Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 10 de septiembre de 2025

ROSELLA POSTORINO. ME LIMITABA A AMARTE

Buenas tardes. Bienvenidos un curso más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Transcurridas las vacaciones veraniegas, iniciamos nuestra decimosexta temporada con la misma ilusión y el mismo entusiasmo que el primer día, en aquella primera emisión de septiembre de 2010. Un año más, tras seiscientas ediciones del programa (la de hoy es, exactamente, la número seiscientos dos), repleto de espero que atractivas y estimulantes propuestas de libros, como siempre de géneros, estilos, orígenes, autores y planteamientos muy diversos. 

Para empezar, serán dos los libros recomendados, las dos únicas novelas de su autora, la italiana Rosella Postorino, traducidas en nuestro país. De la primera de ellas, La catadora, aparecieron aquí, en este blog, mis comentarios en abril de 2020, en pleno confinamiento por el coronavirus, sin que, por tanto, el programa pudiera llegar a emitirse. Rescato ahora mi reseña de entonces, hilándola con la relativamente reciente publicación -en enero de este mismo año- de Me limitaba a amarte, la última tras otras seis novelas anteriores. 

La catadora es una ficción construida a partir de hechos reales, la terrible historia de Margot Wölk, nacida en 1917 y muerta en 2014, poco tiempo después de decidirse a romper el silencio en el que se encerró casi toda su vida y del que salió para contar los trágicos días -los dos últimos años de la Segunda Guerra Mundial- en los que, junto a otras catorce mujeres, se desempeñó como catadora de Hitler, probando la comida del dictador antes que él para alejar cualquier posibilidad de envenenamiento del Führer. En 2012, la súbita irrupción de Wölk, entonces una frágil viejecita de 95 años, en los medios de comunicación relatando su insólita y dramática experiencia, despertó el interés de la joven escritora italiana Rosella Postorino, que intentó infructuosamente localizarla y entrevistarse con ella, logro que resultó imposible al morir la anciana poco después de su “fulgurante” aparición pública. Postorino, “obsesionada” por su historia, y tras un largo proceso de documentación (he tenido que estudiar muchísimo, confesaba en una entrevista: la alimentación del Führer, con las recetas de los platos que comía, cartas, entrevistas, libros, escuchas telefónicas, testimonios, perfiles psicológicos, novelas ambientadas en esa época...), acabó por dar a la luz su novela, el emotivo relato cuya lectura ahora recomiendo con entusiasmo y que se publicó en España en 2018, traducido del italiano por Ana Ciurans Ferrándiz, en la editorial Lumen. El libro, que ganó el prestigioso Premio Campiello en su país (además de otros “menores” como el Pozzale Luigi Russo, el Rapallo, el Vigevano Lucio Mastronardi, el Chianti, el Wondy, el Premio Sognalib(e)ro) y el Prix Jean Monnet de literatura europea, ha sido objeto, en este mismo 2025 de una traslación cinematográfica dirigida por Silvio Soldini (Le assaggiatrici; Las catadoras de Hitler, en España). Hay también, basado en la novela, un premiado cortometraje del británico Magnus Irvin. No he podido ver ninguna de las dos obras, ni localizar la forma de hacerlo. 

En los últimos meses de 2019, poco después de la aparición de la novela de Postorino -se ve que en este mundo globalizado, las ideas se repiten sin que llegue a saberse muy bien dónde está la originalidad y dónde la apropiación, sobre todo cuando las potencialidades literarias de una historia como ésta son formidables-, el sello Espasa presentó La catadora de Hitler, de un escritor para mí desconocido, V.S. Alexander. Su editorial lo presenta como un thriller histórico, en un enfoque que parece ser -no he leído el libro- menos “literario” que el de la obra de la italiana. 

La catadora es, indudablemente, una novela; ficción, pues. El marco general de referencia y algunas circunstancias de la vida de la protagonista, Rosa Sauer (su marido desaparecido en combate; su abandono de Berlín y su estancia en Gross-Partsch, en la Prusia Oriental, en donde viven sus suegros y en donde será captada para su perversa tarea en el cuartel general en el que el dirigente nazi permanece recluido al frente de su ya declinante ejército; el grupo de mujeres que probaban la comida de Hitler -quince en la historia auténtica, diez en el libro-; la relación con el oficial de las SS) son elementos reales, con su idéntica correspondencia con la verdadera biografía de Margot Wölk. El resto, sin embargo, la construcción de la psicología del personaje; el atinado retrato de las demás “cobayas”; la atmósfera del cuartel en el que llevaban a cabo su labor; la muy verosímil ambientación; las figuras de los carceleros; las relaciones entre las mujeres y de éstas con sus guardianes; las interioridades de la singular y controvertida historia de amor con un teniente nazi; las reflexiones y los planteamientos que se hace la protagonista son creación, estupenda invención, de la autora, aunque siempre sobre la base, como ya se ha dicho, de una exhaustiva investigación sobre los hechos históricos. 
La trama que relata el libro es, por lo tanto, bien conocida. Rosa Sauer cuenta en primera persona su experiencia a partir del día en que, con veintisiete años, en otoño de 1943, se convierte en catadora de Hitler. Rosa había nacido en Berlín el 27 de diciembre de 1917 (en otro elemento en común con su correlato real pero que provoca una contradicción en los datos que se presentan en la novela: en otoño de 1943, Rosa no podría tener de ninguna manera veintisiete años; estaría a punto de cumplir los veintiséis). Los recuerdos de su infancia (la narración salta de adelante atrás y viceversa, intercalando muy convincentemente detalles de la vida pasada) son relativamente felices -la escuela elemental, la tabla de multiplicar aprendida de memoria, el camino diario al colegio, los libros bajo la almohada, los juegos en la plaza, los pasteles en Navidad-, con algún tímido y perturbador atisbo de infantil violencia -una infancia llena de culpas y secretos-, en un par de pinceladas que la autora apunta levemente, anticipando el clima en que se desenvolverá la experiencia posterior: las hormigas decapitadas con las uñas, el día en que se asomó a la cuna de su hermano Franz, me puse su manita entre los dientes y la mordí con fuerza

La familia es católica, con el padre, un empleado del ferrocarril excombatiente de la Primera guerra mundial, votante de centro, que escucha escéptico en la radio los discursos grandilocuentes de Hitler, al que considera -siquiera en la silenciosa y cómplice intimidad del hogar- una desviación transitoria (Yo no era nazi, nunca lo fuimos, dirá ella. De niña no quería entrar en la Bund Deutscher Mädel, la Liga de Muchachas Alemanas; no me gustaba el pañuelo negro que se pasaba bajo el cuello de la camisa blanca. Nunca fui una buena alemana); y la madre, modista, que trabaja en casa, en un cuarto de estar cubierto a todas horas de carretes e hilos de todos los colores. Y en esa aparentemente plácida escena familiar, Postorino introduce otro elemento inquietante con el que dirige la atención del lector hacia el gran tema del libro, la muerte (y la comida): Mi madre chupaba el cabo de la hebra para que fuera más fácil enfilarla por la aguja; yo la imitaba. Chupaba las hebras a escondidas y jugueteaba con ellas con la lengua, probando su textura en el paladar; después, cuando se habían convertido en un grumo húmedo, no lograba resistir la tentación de tragármelo para ver si, una vez dentro de mí, me provocaba la muerte. Pasaba los minutos siguientes intentando advertir las señales de mi muerte inminente, pero como no me moría acababa olvidándolo. De todas maneras, siempre guardaba el secreto, y a veces me acordaba de noche, convencida de que había llegado mi hora. El juego de la muerte empezó muy pronto. No hablaba de ello con nadie
 
Con veintidós años se casará con Gregor, un joven ingeniero para quien había empezado a trabajar de secretaria. Un año después, él será movilizado al frente oriental. El padre morirá de un infarto al poco de comenzada la guerra, la soledad del hogar sin marido llevará a Rosa a volver a vivir con su madre, pero un bombardeo acabará con la casa familiar y con la vida de su progenitora, y entonces tendrá que recorrer setecientos kilómetros en un viaje de cincuenta horas, para huir de la guerra, dejar atrás Berlín y asentarse en Gross-Partsch, en lo que hoy es Polonia, en la casa de sus suegros, en la que había nacido Gregor. Al poco de llegar, probablemente alertados por el alcalde del pequeño pueblo, dos soldados de la SS se presentarán en su nuevo domicilio y, categóricamente -el Führer la necesita-, la obligarán a acompañarlos a un cuartel cercano, en Krausendorf. 

Y es que a solo tres kilómetros de Gross-Partsch, oculto en el bosque, invisible desde lo alto, estaba el complejo militar de Rastenburg, la Wolfsschanze, la Guarida del Lobo, el vasto espacio en el que Hitler -el Lobo- se escondía, paranoico, de los muchos enemigos que lo asediaban e intentaban asesinarlo -una legión de cazadores estaba buscándolo- dirigiendo los designios de su ya languideciente Reich mientras se multiplicaban las derrotas bélicas y sus ejércitos reculaban en todos los frentes. Escondido en un muy denso bosque, el gigantesco espacio, que contaba con numerosos edificios y búnkeres, y en el que vivían dos mil personas y trabajaban cuatro mil, estaba rodeado de enormes medidas de seguridad que lo hacían casi inaccesible. Allí, en un comedor instalado en una antigua construcción escolar, al que la conducían los militares cada mañana para devolverla a casa por la noche, Rosa se enfrentaba a la muerte tres veces al día probando una comida que, quizá -y la angustia derivada de ese adverbio resulta inimaginable-, pudiera estar envenenada: Trabajar para Hitler, sacrificar la vida por él: ¿no era acaso lo que hacían todos los alemanes? Pero de eso a ingerir comida envenenada y morir sin más, sin que ni siquiera mediara un disparo de fusil, una explosión. (…) Una muerte con sordina, entre bastidores. Una muerte de ratón, nada heroica. Las mujeres no mueren como héroes

La catadora es la historia de esa experiencia, centrada fundamentalmente en la minuciosa descripción de las interminables jornadas repartidas entre el comedor y el hogar de sus suegros, pero abierta también a múltiples “hilos” que transitan por el recuerdo de los días dejados atrás -la infancia, el noviazgo y la boda, la corta convivencia conyugal- y que, sobre todo, se desenvuelven en torno a las preocupaciones y los sentimientos de la protagonista a lo largo de su vivencia: las reflexiones sobre la muerte y el miedo; sobre el ansia de vida; sobre el deseo y el amor que se abren paso, irresistibles, pese a lo inhumano de la situación, en aquel entorno cruel; sobre la responsabilidad y la culpa; sobre la cobardía y el valor; sobre las contradicciones de la naturaleza humana… 
 
Y todo ello en un relato que, de modo tenue pero significativo, contiene alusiones al mundo “externo” a ese microcosmos particular en el que pasan sus días las catadoras: la llegada de Hitler al poder; la locura nazi; la artificiosa construcción de un “espíritu de pueblo” y de un desmesurado, delirante y siniestro sentido de pertenencia a una inventada patria “pura”; el señalamiento del “enemigo” primordial en los judíos, mediante bulos y leyendas descabellados; las primeras arbitrarias detenciones y deportaciones; los avances y retrocesos de la guerra; los detalles de la personalidad y la vida de Hitler, sobre todo los referidos a su misteriosa estancia en la Guarida del Lobo; el atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944, que Postorino introduce de modo tangencial pero relevante en la narración (en el libro de V.S. Alexander, en cambio, la conspiración contra el Führer y el intento fallido de asesinato ocupan un papel central, pues la protagonista, Magda Ritter en su nombre novelesco, mantendrá una relación con uno de los cabecillas de la operación). 

La recreación de la rutinaria actividad en el comedor es magnífica. Rosa observa a sus compañeras (a una chica con la cara con rojeces, a una mujer de hombros anchos y lengua larga, a otra que había abortado, a otra que se creía una pitonisa, a una chica obsesionada con las actrices de cine y a una judía), entabla relación con ellas (discreta y superficial en casi todos los casos, sus vidas íntimas cerradas para las demás), ve pasar los días. Todas comen juntas, al principio hambrientas, ávidas, ansiosas, atragantadas (las carencias en el exterior las hacen contemplar su “oficio” como una oportunidad privilegiada), también medrosas, afligidas por su posible destino final. El escenario, desprovisto de sus connotaciones trágicas, se muestra en ocasiones con visos de normalidad: Escuchándolo con los ojos cerrados, el sonido del comedor habría podido resultar agradable. El tintineo de los tenedores en los platos, el rumor del agua al verterse, el repicar del cristal sobre la madera, el rumiar de las bocas, el taconeo de los pasos, el solaparse de voces, trinos de pájaros y perros que ladran, el rugido distante de un tractor que nos llega por las ventanas abiertas. No habría sido más que el sonido de un grupo de personas que comen juntas; inspira ternura la necesidad humana de comer para no morir

El inhumano “trabajo” de las catadoras (somos diez tubos digestivos) acabará por convertirse para Rosa y sus compañeras en una rutina. Todas son conscientes, sin embargo, de su nulo valor como personas, de que están en una cárcel, de que en cada nuevo bocado puede írseles la vida, de que, dentro de la fortuna que representaba sobrevivir, la incertidumbre y las tensiones, la ansiedad, los recelos y la angustia, el sometimiento y las amenazas minaban su juventud y agotaban sus energías vitales. 

Los días están presididos por la permanente presencia de la muerte: vivir es, en realidad, un progresivo acercamiento a la muerte, y en su caso, la comida opera como metáfora de esa ambivalencia radical que a todos nos constituye (mi miedo a morir, mi cita con la muerte, en suspenso desde hace meses y que no puedo anular). Son constantes las reflexiones sobre este juego dual -comida/veneno, vida/muerte-, y sus fecundas implicaciones simbólicas. Pero esa dualidad es solo una de las muchas que permean el texto y que hacen que el libro de Postorino vaya más allá de la mera narración de una peripecia vital en sí misma apasionante. Es notorio, con abundantes comentarios al respecto de la protagonista y sus compañeras, el paradójico conflicto entre el miedo a morir de hambre y el miedo a morir precisamente por comer. Hay, también, una explícita dimensión metafísica en ese dilema: la vida es, siempre, una condena a muerte, cada existencia es una constricción, el peligro continuo de chocar contra algo

Pero, pese al riesgo, las catadoras están vivas, movidas, pues -con la mera fuerza de la biología-, por su impulso de supervivencia, y Rosa se tortura por ello, por su cobardía, se debate entre el impulso ingenuo de idealismo romántico que la conduciría a no colaborar con un régimen brutal y la renuncia consciente al heroísmo siguiendo su destino animal que la lleva a preservar su vida. Y esta dicotomía cruel -sacrificio valiente y estéril frente a egoísmo salvador- se acentúa cuando afloran el deseo (Todas necesitábamos sentirnos deseadas, porque el deseo de los hombres hace que existas más), la pulsión erótica e, incluso, el amor. Rosa se encuentra clandestinamente con un oficial nazi, el teniente Albert Ziegler, responsable del cuartel y, por tanto, el hombre que tenía poder de vida y muerte sobre mí y el resto de las catadoras. Su atracción sexual, intensa y recíproca (abrazarle era como volver a respirar), se convertirá en amor, y el reflejo de este sentimiento impregna los pensamientos de la mujer: [cada vez que lo olía] sentía que se me derretían las caderas, afirma. Caderas que se derriten, que se aflojan. No sé describirlo de otra manera, el amor. El amor, un tiempo suspendido, una escandalosa bendición. Y también: el amor nace precisamente entre desconocidos, entre extraños impacientes por forzar los límites

Pero en esas circunstancias extremas, ese amor, noble pero moralmente prohibido, nace marcado, herido, lastrado por la culpa, otro de los ejes temáticos sustanciales en el libro. Y de nuevo la novela se puebla de las dudas y vacilaciones de la mujer, de sus simultáneas justificaciones y reparos, de sus excusas y reprobaciones, también de su sentimiento de culpa: Mientras el mundo entero soltaba bombas y Hitler construía una máquina de exterminio cada vez más eficaz, Albert y yo nos habíamos abrazado en el granero como si fuera un sueño, era igual que dormir, un lugar lejos de allí, paralelo, nos habíamos encontrado sin un motivo, nunca existe un motivo para quererse. No existe ninguna razón para abrazar a un nazi, ni siquiera haberlo parido

Y con la culpa aparecen la difusa responsabilidad ante los padres muertos, la vergüenza por no haber sido capaz de respetar la memoria del marido desaparecido, el ominoso secreto y el aterrorizado silencio, y, por encima de todo, el remordimiento, tanto el elemental y primario, derivado del hecho aborrecible de amar a un nazi, como el más relevante, el que surge al saberse colaboradora, bien que singular, del régimen de Hitler. Esa vivencia de su culpa por acostarse con el enemigo adquiere un valor metafórico: su culpa al es la de Alemania entera, la del común de los ciudadanos, tolerantes -cuando no conniventes- con el horrible nazismo.

Y este “eje” nos lleva a otra de las grandes cuestiones del libro, presente en cualquier relato sobre el horror hitleriano, la recurrente –pero siempre necesaria- reflexión sobre la banalidad del mal, sobre la destrucción de los valores que conlleva, sobre la degradación moral, sobre el silencio culpable y la deshonrosa aceptación de la ignominia de sus compatriotas. Ante la muerte y el dolor de tantos -entre ellos, su amiga Elfriede, una de las catadoras, que intenta vanamente esconder su condición de judía- y tras su propia salvación, Rosa arrastrará su “mancha” toda su vida, sin contar a nadie su horrible secreto, que me fie de un teniente nazi, el hombre que la envió [a Elfriede] a un campo de exterminio, el mismo del que me enamoré. Nunca dije nada y nunca lo haré. Todo lo que he aprendido de la vida es a sobrevivir

Como se ve, la novela realza, desde muchos frentes distintos, el contraste entre dicotomías aparentemente contradictorias: ansia de vida e instinto de muerte, salutífera comida y veneno fatal, deseo y destrucción, amor liberador y mal que aniquila, humanidad y barbarie, valentía y cobardía, resistencia y colaboración; un juego de dualismos que encuentra su manifestación más extrema -más hilarante también, si no fuera siniestra- en la figura del propio Hitler, cuyas incoherencias resalta la autora: asesino fanático y cruel, capaz de llevar a la muerte a millones de judíos y, a la vez, vegetariano, sensible ante la muerte “útil” de los animales para la alimentación humana o ante el dolor de los perros a los que cortaban las orejas y la cola, práctica que acabó prohibiendo por ley; grandilocuente y enfático, estricto y rígido, y simultáneamente ridículo y pueril, un fantoche paranoico; mesiánico, un psicópata iluminado y de arrasador magnetismo, una divinidad para sus seguidores, y también un pobre tipo devorado por la gula, atracándose de chocolate, pese a sus problemas digestivos que lo condenaban a unas constantes flatulencias. 

Hitler es, pues, siquiera en segundo plano, en sordina, otro de los protagonistas de una novela que se abre también -en alusiones leves, en el dibujo del telón de fondo, en la descripción al paso de algunos hechos reveladores- al referente histórico: la locura nazi; la voz del Führer graznando en la radio sus consignas, inicuas pero convincentes en cuanto exaltaban un ciego sentido de pertenencia; la impostada construcción por el Reich del ardor patriótico, un impulso colectivo más fuerte, pues, que la frágil vida de las personas; la insensata identificación con el líder asesino por parte millones de ciudadanos de a pie, corrientes, “normales”; el orgullo del individuo anónimo, frágil, perdido en la existencia, al confiar en quien le hace “saberse” de lado correcto de la Historia. Y aparecen, ya se ha dicho, los rumores, los infundios, que dibujan a los judíos como el mal absoluto, la quema de libros, y luego las detenciones y las deportaciones, la sombría amenaza de los campos de concentración. 

Una novela muy interesante, que resulta especialmente oportuna en estos días en que se conmemora el octogésimo aniversario del final definitivo de la Segunda Guerra Mundial, tras la rendición japonesa, formalizada el 2 de septiembre de 1945. Como lo es también -a mi juicio mucho más- Me limitaba a amarte, con la que Postorino cambia totalmente de escenario y nos lleva a Bosnia, en particular a Sarajevo (aunque la novela se desarrolla también, en gran parte, en Italia), en los días, tan atroces, de la guerra de los Balcanes. Pese a las ostensibles diferencias entre ambas, hay, sin embargo, más de un elemento en común, que iré resaltando en el curso de mis comentarios. 

El libro, aparecido en Italia en 2023, vio la luz en nuestro país en enero de este año, en el seno de la editorial Anagrama y con traducción de Miquel Izquierdo. Ambas, la edición y la traducción, son deplorables, calificación que adjudico sin demasiada piedad dada la cantidad y la magnitud de los errores que salpican de continuo el texto, sin entorpecer en lo esencial la lectura, pero provocando la constante irritación del lector, al menos si es tan exigente -o tiquismiquis- como lo soy yo mismo. Hay numerosas faltas de ortografía (En la chapa de metal esmaltado aparecía gravado un lobo esquiando con el lema SARAJEVO 1984, página 191; Hendió el agua, que se lo trago [sin tilde], página 227; entre otras). Hay innumerables catalanismos que denotan el origen del traductor (No podemos volver atrás. Entonces vengo contigo, página 76; Por favor, dime dónde estás y te vengo a buscar, página 311; le pidieron al vecino una mancha [palabra que en catalán designa la bomba para inflar] para hinchar las ruedas y Sen comenzó a utilizarla, página 316, entre otras). Hay “falsos amigos”, traducidos literalmente del italiano sin que la expresión resultante se use en nuestra lengua (Se llama Omar, me dijo mamá, y Omar dijo hola e hizo cara [versión simplista de “fare la faccia”, en lugar de la correcta, “puso cara”] como de asustado, página 387. Hay, más llanamente, despistes consistentes en no traducir ciertas palabras o expresiones, debidos, probablemente, a una injustificable rapidez en la entrega del texto y, en cualquier caso, a la ausencia de la debida corrección editorial posterior: Mari e Matte, en las páginas 212 y 217, en donde la copulativa italiana “e” se deja, olvidada, sin traducir por su correspondiente en español, “y”; del mismo modo, en la página 379, comparece Scarafaggio, un personaje de un cuento infantil que en sus distintas apariciones en el resto del libro se nos presenta como Escarabajo. Y hay, por fin, descuidos imperdonables (A menudo, en el orfanato, se oprimía los ojos con los dedos para ver las chispas coloreadas que centelleaban en la oscuridad. A veces decía al hermano: si me aprieto los ojos, veo el universo. (…) Las chirivías [por chiribitas] tras los párpados apretados, página 120; Suscitar el interés de un italiana, página 222; la facilidad con que aprovechaban el sacrifico de un ser humano, página 257; bajó las escleras, página 301). ¡Un verdadero desastre, impropio de una editorial como Anagrama! 
 
Uno de los puntos en común entre las dos novelas de Rosella Postorino que hoy os recomiendo es que ambas se basan en hechos realmente sucedidos, su narración se inspira, pues, en sucesos reales, en un marco histórico, tangible y realista que dota de una aún mayor verosimilitud a la historia relatada (y que conste que ello no es óbice para que crea firmemente, como he venido demostrando aquí en todos estos años, en la verdad de las ficciones, en la capacidad de la invención, de la creación literaria pura, para transmitir con autenticidad la realidad de la existencia humana). En el año 2019 la escritora leyó en la prensa una crónica que daba cuenta de una investigación del “Osservatorio Balcani Caucaso Transeuropa” (OBCT; un centro italiano de estudios y medios de comunicación especializado en Europa Sudoriental, Turquía, Europa del Este y el Cáucaso y las políticas de la UE sobre libertad de los medios de comunicación, sociedad civil, ampliación al Este y políticas de cohesión), en la que se relataba un episodio, que afectó de una manera directa y especial a Italia, de la guerra en Bosnia, que tuvo lugar entre el 6 de abril de 1992 y el 14 de diciembre de 1995 (estamos, pues, a punto de cumplir los treinta años de su final). Quienes tenemos ya una edad, recordamos con horror los sucesos de aquella sangrienta contienda, inimaginable -como lo es hoy el conflicto en Ucrania- en el centro de Europa y a las puertas del siglo XXI. En particular, las noticias -y en muchos casos las imágenes- del asedio de Sarajevo (que se prolongaría hasta febrero de 1996), de los asesinatos de ciudadanos inocentes, indefensos ante el fuego de los francotiradores, de la desesperación impotente de sus habitantes, atrapados en una ratonera, de las carencias de sus pobladores, privados de agua, electricidad y calefacción, de los bombardeos constantes, de las masacres en los mercados, de las fosas comunes, de la limpieza étnica perpetrada contra los bosnios (la región estaba habitada por serbios, croatas y bosnios, estos últimos en mayor proporción y, entre ellos, también muy mayoritariamente, un noventa por ciento, predominando los de religión musulmana; estando todas estas circunstancias étnico-religiosas en la raíz de los conflictos que durante siglos ha vivido la zona), de las violaciones, de la destrucción del edificio del diario Oslobođenje, de la Biblioteca Nacional en llamas como consecuencia del impacto de los obuses, permanecen en la retina de todos los que las contemplamos en televisión, aterrados, incrédulos ante la reproducción, transcurrido apenas medio siglo, de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial. (Pero hoy están Ucrania y Gaza y Sudán y tantos otros escenarios del horror y la historia se repite, inclemente y cruel). 

En esa situación, tres meses después del inicio del asedio en julio de 1992, y en una de las derivadas de la guerra, se tomó la decisión de salvar a un grupo de niños desamparados trasladándolos a Italia con la ayuda de la ONU. La mayoría de esos niños procedían del orfanato de Bjelave, que antes de la guerra acogía a huérfanos pero que tras el inicio de los enfrentamientos empezó a hacerse cargo también de otros menores, confiados temporalmente a la institución para asegurar su alimentación y, en definitiva, su supervivencia, con sus familias con pocos medios e imposibilitadas por lo tanto para encargarse de sus hijos a causa de la guerra o por haber muerto en los combates. Había entre ellos, igualmente, chicos que procedían de familias que, disponiendo de una situación económica acomodada, se hallaban en peligro por razones políticas, ideológicas o de índole estrictamente bélica y consiguieron “colar” a sus hijos en la expedición gracias a la influencia de amistades y conocidos. Al igual que ocurrió en las primeras semanas de la guerra en Ucrania -aunque con menor intensidad dada la inexistencia, entonces, de redes sociales- los telediarios del mundo entero mostraron las circunstancias de aquellas caravanas de autobuses destartalados llenos de niños asustados, de los que sus madres se habían despedido entre lágrimas, alejándolos de los horrores de un conflicto fratricida y sangriento, sabedoras de que quizá no volvieran a verlos nunca más aunque confiando en que los pequeños, una vez en Italia, pudieran acceder a una nueva y feliz vida. Viajes agotadores, angustiosos, sometidos a los dictados del azar y que se desarrollaban entre mil obstáculos y paradas continuas en puestos de control atendidos por soldados armados hasta los dientes, los terribles chetniks, guerrilleros nacionalistas serbios, fanáticos, despiadados y criminales. 

La finalidad última de la iniciativa era alejar a los niños de la tragedia, por lo que su estancia en Italia habría de ser, así se pensó inicialmente, necesariamente provisional y de corto tiempo, condicionada al previsible -y deseado- pronto final de la guerra. Sin embargo, el conflicto se prolongó cuatro años, algunos niños perdieron el contacto con sus padres, por causas diversas (algunos ya eran huérfanos antes de su viaje; otros lo fueron, sin tener noticia de ello, en el curso de la guerra; y hubo también los que fueron evacuados -dada la urgencia de la huida- sin avisar a las familias, desconocedoras, por tanto, del destino de sus hijos). Por ello, tras estancias más o menos largas en instalaciones de acogida transitoria, muchos fueron confiados a familias italianas que, en algunos casos, llegaron a adoptarlos. Finalizado el conflicto bélico, la “reconstrucción” de las situaciones personales y familiares de bastantes de los chicos resultó ciertamente complicada. Algunos pudieron regresar a Bosnia y reencontrarse con los suyos, otros, en cambio, nunca volvieron a ver a sus familias de origen. El mencionado OBCT dispone de una página web, simultáneamente emotiva y trágica, aparte de muy valiosa en lo relativo a cuanta cuestión afecte a su importante ámbito de actuación, en la que se recoge información sobre las situaciones de estos chicos; en ella podemos leer la historia de Amer, el último en encontrar a su madre biológica, y que solo en 2018 logró saber que ella estaba viva y que llevaba veintiséis años buscándolo. 

La historia que Postorino nos cuenta en su novela parte de estos hechos para, sobre esta base, narrar las vidas de tres niños, Omar, Nada y Danilo -y un número no menor de personajes secundarios, pero de entidad, con construcciones literarias sólidas-, a los que sigue desde los días de inicio de la guerra, pasando por su difícil proceso de integración en Italia y llegando hasta los primeros años de su madurez, pues el libro se estructura en cuatro grandes secciones divididas en cincuenta y seis capítulos cortos y situadas, respectivamente, en 1992-1993, 1995-1996, 1999-2000 y 2010-2011, en un recorrido de veinte años por las vidas de sus protagonistas, cuyas existencias noveladas se construyen, en gran medida, a partir de las largas horas de entrevistas de la escritora con algunos, ahora adultos, de los vivieron en sus propias carnes -y almas- tales hechos. Cada uno de ellos parte de una situación de origen distinta. El primero es Omar, al que conocemos en el capítulo que abre la novela, cuando, con solo diez años, recorre con su madre las calles de Bjelave, un barrio de Sarajevo, de vuelta al orfanato Ljubica Ivezić (de existencia real; hay un documental, sobrecogedor, sobre la experiencia de los niños de ese orfanato en 1993) en que ella ha tenido que internarlo a los cinco años junto a su hermano Sen, dos años mayor, por las dificultades de sacarlos adelante dada su complicada, inestable y marginal vida, y del que lo “rescata” fugazmente en sus puntuales visitas semanales. Tras unas horas juntos, cuando, abrazada a su hijo, está a punto de devolverlo a la institución, estalló la detonación. Las ventanas temblaron, las palomas levantaron el vuelo, el molinete giró y cayó de la maceta, pero el niño no se dio cuenta: una ráfaga de aire lo arrancó del abrazo y lo propulsó lejos. Cuando Omar se recupera de la conmoción, intacto, sin un rasguño, su madre ha desaparecido. El soldado que lo rescata lo manda de vuelta al orfanato. El niño, aturdido, busca a su madre, no quiere marcharse sin ella, pero cree oír su voz -¡Corre!- animándole a alejarse del lugar. El niño no se paró ni un segundo, siguió corriendo, volviendo la cabeza y gritando: «Mamá, ¿dónde estás?», una y otra vez, como si alguien le pudiera responder. En el orfanato, sin querer comer, en los huesos, temeroso, acurrucado en un rincón, necesitado de la protección de su hermano, vive entre lágrimas, día tras día, en la espera de la visita semanal de su madre, a la que cree viva. Nada, con once años, por el contrario, no tiene recuerdos de sus padres (Yo nunca he visto a mi padre. Cuando le pregunté a Ivo dónde estaba papá, me dijo: ¿el tuyo o el mío?), vive en el Ljubica Ivezić “desde siempre”, con su hermano mayor, Ivo, de diecisiete años. Es una niña introvertida, solitaria, concentrada en dibujar, objeto de burlas por parte del resto de los niños, en particular de Vera, algo mayor, que le pega, la insulta y la aflige llamándola Muñoncito, porque le falta el dedo anular a causa de un incidente cuyas circunstancias conoceremos en el transcurso de la narración. 

Una nueva terrible explosión, esta vez en el mismo orfanato, desencadena el proceso de evacuación de los niños, Omar y su hermano Sen (Pegado al hermano, así le pillaron las fotos de los cronistas nacionales y extranjeros venidos a Bjelave, uno de los barrios más expuestos, más ultrajados, para relatar la noticia de las bombas contra los huérfanos), y Nada, sin Ivo que, por su edad, acaba de ser reclutado, formarán parte del inocente, desvalido y aterrorizado contingente de niños del hospicio que partirán hacia Italia. En el convoy, que viajará escoltado por un vehículo blindado de la ONU, van también otros chicos externos al centro, cuyos padres consiguieron encontrarles acomodo en la expedición, tristes, sin embargo, por decir adiós a sus hijos (las madres llevaban a los niños de la mano, daban consejos, los besaban ávidas en el cuello, las sienes, ataban cordones, les acomodaban las mochilas a la espalda, intercambiaban informaciones con otros padres). Omar y Nada, que se han enamoriscado en el orfanato, se sientan juntos en su autocar, en el que coinciden con Danilo, el tercer personaje central de la novela, un chico algo mayor que ellos, catorce años, pero con una situación familiar muy distinta, al ser hijo de unos padres burgueses, cultos, que han logrado que el chico acceda al grupo de desplazados, temerosos de un futuro en el que el compromiso político de la madre, una periodista activa y significada, puede hacer peligrar sus vidas. Además de los niños, el autobús lleva a dos educadoras y tres mujeres más, profesionales evacuadas también por el riesgo que corren ellas o sus esposos (Nada supo poco después que se trataba de una médico, de una maestra y de la esposa de un humorista famoso, pero entonces pensó que eran madres incapaces de separarse de los hijos. Y envidió a aquellos hijos). La caravana llegará a Split, en la costa croata para que, desde allí, los niños vuelen a Italia. 

Antes de comentar las líneas principales de la novela que se desarrolla a partir de estos hechos, narrados cuando solo se han avanzado tres de sus cincuenta y seis capítulos; y antes también de presentaros las principales razones por las que os recomiendo de modo entusiasta su lectura, quiero mencionar brevemente el sentido de su título, Me limitaba a amarte, una locución que se inserta en el relato, pronunciada por Danilo, y que, aparte de constituir, en cierto modo, una de las claves principales del libro, permite abrir mi reseña a otra obra que también os aconsejo con fervor. Se trata de un verso de un poema del escritor bosnio Izet Sarajlić, incluido en un breve poemario, Sarajevo, publicado entre nosotros por Valparaíso Ediciones. Aprovecho para recomendároslo junto a otra novela excepcional, también ambientada en Bosnia, en concreto en Višegrad, a apenas cien kilómetros de Sarajevo. Se trata de Un puente sobre el Drina, la obra maestra del bosnio Ivo Andrić que le valió el Premio Nobel en 1961 y que cuenta con una doble remisión en Me limitaba a amarte: una indirecta, en un capítulo que lo homenajea sin mencionarlo, y otra expresa, en la referencia que hace la propia Postorino en las notas finales. Prometo ofreceros aquí, dentro de unas semanas, mi reseña de ambos libros, en otra emisión con Bosnia como protagonista. 

Volviendo al título de la novela que nos ocupa, en uno de sus pasajes, con los chicos ya en Italia, Danilo vive la siguiente escena junto a Nada (de la que elimino algún fragmento para no destripar parte del devenir de la vida de ambos): 

¿Qué hacía yo mientras discurría la Historia? 
Nada no comprendió. 
–¿Qué dices? 
–Es una poesía. 
Danilo tenía las manos bajo la nuca, los codos extendidos. 
–¿Es tuya? 
–No, no es mía –se rio. 
(…) 
 Con los zapatos en la mano, [Nada] se levantó y se puso a andar (…), siguió caminando, sin saludar. Danilo oyó el crujido de las Converse que golpeaban una contra la otra, hasta que ya estuvieron demasiado lejos. 
Solo entonces, en voz alta, dijo: 
–Me limitaba a quererte a ti –completó la estrofa. 

Vamos pues, ya de modo muy breve y apresurado, con algunas notas relevantes por las que os propongo, con ilusión y vehemencia, la lectura de un libro que me ha maravillado. Entre los frentes de interés de la novela, aparte de lo ya comentado, destacan la presencia, no directa pero sí poderosa, de la guerra; algunas pinceladas de una suerte de alegato antinacionalista; la cuestión, tan actual, de la inmigración y el desarraigo, presentada a partir de la formidable indagación en la psicología de los personajes, principales y secundarios; una especial atención, hasta el punto de que puede considerarse uno de los ejes principales del libro, a la figura de la madre y, en consecuencia, a las reflexiones sobre la maternidad y las adopciones, con su frecuente carga conflictiva; una emotiva y plural historia de amor; un mensaje de resistencia, de lucha por la vida, de búsqueda del sentido, de un cierto optimismo y una inequívoca esperanza; y una interesante propuesta literaria que fragua en una novela coral, hecha de muchas voces, de numerosas historias, de abundantes menciones de poemas y canciones. 

La guerra es el marco de referencia en el que se desenvuelven, de modo directo, los pasajes iniciales del libro, los situados en su primera parte, ambientada en el Sarajevo asediado, con los bombardeos, los disparos de los francotiradores, la violencia ejercida sobre las mujeres -esa ignominiosa arma de guerra-, el terror de los niños en el orfanato, su evacuación en autobús; y, de modo indirecto pero sustancial, en el impacto emocional que los sucesos vividos dejan en todos los personajes, incluso en los que no han experimentado en primera persona el horror bélico (los padres adoptivos italianos, los educadores de la colonia que recibe a los muchachos, en particular una de ellas, Lidia). Esta dimensión de la novela, sobrecogedora, resulta muy apreciable porque, como he señalado, traslada al lector a un escenario que parece olvidado pero que está ahí, tan reciente -redivivo, además, en la actual tragedia de Ucrania-, para recordarnos que a las puertas de nuestro ordenado, seguro y en apariencia incólume universo de bienestar occidental se encuentra, agazapada, la amenaza de la destrucción y de la muerte. 
 
Me limitaba a amarte no contiene, sin embargo -no, al menos, de manera explícita (no parece ser ése el propósito de la autora)-, una denuncia panfletaria, torpemente subrayada, del espanto de la guerra; no hay una toma de postura burdamente subjetiva, personal e ideológicamente dirigida sobre el conflicto; pero tampoco estamos ante una fría y objetiva descripción, ni ante un análisis profundo y supuestamente imparcial de lo sucedido (aunque dar cuenta de ello y así avivar en el lector el recuerdo de unos hechos tremendos y atroces, es, sin duda, uno de sus logros). El relato de Postorino, no movido, a mi juicio, por la voluntad de proporcionar una explicación histórica a la situación de sus criaturas y sí por la de adentrarse en las vivencias “emocionales” de sus protagonistas, no duda, sin embargo -y aquí, de modo muy sutil, podemos vislumbrar la posición de la autora-, en presentar a Sarajevo como símbolo de la mezcla cultural, lingüística y religiosa que describe a esos pueblos de la Europa Central (y en general a casi cualquier sociedad), causa principal -por el fanatismo de quien, en aras de una supuesta “pureza” racial, aborrece esas pacíficas y fecundas mixturas- de los conflictos que asolan el mundo entero, en cualquier ámbito geográfico o temporal en el que nos situemos. Sobre todo a través de las figuras de Danilo y su familia, intelectuales, periodistas, afloran ciertos comentarios -en segundo plano, al paso, de manera tangencial pero muy notoria- sobre el carácter diverso, multicultural de aquella población a la que, una vez más, el delirio nacionalista condenó a la catástrofe. Como vemos en estos dos significativos fragmentos: 

Danilo sabía que en una aldea cercana habían ordenado a un imam que se hiciera la señal de la cruz y, visto que no obedecía, le derramaron una mixtura de serrín y cerveza en la garganta, que luego le cortaron. La noticia salió en el periódico en el que trabajaba la madre. Ella, que jamás había asistido a la mezquita, estaba convencida de que en su ciudad no podía suceder nada parecido: los sarajevenses, escribió, estaban acostumbrados a los matrimonios mixtos como el suyo y a las relaciones de buen vecindado entre gentes de religiones y hasta de culturas distintas. Aquellos soldados acababan de desmentirla invadiendo su casa. 

Yo crecí en una casa donde se guardaban ollas en las que nunca se había cocinado cerdo, para poder invitar a cenar amigos musulmanes o judíos. Y esa lógica [la de la segregación y división identitarias] no podré aceptarla jamás, es más, creo que no le hará ningún bien a Bosnia. Un estado que se funda sobre la identidad étnica no es democrático. 

Sin embargo, Me limitaba a amarte no se queda, tan solo, en las circunstancias terribles de la guerra, sino que va más allá del conflicto bélico, explorando las vicisitudes del difícil proceso de integración de estos niños, luego adolescentes, más tarde adultos jóvenes, cada uno de los cuales siguió un curso diferente en los aspectos de intendencia y circunstancias vitales “externas” y también en lo emocional, lo sentimental, lo psicológico y lo cultural: los que decidían integrarse en el país de acogida, arrancando sus recuerdos del pasado, renunciando a su idioma y a su religión de origen (la mayor parte son musulmanes, singularmente Omar; Nada es católica); los que no querían olvidar y rechazaban la adaptación, los nuevos afectos, las nuevas familias que se les ofrecían de manera genuina y con la mejor voluntad del mundo; quienes reaccionaban de manera violenta ante lo que interpretaban como un intento de forzar su naturaleza, de amputar una vida que en el fondo de sus almas no creían perdida ni olvidada. Así, las otras tres partes del libro -el centro, pues, de la obra- se adentran en lo que para mí constituye un elemento nuclear de la propuesta de la italiana: una descripción, profunda y minuciosa de una de las principales consecuencias de la guerra, encarnada de modo muy consistente en las personalidades de los chicos: la migración, el desarraigo, las dificultades para la integración. Omar, Nada y Danilo son niños privados de sus padres, de su entorno, de su lengua. Los tres, en distinta medida, están marcados por la pérdida, por el abandono, por la despedida de unas coordenadas conocidas, de un marco de referencia más o menos acogedor. Sus diferentes dificultades para encajar en el nuevo mundo, sus diversas formas de encarar el recuerdo de sus madres, de su existencia en Sarajevo, sus variadas expresiones del apego, de la resignación, de la esperanza, de la soledad, de los problemas de comunicación e inserción en una comunidad desconocida, de la voluntad de olvido, de la necesidad de aceptación de una realidad diversa, de una nueva identidad, de otras familias, son mostradas por Postorino de un modo muy convincente e iluminador. 

En gran medida, los distintos modos en que cada uno de los niños vive esa experiencia del desarraigo tienen que ver con su manera de experimentar la relación con la madre ausente. De este modo, la autora introduce en su relato, con distinta intensidad y diferente grado de presencia, las figuras de las tres madres, dando pie a otra línea esencial de la novela: la relación madre-hijo; lo que, desde mi punto de vista, convierte a Me limitaba a amarte en una novela sobre la maternidad, examinada, además, desde el punto de vista de quienes normalmente carecen de voz, los niños, cada uno de los cuales representa una forma diferente de relación con la madre. En un planteamiento poco convencional y ciertamente arriesgado, la escritora italiana no nos ofrece una visión idílica, perfecta, unidireccional de la maternidad, poco acorde con un mundo, como el que refleja el libro, hecho de incertidumbre, violencia, inestabilidad y guerra. En la novela -y no puedo avanzar demasiado por esta vía sin revelar elementos decisivos de ella- hay infinidad de madres: madres voluntariamente desaparecidas; madres que nunca lo fueron; madres que, habiendo estado presentes, son ahora la mera huella de una ausencia. Hay madres que abandonan a sus hijos en la puerta del orfanato dándoles una bofetada porque, culpables, no pueden soportar los lloros que les provoca la separación; hay madres, como ya he apuntado, que empujan a sus hijos hacia los autobuses que parten, asumiendo el tormento de no volver a verlos nunca más; hay madres que se entregan voluntarias a los temibles chetniks como moneda de cambio y así preservar la vida de sus hijos; hay madres fracasadas que experimentan su carencia como una herida que sangra toda su vida; hay madres que acogen a los hijos de otras personas, torturadas internamente por la duda sobre si su decisión es un acto de altruismo o encierra, en el fondo, un interés egoísta; hay madres suicidas incapaces de soportar el dolor; hay madres que no aceptan que sus hijos hayan reconstruido sus vidas lejos de ellas; hay madres que sufren y madres que recuerdan, madres que extrañan y madres que olvidan; hay madres prostitutas y madres intelectuales; hay madres que están pero que hace tiempo han muerto. 

La novela presenta también una conmovedora y bellísima historia de amor, de la que no puedo desvelar nada, más allá de lo sugerido en la preciosa escena en la que se repite los hermosos versos que dan título al libro. Una historia, que como el resto de los episodios narrados, se nos ofrece con sensibilidad, delicadeza y ternura extremas, las que Postorino pone en su acercamiento a la vida de los tres chicos, quizá porque, nacida en 1978, es estrictamente contemporánea de sus protagonistas, habiendo vivido su infancia y su adolescencia en los mismos años que ella, pudiendo comprender muy bien, por tanto, cómo chicos normales, viviendo existencias tranquilas se ven envueltos, de manera inopinada, en un torbellino de destrucción que cambia sus vidas para siempre. Pudiendo, igualmente, describir de un modo fidedigno y creíble, sus emociones, sus miedos y sus deseos, sus amores, sus sentimientos, su desolación, sus inquietudes, sus anhelos. 

Desde el punto de vista de la estricta técnica literaria, resulta apreciable el carácter polifónico del libro, con las voces de unos y otros intercalándose, dándose paso, con la “acción” saltando de un personaje a otro, en relatos diferentes aunque perfectamente imbricados. Aunque la autora se vale de una tercera persona omnisciente, la sensación que asalta al lector es la de estar escuchando, en cada caso, la voz distinta de cada protagonista, con sus matices, sus singularidades, su dramas íntimos, sus particulares formas de sentir, de pensar, de vivir su experiencia. Por otro lado, el relato más o menos lineal de la peripecia de los chicos, en sus diferentes momentos vitales, se ve “interrumpido”, en unos breves capítulos no numerados y en cursiva, por reflexiones en primera persona que siembran una cierta duda en el lector (¿Para quién las escribo, estas páginas?, afirma, una y otra vez, su misterioso artífice), y cuya autoría no se desvela hasta el último tercio del libro, tras su aparición en un cuaderno azul propiedad de un personaje cuya identidad tampoco voy a revelar. Hay, además, una copiosa presencia de poemas y letras de canciones, tradicionales y pop, (con una significativa presencia de Pink Floyd) que se insertan de un modo nada accesorio, sino que aparecen con una voluntad de ampliar los ecos y el significado de lo que se cuenta. 

Por último, quiero detenerme brevemente en resaltar el mensaje en el fondo esperanzado que aflora entre tanta tristeza y tanto dolor. Hay algún crítico que ha subrayado que Me limitaba a amarte es, en último término, una novela de resiliencia [ese vocablo para mí aborrecible, a causa de su vacua repetición por políticos inanes] ante las dificultades de la vida. Y es que, sin que del texto se desprenda -antes al contrario- moralina de ningún tipo, tras la lectura queda en nosotros la idea de la importancia de sobreponerse al sufrimiento, de la apuesta por la vida incluso en un trágico contexto de devastación. Este juego dual, ambivalente, vida/muerte, promesa/destrucción, ilusión/padecimiento, está presente en el propio nombre del -quizá- personaje principal del libro, Nada, con el que el lector se encariña por su espontaneidad, por su rebeldía, por su melancólica soledad, por su vitalismo, por su descaro, por su ingenuidad, por su estoica postura frente a la adversidad. “Nada” en español -se comenta más de una vez en el libro- es lo que es, la carencia total, la inexistencia, el vacío; pero “Nada” en serbocroata es “esperanza”. Y es esa esperanza, esa salvación a través del amor es, para mí, la clave última del libro: ¿Qué hacer mientras sucede la Historia, con sus guerras, con su dolor, con sus miserias, con sus injusticias? Limitarnos a amar. 

Hay mucha música, balcánica y occidental, anglosajona e italiana, en la novela. Os dejo ahora con Wish you were here, de Pink Floyd, que, como he señalado, tiene una cierta presencia en el libro. La acompaño del fragmento en que aparece por primera vez en la obra, un pasaje espléndido, conmovedor y representativo del tono de Me limitaba a amarte. En él, Omar, Sen, Ivo y Coccodè, otro niño del orfanato, tocan, cantan y escuchan la canción. 


 
–Tócame «Wish You Were Here» –dijo Ivo–, que nos la sabemos todos. 

El niño se rascó el labio inferior con los incisivos. Es una guitarra de juguete, dijo Omar, pero para sí mismo: no puede hacer música de verdad. Con la lengua entre dientes, Coccodè se sirvió de las uñas como de un plectro, y Omar, angustiado, desvió la mirada. 

Los acordes se elevaron nítidos en el aire, Omar se volvió. Una mueca de satisfacción apareció en el rostro de Ivo. 

–¿Dónde coño aprendiste? –dijo, escuchando. 

Había existido una vida previa en la que alguien había enseñado a aquel huérfano a tocar la guitarra –un padre, un tío, un abuelo, quién sabe–. Hubo una época en la que Coccodè tenía una familia. 

(…) 

Ivo tenía una voz áspera. Omar sintió como le arañaba la nuca y le llenaba el pecho de angustia, como una petición de ayuda, y buscó a Sen, mientras por los cristales de las escasas ventanas enteras desfilaba lenta una nube, inmaculada en el cielo azul sin dolor, un paraíso ayuno de infierno, una ciudad cualquiera, una ciudad no bombardeada, donde los chicos escuchan cantar a un amigo boquiabiertos, aunque tienen los dientes torcidos, mellados, dientes caídos sin premio alguno, y cada tanto tosen, aunque sea casi finales de mayo, y se sorben los mocos por más que el aire sea cálido, un aire de terremoto o de disparos al acecho, guardan en el bolsillo proyectiles recogidos por la calle, hacen colección, los intercambian como cromos, el frío del metal en la palma, y sentados sobre la hierba de un arriate que nadie ha cortado saben que no son chicos cualesquiera, y que no son fantasmas, tampoco héroes, solo, como canta Ivo, solo comparsas en una guerra.

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Rosella Postorino. Me limitaba a amarte. La catadora