CARMEN LAFORET. NADA; MERCÈ RODOREDA. LA PLAZA DEL DIAMANTE
Hola, buenas tardes. Una semana más Todos los libros un libro sale a vuestro encuentro con una nueva recomendación de lectura escogida con la voluntad y la intuición, espero que acertadas, de que pueda resultar de interés para una amplia variedad de potenciales oyentes del espacio. La emisión de hoy surge como una suerte de continuación de la de hace siete días y, en tanto que ésta estaba vinculada, a su vez, al ciclo que iniciamos el pasado marzo y que tenía a las relaciones entre la literatura y el cine como centro, está también conectada, en consecuencia, con ese doble universo literario/cinéfilo.
A los tres programas dedicados a grandes textos -novelas y cuentos- que dieron pie a excelentes películas, siguieron otras dos emisiones, radiadas antes de las vacaciones, en las que el lazo que anudaba libros y películas, incorporaba un tercer elemento aglutinador, ajeno, en principio, al hecho literario o al cinematográfico en sí mismos. Fue el caso de los espacios, escenarios, lugares y ciudades del cine, recorridos en obras que exploraban -y nunca el término resultó más adecuado- la presencia en los filmes de grandes urbes y paisajes singulares, de atractivos destinos viajeros y de variados enclaves y emplazamientos en los que se desarrolla su trama argumental. Y lo fue también cuando traje aquí varios libros que repasaban de modo exhaustivo la música, las bandas sonoras, las canciones y los géneros -jazz, rock, comedia musical- en la historia del arte cinematográfico, e igualmente, otros que conjugaban cine y poesía a partir de tres antologías que recopilaban poemas de los últimos cien años con el cine entre sus versos.
La semana pasada, y aún con el enlace cine-literatura en mente, presenté aquí dos novelas de corte autobiográfico del escritor argentino Jorge Fernández Díaz, Mamá y El secreto de Marcial, en la última de las cuales el cine tiene una presencia muy relevante y significativa. En El secreto de Marcial, precisamente, concurre una segunda condición que me permite enlazar mi propuesta de hoy con la de hace siete días. Y es que, como señalé el miércoles pasado, hace apenas tres meses, el 6 de enero, la obra del argentino ganó el Premio Nadal de Novela en su octogésima primera edición. Y siendo, por tanto, el eslabón final, por el momento, de una larga cadena de títulos galardonados con el prestigioso premio que otorga la barcelonesa editorial Destino, he pensado que podría interesar a mi escasa pero siempre entusiasta audiencia recuperar la novela que alcanzó los laureles “nadalescos” por primera vez. En enero de 1945 el premio correspondiente al año 1944, que inauguraba la larga carrera de los Nadal, recayó en Nada, el deslumbrante debut literario de una entonces jovencísima, apenas veintitrés años, Carmen Laforet. Además -y ello resulta coherente con el propósito que guía esta serie- Nada fue llevada al cine por el director Edgar Neville en 1947, en una cinta protagonizada por la genial Conchita Montes en el papel de Andrea, el personaje principal sobre el que gravita el libro.
Y teniendo en cuenta además que Nada guarda muchas similitudes -por la fecha de publicación (los primeros años del franquismo, aunque con década y media de diferencia entre ambas), el contexto histórico-temporal de la historia narrada, en parte coincidente (la posguerra), el escenario (Barcelona), la atmósfera (la melancólica grisura de la vida cotidiana en una época oscura y difícil), la relevancia de un personaje principal femenino y joven (Andrea y Colometa, respectivamente), el planteamiento literario (una voz narrativa subjetiva a cargo de la protagonista) y la importante repercusión de ambas obras en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX- con otra novela excepcional, La plaza del Diamante, de Mercè Rodoreda publicada por primera vez en 1962 y como la obra de Laforet, objeto de infinidad de reediciones desde entonces (hay, igualmente, una interesante adaptación cinematográfica del libro), he decidido ampliar mi reseña, que, de este modo, abre de nuevo Todos los libros un libro a una oferta plural en la que os hablaré de las dos novelas, con las que, por ahora, se cierra el círculo de los Premios Nadal, y de sus respectivas traslaciones a la gran pantalla: la añeja película basada en Nada que casi ocho décadas después se sigue viendo con un relativo interés, pese a los estragos que en su momento hizo en ella la censura o quizá los criterios comerciales (hay interpretaciones diversas sobre las causas de la eliminación de cerca de cuarenta minutos de su metraje), y la versión de La plaza del Diamante que estrenada en 1982 aún resulta merecedora de un repaso, aunque por desgracia -y dada la extensión de esta reseña- hoy apenas podré comentar.
La concesión del Premio Nadal en enero de 1945 a Nada, la novela primeriza de Carmen Laforet, supuso una revolución en la literatura, en la cultura y hasta en la sociedad española de aquel tiempo, en la que, con el recuerdo de la reciente guerra civil todavía muy vivo, la irrupción de un libro que, por la inusitada juventud y por un cierto halo de misterio que siempre envolvió a su autora; por la propia repercusión del premio y por las críticas entusiastas de escritores consagrados como Ramón J. Sender o Juan Ramón Jiménez, entre otros; por su estilo literario, original e innovador; por su planteamiento, con una trama argumental prácticamente inexistente; por su fiel, aunque no del todo explícita, representación de la sordidez y el ambiente opresivo y claustrofóbico de la época, se convirtió casi desde su publicación en un clásico, incorporado desde muy pronto al canon de las obras de referencia de la literatura en castellano, condición que se refleja en la infinidad de ediciones que se han ido multiplicando a lo largo de estas ocho décadas, en los incontables estudios, artículos, publicaciones y tesis doctorales que se han hecho sobre la novela y en la constante presencia de la obra como lectura obligatoria en los planes de estudio del bachillerato, formando parte de modo habitual de los contenidos de las pruebas de selectividad.
Publicada originariamente el mismo año del premio, en la legendaria colección Áncora y Delfín de la editorial Destino -que es la que yo leí de adolescente, pues mi padre compraba habitualmente, entre 1945 y 1955, las obras galardonadas cada año, que estaban, por tanto en la casa familiar cuando yo crecí-, Nada ha conocido -y aún lo hace- frecuentes ediciones críticas, que incluyen análisis y comentarios, en preámbulos o epílogos, de profesores, catedráticos, escritores y expertos de consolidado prestigio (por ceñirme a los últimos treinta años: Joaquín Marco, Rosa Navarro Durán, Domingo Ródenas de Moya, Mario Vargas Llosa, o, limitándome a los más recientes, Rosa Montero, Nuria Amat, Ana Merino o Najat El Hachmi; textos, casi todos de fácil acceso en internet, de lectura enriquecedora). De todas ellas hoy quiero recomendaros la magnífica de Cátedra, presentada en 2020 en su colección Letras Hispánicas, que incluye cien páginas de espléndida introducción (en este caso, de lectura solo posible en el volumen en papel) a cargo de José Teruel, profesor honorario de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Madrid, con una copiosa producción en torno a la novela española de posguerra y en particular a la obra de Carmen Laforet y Carmen Martín Gaite, de la cual acaba de publicar una detallada biografía, que ha recibido el Premio Comillas del género, concitando un reconocimiento crítico unánime. De este libro os hablaré aquí en diciembre de este mismo año, cuando se cumplan los cien del nacimiento de la salmantina.
En un momento no datado expresamente en el libro pero que -por diversos indicios- puede cifrarse en septiembre de 1939 -pocos meses después, por tanto, del fin la guerra civil-, Andrea, la protagonista de la novela, llega en mitad de la noche al piso de ocho balcones propiedad de su abuela, en la calle Aribau de Barcelona. Laforet había nacido allí el 6 de septiembre de 1921, en uno de los muchos elementos coincidentes entre las biografías de autora y personaje: a Andrea no tuve que inventármela, por el hecho de que tenía la edad que yo tenía al llegar a Barcelona y (…) la misma capacidad de sorpresa, escribió). Pese a los indudables paralelismos, la propia escritora, en su prólogo a una antología de su obra publicada en 1956, recalcaba que Nada no es –como ninguna de mis novelas- autobiográfica, aunque el relato de una chica estudiante –como yo fui en Barcelona- e incluso la circunstancia de haberla colocado viviendo en una calle de esta ciudad donde yo misma he vivido, haya planteado esta cuestión más de una vez. Cuando yo escribí la novela tenía muchas impresiones acumuladas en soledad y una instintiva sabiduría: la de darme cuenta que si era cierto que yo podía ver y sentir ciertas cosas que aceptaba o rechazaba mi sensibilidad, no tenía experiencia para juzgarlas. Por este motivo puse el relato en boca de una jovencilla que es casi una sombra que cuenta.
Con dieciocho años, esta joven huérfana, inexperta e insegura, pero también ilusionada, ha dejado atrás, en un pueblo lejano y en un pasado que no se nos muestra, a su prima Isabel, a cuyo cargo estaba tras la muerte de sus padres, y acude a la ciudad condal para estudiar en la universidad e iniciar una nueva vida (en el caso de Laforet habían sido las Islas Canarias, donde vivían sus progenitores, las abandonadas al comenzar su carrera universitaria barcelonesa), instalada en una casa en la que había pasado las temporadas más excitantes de mi vida infantil. Su llegada al que será su domicilio durante un año (el lapso temporal en que se desarrolla la novela) no puede ser, sin embargo, más decepcionante. El que, en sus recuerdos de niña, había sido un entorno apacible, una vivienda acogedora en una ciudad adorada en mis sueños, se revela ahora, tras los terribles años transcurridos, un lugar y una atmósfera oscuros, sórdidos, sucios, descuidados y miserables. Las escaleras estrechas, los peldaños desgastados, las lámparas invadidas por telarañas, las bombillas de luz macilenta, los muebles desordenados, colocados unos sobre otros, los sillones destripados, las paredes desconchadas, los cuadros oscuros y macabros, las cortinas polvorientas, los espejos mugrientos, el baño roñoso, el hedor general de la casa -Era un olor a porquería de gato-, el ambiente a la vez pestilente y helador (Yo entré en el salón donde tenía mi alcoba y me sorprendió el olor a aire enmohecido y a polvo. ¡Qué frío hacía! Sobre el colchón de aquella cama turca, fino como una hoja, yo no podía hacer más que tiritar), producen en ella una primera impresión desoladora -me pareció todo una pesadilla-, acrecentada por las fantasmales presencias de sus pobladores: la abuela, una viejecita decrépita, en camisón, con una toquilla echada sobre los hombros; los tres tíos de Andrea: Juan, un tipo descarnado y alto con la cara llena de concavidades, como una calavera; la egoísta, severa y autoritaria Angustias, una mala de “película”; Román, que esconde en su apariencia agradable un carácter mezquino y perverso; y también Gloria, la esposa de Juan, que encierra más de un secreto en su existencia doliente, una mujer flaca y joven con los cabellos revueltos, rojizos, sobre la aguda cara blanca y una languidez de sábana colgada, que aumentaba la penosa sensación del conjunto; e incluso Antonia, la desagradable criada, todo en aquella mujer parecía horrible y desastrado, hasta la verdosa dentadura que me sonreía. Ya desde el primer día Andrea se verá obligada a presenciar el clima de ira, violencia y odio entre todos ellos, en una sucesión de escenas de discusiones, enfrentamientos, mezquindades, gritos, insultos, amenazas, golpes y palizas.
La triste realidad que la rodea choca abruptamente con sus sueños, impregnando sus sentidos, infectando su personalidad: ¡Cuántos días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias. Historias incompletas, apenas iniciadas e hinchadas ya como una vieja madera a la intemperie. Historias demasiado oscuras para mí. Su olor, que era el podrido olor de mi casa, me causaba cierta náusea... Y sin embargo habían llegado a constituir el único interés de mi vida. Poco a poco me había ido quedando ante mis propios ojos en un segundo plano de la realidad, abiertos mis sentidos sólo para la vida que bullía en el piso de la calle de Aribau. Me acostumbraba a olvidarme de mi aspecto y de mis sueños. Iba dejando de tener importancia el olor de los meses, las visiones del porvenir, y se iba agigantando cada gesto de Gloria, cada palabra oculta, cada reticencia de Román. El resultado parecía ser aquella inesperada tristeza.
Andrea se nos muestra así como una muchacha singular -una chica rara, como la definió Carmen Martín Gaite-, frágil, sensible e insegura que afronta su nueva etapa en Barcelona y en la Universidad esperanzada y llena de ilusión. Es una chica triste y sentimental, provinciana y algo primitiva -salvaje, la llamará la tía Angustias-, cuyos anhelos de vida, de superación de su pequeño mundo de joven inexperta, sus deseos de plenitud, de alegría, de intensidad, de amor, de belleza, de felicidad, se van a ver pronto frustrados en aquel ambiente mediocre que la acoge a su llegada. La inhóspita recepción de su familia agudiza su inseguridad, se ve insulsa, sentimental en exceso, incapaz de afrontar su destino (de nuevo su tía: Estás en medio de la gente, callada, encogida, con aire de querer escapar a cada instante). Y es precisamente el dominio asfixiante que sobre ella quiere ejercer Angustias -del que solo se liberará con la desaparición de su tía del primer plano de la acción novelesca en virtud de un lance que no quiero desvelar- lo que sofoca sus expectativas, su ansia de vivir (Me di cuenta de que podía soportarlo todo: el frío que calaba mis ropas gastadas, la tristeza de mi absoluta miseria, el sordo horror de aquella casa sucia. Todo menos su autoridad sobre mí. Era aquello lo que me había ahogado al llegar a Barcelona, lo que me había hecho caer en la abulia, lo que mataba mis iniciativas; aquella mirada de Angustias. Aquella mano que me apretaba los movimientos y la curiosidad de la vida nueva...) y lo que acentúa su sensación de desánimo, de congoja, de tristeza y melancolía, de vacío y profunda soledad (Tenía ganas de apoyarme contra una pared con la cabeza entre los brazos, volver la espalda a todo y cerrar los ojos); rasgos todos que definen al personaje y por los que permanece en la memoria del lector. Andrea se convierte así en una afligida espectadora de su entorno, que malvive su vida sin apenas poder intervenir en ella: Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible libertarme. Una tremenda congoja fue para mí lo único real en aquellos momentos.
La desolación y el desamparo que inspira este “escenario” se verán en parte paliados por el acceso de la muchacha a otro mundo, el de las aulas universitarias y, en general, el de Barcelona, la ciudad que será su refugio y podrá recorrer libremente cuando logre desembarazarse de la tutela opresiva y asfixiante de la muy mojigata tía Angustias. Me vi entrar en una vida nueva, en la que dispondría libremente de mis horas y sonreí a Angustias con sorna, afirmará, esperanzada. Su aislamiento sentimental, su baja autoestima, como hoy diríamos, la conciencia de su insipidez, de su insustancialidad, de su falta de amor, de la inutilidad y la terrible soledad de su existencia parecen quedar atrás y experimentará algo parecido a un tenue sentimiento de pertenencia: Por primera vez en mi vida me encontré siendo expansiva y anudando amistades. Sin mucho esfuerzo conseguí relacionarme con un grupo de muchachas y muchachos compañeros de clase. (…) sólo aquellos seres de mi misma generación y de mis mismos gustos podían respaldarme y ampararme contra el mundo un poco fantasmal de las personas maduras. Y verdaderamente, creo que yo en aquel tiempo necesitaba este apoyo.
En particular, será la amistad con Ena, una compañera de estudios perteneciente a una clase social bien distinta a la suya, los vencedores de la reciente guerra, una burguesía acomodada y acostumbrada, por tanto, a unas condiciones de vida desahogadas y confortables, con sus jóvenes vástagos vagamente intelectuales, familiarizados con los libros, coqueteando con las inquietudes artísticas y la bohemia, abiertos a experiencias, la que provocará en ella una conmoción liberadora: [Ena] me hizo sentirme todo lo que no era: rica y feliz. Y yo no lo pude olvidar ya nunca. La ilusión aflora entonces en los días de la chica, que resplandece, transformada por el brillo deslumbrante de su amiga: Pensé que realmente estaba comenzando para mí un nuevo renacer, que era aquélla la época más feliz de mi vida, ya que nunca había tenido una amiga con quien me compenetrara tanto, ni esta magnífica independencia de que disfrutaba. Se suceden los episodios de estremecida intensidad: la ardorosa voz de la madre de Ena cantando al piano, el dulce violín de Román, el ansia y la sed de una belleza por fin vislumbrada, la emoción de la amistad, una confusa intuición del amor, las calles de una Barcelona hasta entonces gris y anodina, triste, laberíntica, opaco testigo de su abúlico deambular, transformada ahora de un modo exaltado y romántico por la ardiente luz de sus recién descubiertas vivencias (los anuncios de colores, la Vía Layetana, tan ancha, grande y nueva, el corazón del barrio viejo, las llamas blancas de los faroles, las campanadas de las torres de las iglesias antiguas, la Catedral envuelta en el encanto y el misterio de la noche, el Tibidabo, la irresistible y misteriosa atracción del mar, su horizonte infinito), el mundo se revela ahora jubiloso y radiante: en el esplendor de la calle, volví a ser una muchacha de dieciocho años que va a bailar con su primer pretendiente.
En cierto modo, Nada es una novela de iniciación, con su joven protagonista abriéndose a la madurez, rebosante de expectativas e ilusiones, ansiosa por dejar atrás su vulgar e insípida cotidianidad, deseosa de crecimiento, de emancipación, de aventura, confiada en emprender una vida nueva, en explorar horizontes. Pero, en su apertura al mundo, Andrea acumula fracasos y decepciones, como -lo resaltó con agudeza Carmen Martín Gaite- una suerte de Cenicienta que tras el leve atisbo del brillo fugaz que puede ofrecer la existencia (en pocos días la vida se me aparecía distinta a como la había concebido hasta entonces) acaba constatando que ella, con sus zapatos arrugados y de suelas rotas, con sus ropillas baratas, con su trajecillo raído, con su permanente y punzante sensación de hambre, estudiando con sus libros prestados, no pertenece a ese mundo que Ena y sus amigos universitarios le permiten vislumbrar (Tuve uno de esos momentos de desaliento y vergüenza tan frecuentes en la juventud, al sentirme yo misma mal vestida, trascendiendo a lejía y áspero jabón de cocina junto al bien cortado traje de Ena y al suave perfume de su cabello). Y la abulia, la inseguridad, el tedio, la desidia y la desesperanza vitales, invaden su conciencia, en una cruel enseñanza tras su decepcionante rito de paso: me estaba dando cuenta yo, por primera vez, de que todo sigue, se hace gris, se arruina viviendo. De que no hay final en nuestra historia hasta que llega la muerte y el cuerpo se deshace... Y de manera aún más evidente en un fragmento que resulta un muy elocuente resumen del clima moral y de la tesis filosófica, si podemos llamarla así, de la novela: Y a mí llegaban en oleadas, primero ingenuos recuerdos, sueños, luchas, mi propio presente vacilante, y luego agudas alegrías, tristezas, desesperación, una crispación impotente de la vida y un anegarse en la nada [la negrita es mía, Alberto San Segundo]. Mi propia muerte, el sentimiento de mi desaparición total hecha belleza, angustiosa armonía sin luz. El aprendizaje de Andrea es el de la experiencia de la nada, el de su falta de protagonismo y de su condición de espectadora (que acabará por confluir, como apunta José Teruel, en el camino de iniciación a la escritura de la propia autora), el de la dificultad de vivir en un mundo extraño e incomprensible.
La novela interesa, además de por estos rasgos -el desarraigo existencial de su protagonista- que apuntan al nihilismo que su propio título sugiere, por muchos otros elementos destacados en los múltiples estudios sobre la obra. En primer lugar, su carácter de novedad literaria, alejada de la novelística social, realista, de la época (en Nada, Laforet se limita a insinuar esa realidad; hay críticos que hablan de realismo oblicuo). Su propuesta está lejos también del exotismo al que trasladaban al lector otras novelas más o menos populares en aquellas décadas (Daphne du Maurier, las Brönte o Somerset Maughan, muy presentes entre los lectores de entonces) y, entre nosotros, de la novela con una presencia bélica explícita, como fue común en la novelística española de posguerra. Igualmente, el libro está a años luz de la novela femenina “rosa”, pues frente al modelo “canónico” imperante (Cenicienta, pobre e inexperta, que trasciende su pobreza, brilla y deslumbra al príncipe, poniendo las bases de un final feliz) en Andrea no hay romanticismo ni siquiera decepción, su comportamiento en la fiesta -como en el relato “disneyano”, hay un baile de crucial significado-, su súbita conciencia de lo vulgar de sus zapatos y su vestimenta, revelan su inexperiencia amorosa, su sensación de no saber estar, su opacidad, su vergüenza y su inseguridad, acrecentadas por el desconcierto y el asco ante el primer beso en otro pasaje de la obra, en una muy evidente desmitificación de los tópicos románticos al uso. Nada anticipa una tendencia presente también en otros títulos innovadores que irán apareciendo en los años posteriores, como Entre visillos, de Carmen Martín Gaite, o Nosotros, los Rivero, de Dolores Medio, todos publicados por Destino, todos escritos por mujeres, todos con protagonistas complejas, “chicas raras”, todos anticipo de la modernidad, con la inclusión del clima desesperanzado y nihilista de aquel tiempo.
Y esta poco convencional presencia de la mujer (Carmen Martín Gaite escribió cómo le llamaba la atención que Laforet apareciera en la portada con aquellas greñas cortas y lisas), permite comentar otro aspecto relevante del libro, el tratamiento de “lo femenino”. Ramón J. Sender, nos cuenta José Teruel, señalaba cómo las obras de Pardo Bazán y otras mujeres de ese tiempo eran interesantes, pero en ellas se nota que todas quieren ser grandes hombres, mientras que, a su juicio, Laforet habla, escribe, como una mujer. En este sentido, destaca la importancia de los personajes femeninos en Nada: Ena, Gloria, la abuela, Angustias y hasta Margarita, la madre de Ena, pertenecientes a distintas generaciones, con preocupaciones diversas, con distintas formas de estar en el mundo. Y apuntalando la modernidad del libro, sobresalen especialmente el inconformismo y la falta de convencionalismo de Andrea y, en un rasgo claramente adelantado a su tiempo, el modo en que se dibuja la “amistad amorosa” con Ena, un amor sin manifestación sexual pero con pasión, con intensa afectividad, con fuertes dependencia y compenetración, siendo la amiga el único personaje del libro que despierta en la joven un sentimiento vivo, noble, apasionado, con profusión de “te quiero”, “queridísima”, etc. Hay un trasunto real del personaje de Ena en la biografía personal de la escritora, presente ya en la dedicatoria del libro, y ello abunda en esta condición parcialmente autobiográfica de Nada, ya comentado, en consonancia con el lema que Laforet aplicaba a toda su obra: ambiente vivido, argumento inventado.
Fundamental es también, aunque aparezca en sordina, la dimensión generacional de la novela, que muestra una juventud, cuyos miembros, tras una guerra que miembros no entienden y en la que no participaron, son conscientes de que el enfrentamiento no sirvió para nada y que están condenados a habitar esa nada. La entonces muy reciente guerra civil está presente de un modo simultáneamente sutil y ostensible en la secuelas que pueden observarse tanto en el ámbito interno del hogar en el que se instala Andrea, como también en el más amplio contexto de la ciudad. En el primero de ellos, se nos muestran, como correlato íntimo de la situación general del país, el enfrentamiento entre los hermanos, ciertos episodios del pasado familiar que meramente se insinúan (La abuelita hablaba también, como siempre, de los mismos temas. Eran hechos recientes, de la pasada guerra, y antiguos, de muchos años atrás, cuando sus hijos eran niños), las rencillas ideológicas soterradas, la infernal convivencia en la casa de la calle Aribau, los silencios, el resentimiento, las tensiones. En lo que se refiere al entorno urbano y social, que en algún caso impregna igualmente el domicilio de la familia, son muy patentes el racionamiento y el hambre (Los últimos días del mes los pasé alimentándome exclusivamente del panecillo de racionamiento que devoraba por las mañanas), un hambre extrema de presencia constante en el día a día de la protagonista, a la que llega a provocar alucinaciones y episodios histéricos (hay quien se ha vuelto loco de hambre, pensará); la miseria (Una de las pocas cosas que en aquel tiempo estaba yo capacitada para entender era la miseria en cualquier aspecto que se presentase); el contraste entre ricos y pobres, plasmado de modo paradigmático en las diferencias entre la mísera cotidianidad de la casa de Aribau y el desahogo burgués del círculo de Ena; el estraperlo; la sensación de orfandad y desamparo, trasunto psicológico e individual de la situación colectiva. En sus paseos por Barcelona, además, observamos con Andrea los restos de la destrucción en la ciudad, el entorno hostil, las cicatrices dejadas por las bombas (En las dársenas salían a la superficie los esqueletos oxidados de los buques hundidos en la guerra), el clima generalizado de derrota (A nuestra derecha yo adivinaba los cipreses del Cementerio del Sudoeste y casi el olor de melancolía frente al horizonte abierto del mar), la penuria del Barrio Chino…
Interesantes son, también, los aspectos meramente literarios y estilísticos de la novela, a subrayar en una autora tan joven: las descripciones detalladas que desvelan la belleza en la miseria; la visión fragmentaria por episodios, por retazos, que exigen la participación del lector; la muy innovadora falta de argumento (una novela sin asunto, dirá de Nada Juan Ramón Jiménez); la narración en primera persona del personaje principal, cuyo carácter reflexivo describe la realidad externa y, sobre todo, expresa sus impresiones; los silencios y las elipsis, con aspectos del pasado de los personajes que se omiten o solo se insinúan y obligan al lector a completarlos (como ejemplo significativo la propia descripción física de la muchacha, siempre desenfocada y mostrada a partir de la mirada ajena); las metáforas, a menudo vinculadas a lo sensorial, los olores, el tacto -lo frío, lo helado-, los sentidos.
En fin, una novela espléndida, altamente recomendable pese a haber transcurrido ochenta años de su publicación. No ocurre lo mismo con la película de Edgar Neville, interesante como producto cultural, podríamos decir, pero algo desangelada en su tratamiento del texto literario. De ello, sin duda, tuvieron la culpa, en parte, las drásticas decisiones relativas al metraje original del filme. Con una duración inicial de cerca de dos horas, la versión final estrenada, que es la que yo he visto, dura aproximadamente ochenta y cinco minutos. La censura de posguerra, atenta a los contenidos que pudieran reflejar una imagen crítica del país -pese a que, no obstante, dejó pasar la novela sin reparo: novela insulsa, sin valor literario alguno. Se reduce a describir cómo pasó un año en Barcelona en casa de sus tíos una chica universitaria, sin peripecias de relieve, rezaba el informe del censor-, obligó a recortar numerosas escenas que mostraban algunos de los temas más “problemáticos” de la obra: el desmoronamiento moral de la familia española, la precariedad de la posguerra, el despertar de la conciencia femenina en un entorno opresivo. Algunos críticos señalan que la “poda” pudo obedecer también a criterios meramente comerciales, pues añadir una muy larga duración al poco atractivo “natural” de una película de temática sombría podría afectar a su recaudación en taquilla.
De este modo, y en cualquier caso, aparte de perder gran parte de la fuerza y hondura presentes en el libro, los cortes perjudican el ritmo narrativo, con saltos y elipsis que dificultan la inteligibilidad o provocan desconcierto en quien no conozca el texto previo, reducen considerablemente la profundidad psicológica de los personajes y convierten en superficiales -cuando no omiten- algunos pasajes, algunas relaciones, algunas derivaciones fundamentales en el libro (no hay rastro, apenas, de la complejidad del vínculo entre Andrea y Ena, por ejemplo).
Por otro lado, Conchita Montes -esposa de Neville-, excelente actriz, mujer muy inteligente y cultivada (yo la recuerdo, en mi juventud, ella ya muy mayor, brillando con su magnetismo innato en entrevistas y apariciones televisivas; y deslumbrando con su Damero maldito, la traslación hispana del pasatiempo británico, que semanalmente componía para La Codorniz, primero, y para El País en los primeros años de la Transición), no encaja -a mi juicio- en el papel, no solo por edad (sus treinta y tres años en el momento del rodaje no “dan” bien los dieciocho de Andrea) sino por una elegancia y un refinamiento naturales (la Lauren Bacall española, la llamó Trapiello) muy alejados de la sosería y banalidad de la apariencia externa de su personaje. En la película es muy remarcable, sin embargo, la fotografía, hecha de claroscuros, expresionista, sugiriendo las atmósferas sombrías y opresivas de la vivienda de Aribau, la tensión, las miradas, los silencios, el espacio reducido y claustrofóbico, con un muy eficaz uso del blanco y negro que refuerza la tenebrosa sensación de encierro que caracteriza a la casa y los personajes. Todo ello acrecentado por los encuadres poco convencionales: escaleras asfixiantes, pasillos estrechos, puertas entreabiertas, en unas opciones técnicas que suplen en parte lo que el desarrollo de la trama omite. En cualquier caso, estamos, sin más, ante una interesante muestra de cine clásico español a la que os invito a acercaros.
De un modo ya más somero quiero recomendar también otra novela espléndida, La plaza del Diamante, escrita por Mercè Rodoreda, publicada en 1962 y que yo leí en 1979, en la edición de ese año, prácticamente inencontrable, de Edhasa, con la traducción del catalán de Enrique Sordo. Como es obvio, hay muchas ediciones posteriores, algunas muy recientes y con nuevas traducciones, de un libro que desde su aparición no ha parado de reimprimirse (además de haber sido vertido a más de treinta idiomas, contar con más de ochenta ediciones en catalán y haber sido adaptado al cine, la televisión y el teatro). Las muchas concomitancias, ya mencionadas, entre las dos obras, la Nada de Laforet y la novela de Rodoreda, me asaltaron de un modo inconsciente al poco de adentrarme en la relectura de la obra ganadora del primer Nadal. En su transcurso me venían a la mente episodios de La plaza del Diamante, por lo que me vi “obligado” a releerla para explorar ese paralelismo. En mi búsqueda de información complementaria para la redacción de esta reseña me he llevado la sorpresa de encontrarme con un trabajo académico que, más allá de mi intuición, pone de relieve ese vínculo, no sin dejar de resaltar las obvias diferencias entre ambas: La construcción de la identidad femenina española a través de la narración espacial en dos novelas: "Nada" y "La Plaza del Diamante", publicado en 2021 en Tropelías, Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Zaragoza, y obra de Xin Dai, de la Northeast Normal University, de China.
Es interesante resaltar cómo los libros cambian -hasta convertirse en textos diferentes, en realidad, si exagero un poco- en función de, entre otras circunstancias, el momento vital en que se leen. El tono triste, íntimo, emotivo de La plaza del Diamante, las vicisitudes de la vida de su protagonista, el muy sensible acercamiento a esa personalidad, los numerosos elementos simbólicos, incluso la sustancial presencia del contexto histórico, singularmente la guerra civil, no dejaron en el lector que yo era hace cuarenta y cinco años ningún recuerdo de relieve. Leída, en cambio, ahora, en semanas recientes, la novela me ha entusiasmado y conmovido, me ha parecido deslumbrante, una maravilla, aparte de literariamente espléndida. Y ello pese a que he debido enfrentarme al añejo y ya amarillento ejemplar de entonces, con una letra mínima y una tipografía imposible.
Mercè Rodoreda nació en Barcelona en 1909 -algunas fuentes fijan la fecha un año antes- y falleció en 1983. Aparte de otras apariciones televisivas yo la recuerdo en una emisión del programa A fondo, en Televisión española, el excepcional espacio cultural dirigido por el maestro de periodistas Joaquín Soler Serrano. Para los más jóvenes de nuestros seguidores recomiendo sus entrevistas con los nombres más destacados de la cultura, el arte, el cine, la música y, sobre todo, la literatura (fundamentalmente española e hispanoamericana, pero no solo), en un total de ciento quince entregas aparecidas en 1976 y 1981 que pueden disfrutarse en Youtube (me veo jovencísimo -en una “batallita” irrelevante para quienes me leen o escuchan- viendo entusiasmado algunas de ellas, con mi madre calcetando a mi lado, aunque también atenta a la pantalla, en el cuarto de estar de la antigua casa familiar, en aquella televisión española por tantos motivos hoy imposible). Pese a no ser militante ni haberse significado políticamente, Rodoreda tuvo que huir tras la guerra civil, pues su trayectoria literaria -entonces aún limitada pero notoria- en ambientes de izquierdas y el hecho de escribir en catalán aconsejaban su alejamiento del país después de la victoria franquista. Exiliada inicialmente en París, la ocupación nazi la obligó a abandonar también Francia, a donde volvería tras la liberación, para instalarse después en Ginebra. Allí vivió veinte años y escribió, en catalán, La plaza del Diamante, antes de retornar a Cataluña en 1972, en donde se retiró en la localidad gerundense de Romanyá de la Selva, en una casa que la acogería hasta su muerte.
La novela cuenta, a partir de la voz en primera persona de su protagonista (y la “construcción” de esta voz prodigiosa es uno de los grandes logros del libro), la historia vital de Natalia, en un marco temporal de tres décadas, aproximadamente, desde el período previo al fin de la Monarquía de Alfonso XIII y la consiguiente instauración de la República, pasando por los días aciagos de la guerra y la primera posguerra, hasta llegar a los años -no fechados- del primer despegue económico del franquismo en la segunda mitad de los cincuenta del pasado siglo. El largo monólogo se estructura en cuarenta y nueve capítulos muy cortos y sin título en los que, de un modo cronológicamente lineal aunque fragmentario, con importantes saltos en el tiempo y con sus consiguiente elipsis, la mujer va presentando los principales incidentes, escenarios, personajes y situaciones de una vida muy dura condicionada por la orfandad, la pobreza, el hambre, la muerte de sus seres queridos y la dificultad para salir adelante en una época convulsa marcada, en su contexto externo, por la oscura, triste, amarga, siniestra y en ocasiones violenta situación histórica del país.
El libro se abre y se cierra, en un explícito juego circular, en la plaza del Diamante que le da título, un espacio singular en el barrio de Gracia barcelonés al que una jovencísima Natalia acudirá con su amiga Julieta para divertirse y bailar en una fiesta popular que allí se celebra. Allí la aborda y la invita a bailar Quimet, un joven y guapo carpintero que se enamorisca de la muchacha y le promete, inmediatamente tras ese mero contacto inicial y pese a que ella le ha hablado de su novio Pere, que dentro de un año yo sería su señora y su reina. Y que bailaríamos el ramo en la Plaza del Diamante. Quimet, descarado y atrevido, y al que, con el discurrir del relato, conoceremos como un hombre de comportamiento algo alocado, celoso, controlador, le impondrá desde ese primer momento otro nombre, Colometa (el título que tuvo la novela inicialmente, durante su redacción): Cuando estemos solos, y todo el mundo esté metido dentro de sus casas y las calles vacías, usted y yo bailaremos un vals de puntas en la Plaza del Diamante… gira que gira, Colometa. Me le miré muy incomodada y le dije que me llamaba Natalia y cuando le dije que me llamaba Natalia se volvió a reír y dijo que yo sólo podía tener un nombre: Colometa.
Con pesar (y aviso para navegantes, la descripción del argumento del libro conlleva desvelar algunos aspectos relevantes de su trama; sáltense el párrafo, pues, quienes prefieran ignorarlo: lean el libro, maravíllense con él y, si entonces les sigue pareciendo oportuno, retornen a esta reseña), Natalia, arrebatada por el irresistible magnetismo del muchacho, dejará a su pobre novio Pere, bondadoso e inocente cocinero en el Gran Café Colón; abandonará también su trabajo estable en una pastelería; se casará con Quimet y tendrá dos hijos con él; trabajará de sirvienta para una acomodada familia burguesa obligada por la precariedad generalizada; sobrellevará los muchos contratiempos derivados de la precariedad económica; contemplará con preocupación la implicación de Quimet en los escamots, la organización paramilitar de Esquerra Republicana, muy activa durante la Segunda República; soportará con resignación y miedo la movilización de su esposo en el frente de batalla; se hundirá anímica y económicamente con la muerte de su marido en la guerra; aceptará, al borde de la desesperación, sin empleo ni medios para mantener a sus hijos, el ofrecimiento de Antoni, el dueño de la tienda en la que siempre ha comprado, que primero le da trabajo y meses después le propone matrimonio, en una declaración muy bella y emotiva, también muy triste (Y yo creo que está usted muy sola y con los niños encerrados y solos mientras trabaja. Yo podría poner orden en todo eso… Si no le gusta, haga como si no le hubiese dicho nada…, pero he de añadir que no puedo fundar una familia porque por culpa de la guerra soy inútil y, con usted, ya me encuentro una familia hecha), un hombre al que no ama pero del que le enternece su bondad y al que le acerca la posibilidad de un hasta entonces inalcanzable desahogo económico para ella y sus hijos; y volverá, al final del relato, a esa plaza del Diamante en la que todo empezó, pero convertida ya en otra mujer muy distinta de aquella casi niña ingenua que décadas atrás asistía, desconcertada, a la irrupción, simultáneamente abrupta y seductora, del algo altanero Quimet.
Sobre esta base argumental, varios son los aspectos esenciales que se pueden resaltar en la novela. En primer lugar, la portentosa creación de Natalia/Colometa, una construcción literaria inolvidable de la que conocemos su personalidad, sus sentimientos y pensamientos más íntimos, sus ensoñaciones, su perplejidad, su desconcierto, sus anhelos, sus dudas. Natalia es una mujer corriente, anodina incluso, podría decirse, sin especiales aspiraciones vitales, relativamente satisfecha de su modesto trabajo en la pastelería. Aunque no hay una descripción explícita de su figura, se nos aparece frágil, pequeña, una “levedad” física que se corresponde con su vulnerabilidad emocional, con su inseguridad e indecisión, con su falta de voluntad y su sumisión iniciales, con su doble orfandad de facto (pues el segundo matrimonio de su padre tras la muerte de la madre, la aleja de su progenitor). Prácticamente iletrada (en una de las diferencias con la Andrea de Nada, universitaria y con inquietudes culturales, literarias y artísticas), su emocionante monólogo refleja las vivencias y los sentimientos de infinidad de mujeres de esos tiempos -y casi de cualesquiera otros-, encerradas, reprimidas, en un mundo vulgar, sin expectativas, pero que, a menudo de manera inconsciente, se rebelan y luchan por encontrar su propia identidad liberándose de la opresiva cárcel que las asfixia. La plaza del Diamante es así, desde esta perspectiva, la historia de una evolución, de una metamorfosis, la de una chica candorosa y sin doblez, algo infantil (Me asomé a mirar el jardín de abajo. El hijo de los vecinos, que estaba de soldado, tomaba el fresco. Hice una bolita de papel, se la tiré y me escondí), que, a causa de su propia candidez y del sometimiento espontáneo a los hábitos que definían las relaciones conyugales en la época, permite la anulación de su personalidad, perdiendo su nombre, dejando su trabajo, asumiendo un papel pasivo en el matrimonio (Charlaban como si yo no estuviese allí), consintiendo las humillaciones (Y el malhumor lo pagaba yo. Y cuando estaba de mal humor salía aquello de, Colometa, no seas pasmada, Colometa, has hecho una tontería, Colometa, vete, Colometa, ven. Tan tranquila, tú tan tranquila…), resignándose al silencio (No podía contarle que no me podía quejar a nadie, que mi mal era un mal para mí sola y que, si alguna vez me quejaba en casa, el Quimet decía que le dolía la pierna), limitándose a las tareas del hogar (El Quimet quería que cada semana le planchara los pantalones), reduciendo su vida a una extenuante e invisible entrega a su marido (Estaba cansada; me mataba trabajando y todo iba para atrás. El Quimet no veía que lo que yo necesitaba era un poco de ayuda en vez de pasarme la vida ayudando, y nadie se daba cuenta de mí y todo el mundo me pedía más, como si yo no fuera una persona). El nacimiento de los hijos y la necesidad de trabajar fuera de casa para hacer frente a la penuria económica no hace sino acrecentar ese sometimiento, esa sujeción, esa asfixia vital. La muerte de Quimet, la obligación de sacar adelante a sus hijos como viuda de guerra en una ciudad y un país sumidos en la pobreza, van haciendo de ella una mujer distinta, perdida inicialmente, asaltada por delirios y visiones, fruto a la vez del hambre y de la disolución traumática de su papel en el mundo. El matrimonio “blanco” con Antoni permitirá, por fin, la recuperación de su identidad y el acceso a una existencia digna y más o menos consciente.
De todo este proceso Rodoreda nos da cuenta a través de las reflexiones de su protagonista, mediante un excepcional tratamiento literario y estilístico de la obra, marcado por la voz de Natalia, capaz de recrear un mundo interior intenso, de captar con verosimilitud sus honduras psicológicas, la atmósfera emocional que la envuelve. La narración en primera persona, íntima y profundamente subjetiva, convierte al lector, de manera magistral, en copartícipe de la experiencia mental, emotiva y sentimental de la mujer. Ese monólogo interior, ese impetuoso flujo de conciencia discurre siguiendo un libre y espontáneo torrente de pensamientos desordenados, con asociaciones libres y sin puntuación tradicional, de una protagonista que, carente de la formación y la cultura necesarias para articular su relato, muestra así de un modo más fidedigno, sin apenas filtros, sus estados emocionales, su insatisfacción, su angustia, su miedo en ocasiones paralizante, su soledad, su tristeza.
En consonancia con esta falta de instrucción, el lenguaje que utiliza es sencillo, fácil, poco elaborado (Y cuando íbamos los tres por la calle, yo en el medio con un hijo a cada lado, sin saber por qué: me subió desde adentro un chorro de pena caliente y se me atravesó en la garganta. Y en vez de pensar en el jardín y en las hiedras y en las rayas de la luna, me puse a pensar en el Ayuntamiento y ya está) pero, a la vez, muy lírico y sumamente original, poblado de imágenes sorprendentes, de metáforas surgidas de la intuición (sentía como un dolor muy hondo, como si en el medio de mi paz de antes se abriese la puertecita de un nido de escorpiones y los escorpiones saliesen a mezclarse con la pena y a hacerla punzante y a derramárseme por la sangre y a ponérmela negra), repleto de símbolos (como luego comentaré) y muy anclado a la realidad concreta, tangible, perceptible a través de los sentidos, en una narración impregnada de olores, sonidos, colores, hasta la textura de los objetos. Incluso los momentos más trágicos -la muerte de Quimet, un intento de suicidio cuyos detalles no precisaré- se describen con una llamativa contención expresiva, sin énfasis, sin valoraciones o juicios, lo que agudiza su efecto dramático. Son frecuentes también las repeticiones, que dotan al texto de una muy llamativa musicalidad que envuelve al lector y convierte la lectura en una experiencia gozosa: se reiteran palabras, se reproducen fórmulas verbales (y le dije, y la miraba, y le expliqué, y me encontré, y me enseñó, entre otras muchas), se insiste en ideas obsesivas (las palomas, el veneno, la comida), apuntando todo ello a la angustiosa cárcel de imposible huida que constituye el inexorable ciclo vital que oprime al personaje. Son decenas las muestras de esta expresividad emocional de la voz de Natalia, todas ellas de una intensidad y un lirismo conmovedores, que dibujan de manera admirable la personalidad de la mujer y cuya presencia en el texto justifica por sí sola la lectura del libro. Es por ello que no me resisto a dejar aquí algunos ejemplos bellísimos (también muy tristes, contribuyendo al tono general de melancolía que impregna la novela):
En casa vivíamos sin palabras y las cosas que yo llevaba por dentro me daban miedo porque no sabía si eran mías…
Todo el mundo aplaudía y yo no podía respirar y el corazón me iba deprisa y la alegría se me salía por los ojos. Y cuando acabó todo, yo habría querido que fuese el día antes para poder volver a empezar, tan bonito…
Bajé la cabeza porque no sabía qué hacer ni qué decir, y pensé que tenía que estrujar la tristeza, hacerla pequeña en seguida para que no me vuelva, para que no esté ni un minuto más corriéndome por las venas y dándome vueltas. Hacer con ella una pelota, una bolita, un perdigón. Tragármela.
Me parecía que él me veía toda por dentro con todas mis cosas y con mi pena.
Dormía mal y todo me estorbaba. Cuando me despertaba me ponía las manos muy abiertas delante de los ojos y las movía para ver si eran mías y si yo era yo.
Cuando se calmó un poco se fue de puntillas para no despertar a los niños y cuando me quedé sola, sentí una cosa muy rara por dentro: una pena mezclada con un bienestar que seguramente no había sentido nunca.
Y, sin darme cuenta, pensaba en cosas que me parecía que entendía y que no acababa de entender… o aprendía cosas que empezaba a saber entonces…
Me parecía, en la oscuridad, que todo era lo mismo que antes, que al día siguiente me levantaría para preparar el almuerzo del Quimet, que el domingo iríamos a ver a su madre, que el niño estaba encerrado y llorando en la habitación donde habíamos tenido las palomas y que la pobrecilla Rita todavía estaba por nacer… Y si iba más lejos pensaba en el tiempo en que vendía pasteles, en aquella tienda llena de cristales y de espejos, tan perfumada, y que tenía un vestido blanco para ponerme y que podía pasear por las calles…
Le dije que me hubiera gustado mucho pasar una noche como aquella que ella había pasado tan enamorada, pero que yo tenía trabajo limpiando despachos y quitando el polvo y cuidando de los niños y que todas las cosas bonitas de la vida, como ahora el vinito y las hiedras vivas y los cipreses taladrando el aire y las hojas de un jardín yendo de un lado para otro, no se habían hecho para mí.
Cuando ella se fue, por un momento, sólo por un momento, de pie en medio de mi comedor, me vi pequeña con un lazo blanco en la cabeza, al lado de mi padre, que me daba la mano y andábamos por calles con jardines y siempre pasábamos por una calle de torres que tenía un jardín con un perro que, cuando pasábamos, se tiraba contra la verja y nos ladraba; por un momento me pareció que volvía a querer a mi padre o a parecerme que le había querido mucho tiempo.
Cuando alguna vez había oído decir: esta persona es como de corcho, no sabía lo que querían decir. Para mí, el corcho era un tapón. Si no entraba en la botella después de haberla destapado, le afilaba con un cuchillo como si hiciese punta a un lápiz. Y el corcho chirriaba. Y costaba de cortar porque no era ni duro ni blando. Y por fin entendí lo que querían decir cuando decían que una persona era de corcho… porque yo era de corcho. No porque fuese de corcho sino porque me hice de corcho y el corazón de nieve. Tuve que hacerme de corcho para poder seguir adelante, porque si en vez de ser de corcho con el corazón de nieve, hubiese sido como antes, de carne que cuando la pellizcas te hace daño, no hubiera podido pasar por un puente tan alto y tan largo.
Por la noche, si me despertaba me sentía por dentro como una casa cuando vienen los hombres de la mudanza y la sacan todo de su sitio. Así estaba yo por dentro: con los armarios en el recibidor y las sillas patas arriba y las taras por el suelo a punto de envolverse en papel y de meterlas en una caja con paja y el somier y la cama desarmados contra la pared y todo manga por hombro.
Y lo iba mirando todo como si no lo hubiera visto nunca; a lo mejor al día siguiente ya no podría mirarlo, no soy yo la que mira, no soy yo la que hablo, no soy yo la que veo.
Y cuando llegué al piso, yo, que casi nunca había llorado, me eché a llorar como si no fuese una mujer.
Llevaba un cansancio tan grande dentro que no lo puedo ni explicar, y había que vivir, y si pensaba demasiado el cerebro me dolía de una manera rara como si lo tuviese podrido.
Y todo lo tuvimos nuevo y cuando le dije que aunque era pobre era delicada de sentimientos, contestó que él era como yo. Y dijo la verdad.
Vivía encerrada en casa. La calle me daba miedo. En cuanto sacaba la cabeza fuera, me aturdía la gente, los automóviles, los autobuses, las motos… Tenía el corazón pequeño.
E iba por las calles desiertas y vivía muy despacito… Y de tanto ir de una blandura a otra me puse blanda como una breva y todo me hacía llorar, y siempre llevaba un pañuelito dentro de la manga.
Altamente elocuente es la presencia de múltiples símbolos: las palomas, que afloran ya desde el inicio -Colometa es Palomita en catalán- y permean todo el relato, sobre todo en los episodios en que, a causa de la irracional entrega de Quimet a su cría, protagonizarán una asfixiante “invasión” de la casa familiar convirtiéndose en una suerte de metáfora de la particular opresión conyugal de Natalia (Sólo oía zureos de palomas. Me mataba limpiando porquería de palomas. Toda yo olía a palomas (…) No podía decirle que sólo oía a las palomas, que tenía en las manos el tufo a azufre de los bebederos, el olor de las arvejas que resbalaban dentro de los comederos); las muñecas, que Natalia contempla en los escaparates de las tiendas, llevada por una ilusión inexplicada, símbolo de los anhelos insatisfechos (Muchas tardes me iba a mirar las muñecas con el niño en brazos: estaban allí, con los mofletes redondos, con los ojos de vidrio hundidos, y más abajo la naricita y la boca, medio abierta; siempre riéndose y como encantadas; y arriba de todo la frente, con una raya de pelos brillantes de la goma seca con que estaban pegados (…) Siempre allí, tan bonitas dentro del escaparate, esperando que las comprasen y se las llevasen); la carcoma, que se come los muebles, emblema paradigmático de una época corrosiva; las balanzas dibujadas en la pared de la escaleras, que Andrea toca cuando sube o baja por ellas; los olores y hedores, omnipresentes y cargados de connotaciones (olor de terrado con palomas y el olor de terrado sin palomas y el hedor a lejía que cuando estuve casada supe qué clase de olor era. Y el olor de sangre que ya era como un anuncio de olor de muerte. Y el olor de azufre de los cohetes y de los buscapiés aquella noche en la Plaza del Diamante y el olor de papel de las flores de papel y el olor de seco de la esparraguera que se desmigaba y hacía en el suelo un cuerpo de cositas pequeñas que eran el verde que se había escapado de la rama. Y el olor muy fuerte del mar. Y me pasé la mano por los ojos. Y me preguntaba por qué a los hedores les llamaban hedores y a los olores olores y por qué no podían llamar hedores a los olores y olores a los hedores y llegó el olor que tenía el Antoni cuando estaba despierto y el olor que tenía el Antoni cuando estaba dormido); y la lluvia, liberadora y oprimente (No llovía nada, pero toda la calle olía a lluvia), y las calles y las aceras, fronteras invisibles, y las plazas y los parques y los pájaros, y las imágenes oníricas y los sueños opresivos y angustiosos y las visiones sobrecogedoras, y los cipreses (mientras se iba haciendo cada vez más oscuro y los cipreses temblando sin parar, columpiándose como la sombra de muchos muertos amontonados, los cipreses negros, que son árboles de cementerio), y el veneno, y el grito liberador cuando el círculo de la novela se cierra en la vuelta de Natalia a la plaza del Diamante (Y sentí una compañía en la mano y era la mano del Mateu y se le posó en el hombro una paloma corbata de satén y yo no había visto nunca ninguna, pero tenía plumas de tornasol y sentí un viento de tormenta que se arremolinaba dentro del embudo que ya estaba casi cerrado y con los brazos delante de la cara para salvarme de no sabía qué, di un grito de infierno. Un grito que debía hacer muchos años que llevaba dentro y con aquel grito, tan ancho que le costó mucho pasar por la garganta, me salió de la boca una pizca de cosa de nada, como un escarabajo de saliva… y aquella pizca de cosa de nada que había vivido tanto tiempo encerrada dentro, era mi juventud que se escapaba con un grito que no sabía bien lo que era… ¿abandono?), y hasta el evidente juego de los nombres, Colometa/Natalia, la identidad impuesta y la originaria, primero anulada y al fin recobrada.
En un acercamiento ya más somero debido a estrictas razones de tiempo, sobresale la espléndida recreación de la cotidianidad de la mujer y de su entorno inmediato: la casa, la familia, las míseras condiciones de vida (Las paredes del sótano, con la llovizna, se iban empapando y juntaban pelusa de humedad con pelusa de humedad que parecía sal y brillaba), los muebles escasos y quebradizos, las gentes que la rodean (sus hijos, el primer novio Pere, la amiga Julieta, la señora Enriqueta, Cintet y Mateu, amigos de Quimet, los miembros de la familia en la que sirve). También, las significativas muestras de lo que podríamos denominar “lo exterior colectivo”, la ambientación social y la atmósfera de Barcelona, las calles tristes (Los tranvías corrían sin cristales, con rejilla de mosquitos. La gente iba mal vestida. (…) Todo estaba todavía como cansado por una gran enfermedad), la falta de abastecimiento, el hambre, la pobreza, las ratas, el frío, la muerte. En cuarto lugar, están muy presentes los episodios de la historia de España -y de Cataluña- que constituyen algo más que el marco en que se desarrolla la narración: la “expulsión” de Alfonso XIII, la “revolución” que supuso la República, la represión, el odio, las represalias y las venganzas, los paseos y los fusilamientos, los milicianos y las armas durante la guerra, la relativa recuperación económica ya avanzados los años cincuenta (Dentro de algunas tiendas empezaba a haber cosas que se vendían; y en la calle había gente que entraba en aquellas pocas tiendas y que podía). Otro frente de interés lo constituyen los principales “temas” que de modo explícito -o más frecuentemente de manera tácita y simbólica- plantea Rodoreda en su relato, todos ellos sin subrayados enojosos, sin “mensajes” expresos, sin énfasis ideologizados (la precariedad, las desigualdades entre clases sociales, la sumisión de la mujer, la compleja construcción de la identidad femenina, la dramática herida de la guerra, el matrimonio como liberación y como cárcel para la mujer de la época, la ambigua vivencia de la maternidad, la desesperación y la locura, el aislamiento emocional y la soledad existencial, la búsqueda de un lugar en el mundo y la liberación personal, y, en un plano más “metafísico”, el tiempo, como en este extenso aunque significativo fragmento: Y sentí intensamente el paso del tiempo. No el tiempo de las nubes y del sol y de la lluvia ni del paso de las estrellas adorno de la noche, no el tiempo de las primaveras dentro del tiempo de las primaveras, no el tiempo de los otoños dentro del tiempo de los otoños, no el que pone las hojas a las ramas o el que las arranca, no el que riza y desriza y colora a las flores, sino el tiempo dentro de mí, el tiempo que no se ve y nos va amasando. El que rueda y rueda dentro del corazón y le hace rodar con él y nos va cambiando por dentro y por fuera y poco a poco nos va haciendo tal como seremos el último día).
No hay tiempo ya para comentar, más allá de su mera mención, la película de Francesc Betriú de 1982 basada en la novela. En la página de Radio Televisión Española puede verse la serie de cuatro capítulos, también dirigida por Betriu, que se emitió por primera vez en catalán, en TVE Cataluña, en 1983 y posteriormente, ya para el resto de España, en 1984. Lamentablemente, cuarenta años después de su estreno, la serie, que acabo de ver pues no lo había hecho en su momento, ha envejecido muy mal, sobre todo desde el punto de vista técnico. Un único ejemplo de ello, entre decenas: las primeras páginas de la novela, la escena del baile en la Plaza del Diamante, que ocupa en el libro seis muy escasas páginas, se “resuelve” en la serie en veinte tediosos minutos, con planos irrelevantes que se alargan hasta el infinito, énfasis en detalles de nula repercusión en la trama -y en el espíritu- de la novela, una ambientación poco conseguida de la oscura atmósfera de la obra escrita, un sonido en los diálogos -resultante del trasvase del catalán al castellano- ininteligible, y una voz en off absolutamente “anticinematográfica”, con una dicción deplorable de la, por otro lado, siempre excelente Sílvia Munt. No obstante, y pese a mi alto grado de exigencia, merece verse, aunque solo sea como documento sociológico.
Os dejo ahora con un fragmento de ese capítulo inicial de La plaza del Diamante, deslumbrante y bellísimo, que delimita el tono y el “clima” del libro. Como acompañamiento musical, la canción que sonaba en la adaptación televisiva de la novela, La Plaça del Diamant, interpretada por su autor, Ramón Muntaner.
La Julieta vino expresamente a la pastelería para decirme que, antes de rifar el ramo, rifarían cafeteras; que ella ya las había visto: preciosas, blancas, con una naranja pintada, cortada por la mitad, enseñando los gajos. Yo no tenía ganas de ir a bailar, ni tenía ganas de salir, porque me había pasado el día despachando dulces, y las puntas de los dedos me dolían de tanto apretar cordeles dorados y de tanto hacer nudos y lazadas. Y porque conocía a la Julieta, que no tenía miedo a trasnochar y que igual le daba dormir que no dormir. Pero me hizo acompañarla quieras que no, porque yo era así, que sufría si alguien me pedía algo y tenía que decirle que no. Iba de blanco de pies a cabeza; el vestido y las enaguas almidonadas, los zapatos como un sorbo de leche, las arracadas de pasta blanca, tres pulseras de aro que hacían juego con las arracadas y un bolso blanco, que la Julieta me dijo que era de hule, con el cierre haciendo como una concha de oro.
Cuando llegamos a la plaza ya tocaban los músicos. El techo estaba adornado con flores y cadenetas de papel de todos los colores: una tira de cadeneta, una tira de flores. Había flores con una bombilla dentro y todo el techo parecía un paraguas boca abajo, porque las puntas de las tiras, por los lados, estaban atadas más arriba que en el centro, donde todas se juntaban. La cinta de goma de las enaguas, que tanto trabajo me había costado pasar con una horquilla que se enganchaba, abrochada con un botoncito y una presilla de hilo, me apretaba. Ya debía de tener una señal roja en la cintura. De vez en cuando respiraba hondo, para ensanchar la cinta, pero en cuanto el aire me salía por la boca la cinta volvía a martirizarme. El entarimado de los músicos estaba rodeado de esparragueras que hacían de barandilla, y las esparragueras estaban adornadas con flores de papel atadas con alambre delgadito. Y los músicos, sudados y en mangas de camisa. Mi madre muerta hacía años y sin poder aconsejarme y mi padre casado con otra. Mi padre casado con otra y yo sin madre, que sólo había vivido para cuidarme. Y mi padre casado y yo jovencita y sola en la Plaza del Diamante, esperando a que rifasen cafeteras, y la Julieta gritando para que la voz pasase por encima de la música, ¡no te sientes, que te arrugarás!, y delante de los ojos las bombillas vestidas de flor y las cadenetas pegadas con engrudo y todo el mundo contento, y mientras estaba en Babia una voz que me dice al oído: ¿bailamos?
Videoconferencia
Carmen Laforet. Nada; Mercè Rodoreda. La plaza del Diamante
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