Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 21 de mayo de 2025

CRIS KRAUS. LA FÁBRICA DE CANALLAS
  
Hola, buenas tardes. En esta nueva entrega de Todos los libros un libro quiero presentaros una novela formidable, que aparece aquí como continuación, en cierto modo, de los dos títulos reseñados la semana pasada centrados en el trágico universo de la Segunda Guerra Mundial, cuya dimensión europea -la de mayor relevancia y sin duda la más cruenta- estaba llegando a su fin en estos días de abril y mayo de hace ochenta años. En efecto, y por mencionar solo dos hechos decisivos, el 30 de abril de 1945 se produjo el suicidio de Hitler (otro tanto hizo, a la vez, su mujer Eva Braun) con las tropas soviéticas bombardeando la Cancillería del Reich y adueñándose de Berlín. Como consecuencia, una semana después, los días 7 y 8 de mayo, Alemania firmó en Reims, ante el general norteamericano Dwight Eisenhower, máximo responsable de las fuerzas aliadas en el noroeste de Europa, la rendición incondicional. La contienda aún continuaría algunos meses, desplazadas ya las acciones bélicas desde el viejo continente hacia Asia y el Pacífico. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki, lanzadas el 6 y el 9 de agosto, respectivamente, provocarían la capitulación de Japón y, esta vez sí, el final definitivo de la guerra el 2 de septiembre de 1945. 

El aniversario, en estas semanas, de las ocho décadas transcurridas desde este abrupto pero muy esperado fin de los seis largos años de un conflicto que dejó, según las diferentes fuentes, entre 15 y 20 millones de muertos solo en Europa (entre 40 y 80 en total), me llevó el miércoles pasado a iniciar aquí una breve serie centrada en algunos de los aspectos más sangrientos de esa infausta etapa el siglo XX. Así, os hablé entonces de dos libros: Prométeme que te pegarás un tiro, de Florian Huber, y La mecánica del exterminio, de Xabier Irujo, ambos estremecedores aunque altamente interesantes, a pesar del espanto que relatan. 

Hoy seguimos con la segunda entrega de este ciclo (que llegará su fin la semana que viene; un cierre provisional, pues en septiembre, y coincidiendo con el término “oficial” de la guerra, quiero dejaros aún alguna otra aproximación al tema), con una novela que, pese a su carácter claramente ficcional, no está del todo alejada del enfoque “realista” y documentado que predominaba en los dos ensayos de mi reseña precedente. Se trata de La fábrica de canallas, una monumental obra (cerca de mil páginas) del alemán Chris Kraus, publicada en 2022 por la editorial Salamandra en traducción de Isabel García Adánez. No sé si por decisión de la traductora o, más probablemente, de la empresa editora, el título originario de la obra, Das kalte Blut (“La sangre fría”) ha sido sustituido en nuestro idioma por este La fábrica de canallas (los vocablos “canalla” o “canallas” se repiten más de veinte veces en el libro, y recogen, en cierto modo, su esencia, razones por las que la alternativa elegida no es, como tantas otras veces ocurre -sobre todo con las versiones en español de los títulos de las películas-, del todo descabellada). 

La editorial Salamandra nos presenta, en la nota biográfica que recoge en las solapas del libro, a Chris Kraus, alemán de Gotinga, municipio de la Baja Sajonia, en el centro mismo del país, como director de cine y escritor, responsable, en el primero de los dos ámbitos, como cineasta, guionista y realizador, de una decena películas y documentales, y autor, en el segundo, de cuatro novelas de las cuales, la tercera, de 2017, es la que ahora os comento. El breve apunte editorial obvia, sin embargo, una condición de Kraus, de la que yo no he podido encontrar evidencia alguna en internet aunque él mismo la revela (o quizá no) en el minucioso capítulo de agradecimientos finales de la novela. Se trata de un dato que puede ser muy significativo, a mi juicio, de cara a hacerse una idea más precisa de la voluntad y el propósito que inspiran su libro. Escribe Kraus: yo mismo, como fiscal, he realizado intensivas investigaciones sobre el tema [la Operación Zeppelin, un intento de espionaje dirigido por el servicio secreto de las SS para infiltrar prisioneros de guerra soviéticos en la retaguardia del Ejército Rojo para utilizarlos en la lucha activa contra la Unión Soviética en el campo político y en parte militar, en acciones de propaganda, sabotaje y, en numerosas ocasiones, asesinatos] en la Oficina Central de las Administraciones Judiciales para el Esclarecimiento de los Crímenes del Nacionalsocialismo. Chris Kraus es -o fue-, pues, al parecer, fiscal, y esa circunstancia le permitió el acceso a documentos que le servirían, como luego veremos, para la redacción de episodios centrales de su libro. Un ligero enigma, para mí irresoluble, a no ser que el término se haya utilizado en sentido figurado: Kraus se habría desempeñado como “fiscal” en la tercera de las acepciones que la Real Academia Española de la Lengua da al vocablo: “Persona que averigua o delata operaciones ajenas”. De ser así, quizá la traductora podría haber afinado más la elección del vocablo oportuno, eliminando de paso cualquier posible anfibología. 

En La fábrica de canallas el autor novela parte de la historia de su familia, a partir de su descubrimiento del hecho de que uno de sus abuelos (y también un hermano de éste), del que guardaba un recuerdo entrañable y cariñoso, había sido un sanguinario dirigente nazi que, como oficial de las SS, tuvo un papel destacado en infinidad de actos terribles, que incluían torturas y fusilamientos: Tienes la memoria de tu abuelo como una persona que ha jugado contigo a gatas, en cuyo regazo has estado y, de pronto, descubres eso, declaró el escritor en una entrevista. A partir de esta siniestra y perturbadora revelación, Kraus inventa un personaje, Konstantin “Koja” Solm, un individuo complejo cuya trayectoria abarca desde su participación en el régimen nazi, en donde llega a ser Obersturmführer (rango equivalente al de teniente) de las SS hasta posteriormente, tras la guerra, su implicación en los servicios de inteligencia operando como agente doble -o triple- en la CIA (un organismo que en la posguerra recicló en beneficio propio a muchos dirigentes del nazismo; circunstancia que se nos muestra en una de las muy sugestivas vertientes del libro), y colaborando con el espionaje de la Alemania Occidental, el de la URSS, e incluso el Mossad israelí. 

Hay, pues, una indudable base biográfica en la historia (como curiosidad biográfica reseñable, Kraus es primo de Sigrid Kraus, creadora y entusiasta impulsora durante muchos años de la editorial Salamandra, que hace un lustro vendió a un gran grupo empresarial, Penguin Random House), puesta de manifiesto en la ya citada sección de agradecimientos que cierra el libro. En ella, Kraus menciona una determinada referencia bibliográfica, sin la cual nunca habría visto la luz La fábrica de canallas (como tampoco la extensa historia familiar inédita que lleva el mismo título [en alemán, Das kalte Blut, literalmente: La sangre fría], que fui redactando en paralelo y en cuya Bibliografía final se encuentra la lista completa de obras y referencias gracias a las cuales me fue posible investigar a fondo el mundo de los servicios secretos alemanes tanto occidentales como orientales, así como el equivalente en la etapa anterior, el Tercer Reich). La fábrica de canallas es, pues, una novela autónoma con respecto a una historia familiar redactada por el autor en paralelo al texto de ficción y que (también) tendría por título Das kalte Blut. Esa historia familiar sería, supuestamente, inédita, pese a que en una entrevista reciente, Kraus afirma haberla publicado en una tirada reducida destinada a su propia familia. Llama la atención, en cualquier caso, que un documento de carácter personal, no destinado a su publicación, incorpore una bibliografía que, sin duda, sería más útil como complemento a la obra novelística y en la que se revelaran las fuentes en que el autor se basó para su redacción, como, de hecho, hace parcialmente con algunos títulos en ese apartado final de agradecimientos. Por otro lado, en la página web de Diógenes Verlag, el editor alemán de Kraus, puede consultarse una bibliografía muy exhaustiva que, en sus cuarenta y ocho densas páginas, quizá pueda corresponderse con la referida en la novela. 

En fin, se trata de cuestiones de escasa entidad de cara al disfrute del libro, como resulta evidente, pero que han despertado mi curiosidad e incluso me han generado una relativa desorientación -cierto es que menor- a la hora de “ubicar” conceptualmente la obra. Además, a esa ligera perplejidad contribuye también el propio Kraus, que en la nota preliminar a la novela anticipa, con una retranca irónica que podría pasar por gallega (a pesar de la crudeza de los asuntos tratados, el humor está muy presente en el tono con el que el narrador da cuenta de su historia), el comentario siguiente: 

Muchas de las circunstancias, acontecimientos históricos y catástrofes del siglo XX que tienen un papel importante en este libro son bien conocidos, pero no todos. Algunos despertarán asombro y se leerán negando con la cabeza, y parecerán tan estrechamente vinculados a los mecanismos de la novela que cabría tomarlos por pura invención. 
Lo cierto es que sólo una pequeña parte de los hechos y affaires políticos relatados son imaginarios, y los personajes que nunca existieron son muy pocos (y no necesariamente los más insólitos). 
Con todo, tanto las personas como las acciones descritas aquí tan sólo tienen entidad dentro del mundo ficticio de esta novela. 
Fuera de su marco, puede ser que las cosas sucedieran así o de otra manera. 

La historia narrada comienza en 1974, en un hospital de Baviera, en donde languidece Koja Solm al que, a sus 65 años y con una bala, de imposible extracción, alojada en su cabeza, conocemos en la compañía, en la cama aledaña, de otro paciente, Sebastian -Basti-, un joven pacifista, un hippy auténtico de treinta y pocos años que permanece hospitalizado con un tornillo de titanio en su cráneo, una especie de válvula por la que de vez en cuando le introducen una vía que drena el líquido cefalorraquídeo y libera la presión intracraneal. Basti es para él un muy favorable interlocutor, en general impasible y tranquilo por su limitadora situación física, por su espíritu sosegado y por su visión del mundo cercana a la filosofía zen y porque, con frecuencia, se sumerge en los placenteros paraísos del hachís, sustancia que le proporciona de un modo bastante irregular la afable enfermera Gerda. Se establece así entre ambos una suerte de benéfica comunicación, provechosa para el chico, que, inicialmente, ve en su compañero un confidente de sus escasas y poco consistentes preocupaciones de índole espiritual y algo ingenuamente místicas, y útil también para Solm porque en Basti hallará el destinatario ideal de su larga, densa y quién sabe si liberadora -ello solo se averigua a medida que se avanza en el libro- confesión personal. 

La fábrica de canallas es así el relato en primera persona en el que Koja, retrotrayéndose a los inicios del siglo XX y siguiendo un orden fundamentalmente cronológico -aunque pautado por los frecuentes retornos al presente hospitalario de donde nace la voz narradora- da cuenta al muchacho de la trayectoria de su familia, perteneciente a la minoría alemana de Letonia, y, singularmente, de la suya propia y de la de su hermano mayor Hubert -Hub- Solm. De este modo, la historia atraviesa varias décadas, desde 1905 hasta 1974, con saltos temporales que estructuran la narrativa. A través de la remembranza de Koja, siguiendo los vaivenes de su, por otro lado, muy lúcida memoria, el lector repasa la agitada realidad de la Europa del pasado siglo siguiendo una trama novelesca apasionante, que imbrica los episodios de la tragedia colectiva que desencadenó el horror del nazismo con las muy singulares peripecias personales y familiares de los dos hermanos, unidos por unos muy complejos vínculos de amor/odio. Y todo ello envuelto en una red de intrigas, violencia y espionaje, traiciones y dobles juegos, engaños y venganzas, enamoramientos, infidelidades y pasiones imposibles, que incluyen, claro está, episodios bélicos y situaciones y acontecimientos de relevancia histórica, e incluso algún elemento de thriller, pues hasta cerca del final del libro no llegaremos a saber qué es lo que ha provocado el que Koja esté en el hospital con una “inoperable” bala de mediano calibre incrustada en la corteza cerebral. 

Los hermanos Solm habían nacido en Letonia, a principios del siglo XX (Koja en 1909; su hermano cuatro años antes), como descendientes por la rama materna de una antigua familia aristocrática germano-báltica. Durante la revuelta general que en 1905 hizo arder Rusia desde Stalingrado hasta unos países bálticos que llevaban décadas inmersos en un proceso de progresiva rusificación con su correspondiente subordinación de la minoría alemana, el abuelo, paterno, Hubert Konstantin Solm, conocido por Großpaping, un pastor religioso, no huye de la violenta persecución desencadenada contra burgueses, católicos y alemanes y permanece en su puesto, predicando el Evangelio. Lejos de arredrarse ante la llegada a su pueblo de una turba de revolucionarios, Großpaping se enfrenta a ellos sin más armas que un cesto de manzanas rojas de la variedad Roter Herbstkalvill, lanzando, rebelde e impulsivo, una de ellas, a modo de pedrada, al cabecilla del grupo, lo que provocará que su casa sea incendiada y él detenido, torturado y finalmente ahogado en el estanque de su finca. El irreflexivo coraje del abuelo y la muy peculiar circunstancia del lanzamiento de la manzana entrarán a formar parte de la mitología familiar (Para mi hermano y para mí, la muerte de Großpaping marcó un punto de inflexión y determinó, como el principio de Arquímedes, nuestra concepción del mundo: nada de cuanto habría de suceder en los años posteriores puede juzgarse, ni siquiera contemplarse, sin vincularlo a aquella manzana lanzada en un arrebato de cólera, a la casa en llamas, el escupitajo sobre la bandera roja y el cadáver chorreando a la orilla del pantano), y esa fruta -que no por casualidad está en la imagen que preside la portada del libro- operará como recurrente leitmotiv atravesando, con constantes apariciones, La fábrica de canallas, con, en cada caso, un notorio valor simbólico (la manzana roja se convirtió en el sacramento de la familia, el misterio de mi infancia más temprana)

Relativamente al margen de las vicisitudes políticas del país, los Solm llevan una existencia desahogada en una Riga sometida a etapas alternativas de dominio ruso, alemán o nacionalista letón. El progenitor, Theo Johannes Ottokar Solm, no había querido plegarse a la voluntad de su padre, que ansiaba para él la continuación de la estirpe familiar, hecha de cuatro generaciones de pastores luteranos, y estudiará Bellas Artes en Berlín, completará su formación en Roma y Florencia y se convertirá, al regresar a Letonia, en el profesor de dibujo de Anna Marie Sybille Delphine von Schilling, baronesa de rancio abolengo que acabará por ser su esposa. Dedicado al retrato, las influencias y los contactos de su mujer permitirían que la mitad de la alta nobleza de las provincias orientales [terminara] posando frente a su caballete. En este clima de holgura económica y reconocimiento social vienen al mundo los dos chicos, criados entre algodones: Teníamos tres criadas de nombre Anna que nos atendían con todo el mimo del mundo: Anna Niñera, Anna Cocinera -oronda y talentosa- y, sobre todo, nuestra adorada Anna Ivánovna, rescatada de casa del abuelo, para quien había sido una fiel ama de llaves hasta su muerte. 

Ese mundo se viene abajo en 1918, un annus horribilis. La Revolución de Octubre del 17, que acabó con el zarismo y llevó a los bolcheviques al poder, provocó que Alemania, que se había anexionado los Estados Bálticos y estaba inmersa en plena Primera Guerra Mundial, viera cerca su derrota. Las tropas de Lenin se abalanzaron sobre Letonia, en donde la sangre azul se convirtió en una enfermedad mortal, llevando a la aristocracia local a buscar con urgencia pasajes de barco hacia la Europa occidental. Cuando las últimas tropas alemanas se retiraron, el día de Año Nuevo de 1919, y los bolcheviques entraron en Riga, los Solm -tras un intento frustrado de la madre por huir a Inglaterra y un simulacro poco convincente de suicidio por parte de un padre algo pusilánime-, junto con sus sirvientes, sus amigos y conocidos se vieron de pronto convertidos en una plaga de insectos que había que borrar de la faz de la tierra. En un contexto de desconcierto, pelotones de fusilamiento, acumulación de cadáveres, listas de “proscritos”, checas, horrores, hambre y carestía, miedo e incertidumbre, con el padre haciéndose pasar por enfermero para engañar a los dirigentes del Ejército Rojo y así poder trabajar, la familia registra una novedad sustancial. Anna Ivánovna trae a la casa a Eva, a quien pronto todos llamarán Ev, una niña, huérfana de un médico alemán y su esposa enferma, detenidos sin motivo por la checa y ejecutados inmediatamente, tras haber logrado, relativa fortuna en el horror, esconder a su pequeña. Ev se integrará en la familia, para, muy pronto -cuando el clima político permite una cierta tranquilidad- ser adoptada y, como hermana de Hub y Koja, acompañar a ambos a lo largo de toda su trayectoria vital, en una relación muy intensa, compleja y poco convencional que constituirá otro de los ejes fundamentales de la novela. 

Se suceden años convulsos, un lustro de enfrentamientos bélicos en una sangrienta guerra por la independencia con su rastro de desarraigo, destrucción y muerte, la reconquista de Riga por el ejército de los Estados Bálticos, el reconocimiento oficial de la República de Letonia, sus lazos con la Unión Soviética, la persecución de la minoría germana (los alemanes nos sentíamos como un puñadito de Gullivers (…) Los letones nos trataron del mismo modo que los liliputienses trataron a Gulliver, al que primero condenaron a muerte (por haber orinado en público) y luego prefirieron dejar ciego y que se muriera de hambre poco a poco. Ellos también esperaban que nos fuéramos muriendo de hambre y de sed), el hundimiento de la clase social a la que pertenecen los Solm (la familia de la baronesa ve expropiadas sus tierras, del tamaño de Andorra, el castillo familiar es confiscado, el padre perderá su trabajo, la madre, que jamás había fregado un plato, tiene que ponerse al día en los asuntos domésticos. Éramos pobres como ratones de iglesia, comentará el cabeza de familia), el golpe de Estado ultraderechista y la conversión del país en una dictadura (estamos ya en 1934), la sombra amenazante de un Hitler pletórico (La realidad era que estábamos sentados sobre un polvorín: Adolf Hitler estaba en la cima de su poder, y se había anexionado una serie de países sin disparar un solo tiro. Austria entera, con una superficie comparable a la de Gran Bretaña y veinticinco millones de habitantes, deliraba de entusiasmo. Estaba claro que sólo era cuestión de tiempo que le llegara el turno a la pequeña Letonia) y, por fin, el inicuo pacto Ribbentrop-Mólotov con la consiguiente “desaparición” de Letonia (Letonia dejaría de existir en breve. Sin embargo, no era el Reich el que se disponía a anexionarse solemnemente ese territorio, sino la Unión Soviética: así lo habían acordado Hitler y Stalin en un pacto secreto) constituyen el marco, inquietante y agitado en el que se desenvuelven los primeros años de la vida de los hermanos en lo que constituye la primera de las cuatro partes de la novela, de título significativo: La manzana roja. 

El rechazo al poder soviético y la falta de expectativas para ellos y su familia, provocan la huida de los Solm entre el éxodo masivo de los ochenta mil alemanes de Letonia (La noche del 15 de diciembre de 1939, mamá, papá y yo abordamos uno de los últimos barcos que abandonaban Riga). Instalados en Alemania y con el genocida proyecto nacionalsocialista en pleno desarrollo, Hub, estudiante de teología que parece seguir la huella del abuelo, y Koja, arquitecto bajo la influencia de la vena artística paterna, que ya en Riga habían canalizado su rechazo al poder soviético colaborando, desde principios de la década, con el entonces incipiente movimiento nazi, asumen el ideario del Reich y ascienden en la escala jerárquica de las SS en diferentes grados: entregado y convencido, visible y expuesto públicamente Hub; escéptico, renuente y en una posición más discreta y en segundo plano, al menos en su propio relato, Koja. Al primero lo mueven el entusiasmo, la obediencia ciega, la ambición torpe; al menor, la voluntad profundamente narcisista (he de reconocer que le había encontrado cierto gusto a pertenecer a ese club de élite —integrado por la alta intelectualidad fría y académica— que aunaba la elegancia del Secret Service británico y el gélido pragmatismo de la checa soviética) de poder y prestigio (lo único que me gustaba era la fachada: la imagen hechizante de aquellos a quienes el poder y la audacia transfiguraban
 
Ambos pasan a integrar la división del Báltico de las SS, con labores de infiltración, espionaje y delación, en una primera instancia, y, más adelante, de participación en fusilamientos y ejecuciones en masa. Mientras Hub, con capacidad ejecutiva, lleva a cabo interrogatorios y asesinatos, torturas, deportaciones y tiroteos masivos, su hermano Koja, como “mero” espía en la SD, la agencia de inteligencia de las SS, informará sobre individuos de mala reputación -a ojos del poder del Reich-, supervisará y vigilará a los artistas plásticos de Riga buscando potenciales enemigos, notificará la existencia de sospechosos a los que debería controlarse, y, abiertamente, denunciará a aquellos de sus compatriotas a los que habría que deportar a Alemania por no cumplir con los requisitos raciales o a los que, por comportamiento criminal o antisocial, merecían ser trasladados a los campos de concentración. De estos años, marcados por la colaboración y participación directa de ambos en las atrocidades nazis (el propio Koja, pese a su aprensivo distanciamiento, es conocedor del horror -nuestra gente fusila cada día a trescientos judíos en el bosque de Bickern, afirmará-, llegando incluso a reconocer su responsabilidad directa en un crimen, cuando un superior lo obliga a disparar a una mujer ya moribunda y a su bebé en una fosa común), da cuenta la segunda parte del libro, La orden negra, en la que se suceden los desplazamientos a los distintos escenarios de la locura hitleriana: desfiles presididos por Himmler y otros altos cargos nazis en distintos países ocupados, confinamientos en el gueto de Riga, detenciones y expulsiones de judíos, evacuación de colonos suabos de sus territorios de origen en el Mar Negro, “acciones especiales” en Polonia, en Bielorrusia, actuaciones de los escuadrones de la muerte en los territorios del este de Europa, ametrallamientos masivos, operaciones de infiltración de asesinos y saboteadores en suelo soviético, entre otros muchos episodios. 

Quien ha sido espía una vez, lo será toda la vida, leemos en un pasaje del libro. El desempeño de Koja como espía para la Gestapo lo llevará a continuar con sus actividades en distintos destinos fuera de Alemania, en alguna ocasión en París, pero casi siempre muy cerca de las fronteras de la URSS, lo que inevitablemente le permitirá potenciar relaciones estrechas -y ambiguas- con el espionaje soviético. Tras el fin de la guerra, detenido, recluido y torturado en la Lubianka (cuartel general del Comité de Seguridad del régimen de Moscú, conocido durante décadas como KGB), su acentuada voluntad de supervivencia, un logro de extraordinaria dificultad dado su destacado papel en el régimen nazi, lo abocará a colaborar como informante con el servicio de la inteligencia del Kremlin (¿Desea de todo corazón, y por propia voluntad, convertirse en un miembro útil de la sociedad socialista?, preguntarán las autoridades soviéticas, y puede imaginarse la respuesta de nuestro personaje, siempre oportunista y con autojustificación para cualquiera de sus decisiones: Cuando pienso ahora en la componenda mental que me había formado antaño, no salgo de mi asombro. ¡Parece mentira las ilusiones a las que el ser humano es capaz de aferrarse!), desenvolviéndose como agente doble, con un papel destacado en las estructuras del espionaje de ambos países (acabará por recibir la Orden de la Bandera Roja de Moscú y la Orden del Mérito de la Alemania occidental y, ya jubilado, cobrará, a la vez, una pensión de Alemania e Israel). Esta circunstancia permite a Kraus, en la tercera sección de su novela, El ternero de oro, trasladar al lector a los escenarios y las interioridades de la Guerra fría. En una Alemania dividida en zonas de ocupación militar estadounidense, británica, francesa y soviética, Koja, en su personal situación de peligroso equilibrio entre sistemas enemigos (de hecho, tendrá que cambiar su identidad a lo largo de los años, siendo, según la ocasión, Koja Solm, Heinrich Dürer o Jeremias Himmelreich) y de dudosa ambigüedad moral, desde su puesto en la Organización Gehlen, el Servicio Federal de Inteligencia (BND, por sus siglas en alemán, o, más escuetamente, “ORG”), entrará en contacto con la CIA, que, de manera sorprendente (o no tanto: Te digo yo que en el KGB hay gente que estuvo en Auschwitz organizando el recuento de presos cada mañana -leemos-), captará a gran parte de los sobrevivientes de la inteligencia nazi para sus tareas de espionaje y contraespionaje (No aprovechar a los nazis es como aceptar que nos castren, así que nos aprovechamos, claro. ¿Y quieres que te diga otra cosa? (…) También esos arrogantes de los tommies los aprovechan cuando nadie los mira, y los finolis de los franceses los aprovechan cuando nadie los mira. ¡Hasta los comuniskis los aprovechan!). El libro se adentra así en un laberinto de maquinaciones y complots, intrigas, engaños y traiciones, juego sucio, acciones secretas y crímenes, corrupción e inmundicia (Para los servicios secretos de las potencias ocupantes, la Org era un pozo negro lleno de estiércol burbujeante donde cada cual podía permitirse evacuar a sus anchas) que implican a servicios secretos -CIA, KGB, Stasi, Mossad, BND- políticos, diplomáticos, gobernantes, militares de la época (he incluido en la novela incontables citas de las obras de los personajes históricos que aparecen, integradas en gran medida en diálogos inventados, explica el autor), muchos de ellos blanqueando su pasado nazi (en un proceso de “desnazificación” o Persilschein, como se le denominó jocosamente, lavado con Persil, un detergente que aún existe hoy en día, en el que se revisaron superficialmente las implicaciones con el nazismo y se rehabilitó con ligereza extrema a muchos antiguos dirigentes y colaboradores de todo rango del Reich), en un ambiente de paranoia generalizada que se desenvuelve en frentes diversos: la Alemania Oriental, la Unión Soviética, Ucrania, Estados Unidos, Hungría o Checoslovaquia… e Israel. 

La postrera sección del libro, Rojo, negro y oro -los colores de la bandera germana-, acompaña a su protagonista precisamente a Israel, en donde por una serie de vicisitudes que no procede explicar, empezará a colaborar, sin perder sus vínculos con sus jefes en Alemania, con el Mossad, la eficaz y terrible agencia de inteligencia y espionaje israelí. Koja vive también aquí infinidad de peripecias que atañen a los procesos legales de desnazificación, a la persecución, venganzas, secuestros y también asesinatos de antiguos criminales de guerra del nazismo por parte del Estado de Israel, a los atentados en el mundo entero y singularmente a la masacre de Múnich contra terroristas palestinos de la organización Septiembre Negro, en los Juegos Olímpicos de 1972, entre otros lances. 

Pero el recorrido por todos estos episodios del contexto histórico europeo del que el libro da cuenta con detalle, tal y como se deduce del resumen anterior, se lleva a cabo imbricándolo profundamente en la peripecia personal de Koja y en sus relaciones con sus padres, su hermano, su hermanastra y -debo desvelarlo- también amante, y las distintas mujeres con las que se vincula -de un modo u otro- en su vida. La fábrica de canallas no es exclusivamente, pues, una crónica bien documentada de determinados hechos que marcaron una etapa convulsa del pasado siglo en el Viejo continente, sino que estamos ante una novela, en la que la dimensión íntima, la indagación en el alma de los protagonistas, de sus interrelaciones, de la evolución y el desarrollo de sus personalidades, de su modo de pensar, de sus sentimientos y sus ideas, forma parte sustancial del relato. Así, conoceremos algunas circunstancias particulares de la historia familiar, como el trabajo del padre -un hombre en cierto sentido ajeno a la realidad, evadido de los problemas- como profesor de pintura en colegios privados alemanes de Riga y, en paralelo, su actividad como pintor de cuadros “galantes” más o menos explícitos con obras con títulos del tipo Los abrazos de Afrodita o Safo en la cama, pinturas que reaparecerán en más de una ocasión en distintos pasajes de la novela; o la figura de la madre, pragmática, con los pies en la tierra, que enfrenta las dificultades y saca adelante a sus hijos sin que ni en la mayor de las miserias [perdiera] su actitud de baronesa ni su orgullo de clase. 

Sin embargo, y sobre todo, en este ámbito privado la novela se centra en la trayectoria vital de Koja, cuya existencia está marcada por las contradicciones y el instinto de supervivencia. Es un personaje algo cínico, complejo, sensible pero egoísta, manipulador. Aunque establece vínculos -con su hermana, con sus amantes, con sus colaboradores-, estos nunca se construyen desde la empatía o el afecto genuino. Siempre subyace una lógica de manipulación, de dominio o de oportunidad. Pese a que su presentación sea subjetiva, pues suya es la voz que relata, lo que introduce la duda permanente sobre la veracidad de sus recuerdos y motivaciones, en ella acaba por aflorar su ambigüedad moral, aunque el lector no llega a saber hasta qué punto justifica sus actos, hasta qué punto ofrece una visión “comprensiva” de sus engaños y falsedades (una visión teñida por un apreciable sentido del humor, algo oscuro en más de una ocasión). 

Koja es un canalla, instalado -con un cierto y difuso grado de sentimiento de culpa- en el centro de un sistema que los fabrica por millones. Yo me portaba como un canalla, afirmará en más de una ocasión, consciente de su propia crueldad y de sus engaños, y sufriendo también por ello, pero incapaz de evitarlos o corregirlos: La traición no requiere más que un puñado de dolor y de angustia y una única estrella brillante en la noche para que, en medio de todo el horror, de cuando en cuando haya un poco de luz. En este retrato psicológico y moral del personaje serán relevantes las diferencias con su hermano (Hub poseía una autoridad natural tan sólo por su forma de hablar, y brillaba en todos los ámbitos. Poseía una energía irresistible que conquistaba a todo el mundo. Mientras que yo, por lo general, giraba en torno a mí mismo, la pintura, los libros y las afinidades espirituales, él tenía una fuerte vena social y le encantaba estar en grupos) y el trágico y a la postre encarnizado enfrentamiento con él, larvado desde la infancia. 

Esa confrontación, que empieza como desavenencia pero concluye en abierta hostilidad, tiene, en parte, su origen (y aquí va otra serie de desvelamientos sustanciales, absténganse de leer el párrafo quienes odien los espóileres) reside en que ambos comparten el amor por Ev, una figura nuclear en el libro. La chica empezará por participar en inocentes juegos eróticos con Koja, ambos unos niños; será modelo desnuda de los cuadros del padre de los chicos; se casará con Hub; se entregará, en secreto aunque sin culpa, a una relación adúltera con Koja. El suyo es un personaje fascinante, una mujer independiente, decidida, muy libre, con principios y comprometida, que vive con angustia casi trágica su relación con los hermanos Solm, hecha de amor, celos y traiciones que reflejan las tensiones emocionales y morales que atraviesan el relato. Y es que Ev (espero que éste sea el último “destripe” de mi reseña, ¿pero cómo obviar estos datos en un comentario medianamente completo sobre el libro?) resulta ser judía, circunstancia que, dada su irrupción abrupta en la vida de la familia solo se descubrirá bien avanzada la novela, aunque explicará la conmoción moral que supone para ella el saberse emocionalmente vinculada a dos miembros de las SS, responsables por tanto del exterminio de su pueblo. Ev, médica de profesión, tendrá además que prestar servicios en Auschwitz durante la guerra, con un certificado ario falsificado, en un espantoso giro de la trama. Ello provocará su compromiso e implicación antinazi, su posterior huida a Palestina tras el fin de la contienda y, una vez allí, su colaboración con los servicios secretos israelíes, cuyas circunstancias se desarrollan en la sección postrera del libro. Tendrá también una niña, Anna, pero la información sobre su filiación paterna y sobre el extraordinario peso que su presencia tiene en la novela, debo guardármela por haber superado ya el límite de espóileres permitido. 

La fábrica de canallas resulta notable, aparte del interés de la trama argumental y de la potencia narrativa de su autor, capaces de atrapar de un modo magnético a quien se adentre en los centenares de páginas del libro, porque se abre a ciertos frentes de indudable atractivo. Están, ya se ha dicho, el fascinante doble recorrido por las historias entrelazadas de una familia y una época, pero, además, quiero destacar algún aspecto sugestivo en lo que podríamos llamar la dimensión histórica de la novela y otros en su vertiente filosófica o moral, por etiquetar de algún modo esta perspectiva más reflexiva o especulativa de la obra. 

Así, en el primero de esos dos ejes, el libro resulta muy interesante en su descripción de las interioridades del espionaje en los años y décadas posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial, presentadas de un modo descarnado por un personaje que las vive -las protagoniza- en primera persona y sobre las que, de manera rotunda y muy significativa, confesará, en su conversación con su joven interlocutor: lo que le estoy contando pronto se convertirá en una balada truculenta sobre los días salvajes de la Guerra Fría. En este ámbito, el de las redes de inteligencia, la novela traslada al lector una aguda reflexión sobre la reconfiguración de las lealtades, la ausencia de principios morales o, al menos, su labilidad en las opciones vitales de quienes se desenvuelven en ese convulso dominio, los juegos de poder entre bloques y, sobre todo, la transformación de los criminales de guerra en piezas útiles de la Guerra Fría. Y es que uno de los temas centrales de La fábrica de canallas es la manera en que antiguos miembros del aparato nazi -SS, Gestapo, funcionarios del Tercer Reich- fueron capaces de “reciclarse” y encontraron nuevas formas de supervivencia y poder en el contexto del nuevo orden mundial surgido tras la contienda. Kraus muestra cómo muchos de ellos, lejos de ser castigados, fueron reconvertidos por las potencias vencedoras, especialmente por Estados Unidos y la Unión Soviética, que competían por captar a los expertos en inteligencia, tecnología y contrainsurgencia del régimen derrotado (hemos hablado de ello aquí, en relación con la ciencia, al presentar, hace más de un año, Maniac, el formidable libro del chileno Benjamín Labatut). El ejemplo paradigmático de esta ambigua transición lo constituye Koja Solm, que, como hemos visto, pasa de ser un oficial de las SS implicado en atrocidades en el frente oriental, a colaborar con los servicios secretos de diversos países, enemigos entre sí en algunos casos. Su biografía ficticia es un reflejo de las trayectorias reales de figuras -con un papel sustancial en la novela- como Reinhard Gehlen, exjefe de la inteligencia militar nazi, quien tras la guerra fue reclutado por la CIA para formar la organización Gehlen, la ORG, núcleo originario del BND al que ya me he referido. En la sección final del libro Kraus se pregunta cómo fue posible que la sociedad de la nueva República Federal de Alemania consiguiese consolidar la democracia cuando en ella se integraron, sin grandes medidas de desnazificación, muchos cargos importantes durante el régimen de Hitler, y esa pregunta es el motivo de la historia que aquí se narra. 

En torno a esta idea, la obra presenta estimulantes ramificaciones acerca del cínico pragmatismo de los servicios secretos, y de sus responsables y agentes, que funcionaban -y, previsiblemente, aún lo siguen haciendo- según una lógica carente de referentes morales en la que la eficacia estratégica supera cualquier escrúpulo ético. La urgencia por contener el avance soviético hizo que Estados Unidos estuviera dispuesto a limpiar el pasado de muchos nazis si ello les garantizaba información o influencia en la nueva Europa dividida. La visión más o menos heroica o idealizada del espía que se mueve por patriotismo, nobles impulsos y altos valores morales, tan presente en el cine y la literatura, desaparece aquí para mostrarnos una visión cercana a la degradación moral: los espías son unos muy prosaicos supervivientes, interesados en gestionar su propio pasado y en maquillar sus crímenes a cambio de protección o poder. Las opciones políticas e ideológicas -Occidente y Oriente, democracias liberales y regímenes autoritarios- no se eligen por convicción sino por cálculo, en un planteamiento por otro lado muy actual, en el que, en muchos casos fácilmente identificables, observamos a dirigentes, políticos y mandatarios que mienten, engañan y manipulan sin recato para conseguir sus fines, a menudo al margen de la justicia o la ley. 

En el otro eje temático a mi juicio sustancial del libro, su propuesta moral, podríamos llamar, hay valiosas reflexiones sobre las a menudo difusas fronteras entre las categorías morales “tradicionales” -inocencia/culpabilidad, lealtad/traición, heroísmo/cobardía, bondad/maldad o incluso, en ocasiones, víctima/verdugo (el propio Koja participa, en cierto modo, de ambas condiciones; y es también el caso de algunos judíos que, habiendo sufrido los horrores del nazismo, una vez en Israel se convierten en implacables asesinos, en una derivación también muy actual de la novela). Ese “desdibujamiento” de los rangos éticos se hace patente en la persona de Koja (aunque no solo en él). Pero en el libro afloran también, por “debajo” de su trama novelesca, muchos otros temas capaces de suscitar el debate intelectual y filosófico: la conveniencia de recuperar y mantener viva la memoria del pasado, la verdad histórica (en la medida en que tal construcción léxica es factible), frente a los intentos de ocultación, reconstrucción o instrumentalización interesadas por parte de diferentes grupos; la impunidad de la que, en relación con su pasado nazi, gozaron muchos dirigentes y colaboradores del Reich, llegando muchos de ellos, criminales del régimen nacionalsocialista, a ocupar cargos relevantes en la República Federal Alemana); la pervivencia del régimen nazi en la política alemana actual y, por extensión, en la de una parte importante del mundo occidental, en apariencia seducido por unos postulados ideológicos que parecían superados tras su trágica historia; la “fotografía” de una Alemania que no ha roto del todo con su pasado, que no ha hecho -ni querido hacer- una catarsis real, que ha blanqueado sus crímenes reconvirtiéndolos en silencio útil y eficaz para su desarrollo actual, transformando su antigua violencia en fecunda competencia económica; la visión de la historia del ser humano, y en particular la del último siglo, como la de un relato de violencia; la reiterada idea, tan frecuente en libros de esta temática, de la banalidad del mal -cómo individuos corrientes pueden convertirse en instrumentos de regímenes inhumanos, en asesinos de masas- y de la existencia del mal absoluto; el conflicto, que por fortuna no se nos presenta a menudo en nuestras frágiles existencias entre moralidad y supervivencia; la culpa y la redención; la construcción de la propia identidad, no siempre fruto de nuestra voluntad y sí muchas veces moldeada o incluso construida en función de las circunstancias históricas y personales; el impacto en nuestras vidas de los secretos y las revelaciones, de la ocultación y el desvelamiento de los hechos protagonizados por las generaciones que nos precedieron. 

Un último y breve apunte acerca de algunos rasgos meramente literarios de la novela que merece la pena subrayar: el uso de algún elemento simbólico, singularmente el de las manzanas, ya comentado; la narración en primera persona que permite que el lector pueda acercarse y comprender los recovecos íntimos de la personalidad del personaje, sus motivaciones, sus dudas, sus excusas y justificaciones; la estructura no lineal dentro de un hilo en lo sustancial cronológico pero que acepta los saltos temporales, que comparecen al albur de la naturaleza fragmentada de la memoria; el uso del humor, que refleja un cierto distanciamiento escéptico del narrador, en un recurso muy controvertido entre crítica y lectores dada la naturaleza de la temática abordada; la minuciosidad en las descripciones que transmite verosimilitud a la novela y dota de una carácter fuertemente fidedigno a los hechos narrados; la multiplicidad de referencias literarias: Péter Esterházy, Gabriel García Márquez, Oda Schaefer, Vladimir Nabokov, Henry Miller, Uwe Johnson, Don DeLillo, John Irving, entre las confesadas abiertamente por el propio autor, y en especial los indudables paralelismos con Las benévolas, la voluminosa obra de Jonathan Littell comentada ya aquí, en Todos los libros un libro

Una novela, en definitiva, altamente interesante, y especialmente propicia, dada su extensión, para los largos días de vacaciones escolares que ya se vislumbran a la vuelta de escasas semanas. Os dejo con un texto que explicita el ritual de las manzanas entre los Solm, a partir de la presencia de esa fruta en el incidente que acabó con la muerte de su abuelo, Großpaping. Tras él, y entre las diversas referencias musicales del libro, muchas muy directamente vinculadas al mundo germano, os ofrezco ahora Moonlight serenade, la melancólica y muy conocida pieza de Glenn Miller, que suena en la novela. Aquí os la dejo en la versión que formó parte de la banda sonora del film Sun Valley Serenade, de 1941, dirigido por H. Bruce Humberstone. La intérprete es Pat Friday, que dobló en las canciones a la actriz Lynn Bari. El propio Glenn Miller dirige su orquesta en las escenas musicales de la cinta. 


Para mi hermano y para mí, comer una manzana suponía observar un riguroso ritual: primero, mientras nos la partían en dos, teníamos que guardar un devoto silencio y pensar intensamente en el abuelo —motivo por el cual siendo yo muy pequeño se me llenaban los ojos de lágrimas cuando la casa olía a manzanas asadas—; luego nos daban una mitad a cada quien con gesto solemne y teníamos que santiguarnos (si bien mamá prohibía llamarlo «santiguarse», puesto que los protestantes no se santiguan, sino que «hacen la señal de la cruz»; era una luterana convencida, aunque del mismo modo en que Lutero creía que podía ahuyentar al demonio soltando un buen pedo, también ella tenía su lado supersticioso: nos mandaba musitar, sin que papá se enterase, «hosanna en las alturas» antes de dar el primer mordisco, fórmula que, con el paso de los años, se quedó en un farfullado «...ana» que Anna Ivánovna escuchaba con éxtasis), finalmente teníamos que comernos la fruta del rabillo a las pepitas —que saben a mazapán—, sin olvidarnos del corazón, pues de ese modo rendíamos homenaje a nuestro abuelo. 

Ese santo sacramento suponía, además, la máxima integridad moral, puesto que, si te habías portado mal, hecho alguna travesura, sisado a mamá o soltado alguna mentirijilla, perdías el derecho a comer manzana, y en eso mamá era implacable.

Videoconferencia
Chris Kraus. La fábrica de canallas

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