PREMIOS NOBEL (III): ERNEST HEMINGWAY, ORHAN PAMUK, J.M. COETZEE, JEAN-MARIE GUSTAVE LE CLÉZIO
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro sigue con el repaso de la obra de cerca de una veintena de escritores, ganadores todos del Premio Nobel de Literatura y que han aparecido en este espacio y en el otro que dirijo y presento en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, en los largos años de existencia de ambos. Con la excusa de la concesión, hace unas semanas, del prestigioso -aunque a menudo controvertido- galardón sueco a la surcoreana Han Kang, he abierto aquí una serie, que hoy llega a su tercera y última entrega -aunque habrá una suerte de continuación “parcial” dentro de siete días- en la que ya os he presentado libros de la propia Kang, Albert Camus, Kazuo Ishiguro, Alice Munro y Mario Vargas Llosa, en el primer programa; y de John Galsworthy, Thomas Mann, Patrick Modiano y Bob Dylan, en el de la semana pasada. En todos estos casos -y el fenómeno se repetirá de nuevo esta tarde- mis sugerencias recuperan propuestas difundidas en un formato distinto al hoy habitual, bien sea porque en sus orígenes la duración de Todos los libros un libro era de apenas diez minutos y, en consecuencia, las reseñas eran mucho más breves; bien porque algunos de los comentarios no pudieron ser radiados por distintas circunstancias y solo aparecieron en la versión escrita del blog; bien porque más de uno de los autores premiados fueron objeto de programas monográficos en Buscando leones en las nubes, cuyo esquema no se acomoda al de las recensiones literarias, consistiendo en cambio en una selección de textos del escritor elegido intercalados con música más o menos alusiva a su obra; bien, en fin, porque ninguna de las emisiones a ellos dedicadas se grabó con el actual esquema de videoconferencia y, por tanto, no aparecen en el canal de YouTube del programa, la más reciente forma de difusión -desde hace cuatro cursos- de mis palabras.
Quiero señalar también en esta introducción que dejaré fuera de este recorrido a cuatro de los premiados de los que me he ocupado en diversas emisiones de mi trayectoria radiofónica, en primer lugar a causa de la propia duración del programa -limitada pese a mi facundia excesiva-, pero también por razones que podríamos llamar “estructurales”. Los dos primeros de ellos, John Steinbeck y Rudyard Kipling, quedarán “excluidos” porque sus obras mayores, Las uvas de la ira, en el caso del norteamericano, y El hombre que llegó a ser rey y Kim, ambas del británico, no cumplen ninguna de las razones de excepcionalidad que acabo de adelantar: mis comentarios sobre los tres libros fueron, en su momento, extensos y detallados; además, las reseñas fueron radiadas (recientemente, además); y se emitieron también en vídeo, constando por tanto en YouTube para quien quiera ahora acceder a ellos. La razón por la que prescindo de las otras dos, las poetas Louise Glück y Wislawa Szymborska, se debe a que la semana próxima formarán parte de mis sugerencias en un programa, cuyo contenido ahora anticipo, centrado en la poesía femenina (no necesariamente vinculada a los Nobel, aunque sí en los casos de la estadounidense y la polaca).
Como última precisión previa a mis propuestas de esta tarde -y en un acto revestido de una cierta petulancia-, debo decir, además, que en bastantes ocasiones mi elección de los autores referidos -también de algunos de los de esta tarde- se produjo antes -años antes, a veces- de que la Academia sueca les concediera sus honores, lo cual solo es indicativo de mi voracidad lectora (y, sigamos con la pedantería, también de un cierto buen criterio literario; aunque no sé si coincidir con el siempre discutible dictamen sueco puede ser ostentado, en realidad, como prueba de ello).
Vayamos, pues, con mi selección de esta tarde, que se abre con un clásico, Adiós a las armas, de Ernest Hemingway, que cuenta con infinidad de ediciones en español, desde la primera aparecida a mediados de los años cincuenta del pasado siglo. Yo leí el libro, que presenté en Todos los libros un libro hace ahora diez años, en una añeja edición de Seix Barral de 1985 que recoge en tres volúmenes la narrativa completa de Hemingway, aunque la anticuada, pacata y a veces irritante traducción del por otro lado excepcional Carlos Pujol me hace sugeriros -a ciegas, sin apenas conocerla- que abordéis la obra a partir de la última versión publicada por Lumen en 2013, traducida por Miguel Temprano García. La novela de Hemingway, publicada en 1929, fue objeto de traslación a la gran pantalla con el mismo título en dos ocasiones, una en 1932, por el director Frank Borzage, con Gary Cooper, Helen Hayes y Adolphe Menjou como actores principales, y otra en 1957, con dirección de Charles Vidor, con Rock Hudson, Jennifer Jones y Vittorio de Sica en sus papeles protagonistas.
Los dos aspectos más novedosos del libro de Hemingway en relación con otros libros sobre la Primera Guerra Mundial son, por un lado, su “ambientación” en un espacio, el que se corresponde con el frente italiano, que no demasiado frecuentado -que yo sepa; tampoco soy un experto, aunque el tema me ha interesado desde siempre y algo he leído sobre él- en los distintos acercamientos literarios al conflicto, por otro, la “ramificación” de la trama de la novela en dos grandes ejes, el propiamente bélico, cuyo tratamiento presenta bastantes similitudes con el que ofrecen otras “crónicas” de la contienda, y el más romántico centrado en la historia de amor entre los dos protagonistas principales.
Con respecto a la primera de estas dos vertientes, Adiós a las armas narra la peripecia de Frederic Henry, un aventurero norteamericano -trasunto, en muchos aspectos, del propio Hemingway- que se alista como voluntario en el ejército italiano para desempeñarse como conductor de ambulancias en el noreste de dicho país -con el abrupto, nevado e imposible escenario de los Alpes a pocos kilómetros-, en las cercanías de Gorizia, la ciudad fronteriza con la actual Eslovenia y uno de los núcleos centrales -destaca sobre todos ellos la decisiva batalla del Piave- de los enfrentamientos entre las tropas italianas y las fuerzas del Imperio austro-húngaro. Joven e impulsivo, atrevido y apasionado, bebedor y mujeriego (rasgos que comparte con su creador), Frederick se suma a la guerra por su idealismo romántico -no tanto político como vital, si se puede decir así; son su ansia de experiencias, su voluntad de vivir intensamente, su fogoso temperamento, su condición (pero esto sirve sólo para el autor y no sé si también para su personaje) de “macho-alfa”, los que lo llevan, más allá de su postura moral, a viajar a Europa y arrojarse, despreocupado, al corazón de la batalla-, donde participará -a menudo en un segundo plano, acorde con su papel al volante de una ambulancia- en algunos dramáticos episodios bélicos, uno de los cuales acabará con él en un hospital, con graves heridas en sus piernas.
Su intervención en la contienda es, no obstante, cómoda la mayor parte del tiempo y, como digo, alejada de la primera línea de fuego. Se aloja en los pueblos que quedan en la retaguardia, visita sus alrededores, se recrea en la belleza de los paisajes, charla con unos y con otros, confraterniza con sus compañeros, siempre ufano, siempre jactancioso y un punto prepotente, siempre haciendo ostentación de su virilidad, entre abundante alcohol y la asidua frecuentación de prostitutas en un universo -tan insufriblemente “hemingwayano”- de insoportable seguridad masculina plagado de menciones a blenorragias, gonorreas, sífilis, chancros y otros males -aunque a veces pareciera que se exhiben como medallas- derivados del asiduo ejercicio de una siempre fogosa condición de macho.
Los ecos de la guerra suenan a menudo muy próximos: la batería artillera en el jardín de una casa, las heridas de los camaradas, el fragor constante de los bombardeos; pero en realidad el Somme queda lejos, el sol enciende los campos y permite el cálido descanso bajo las frescas copas de los árboles -y si es invierno, las bajas temperaturas aplazan los ataques-, hay permisos que invitan a la evasión en Milán o en otras ciudades, en las que se pueden frecuentar restaurantes, pasear por acogedoras avenidas y, claro está, emborracharse y acabar yaciendo con ávidas mujeres en lujosos hoteles. Es cierto que el joven estadounidense manifiesta en ocasiones su rechazo a la guerra y trufa sus comentarios de solemnes declaraciones acerca de lo absurdo del conflicto o se muestra escéptico sobre la utilidad de los avances y repliegues constantes, pero la impresión que deja en el lector su personalidad primaria -al menos así ha ocurrido conmigo- es la de un algo frívolo muchacho deseoso de ponerse constantemente a prueba -ante las ametralladoras, ante las mujeres, ante las botellas- y que vive la guerra como una experiencia pintoresca, como un juego -es un frente estúpido (...) pero muy hermoso, llega a decir-, como un trivial -aunque arriesgado- rito de paso adolescente.
Las lesiones provocadas en sus piernas por la metralla tras un bombardeo permiten que, en el hospital, Frederick pueda frecuentar a la enfermera inglesa Catherine Barkley, a la que ya conocía de algún encuentro anterior y que le cuidará en su no tan doliente convalecencia. La joven, cuyo único amor hasta entonces se había frustrado al morir en el frente -antes casi de iniciar su relación- un anterior pretendiente, se enamora del valiente y apuesto americano (y sí, los adjetivos suenan a tópicos de literatura rosa, pero esa es la percepción que me ha asaltado al leer el libro -ahora, en su relectura; porque en su momento la novela me resultó muy apreciable). El anacrónicamente viril Henry -y de nuevo aquí aflora la personalidad del escritor- hace permanente manifestación de su desapego, de su frivolidad, de su ligereza en el trato con el sexo opuesto, incluso con la propia Catherine. Y sin embargo, y pese a la resistencia del chico (Dios sabe que yo no quería enamorarme de ella. No quería enamorarme de nadie), el amor aflora y arrasa con principios supuestamente inamovibles y poses fatuas, con su tópico rol de macho trasnochado, de tipo insensible y frío, con sus ridículos tics de obsesivo “depredador” de los encantos femeninos. El relato de este impetuoso amor resulta -quizá debido a la presumible incapacidad de Hemingway para estas sofisticadas emociones, más probablemente a causa de la enojosa traducción- empalagoso y relamido, cursi y ridículo, de una simpleza elemental y torpemente infantiloide por ambas partes. Pero de ello, del desarrollo de la narración a partir de ese idilio, con los simultáneos avances de la guerra y el amor, entre momentos felices y trágicos contratiempos, entre experiencias amargas y resquicios por los que se cuela la alegría, entre la exaltación de la vida y la permanente presencia de la muerte que lleva aparejado el transcurrir del conflicto, prefiero no hacer comentarios y dejar para vuestra lectura la apreciación de los logros del libro (que -no parece difícil deducirlo- no me ha subyugado en esta relectura adulta, tan alejada del disfrute provocado por mi entregada inocencia juvenil) sin desvelaros aquí el desenlace de su trama novelística.
Una trama que las películas en ella basadas reformulan a su antojo. En la versión de 1932 de Frank Borzage (un clásico de las primeras décadas del cine, del que os recomiendo las excelentes El séptimo cielo y Deseo), la base literaria se mantiene en lo esencial, con ligeros aunque significativos cambios en la peripecia final de la pareja. Es en el tratamiento estrictamente cinematográfico -algo inocente; no se olvide que hablamos de una película de hace más de ochenta años- donde residen los aspectos más destacados del film. Algún experimento de cámara subjetiva, las numerosas elipsis (eficaces, pero que sustraen al espectador los aspectos más profundos de la personalidad de los personajes, hasta el punto de que hacen dudar -yo he visto la película inmediatamente después de leer la novela- de su cabal comprensión por un espectador que desconozca el libro), los austeros, esquemáticos e infantiles -aunque apreciables- recursos técnicos para dar cuenta de los bombardeos, del paso del tiempo, de la simbología de la guerra, la fotografía expresionista (el notable uso del blanco y negro, las sombras permanentes que envuelven las acciones militares, la angulación de los planos, las a mi juicio evidentes citas a Einsenstein) que enfatiza el discurso antibelicista, hacen de la visión de la cinta una experiencia interesante, más allá del insulso y deslavazado planteamiento amoroso. Una mención expresa merece el delirante doblaje de la copia que yo he manejado -por no hablar, siendo más estrictos, de la insultante tomadura de pelo perpetrada por el estudio que lo llevó a cabo-, un disparate que alcanza su manifestación más inconcebible cuando, en la boda informal que oficia el capellán castrense, éste bisbisea unos latinajos ad hoc, entre los que se repite -absurda e inexplicablemente- la locución latina excusatio non petita, accusatio manifiesta, que nada tiene que ver, que yo sepa (y mi “rigor profesional” me ha llevado a ratificar mi intuición con la opinión de un experto sacerdote), con las ceremonias nupciales.
En la recreación -a mi juicio menor- de Charles Vidor el tratamiento es abiertamente hollywoodiense (interpretado el término en su menos valiosa acepción), al centrarse en la historia amorosa entre el teniente y la enfermera, una relación que vuelve a presentarse de un modo relamido y superficial, carente de hondura y rezumando en cambio efluvios de un dulzón romanticismo de opereta. La película se alarga, interminable (sorprende la diferencia de metraje -cincuenta minutos más para esta última- entre las dos versiones de las que hoy os hablo), en una sucesión de inanes estampas de nevadas cumbres alpinas y apacibles lagos suizos muy alejadas de los campos de batalla (que, por otro lado, afloran, en las escenas bélicas, con un enfoque igualmente estereotipado y simplista), con un planteamiento que en nada diferiría si los personajes interpretados por un absolutamente plano Rock Hudson y una inenarrablemente remilgada Jennifer Jones vivieran su melodramático idilio en un perdido pueblo de Utah. La cinta, no obstante, resulta apreciable como mero complemento del libro, pudiendo propiciar desde este punto de vista interesantes reflexiones acerca de las relaciones entre cine y literatura (también en este caso el guionista -el legendario Ben Hetch, en uno de sus trabajos menos logrados- se ha tomado algunas libertades en relación con la obra original).
Mi siguiente sugerencia de hoy, tiene como protagonista a un escritor, el turco Orham Pamuk, que obtuvo el Premio Nobel en 2008 y del que yo presenté aquí en junio de 2013 su novela Me llamo Rojo. También en junio, pero de 2011, dediqué en mi otro espacio en la emisora universitaria, Buscando leones en las nubes, un programa a otra de sus obras mayores, la excepcional novela El museo de la Inocencia, publicada por Mondadori en traducción de Rafael Carpintero. Este último libro, extraordinario, es, entre otras cosas, una intensa historia de amor, un documento de primera magnitud sobre cuarenta años de la vida turca, un apasionado homenaje a Estambul y, en definitiva, y sin exageración alguna, una obra maestra de la literatura. Su protagonista, Kemal, prometido de la bella Sibel, pero enamorado perdidamente de su prima Füsun, vive con esta durante cuarenta y cuatro días una muy intensa historia de amor. Transcurrido ese breve plazo, Füsun desaparece, y Kemal vivirá el recuerdo de ese amor de una manera obsesiva a lo largo de nueve años, convertirá su existencia en la sola vivencia de esa pasión desenfrenada, acabará con su compromiso matrimonial, arruinará su carrera profesional y destruirá su vida entera. Su desmesurado y enfermizo amor le llevará, enloquecido, a hacer acopio de cualquier objeto con el que su amada hubiera estado en contacto, fabricando así, en el edificio Compasión que albergó sus fugaces encuentros, un Museo, el Museo de la inocencia, en la delirante creencia de que el recuerdo de su querida Füsun permanece vivo en esos objetos prosaicos y que poseyéndolos, mirándolos, tocándolos logrará que su amor siga a su lado.
Me llamo Rojo, probablemente la novela más traducida y difundida de su autor, fue publicada por primera vez en nuestro país en el año 2003 por la editorial Alfaguara en traducción, también, de Rafael Carpintero. La editorial presenta el libro bajo la rúbrica de “novela total”. La calificación, que podría parecer excesiva proviniendo de la propia editora, se ajusta, sin embargo, a lo que es realmente Me llamo Rojo, que se desenvuelve en planos diversos, como lo hacía también El museo de la inocencia. Porque estamos, en efecto, ante lo que en primer lugar puede aparecer como una novela histórica que nos traslada al Estambul del siglo XVI, pero que es, además, una historia de amor, llena de sucesos deliciosos, rezumando pasión, ternura y sensibilidad, también dobles intenciones, celadas y ocultamientos; es también una intriga detectivesca, con un asesinato que se revela en las primeras páginas y para el que hay varios sospechosos y una investigación y móviles y pistas y testigos como en cualquier novela negra al uso; es, a la vez, una novela de aventuras, con peripecias sin cuento y leyendas y mitos y relatos intercalados; admite igualmente una lectura filosófica sobre las diferencias en el modo de sentir, de entender el mundo, de concebir la existencia entre Oriente y Occidente; es, sin duda, una magnífica descripción del mundo islámico, no ya el de la época histórica recreada en la novela, que se describe con minuciosidad y precisión, sino, por extensión, del actual, con las tensiones internas, las contradicciones, las expectativas y las amenazas que las modernas sociedades de raíz musulmana albergan en su seno; es también un interesante y documentado estudio sobre el arte, en particular las formas de representación pictóricas, que puede ser extrapolado al ámbito de la literatura, por lo que cabe su lectura, además, como una novela “metaliteraria”; puede ser entendida, igualmente, en clave política pues contiene profundas y enjundiosas reflexiones sobre el ejercicio de las libertades individuales en sociedades cerradas, sobre las relaciones del artista o del simple ciudadano con el poder, sobre la tolerancia y los fanatismos, sobre las sociedades laicas y las religiones totalitarias, en una metáfora evidente del dilema que asalta hoy día a la sociedad turca, debatiéndose entre una Europa moderna y secularizada y la regresión que representa un Islam tantas veces fanático y anacrónico, en un conflicto que aquí tan bien conocemos.
Transcurre el siglo XVI. El Sultán turco, fascinado por los motivos, por los estilos, por los modos de la pintura de los ‘francos’, de los cristianos occidentales, por su modo de reflejar la realidad, por la fidelidad de sus retratos, por las insólitas combinaciones de la perspectiva, y movido también por el ansia de inmortalidad que es, al parecer, inseparable atributo del poder, de todos los poderes, decide pasar a la Historia -e impresionar a sus enemigos cristianos- en un libro, un singular libro bellamente ilustrado, que narre sus hazañas, los logros de su sultanato, los prodigios alcanzados por el imperio otomano bajo su mando y que -el orgullo del poderoso- incluya una representación de su figura, una imagen de su persona. Encarga el proyecto al reputado ‘taller’ del Maestro Osmán, en el que trabajan los cuatro mejores ilustradores de la época: los maestros Aceituna, Cigüeña, Mariposa y Donoso, en las denominaciones que les atribuye su maestro. Pero el proyecto del Sultán no está exento de problemas: la representación figurativa contraviene el espíritu, y hasta la letra, del Corán, que prohíbe la presencia en los libros de la imagen humana por considerarla un desafío al poder divino, una intolerable arrogancia del hombre que se atribuye poderes alejados de su mísera condición terrenal, un soberbio reto de las criaturas contra su creador que conduce a la adoración de ídolos, un peligroso primer paso de un proceso que, de tolerarse, llevaría a subvertir todos los valores que el Islam inspira, a hacer peligrar los fundamentos del estilo de vida musulmán. El libro, pues, debe hacerse en secreto. Un buen día, y aquí se pone en marcha la novela, el Maestro Donoso aparece brutalmente asesinado, y su muerte parece tener que ver con el libro y sus ilustraciones.
A partir de este hecho inaugural, se suceden los diversos capítulos, narrados por distintos personajes, fundamentalmente dos, Negro y Seküre, protagonistas de los desconcertantes vaivenes de la historia de amor a la que aludí anteriormente, pero también podemos oír la voz del Maestro Osmán, de los cuatro ilustradores, y de otros muchos personajes, la correveidile judía Ester, el también maestro Tío, anciano ilustrador, tío efectivamente de Negro y padre de Seküre, e incluso hablan en primera persona los motivos pictóricos de las ilustraciones del libro: el árbol, el perro, dos derviches, y hasta el rojo de la sangre y de la pintura.
El resultado de todo de ello, de la multiplicidad de perspectivas, de la variedad de planos, de la diversidad de voces, de la pluralidad de enfoques, es un fascinante mosaico, un desbordante rompecabezas que, desde la primera línea, nos atrapa y seduce, nos divierte y entretiene, nos interroga, nos cuestiona y nos hace pensar, nos subyuga y entusiasma.
Mi tercera recomendación se centra en un escritor muy interesante, cuyas obras están revestidas de una cierta complejidad, por lo que, siendo muy atractivas, exigen un cierto esfuerzo que nos permite, a la postre, degustarlas mejor. Un esfuerzo que ya debemos hacer desde el mismo momento en que pronunciamos su nombre, pues ya entonces nos encontramos con algunas dificultades. Por de pronto, él mismo firma siempre con sus solas iniciales. De modo que en las portadas y contraportadas, en las solapas de sus libros sólo encontraremos J. M. En las distintas fuentes consultadas aparece indistintamente como John Maswell, por ejemplo en la wikipedia y en otras páginas de internet, o John Michael, como lo llamaba Javier Marías, que lo conocía bien, pues le concedió el primero de los premios de su Reino de Redonda, ese divertido territorio de ficción, o no tanto. Su apellido plantea también algunos problemas de dicción. Escrito Coetzee, he oído muchas distintas pronunciaciones, me quedo con Cutzí, que parece la más fiable. En definitiva, pues, ahora quiero hablaros de J.M. Cutzí, el formidable escritor sudafricano, premio Nobel de Literatura en 2003.
Muchas son las obras de Coetzee que merecen su lectura. A mí me han entusiasmado Esperando a los bárbaros, Vida y época de Michael K., Foe, Diario de un mal año, Infancia, entre otras. Sin embargo, esta tarde mi recomendación recupera una muy breve emisión de 2009 y gira sobre otros dos libros, el primero de ellos es Tierras de poniente, su primera novela, publicada en España por Mondadori, un sello que está bajo el “control” de Random House, como ocurre con la mayor parte de la obra del sudafricano. Por cierto, un Tierras de poniente que Mondadori presenta en una para mí desesperante traducción de Javier Calvo (escritor a su vez y traductor reconocido), llena de errores, como el uso de expresiones incorrectas en castellano como punto y final, de sobras, y otras, pero sobre todo por la irritante repetición, omnipresente y obsesiva, de las rutinarias expresiones el mismo, la misma, los mismos, las mismas, en lugar de las más discretas ellos, ellas o similares. Ved un ejemplo significativo: Tuvimos que volver sobre nuestros pasos por las montañas y viajar por detrás de las mismas [en lugar de por detrás de ellas] en paralelo al río. Puede parecer una trivialidad, es más, puede que se piense que es mi alto -y absurdo- grado de exigencia y no la impericia del traductor lo que resulta relevante, pero creedme, la insistencia en las mismas y los mismos es tal que, en su momento, yo estuve más de una vez a punto de abandonar la lectura, harto de encontrarme una y otra vez con tal desaseado recurso. La segunda referencia es Desgracia, de la que quiero hablaros porque, aparte de ser un libro excelente, cuenta con una traslación a la gran pantalla en la película del mismo nombre, basada en la novela, y dirigida por Steve Jacobs con el protagonismo por John Malkovich.
Las novelas de Coetzee, muy bien escritas, con una escritura despojada, austera, muy rigurosa, a veces difícil, tienen siempre como referencia, de un modo central y abierto o en un plano más velado y aparentemente secundario, el problema del imperialismo en Sudáfrica, las desigualdades raciales, el apartheid, el racismo del sistema político segregacionista que su país vivió hasta hace tres décadas. Su literatura es, por lo tanto, una literatura moral, que aunque no enfatiza de modo burdamente maniqueo la división entre buenos y malos, sí que nos muestra la barbarie, la violencia, la brutalidad, el horror del mal en las múltiples y desgraciadas manifestaciones en las que lo ha vivido su propio país. Sus grandes temas son la injusticia y el poder, en particular los efectos devastadores del colonialismo y el racismo; la opresión social; la culpa, el perdón y la redención; la alienación, la soledad y el aislamiento emocional y moral; el silencio y la represión, la falta de comunicación y la incapacidad para transmitir emociones y deseos; el sufrimiento físico y emocional, el dolor y el castigo, la vulnerabilidad del cuerpo humano y la deshumanización de nuestras sociedades; la identidad y la mirada del “otro”; el pesimismo existencial, que aflora en unas novelas que ofrecen una visión sombría de un mundo en el que los conflictos morales y éticos resultan de difícil resolución; el poder de la palabra, la importancia de la literatura, la escritura y la narración como formas de comprender y representar la realidad; los derechos de los animales, cada vez más presentes en su obra, sobre todo a partir de Elizabeth Costello, publicada el año en que obtuvo el Nobel.
Las dos novelas que hoy comento se inscriben en esas mismas pautas generales. En Desgracia, un profesor, a partir de un incidente con una joven estudiante, ve como se desbarata su vida en un marco de violencia en la sociedad sudafricana “postapartheid”. En Tierras de poniente se presentan dos relatos distintos, autónomos y sólo aparentemente desvinculados entre sí. En el primero, se narra la progresiva locura de un psicólogo, ocupado, paradójicamente, en atender las secuelas que a los soldados norteamericanos les provoca el sobrecogedor espanto de la guerra de Vietnam. En el segundo, se cuenta la historia de un colono, llamado de modo significativo Jacobus Coetzee, que a finales del siglo XVIII lleva a cabo una expedición criminal de exterminio de los bosquimanos en el norte de Suráfrica. En ambas historias está la descarnada brutalidad del ser humano mostrada sin paliativos, en su ruda y elemental barbarie. Sirvan ambas referencias como puerta de entrada a un universo literario muy exigente pero también muy atractivo.
La última sugerencia de hoy tiene que ver con un escritor francés, Jean-Marie Gustave Le Clézio, galardonado con el Nobel en 2008 y que yo he leído con deleite desde hace al menos treinta años, siendo un autor de comparecencia habitual en Buscando leones en las nubes, sus textos envueltos en músicas exóticas, como corresponde al carácter “periférico” de su obra. La concesión del premio por la Academia sueca provocó, en su momento, una encendida polémica, tan frecuentes cada mes de octubre cuando la designación recae en autores casi desconocidos o de escasa repercusión fuera de su propia e inmediato ámbito de influencia. La reacción de la crítica literaria, de la prensa especializada y de los expertos en literatura tras su designación puede calificarse de discreta y tibia, a veces hostil, considerándolo la mayor parte de la crítica un autor menor, indigno de un galardón de tal nivel. A mí, en cambio, me parece un escritor excelente, al que, como digo, sigo desde hace muchos años, habiendo leído la mayor parte de sus obras publicadas en nuestro país.
Le Clézio es un escritor de espíritu nómada, intelectualmente mestizo, de naturaleza y talante cosmopolitas (acaba de aparecer, y aún no he podido leer, su última obra publicada en España, de título inequívoco, Identidad nómada, en la que recorre su infancia y el nacimiento de su vocación literaria). Él mismo, nacido en Francia, ha vivido en México, Tailandia, las islas Mauricio, de donde procede su familia, blancos en el criollo país africano, y en donde ha ambientado algunas de sus novelas (en concreto las islas Mascareñas son el escenario de El buscador de oro y El viaje a Rodrigues, dos novelas extraordinarias). Su mujer es de origen saharaui y las historias de sus antepasados marroquíes impregnan Desierto y El pez dorado. México ha tenido también una presencia destacada en algunos de sus libros. Es también en su obra, por lo tanto, al igual que en su vida, donde se muestra este interés por la mezcla, por la extrañeza y la extranjería, por el exilio, por el desarraigo. Onitsha, La cuarentena, El pez dorado, El africano, nos presentan personajes fuera de su entorno, desplazados, viajeros, seres perdidos que buscan un sentido a sus vidas en territorios exóticos, en la India o Marruecos, en Sudamérica, en el África negra o en islotes desolados en remotos archipiélagos del Índico… Siempre he soñado con haber sido concebido a bordo de un barco, en la ensenada de una ciudad del fin del mundo, en Adén, dice, significativamente, uno de sus protagonistas.
De sus muchas obras (la Wikipedia referencia medio centenar, unas veinte traducidas en España, México y Argentina) he escogido para presentar hoy dos, ambas especialmente interesantes. La primera es una especie de ficción biográfica, y hasta autobiográfica, El africano, publicada, en traducción de Juana Bignozzi, por la editorial argentina Adriana Hidalgo, y en la que relata su infancia en Ogoja, Nigeria, como telón de fondo de la extraordinaria peripecia vital de su padre, médico para todo en esas perdidas e inhóspitas tierras africanas. Una infancia dura y agreste, austera y esforzada, pero también intensa y feliz. No quiero hablar de exotismo, los niños son absolutamente ajenos a este vicio, dice en El africano, a propósito de su infancia nigeriana, el niño protagonista, que es el propio Le Clézio, no porque vean a través de los seres y de las cosas, sino porque, justamente, sólo ven eso: un árbol, un hueco en la tierra, una colonia de hormigas constructoras, una banda de chicos turbulentos en busca de un juego, un viejo de ojos nublados que tiende una mano descarnada, una calle en un pueblo africano un día de mercado, eran todas las calles de todos los pueblos, todos los chicos, todos los árboles y todas las hormigas. Ese tesoro está siempre vivo en el fondo de mí y no puede ser extirpado. Mucho más que simples recuerdos, está hecho de certezas. Su obra refleja esta huella de la infancia, la memoria de paraísos perdidos y no del todo olvidados. A cada instante me siento traspasado por el tiempo de otra época, en Ogoja, escribe. Una obra en la que aflora, además, el interés por el otro, por quienes ocupan los márgenes de la devoradora cultura occidental, por los desfavorecidos, por los parias de la tierra, por las culturas minoritarias.
El segundo título es Desierto, una magnífica novela de 1980, publicada en España en 2008 por la editorial Tusquets, en traducción de Alberto Conde Calvo, que yo había leído a principios de los noventa en una traducción casera, que no solo no impidió su disfrute sino que despertó en mí el entusiasmo por su autor y la entrega apasionada a gran parte de su narrativa. El libro es una de las novelas más destacadas del escritor francés y yo le dediqué un par de programas de Buscando leones en las nubes en el año 2009. La narración entrelaza dos historias que, aunque distantes en el tiempo, se complementan en su exploración de algunos de los temas habituales de su autor: la resistencia, la libertad, la identidad, la colonización, el choque de culturas, las migraciones y los desplazamientos forzados, la búsqueda de un lugar en el mundo. Le Clézio construye un relato denso y poético que evoca los paisajes áridos del norte de África, pero también los desiertos emocionales y espirituales de los personajes. El desierto del título, más allá de ser el escenario geográfico de una parte de la historia, se convierte en un símbolo poderoso de la vida misma.
La novela se desarrolla en dos líneas temporales distintas, significadas en el texto por el uso de diferentes tipografías. La primera, ambientada a principios del siglo XX, en concreto en 1909, sigue a Nur, un joven del pueblo tuareg que vive en el Sáhara. Nur y su gente, los nómadas, los “guerreros” del desierto, las tribus del noroeste de África, coinciden en Sagia el-Hamra, en lo que fuera el Sahara español, y, guiados por el cheij Ma el-Ainin, una suerte de profeta carismático, llevan a cabo una ardua marcha en busca de una tierra prometida inexistente y siempre bajo la amenaza del ejército colonial francés, que busca someter y destruir su estilo de vida. Nur, un chico melancólico, formará parte de un levantamiento contra los colonizadores franceses, arrastrado a una guerra que no entiende del todo, que está dispuesto a seguir por la lealtad a su pueblo y a su líder, y que acabará por definir su destino, observando, impotente, cómo su mundo se desmorona.
La segunda línea narrativa, con un vínculo con la primera que, obviamente, no quiero desvelar, tiene lugar en un tiempo no especificado, pero que quizá sea la década de 1970, y sigue a Lalla, una joven que vive en los suburbios de una ciudad costera en Marruecos. Lalla, criada en la pobreza pero con una profunda conexión espiritual con el desierto y su gente, descendiente de aquellos legendarios hombres azules, vive con la familia de su tía Aamma y sueña con escapar a un lugar donde pueda ser libre. La niña está integrada y es feliz en su entorno marroquí, las dunas, las aves marinas, el silencio, la libertad, el paisaje abrupto y duro, encantada con las historias que le cuentan su tía y el anciano pescador Namán. Enamorada del joven pastor Hartani (un nombre árabe despectivo para los habitantes negros de los oasis), un muchacho salvaje abandonado en un pozo por los hombres del desierto, con el que comparte la orfandad, las caminatas por los secos pedregales, la conexión con la naturaleza, en una relación inocente y conmovedora. Lalla, impulsada por sus visiones y por los recuerdos de los nómadas, amenazada por un matrimonio concertado, decide huir a Europa, a Marsella, en donde, casi sin dinero, soportando las penurias de la vida inmigrante, encuentra empleo como limpiadora antes de que la contrate un fotógrafo de moda encandilado por su belleza exótica. Pese a su relativo éxito en ese desempeño, desinteresada del dinero y la fama, despojada de su tierra y su cultura, se cuestionará su identidad y su lugar en la vida. A la postre, Lalla, hija del desierto, sueña con la libertad y las vastas extensiones de arena, y querrá regresar a la tierra de la que partió, para recuperar sus verdaderos orígenes, su herencia cultural, el mundo y los valores de sus ancestros. A lo largo de la novela su personaje evolucionará, pasando de ser una niña soñadora a una mujer que toma su destino en sus propias manos.
Al margen de la peripecia de los dos personajes, los elementos más destacados del libro son la representación de los tuareg y su resistencia contra la colonización francesa, el reflejo de hechos históricos, el análisis del impacto emocional y psicológico que tuvo la colonización en estos pueblos, la plasmación de la lucha por la preservación de las raíces propias, la identidad colectiva y los rasgos culturales de las tribus indígenas, la espléndida recreación del desierto en su doble condición material y simbólica (como lugar sagrado donde vivir en libertad, lejos de las constricciones de la civilización occidental, como recordatorio del pasado perdido, como implacable espacio de la destrucción, el aislamiento, la aniquilación y la muerte, como esperanza de renacimiento), el emotivo “retrato” del desarraigo y la soledad. Además, y como ya se ha señalado, están también presentes, los ejes temáticos que ocupan un lugar central en la narrativa de Le Clézio: la inmigración, el fenómeno colonial, el contraste y el enfrentamiento entre culturas, la búsqueda de libertad.
Un escritor espléndido, autor de algunas novelas magníficas de búsqueda existencial, de vagabundeo espiritual, podríamos decir, de aventuras interiores, ambientadas en entornos salvajes, austeros, primitivos, en una naturaleza hostil, a menudo descarnada, inhumana, volcánica. Sus textos, intensos, a veces oscuros, aunque están siempre llenos de evocaciones, son misteriosos y sugerentes, poéticos, muy líricos. Resulta sobresaliente también su atención al detalle, el detenimiento en los matices sensoriales y emocionales, la deslumbrante descripción de los paisajes, la construcción de atmósferas, tocadas por un cierto aire onírico, casi místico. La Academia sueca subrayó algunos de estos aspectos de la literatura de Le Clézio al resaltar, en la concesión del premio, su condición de escritor de la ruptura, de la aventura poética y de la sensualidad extasiada, investigador de una humanidad fuera y debajo de la civilización reinante.
Os dejo ya con un texto de Desierto, que nos transporta a aquellos parajes simultáneamente desolados y muy atractivos. Tras él, música también vinculada a esos territorios norafricanos. Se trata de Tende, un tema del grupo femenino tuareg Les Filles de Illighadad, las chicas de Illighadad, un pueblo del norte de Níger. Una maravilla envolvente, hipnótica, fascinante.
Conocían todas las estrellas, les daban a veces nombres extraños que eran como principios de historias. Señalaban la ruta que seguirían de día, como si las luces que se encendían en el cielo trazasen los caminos que deben recorrer los hombres en la tierra. Había tantas estrellas... La noche del desierto estaba henchida de esas fuentes luminosas que palpitan suavemente, mientras el viento pasaba una y otra vez como un aliento. Era un ámbito al margen del tiempo, quizá lejos de la historia de los hombres, un ámbito donde no podía aparecer o morir nada más, como si ya estuviera separado de los demás ámbitos, en la cima de la existencia terrestre. Los hombres miraban a menudo las estrellas, la gran vía blanca que forma como un puente de arena encima de la tierra. Hablaban un poco fumando hojas de kif liadas, se contaban los relatos de viajes, los rumores que corrían sobre la guerra contra los soldados de los cristianos, las venganzas. Después escuchaban la noche.
Era como si aquí no hubiera nombres, como si no hubiera palabras. El desierto lavaba todo en su viento, borraba todo. Los hombres tenían la libertad del espacio en la mirada, su piel era como el metal. La luz del sol inundaba todo con su resplandor. La arena ocre, amarilla, gris, blanca, la arena ligera resbalaba, hacía ver el viento. Cubría todas las huellas, todos los huesos. Repelía la luz, ahuyentaba el agua, la vida, lejos de un centro que nadie podía reconocer. Los hombres sabían de sobra que el desierto no los quería: marchaban así sin detenerse, por los caminos que otros pies ya habían recorrido, en busca de algo distinto.
Otros hombres iban y venían entre las tiendas. Eran los guerreros azules del desierto, embozados, armados con puñales y fusiles, que marchaban a grandes zancadas sin mirar a nadie. Los esclavos sudaneses, vestidos de harapos, llevaban los bultos cargados de mijo o de dátiles, los odres de aceite. Hijos de tienda grande, vestidos de blanco y azul oscuro, bereberes de piel casi negra, niños de la costa de cabellos rojos y piel moteada, hombres sin raza, mendigos leprosos que no se acercaban al agua. Todos marchaban por el guijarral de polvo rojo, iban hacia los muros de la ciudad santa de Smara. Se habían apartado del desierto por algunas horas, algunos días. Habían desplegado la pesada tela de sus tiendas, se habían embutido en los mantos de lana, esperaban la noche. Comían ahora la papilla de mijo bañada con leche cuajada, el pan, los dátiles secos con sabor a miel y pimienta. Las moscas y los mosquitos bailaban alrededor de los cabellos de los niños en el aire del atardecer, las avispas se posaban en sus manos, en sus mejillas sucias de polvo.
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