LINDA KINSTLER. VEN A ESTE TRIBUNAL Y LLORA; ULLA LENZE. EL OPERADOR DE RADIO; CAROLINE DE MULDER. LOS NIÑOS DE HIMMLER
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio semanal de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. El programa de este miércoles surge como una suerte de continuación natural de los de las dos últimas semanas, centrados, como quizá puedan recordar quienes nos siguen habitualmente, en la Segunda Guerra Mundial, de cuyo fin en Europa se cumplen en estos meses los ochenta años, pese a que la contienda, tras la rendición de Alemania los días 7 y 8 de mayo de 1945, se prolongaría hasta su término definitivo el 2 de septiembre de ese mismo año, días después de la capitulación de Japón. Los acontecimientos de esa etapa infausta de la historia del mundo, en particular la locura inconcebible que supuso el Tercer Reich y su aberrante e ignominioso plan de persecución y exterminio del pueblo judío -en un cruel proyecto con profundas y remotas raíces históricas- siempre han tenido para mí un extraordinario interés intelectual, aparte de suponer, como es obvio, un fenómeno perturbador capaz de conmoverme, emocionarme y tocar hondamente mi sensibilidad, circunstancias todas que me han llevado, de modo frecuente a lo largo de las quince temporadas del espacio, a traer aquí numerosas obras relativas a ese dramático momento de nuestra historia reciente, a sus causas y sus efectos, a sus consecuencias y derivaciones, a las vivencias colectivas y a los dramas íntimos de algunos de sus protagonistas.
La innecesaria excusa del aniversario reseñado está en la base de esta corta serie, que hoy llega a su fin, en la que desde hace quince días me ha permitido recomendaros con entusiasmo tres libros altamente interesantes: dos ensayos muy singulares, Prométeme que te pegarás un tiro, del historiador alemán Florian Huber, y La mecánica del exterminio, escrito por Xavier Irujo, y una desbordante ficción, La fábrica de canallas, construida por su autor, el cineasta y escritor, también alemán, Chris Kraus, a partir de una muy robusta base biográfica centrada en la convulsa, contradictoria y trágica historia de uno de sus abuelos, un criminal nazi cuya condición de asesino no fue conocida por su nieto hasta bien entrada su madurez, cuando su antecesor ya había fallecido.
Esta circunstancia que articula esta última obra, la imbricación del relato novelesco y, por tanto, en cierta medida inventado, con la realidad histórica conocida, documentada en muchos casos, de los hechos narrados y de la existencia de sus personajes, está presente también, en diferente grado, en las tres recomendaciones del programa de hoy. Tres libros, de estilos, enfoques, orígenes, planteamientos y géneros muy distintos, aunque cada uno de ellos muy atractivo, cuya lectura quiero recomendaros vivamente. Se trata de una suerte de indagación histórica y biográfica, Ven a este tribunal y llora, escrito por la norteamericana Linda Kinstler; de El operador de radio, una novela, también con una muy evidente carga biográfica declarada por su autora, la alemana Ulla Lenze; y de otro título novelesco, Los niños de Himmler, de la profesora y escritora belga Caroline de Mulder. Tres mujeres, pues, escribiendo sobre un pasado del que son directamente herederas, pues las ocho décadas transcurridas están lo suficientemente próximas como para que los hechos que narran repercutan todavía de algún modo en las vidas de quienes, como ellas, tienen hoy 33, 52 y 48 años respectivamente.
Empecemos, pues, con Ven a este tribunal y llora, una apasionante investigación publicada en 2022 por la escritora estadounidense, aunque de raíces letonas, Linda Kinstler y presentada en nuestro país en febrero de 2024 por la editorial Gatopardo, con traducción de Magdalena Palmer y con el revelador subtítulo de Cómo acaba el Holocausto. Kinstler es una joven académica y periodista californiana, nacida en 1991 en el seno de una familia de emigrantes procedentes de la Letonia soviética e instalados en Estados Unidos. La editorial nos informa de sus colaboraciones habituales en The Economist y de sus reportajes sobre historia, política y cultura europeas aparecidos en periódicos y revistas como The Atlantic, The New York Times, The Guardian y Wired. Ha cubierto la crisis de Ucrania en 2014 para la revista The New Republic, de la que fue editora hasta hace unos años. Asimismo, en la breve nota biográfica que se incorpora a una de las solapas del libro, podemos leer que actualmente está haciendo un doctorado en la Universidad de Berkeley sobre la genealogía legal del olvido, y antes cursó estudios de Lengua y Cultura Europeas en la Universidad de Cambridge. Su libro, único publicado hasta ahora, ganó en 2023 el prestigioso premio Whiting en la categoría de “no ficción”.
Ven a este tribunal y llora (un título cuyo sentido último se explica en el fragmento del libro que os dejo como cierre a esta reseña) se abre, tras una nota introductoria de su autora en la que desvela el marco geográfico y político en que se desenvuelve la historia que va a narrar y algunas de las opciones estilísticas por ella elegidas para su relato (aspectos ambos de los que luego hablaré), con un capítulo preliminar, titulado La novela, en el que da cuenta al lector de una subyugante trama. Estamos en marzo de 1965. Dos hombres se encuentran en un cementerio de Riga (la capital letona y uno de los escenarios, recuérdese, de La fábrica de canallas, en uno de los muchos elementos que se entrelazan en los distintos libros de esta serie, no solo en los de la presente emisión) en el curso de una misión oficial, apresurada y clandestina, mientras la ciudad celebra los veinticinco años de gobierno soviético. Uno de ellos, Boris Karlovics, pide aclaraciones al otro de por qué ha sido necesario matar y descuartizar al objetivo de un “encargo” cuando la tarea que se les había encomendado era traerlo con vida a Riga. Lo que iba a ser un secuestro, responde el otro mientras entrega a Boris un paquete, se ha convertido en una muerte no planeada; un miembro del grupo se excedió, añade, por toda explicación. Boris, responsable de que la misión, la más importante de sus décadas de carrera en el KGB, se desarrollara sin incidentes, teme verse irremisiblemente atrapado en una espiral de venganzas y represalias. En el paquete, unos recortes de prensa informan de un asesinato en Montevideo. Junto a ellos, en un sobre aparte, aparecen fotografías de la escena del crimen: un baúl manchado de sangre con un cadáver desfigurado y encogido en su interior. Boris piensa que se trata del cuerpo de Herberts Cukurs, un aviador pionero conocido como el “Lindbergh letón”, muy popular y querido en su país. Boris había compartido con Cukurs muchas jornadas en la Segunda Guerra mundial, pertenecientes ambos al Kommando Arājs, responsable del incendio del gueto de Riga y de la masacre de unos 25.000 judíos en el bosque de Rumbula, entre otras atrocidades, que lo convirtieron en una de las brigadas de exterminio más brutales de las que perpetraron bárbaros crímenes durante el dominio nazi (como vimos la semana pasada, Letonia fue víctima de la ocupación del Reich entre 1941 y 1944, tres años en los que la sangre corrió por las calles de Riga como una lluvia de verano); un grupo integrado exclusivamente por voluntarios locales, letones todos, pues. Boris formaba parte de la unidad como un agente doble al servicio de Moscú, y tras haberse ganado la confianza de Cukurs y sus colegas los había traicionado a todos. Ahora debe rendir cuentas a su superior, un general del KGB, que le pide explicaciones por el fracaso de su empresa. Su jefe le había pedido que se encargase de la misión, que aportara las pruebas necesarias para incriminar a Cukurs y traerlo de vuelta a Riga. Boris había falsificado testimonios y tergiversado los relatos de los supervivientes judíos. Había alterado los registros de los interrogatorios del Kommando Arājs para subrayar la crueldad de Cukurs, presentándolo como alguien que gozaba sacrificando despiadadamente vidas humanas. Había enviado agentes soviéticos a Sudamérica para vigilar a su objetivo. Y aun así había fracasado. Boris tiene la sospecha de que el cuerpo que se ve en las fotografías no es el de Cukurs, pero es demasiado tarde, algo en la misión ha fallado. El general saca su pistola.
Tras este comienzo inquietante y prometedor, brota la voz de la autora: Si esto parece el argumento de una novela de espías barata, es porque lo es. En efecto, como señala Kinstler a continuación, descubrí esta novela en concreto mientras curioseaba en una librería del casco antiguo de Riga en 2016. La novela estaba en el expositor de novedades. Se llamaba Jūs Nekad Viņu Nenogalināsiet, es decir, Nunca lo mataréis. Le pregunté a la librera si era un título popular, y me dijo que sí, por supuesto. ¿Por qué si no iba a estar ahí arriba en la pared? Lo abrí y allí, en la primera página del primer capítulo, encontré el nombre y el patronímico de mi difunto y desaparecido abuelo: Boris Karlovics.
Superados la sorpresa y el desconcierto provocados por el siniestro descubrimiento (Resulta difícil describir la sensación de desorientación que me produjo este hallazgo. Encontrar parientes muertos y apellidos familiares en álbumes de fotos, cementerios, cartas, recuerdos, documentos, tal vez incluso en textos históricos, es previsible; pero las novelas son algo distinto), Linda se enfrenta a unos hechos sobre los que ya había empezado a indagar tiempo atrás. Sus padres y su hermana mayor habían emigrado de la Letonia soviética en 1988, y al haberse divorciado sus progenitores unos años después de llegar a Estados Unidos, ella creció con su madre, en el círculo de judíos soviéticos de ese entorno materno, estudiando en la escuela judía, educándose en la cultura y la historia de Estados Unidos e Israel y conociendo de manera exclusiva esa rama de su árbol genealógico, una familia judía ucraniana perseguida en el Holocausto, con varios de sus miembros masacrados en el barranco de Babi Yar, en la horrible y multitudinaria matanza de septiembre de 1941 en Kiev de la que también he hablado aquí en numerosas ocasiones. La trayectoria de la rama paterna de la familia estaba, sin embargo, envuelta en el silencio, sin presencia alguna en las conversaciones, ni rastro de ella en fotografías o en documentos que justificaran indagar sobre un pasado que se adivinaba misterioso. La ausencia de la otra rama de la familia no me preocupaba; en realidad, ni siquiera pensaba en eso. Desde niña había aceptado la versión que la familia mantenía sobre su abuelo paterno, “evaporado” tras la guerra. En un contexto general -y también el particular de Letonia- en el que millones de personas habían desaparecido, víctimas de la barbarie, en su imaginario infantil el desconocido abuelo paterno era uno más, un hombre enterrado anónimamente en una fosa, un ciudadano muerto de un país muerto, como tantos otros. Sin embargo, años más tarde descubriría la razón última que justificaba ese silencio y esa ocultación. Su abuelo, el Boris Karlovics que ahora “irrumpía” en la ficción, había sido, efectivamente, miembro de la misma brigada de asesinos a la que había pertenecido Cukurs, el Kommando Arājs, ambos, el aviador y el comando, de existencia real -y violenta y desalmada y sangrienta- en la accidentada historia vivida por Letonia en el siglo XX. Después de la guerra se había convertido en agente del NKVD (antecedente del KGB) y luego, en 1949, había desaparecido. El padre de Linda había dedicado gran parte de su vida a investigar su paradero, siempre sin éxito. Un día me llamó angustiado. No avanzaba, los archivos no ofrecían respuestas. Delegó la búsqueda en mí: «Eres periodista, ¿por qué no lo averiguas tú?», me dijo. He aquí el germen de Ven a este tribunal y llora.
En 2016, cuando Kinstler era estudiante de posgrado en la Universidad de Cambridge, encontró, consultando periódicos letones antiguos, algunas informaciones llamativas relativas a ese “punto ciego” de su historia familiar. Entrelazando su investigación universitaria con sus propios intereses personales, empezó a indagar en el pasado soviético de su abuelo. Así, leyó un artículo publicado en 2011 en uno de los principales medios de comunicación letones, Delfi, en el que se daba noticia de que la Fiscalía General de Letonia estaba investigando si un hombre llamado Herberts Cukurs, ya fallecido, había participado «en el asesinato de judíos». Cukurs, además de aviador popular y afamado héroe nacional letón en la lucha contra la ocupación soviética, era conocido como “El carnicero de Letonia” o “El verdugo de Riga” y su controvertida figura formaba parte de la triste historia del nazismo en su condición de único responsable del Reich asesinado por los servicios secretos israelíes, el justiciero y también temible Mosad. Interesada por el asunto, y sospechando que tras él podría encontrarse la pista de su abuelo (me preguntaba constantemente si el nombre de mi abuelo acabaría apareciendo en los archivos), Linda escribe a la Fiscalía General letona solicitando información sobre el desconcertante y algo oscuro caso: ¿cómo podía un muerto ser objeto de una investigación penal? ¿Por qué el secretario de prensa había dicho en un artículo que era imposible «confirmar o negar» su participación en el Holocausto? ¿Sobre qué base legal se estaba llevando a cabo la investigación y adónde podría conducir? La respuesta del fiscal no se hizo esperar: el caso estaba abierto, se estaban buscando pruebas -en un sentido u otro-, se habían rastreado documentos en Rusia, Israel, Brasil, Uruguay, Alemania, Reino Unido y, obviamente, se acabaría celebrando un juicio (Un juicio sobre las fechorías y la memoria de un hombre muerto. Un fantasma en el banquillo de los acusados). Por otro lado, el fiscal, de manera obvia, vincula el apellido Kinstler de su corresponsal con los datos que figuran en el expediente Cukurs, y así se lo hace saber a la escritora: El apellido “Kinstler” de la persona que solicita esta información tiene cierta relevancia en el caso de Herberts Cukurs. La razón es que Boris Kinstler, uno de los flamantes miembros del denominado Kommando Arājs del que Herberts Cukurs formaba parte, tenía el mismo apellido (así como otros alias, y estaba íntimamente relacionado con el mismo Arājs de este comando). ¿Es posible que no se trate de una coincidencia?». Además, y de un modo que no deja de producir sorpresa en su interlocutora, le hace una recomendación: debe leer la novela, recientemente publicada en Riga con el título de Nunca lo mataréis, que explicita los vínculos entre ambos individuos.
A partir de aquí la labor investigadora de Linda Kinstler se acelera, en una actividad frenética, desarrollada en infinidad de archivos, manejando cuantiosa documentación en su búsqueda de criminales de guerra y supervivientes del Holocausto. Una tarea también plurilingüe, como subraya la escritora en el preámbulo a su libro, al exigir la consulta de correspondencia emitida en alemán que se era respondida a veces en yidis, de declaraciones en ruso de testigos pero que fueron traducidas posteriormente al letón, al alemán, al inglés, al hebreo y al portugués, con la existencia de grafías diversas, reglas gramaticales variopintas (he hecho todo lo posible por conservar las grafías tal y como se presentan en los textos originales de las fuentes primarias y secundarias, confiesa. Por ello, quizá el lector advierta discrepancias en la ortografía de varios nombres propios. Muchas de estas discrepancias se deben a las reglas gramaticales de la lengua letona, donde casi todos los nombres masculinos terminan en «s», mientras que los femeninos suelen hacerlo en «e» o «a». Herbert, por ejemplo, se convierte en Herberts en letón; Viktor se convierte en Viktors. En letón, mi apellido no es Kinstler, sino Kinstlere), que obligaban a la autora a una ardua labor adicional: Muy pronto inicié mi propia investigación. Compré los libros, leí las teorías de la conspiración. (…) Comencé a familiarizarme con los protagonistas de la vida de mi abuelo. Lo que empezó como una historia familiar se convirtió pronto en un viaje de investigación a través de los archivos de diez naciones en tres continentes. (…) Me descubrí siguiendo los pasos del fiscal, rastreando los orígenes y la evolución de este inesperado caso. Averigüé todo cuanto pude sobre Cukurs, el protagonista de la investigación penal. Tuvo una muerte espectacular, fue el objetivo de un asesinato destinado a ampliar los límites de la ley, y su cadáver putrefacto fue abandonado en un lugar llamado Shangrilá.
Ven a este tribunal y llora parte de esta dimensión que podríamos llamar “detectivesca” del caso Cukurs, siendo, en efecto, la narración, vibrante y turbadora, de esa indagación, en la que se entremezclan la pesquisa sobre el abuelo de la autora, de trayectoria ambigua, confusa y, en gran parte inexplorada; el relato de la evanescente biografía de Cukurs, repleta de giros, revelaciones e incidencias (su exitosa carrera como pionero de la aviación, su participación, llena de claroscuros, en la Segunda Guerra Mundial, su probable doble juego al servicio de Alemania y la Unión Soviética, su huida a Brasil tras la contienda, la persecución del Mosad, su asesinato en Montevideo, la reivindicación del personaje por los nacionalistas letones, para quienes su figura sigue siendo heroica, la proliferación de teorías conspiratorias tras el inexplicado fallecimiento y la ausencia de un veredicto legal); y, en paralelo a la búsqueda documentada de información y datos sobre ambas vidas, la presentación de una multiplicidad de aproximaciones a muy interesantes temas derivados y adyacentes a ese doble recorrido biográfico. El libro está así trufado de sustanciosas reflexiones, en ocasiones algo sesudas y a veces abstractas en demasía, sobre la historia y el derecho; sobre la convulsa identidad letona (Este libro transcurre en gran parte en Letonia, una nación que ha conocido numerosas lenguas y gobernantes extranjeros. Desde el siglo XIII, alemanes, polacos, suecos y rusos se la han adjudicado en diferentes momentos de su historia. La nación moderna de Letonia nació el 18 de noviembre de 1918, cuando declaró su independencia del dominio imperial ruso. Disfrutó de veintidós años de tumultuosa soberanía hasta el verano de 1940, cuando fue ocupada por la Unión Soviética y se convirtió en la República Socialista Soviética de Letonia. Desde 1941 hasta 1944 Letonia estuvo bajo control alemán y sus gobernantes la denominaron provincia de Ostland. En 1944 volvió al dominio soviético y siguió siendo una república socialista soviética hasta la caída de la Unión Soviética en 1991); sobre las políticas de la memoria; sobre la persecución y los juicios a los criminales nazis; sobre la dificultad -tras el final de la guerra y también ahora, ocho décadas después- de que los asesinos rindan cuentas; sobre el olvido de los casos menos notorios de crímenes de guerra (como ocurre con los perpetrados el gueto de Riga y en el bosque de Rumbula) y el fracaso de muchos de los procesos legales en una Letonia que tras la barbarie nazi fue sometida a un segundo régimen totalitario, el soviético; sobre el acomodo a la rutina, a la inercia funcionarial, al desapego y la indiferencia ante hechos que las sociedades actuales perciben como ya obsoletos (La monotonía del horror ya no es noticia, titulará Der Spiegel, para referirse a los “juicios olvidados”, celebrados en Hamburgo entre 1977 y 1979 para juzgar a los miembros del comando Arājs); sobre la dificultad de dilucidar la verdad cuando las acciones criminales quedan atrás en un pasado cada vez más remoto, cuando la mayor parte de los afectados han muerto, cuando las pruebas han sido borradas (¿Qué significa ‘prueba’ en una nación dos veces ocupada y en la que su gente y sus propiedades han sido asesinadas, quemadas, robadas, desplazadas y desacreditadas?), cuando víctimas, perpetradores y testigos se muestran incapaces de recordar, cuando la trivialización consumista y la superficial banalidad de la sociedad contemporánea llega a convertir los terribles hechos vividos en un musical que, con el indignante título de Cukurs, Herberts Cukurs, que remite de modo obvio al universo de James Bond, se estrenó, el 11 de octubre de 2014, en el teatro de Liepāja, una ciudad letona, en el enésimo intento revisionista de rehabilitar al ahora ignominiosamente conocido como el “Indiana Jones de Letonia”.
La indagación sobre el destino de Cukurs se inscribe así en un marco más amplio, cuyo elemento principal reside en las controvertidas cuestiones derivadas de la divergencia entre la verdad histórica, en apariencia constatable a partir de las declaraciones y las experiencias vividas por las víctimas, y el dictamen jurídico, para el que no siempre resultan convincentes las escasas, parciales, limitadas y difusas pruebas existentes, basadas muchas veces en testimonios confrontados, desestimados a la postre por los tribunales por considerarlos legalmente no válidos. De hecho, ni las investigaciones oficiales ni la propia Kinstler logran esclarecer por completo los hechos, quedando ambas figuras, la del aviador letón y la del abuelo de la autora, envueltas en la duda y los interrogantes, pese a lo cual la lectura del libro resulta estimulante y, más allá de sus limitaciones, clarificadora.
Hay una confluencia evidente en mi segunda propuesta de esta tarde con el planteamiento del libro de Linda Kinstler. Ulla Lenze, la autora del El operador de radio confiesa en las palabras introductorias a su obra que Este libro es una novela. Aunque he recreado parte de la vida de mi tío abuelo Josef Klein, el personaje literario homónimo es invención mía. Estamos, pues, de nuevo, como en La fábrica de canallas y como en Ven a este tribunal y llora, ante un texto que parte de una base documentada, realista, con un comprobable correlato histórico y que, además, concierne directamente a quien lo escribe pues en él aflora la trayectoria biográfica de un ascendiente relativamente cercano (un abuelo en los dos primeros casos y un tío abuelo en el libro del que ahora me ocupo).
El título de El operador de radio es la versión en nuestro idioma, un tanto singular -aunque no descabellada, como luego veremos-, del original alemán, Der Empfänger, El destinatario, o quizá más ajustadamente, dado el contexto, El receptor. En la traducción de la novela al francés se ha optado por Les trois vies de Josef Klein, Las tres vidas de Josef Klein. La traslación inglesa, sin embargo, coincide con la nuestra, The Radio Operator, en el habitual baile de títulos tan frecuente en el universo literario y, sobre todo, en el cinematográfico.
Ulla Lenze, alemana del 1973, estudió Música y Filosofía en la Universidad de Colonia, y cuenta con una trayectoria vital muy cosmopolita, con estancias diversas en Damasco, Estambul, Bombay y Venecia, aunque vive en Buckow, cerca de Berlín. Su peripecia editorial es también muy variada y, sobre todo, muy reconocida, con numerosos premios en su país desde su debut en 2003. El operador de radio, que vio la luz originariamente en 2020 la ha catapultado al éxito internacional con traducción a una docena de idiomas. En nuestro país el libro ha aparecido en la editorial Salamandra en 2024, traducido por Carlos Fortea.
En un arco temporal que, en distintos episodios del libro, que no sigue una línea cronológica continua, sino que se desplaza atrás y adelante en el tiempo, en una opción estructural muy eficaz, se desenvuelve entre 1925 y 1953, la trama nos pone en contacto con Josef Klein, tío abuelo de la escritora, un alemán de Düsseldorf al que, en el núcleo central del relato, seguimos sus pasos en el Nueva York de finales de los treinta y principios de los cuarenta del siglo pasado, en los años en que Estados Unidos se debate sobre su plena intervención en la Segunda Guerra Mundial. Quince años antes, en 1925, tras el siempre incierto paso por la inquietante isla de Ellis, obligado trámite, con su necesario peaje de examen médico y legal, para los millones de inmigrantes llegados a los Estados Unidos en la primera mitad del siglo pasado, Josef había desembarcado en los muelles neoyorquinos dejando atrás a su madre, viuda tras la muerte de su marido en el frente occidental francés en la Primera Guerra Mundial, y su hermano Carl, que, destinado a partir también rumbo a la “tierra prometida” americana en busca de unas expectativas de vida que se les negaban en la Alemania derrotada en la contienda, se vio obligado a abortar su viaje al perder un ojo en un accidente laboral y saberse expuesto a una segura devolución a Europa por las autoridades americanas.
Tras casi tres lustros sin contacto con la familia y su país de origen, plenamente asentado en la gran urbe, soltero con muy esporádicas relaciones con mujeres (hay una, singular, con Lauren, con peso en la novela), con un trabajo estable en una imprenta, viviendo una existencia sencilla, como inquilino de un modesto apartamento en Harlem, en donde, al término de su jornada laboral, lo espera Princess, una perra pastor alemán, única compañía en su solitaria vida (junto al Walden de Thoreau, su libro favorito), y en donde desarrolla su pasión por las comunicaciones radiofónicas, Josef, en quien es todavía perceptible un marcado acento alemán que lo significa de modo inequívoco ante los neoyorquinos, asiste con incertidumbre a los acontecimientos que vive Norteamérica en esos días convulsos en los que en la gran urbe coexisten las desenvueltas manifestaciones de grupos explícitamente antisemitas y racistas, la libre circulación y abierta propaganda de asociaciones nacionalistas alemanas favorables a Hitler y los primeros recelos de la población y la opinión pública en contra de los cada vez más evidentes excesos criminales del Reich que acabarán por abocar a la potencia estadounidense a tomar partido en la guerra.
La imprenta en la que trabaja recibe encargos para la confección de octavillas, impresos, panfletos, carteles, discursos y, en general, propaganda de distintos grupos políticos, tanto de agrupaciones de negros contra la discriminación racial (¡No compres donde no quieren contratarte!), como de elitistas asociaciones de patriotas ultras (¡América para los blancos!), y de movimientos antisemitas y pronazis (Sólo un hombre puede lograrlo: ¡el Führer! Mantén la fe en él). Su ocupación, su origen germano y su condición de radioaficionado, despiertan el interés de influyentes personajes de los círculos de Yorkville, el barrio alemán de Manhattan, conspiradores en territorio enemigo en pro de la causa nacionalsocialista, que se ponen en contacto con él para requerir sus servicios. Josef, que permanece ajeno a todas estas intrigas políticas, se verá envuelto poco a poco en oscuras operaciones de espionaje, al participar, por su dominio de las comunicaciones por radio, en el envío de información cifrada -cuyo auténtico contenido inicialmente ignora- con la que los agentes nazis infiltrados en Estados Unidos informan a sus superiores en Europa de los logros de su espionaje. Por idéntico medio reciben instrucciones de las autoridades del Reich para sabotear el material y las instalaciones militares de sus oponentes americanos. Envuelto en un engranaje endiablado del que, cuando es consciente de su trascendencia, le resultará imposible salir, Josef, tras ser detectado por el FBI, será detenido y condenado, pasará cinco años en una cárcel de seguridad, alguno más esperando la deportación en un campo de internamiento en la isla de Ellis desde donde, por fin, será expulsado a Alemania en 1949.
Son varios los escenarios y los tiempos a los que Lenze nos traslada en el relato de la experiencia de su tío abuelo. La novela se abre y se cierra con sendos capítulos ambientados en San José de Costa Rica en 1953, en donde encontramos a un Josef que, tras un duro paso por Argentina, vive en soledad, relativamente tranquilo, bajo los cuidados de una mujer, la servicial María, y con un empleo en el Instituto Geográfico en el que ayuda a cartografiar el país. Hay una decena de capítulos que se desenvuelven en Neuss, Alemania, a donde el protagonista ha llegado en mayo de 1949, tras su deportación, y de dónde partirá, cinco meses después, hacia Buenos Aires. En Neuss vive Carl, con su mujer, Edith y sus dos hijos, Palomita y el pequeño Paul. Un flashback que nos lleva a la isla de Ellis en 1925, en uno de esos saltos temporales sobre los que se articula la novela, da pie a que conozcamos, cuando ya hemos avanzado cien páginas del libro, la dura experiencia de Josef en sus primeros días, meses y años de estancia en Nueva York, su vida austera, sus precarios alojamientos, sus ocupaciones sin relieve, su soledad. Otros dos capítulos nos sitúan en Buenos Aires, la ciudad cenagosa por la lluvia o polvorienta por el sol en la que Josef encadena trabajos de subsistencia para la vasta comunidad de exiliados alemanes, muchos de ellos con responsabilidades criminales en los gobiernos del Reich. Siempre solitario, ahorra el dinero suficiente para poder cruzar a Estados Unidos desde México, pero acabará en Costa Rica donde pasará tres días en la cárcel hasta que las influencias de sus antiguos jefes alemanes le procurarán un visado y le proporcionarán el trabajo en el Instituto Geográfico.
Más de la mitad de la novela se desarrollará en Nueva York, entre febrero de 1939 y agosto de 1940, en lo que constituye el núcleo de la trama argumental, su actividad como espía, primero involuntario y luego forzado, la relación con Lauren y la peripecia judicial que finalizará con su expulsión del país. Pero las circunstancias de cada uno de estos momentos y situaciones no se describen en compartimentos estancos, sino que los recuerdos y la libre asociación de ideas del personaje hacen que en Alemania afloren episodios neoyorquinos; en la gran urbe americana broten las remembranzas de su país de origen; en Buenos Aires y en Costa Rica surjan las evocaciones de los otros lugares, de los otros tiempos, de los demás personajes: la fecunda compañía de Lauren y su militancia antinazi; la algo misteriosa Edith, esposa de su hermano, que abre en el libro un sutil y solo esbozado hilo de posible aventura; el propio Carl (probablemente el abuelo de Ulla Lenze; ¿Palomita su madre?) y las disensiones entre ambos; sus colegas y superiores en la intriga del espionaje radiofónico; los agentes del FBI con sus interrogatorios, sus ladinas propuestas de colaboración, su violencia…
En la novela me ha parecido notable, aparte del propio interés de su trama, la ambientación neoyorquina, singularmente los aspectos relativos al círculo -para mí casi desconocido- de los alemanes favorables al Reich, con su ostentación de parafernalia nazi -cruces gamadas, uniformes pardos, fotos de Hitler-, su abierta exposición de ideas fascistas, sus mítines encendidos; la profusión de grupúsculos “revolucionarios” de distinto signo, operando libremente en la democracia estadounidense (el Frente Cristiano, los Movilizadores Cristianos, los Camisas Plateadas, los Patriotas Estadounidenses, los Cruzados por el Americanismo... incluso los comunistas). En el mismo sentido, es interesante la recreación de las intrigas del espionaje alemán en Norteamérica, con la presencia de nombres -Duquesne, un espía veterano; el almirante Canaris, jefe de la inteligencia militar nazi, entre otros- y episodios -las actividades del Reich alemán en el extranjero, la Operación Pastorius, a modo de ejemplo-, con existencia real y bien documentada, como acredita la somera bibliografía final que incluye ensayos, novelas y hasta documentales y películas de ficción (alguna de las cuales ven el cine Josef y Lauren).
El relato ofrece igualmente la descripción, mediante meras pero muy reveladoras pinceladas, del entorno de la Alemania de la posguerra, con las calles sin aceras, repletas de ruinas, los esqueletos de las casas con techos desplomados y muros carbonizados, los niños jugando a la canicas entre escombros, las iglesias carentes de campanas, fundidas para subvenir a las necesidades de metal para el esfuerzo bélico, las gentes con ropa mal cortada hecha de tela muy vieja, el aire oliendo a polvo y a mondas de patata. Está también, en un elemento a destacar, la presentación, tangencial pero relevante, de las singularidades de la relación entre hermanos y el tenso contacto, décadas después de su separación, entre Josef y Carl.
Pero, sobre todo, la novela profundiza en el “retrato”, hecho de un modo oblicuo aunque muy bien perfilado, de la personalidad de Josef. Su profunda soledad, manifestada en su vida neoyorquina, en sus cinco años de reclusión en la cárcel de Sandstone, en el confinamiento en la isla de Ellis previo a su deportación, en la imposible normalidad con su hermano y la familia de éste. Una soledad atemperada por su afición radiofónica (Su único lujo era su estación de radio, y quizá también Princess, una pastor alemán que se pasaba el día esperando pacientemente a que él volviera de la imprenta por las tardes), que supone para él una liberación de su aislamiento (Y entonces descubrió cuán liberador resultaba. Nadie lo veía, nadie sabía nada sobre él: si era alto o bajo, si vivía en una casa con jardín en Brooklyn o en un apartamento de alquiler en Harlem).
Josef es un hombre algo anodino, un don nadie (—¿No quieres mejorar? ¿Quieres seguir siendo un don nadie? —Exacto: quiero seguir siendo un don nadie —respondió él), desubicado en cualquier lugar en el que se encuentre. Le gustaría que la familia se olvidase de él, que siguieran con su vida para que él pudiera seguir con la suya. Pero ¿qué vida?, piensa en Neuss; pero una vez en Buenos Aires volverá a sentirse perdido: «Esto es de locos», piensa. «Querías marcharte de Neuss, escaparte de la pequeña cárcel familiar de los Klein, y ahora lloriqueas porque eres libre.». Su vida es una espera permanente, siempre a la expectativa, siempre de paso, siempre confiando en que algo, alguien, que dé sentido a su existencia oscura (Se le da bien esperar: no ha hecho otra cosa durante ocho años). Lenze nos lo presenta como un individuo triste, nostálgico (Josef dio una calada y sintió un sabor que lo llevó a Düsseldorf, a las praderas del Rin, con vistas a los barcos, a una juventud entonces sin futuro) en una imposible búsqueda de un lugar en el mundo (Aprieta la mejilla contra la almohada. Se observa a sí mismo llorar y desconfía. «Quiero irme a casa», piensa sin querer. También desconfía de esas palabras: no hay tal casa), que solo parece encontrar un leve atisbo de una tibia felicidad en Costa Rica: A pesar de todo, siente un embeleso que no logra explicarse. Es libre por primera vez en años, libre de verdad. Ya no es joven, es cierto, pero tampoco viejo: puede volver a empezar, y es justo lo que tiene intención de hacer.
Su desconcierto vital (—Cuéntame tu historia, Josef. (…) —Aún no sé mi historia —dice Josef—: estoy a la mitad), la conciencia del sinsentido de su vida (¿Qué había hecho él, en realidad, durante esos quince años? No mucho: no había fundado nada ni emprendido nada. Más bien se había convertido en un maestro de la desaparición: sólo en eso se podía considerar exitoso) afectarán a la relación, que vive entre la desorientación y una no muy intensa implicación, con una Lauren bastante más joven que él y que, además, censura abiertamente su participación en la trama de espionaje en la que se ve envuelto, su acomodaticio comportamiento (—No quieres estar fuera de la ley, pero sabes que lo estás y tratas de ocultártelo a ti mismo, le dirá, lúcida), su ingenua ignorancia sobre la trascendencia real de su trabajo y la responsabilidad política y hasta moral de sus actos (—¿No ves lo que está pasando? Alemania está invadiendo otros países, saqueando y asesinando).
Y es precisamente en esta dimensión -la de las intrigas de la inteligencia nazi- en la que afloran más abiertamente esos rasgos de fragilidad e indefensión, de culpable conformismo ante el torbellino que lo envuelve solo parcialmente superado por una intuición de la indignidad de su actuación. El libro está atravesado, así, por sus reflexiones filosóficas, todas de corte existencialista, muy lúcidas, teñidas por la conciencia de su propia soledad, de su falta de aspiraciones, de sus limitadas expectativas: «Ser simplemente una persona», pensó él. «Una persona que come, que respira, que duerme, que trabaja, que a veces coquetea con mujeres, si tienen más de treinta años. Ser, simplemente.» En algún momento se había dado cuenta de que ser simplemente era lo más difícil: que todo el mundo espera algo de ti, incluso que seas un alemán cuando no puedes evitar serlo.
Ya casi al límite del espacio y el tiempo disponibles, os recomiendo para cerrar mi reseña un tercer libro, de temática similar a los dos anteriores y también estimable. Se trata de Los niños de Himmler, publicado en 2024 por Caroline de Mulder con el título de La pouponnière d’Himmler (La guardería de Himmler) y presentado entre nosotros en febrero de este mismo año en el seno de la editorial Tusquets con traducción de Patricia Orts.
Hace dos semanas, en mi comentario sobre La mecánica del exterminio, me refería a la doctrina que inspiró el delirio expansionista nazi y que se sustentaba en tres pilares: la colonización de los territorios situados al Este de Alemania sobre los que, supuestamente, el pueblo germano poseía derechos “naturales”; la existencia en esas regiones de alemanes “étnicamente puros”, formando parte de una comunidad alemana que habría sido “robada” a sus legítimos dueños; y, como consecuencia de esas dos premisas, la necesidad de adquirir un “espacio vital” suficiente para acoger a todos esos alemanes racialmente superiores que no encontrarían acomodo en los estrechos límites de la geografía alemana tal y como se concebía hasta ese momento. Como corolario de estos planteamientos, y en el marco de ese disparatado y criminal proyecto de apropiación de media Europa, el nazismo elaboró el llamado Plan General del Este, que suponía la ocupación de esas vastas regiones, la exacción de sus recursos, la limpieza racial de quienes no encajaban en los parámetros del “ario puro” y su sustitución por enormes contingentes de población alemana de “sangre limpia”. En ese contexto, el Reichsführer Heinrich Himmler, el más alto cargo de las SS, crearía en 1936 la Sociedad Registrada Lebensborn con el objetivo de aumentar la “producción” de niños de ascendencia alemana, dada la evidente carencia de población a causa, por un lado, de la expulsión y el aniquilamiento de gran parte de los individuos “no válidos” y, por otro, de las muchas muertes de vigorosos jóvenes plenamente germanos en los campos de batalla. El ambicioso plan, matemáticamente previsto con el habitual cuadriculado rigor germano, pretendía una producción total de 36 a 41 millones de alemanes étnicos en treinta años, lo que se traduce en un promedio diario de 3.287 a 3.744 nacimientos por día, en cita del libro de Irujo, que documenta también el secuestro de niños considerados “racialmente valiosos” (Las cifras exactas no están documentadas, pero se estima que se raptaron entre veinte mil y doscientos mil niños entre 1939 y 1945) y el aumento industrial de la tasa de natalidad).
Las mujeres alemanas de contrastada pureza racial, casadas o no, eran así conminadas a tener hijos plenamente arios con miembros de las SS también genéticamente “intachables”. La Liga de Mujeres Nacionalsocialistas y la Liga de Muchachas Alemanas, creadas al efecto, tenían como misión principal promover y fomentar un aumento en los partos y, en consecuencia, el crecimiento demográfico entre las mujeres del Reich. Estas organizaciones emplearon diversos métodos para fomentar los embarazos entre las adolescentes alemanas, como programas educativos y campañas de propaganda que destacaban la importancia de tener hijos para el futuro del Estado nazi. Sus dirigentes alentaban a las jóvenes a socializar con chicos en las Juventudes Hitlerianas, fomentando entre ellos relaciones entendidas como un camino hacia la procreación y no necesariamente hacia el matrimonio. En el mismo sentido, se llevaban a cabo campañas de adoctrinamiento ideológico que instaban a la rebelión contra los padres tratando de debilitar los vínculos familiares tradicionales y la autoridad parental para promover la lealtad al Estado y al partido. Todas nosotras, las mujeres, podemos ahora disfrutar de las ricas experiencias emocionales y espirituales de tener un bebé con un joven saludable sin las restrictivas ataduras de las instituciones anticuadas del matrimonio, explicaba una profesora a sus alumnas, en declaraciones convenientemente rescatadas y documentadas por Irujo en su obra.
Es en relación con este oscuro y no tan conocido episodio de la historia del Tercer Reich, donde hay que situar Los niños de Himmler, una muy sugestiva novela. En ella su autora nos traslada al plácido y a la vez terrible universo de los llamados Heime Lebensborn (“heim” es “hogar” en alemán), maternidades gestionadas por el poder nazi con los fines que acabo de señalar. La novela se desarrolla en una de ellas, la Heim Hochland, en Steinhöring, un pequeño municipio de Baviera, no lejos la frontera con Austria y más cerca aún de Múnich, a primeros de septiembre de 1944, cuando la sombra de la derrota nazi es más que perceptible (no se olvide que el desembarco de Normandía fue el 6 de junio de ese año) entre los dirigentes y la población alemana, por más que aquellos persistan en su desvarío y sigan empecinados, en sus actos y en sus proclamas y campañas propagandísticas, en la fantasía alucinatoria de un triunfo aplastante en la guerra. El Heim (uso el término indistintamente en masculino y femenino, como hogar o maternidad) es, sin embargo, al menos en apariencia, una isla de placidez que pretende rodear de un clima de amable confortabilidad e idílica armonía (Sentadas a mesas de doce, alrededor de manteles floreados, las mujeres son en su mayoría jóvenes o muy jóvenes y lucen vestidos de algodón. Manos blancas, cuidadas; las paredes donde rebotan sus palabras, impolutas. Un aroma a cocina, a sal, a hortalizas frescas) a los pequeños que en él viven con sus madres bajo los cuidados de algunas enfermeras, las Schwestern, el personal médico y los trabajadores -jardineros, cocineros, empleados de oficios varios- que se ocupan de la intendencia, todos ellos bajo una moderada supervisión de unos pocos oficiales y soldados nazis, de presencia ciertamente discreta. La novela sigue a sus tres protagonistas a través de un hilo cronológico -aunque hay en la narración de los personajes algunas vueltas atrás en el tiempo articuladas sobre la remembranza de algunos episodios de sus respectivos pasados que explican su presente- desde esos días iniciales de septiembre de 1944 hasta finales de mayo de 1945, cuando ya “todo” ha terminado y el avance de las fuerzas estadounidenses ha llevado a los americanos hasta la maternidad, con la consiguiente huida del personal y los responsables de la institución. Hay un epílogo fechado en noviembre de 1945 que clausura la historia y que está situado en el Hogar para Niños Perdidos de Kloster Indersdorf, en la Alemania recuperada por los aliados, un centro de refugiados que acogía a los niños, muchos judíos, pero no solo, que habían sido separados de sus padres durante la contienda. Allí se cierra el lazo, de un modo que no voy a desvelar, que anuda las trayectorias de esos tres personajes a los que me he referido y que ahora presentaré pues sus figuras constituyen el centro de la novela, sucediéndose sus voces en capítulos alternos.
Está, en primer lugar, Renée, una chica -casi una niña- normanda, que, tras la llegada de las tropas alemanas a su pueblo se enamorará de modo infantil de Artur Feurbach, un militar nazi, también jovencísimo, con el que apenas pasará unas horas, pocos días. El resultado de su inconsciente e ilusionada atracción fragua en un embarazo que dejará a la muchacha, tras la retirada del ejército ocupante, abandonada por sus padres, abrumada por su situación, ingenuamente convencida del retorno de su enamorado (o al menos de que la esperará en Alemania para contraer matrimonio) y, sobre todo, repudiada por sus conciudadanos, que la someterán al habitual tratamiento -profusamente documentado con abundancia de testimonios gráficos bien conocidos- que se daba a quienes “congeniaban” y tenían relaciones con el enemigo. Rapada al cero, su bella y frondosa cabellera rojiza desaparecida, insultada, agredida, rechazada por sus vecinos, huirá hacia un París todavía en manos alemanas sin nada, con un bolso de mano en cuyo forro lleva cosidas la fotografía de Artur, las dos cartas que él le escribió y un poco de dinero. Envuelta en el odio a los suyos, consciente de que no tiene ningún lugar a donde ir, de que ha perdido el único lugar del mundo donde la querían, sintiéndose desnuda sin pelo, con el cráneo mal disimulado bajo una pañoleta que, en realidad, es un pedazo de camisa masculina, atenazada por el hambre y el miedo, durmiendo en donde la encuentra la noche, acogida por un viejo campesino en su traqueteante carreta, dolorida y sufriente, aunque candorosamente esperanzada en encontrar a su amado, acabará por llegar a una maternidad en las inmediaciones de París, en la que, apenas tres semanas después, la volverá a atrapar la ofensiva aliada. Será evacuada a Alemania en un autobús militar, con una decena de bebés, otras mujeres y las enfermeras, hasta llegar, perseguida por la guerra (la guerra avanza de oeste a este, hacia ella, ¿quién la detendrá?) al Heim Hochland sumida en un mar de confusión: Ni siquiera sabe ya si la expulsaron o si fue ella la que escapó, tampoco dónde se encuentra en ese momento, en alguna parte de Alemania, en un lugar lleno de mujeres alemanas. Donde la han acogido. El retrato del personaje, más allá de la descripción de las dramáticas vicisitudes de su vida, es uno de los logros del libro: un pobre chica habituada a la soledad, extraviada en un salvajismo de niña abandonada, desarraigada, resentida por su desamparo, en cierto modo insensibilizada en su abandono, paulatinamente indignada ante un entorno hostil al que repudia y al que acaba por odiar: Que las hogueras se eleven y lo quemen todo, que quemen a las zorras alemanas que susurran die Französin cuando pasa por su lado, que murmuran, se mofan de ella. Que las hogueras lo abrasen todo, lo laven todo, y que los cabrones de los franceses y los cabrones de los boches se maten entre sí y que no quede uno solo. Boche, cabrón, muérete. ¡Muérete, Artur Feuerbach!
La segunda voz principal de la novela (que está narrada en tercera persona aunque con recursos de estilo indirecto libre que nos llevan al interior de cada personaje) es la de la enfermera Helga, la también muy joven secretaria médica del Heim. Helga es una muchacha inocente, que se entrega encantada a su labor de cuidado de las embarazadas y de los niños así como de la organización del centro, como mano derecha del médico responsable del hogar. Comparte, sin ser consciente del horror que esconde, el ideario nacionalsocialista, que en su ingenuidad no culpable entiende como un benéfico proyecto de mejora del mundo, sinceramente orgullosa de los modestos logros de su trabajo: el bienestar de los pequeños, su crecimiento en paz, lejos de los escenarios bélicos, la contribución al desarrollo de su país. Se conmueve hasta las lágrimas tras la visita a la maternidad de un Himmler enfervorizado, que oficia de padrino de los niños del Heim. Poco a poco, sin embargo, el contacto cotidiano con la realidad -la expulsión de alguna madre por motivos que se le escapan; el “descarte” (la eliminación) de un niño enfermo sobre la base de difusos criterios médicos; un vistazo fugaz a un documento oficial que apunta a comportamientos execrables; el acceso a la correspondencia del doctor y los directores de orfanatos, leída de soslayo, que habla de esterilización de mujeres, de inyecciones de hormonas para acelerar la pubertad de las niñas, de bebés secuestrados para su germanización; algún leve indicio de la cruel maquinaria de los campos- introducen en su espíritu caritativo y benéfico, candoroso y sin doblez la sombra de la duda, el cuestionamiento de su trabajo, la inseguridad acerca de su propia persona, de su identidad, de sus valores y creencias. No me siento feliz con lo que soy ni con aquello en lo que me he convertido, pero no logro dilucidar qué es exactamente lo que he hecho mal. Tampoco alcanzo a comprender por qué me siento tan inquieta desde que murió Jürgen. Tengo la impresión de haber cometido una traición. ¿He traicionado al doctor (…) ? ¿A mi país? ¿A mis ideales? ¿Me he traicionado a mí misma? No sé de dónde salen todas estas preguntas. La náusea espantosa que siento se debe, sin duda, a la fatiga, eso es todo. La autora nos hace llegar esta incertidumbre, este resquebrajamiento de los principios y fundamentos que sostienen su vida, a través de los diarios que Helga escribe, que permiten al lector adentrarse en los entresijos de sus pensamientos y sus íntimas vacilaciones (Mein Got, Dios mío, no sabía nada) y, a la vez, ir conociendo puntualmente, pues las entradas se presentan siguiendo un orden cronológico natural, los avatares de una guerra que se acerca, ominosa, desvelando la terrible verdad hasta entonces oculta para ella: Niños abandonados, niños arrebatados al azar, niños nacidos en los campos de concentración, enviados a los campos de trabajo, a los campos de la Oficina de Repatriación Alemana, niños de madres deportadas, de madres muertas o vivas, niños de padres rebeldes, de padres expulsados, reinstalados, deportados, exterminados. Niños útiles e inútiles. Válidos y no válidos. Que causan buena o mala impresión. Atendidos o esterilizados o deportados o muertos. Enviados a campos especiales para niños problemáticos, a instituciones para niños aceptables, Heimschulen, escuelas del Reich, Napola, BDM, Majdanek, Auschwitz.
El tercer personaje, de presencia menor, aunque sustancial en el desarrollo y desenlace del libro, es Marek, un prisionero polaco, huido del campo de Dachau, a donde había sido enviado por su participación en la resistencia polaca y que ahora, que tras su fuga, trabaja en las obras de ampliación del Heim en condiciones de esclavitud, sometido a los golpes, las palizas, el hambre y el miedo, infligidos por el despiadado Unterscharführer Sauter. Convertido en un despojo humano, la cara atravesada por cicatrices, la boca torcida, la espalda abierta por los latigazos, varios dientes perdidos, los ojos hundidos, los pómulos salientes, Marek sobrevive a duras penas, completando la exigua dieta que le proporcionan sus jefes rebuscando en la basura mondas de patata, arrancando raíces en los campos, bajo el permanente temor a ser descubierto (Si huye y lo atrapan, ejecución sumaria o regreso a Dachau) y con el lacerante recuerdo de su mujer, Wanda, a la que tanto quiso y en la que casi no piensa desde que tiene hambre y desde que se transformó en un animal, y de su hijo, al que no conoce, le toca nacer a finales de diciembre. Un bebé navideño. Si su madre no consigue ponerlo a buen recaudo, desaparecerá. Cuando lo piensa, a Marek la idea de ese niño le parece aún más remota, aún más abstracta. Su hijo tiene como única realidad a Wanda. El niño no es nada, su madre lo es todo. Lo era todo cuando Marek era un hombre.
El contacto entre los tres personajes, episódico en el caso de Marek y Renée, algo más habitual entre esta última y Helga, inesperado y también fugaz, el del polaco y la enfermera, aflora en los relatos de cada uno de ellos, en un entramado leve que acaba por mostrar su dibujo en las conmovedoras páginas finales del libro. Una interesante novela -que se aprovecha, en parte, de la ola de oportunidad que envuelve en estos últimos años a cualquier obra literaria que denuncia los horrores del nazismo- y que, además de poner al lector en contacto con aspectos poco notorios del delirio nacionalsocialista, nos habla de la culpa, la responsabilidad, la posibilidad de elegir, la voluntad de supervivencia, el eterno conflicto entre la vida de los niños que nacen y la muerte que extiende su sombra por doquier, los dilemas morales del ser humano, entre otros.
Termino ya con esta, para variar, larga reseña de tres libros que os recomiendo vivamente, Ven a este tribunal y llora, de Linda Kinstler, El operador de radio, de Ulla Lenze y Los niños de Himmler, de Caroline de Mulder. Con ellos ponemos fin a esta miniserie centrada en los terribles episodios a los que el Tercer Reich condenó a los ciudadanos europeos, sobre todo a los judíos; un ciclo que tendrá una breve continuación a comienzos del curso próximo, en un mes de septiembre en el que se cumplirán los ochenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial, tras la rendición formal de Japón el 2 de septiembre de 1945.
Os dejo ahora con un fragmento de Ven a este tribunal y llora, explicativo de su título. Junto al cadáver de Cukurs y sobre su cuerpo, la policía halló algunos documentos, dejados allí a modo de explicación o justificación del asesinato. Uno de ellos era una carpeta con un extracto del diario de Núremberg de Gustave Mark Gilbert, el psicólogo de la cárcel que atendió a los principales criminales de guerra alemanes mientras esperaban su sentencia. La entrada del diario que ahora os ofrezco está fechada el 27 de julio de 1946, día ciento ochenta y ocho del juicio de Núremberg: el día en que sir Hartley Shawcross, el fiscal jefe británico, pronunció su alegato final.
Tras él, una canción, mencionada también en libro de Kinstler y bien conocida en nuestro país. Sasha Semenoff nacido como Abram Shapiro en Riga, fue un testigo fundamental en el caso Cukurs, ya que juró en numerosas ocasiones que durante la guerra se había encontrado con Cukurs varias veces y le había visto cometer crímenes espantosos. Aunque, fallecido en 2013, no vivió para dar su propio testimonio, fue su hijo el que transmitió, con escaso éxito, las palabras paternas. Sasha, que acabó desempeñándose como violinista en Las Vegas y tocando para Barbra Streisand, Elvis Presley y Frank Sinatra (que solía pedirle que tocara para él en la mesa de blackjack), contó en una entrevista para un periódico de Las Vegas, cómo mientras lo transportaban a un campo de concentración en Polonia, un soldado alemán lo vio con una mandolina en la mano y le pidió que tocara “La Paloma”, una canción popular en la época. «No sé qué habría pasado si no hubiese conocido la canción», declaró a Las Vegas Sun en 2009. La música le salvó la vida. Vais a escuchar la canción en una interpretación de Richard Tauber, un tenor austríaco con mucho éxito en aquellos días.
El discurso de Shawcross se recuerda como uno de los momentos más escalofriantes del juicio. En él, la acusación británica se dedicó a abordar «el asesinato de los comandos». Shawcross detalló específicamente los horribles crímenes cometidos en los países bálticos, donde el «Holocausto por las balas» se cobró cientos de miles de vidas. Instó a los jueces aliados a recordar cuántos se perdieron, cuántas familias se extinguieron, lo brutal e innecesario de sus crímenes. «Día tras día, durante años, las mujeres, con sus hijos en brazos, señalaban al cielo, mientras esperaban ocupar su lugar en las ensangrentadas fosas comunes —dijo—. ¿Qué derecho tiene un hombre a la misericordia si ha participado, aunque sea indirectamente, en semejante crimen?» Un vídeo de su discurso muestra a los criminales de guerra —entre ellos el Reichsmarschall Hermann Goering, el ministro de Asuntos Exteriores nazi Joachim von Ribbentrop, el comandante de la Wehrmacht Wilhelm Keitel y el jefe de las SS Ernst Kaltenbrunner— revolviéndose en sus asientos del banquillo.
Sobre todo, Shawcross animó a los jueces a que imaginaran que no solo los abogados, los periodistas y la Policía Militar les estaban viendo en la sala de Núremberg, sino toda la humanidad, desgarrada y herida por los largos años de guerra. Los jueces, argumentó, tenían que imaginar que «la humanidad misma» estaba ante ellos, gritando una única y simple súplica:
Después de esta prueba a la que ha sido sometida la humanidad, la propia humanidad, que lucha ahora por restablecer en todos los países del mundo esas cosas sencillas que tenemos en común —libertad, amor, comprensión—, viene a este tribunal y clama: «Estas son nuestras leyes, ¡que prevalezcan!».
Estas contundentes palabras fueron las que los asesinos dejaron sobre el cadáver.
Videoconferencia
Linda Kinstler. Ulla Lenze. Caroline de Mulder
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