, de sus gozos y pasiones turbulentas. Sirva como resumen de su severa y rigurosa naturaleza la descripción que sobre él encontramos en las primeras páginas del libro: Cuando, al filo de los treinta y cinco años, cayó enfermo en Viena, un fino observador dijo sobre él en una reunión de sociedad: «Vean ustedes, Aschenbach ha vivido siempre así –y cerró el puño izquierdo–, nunca así», y dejó que su mano abierta colgara libremente del brazo del sillón. 

No obstante, en su madurez bien avanzada, con la decadencia mostrando ya sus primeros efectos, algo en él perturba esa aparente solidez tan estrictamente lograda. Su taciturna soledad se agita cuando alguna “inquietud” mundana llama su atención, su espíritu se debate entre el reconocimiento de los rasgos de aventura, sentimiento, originalidad, belleza y genuina vivencia que se ocultan tras una leve distracción cotidiana, tras una conversación banal o una sonrisa, y, por otro lado, la convicción de que en todo ello se esconde lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito, el exceso, lo fútil, lo innecesario, lo depravado, lo irrelevante, lo alejado de la excelsitud de la obra artística. Encerrado en sus opresivas rutinas, ocupado de modo obsesivo con las tareas que le imponían su yo y el alma europea, atado en exceso por el imperativo de producir, demasiado reacio a la distracción para enamorarse del abigarramiento del mundo exterior, comienza a percibir ligeros atisbos de la asfixia que le atenaza en su constreñido espacio vital, en su claustrofóbico pequeño mundo, y experimenta -siempre de manera mesurada y bajo control- ciertas señales de la insatisfacción que se esconde tras su obcecada, implacable y fría entrega a la construcción de su vida y su arte. El impulso viajero que lo llevará a Venecia es, sobre todo, más que una mera necesidad de relajación estival o una comprensible voluntad de establecer una inocua pausa en su porfiada dedicación, un afán impetuoso de huida, una apetencia de lejanía y cosas nuevas, un deseo de liberación, descarga y olvido. Agotado espiritualmente por la exigencia constante, por su extenuante liza, por la casi inhumana necesidad de autocontrol, se concederá un descanso y abrirá en su vida, sin ser siquiera consciente de ello, una ventana al extravío, un paréntesis de espontaneidad e improvisación, un cambio de aires que le renovara la sangre. Y en Venecia, cuyo paisaje a la vez peligroso y bellísimo, embriagador e indolente, enfermizo y sensual, constituye otro de los personajes del libro, como luego veremos, surge, inopinada y fulgurante, la irresistible presencia de Tadzio, una aparición milagrosa, una epifanía, una estremecedora conmoción que sacudirá el ascético equilibrio de su vida. 

Tadzio, un efebo de cabellos largos y unos catorce años, lo impresiona, en primer lugar, por la perfección de sus formas, por la blancura marfileña de su rostro, por la delicadeza y la gracilidad de sus rasgos, por su espléndida cabellera dorada, por el indudable encanto de sus gestos, por su seductora sonrisa, por una inocencia casi infantil combinada con un leve asomo de adulta autoconsciencia de la propia innegable capacidad de fascinación. De la sobrecogida admiración suscitada por aquella primera visión esplendorosa, Aschenbach pasa a abismarse en el delirio, en la torturante tiranía de la pasión amorosa: la quimérica construcción de imposibles ensoñaciones; la decidida voluntad de aproximarse al objeto de su devoción y los inevitables titubeos y vacilaciones en su presencia; la alegría y el dolor simultáneos en cada nuevo encuentro con el muchacho; el entusiasmo febril y la parálisis culpabilizadora; el expansivo reconocimiento de la verdad de su corazón y el inmediato repliegue al saber irrealizable su indefinible anhelo; la rendida aceptación del tumultuoso agolparse de emociones inéditas y el rechazo a la agitación, al exceso, a la abyección; el sometimiento y la lucha, el gozo y el pudor, la simpatía y la turbación, la entrega y el alejamiento. 

La estadía del circunspecto profesor en una Venecia de atmósfera opresiva, de asfixiante humedad en el bochorno veraniego cambia así radicalmente tras la sacudida que le provoca el joven. Su descubrimiento lo aboca a la enajenación, a la embriaguez y la ceguera, a la ofuscación y la locura del enamoramiento, cuyos letales efectos son más intensos cuando arrebatan a quien carece de familiaridad con sus síntomas. El senescente escritor comienza a forzar los encuentros “fortuitos” con el muchacho; a hacerse notar; a provocar el intercambio de miradas; a reprocharle -para sí, sin que su destinatario llegue siquiera a imaginarlo- la elocuente y magnética sonrisa con la que lo desarbola; a espiarlo con descaro, renunciando ya a cualquier disimulo, cuando juega con su madre y hermanas; a caer víctima de invencibles celos ante las aproximaciones amistosas de otros compañeros del chico que, como él mismo, aunque desde una envidiable cercanía, lo admiran y cortejan; a seguirlo y acosarlo sin tregua, no siempre de modo discreto. El desenfreno y la insoportable vehemencia de su sentimiento no reparan ya en límites, ahuyentan la cautela y la prudencia: lo busca por el dédalo de turbias callejas venecianas; arrastrado como un pelele por la pasión lo persigue furtivamente; lo atisba con los suyos tras un puente, lo mira, se esconde; corre tras él, el corazón le golpea como un martillo, intenta dominarse, se detiene, renuncia; se derrumba, sacudido por temblores y escalofríos, cuando se disipa la expectativa de un nuevo encuentro (Cuando Tadzio desaparecía de la escena, la jornada concluía para él); se le acerca y huye, intenta el contacto, incluso el físico -prohibido-, y de inmediato se arrepiente, espantado; sueña con él en su ausencia, se planta sigiloso ante la puerta de su cuarto y apoya sin rubor su frente en ella; se obsesiona por la posible partida de la familia polaca, pues nada angustiaba más al enamorado que la posibilidad de que Tadzio se marchara, y no sin temor se daba cuenta de que, si esto ocurría, él no sabría ya cómo seguir viviendo

Tadzio alterará radicalmente sus hábitos mesurados y lo sumirá en un irresoluble y corrosivo dilema moral. Frente a la estabilidad, la armonía y la dignidad que eran el emblema de la respetabilidad burguesa que lo define, el temerario amor por el joven lo vuelca hacia el desequilibrio y la degradación. Este juego dual de valores antitéticos permea la obra entera, tanto en su expresión más explícita y literal como en los símbolos velados que apuntan metafóricamente a la torturante disyuntiva que asfixiará al enamorado y sin embargo (y por “ello”) sufriente protagonista. La prudencia, el discernimiento, la virtud, el honorable esfuerzo y la entregada dedicación a la obra artística, la mesura, la decencia, la pureza, las convenciones, la razón, el pensamiento y el intelecto, el respeto a los valores clásicos, el sometimiento a la ley moral, que en todo momento constituyen el norte por el que se guía el ponderado y sensato proceder de Aschenbach y que afloran también entre sus innumerables reflexiones, saltarán por los aires, dinamitados por la mera existencia de un adolescente caprichoso que introducirá en su vida, provocándole un desgarro y un dolor inéditos, la excitación febril, el sometimiento ciego a los arbitrarios designios del deseo, la patética ansia por gustar y el lastimoso afán por rejuvenecer (Gustav visitará al peluquero, se perfumará y maquillará, ennegrecerá con lociones cosméticas sus cabellos encanecidos, en un deplorable intento de soslayar los estragos del tiempo), el adolescente impulso de romper con todo e irse lejos, a la aventura, abandonando la biografía largamente cincelada durante años, el olvido de la moral y la sumisión al arrebato y al placer, al infamante éxtasis, a la embriaguez y la culpa, al humillante oprobio del amor, al ignominioso caos, al deshonor y la muerte. 

Porque la muerte, la metafórica pero también la muy real, surca la novela desde su inicio, en una reveladora escena en un cementerio muniqués: el apellido Aschenbach que significa literalmente “arroyo de cenizas”; el lamentable vejestorio que se carcajea embriagado e indigno entre jóvenes groseros ya en el viaje hacia Venecia; la negra góndola que lo transportará hacia el Lido y que hace pensar al viajero en la noche sombría, en el ataúd y en el último viaje silencioso; la presencia del “mal”, la demoníaca y destructiva pulsión de muerte (Su cabeza y corazón estaban ebrios, y sus pasos seguían las indicaciones del demonio, que se complace en conculcar la dignidad y la razón del ser humano) que lo atenaza y desarbola; y, de manera muy notable, la fiebre, la peste, el cólera hindú, la enfermedad -la epidemia- que inunda las calles y los canales de la ciudad y que se propaga, misteriosa e implacable, de un modo tan secreto y oscuro, tan perverso, como lo es el “pecado” del trágico enamorado, encaminándolo a un infausto destino de derrota y funesta consunción. 

Y es precisamente Venecia, con su calor sofocante y su aire espeso e irrespirable, con la ciénaga de sus aguas infectas, con los fétidos olores de la putrefacción y la podredumbre, con las mefíticas emanaciones de los canales y los corruptos miasmas de la estancada laguna, con las estrechas callejuelas y la acelerada agitación de las gentes, el símbolo máximo de la degradación y la muerte, más notorios aún por manifestarse en un entorno ideal, el de esa otra Venecia de la exuberancia artística, de la belleza y la sensualidad, de los edificios de mármol rosado y los lujuriosos palacios, de los silenciosos y escondidos jardines, de las plazas recoletas, de las infinitas iglesias, del musical lamido del agua al encontrarse con la piedra y la madera, del plácido bogar de los gondoleros entre el suave murmullo de las olas. Venecia ejemplifica así el ya mencionado juego de dualismos que atraviesa la novela, símbolo hermosísimo y atroz de muerte y de podredumbre; y quienquiera que la visite, hasta hoy, tiene que percibir, si es sensible, el hálito de esa irresistible belleza letal, como la define Francisco Ayala en su prólogo al libro en una de las ediciones de Edhasa. La Belleza que surge de la ciénaga, el Paraíso entrevisto entre la niebla hedionda, el Amor que florece en la ruina y la descomposición, la sublime perfección revelada tras la enfermiza decadencia, la vida fecunda rebelándose ante la inexorable muerte, entre otros muchos ejemplos -Eros y Tánatos, lo apolíneo y lo dionisíaco- de ideas enfrentadas que encierra esta Muerte en Venecia repleta de alusiones cultas. 

La condición de artista e intelectual de su protagonista permite al autor poblar el libro de infinidad de referencias mitológicas, filosóficas, estéticas y culturales: la ya mencionada remisión a las biografías de Goethe o Gustav Mahler; el significativo excurso sobre San Sebastián, símbolo -en la lectura que hace Aschenbach- de una virilidad intelectual adolescente que, aun con el cuerpo traspasado por lanzas y espadas, aprieta los dientes y se mantiene firme en su altivo pudor; la evidente presencia del mito de Narciso; el vínculo con el Fedro de Platón y las reflexiones de Sócrates sobre el deseo y la virtud, sobre el enamoramiento y la verdad, sobre la sabiduría y el cuerpo, sobre el espíritu y la divinidad, sobre los ardientes temores que padece el hombre sensible cuando sus ojos contemplan un símbolo de la Belleza eterna; la multitud de profundas divagaciones filosóficas sobre la muerte, la vejez, la destrucción, sobre el pensamiento y el arte, sobre las cumbres y los abismos de nuestra frágil condición humana. 

La película que dirigió en 1971 Luchino Visconti y que se estrenó en nuestro país un años después, dejando en mí un recuerdo imborrable, el de una de las mejores películas que he visto en mi vida, traslada magistralmente al medio cinematográfico tanto la belleza del libro como su hondura y su desbordante riqueza intelectual, en una obra maestra a la que contribuye una banda sonora excepcional en la que el Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler destaca como intimista motivo recurrente, pleno de delicadeza y sensibilidad, de emoción y lirismo, de inspiración y poesía. Con Dirk Bogarde en el papel de Aschenbach, y unas en mi recuerdo bellísimas Silvana Mangano, como la madre de familia polaca, y Marisa Berenson, en una aparición episódica como esposa de Gustav, tiene en la fulgurante presencia de Björn Andrésen, impecable encarnación del Tadzio de la novela, uno de los elementos más memorables de una cinta por muchas razones inolvidable. 

Un galardonado también reciente, de 2014, es el francés Patrick Modiano, del que quiero presentaros un libro muy breve, una novela de algo más de cien páginas, pero que en su corta extensión encierra maravillas, que puede ser calificada, y así lo ha hecho la crítica con generosidad, como una obra genial, una obra maestra. Se trata de En el café de la juventud perdida. El libro lo publica la editorial Anagrama en traducción de María Teresa Gallego Urrutia y yo os hablé de él en abril de 2014, pocos meses antes de ser elegido para formar parte del parnaso sueco. 

En la década que ha transcurrido desde el premio -e incluso desde algunos años antes- se está produciendo un relanzamiento editorial de Modiano, con infinidad de sus obras coincidiendo en las librerías, además de este En el café de la juventud perdida, otras de sus breves y extraordinarias novelas: Un pedigrí, Tres desconocidas, Viaje de novios, Accidente nocturno, también en Anagrama, Dora Bruder en Seix Barral, Reducción de condena en Pretextos. También en Anagrama apareció no hace mucho la Trilogía de la Ocupación, tres novelas, El lugar de la estrella, La ronda nocturna y la magnífica Los paseos de circunvalación, en las que el París ocupado de la segunda guerra mundial y su fauna de personajes advenedizos, cobardes, delatores, viciosos, traidores, mundanos, falsificadores, despreciables, es el escenario en el que se sitúa el triste y opresivo deambular de su solitario y melancólico protagonista. No deberíais perderos ninguna de ellas, son todas formidables. 

En el café de la juventud perdida se cuenta la historia, ambientada también en París, aunque un París situado en una época indefinida que puede coincidir con los años cincuenta o sesenta del pasado siglo, de la joven Jacqueline Delanque, conocida como Louki, una chica de veintidós años, que a los quince abandona su hogar familiar, en donde vive con su madre, y vagabundea por calles y cafés sin destino fijo, errática, perdida en la vida, sin vínculos, acomodándose a identidades variables, acercándose a otros personajes tan desorientados como ella, tanteando los límites de una existencia que no entiende, que la desconcierta, que la supera. En su vida no hay sentido, ya no tenemos armazón, en frase que le repite su madre. Sin embargo a Louki la mueve también una especie de ansia de libertad. Quería evadirse, huir cada vez más lejos, romper bruscamente con la vida vulgar para respirar el aire libre, se dice de ella en un párrafo de la novela. 

La peripecia de Louki es narrada, como en un rompecabezas cuyas piezas se complementan y van encajando unas con otras, en capítulos sucesivos, desde perspectivas diversas y por personajes también diferentes que tocan, aunque sea de manera residual, su atribulada vida. En el capítulo primero, un joven estudiante fascinado por la bohemia de los cafés parisinos y que frecuenta uno de ellos, el Condé, contempla a Louki permanentemente sentada en una de sus mesas y fantasea con su presencia y con su aroma, mientras resuelve el futuro de su vida, el dilema entre la grisura de sus estudios de la Escuela Superior de Minas o la atracción juvenil por la aventura que entrevé en esos cafés y en sus poco convencionales parroquianos. En el segundo bloque de la novela es el detective Caisley quien sigue a la chica, contratado por el marido de Louki, con el que ésta se ha casado sin un especial entusiasmo, muy al contrario, cultivando, más bien, un frío desapego desde el mismo momento de la boda. El detective, un hombre adusto, maduro, curtido, percibe el absurdo de ese matrimonio y toma partido por la joven, a la que deja escapar, dándole tiempo para que se ponga fuera del alcance de su marido, ajeno al hecho de que es él el cliente que paga sus honorarios. En la tercera parte de la obra es la propia Louki la que narra su vida errante, su triste historia familiar, el matrimonio fugaz y carente de pasión, absurdo, sus dudosas amistades, sus relaciones peligrosas, su necesidad de recomenzar su existencia a cada poco. Por último, en la cuarta parte, la narración corre a cargo de otro hombre, Roland, que llega a intimar con la chica, lo que provoca, en cierto modo, la separación de su marido, que vive con ella algo relativamente parecido a lo que quizá pudiera llamarse ‘una historia de amor’. Todos sienten algún tipo de atracción por la chica, les atrapa su misterio, su personalidad enigmática. Otro de los personajes, el profesor Guy de Vere, una especie de maestro espiritual por el que Louki se siente interesada dice de ella: Cuando de verdad queremos a una persona hay que aceptar la parte de misterio que hay en ella

La narración es muy intensa, hecha de evocaciones, de palabras no dichas, de hechos no narrados del todo, muchas veces sólo sugeridos, creando, y aquí la maestría de Modiano se revela excepcional, una atmósfera muy sugestiva, que atrapa, que transporta al lector. Vemos los cafés repletos de jóvenes bohemios, respiramos el ambiente de las calles de París, compartimos un cierto ‘estilo’ de vida existencialista. El autor nos hace participar también de la incertidumbre, de las dudas, del ansia, de la perplejidad de la protagonista. Hay un aire de soledad, de tristeza, de desesperanza. Callejones solitarios bajo la luz de languidecientes farolas, populosos barrios marginales, bares nocturnos, gentes sin rumbo; en fin, los rasgos definitorios del universo modianesco. 

La última referencia de esta tarde tiene un protagonista controvertido, cuya designación como Premio Nobel en 2016 provocó una intensa polémica en los círculos literarios. Se trata de Robert Allen Zimmerman, al que todos conocemos como Bob Dylan, el cantautor norteamericano. La dualidad a la que se abre el término con el que lo he definido resulta bien apropiada en este caso, puesto que los laureles del Nobel se le otorgaron por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición estadounidense de la canción, en dictamen que recoge abiertamente esa doble condición. No debe olvidarse que ya en 2007 la Fundación Príncipe de Asturias había concedido al músico de Minnesota el galardón en la categoría de Artes. 

Os presento, pues, la que, quizá, es la más significativa expresión de la vertiente literaria de Dylan, las letras de sus canciones. En la temporada 2007-2008 yo dediqué en Buscando leones en las nubes tres emisiones a recorrer su vasta trayectoria musical, seleccionando varias decenas de sus canciones acompañadas de sus correspondientes textos. Esas letras estaban extraídas de un voluminoso libro, Letras 1962-2001, cuya breve reseña cierra por hoy el espacio. Letras contiene, en su versión original y en su traducción al castellano, todas las letras de todos los discos de Bob Dylan desde el primero, de 1962, llamado simplemente Bob Dylan, hasta el Love and theft, de 2001 (la edición es de 2007). Son 1280 intensas páginas que abarcan, como digo, toda la obra del singular músico y excelente poeta en las cuatro décadas del período seleccionado. El libro nace del esfuerzo conjunto de las editoriales Alfaguara y Global Rhythm y las letras, traducidas por Miquel Izquierdo y José Moreno, aparecen en versión bilingüe español-inglés profusamente anotadas por Alessandro Carrera, gran experto en Dylan y responsable de la edición italiana de la obra. 

Las canciones de Bob Dylan son verdaderos iconos del siglo XX. Y lo son también sus textos, sus a veces oscuros textos plagados de citas, de alusiones, de calas en territorios muy diversos, desde la mitología del rock, el country o el folk a la Biblia, desde la literatura de Shakespeare, Petrarca o Bertold Bretch a las noticias de la prensa o la televisión, desde los cuentos infantiles a la mención de desconocidos personajes de la intrahistoria de la sociedad norteamericana. Unos textos repletos, además, de incontables referencias al cine, y al arte, y a la poesía; llenos de metáforas inexplicables, de lirismo, de asociaciones surreales; unos textos en los que afloran la preocupación social, y la rebeldía, y los cambios de las costumbres, y los movimientos juveniles, y la política, y el pacifismo, y el poder, y las causas perdidas, y la religión, y la fe, y el amor, y tantos otros de los leitmotivs recurrentes de este inmenso poeta. Ya lo puso de manifiesto el jurado de los Premios Príncipe de Asturias, que resaltó la complejidad, la riqueza, la capacidad evocadora, el valor sociológico, la condición de espejo de una época de la obra de Dylan, al considerar al cantautor, y cito literalmente del acta, mito viviente en la historia de la música popular y faro de una generación que tuvo el sueño de cambiar el mundo. Austero en las formas y profundo en los mensajes, Dylan conjuga la canción y la poesía en una obra que crea escuela y determina la educación sentimental de muchos millones de personas. Por ello mismo, es fiel reflejo del espíritu de una época que busca respuestas en el viento para los deseos que habitan en el corazón de los seres humanos

Os dejo, como parece inexcusable, con un tema de Bob Dylan. Más allá de sus muy conocidos himnos generacionales, es una tierna, y como de costumbre algo oscura, canción de amor, I want you, el tema que más me gusta y que más cercano se encuentra a mi pasado como seguidor del estadounidense. En 1973 yo escuché por primera vez -y desde entonces sigo deslumbrado por ella- esta maravilla de canción de la que ahora os dejo su letra como despedida de mi reseña. 


Te quiero 

El enterrador culpable suspira.
El solitario organillero llora. 
Los plateados saxofones dicen que te rechace. 
Las campanas desconchadas y las trompetas gastadas 
soplan desdeñosas en mi cara. 
Pero no va a ser así. 
No nací para perderte. 

Te quiero, te quiero. 
Te quiero tanto, cariño. 
Te quiero. 

El político borracho brinca 
en la calle donde sollozan las madres 
y te esperan los salvadores profundamente dormidos. 
Y yo espero que me impidan 
seguir bebiendo de mi taza rota 
y me pidan que te abra la cancela. 

Te quiero, te quiero. 
Te quiero tanto, cariño. 
Te quiero. 

¡Cómo han acabado mis padres! 
El verdadero amor les ha faltado, 
pero sus hijas me menosprecian 
porque yo no pienso en ello. 

Regreso a la reina de picas 
y converso con mi camarera. 
Sabe que no temo mirarla. 
Ella es buena conmigo 
y no hay nada que no vea. 
Sabe dónde quisiera estar 
pero eso no importa. 

Te quiero, te quiero. 
Te quiero tanto, cariño. 
Te quiero. 

Tu niño bailarín vestido de chino 
me habló y le quité su flauta. 
No, no fui amable con él, 
pero, pese a todo, lo hice porque mintió, 
porque te llevó a dar una vuelta 
y el tiempo estaba de su parte, 
y porque yo… 

Te quiero, te quiero. 
Te quiero tanto, cariño. 
Te quiero. 

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