Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de junio de 2025


DAVID GRANN. LOS NÁUFRAGOS DEL WAGER
  
Hola, buenas tardes. En estos días inmediatamente anteriores al comienzo de las vacaciones universitarias, con su promesa de largas jornadas de inactividad, quiero traer aquí algunas recomendaciones de libros cuya amplia extensión resulta idónea para su lectura en ese dilatado tiempo libre estival, u otros que por su temática, vinculada de algún modo al verano y sus placeres, puedan resultaros apropiados para sumergiros en ellos durante estos meses de soleada holganza. 

Esta última circunstancia -incluyendo el verbo, “sumergirse”- es la que concurre -cierto que de un modo algo indirecto- en mi propuesta de esta tarde. Y es que el verano es, muchas veces, el tiempo de los viajes. Y de las muchas posibilidades que el viaje encierra son quizá las presentes en la navegación, en las expediciones marinas, las que mejor representan los rasgos característicos de la experiencia viajera: la aventura, el riesgo y el peligro, la pasión por el descubrimiento, la apertura a lo desconocido, la lucha por la existencia en entornos hostiles, la exploración de lugares, parajes y espacios ignotos, el contacto con costumbres y valores distintos de los consabidos y esperados, la frecuentación de gentes insólitas, el aprendizaje de la vida, la búsqueda de vivencias que pongan a prueba nuestras pautas habituales de conducta, la indagación en los recodos más íntimos e incluso oscuros de nuestra identidad, la superación de los propios límites, la camaradería y el deseo de compartir, la aspiración de plenitud, de intensidad, de realización personal, la ruptura de las anodinas coordenadas de nuestra cotidianidad, la voluntad y el propósito de plantearse retos y alcanzarlos… Todo ello encontramos en el viaje, en mayor o menor medida; y todo ello está presente, de manera singular, en el fascinante universo de las travesías, las singladuras, el libre surcar los mares, que tan a menudo comparecen en la literatura. 

El mar es un vasto y subyugante escenario que desde tiempos inmemoriales ha encendido la imaginación de narradores y poetas. Su inabarcable desmesura, la constante e hipnótica atracción del oleaje, el evocador olor a salitre y a brea, los oscuros y abismales secretos que encierra, su carácter a la vez plácido y sosegado, que induce a la reflexión melancólica, y salvaje e indómito, fuente de peligros sin cuento, son rasgos muy presentes en infinidad de obras literarias, en su doble vertiente, tanto literal -en las descripciones de la vida en los barcos, las dificultades de la convivencia en el duro encierro de las naves, el tedio de la rutina a bordo, la espera en calma chicha, el crujir del maderamen, la súbita violencia de la tormenta, la desasosegante amenaza de los piratas, los abordajes, las batallas navales- como simbólica, que encuentra en las singladuras, en los periplos, en las circunnavegaciones, abundantes metáforas de las vivencias que constituyen la experiencia vital humana: las corrientes del destino, los monstruos, las tormentas, las tentaciones, la forja del carácter, el temple, el coraje, la aceptación de lo irremediable, el naufragio y el fracaso, la dignidad y el compromiso, entre otras muchas… Quién de niño, no se ha dejado seducir por la magnética atracción del imaginario marino, presente en los escenarios de la Odisea, de Moby Dick, de Robinson Crusoe, de La isla del tesoro, de Lord Jim y tantas otras novelas de Conrad, de Veinte mil leguas de viaje submarino y muchos otros libros de Julio Verne. Aquí mismo, en Todos los libros un libro, yo he querido haceros partícipes de ese encantamiento marino -nada insólito, por otro lado, en alguien que vivió su infancia y su primera juventud en Vigo- con recomendaciones de títulos como la crónica de La primera vuelta al mundo, de Antonio Pigafetta, Leviatán o la ballena, de Philip Hoare, Hacia los confines del mundo, de Harry Thompson, Nosotros, los ahogados, de Carsten Jensen, En el mar, de Toine Heijmans o incluso -con un vínculo menos directo- Agua salada, de Charles Simmons, como ejemplos destacados. En todos estos títulos encontramos también la seductora magia del léxico marinero -el bauprés, el alcázar, el entrepuente y los aparejos, el velamen y el palo mayor, la botavara y los obenques, las drizas y los norays, las jarcias y el trinquete, la crujía, el foque y el imbornal-, siempre fascinante y a menudo indescifrable, como en este espléndido microrrelato de Ana María Shua que no quiero dejar pasar la ocasión -bien sé que extemporánea- de daros a conocer: 

¡Arriad el foque! ¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario nos vamos a pique sin remedio. 

Siguiendo, pues, esta estela, hoy os traigo cuatro libros excelentes (tres de ellos ya aparecidos en nuestro espacio hace muchos años), perfectos para trasladarnos a ese universo intenso y seductor de las aventuras marinas, todos ellos coincidentes -de un modo u otro- en una de las facetas más dramáticas del siempre arriesgado surcar los mares. Se trata de obras, todas de naturaleza ensayística o cercana al estudio divulgativo, que giran sobre los naufragios, en particular sobre tres de una relativa trascendencia histórica y que han “gozado” de una importante repercusión en el imaginario colectivo, hasta el punto de que, habiéndose producido los hechos narrados en 1629, 1741 y 1915, respectivamente, sus ecos llegan hasta nuestros días, siendo objeto de análisis e investigaciones que acaban por fraguar en publicaciones varias, monografías y artículos académicos, así como, entre otros, los cuatro libros que esta tarde recomiendo. 

En primer lugar, quiero presentaros una obra extraordinaria y, en cierto modo, inclasificable. Es un libro de fotografía, pero también una narración formidable; tiene mucho de biografía, pero es igualmente un relato de aventuras; en él descubrimos un fragmento muy relevante de la historia de los grandes descubrimientos geográficos en los albores del siglo pasado, pero también la fuerza de la voluntad humana para imponerse metas y luchar por ellas hasta el fin, de modo que hasta podría ser leído como un libro de autoayuda o de management empresarial (hay, de hecho, más de una obra sobre el liderazgo, la dirección de grupos, el trabajo en equipo)… Sea cual sea, pues el interés que nos mueva hacia la lectura, se puede encontrar en él algo que resulte sugestivo, algo que interese, entretenga y nos permita aprender. Se trata de Atrapados en el hielo, escrito por Caroline Alexander, publicado por la Editorial Planeta en traducción de unos algo imprecisos C. Boune y P. Elías, y que vio la luz en 2005 y, desde entonces, en muy diversas ediciones, aunque desde aquí recomiendo la de tapas duras, algo más cara, pero con extraordinarias fotografías y una gran belleza formal. Hay también un espléndido documental, The Endurance: Shackleton's Legendary Antarctic Expedition, presentado en España como Atrapados en el hielo, dirigido en 2000 por George Butler y con guion de la propia Alexander, que también os aconsejo vivamente. Atrapados en el hielo cuenta una historia fascinante con el atractivo adicional de que se trata de unos hechos realmente ocurridos. El 8 de agosto de 1914 partía de Inglaterra con destino hacia el Atlántico Sur el Endurance, una goleta con tres palos, de madera, con un peso de trescientas toneladas y cuarenta y ocho metros de eslora, al mando de sir Ernest Shackleton, uno de los exploradores polares más famosos de la época. Shackleton, que ya había protagonizado con resultados desiguales otras aventuras, entre ellas un intento frustrado de alcanzar por primera vez el Polo Sur, hazaña que quedaría asociada para siempre a otros dos nombres míticos de la aventura polar, Admunsen y Scott, pretendía atravesar a pie el continente antártico. Se hizo acompañar en su misión por veintisiete hombres escogidos concienzudamente para resistir la dureza de la travesía y los rigores de la prueba (sigue recordándose, un siglo después, el singular anuncio, publicado en The Times, con el que captó a los candidatos a la expedición): Se buscan hombres para un viaje peligroso. Paga reducida. Frío intenso. Largos meses en la más completa oscuridad. Peligro constante. Es dudoso que puedan regresar a salvo. En caso de éxito, recibirán honores y reconocimiento. Preparó igualmente con minuciosidad los detalles de intendencia de una expedición que se adivinaba terrible pues, tras llegar a las aguas antárticas, con un mar helado, les esperaban centenares de kilómetros entre bloques de hielo, temperaturas bajísimas y viento irrefrenable. 

Pero la aventura nunca llegó a consumarse, o sí lo hizo, aunque sin los logros pretendidos. Después de un viaje relativamente plácido desde Europa hasta las últimas estaciones balleneras de la isla de San Pedro, en el remotísimo Mar de Escocia, y tras más de mil seiscientos kilómetros recorridos entre aguas congeladas desde esta isla hasta las puertas del Círculo Polar, a unos ciento sesenta kilómetros del continente antártico, el Endurance quedó varado, abrazado por bloques de hielo. Atrapados en el hielo nos cuenta la peripecia de sir Ernest Shackleton y su Endurance y cómo, durante dieciséis meses, Shackleton y sus veintisiete hombres fueron “transportados” a lo largo de miles de kilómetros dentro de un barco atrapado en un inmenso bloque de hielo y en condiciones meteorológicas imposibles. Nos cuenta también cómo la presión del hielo acabó por destruir el buque: El capitán del buque, Frank Worsley, siempre recordaría vívidamente aquel día. Corría el mes de julio, a mediados del invierno en la Antártida, y hacía ya semanas que les envolvía la larga noche polar. Alrededor del barco, en todas direcciones hasta el horizonte, estaba el mar de hielo, blanco y misterioso bajo las claras y brillantes estrellas. De vez en cuando el alarido del viento afuera interrumpía las conversaciones. Lejos, en la distancia, el hielo gruñía, y Worsley y sus dos compañeros escuchaban su voz, que se les acercaba a través de las heladas millas marinas. A veces, el pequeño barco se estremecía y gruñía, en respuesta al viento, con sus maderas ensambladas tensas por la presión de millones de toneladas de hielo, a las que alguna lejana perturbación ponía en movimiento, y que al llegar hasta él presionaban su resistente costillaje. Uno de los tres hombres habló: –Está casi en las últimas. El barco no puede aguantar más, capitán. Más vale que se resigne a aceptar que es sólo cuestión de tiempo. Puede que sean unos meses o sólo unas semanas o hasta unos días, pero lo que el hielo agarra, lo guarda. Nos cuenta, igualmente, cómo esos hombres, impulsados por el espíritu indomable de un enérgico, optimista, luchador y excelente líder, debieron desplazarse en condiciones meteorológicas extremas a pie y en minúsculos botes de remo, hasta encontrar, insisto, dieciséis meses después de su partida, el cobijo en la isla de San Pedro. 

El extraordinario talento de Caroline Alexander para recrear, con exhaustividad y detalle extremos, muy bien documentados, esta ejemplar aventura antártica, se ve complementado por las fotografías que uno de los expedicionarios, el fotógrafo australiano Frank Hurley, tomó durante la “odisea”, haciendo de la lectura del libro una experiencia memorable, a través de la cual el lector, arrebatado, comparte las intensas y terribles vivencias padecidas por los protagonistas. La narración de estos hechos sobresalientes es, en el texto de Alexander, el relato de un fracaso que, paradójicamente, ha pasado a la historia como ejemplo de la capacidad del hombre para superar las adversidades, para sobreponerse a la naturaleza hostil y, en último término, a un destino funesto. 

Mi segunda sugerencia de esta tarde marinera, es, también, la recuperación de una reseña emitida ya en Todos los libros un libro hace quince años. La noche del 3 al 4 de junio de 1629, el Batavia, un gigantesco y modernísimo barco (el equivalente de su época, en capacidad, dimensiones y valor simbólico, al Titanic) perteneciente a la VOC, la poderosa Compañía Holandesa de las Indias Orientales, fletado meses antes en Ámsterdam para incorporarse al próspero negocio de la importación de especias desde la entonces llamada Insulindia, en particular desde la actual Java, zozobró al chocar contra un arrecife de los Houtman Abrolhos, un grupo de islotes coralinos, escondidos, agazapados casi, a ochenta kilómetros mar adentro de la costa australiana. La casi totalidad de sus trescientos veintidós pasajeros, entre los que se encontraban algunas mujeres y unos cuantos niños, sobrevivió al horrible naufragio; de ellos, la mayor parte se refugió como pudo en una de las islas -una precaria y despojada superficie de coral, sin agua ni vegetación- del archipiélago; otro grupo, compuesto sobre todo por soldados y marineros, permaneció en los restos encallados del barco hasta su hundimiento, sumidos todos en una desesperada orgía de alcohol y vino; un tercer contingente, entre ellos el comendador Francisco Pelsaert, representante de la Compañía, el patrón, Ariaen Jacobsz, y unas decenas de oficiales y miembros de la élite de la tripulación, intentó llegar a Java en un bote, un pequeño velero, para buscar ayuda. Los más de doscientos supervivientes que quedaron en tierra, repartidos entre el árido peñasco que los salvó inicialmente y otros islotes cercanos, algo más acogedores, asistieron aterrorizados e impotentes a la férrea y sangrienta tiranía a que los sometió Jeronimus Cornelisz, un antiguo boticario arruinado y perseguido por la justicia que, arropado por un número considerable de indeseables, primitivos y brutales miembros de la soldadesca y la marinería, a los que con anterioridad al naufragio ya había captado como acólitos en un intento de motín a bordo que el hundimiento abortó, instauró en aquellos muy reducidos e inhóspitos islotes un régimen de terror y violencia inimaginables que acabó en tres meses -el tiempo que tardó en llegar desde Java un navío con auxilios- con dos tercios de su infortunada población, víctimas de una “política” -permítaseme el término, que luego explicaré- programada y metódica de torturas, violaciones y despiadados asesinatos de los que no escaparon ni mujeres ni niños. 

Estos hechos espeluznantes han sido recreados en, al menos, dos obras literarias espléndidas. La primera de ellas, Los náufragos del Batavia. Anatomía de una masacre, es un breve (apenas ochenta y ocho páginas) y magistral ensayo -¿lo es en realidad?; ya está aquí, una vez más, la resbaladiza cuestión de las etiquetas y el género al que se adscribe una obra literaria- escrito por Simon Leys y presentado en 2011 por la editorial Acantilado en traducción de José Ramón Monreal. 

Simon Leys es un escritor de origen belga, fallecido en 2014 con setenta y ocho años, que desde muy joven se interesó por las culturas y las civilizaciones orientales hasta el punto de estudiar lengua, literatura y arte de China, viajando e instalándose desde muy joven en Asia, en Taiwan, Singapur, Hong Kong y la misma China. Traductor, crítico, ensayista, de su extensa obra os recomiendo también La felicidad de los pececillos, una estupenda colección de artículos plagada de sabrosa erudición, y también Ideas ajenas (recopiladas idiosincráticamente por Simon Leys para el divertimento de los lectores ociosos), en el que recoge una amplia variedad de citas de poetas, novelistas, filósofos y pensadores. En Buscando leones en las nubes, mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, he dedicado varias emisiones a estos dos títulos. 

Entrando ya en la obra que “conecta” con el tema sobre el que gira la emisión de esta tarde, Los náufragos del Batavia, estamos ante una preciosa “miniatura”, una joya de concisión y sobriedad, redonda y elegante -si caben tales términos para referirse al relato del horror-, en la que Simon Leys nos da cuenta de la sobrecogedora historia del Batavia partiendo de las circunstancias en las que se desenvolvía la navegación de la época, y centrándose sobre todo en las terribles condiciones del infausto viaje, en la personalidad de sus principales protagonistas, en la brutalidad del naufragio, en la atroz dictadura impuesta por el monstruoso -aunque a la vez muy lúcido- Cornelisz, un personaje que hoy calificaríamos de siniestro psicópata, que asesina sin motivo y por puro entretenimiento, y, por fin, en el esperado desenlace con el proceso, la condena y la ejecución, conforme a la ley holandesa, del diabólico instigador y su caterva de cómplices. 

Siendo interesante en sí la historia real que, más allá de su espanto y su crueldad, es fascinante y sugestiva y por sí sola despertaría el interés del lector, lo que destaca en la genial obrita de Leys es, superando la crónica fidedigna de lo acontecido aunque sin obviarla ni mucho menos, su lucidez y su capacidad de penetración en las más siniestras honduras del alma humana; su maestría al interpretar los espantosos hechos desde una perspectiva y con un planteamiento muy actuales; su talento, por lo tanto, para dotar de contemporaneidad, de vivísima contemporaneidad a un episodio ocurrido hace cuatro siglos. 

Y es que en el ensayo de Leys, las lúcidas reflexiones con las que el autor glosa los salvajes acontecimientos vividos hace casi cuatrocientos años por los náufragos del Batavia, resultan extrapolables a nuestros días, en particular a ese mundo moderno que en cierto sentido se abrió hace setenta años con el descubrimiento de otro horror, el de los campos de exterminio nazis en la segunda guerra mundial, esa bárbara experiencia que mostró de modo despiadado a la humanidad los aspectos más crueles, más brutales de nuestra bestial naturaleza en ocasiones sorprendentemente cercana a la animalidad. En efecto, en el comportamiento de Cornelisz, en la monstruosa gratuidad de sus crímenes, en su demoníaca capacidad para la manipulación psicológica de sus subordinados, en el silencio, la pasividad y la cooperación necesaria del individuo medio (para que triunfe el mal sólo hace falta que la buena gente no reaccione, reza la cita de Edward Burke que abre el libro), en la metódica y eficacísima organización por él creada con un único propósito, la aniquilación del otro, podemos reconocer -y la esclarecedora mirada de Simon Leys es la que nos lo hace ver- la asesina irracionalidad de la maquinaria del Tercer Reich -para esto no hay un porqué, responden los verdugos de Auschwitz a las pobres víctimas que conducen a las cámaras de gas, recuerda Leys-, su premeditada y atroz y genocida política de destrucción, la inevitable presencia del mal en el mundo y su banalidad (por utilizar otra noción ya “canónica” a propósito de estas cuestiones), la criminal e inconcebible ausencia de empatía que son capaces de experimentar algunos seres humanos, la desmesura del espanto que en las últimas décadas hemos podido contemplar, aterrorizados, en la fría truculencia del DAESH (al que incorrectamente denominamos Estado Islámico) cortando cabezas de supuestos enemigos ante las omnipresentes cámaras, en la heladora e implacable determinación de quien lanza un avión contra un edificio acabando con miles de seres humanos inocentes e indefensos, en la ignominiosa felicidad de De Juana Chaos -ejemplo al que alude Félix de Azúa en su reseña del libro que nos ocupa- celebrando con ostras y champán un nuevo crimen perpetrado por sus infames correligionarios, o en ejemplos más recientes, la brutalidad rusa en su invasión de Ucrania, el horror del terrorismo de Hamás asesinando impunemente y secuestrando a miles de ciudadanos israelíes o los atroces bombardeos sobre la indefensa población de Gaza perpetrados por un Netanyahu que encubre, bajo una relativamente justificada voluntad de venganza, un ansia despiadada de acabar con el pueblo palestino. Solo por esa iluminadora mirada de Simon Leys sobre los hechos narrados ya merece la pena esta obra excepcional cuyo prólogo -breve y sustancioso- os transcribo a continuación: 

¿Se os ha ocurrido una idea magnífica con la que soñáis escribir un libro? No corráis en llevarla a la práctica; no hace falta, pues podéis estar seguros de que, tarde o temprano, a algún otro se le ocurrirá la misma idea… y hará de ella un uso perfecto. 

Hablo por propia experiencia. Hace dieciocho años que yo acariciaba el proyecto de escribir la historia de los náufragos del Batavia. Coleccioné casi todo lo que se publicaba sobre el asunto; luego pasé una temporada en las islas Houtman Abrolhos, emplazamiento del naufragio. A lo largo de los años, continué acumulando notas, pero sin decidirme nunca a escribir la primera página de esta famosa obra en gestación que, en la imaginación cada vez más sarcástica de mis allegados, comenzó poco a poco a adquirir una dimensión mítica. De tiempo en tiempo, me enteraba de que acababa de aparecer un nuevo libro sobre mi asunto; me entraba un sudor frío, y corría a por él temblando. Pero no, no era más que una falsa alarma; no tardaba en darme cuenta, con alivio, de que el autor había errado una vez más su objetivo, lo que reforzaba mi falso sentimiento de seguridad. Una o dos veces, sin embargo, sentí que me rozaba la ráfaga de aire de la bala, pero no supe sacar la debida lección de ello. 

Finalmente, llegó Mike Dash. Con su Batavia’s Graveyard (Weidenfeld & Nicolson, Londres) este autor dio en la diana, y no me queda ya nada que decir. Dash desenmaraña y organiza claramente los complejos hilos de los personajes y de los acontecimientos; los sitúa en su contexto histórico, y sobre todo ha llevado a cabo un asombroso trabajo de detective en los archivos holandeses de la época. Tras haber leído y releído esta síntesis definitiva, he guardado definitivamente toda la documentación y las notas, las fotos y los croquis que había espigado sobre este asunto en las bibliotecas y sobre el terreno: ya no los necesitaré nunca más. Y ahora, al publicar las pocas páginas que siguen, mi único deseo es que ellas puedan inspiraros el deseo de leer su libro. 

Esta reveladora Advertencia preliminar de la obra de Simon Leys, junto a la posterior lectura del libro íntegro, cumplió en mí su propósito despertando la curiosidad de acercarme a la obra de Mike Dash en ella mencionada. Inencontrable en librerías, solo accesible en bibliotecas, logré sin embargo, por este último medio, leerlo hace diez años con entusiasmo y febril apasionamiento y es por ello por lo que quiero ofreceros también un sucinto comentario de sus aspectos más destacados. 

La tragedia del Batavia, pues ese es el título en castellano del libro de Mike Dash, se había publicado en 2003 en la editorial Lumen en traducción de Nuria Salinas y con un subtítulo significativo: El motín más cruel de la historia. En más de cuatrocientas cincuenta apasionantes páginas, a las que siguen ciento cuarenta de exhaustivas notas y un largo centenar y medio de referencias bibliográficas muy trabajadas, el excepcional historiador británico narra, sin aditamentos subjetivos ni comentarios personales extraños a la “acción”, la “verdad de los hechos” ocurridos, en un excelente trabajo de investigación histórica que se lee con el alma en vilo, sobrecogido el lector por la mera “potencia” de los sucesos reales. 

Nutriéndose, en un riguroso trabajo de indagación científica, de la información recogida en las actas del proceso, en las minutas de los interrogatorios, en las deposiciones de los testigos, en los informes internos de la VOC, en las memorias redactadas por dos de los principales supervivientes de la tragedia al poco tiempo de haberse producido -singularmente la del comendador Pelsaert-, documentos todos convenientemente conservados desde el siglo XVII en distintos registros y archivos holandeses; enriqueciendo su pesquisa a partir de las novedades aportadas por el descubrimiento en 1963 de los restos del naufragio; alimentándose su estudio de las constantes investigaciones producidas desde entonces, de los hallazgos proporcionados por numerosas tesis doctorales y trabajos académicos en distintas disciplinas (psicología forense, geografía, arqueología, historia, filosofía, religión, derecho), de los aportes de infinidad de artículos y libros, de la consulta de incontables monografías (que se ocupan de los más variados temas relacionados -aunque fuera mínimamente- con los trágicos episodios relatados: armamento y enseres de la época, nutrición, análisis genético, navegación y comercio, costumbres, genealogía, animales y plantas), reportajes periodísticos e -incluso- de algunos aislados pero llamativos intentos de adaptaciones teatrales y cinematográficas de la sobrecogedora “aventura”; y dando cuenta del ingente material consultado con precisión y minuciosidad dignas de los mejores estudios universitarios, pero también con notable pulso literario y palpitante vigor narrativo, Mike Dash nos ofrece un ensayo documental espléndido, un testimonio histórico formidable y un relato absorbente y profundo, emotivo e inolvidable que se lee con la fluidez y el encantamiento de una novela. Para hacerse una idea del exhaustivo y muy profesional trabajo del autor -que en ocasiones se aproxima a una apasionante labor detectivesca- baste citar como ejemplo que la mera mención en el libro a un cráneo, presumiblemente de una de las víctimas de Cornelisz, que aparece entre los esqueletos encontrados en el archipiélago a finales del siglo XX, lleva al autor a consultar a expertos y a leer publicaciones sobre anatomía, violencia criminal y medicina judicial, con el fin de corroborar si las lesiones en él encontradas se compadecen con la visión de los hechos descrita en las memorias de Pelsaert, llegando incluso, a partir del cotejo de unos y otros datos, a poner nombre -¡¡¡¡cuatrocientos años después!!!!- al que podría haber sido el infausto propietario de los destrozados restos óseos. Una obra soberbia, muy documentada y de lectura subyugante. 

Mi cuarta y última propuesta de esta emisión, la única, en puridad, novedosa, es Los náufragos del Wager, un riguroso ensayo, voluminoso y desbordante en sus cuatrocientas páginas, de las cuales cien pertenecen a unas abundosas secciones finales que incluyen muy descriptivos mapas, centenares de bien documentadas notas y un inabarcable y exhaustivo listado de fuentes bibliográficas, aparte de las referencias de la veintena de fotografías que ilustran el relato. Presentado por Penguin Random House en febrero de 2025, en traducción de Luis Murillo Fort y con el explícito subtítulo de Historia de un naufragio, un motín y un asesinato, su autor es David Grann, al que ya conocemos en Todos los libros un libro pues hace unos años traje aquí otro libro excelente, Los asesinos de la luna, el sobrecogedor e impresionante reportaje literario que escribió Grann sobre la dramática experiencia vivida por el pueblo indígena norteamericano de los osage, que en los años veinte del pasado siglo vio cómo varios de sus miembros, hasta un total de veinticuatro, desaparecían en circunstancias misteriosas o, directamente, eran asesinados, tras descubrirse un inmenso y fructífero yacimiento petrolífero en su territorio, una inhóspita reserva, un árido roquedal sin valor alguno en el noreste de Oklahoma, a donde se les había trasladado después de haber sido expulsados de sus tierras en Kansas. Convertidos de la noche a la mañana en el pueblo más rico per cápita del mundo, los osage sufrirían un doloroso y espeluznante intento de exterminio y apropiación de su riqueza que Grann investigó de manera exhaustiva dando lugar a un libro magnífico que fue llevado al cine, con el título de Killers of the flower moon, por Martin Scorsese, con Leonardo di Caprio, Robert de Niro y Lily Gladstone en sus papeles principales. 

En este libro, como en el que ahora comento (y como, al parecer, en otros dos del mismo autor, que yo no he leído, publicados en nuestro país también por Random House, Z, la ciudad perdida y El viejo y la pistola) están presentes los rasgos más “identificativos” de la obra de Grann, escritor y periodista del New Yorker, centrada siempre en libros de no ficción: rigor documental, con escrupuloso acceso a fuentes diversas, archivos históricos, informes judiciales, diarios personales y entrevistas directas; periodismo de investigación (estamos, en los dos títulos que yo conozco, ante crónicas periodísticas “extendidas”); soberbio uso de la tensión narrativa; estructura novelesca, con planteamiento, nudo y desenlace y con un ritmo dosificado que hace que no resulte sorprendente el hecho de que sus libros sean llevados al cine (tres, que yo sepa, hasta el momento); personajes dotados de una cierta ambigüedad moral y dibujados con matices y sin idealizaciones; alternancia de los puntos de vista y las voces narrativas, al recurrir, además de a los documentos y registros oficiales, a diarios privados, cartas, testimonios orales y declaraciones personales, lo que contribuye a ofrecer una visión polifónica del asunto tratado, enriqueciendo la perspectiva y acercando al lector a los distintos planteamientos de los implicados; sensibilidad histórica y humana, que lo llevan a interesarse por acontecimientos controvertidos del pasado -crímenes impunes, expediciones que acaban en catástrofe-, rescatando en ellos, con una ostensible y muy contemporánea preocupación por la justicia, la ética y la memoria, los elementos que puedan arrojar luz sobre nuestra propia existencia actual. 

En septiembre de 1740, con el Imperio británico movilizándose para la guerra contra España, su rival imperial, el Wager, un navío barrigón y difícil de gobernar, un engendro de setenta metros de eslora, con unos doscientos cincuenta hombres a bordo entre oficiales y tripulación, zarpó de Portsmouth como parte de una escuadra de siete barcos (el Centurion, que acogía al mando de la expedición, el Trial y el Pearl, que lo flanqueaban, el Severn y el Gloucester y, en la retaguardia, el Anna y “nuestro” Wager, las naves más lentas y menos robustas), con una misión secreta: capturar un galeón español lleno de tesoros, cargado con plata virgen y cientos de millares de monedas de plata, el mejor botín de todos los mares y, a continuación, atacar algunos de los puertos bajo dominio español en las costas del Pacífico de Perú, Panamá y México. Cerca del terrorífico cabo de Hornos, la flota fue víctima de un huracán, y el mundo entero dio por hecho que el Wager se había hundido con todos sus ocupantes. Sin embargo, doscientos ochenta y tres días después de haber sido avistado por última vez, esos hombres reaparecieron milagrosamente en Brasil. Grann, con excelente pulso narrativo y extraordinarias dosis para crear un clima de intriga que sumerja (de nuevo el oportuno verbo) al lector en la narración, da cuenta en las primeras palabras del prólogo del libro de los pormenores de esta sorprendente reaparición: 

El único testigo imparcial fue el sol. Durante días estuvo observando aquel extraño objeto que se bamboleaba en mitad del océano, sacudido sin piedad por el viento y las olas. En un par de ocasiones la embarcación estuvo a punto de estrellarse contra un arrecife, y aquí se habría acabado esta historia. Sin embargo —tanto si fue cosa del destino, tal como algunos proclamarían después, como si fue simple chiripa—, acabó recalando en una ensenada de la costa sudoriental del Brasil, donde fue visto por algunos habitantes. 

Con sus más de quince metros de eslora por tres de manga, puede decirse que era una embarcación en toda regla, si bien parecía que la hubieran armado a base de retales de madera y de tela y luego machacado hasta dejarla irreconocible. Las velas estaban hechas jirones; la botavara, resquebrajada. El casco supuraba agua de mar y del interior emanaba un hedor insoportable. Los observadores, al acercarse más, oyeron sonidos inquietantes: a bordo se apretujaban treinta hombres, todos ellos prácticamente en los huesos. Sus prendas estaban casi desintegradas y sus rostros cubiertos de pelo, enmarañado y salobre como las algas. 

Algunos estaban tan débiles que ni levantarse podían. Uno no tardó en exhalar su último suspiro. Pero un individuo que parecía estar al mando se puso en pie con un extraordinario esfuerzo de voluntad y proclamó que eran náufragos del HMS Wager, un buque de guerra británico. 

Una vez recuperados y en condiciones de mantener un relato coherente, confesaron haber naufragado frente a una desolada isla cercana a la costa de Patagonia. Con la mayoría de los oficiales y tripulantes fallecidos, ochenta y uno de los supervivientes habían logrado hacerse a la mar en una embarcación improvisada con restos del barco naufragado. Apiñados en un espacio exiguo, soportando temporales, expuestos a terremotos, enfrentándose a olas enormes, tormentas de hielo y condiciones climatológicas extremas, contemplando impotentes la muerte de más de cincuenta de los marinos inicialmente embarcados, recorrieron casi tres mil millas marinas para, tres meses y medio más tarde de dejar la isla y un año después de su salida de Porsmouth, arribar a Brasil, como hemos visto en la escena que abre el libro, en donde fueron recibidos como héroes. Sin embargo, el feliz desenlace pronto se vio enturbiado por un suceso imprevisto. Seis meses después de su llegada, otro bote tocaba tierra en un punto de la costa sudoccidental de Chile. En una embarcación aún más pequeña, una suerte de canoa impulsada por una vela hecha con jirones de manta cosidos entre sí, tres hombres, en un estado más deplorable que los que los habían precedido, medio desnudos, macilentos y afligidos por infinidad de insectos que se cebaban en lo poco que les quedaba de carne, declararon ser supervivientes de la expedición imperial británica y, reestablecidos y ya de vuelta a Inglaterra, confesaron que los compañeros de viaje que habían recalado en Brasil no solo no eran héroes, sino que se trataba de unos amotinados que se habían rebelado contra la autoridad al mando de la misión en el caos resultante de la desesperada situación que unos y otros habían vivido en su difícil subsistencia en la isla patagona. A través de los relatos contradictorios de los supervivientes, y más allá de la discutible verosimilitud de cada una de las versiones, pudo colegirse con claridad, no obstante, que en esos días aciagos de su forzada y desesperada reclusión en aquel inhóspito extremo del mundo oficiales y tripulantes del Wager (esos presuntos apóstoles de la Ilustración) cayeron en un estado de depravación digno de Hobbes. Hubo facciones encontradas, saqueos, deserciones, asesinatos. Algunos de los hombres sucumbieron al canibalismo

Como resulta esperable, y mucho más en un ámbito, el de la legalidad británica, tan respetuoso con los formalismos, las figuras principales de ambos grupos, junto con sus aliados, fueron convocadas por el Almirantazgo para someterse a un consejo de guerra. Y ello pese a que, dadas las circunstancias que hoy llamaríamos geopolíticas, hacer público lo sucedido significaba revelar tanto la misión secreta británica contra su rival español, como poner en cuestión -por la gravedad, la brutalidad y la inhumanidad de los sucesos descritos- la supuesta labor civilizatoria del Imperio Británico. 

David Grann da cuenta, con meticulosidad nada prolija -en su sentido de “dilatada en exceso”- y sí completa, esmerada y arrebatadora, de hasta el mínimo pormenor (ya he mencionado las casi cien páginas que incluyen centenares de notas, una copiosa bibliografía y un exhaustivo índice onomástico) de este episodio oscuro, controvertido, sobrecogedor y en ocasiones pavoroso, de la Historia, a través de un relato excitante y adictivo, que estructura en cinco partes unidas por un claro hilo cronológico. 

En la primera de ellas, El mundo de madera, Grann describe, inicialmente, el escenario político internacional, marcado por el juego de fuerzas entre los imperios español y británico, la interminable competencia entre las potencias europeas por ensanchar sus respectivos imperios. Conocemos así el singular conflicto denominado la guerra de la Oreja de Jenkins y las estrategias pergeñadas por las autoridades británicas para lanzar un ataque contra uno de los núcleos de la riqueza colonial española, Cartagena de Indias, y hundir el mayor número posible de buques de la flota hispánica. Avanzando ya en la preparación de la expedición, el talento narrativo de Grann introduce al lector en el reducido y asfixiante ámbito de las embarcaciones participantes en ella, presentando a sus principales protagonistas: el comodoro Anson, elegido por el Almirantazgo para dirigir la escuadra; David Cheap, teniente de navío del Centurion; Dandy Kidd, capitán del Wager, sustituido más adelante por George Murray, en uno de los frecuentes trasvases en la dirección de los distintos buques de la flota (en su lecho de muerte, Kidd, con lucidez premonitoria profetizó que la travesía acabaría en pobreza, plagas, hambruna, muerte y destrucción); el temible contramaestre, un tipo fornido de nombre John King, del que todos saben que era mejor no provocarle; el arrogante y voluble Alexander Campbell; John Bulkeley, artillero del propio Wager, todos con un papel decisivo en los hechos narrados; y, con un protagonismo superior al resto, el joven guardiamarina John Byron, de solo dieciséis años, que sería abuelo de Lord Byron, el poeta cuyos versos, alguno referido a la “experiencia” de su antepasado, evoca el autor a lo largo del texto. Pese al carácter objetivo del relato, el lector vive, en cierto modo, las peripecias del viaje desde la perspectiva del muchacho. 

Sin embargo, esa sección inicial del libro se centra fundamentalmente en describir con detalle (fruto indudable, reitero, de una minuciosa labor de documentación) los pormenores de la vida a bordo. En el capítulo comparecen, así, sugestivas informaciones sobre las maderas necesarias para la construcción de un barco de la época (Para construir un solo buque de guerra de grandes dimensiones podían ser necesarios hasta cuatro mil árboles; dicho de otro modo, talar cuarenta hectáreas de bosque); sobre las dificultades para completar las tripulaciones en unas travesías que conllevaban un riesgo casi cierto de muerte; sobre las ilusiones y las esperanzas de los participantes, referidas en los diarios de algunos de ellos, de los que existe registro (en especial el de Bulkeley, referente en muchos casos para Grann); sobre los rituales de la cotidianidad de la navegación, las operaciones estrictamente marineras, izado y arriado de velas, determinación de los rumbos, adecuación a los vientos, cálculos de derivas, rutinas náuticas, cumplimentación de diarios y cuadernos de bitácora, rituales en la partida y llegada a los puertos, protocolos ante el avistamiento de buques enemigos y la preparación de los combates o frente a las frecuentes tempestades, entre otros formalismos de estricta observancia en una atmósfera general marcada por el orden, la autoridad y el respeto a las convenciones; sobre la muy marcada jerarquía a bordo, plasmada en las bien diferenciadas categorías de la organización de los navíos y en las cualificaciones que cada una de ellas conllevaba; sobre los juegos y las diversiones de los embarcados, los cánticos, la música, las bromas; sobre el inflexible y pavoroso régimen punitivo y el muy rígido y cruel código disciplinario frente a las constantes disputas internas, las riñas, la embriaguez, los robos, las previsibles insubordinaciones y motines; sobre los distintos estratos sociales, las diversas profesiones, las diferentes edades (A bordo había además docenas de niños —alguno no tenía más de seis años— que deseaban convertirse en marineros u oficiales. Y había viejos muy viejos, como Thomas Maclean, el cocinero, que tenía ochenta y tantos años. Varios miembros de la tripulación eran casados y con hijos) y la muy variada condición moral de los navegantes (algunos hombres buenos y algunos malos. Entre los últimos, había salteadores, cacos, rateros, libertinos, adúlteros, tahúres, libelistas, buscavidas, impostores, chulos, parásitos, rufianes, farsantes, petimetres venidos a menos); sobre las deprimentes condiciones de los navíos, sucios, desordenados, envueltos en olores abominables e infestados de ratas, cucarachas, chinches, pulgas y otros insectos; sobre las no menos duras de los marineros, con sus ropas raídas, sus cabellos enmarañados, apelmazados por el agua y la sal marinas, su calzado precario, descosido cuando no inexistente, su suciedad y su desaliño generales; sobre la deficiente alimentación, las enfermedades, los contagios, las epidemias, que diezmaban las tripulaciones incluso antes de la partida (La bomba bacteriológica del tifus, colocada en los barcos antes de que estos se hicieran a la mar, estaba explotando por toda la flota); sobre los constantes fallecimientos y sus repercusiones materiales y psicológicas (La muerte siempre es algo solemne, pero nunca tanto como en alta mar —recordaba un marinero—. Ese hombre está próximo a ti, a tu lado, oyes su voz, y de un momento para otro se ha muerto y nada salvo un puesto vacío muestra su pérdida. […] Hay siempre una litera desocupada y siempre falta un hombre cuando toca hacer la ronda nocturna. Hay uno menos para coger el timón, y uno menos encaramado contigo a la verga. Echas de menos su forma y el sonido de su voz, pues el hábito te los había hecho casi necesarios, y sientes la pérdida con cada uno de tus sentidos). Y todo ello entreverado por apuntes en los que se registran detalles de la fauna marina avistada, de los accidentes geográficos percibidos en los escasos acercamientos a las costas, de los cambiantes estados de las aguas o el clima. El capítulo finaliza cuando, tras una relativamente plácida estancia de descanso y reavituallamiento en la brasileña isla de Santa Catalina, a mil kilómetros al sur de Río de Janeiro, en donde más de ochenta marineros morirían como consecuencia de los padecimientos sufridos hasta entonces, la escuadra, al amanecer del 18 de enero de 1741, puso rumbo al cabo de Hornos. 

De su angustiosa, terrible y dramática experiencia en ese periplo infernal da cuenta el segundo capítulo del libro, de título anticipatorio y explícito, La tempestad. Aquellos mares meridionales, con aguas que fluyen de manera ininterrumpida, con una fuerza desmesurada y con olas que se acumulan a lo largo de más de veinte mil kilómetros, ganando potencia a medida que se acercan al estrecho entre el Atlántico y el Pacífico, han suscitado -y, en menor medida, aún lo hacen-, el pánico de cuantos deben enfrentarse a ellas. El pavoroso escenario agudiza su rigor en el propio cabo de Hornos, pues las aguas se ven apretujadas a través de un angosto pasadizo entre los promontorios más meridionales del continente y la parte más septentrional de la península Antártica. Este embudo, conocido como el paso Drake, hace que el torrente líquido sea aún más arrollador. Las corrientes no solo son las de mayor recorrido en todo el globo terráqueo sino también las de mayor potencia, ya que transportan más de ciento diez millones de metros cúbicos de agua por segundo, más de seiscientas veces el caudal del río Amazonas. Y luego están los vientos. Azotando sin tregua desde el Pacífico en dirección este, donde no hay tierras que los paren, adquieren a menudo una fuerza huracanada y pueden alcanzar los trescientos veinte kilómetros por hora. Los hombres de mar se refieren a estas latitudes con nombres que reflejan la creciente intensidad del viento: los Rugientes 40, los Furiosos 50 y los Aulladores 60. Discúlpese la extensión de la cita -y más a estas alturas de la reseña-, dado su muy elocuente carácter. 

El relato de este episodio de la aventura es, a la vez, aterrador y fascinante, repleto de informaciones y detalles muy interesantes aunque sobrecogedores: la opción de muchos navegantes por pasar sus cargamentos atravesando la jungla entro uno y otro litoral de Panamá con tal de evitar el nefasto cabo, el Camino de los Muertos; la ignorancia de los expedicionarios con respecto a su ubicación “real” (¿en qué punto del mapa se encontraban exactamente?), dada la escasez de conocimientos geográficos de la época, lo que obligaba a encarar la ya de por sí difícil travesía del estrecho navegando “a estima”, lo que suponía el mero uso de la intuición respecto a los efectos de vientos y corrientes, y confiando el éxito de la misión a una conjetura más o menos bien fundada y a una buena dosis de fe ciega; las pérdidas de algunos barcos de la flota, el extravío de otros (El 10 de abril de 1741, siete meses después de zarpar de Inglaterra y más de cuatro semanas desde que embocaran el paso Drake, el Severn y el Pearl empezaron a rezagarse… hasta desaparecer). Y, sobre todo, las condiciones del muy duro avanzar entre las aguas: los escalofriantes embates de las gigantescas olas, las sobrecogedoras sombras de las solitarias rocas de la Tierra del Fuego, la amenaza sigilosa y oculta de los acantilados, el ruido ensordecedor del oleaje rompiendo con estruendo sobre las naves, el agua convertida en polvo líquido que empapaba a los marineros, cuando no los lanzaba por la borda, la siniestra oscuridad, la lluvia inclemente, el viento atroz, las tempestades azotando de continuo, la cobardía de algunos marineros, el coraje de otros, el sufrimiento, el delirio, las alucinaciones de todos, con el escorbuto convirtiendo el Wager, en el que se centra la narración, en una nave espectral: Cuando la lacra empezó a invadir el rostro de los marineros, algunos de ellos adquirieron la apariencia de los monstruos creados por su imaginación. Y, envolviendo el relato, el clima general de abatimiento y desesperación, de desaliento y abandono: Por debajo de los cuarenta grados de latitud, no existe ley —rezaba un adagio marinero—. Por debajo de los cincuenta, no existe Dios

Finalmente, el 17 de mayo de 1741, el barco chocará con un grupo de rocas, se desencuaderna, caen sus mástiles, revientan las ventanas, se hunde el techo de las cabinas, el agua inunda la nave, que queda embutida entre dos grandes rocas, los hombres enfermos e imposibilitados para moverse se ahogan, impotentes. Los sobrevivientes se dividen en dos grupos: unos, rescatando la mayor cantidad posible de enseres y provisiones, también de documentos (en una previsión, dadas las circunstancias, quizá sorprendente, aunque solo en apariencia, pues serán las cartas, los diarios, los cuadernos, los escritos registrados los que permitirían, en caso de un final favorable de la aventura, justificar lo adecuado de los comportamientos, probar la pertinencia de las decisiones, eludir las posibles responsabilidades), se allegarán a una isla -desde entonces conocida como Isla Wager- cercana aunque inhóspita, deshabitada, desconocida y de imposible localización para unos hombres ignorantes de su exacta ubicación; otros, desesperanzados y sabedores de una muerte segura, se entregan a una orgía de alcohol y destrucción parapetados entre los propios restos del barco. Las penosas circunstancias de su supervivencia en aquellos parajes desolados e implacables, se cuentan en el tercer capítulo de la obra, Náufragos, en el que aflora lo que puede entenderse como el núcleo central del libro, la descripción de la horrible experiencia de inhumanidad y salvajismo, de ferocidad, barbarie y crueldad que vivieron unos hombres a los que el hambre, el frío, la rudeza de las condiciones meteorológicas, la soledad circundante, el desánimo ante la falta de expectativas, la convivencia en condiciones extremas, las diferencias, los rencores, los odios larvados, los luchas de poder, los resentimientos alimentados durante las largas jornadas de navegación, sumieron en un estado de enajenación en ocasiones rayano en la animalidad que hizo saltar por los aires los valores morales, el principio de autoridad y el respeto a la ley, provocando en muchos casos la irrestricta desobediencia a las más elementales normas de civilidad. 

En este apartado del libro nos encontramos, aparte de la exposición detallada de la cotidianidad de los miembros de uno y otro grupo, pasajes sobre la belleza salvaje de aquellas regiones; derivaciones sobre los orígenes humanos en las tierras patagonas, suscitadas por la inesperada aparición de algunos indígenas pertenecientes al pueblo kawésqar, lo que da pie a Grann para relatar su triste historia de siglos; una interesante digresión en torno a los experimentos científicos sobre la supervivencia humana en entornos extremos; la mención, previsible, teniendo en cuenta el contexto, a la experiencia del canibalismo; las reflexiones sobre el poder, la autoridad y la necesidad de reglas como base de cualquier proyecto que pueda denominarse humano; las inevitables referencias a Robinson Crusoe, obra que, publicada en 1719, era conocida -y con ella su personaje- por alguno de los expedicionarios; la creación, por parte de quienes -Byron entre ellos- aún aceptan el sometimiento a los códigos navales británicos, de una tímida forma de sociedad, una pequeña aldea con una suerte de hospital, lugares de encuentro, espacios controlados para guardar los alimentos, ciertos protocolos de vigilancia y policía, intentos de establecimiento de alguna forma de procesos judiciales; la constatación del hecho de que las jerarquías sociales y de clase, con sus corolarios de diferencia y segregación, se reprodujeran en ese nuevo “orden social” poco a poco instaurado entre los náufragos. Aunque lo que prevalece y acaba por impresionar al lector es la progresiva destrucción de ese orden, en una paulatina sucesión de robos, desavenencias, enfrentamientos y beligerancia, desobediencias, agresiones, uso de armas, motines y sediciones varios, con grupos que se dividen en función de los intereses inmediatos, deslealtades, rumores y “contrarrumores” interesados, fidelidades que cambian de bando, interesadas alianzas sobrevenidas, en un marco que, poco a poco, se convierte en un estado de anarquía, con diversos caciques enfrentados, en el que imperan la violencia y los asesinatos y en el que era tanta la hostilidad, tan furibunda la rabia reinante, que “nadie podía prever las consecuencias”, según escribió uno de los presentes. 

Las dos facciones principales, mantienen tesis distintas sobre el modo de sobrevivir. En un ambiente de camarillas, intrigas, complots, reuniones clandestinas, secretos y ocultaciones, y entendiendo todos que la supervivencia en la isla está abocada al fracaso (sin medios, sin recursos y lejos de las rutas que pudieran alentar la esperanza en la llegada de algún navío salvador), cada una de ellas prepara planes de huida opuestos. 

El bando “oficial”, apenas diez hombres, Byron entre ellos, con el capitán Cheap al frente, defendía la conveniencia de, pese a los limitados medios de los que disponen, construir una embarcación mínimamente solvente para, situados ya en el Pacífico y habiendo dejado atrás el espanto del cabo de Hornos, intentar navegar hacia el norte, en busca de algún puerto propicio y habitado en las costas de Chile, en particular la isla de Chiloé, situada a poco más de quinientos kilómetros de su refugio actual. El resto de los tripulantes, unos sesenta hombres, alentados por el muy inteligente Bulkeley, confían en el éxito de un recorrido opuesto, surcar de vuelta el cabo de Hornos, con una frágil e improvisada nave hecha con los restos de su propio naufragio, atravesar el estrecho de Magallanes y navegar por la costa atlántica también hacia el norte en dirección al Brasil. El enfrentamiento, altamente interesante desde la confortable posición de nuestro sillón de lectura favorito, no se limitaba al mero asunto de qué rumbo tomar, sino que suscitó múltiples interrogantes acerca de conceptos como el liderazgo, la lealtad, la traición, el valor y el patriotismo. Y así, el capítulo se cierra con la manifestación extrema del conflicto entre ambas partes, pues para llevar a cabo su proyecto, Bulkeley se ve obligado a cuestionar la autoridad del capitán Cheap, enfrentándose a él y convirtiéndose -y con él sus hombres- en rebelde frente a los responsables legítimos. Aunque las categorías -rebelde, “secesionista”- cambian según el punto de vista: Pero Bulkeley, admitiendo que formaban parte del aparato naval, de un instrumento del propio Estado, planteó un argumento más radical. Sugirió que la verdadera fuente de caos en la isla, quien violaba realmente la ética de la Armada, no era otro que Cheap, como si el verdadero amotinado fuera él, expresando lo que constituirá el núcleo central de la espinosa cuestión de la atribución final de responsabilidades que se dirimirá en el consejo de guerra que se acabará por celebrarse el 15 de abril de 1746. 

El cuarto capítulo, Salvación, relata, ya sin tiempo para detenerme en un análisis más detallado, las vicisitudes de ambas partidas en sus respectivos recorridos, los dos exitosos, en cierto modo, si tenemos en cuenta la cifra de supervivientes que llegaron a Chile y Brasil, tres (el capitán David Cheap, el teniente de infantes de marina Thomas Hamilton y el guardiamarina John Byron) y treinta hombres (con Bulkeley a la cabeza), respectivamente. Grann describe las penalidades, las penurias, la crudeza de las condiciones climatológicas y de navegación, las apreturas de espacio en unas embarcaciones estrechas y desvencijadas, las amenazas (pese a su condición casi terminal, los hombres temían ser capturados por el enemigo español), el hambre, la sed, los delirios, la mortandad, los sacrificios y las desventuras, el desconsuelo, la apatía y la desesperación, el miedo. 

Por último, el capítulo postrero, también altamente interesante, El juicio, rellena las “lagunas” relativas al destino del resto de los buques de la flota a los que la narración había abandonado para ocuparse en la peripecia del Wager, en una páginas portentosas que incluyen descripciones memorables de batallas navales con los galeones españoles. Pero, sobre todo, el capítulo se centra en dar cuenta de lo sucedido en los días, meses y años posteriores al retorno de los escasos afortunados sobrevivientes: la inicialmente festiva recepción; las dudas entre ellos cuando empiezan a conocerse los relatos que desmentían sus particulares interpretaciones de los hechos; la necesidad de los principales protagonistas de difundir su personal recreación de lo sucedido trasladando a la opinión pública sus relatos, buscando editores para sus diarios; el interés, a menudo morboso, de las publicaciones, de los periódicos, de los gacetilleros en conocer los detalles más polémicos de los sucesos vividos; y, por fin, las circunstancias del juicio, con los pormenores del formalismo procesal, las discordantes deposiciones (en el primer sentido que le otorga la Real Academia al término) de los juzgados y sus testigos, y, claro está, la sentencia final, una resolución de la que, como es obvio, no voy a adelantar ni una palabra. 

Os dejo con una reveladora cita de Los náufragos del Wager y con una espléndida canción que refleja la fascinación de los océanos y el encantamiento que siempre conlleva el partir hacia destinos desconocidos surcando mares reales y metafóricos. Orinoco flow, un pequeño gran clásico de la siempre evanescente Enya, publicado en 1988.


Un veterano hombre de mar, John Jones, trató de alentar a los demás. «Amigos —les gritó—, no perdamos el ánimo: ¿es que nunca habéis visto un barco zarandeado por rompientes? Intentemos sacarlo de ahí. Vamos, echad una mano; he aquí una escota, he aquí una braza; agarrad fuerte. Estoy convencido de que podemos […] salir vivos de esta». Su coraje contagió a varios oficiales y miembros de la tripulación, Byron entre ellos. Unos agarraron cabos para largar las velas; otros se pusieron a achicar agua con bombas y baldes. Bulkeley trató de maniobrar manipulando el velamen, tirando de las velas hacia este lado y hacia el otro. Incluso el propio timonel, pese a que su rueda no servía ya para nada, permaneció en su puesto, insistiendo en que estaría mal abandonar el Wager mientras el barco permaneciera a flote. Y, sorprendentemente, el muy vilipendiado bajel seguía capeando el temporal. Desangrándose de agua por todos lados, continuó surcando el golfo de Penas, sin un mástil, sin timón, sin capitán en el puente de mando. Los hombres animaban en silencio al barco; el destino de este era el de todos ellos, y el Wager peleaba con orgullo, nobleza y arrojo, demostrando lo poco o lo mucho que valía. 

Finalmente, fue a chocar contra un grupo de rocas y empezó a desencuadernarse. Los dos mástiles que seguían en pie empezaron a caer y los hombres los cortaron a tiempo de evitar que hicieran volcar totalmente el barco. El bauprés se hendió, las ventanas reventaron, saltaron cabillas, se agrietaron tablones, se hundió el techo de las cabinas, las cubiertas se desplomaron. El agua inundó las secciones inferiores de la nave, serpenteando de estancia en estancia, llenando huecos y grietas. Las ratas corrieron despavoridas hacia lo alto. Antes de que nadie pudiera rescatarlos, los hombres demasiado enfermos para abandonar sus hamacas perecieron ahogados. Como el poeta Lord Byron escribió en Don Juan sobre un barco que se hundía, «fue una escena que ningún hombre olvida fácilmente», pues el hombre siempre recuerda aquello que «quiebra sus esperanzas, o su corazón, o la cabeza, o el cuello». 

Inesperado superviviente de aquel trance, el Wager hizo un regalo final a los hombres que lo habitaban. «Providencialmente, quedamos atascados entre dos grandes rocas», observaba John Byron. Allí embutido, el Wager no llegó a hundirse del todo… al menos, por el momento. Y mientras Byron se encaramaba a un punto más elevado de las ruinas del bajel, el cielo aclaró lo suficiente para permitirle ver más allá de las rompientes. Allí, amortajada en niebla, había una isla.

Videoconferencia
David Grann. Los náufragos del Wager
 


miércoles, 4 de junio de 2025


NELL LEYSHON. DEL COLOR DE LA LECHE; LA ESCUELA DE CANTO; EL BOSQUE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Mi propuesta de esta tarde, plural como tantas otras veces, tiene como protagonista a una espléndida escritora inglesa, Nell Leyshon, de la cual ya presenté aquí en marzo de 2016 una de sus novelas, la preciosa Del color de la leche y que hoy comparece de nuevo en nuestro espacio con otras dos ficciones, El bosque y La escuela de canto, las tres publicadas por la editorial Sexto Piso, en 2013, 2019 y 2022, respectivamente. Antes de entrar en el análisis de estos dos últimos títulos quiero recuperar mis palabras sobre Del color de la leche, la novela que dio a conocer a su autora en nuestro país en hace más de una década, y cuya reseña de hace ocho años fue emitida en un formato de Todos los libros un libro muy distinto al actual, de menor extensión y sin la versión que desde hace ya tres temporadas os ofrezco en mi canal de Youtube. Pienso que a la exigua pero interesada audiencia del espacio en esta nueva etapa va a interesarle el recordatorio de mi entusiasta sugerencia de entonces. 

Nell Leyshon es una novelista y autora teatral británica. En su trayectoria literaria, además de sus novelas, cuenta con numerosas obras para la escena y también con dramatizaciones para la radio, en particular la BBC, siendo muy reconocida y obteniendo importantes premios en los dos ámbitos. En lo que se refiere a su producción novelística, su biografía es un tanto enigmática y ni la consulta en su propia página web, ni mucho menos en la wikipedia o en otros sitios de información sobre literatura han logrado sacarme de dudas. Y es que en la lista de novelas cuya autoría se le atribuye en todos estos portales en los que he buscado solo nos encontramos con cuatro: Black Dirt, de 2004, Devotion, de 2008, The Colour of Milk, de 2012 y Memoirs of a Dipper, de 2015. De ellas, solo han aparecido en España la ya mencionada Del color de la leche y la última de la serie, publicada también por Sexto Piso con el título de El show de Gary. Pero es que en ninguna de las fuentes a las que he accedido no figura ninguna otra novela suya posterior a 2015, ni El bosque, ni La escuela de canto. Y lo que es más sorprendente, tampoco he podido localizar ni una crítica, reseña o artículo periodístico en medios británicos sobre ninguno de los dos libros. Y sin embargo, en las ediciones españolas constan, sin duda alguna, The forest y The singing school, en sus títulos originales, con sus copyrights respectivos de 2019 y 2022. ¿Se trata de publicaciones creadas al efecto para el público español tras el inusitado y desbordante éxito de ventas en nuestro país de Del color de la leche? (en la página de la agencia literaria de la escritora puede leerse: Her two novels, THE FOREST and THE SINGING SCHOOL, were published by Julia Eisele Verlag in Germany, and in Spain, pero no se aporta ningún comentario, referencia o dato sobre ellas, a diferencia del resto de sus obras). En fin, como digo, un misterio. 

Del color de la leche es, a mi juicio, una auténtica joya literaria cuya lectura será para vosotros apasionante y conmovedora, como lo ha sido para mí, que la he devorado en un rapto de emoción en una tarde feliz (estamos ante una novela de muy escasa extensión). Una maravilla deslumbrante, de una intensidad, una sensibilidad y una belleza ciertamente extraordinarias, que estoy seguro de que os va a entusiasmar si hacéis caso a mi recomendación y os decidís a adentraros en sus páginas duras y violentas y hasta terribles pero llenas de encanto y dulzura y verdad. El libro cuenta con un interesante prólogo de Valeria Luiselli, cuyas palabras -como las mías ahora- rezuman admiración y fervorosa entrega a la particular y estremecedora propuesta de la autora, y se presenta con una traducción de Mariano Peyrou a la que solo se le puede achacar (aunque quizá el fallo no sea del traductor sino más probablemente de la autora, desconozco el texto original) un a mi juicio poco ajustado uso, en la página 120, de la expresión “nuevas tecnologías” que emplea uno de los personajes para referirse a una trilladora, una opción léxica que chirría en un relato ambientado en 1830, por más que la entonces moderna herramienta fuera novedosa en los días de aquella incipiente Revolución Industrial. 

La historia que nos cuenta la novela transcurre entre la primavera de ese año y la de 1831. Mary, una chica de quince años, analfabeta, con el pelo color de la leche -albina, pues, aunque el vocablo no aparece nunca en el texto- y una pierna torcida de nacimiento -rasgos ambos que la dotan de una cierta condición de extrañeza o singularidad en su mundo-, malvive en la granja familiar en la que comparte afanes y sufrimientos con su abuelo, sus ásperos progenitores y sus tres poco afables hermanas, mayores que ella: Beatrice, muy irracionalmente religiosa (valga la redundancia), que necesita tener la Biblia en la mano, pese a que, como ella misma, no sabe leer; Violet, ajena a cuanto no afecte a sus furtivos escarceos amorosos con un misterioso chico del lugar; y Hope, dotada de un insoportable carácter podrido, como señala la propia Mary. La niña -como sus hermanas; o en mayor medida al ser la pequeña- se ve obligada a trabajar de sol a sol por la disciplina férrea que impone su brutal padre, que rumia permanentemente la decepción -que vuelca con más intensidad sobre su hija menor- que le supone no haber concebido un varón que pudiera ayudarle en las múltiples faenas de la granja. Su vida, que se desarrolla en un ambiente de extrema pobreza y muchas carencias, es tosca, rudimentaria, muy sufrida, sin alicientes ni expectativas, y debe soportarla rodeada de sus desabridos familiares de los que solo el abuelo, que comparte con ella la limitación física, pues está postrado en una silla con las piernas muertas tras una caída desde un almiar, le ofrece risas, alegría, complicidad, cariño y algo parecido a la ternura. Necesitado de dinero e incapaz de alimentar tantas bocas, el padre, primitivo y cruel, “cede” a la joven -a cambio de algún dinero- al señor Graham, vicario de un pueblo cercano, que necesita a la chica para cuidar de su mujer enferma, languideciente sin energía ni ánimo en su lecho a la postre mortal. En su nuevo hogar, Mary encontrará un mayor confort material, unas mejores condiciones de vida y en la figura de la señora, afable y cariñosa, una compañía acogedora y grata. Tras el fallecimiento de esta, despedida Edna, la otra sirvienta de la casa, y ausente Ralph, el único hijo, desplazado a Oxford para completar sus estudios en la Universidad, Mary queda en la casa en la sola compañía del señor Graham (está también Harry, el callado jardinero, pero su presencia es fantasmal, merodeando enfrascado en sus tareas en los alrededores de la vivienda), aprendiendo con él a leer y escribir -algo inusual en esa época para alguien de su clase social-, aunque el precio que deba pagar por ello, por su elemental aunque valioso aprendizaje, un precio de violencia y sujeción, de sometimiento y dominación, de sufrimiento y dolor, a partir de unos hechos que no quiero desvelaros, acabe siendo tan terrible como el precario universo que deja a sus espaldas. Su recién adquirida capacidad para la lectura y la escritura la lleva a confiar a una especie de diario (aunque la chica parece dirigir sus palabras a un destinatario: quiero contarte lo que ha pasado, escribe ya en su primera “entrada”) los acontecimientos que vivirá entre las dos primaveras que enmarcan la narración. Son las páginas de ese diario lo que leemos en Del color de la leche

El libro interesa -y el verbo quizá no sea el más conveniente, pues apela, de entrada, a una apreciación racional, cuando Del color de la leche toca, sobre todo, nuestra emoción- por cuatro razones fundamentales. Intentaré proporcionar aquí algunas pinceladas acerca de cada una de ellas. En primer lugar, y con una importancia en la valoración de la obra que aunque no sea desechable es, a mi juicio, menor, la autora dosifica con maestría los elementos de intriga que contiene su historia, de manera que la lectura avanza mientras en el lector crece la inquietud por conocer los principales extremos de la trama: ¿a quién escribe la chica? (pues no parece plausible que su recién adquirida alfabetización le permita conocer el artificio literario que sostiene muchos textos diarísticos y que lleva a sus autores a considerar al depositario de sus confidencias como interlocutor), ¿cuál es el porqué de la urgencia a la que alude una y otra vez, tengo que escribir rápido porque no tengo mucho tiempo?, ¿qué experiencias dramáticas ha podido vivir para que su traslado al papel resulte doloroso, no me gusta contarte todo esto, hay cosas que no quiero decir? La sutil graduación (hay una razón para que te cuente todo esto. ya lo entenderás, escribe con su desmañada ortografía) de estos elementos levemente enigmáticos -llamémoslos así- proporciona una inquietud y una tensión a la novela que potencian la intensidad y el placer de su lectura. 

Pero si Del color de la leche es un libro especial, distinto, inolvidable, es sobre todo por otros dos elementos fundamentales, vinculados entre sí, como son la poderosa personalidad de Mary, que resulta una creación literaria de primera magnitud, y la voz que la sustenta, una voz que el buen hacer -el buen gusto- y la excepcional sabiduría estilística de la autora, nos hacen oír de un modo singularísimo, delicado y sensible, muy creíble, profundo y brillante. Mary es una chica ingenua y sin desbastar pero, a la vez, inteligente; inocente (la blancura de su cabello opera como metáfora de la pureza y la bondad naturales) y carente de formación pero con un buen juicio innato. Es lúcida y descarada, sensata e irreverente, sencilla y sincera, respondona y deslenguada. Pese al mucho sufrimiento y las incontables desgracias que padece es alegre y transmite felicidad. Su sentido común, su ausencia de filtros racionales, le permiten sorprender a sus interlocutores al mostrar la verdad oculta de las cosas que los prejuicios o las convenciones sociales disfrazan o edulcoran. Se muestra, así, como un ser primitivo y algo salvaje, simple, siempre activo y muy elemental, que se manifiesta de modo directo y nada complaciente aunque entrañable, pues no tiene conciencia de la abrupta ironía o la rebeldía iconoclasta que evidencian sus palabras. 

Un pobre animalito sufriente, que no ha vivido más que dolor en su vida, eso es también Mary, que añora los pocos instantes de felicidad -incluso la palabra puede ser desmesurada en este caso- que ha experimentado en sus pesarosos quince años, como el fugacísimo cariño que recibió de la esposa del vicario o los momentos compartidos con el abuelo, riendo ambos hasta que se les humedecen los ojos, diciendo palabrotas, quejándose de la insensibilidad del resto de la familia y conspirando impotentes aunque gozosos, cómplices alegres, contra el mundo inclemente y hostil que los maltrata. 

Y encadenada a ese destino de padecimiento y amargor, aparece la escritura como liberación (que alcanza su máximo valor simbólico en el entonces ya seré libre que cierra el libro), un ilusionado descubrimiento que aflora desde las primeras palabras de la novela y que no me resisto a transcribir: 

éste es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano. 
en este año del señor de mil ochocientos treinta y uno he llegado a la edad de quince años y estoy sentada al lado de mi ventana y veo muchas cosas. veo pájaros y los pájaros llenan el cielo con sus gritos. veo los árboles y veo las hojas. 
y cada hoja tiene venas que la recorren. 
y la corteza de cada árbol tiene grietas. 
no soy muy alta y mi pelo es del color de la leche. 
me llamo mary y he aprendido a deletrear mi nombre. eme. a. erre. i griega. así es como se escribe. 
quiero contarte lo que ha pasado pero tengo que tener cuidado de no apresurarme como hacen las vaquillas en la entrada, porque entonces iré por delante de mí misma y puedo tropezarme y caerme y de todas maneras tú querrás que empiece por donde se debe empezar. 
y eso es por el principio. 

Y en su texto, en el que la niña recuerda y da cuenta de ese año de vida lleno de espanto y pesar, es notorio, como ya puede apreciarse en el fragmento que acabo de ofreceros, lo peculiar del estilo que impregna y define la novela. Porque siendo sugestiva la historia y formidable el “dibujo” de su personaje principal, la clave de Del color de la leche es el modo en el que se hace oír la voz de Mary, hasta el punto de que no importa tanto lo que se cuenta como la poesía que encierra esa voz, la belleza, la delicadeza, la ternura, la emoción que logra transmitir gracias no sólo a lo convincente de su relato y a la verdad con que refleja la realidad que presenta, sino también a la llamémosla “rareza” formal del libro. Y es que Nell Leyshon ha acertado al establecer un convincente paralelismo entre el tratamiento gramatical, léxico, sintáctico y ortográfico del texto y la condición de su protagonista, analfabeta de origen, recién iniciada en la escritura y sin más lecturas que algún versículo bíblico deletreado de modo torpe y balbuceante. Y así, por tanto, su puntuación es imprecisa, sin apenas comas y con puntos muchas veces extemporáneos; el léxico sencillo, carente de rebuscadas sofisticaciones; las mayúsculas inexistentes; la sintaxis básica, con oraciones que describen los hechos desnudos sin necesidad de florituras, sin apenas adjetivación, en frases descriptivas y concisas que aparecen casi siempre a través de diálogos -de los que la autora hace un uso magistral- y que no profundizan expresamente en la interpretación de lo narrado sino que se limitan a dar cuenta de las acciones, de los acontecimientos y los sucesos, dejando, pues, que el lector “intervenga”, que complete lo meramente sugerido, que desarrolle lo que sólo se esboza o alude, en consonancia con el propósito explícito de la autora, manifestado en alguna entrevista que he leído tras la publicación de su libro: Deseo que el lector pueda agregar algo a la historia. Como cuando estamos en el teatro y observamos cómo se desarrolla el drama, las acciones de los personajes dan la posibilidad de interpretar sus intenciones profundas. Así escribo novelas, dejando ese espacio al lector para la interpretación. Y resulta curioso, y hasta paradójico, que esta apuesta por la modestia, por recrear la voz inocente y simple de una niña iletrada, haya sido vista por cierta crítica como una muestra de experimentalismo posmoderno, tan complejo y autorreferencial y tan lleno de capas y niveles de lectura, tan abigarrado y presuntuoso e intelectual (en el peor sentido del término), tan, en definitiva, alejado de la sencilla naturalidad de esta joven Mary, pequeña escritora incipiente. 

Por último, como cuarto elemento destacado del libro, quiero subrayar la vigencia de su “mensaje” en nuestros días, la cercanía que sus temas y su realidad tienen -por desgracia- con algunos de los problemas o conflictos que vivimos en las sociedades desarrolladas contemporáneas, la extraordinaria potencia metafórica que encierra la historia que describe, un significativo valor simbólico que hace de Del color de la leche un texto absolutamente actual. Y así, el libro nos habla de la violencia que se ejerce -y sigue ejerciéndose- sobre los seres más indefensos, los marginados, los humildes, los desfavorecidos de la fortuna; los insoportables abusos y la cruel explotación -también sexual, aunque no solo- que acompañan tan a menudo al poder; el tantas veces inicuo papel de la Iglesia como apuntaladora de un injusto orden social; la dominación y el sojuzgamiento que sufren millones de mujeres en el mundo (los personajes femeninos son esenciales en el libro, más allá del papel protagonista de Mary, y representan diversas formas de esa opresión milenaria: las tres hermanas, la melancólica señora Graham, la triste Edna, la arisca madre); el valor emancipador de la cultura, de la formación, de la lectura, como casi única vía para escapar de la miseria, de todas las miserias. 

La mayor parte de estos elementos que hacen de Del color de la leche una obra inolvidable está también en mi segunda recomendación de esta tarde, La escuela de canto, que, escrita en 2022, fue publicada ese mismo año por Sexto Piso en traducción, igualmente, de Mariano Peyrou. Ese inequívoco paralelismo entre ambas novelas hace que quiera comentarlas con continuidad, dejando para el final a El bosque, que es de 2019, y por tanto situada cronológicamente entre ambas. 

La historia que cuenta la novela nace, paradójicamente, del texto con el que se cierra el libro. Creo que anticipándolo ahora no desvelo nada sustancial que destripe la trama e imposibilite el disfrute de su lectura, pero, en cualquier caso, aviso para navegantes: hay un cierto “spoiler”. El breve fragmento reza así: John Pitcher, en otro tiempo corista de vuestra iglesia de Wells, fue traído desde allí hasta aquí para que nos sirviera en calidad de niño de nuestra capilla. Estas palabras aparecen firmadas por Isabel I, hija de Enrique VIII y de una de sus seis esposas, Ana Bolena, y reina de Inglaterra e Irlanda, la última de la dinastía Tudor, en la segunda mitad del siglo XVI. Nell Leyshon relata en una entrevista de 2022 el papel que esta nota, que se le “apareció” casi por azar, desempeñó en la génesis y el planteamiento de su novela: Tras publicar Del color de la leche fui a una pequeña ciudad, muy bonita, en Inglaterra. Allí hay una catedral increíble con una biblioteca. La bibliotecaria me mostró un papel escrito por Isabel I diciendo las palabras que aparecen al final del libro. La bibliotecaria pensó que me gustaría, aunque nunca averiguamos quién fue John Pitcher. Comencé a pensar en qué hubiera pasado si John Pitcher hubiera sido una mujer

Y en efecto, la escritora construye su relato sobre ese supuesto. Estamos en 1573, en un lugar innominado de la Inglaterra rural. En una granja miserable, sobreviviendo en condiciones precarias, cercanas a la indigencia, vive Ellyn, una niña sensible e inteligente, con su familia, su irascible madre, su padre impedido, postrado en una cama con las piernas paralizadas desde que se cayó del tejado de la casa, su agresivo hermano Tomas (sin tilde), pendenciero y violento (su temperamento es el sol ardiendo), mayor que ella, y la pequeña Agnes, recién nacida al comienzo de la novela y objeto de la adoración de su hermana (y entonces pongo las dos manos debajo de ti y estás toda envuelta en lana que aparto y tú vienes y abres los ojos pequeños unas rajas azules y miras me y estás en mis brazos y es como si sostuviera todo en mis brazos porque el resto del mundo desaparece y estás tú y estoy yo). El nacimiento de la niña, una boca más a alimentar, agrava la miseria y acentúa las privaciones del hogar. Ellyn, mi mandil de arpillera y mis pies descalzos y mis nudos en el pelo y mi piel llena de mugre, se ve obligada a trabajar sin cesar desde el alba hasta el ocaso (tenemos que abrir la tierra con el arado y tenemos que dar de comer mierda a la tierra y tenemos que plantar las semillas y tenemos que espantar a los pájaros y tenemos que cosechar y trillar y moler y amasar y levar y hornear el pan). Sus días están hechos de escasez, precariedad, hambre, suciedad, golpes, cansancio, grosería, desapego, mugre, discusiones, gritos, brutalidad, en una vida sin horizontes ni expectativas. La falta de recursos que provoca la incapacidad del padre obliga a la familia a vender alguna de sus ovejas para procurarse sustento. Ellyn acudirá al mercado atravesando, desde su inhóspita y aislada granja, los campos embarrados, recorriendo los caminos poblados de excrementos de animales, exponiéndose al frío y al viento. Una vez en su destino, el mágico sonido de un órgano, de un cántico masculino, la atrae hacia una iglesia vacía en donde permanece extasiada, estremecida, embelesada por la oscuridad, los cristales de colores de las vidrieras, los bancos de madera, el techo tan alto como las ramas de los robles, por el olor a manzanas podridas, por el frío del suelo y del aire y, sobre todo, por la delicadeza del canto, por su belleza: tengo una sensación tengo una sensación como si el verano el otoño el invierno llegaran a la vez tengo una sensación como si nada nunca fuera a ser igual (más adelante hablaré de la peculiar grafía y la singular sintaxis del texto, en uno más de los elementos concomitantes con Del color de la leche). Días después, en su personal “refugio” en una colina cercana, acostada bajo un roble, desde donde contempla la puesta de sol lejos de la hosca presencia familiar, Ellyn revive la experiencia: cierro los ojos echo la cabeza hacia atrás y abro la boca y hago un sonido y es un sonido largo donde todo enlaza se con todo y no hay espacio ni hay silencio y es un sonido igual al que escuché en su casa de piedra y soy yo sobre la colina al borde de la tierra plana y es mi boca abierta y viene de mí un canto igual que el del hombre. Un vecino la oye y, deslumbrado por su voz, se pone en contacto con el responsable de la Royal Singing School, el hombre que cantaba en la iglesia pocos días antes, que visitará a sus padres proponiéndoles que el chico -Ellyn es pequeña aún, sin formas femeninas, y el visitante ha confundido su sexo- se incorpore a la escuela para estudiar en ella y formarse musicalmente, a cambio de un pago a la familia. La institución está reservada a los chicos, por lo que, decepcionado al conocer que la dueña de la inigualable voz es, en efecto, una niña (qué pena que sea una chica), el religioso abandona la casa. El entusiasmo arrebatado de Ellyn por la cualidad -el don- recién descubierta (hay dentro de mí una semilla y cuando tienes una semilla dentro no hay nada que puedas hacer para impedir que crezca), la lleva a cortarse el pelo rojizo, a ceñir con las tiras rotas de una camisa vieja los muy incipientes pechos, a ponerse encima el blancosucio, la burda ropa interior de algodón, unos pantalones grandes de Tomas y a escapar de casa de buena mañana para, haciéndose pasar por su hermano (está cada vez más claro porque el sol está saliendo y está naciendo y cada día el sol nace hoy yo he nacido pero no como ellyn hoy he nacido como john), ingresar en el centro en contra de la voluntad de sus padres que, pese a estar necesitados de dinero, recelan de la Iglesia (nosotros no vamos a la iglesia porque los hombres de la iglesia dicen te lo que tienes que pensar y dicen te lo que tienes que hacer). Aceptada -aceptado- en la escuela, Ellyn/John comenzará su educación -es analfabeta y cualquier nimiedad obvia del mundo al que accede es para ella desconocida- intentando ocultar su secreto. La especial belleza de su voz la llevará a cantar, como John Pitcher (ha improvisado su apellido al ver una jarra sobre la mesa), ante la misma reina Isabel I. La novela cuenta las vicisitudes de esa estancia de Ellyn en la escuela en los detalles de su cotidianidad y, sobre todo, en el flujo de sus pensamientos y emociones, desubicada, a caballo de dos universos (Pero yo no sé quién soy ahora, porque tengo un pie en la mierda y el otro en la capilla. Ahora sé cosas, sé leer, sé escribir. Quiero eso para ti. Y quiero música para ti. Quiero llevarte a oírla, piensa, teniendo presente a Agnes). 

La mera presentación de esta ligera trama argumental permitirá a cualquier lector medianamente avezado constatar los muchos elementos comunes entre las dos novelas, tanto en su contenido como en su forma, tanto en detalles más o menos anecdóticos como en los aspectos más relevantes y definitorios. Es tal el paralelismo entre Del color de la leche y La escuela de canto que uno puede llegar a preguntarse -alentado, además, por la antedicha falta de información sobre el segundo título, carente de referencias incluso en la propia página web de la autora- si se trata de la misma obra en dos estadios diferentes de su creación -esbozo y obra terminada- o reconvertida de un medio a otro -drama radiofónico o teatral y novela-, o incluso -en la apoteosis de la paranoia- si se trata de un texto pensado y “cocinado” expresamente para el público español, pues, como ya he anticipado, Del color de la leche, de recepción excepcional en el mundo entero, tuvo una muy especial acogida en nuestro país, siendo Libro del Año en 2014. En fin, especulaciones rozando el delirio por mi parte, pero si bien resulta obvio que el contexto histórico, los personajes, los detalles concretos de la ambientación son clara y radicalmente distintos en una y otra novela, también es evidente la muy inusual abundancia de similitudes entre ambas. 

Así por ejemplo, los hechos narrados se sitúan en los dos libros en períodos pretéritos que, aunque distantes en el tiempo -1830 y 1573-, permiten a la autora recrear el pasado de modo convincente, transmitiendo al lector con idéntica verosimilitud la cotidianidad, el marco histórico -siquiera sea tangencialmente, como telón de fondo- y la atmósfera de cada época. Coinciden también en el protagonismo de unas niñas, Mary y Ellyn; en la profunda indagación psicológica, el acertado “retrato” de la personalidad de las chicas, de sus perfiles similares: inocentes, analfabetas, ignorantes, criaturas salvajes que han crecido al margen del mundo, pero, a la vez, inteligentes, decididas, sensibles, valientes, inconformistas con su destino; en la destacada singularidad del color de sus cabellos -albino y rojizo, en cada uno de los casos-; en una existencia rudimentaria condicionada por la pobreza y las carencias, por el hambre, la precariedad y la escasez; en el muy limitado entorno que enmarca la acción: unas granjas familiares miserables y aisladas, en las que no hay más aliciente que la difícil supervivencia; en la ausencia total de expectativas, ilusiones o futuro en unas vidas tristes hechas de sufrimiento y dolor; en la crudeza de los relaciones familiares, con unos progenitores severos, con hermanos hostiles, con peleas, insultos, agresiones; en el trabajo embrutecedor como única actividad que marca el paso de las horas; en la figura de un pariente incapacitado, con las piernas destrozadas a causa de un accidente, de una caída -de un tejado, de un almiar-; en la presencia salvífica de un miembro de la familia -el abuelo, la pequeña Agnes-, que representa la esperanza, la ternura, la alegría, la sensibilidad en un escenario áspero, desolador, amargo; en la “venta” de las protagonistas a la Iglesia para poder subvenir a las necesidades económicas y de subsistencia familiares; en las mejores condiciones de vida, tanto materiales -comida, alojamiento, higiene-, como espirituales -educación, aprendizaje, cultura, afecto, consideración- a las que las niñas acceden en su nuevo entorno; en la leve dosis de intriga -¿qué lleva a Mary a trasladar sus reflexiones a un diario?, ¿se descubrirá la auténtica identidad de Ellyn?-; en la cultura -la escritura en el primer caso, la música en el segundo- como elemento liberador, como ventana que muestra otros mundos (porque en el mundo hay más cosas además de los árboles y los pájaros y la vaca, dirá Ellyn), otras realidades, que permite vislumbrar un horizonte propicio, emancipado (está solo madre y la tierra y los árboles y los pájaros y yo pienso en el frente de piedra de la catedral y en el techo que hay dentro y en el sonido y en el canto por la noche y pienso en la escuela y en el abecedario y en las letras y en las palabras y en quién es enrique y en quiénes son sus esposas y en las historias de la biblia y en todas esas palabras en latín y entiendo que aquí no existe nada de eso y yo pensaba que era todo el mundo); en la toma de conciencia de ambos personajes sobre las desigualdades y la injusticia del mundo (pienso en que allí las mesas son más grandes que esta habitación y pienso en toda la comida y las paredes de madera y los libros y en que no está bien que nosotros no tengamos nada y ellos tengan todo, siempre en palabras de Ellyn); en su lucidez, que les permite vislumbrar y entender la naturaleza abusiva y violenta de las relaciones sociales, condicionada por las diferencias de nacimiento, de clase, de sexo (Algunos tenemos los pies metidos en la mierda y otros los tienen metidos en pantuflas de cuero. Y voy a terminar gritando lo injusto que es todo; de nuevo Ellyn); en el papel de la Iglesia como coadyuvante del mantenimiento de ese orden social arbitrario e injusto; de la violencia que se ejerce sobre los débiles, sobre los desposeídos, sobre los desheredados. 

Igualmente, y aquí quiero hacer un aparte para resaltar un aspecto que ya estaba -larvado aunque nítido- en Del color de la leche- pero que en La escuela de canto se manifiesta de modo rotundo, categórico, explícito, con un subrayado que, a mi juicio, resulta innecesario en una obra literaria y la hace desmerecer, ambos libros tienen en común también la que podríamos llamar “cuestión femenina”, la “denuncia” del sometimiento, la opresión, la esclavización y los abusos que durante tanto tiempo han sufrido -y en mucha menor medida aún sufren- las mujeres. En esta última novela, Ellyn no solo se da cuenta de su dominación y se rebela contra ella, por sí misma y por Agnes, por su futuro, por su liberación, para que la pequeña no tenga que sufrir lo que ella ha padecido (tienes que saber que yo tengo que hacer esto porque lo estoy haciendo por ti además de por mí porque tú eres una chica igual que yo), sino que asume una voz plural, que parece representar a todas las mujeres, multiplicándose así, en el libro, las manifestaciones de esa progresiva autoconciencia de la chica que, en su peculiar torrente de pensamiento, formula, de manera algo improbable -no resulta plausible en una niña de sus características- y anacrónica -sus palabras suenan a discurso “protofeminista”, impensable en 1573-, en términos de comprometida militante feminista del siglo XXI (solo le faltaría hablar de “sororidad” para situarse en el terreno del panfleto); como en estos dos ejemplos: 

Es el cuerpo de una mujer. Soy un paisaje, un mundo. Y sé que dentro de mi tajo hay todavía más: hay otro mundo, un mundo escondido. Y sin ese mundo no hay ningún mundo. 

Tengo una voz. Es mi voz. He empezado a usarla y no voy a parar. Cuando empiezas ya no puedes parar. Tú también tienes una voz, Agnes, y yo quiero que tú uses tu voz. 

Sin embargo, hay belleza y emoción en el proceso que vive la chica, en el reconocimiento de su condición, en su clarividencia; hay sensibilidad y delicadeza y sentimiento en su amor y su entrega a la pequeña Agnes. Es el paso ulterior, la identificación de su vivencia personal, íntima, con una “causa” colectiva, el que Leyshon hace que su protagonista dé y el que, desde mi punto de vista debería haberse obviado. Cualquier lector puede, sin necesidad de que la mano de la autora se lo señale, intuir el valor metafórico de la voz de la niña, que rompe el silencio secular de la mujer. ¿Por qué enfatizarlo, por qué resaltarlo de manera expresa? Es sabido -ya lo he referido aquí en otras ocasiones- que no me gustan los subrayados, los énfasis, los mensajes demasiado explícitos, que se ofrecen “predigeridos”. Prefiero la sutileza, el confiar en que la inteligencia del lector saque sus propias conclusiones, sin dirigir su mirada -ni mucho menos su pensamiento-, sin insistir, sin llamarle la atención, sin recalcar, trazar o señalar, sin poner el foco de modo evidente en un “mensaje”. Pese a esta objeción, que nadie se confunda: estamos ante una novela bellísima, acabo de hablar de sensibilidad, delicadeza y sentimiento, y añado ahora gracia, emoción y ternura como sus rasgos dominantes. 

No quiero dejar pasar mi comentario sobre el último de los elementos en el que concuerdan los dos títulos, las particularidades estilísticas, ya adelantadas a propósito de Del color de la leche, que se repiten en La escuela de canto y que ya han podido apreciarse en los fragmentos que he intercalado entre mis comentarios: juegos tipográficos, incorrecciones sintácticas, gramaticales y ortográficas, ruptura de la disposición habitual de los párrafos, puntuación poco convencional, inexistente en la mayor parte del libro, ausencia de mayúsculas, palabras escindidas, otras inventadas, pronombres cambiados de lugar (Ellyn parece asturiana, así la “escucha” el lector, al alterar la posición del pronombre, siempre tras el verbo: levanto me la manga del blancosucio para enseñar el moratón que tengo en la piel y bajo me el cuello del blancosucio para enseñar las marcas donde hizo me daño pero madre ni siquiera mira me y levanta la mano y mueve la rápido y da me una bofetada), entre otros notables recursos. 

Sin tiempo apenas para algo más que un breve comentario, os hablo de El bosque, la tercera obra de Nell Leyshon que he querido traer esta tarde a Todos los libros un libro. Es, una vez más, un libro espléndido, conmovedor, lleno de emoción y sensibilidad, muy bello, cuya lectura provoca un impacto perdurable en quien se adentra en sus páginas, de un modo tanto o más intenso que en las dos otras novelas. Publicado en nuestro país, como ya he señalado, en 2019, en traducción de Inga Pellisa, el libro se aparta, en cuanto a su temática y al planteamiento argumental, de los anteriormente reseñados, aunque mantiene los muy singulares rasgos de estilo, el relativo “experimento” formal y la voz, tierna, sentimental, melancólica y cercana con la que se nos narran los hechos, la magia, el lirismo y la sensibilidad de su prosa, habituales de la literatura de Leyshon. Con dos protagonistas principales, el pequeño Paweł -seis, ocho años- y su joven madre Zofia, la obra, con una estructura muy cercana al teatro -y dada la condición de dramaturga de su autora, no resulta extraño que haya sido concebida o vaya a ser objeto de alguna adaptación a la escena-, se articula en tres partes o actos (aparte de unos muy relevantes y necesarios preámbulo y coda final, que no se presentan como tales sino, en ambos casos, bajo la rúbrica de “dos cartas”, como luego precisaré). En la primera, ambientada en Varsovia, en los días de la ocupación de Polonia por las fuerzas del Reich, el niño y su madre sobreviven, en una ciudad desmantelada, con una historia y un pueblo diezmado, en un clima opresivo de desasosiego, amenaza e inquietud, de incertidumbre y miedo, recluidos en la casa familiar, a la que llegan de continuo los ecos de explosiones y disparos, de las detonaciones y las bombas que hacen que todo en la vivienda vibre y se resquebraje (El sonido comienza, un fragor profundo, al final de la calle. Una explosión. Resuena y reverbera en los muros de los edificios, se hace más intenso a medida que se acerca, y entonces los marcos de la ventana empiezan a vibrar uno contra el otro, el cristal vibra contra el marco, y da la impresión de que el suelo se mueva bajo sus pies). Junto a ellos, en el inmueble conviven la abuela y la tía Joanna, madre y hermana de Zofia, respectivamente. El padre, Karol, que colabora con la resistencia contra el invasor nazi, aparece de manera esporádica, entre una y otra acción de las que no se nos da cuenta en el texto. La condición de médica de la abuela y el compromiso paterno enfrentándose a las fuerzas ocupantes, convierten la casa, su sótano, en un refugio al que, clandestinamente y arriesgando las vidas de todos, se acerca a heridos y a combatientes necesitados de atención médica. En uno de estos traslados nocturnos, Paweł, desvelado, vislumbra a un hombre maltrecho al que su padre y dos desconocidos conducen envuelto en una alfombra que pretende ocultar su presencia. Es Michael, un soldado inglés, aterrizado en paracaídas, que con una pierna destrozada se debate entre la vida y la muerte. Leyshon sintetiza así este primer escenario: Están todos aquí atrapados, en este piso, en esta ciudad ocupada llena de gente en peligro. Con un inglés escondido. Un aviador inglés

En la segunda parte, y como consecuencia de ciertos sucesos que no quiero desvelar, Zofia y Paweł han debido abandonar su hogar y los encontramos cobijados en un bosque, precariamente instalados en un establo en el que se esconden en condiciones muy limitadas, sobrellevando con estoicismo el hambre, el frío, la inseguridad, la falta de información sobre el destino del resto de los familiares, el doloroso lastre de los recuerdos. Su elemental subsistencia se sostiene gracias a la ayuda de una anciana, Baba, misteriosa, con algo de bruja, que les provee de alimentos, pagados, al parecer, por un Karol que ha desaparecido de escena, entregado a sus batallas furtivas. La tercera pieza de la obra lleva a los personajes a otro tiempo y otro espacio bien distintos. Han pasado los años, y Zofia (que ya tiene cincuenta y ocho) y Paweł, que ahora se llaman Sofia y Paul, viven en Inglaterra. Ella en Londres, solitaria viuda de Peter, al que había conocido tras su llegada como refugiada; él en Glastonbury, en un tranquilo ámbito rural compartiendo su vida con Alexander, su pareja homosexual, un personaje espléndido. Los secretos del pasado, la memoria, los vínculos, las preguntas sin responder, el dolor y las pérdidas, el amor y los afectos maternofiliales, también las turbulencias de la relación entre la mujer y su hijo, afloran en un frente del libro especialmente emocionante y enternecedor que deja al lector con una dulce congoja en el alma y al borde de las lágrimas. 

En estos tres contextos diferentes, en las interacciones de los personajes y, sobre todo, en el irrefrenable flujo de conciencia, la incesante corriente de pensamiento (Mírala, otra vez pensando: no sabe parar su mente, no ha sabido nunca. Una cháchara mental interminable) de Zofia/Sofia (aunque no solo, porque también “oímos” el discurrir de Paweł/Paul, intercalados ambos con la descripción de los hechos, en una magistral trabazón del monólogo interior y el estilo indirecto libre), la hipnótica, seductora, intimista y exquisita prosa de Leyshon propone a quien se adentra en la novela la reflexión sobre un gran número de ideas de extraordinario interés universal: la maternidad (Qué cosa esta de ser madre) y las relaciones maternofiliales (ese leitmotiv recurrente en sus libros; al menos en los tres que he leído: siempre una madre y un hijo, o una hija), la ambivalencia de los sentimientos que suscita, el conflicto que supone entre la sujeción y la independencia, entre la entrega y la libertad; la imposibilidad de alcanzar los sueños, incluso los más asequibles, y la angustia de la renuncia a ellos; los misterios, los oscuros secretos, los temores y los miedos de la infancia; el absurdo de la guerra, la desolación que conlleva, el afloramiento del mal; la importancia de la naturaleza; el ansia de pertenencia, el valor la familia; la fuerza de la vida, la voluntad de perseverar y la simultánea tentación del abandono; la necesidad de recomposición tras la adversidad, el cansancio de la lucha; la ausencia, la nostalgia y la tristeza, el dolor; la búsqueda de sentido a la existencia; el compromiso, la entrega, los afectos; el instinto de supervivencia, la vida como transformación, la adaptación a los cambios; la imprevisibilidad, la incertidumbre, la futilidad última de todo plan, de todo proyecto; la vertiginosa vorágine del pensamiento (Ésta es la locura de ser humano. El pasado y el presente coexisten); la reflexión, la autoconciencia, la identidad; la memoria, los recuerdos, el olvido, la soledad; la serena aceptación de las pérdidas y el sentimiento de permanencia, de continuidad; la desesperación, el miedo; el destino, la causalidad, los azares; la comprensión, la tolerancia, el respeto; el misterio (en una clave del libro: No todo es conocido: siempre hay misterio. Siempre hay un bosque); el paso del tiempo, el deseo de perpetuarse, la vejez, el deterioro, la enfermedad, la inminencia del fin, el círculo -un elemento simbólico esencial en la novela, como luego comentaré) que se completa (los tres estadios de la vida de una mujer. Primero, el albor anterior a la sangre, el pecho todavía plano. Luego los años de la posibilidad, cuando las entrañas ocultas del cuerpo de una mujer son capaces de crear otro cuerpo. Por último, el paisaje después de la sangre, que puede recordarle a una mujer su yo del comienzo, libre, dispensada del deber de salvar a la raza humana de la extinción. Es ahí cuando la vida avanza hacia la compleción, cuando el tiempo se transforma y la línea se convierte en círculo); las luces y sombras de la vida, sus contradicciones; el amor, su poderosa energía y la vulnerabilidad en que nos sume (El amor nos hace vulnerables. Es como desprenderse de una capa de piel, una exposición del sistema nervioso); la lúcida reivindicación de la condición femenina, de su singularidad tantas veces condicionada por la exigencia externa (un elemento que se presenta de modo muy sutil, como, por ejemplo, en la descripción de las “visitas” de Karol en el encierro de la familia: el hombre que llega y parte, no sin antes “reclamar” su tributo, en comida, en sexo, ante el silencio conformista y sumiso de Zofia: Él sube la mano por su costado. La toca donde la pierna se junta con el trasero, donde se hunde su cintura, donde se eleva el pecho. —No hagas ruido —susurra ella—. Paweł duerme. Cierra los ojos. Ella quería noticias, no esto); la revisión de los valores sobre la diversidad sexual (Ella sabe que el mundo está cambiando muy rápido, no es tonta, pero tiene casi sesenta años y es hija del mundo en el que nació. Ahora se espera de ella que haga un giro enorme. Lo que era ilegal ahora es legal. Lo que no se decía ahora se dice. Hay reglas nuevas y ella creció en el viejo mundo. No es fácil); la trascedencia de la cultura, del arte, de la música -Zofia toca el violonchelo, Paweł el violín-, de los libros (en otro elemento reiterado en Leyshon); la importancia de las historias, de la ficción, de la literatura para sostener nuestra vida (Las historias son importantes. Es la manera que tiene la gente de intentar entender por qué está aquí el mundo y qué hacemos nosotros en él). 

Y todo ello en un relato de extraordinario magnetismo, que atrapa y arrebata (las trescientas páginas del libro se devoran en unas horas). Nell Leyshon es una excelente narradora, con su estilo poético, que evoca sentimientos y emociones, que transmite tristeza, sufrimiento y melancolía, pero también alegría y calidez, humor incluso, hondura e inteligencia. Una prosa demorada y brillante, que se recrea en los detalles (El fregadero, la ventana, la cocina, la mesa y las sillas, el gran aparador, los estantes. Los candeleros de plata, las fuentes de plata, las tapas de plata. La porcelana azul y dorada). 

Hay, de nuevo -y con este apunte termino-, una muy ostensible presencia del recurso al juego formal, que empieza en la tipografía del texto, se prolonga en la estructura de la novela y finaliza en el “mensaje” final de la obra. Las tres partes del libro aparecen divididas en capítulos que obedecen a una disposición en cierto modo palindrómica. Así, en la primera sección -ciudad-, cada apartado se titula con el nombre de un objeto que centrará el relato de los hechos tratados (una cuchara, un trapo, un cristal, un paño rojo, una funda de almohada, una taza de porcelana, un cordón, un vestido rojo, una camisa azul, un libro, una sábana fría, una esquirla de cristal, una aguja e hilo, una mancha de sangre, una puerta, polvo). En la tercera parte -pueblo-, los capítulos llevan el mismo título aunque en orden inverso (polvo, una puerta, una mancha de sangre, una aguja e hilo, una esquirla de cristal, una sábana fría, un libro, una camisa azul, un vestido rojo, un cordón, una taza de porcelana, una funda de almohada, un paño rojo, un cristal, un trapo, una cuchara). En el “acto” central de la obra -bosque-, el eje sobre el que gira y gravita la historia (hay un antes y un después a la estancia en el bosque), los capítulos aparecen bajo unas rúbricas que son los nombres científicos, en latín, de los vegetales (abedul, patata, col, seta calabaza, trigo) que tendrán un papel relevante en el apartado correspondiente, también dispuestas como un palíndromo (betula pendula, solanum tuberosum, brassica oleracea, boletus edulis, triticum aestivum, triticum aestivum, boletus edulis, brassica oleracea, solanum tuberosum, betula pendula). Este esquema circular, perceptible ya desde el índice de la novela, que os transcribo a continuación, refleja de modo gráfico una de las ideas principales del libro: el constante vínculo entre pasado y presente, el tiempo circular, la vida que se repite (El recuerdo de aquel momento, bebiendo tila en el bosque, está dentro del momento en que bebió tila con Peter en el piso de los árboles, que está dentro de este momento, ahora mismo, sentada ahí con la taza y el platillo al lado en este cuarto. Un recuerdo dentro de otro recuerdo dentro del presente).  

En fin, cierro aquí esta reseña cuya extensión, como tantas otras veces, se me ha ido de las manos. Y lo hago con mi entusiasta invitación a leer estas tres novelas memorables: Del color de la leche, La escuela de canto y El bosque. No las olvidaréis. Os dejo ahora con un tema musical mencionado en el último libro: el Preludio de la Suite para violonchelo n.º 1, de Bach, en la versión de Ophélie Gaillard.  


dos cartas

ciudad

pueblo

una cuchara

polvo

un trapo

bosque

una puerta

un cristal

una mancha de sangre

un paño rojo

betula pendula

una aguja e hilo

una funda de almohada

solanum tuberosum

una esquirla de cristal

una taza de porcelana

brassica oleracea

una sábana fría

un cordón

boletus edulis

un libro

un vestido rojo

triticum aestivum

una camisa azul

una camisa azul

triticum aestivum

un vestido rojo

un libro

boletus edulis

un cordón

una sábana fría

brassica oleracea

una taza de porcelana

una esquirla de cristal

solanum tuberosum

 

una aguja e hilo

betula pendula

un paño rojo

una mancha de sangre

un cristal

una puerta

un trapo

polvo

una cuchara

dos cartas

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Nell Leyshon. Del color de la leche; La escuela de canto; El bosque