Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de marzo de 2021

HELEN MACDONALD. H DE HALCÓN

Hola, buenas tardes. Un miércoles más os damos la bienvenida a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que, desde hace más de diez años, os venimos ofreciendo distintas sugerencias de lectura -con la de hoy son ya cuatrocientas cincuenta y seis- que puedan interesaros. Como conocéis nuestros oyentes más asiduos, suele ser habitual que en el mes de marzo dediquemos nuestras emisiones a libros escritos -y muchas veces protagonizados- por mujeres, con la excusa, por otro lado innecesaria, de la celebración, el 8 de este mes, del Día internacional de la mujer, el cual, en el caso de este año, tuvo lugar el pasado lunes. El cuadragésimo aniversario de la muerte de Álvaro Cunqueiro, en quien centramos el espacio de hace quince días, me ha impedido iniciar este marzo aún infausto (en la mente el recuerdo del horroroso de 2020) con una recomendación femenina, pero desde la semana pasada, con las novelas de Alice McDermott, y hasta fin de mes, serán las mujeres quienes tendrán la voz en nuestro programa. 

Por otro lado, el próximo y ya muy cercano 21 de marzo se “festeja” el Día internacional del árbol y los bosques, y es por ello por lo que aprovecho la ocasión para, desde hoy mismo, vincular mis recomendaciones a un segundo “punto de anclaje” con la actualidad: lo que ha dado en llamarse la nature writing, textos -novelas, ensayos, crónicas, reportajes, relatos de aventuras- centrados en la naturaleza en sus diferentes manifestaciones, animal, mineral y, sobre todo, vegetal, en definitiva, literatura con la naturaleza como tema. 

En el caso de esta tarde quiero proponeros una obra excepcional, de difícil adscripción genérica -¿es una crónica periodística?, ¿una biografía?, ¿un ensayo divulgativo?, ¿unas memorias?…, ¿todo ello a la vez?-, aparecida en su edición original británica en 2014 y presentada en España un año después. Se trata de H de halcón, un libro formidable, de lectura simultáneamente perturbadora y gozosa, que escrito por Helen Macdonald vio la luz en nuestro país en la editorial Ático de los libros en la traducción de Joan Eloi Roca y con la revisión técnica a cargo del cetrero Carlos Galindo; una revisión sin duda necesaria pues la profusión a lo largo del texto de términos de ese muy específico y particular ámbito es tan notable que imagino que sin el asesoramiento de un experto en la materia hubiera resultado imposible trasladar al castellano la riqueza y las singularidades léxicas que el libro encierra. Las cobertoras y remeras, el estropajo, el terzuelo o torzuelo, los niegos, la prima, los rameros y los zahareños, los fiadores y las pihuelas, las caperuzas y los cascabeles, la gorga o el papo, el peso de vuelo, “afeitar”, “volar un ave”, “asear” los picos, “acuchillar” una presa o estar en yarak, son, entre otros muchos, algunos de los extraños vocablos y expresiones de la jerga cetrera que surcan el libro ensanchando la experiencia del lector aunque habiendo complicado, muy probablemente, la labor del traductor. De hecho, esa dificultad ya se refleja en el título pues el ave “protagonista”, como ahora veremos, es un azor (goshawk en inglés), que no es estrictamente un halcón (hawk en la lengua de Macdonald). Aunque quizá, en este caso, estemos solo ante un intento de mantener el "juego" del título original: H is for Hawk.

H de halcón ha obtenido, a partir de su presentación y en los cinco años largos trascurridos desde entonces, diferentes prestigiosos premios, de los que su editorial subraya el Samuel Johnson al mejor libro de no ficción y el Costa al mejor libro publicado en Reino Unido e Irlanda, siendo finalista además del Duff Cooper y del Thwaites Wainwright, en todos los casos en el año de su publicación. 

Helen Macdonald, cetrera profesional, participante en proyectos de conservación e investigación de aves salvajes en Eurasia, experiencia que, de manera tangencial, se menciona en el libro que ahora quiero recomendaros con entusiasmo, es, también, historiadora, investigadora y profesora del Departamento de Historia y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Cambridge, y ha escrito una historia cultural de los halcones titulada Falcon (2006) y varios textos de poesía. Una condición, la de poeta, que aflora de continuo en su obra, de una sensibilidad extrema y repleta de metáforas prodigiosas, de las que quiero dejaros, de entrada, algunas muestras: La luz que llenaba mi casa era profunda y lívida, mitad magnolia, mitad agua de lluvia. Las cosas reposaban bañadas en ella, oscuras y muy quietas. En ocasiones sentía como si estuviera viviendo en una casa en el fondo del mar. O esta sugerente descripción de su azor: La mitad del tiempo parece tan extraterrestre como una serpiente, un ser hecho de metal, escamas y cristal. O esta otra, más rotunda aún: Me sentí como si sostuviera al hijo bastardo de una antorcha y un rifle de asalto. Igualmente poéticas son las descripciones de los paisajes, los campos ingleses en los que “practica” con su animal, el paso de las estaciones, los cambios de clima, 

H de halcón narra la experiencia real de su autora, a la que la repentina muerte de su padre sume en un estado de confusión y crisis personal que intentará resolver, sin una voluntad explícita al inicio pero siendo consciente desde muy pronto y con el paso del tiempo de la conexión entre ambos hechos, con el adiestramiento de un azor hembra, una práctica, la cetrería, que había constituido una de sus grandes pasiones desde sus doce años. Desde ese acontecimiento decisivo, que se recoge en el primer capítulo y del que os dejo un fragmento significativo al término de esta reseña, el libro se moverá siguiendo esos dos ejes principales que de continuo se cruzan y entrelazan: la apasionante descripción de la irresistible atracción de su autora por las aves rapaces en general y por su azor en particular, cuyo proceso de “instrucción” atraviesa la obra entera y que conoceremos en detalle; y la exposición y el análisis de la situación de profundo abatimiento, de tristeza y desconcierto, de hundimiento anímico y espiritual, de conflicto de identidad, incluso, en la que la sume la desaparición de su padre. Cada uno de estos frentes se ramifica y abre a otros temas anexos: los recuerdos de la niñez y las intensas vivencias de entonces con su progenitor; la historia de la cetrería, que se refleja en las abundantes citas históricas y bibliográficas, amenas y oportunas, muy alejadas de la frialdad y el supuesto aburrimiento académico, que trufan el texto; la presencia de un personaje, Terence Hanbury White, de vida y obra muy peculiares, escritor también y autor en los años treinta del pasado siglo, de un libro, “El azor”, que opera en todo momento como “espejo” de la propia experiencia de Macdonald; las menciones episódicas al psicoanálisis; el debate moral sobre la caza; las reflexiones sobre la violencia y la muerte en la naturaleza; el análisis de los contornos que definen la humanidad frente a la animalidad; los apuntes sobre el “espíritu” tradicional y el “carácter” de Inglaterra… entre otros muchos. 

El primer gran valor del libro, a mi juicio, reside en la capacidad de su autora para transmitir -y contagiar- su fascinación por los azores. En mi caso particular, debo señalar que yo, nada proclive al embeleso ante los animales (con mi familia y mis alumnos cubro suficientemente el cupo de contacto con los seres irracionales), sin ningún interés previo por el universo de la cetrería -para mí ajeno, remoto, inexistente-, y con una indiferencia absoluta -sin llegar al rechazo militante- frente al noble arte de la caza, me he embebido, arrebatado, en las páginas de H de halcón, llevado por la intensa, conmovedora, culta, inteligente y sensible historia que nos cuenta, de un poderoso magnetismo. Cómo permanecer impasible, cómo no sentirse atraído, cómo no desear compartir -entregado, sin límites- la experiencia de quien escribe, a poco de empezar su libro: Los halcones eran las aves rapaces que yo amaba: pájaros rápidos y fuertes, de alas afiladas, de ojos oscuros y con una extraordinaria elegancia en el aire. Me alegraba su brío aéreo, su sociabilidad, sus sobrecogedores picados desde mil pies de altura, con el viento atravesando sus alas con el sonido de lona al rasgarse. Por otro lado, Macdonald tiene la virtud de contarnos su historia con un punto -tenue, muy accesorio, pero a mi juicio evidente- de intriga, generando una expectativa en el lector -¿qué ocurrirá con la instrucción de su ave?, ¿logrará “educarla”?, ¿conseguirá que se someta a sus pautas o el azor acabará por volar libre, atendiendo solo a su naturaleza animal y despreciando al cabo los intentos de racional disciplina de su ama? La historia de Helen con su azor (no el libro en sí, que para ese momento ya se adentra en el quinto capítulo y llega a su página setenta y cuatro) empieza de un modo que corrobora esta tesis que aprecia en la autora un cierto propósito -muy bien medido- de captar primero e ir graduando después, el interés de quien lo lee: Mañana —pensé—, voy a encontrarme con un hombre que no conozco cuando él baje del ferry de Belfast y voy a entregarle este sobre lleno de papel a cambio de una caja con un azor dentro. Quizá resulte excesivo, pero este breve párrafo me ha traído reminiscencias de La metamorfosis (las últimas traducciones se refieren al clásico como La transformación), la obra maestra de Kafka de la que hablamos aquí hace unos meses: Cuando Gregorio Samsa se despertó una noche de un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Resulta fácil convenir que tras la lectura de cualquiera de los dos textos uno ya está irremisiblemente perdido y no le queda más alternativa que adentrarse en la narración y dejarse llevar. 
 
Sin duda consciente de habernos “atrapado” con ese texto prometedor que es ya un anticipo de la aventura que nos espera si seguimos leyendo, Macdonald nos conduce a continuación al muelle en que se producirá el intercambio, y tras el pago al vendedor del acordado fajo de billetes (el sobre lleno de papel), nos presentará a quien será su compañero -y el nuestro- durante cerca de trescientas páginas más, en un párrafo magistral, que no me resisto a transcribir pese a su extensión, en el que está lo esencial del estilo de su autora y que nos dejará, definitivamente, a su merced, dispuestos a seguir la narración hasta donde nos quiera conducir: 

Soltó otra bisagra. Concentración. Cautela infinita. La luz del día irrigando la caja. Garras arañando, otro golpe. Y otro. Paf. El aire se tornó jarabe, lento, salpicado de polvo. Los últimos segundos antes de la batalla. Y tras soltar la última bisagra, mete el brazo dentro de la caja entre un zumbido restallante de alas, patas y garras y un trino agudo. Todo está pasando a la vez. El hombre saca un enorme, gigantesco, azor de la caja y, en una extraña coincidencia de mundo y acto, una inundación de luz solar nos engulle y lo baña todo con su brillo furioso. El azor bate sus alas barradas, las afiladas puntas oscuras de las primarias cortando el aire, las plumas encrespadas como las púas dispersas de un inquieto puercoespín. Dos ojos enormes. Mi corazón se desboca. Es un truco de magia. Un reptil. Un ángel caído. Un grifo sacado de las páginas de un bestiario medieval iluminado. Algo resplandeciente y lejano, como oro hundiéndose en el agua. Una marioneta rota de alas, patas y plumas empapadas de luz. Lleva pihuelas, y el hombre las tiene sujetas. Durante un horrible y largo momento está colgada boca abajo, con las alas abiertas, como un pavo en una carnicería, solo que tiene la cabeza vuelta hacia arriba y está viendo más de lo que ha visto en toda su corta existencia. Su mundo era su criadero, que no era mayor que el salón de una casa. Y luego fue una caja. Pero ahora es esto; y puede verlo todo; la fuente de la luz que reflejan las olas, un cormorán que se sumerge a unos cien metros; motas de pigmento encerado en las filas de coches aparcados; colinas lejanas y los brezos que las cubren y kilómetros y kilómetros de cielo, donde el sol se alza sobre polvo y agua y transitan formas ilegibles que son restos blancos de gaviotas. Todo boca abajo y recién estampado en su totalmente conmocionado cerebro. 

A partir de ahí, y en cualquier caso, con o sin paralelismos más o menos forzados, el relato del amaestramiento del azor, que trasluce toda la pasión de su dueña, es prodigioso (quizá por ese ardor arrebatado del que está imbuida la narradora, al margen de su interés objetivo, también indudable). El libro entero puede leerse, en esta primera vertiente, como un tratado sobre el entrenamiento -más aún, la educación (El adiestramiento de un azor era muy similar a la educación del típico alumno de escuela privada. En ambos casos un sujeto salvaje y desobediente era reconducido y moldeado, el sistema lo civilizaba y le enseñaba buenos modales y obediencia)- de los azores, en el que entre, como se ha dicho, numerosas referencias culturales y sentidos incisos sobre la atribulada situación personal de la escritora, de los que hablaré más adelante, aparecen las diferentes etapas de su instrucción: habituar al ave a la presencia humana, primero la de su “mentora”, luego la de sus amigos, por fin la de extraños; permitir su familiarización con el entorno, la casa, los muebles, los objetos decorativos, más adelante la ciudad, las gentes imprevisibles que pasan aceleradas, los ruidos, las luces, la profusión de estímulos del entorno urbano (Incluso después de la muerte de mi padre, mi corazón hecho jirones sabía que el secreto para adiestrar a un azor era tomarse las cosas con calma. Pasar de la oscuridad a la luz, de habitaciones cerradas al aire libre para primero contemplar de lejos, y luego acercarse, a lo largo de muchos días, a este mundo extraño lleno de voces estridentes, brazos que se agitan, cochecitos de bebé de plástico brillante y rugientes ciclomotores. Día a día, paso a paso, bocado a bocado, mi azor acabaría aprendiendo que nada de eso era una amenaza y sería capaz de estar entre ellas sin ponerse nervioso); graduar los pasos del protocolo de su alimentación (No comprendía que un azor en adiestramiento tiene que mantenerse un poco hambriento, pues solo a través de recompensas de comida un ave salvaje empezará a verte como una figura benevolente y no como una afrenta a todo cuanto existe): pequeños pollitos, piezas de carne de mayor tamaño, conejos; ajustar, con precisión milimétrica -873 gramos-, el “peso de vuelo” (Las aves rapaces tienen un peso de vuelo, igual que los boxeadores tienen un peso de combate. Un azor que está demasiado gordo no tiene interés por volar y no regresará cuando lo llame un cetrero. Los azores demasiado delgados son algo horrible: sobrios, infelices, sin la energía necesaria para volar con pasión y estilo); entrenar los movimientos que le permitirían en el futuro desarrollar su naturaleza cazadora: los pequeños saltos, desde corta distancia, hacia la mano enguantada, las dosis progresivas de alejamiento, los vuelos modestos ampliando poco a poco la extensión del fiador, la cuerda que permite tener amarrado al animal y, a la vez, manejar su distancia, darle “aire”, acostumbrarlo a un vuelo “tutelado”; habituar al ave al pavloviano sistema de recompensas con el que se refuerzan los hábitos que se quieren inculcar; permitir las salidas al aire libre, la captura de las primeras presas -aún bajo el control de su dueña-, alentando la pulsión animal y simultáneamente sometiendo, conteniendo los naturales instintos del depredador; hasta por fin, logrado el dominio total, asistir emocionados -sin duda Helen, claro; pero también el lector- al vuelo sin freno, sin el “vínculo” material -el fiador mencionado- que amarra y da seguridad, en el alma la sensación ambivalente de alegría por el logro y de temor por la nunca eliminada posibilidad de que el azor huya, abandone a su “tutora”, retorne a la vida salvaje. 

Y es que adiestrar un azor es muy difícil, vencer la resistencia de su impulso biológico, “civilizarlo”, por decirlo así, casi imposible (los azores son pájaros nerviosos y susceptibles y lleva mucho tiempo convencerlos de que no eres el enemigo. «Nerviosos», por supuesto, no es la palabra exacta: simplemente tienen sistemas nerviosos acelerados en los que las conexiones entre ojos, oídos y las neuronas motoras que controlan sus músculos tienen solo enlaces secundarios con las neuronas correspondientes del cerebro. Los azores son nerviosos porque viven la vida diez veces más rápido que nosotros, y reaccionan a los estímulos sin pensar; en otro párrafo capaz de despertar por sí solo el interés por el libro), y la descripción de sus protocolos, palpitante mezcla de psicología y naturaleza, de técnica y cultura, de inteligencia y sensibilidad, resulta subyugante. 

En el curso de ese arduo proceso de “educación” del ave se producirá también, como en el explícito caso de la peripecia kafkiana antes mencionada, una suerte de conversión, de identificación de la protagonista con su criatura. Nuestra particular “Helen Samsa” acabará, en su impetuosa vivencia, por alcanzar un enfermizo grado de comunión, con el azor: Me estaba convirtiendo en un azor, escribirá. Y esa peripecia, la de la evolución interna de la chica, la de su entendimiento, la de su compenetración, la de su “fusión” con el animal, resulta también muy atrayente. 

Tras la muerte de su padre Helen queda devastada emocionalmente, en ruinas, como ella misma afirma. La cría de su azor será el vehículo para su reconstrucción, pues desde la debilidad y la inseguridad, desde su profunda infelicidad, desde sus heridas y su angustia, desde la soledad y la falta de sentido de su existencia (Ni padre, ni pareja, ni hijo, ni trabajo ni casa), desde la orfandad absoluta en que se encuentra, desde su pérdida y su duelo, su “compañero” aparece como el ideal a conseguir: El azor era todo lo que yo quería ser: solitario, sereno, libre de pesar e inmune a los sufrimientos de la vida humana. Helen convierte al azor en una suerte de alter ego, vincula su “renacimiento” al éxito en su tarea de “domesticarlo”, que de este modo deviene en una rara y arriesgada ceremonia de iniciación: el paso -doliente- a otra etapa, adulta, independiente, liberada. En el largo y pesaroso proceso de adiestramiento, hecho, al margen de la “técnica” cetrera, de sufrimiento personal, de dudas y vacilaciones, de depresiones e insomnio, de cuestionamiento de la propia identidad, de conflicto psicológico, con etapas de locura incluso que la llevarán a dejar la universidad, renunciar el trabajo, abandonar su casa, desatender su carrera, desistir de sus proyectos y ambiciones, la chica encuentra en su tarea y en su objeto, una fuente de vida, frágil y temblorosa pero vida al fin. Creará así una peligrosa, adictiva, enfermiza vinculación con el ave (los vínculos que nos unen, dirá, vínculos palpables, pero no físicos, vínculos hechos de costumbre, de compañerismo, de familiaridad) a la que bautizará con el nombre de Mabel (De amabilis, que significa adorable o querida, una connotación que refuerza el lazo sentimental que establece con ella). Pero esa unión -fecunda y liberadora en el páramo emocional en que se desenvuelven sus días- se revela también como una dependencia desasosegante, pues el fin último del aprendizaje será el libre vuelo del animal, y con él, quizá, el momento decisivo de su abandono: 

En el fondo, era una cesión voluntaria del control. Vuelcas tu corazón, tu habilidad, tu alma entera, en una cosa —en adiestrar a un azor, en aprender la técnica para correr o a contar en las cartas— y luego pierdes voluntariamente el control sobre ello. Ese es el gancho. Una vez se tira el dado, el caballo empieza la carrera o el azor abandona el puño, te abres al azar y no puedes controlar el desenlace. Sin embargo, todo lo que has hecho hasta ese momento te convence de que podrías tener suerte. Puede que el azor cace la presa, que salgan las cartas perfectas, que el caballo pase el primero la meta. Ese pequeño espacio de duda es un lugar extraño. Te sientes segura porque estás completamente a merced del mundo. Es una descarga de adrenalina. Te pierdes en él. Y así, corres hacia esos pequeños disparos del destino en el que el mundo entero se mueve. Esa es la atracción: por eso nos perdemos, cuando el dolor o la pena nos desarman, en las drogas o en el juego o en la bebida; en adicciones que ponen una correa al alma herida y la sacuden como a un perro. Yo había encontrado mi adicción ese día con Mabel. Era tan peligrosa, en cierta forma, como si me hubiera inyectado heroína. Había huido a un lugar del que nunca quería regresar. 

Como se ve, la descripción de los “síntomas” de la obsesión que llega a experimentar la joven -y obsesión es un término cargado de implicaciones oscuras que no se aviene, quizá, con la “inocencia” de sus sentimientos-, se asemejan a los de una febril pasión amorosa: estoy probando el vínculo entre nosotras -afirmará- que los antiguos cetreros habrían llamado amor. Ciertamente, Helen es una “chica rara”, dicho sea sin connotación peyorativa alguna, de una hipersensibilidad inusual, de difícil “encaje” en el mundo, una outsider, en sus propias palabras, y la muerte de su padre y la subsiguiente cría del azor agudizarán esos rasgos. El elenco de descripciones negativas y adjetivos descalificatorios con los que se define a sí misma a lo largo de la obra es revelador de ese estado alterado de conciencia en el que vive: se ve nerviosa, tensa, paranoica, propensa a los ataques de pánico y de ira; alterna etapas en las que en las que ayuna y otras en las se da atracones de comida; rehúye la sociedad, se esconde; se ve inmersa en extraños estados en los que no está segura de quién o qué es; provoca accidentes de coche, rompe tazas, se le caen los platos, se rompe un dedo de un pie en una caída; se abisma en complejas dudas sobre su naturaleza (Había algo que estaba profundamente mal en mí, algo abyecto…). 

Pero, en paralelo, la panoplia de efectos benéficos que el azor le provoca es igualmente significativa: 
 
Mientras estaba con Mabel nunca era patosa ni torpe. El mundo con el azor estaba aislado de todo peligro, y en ese mundo sabía exactamente dónde alcanzaba el límite de mi piel. 

Con el azor en mi puño yo sabía quién era. 

El azor era un fuego que consumía mis penas. En él no cabían ni arrepentimiento ni duelo. Ni pasado ni futuro. Vivía solo en el presente, y ese era mi refugio. Huía de la muerte sobre sus alas rayadas y batientes. 

Allí sentada, con el azor, en aquella habitación en penumbra, me sentí más segura de lo que me había sentido en muchos meses.

Sentada con el azor me sentía como si estuviera aguantando la respiración durante horas sin esfuerzo. Sin ascenso, sin caída, solo el latido de mi corazón, que sentía en las yemas de los dedos, ese pequeño bombeo sincopado que, dado que era lo único que notaba moverse, no parecía formar parte de mí en absoluto. Era como si fuera el corazón de otra persona, o como si otra cosa estuviera viviendo en mi interior. Algo con una cabeza plana y reptiliana y dos pesadas alas bajadas, de costados envueltos en sombras, moteados como los de un zorzal. 

No había mejor bálsamo para mi dolorido corazón que el retorno de mi azor. Pero ahora ya era muy difícil distinguir entre mi corazón y el azor. 

Debo intentar ser más feliz —me dije a mí misma—. Debo intentarlo por mi azor. 

Eliminemos la presencia y los rasgos definitorios del azor, pongamos en su lugar a un ser humano y tendremos la convincente descripción de un exacerbado delirio amoroso, con sus dosis de entusiasmo y tortura, de fervorosa y feliz entrega y y angustia lacerante. 

Pero más allá de estos dos frentes principales -desequilibrio personal y consagración a la misión “redentora” de la cría del azor- el libro está poblado de otros muchos elementos de interés que ya solo puedo esbozar aquí sucintamente. Así, nos conmoverán las tiernas páginas sobre la infancia, la temprana vocación por la naturaleza y los animales, escondida desde niña entre los arbustos, oteando pájaros con sus prismáticos, consciente desde pequeña de su singularidad: yo era la niña invisible; una persona hecha a medida para una vida secreta); la entrañable relación con el padre, un fotógrafo free lance del que se recrea también su propia niñez, su entusiasmo por los aviones, su entrega apasionada a la vida, su ejemplaridad, sus lecciones morales, sus valores, la paciencia, la espera, la integridad; la atormentada existencia de Terence Hanbury White, sensible escritor, complicado e infeliz, malhumorado y suspicaz, permanentemente sumido en el desaliento y la desesperación, con tendencias homosexuales y propensión al sadismo, víctima de abusos en sus primeros años, solitario, reprimido en casi todos los órdenes de la vida, contradictorio y excesivo, amante de la naturaleza y los animales, capaz de alegrarse con el milagro siempre renovado del mundo, cuya historia excepcional, sus fatigosos intentos de adiestrar a Gos, su propio halcón -una experiencia que relatará el “El azor”, de 1952, también publicado por Ático de los libros- corre en paralelo a la de la propia Helen (Este libro que lees es mi historia. No es una biografía de Terence Hanbury White. Pero White es parte de mi historia. Tengo que escribir acerca de él porque estaba ahí. Mientras adiestraba a mi halcón mantuve una tranquila conversación, o algo parecido, con las penas, logros y trabajos de un hombre muerto hace tiempo) y daría para otra reseña. 

Y están también las muchas notas históricas sobre la cetrería, los tratados canónicos sobre este extraño arte, sus principales referentes “teóricos”, las muchas interesantes curiosidades sobre su práctica. E interesan igualmente las alusiones al simbolismo de la domesticación y el vuelo de las aves rapaces, la multitud de referencias al psicoanálisis y sus metáforas, la indagación sobre los límites entre lo humano y lo animal, con pasajes prodigiosos, tanto aquellos en los que vemos al azor “humanizado” (cuando juega -Nadie me había dicho que los azores jugaran. No salía en ningún libro-, cuando “ríe”), como, sobre todo, los que nos muestran a una Helen “cómplice” de la emocionante brutalidad, de la atávica pulsión de muerte que mueve al azor. En este sentido, la presencia de la muerte -la del padre pero, fundamentalmente, la que encarna el salvaje instinto del animal- es otro de los elementos sustanciales del libro, como puede verse en los fragmentos que os ofrezco como cierre a mi reseña: 

Los cetreros tienen una palabra para describir a los halcones que tienen ganas de matar: dicen que el ave está en yarak. Los libros dicen que viene del persa yaraki, que significa poder, fuerza y audacia. Mucho más adelante me divirtió descubrir que en turco se refiere a un arma arcaica y que también es un término que designa el pene: no se puede dudar jamás de que la cetrería es un juego de chicos. Ahora estoy de vuelta en Cambridge y mientras llevo a Mabel cada día por el pedregoso sendero hacia la colina, la veo entrar en yarak. Es inquietantemente similar a una posesión demoníaca. Las plumas de su cresta se erizan, se inclina hacia atrás, las plumas del vientre esponjadas, los hombros caídos y los dedos apretando con fuerza el guante. Su conducta pasa de «todo me asusta» a «lo veo todo; todo esto, y más, me pertenece». 

Un azor mató a un faisán. Fue un picado corto y brutal desde un roble hasta un espeso matorral húmedo; un impacto súbito, ahogado, ramas rompiéndose, aleteos, hombres corriendo y un pájaro muerto colocado con reverencia en un morral de cetrero. Me quedé a cierta distancia. Me mordí el labio. Sentí emociones para las cuales entonces aún no tenía nombre. Durante un rato no quise mirar a los hombres y a sus pájaros y mis ojos se deslizaron hacia los paneles de luz blanca recortados entre las ramas tras ellos. Luego me acerqué al matorral en el que el halcón había matado a su presa. Miré dentro. En lo más profundo de la fangosa oscuridad seis plumas cobrizas de faisán brillaban en una cuna de endrino. Una a una las liberé de entre las espinas y las recogí. Luego metí la mano con ellas dentro en el bolsillo y las protegí en mi puño cerrado como si estuviera aferrando la esencia de aquel instante. Lo que había presenciado era la muerte. No estaba segura de cómo me sentía. 

Si quieres que tu azor se porte bien, basta con que hagas una cosa. Tienes que darle ocasión de matar. Matar tanto como sea posible. Matar lo calma. 

Todo en él está afinado y orientado a la caza y a matar. Ayer descubrí que cuando succiono aire entre los dientes y hago un ruido chirriante como de conejo herido, todos los tendones de sus dedos se contraen instantáneamente, clavando las garras en el guante con terrible y aplastante fuerza. Esta presión asesina está grabada desde antiguo en lo más profundo de su cerebro. Es una respuesta instintiva que todavía no ha encontrado el estímulo que debe desencadenarla. Porque otros sonidos también lo activan: las bisagras de la puerta, bicicletas con ruedas mal engrasadas y, durante la segunda tarde, Joan Sutherland cantando un aria en la radio. Oh. Me reí en voz alta ante eso. Estímulo: ópera. Respuesta: matar. Pero luego este instinto mal aplicado deja de ser gracioso. Instantes después de las seis en punto llega un lamento infeliz desde un carrito de bebé al otro lado de la ventana. Inmediatamente el azor clava las garras en mi guante, aumentando la presión en salvajes y acuchillantes espasmos. Matar. El bebé llora. Matar matar matar. 

No me sentí mal por matar a un animal. Me sentí mal por el animal. Me dio lástima. No porque me considerara mejor que él. No fue una pena paternalista. Fue la pena de todas las muertes. Me hacía feliz el éxito de Mabel y lloraba al conejo particular. Arrodillada junto a su cuerpo sentí una aguda conciencia de mis límites. La lluvia mojando el cuello de mi ropa. Un dolor en una rodilla. Los arañazos en mis piernas y brazos por haber atravesado un matorral, que no me habían dolido hasta ahora. Y una aguda, inefable comprensión de mi propia mortalidad. «Sí, yo también moriré.» 

Aprendí a asumir por un instante la responsabilidad de agacharme y administrar el golpe de gracia a un conejo que Mabel tenía aferrado entre las garras. Una parte de mí tuvo que adaptarse y otra parte de mí tuvo que apartarse. No hay mejor frase para describirlo que la más antigua: Tienes que endurecer tu corazón. Aprendí que endurecer el corazón no era lo mismo que no darle importancia a lo que haces. El conejo siempre fue importante. Su vida no se tomó a la ligera. Yo era responsable de estas muertes. Por primera vez en mi vida ya no era una observadora. Estaba siendo responsable ante mí misma, ante el mundo y ante todas las cosas en él. Pero solo cuando mataba. Los días eran muy oscuros. 

Os dejo ahora con My favorite things -que se traduce en el texto como “Cosas que me hacen feliz”- el clásico de Sonrisas y lágrimas, que Helen canta a su azor en un pasaje del libro. El tema ha sido objeto de infinidad de versiones, la inicial de Julie Andrews, la inolvidable de Coltrane y tantas otras... He elegido esta vez una magnífica de Sarah Vaughn. 


Eran exactamente las ocho y media. Estaba mirando un pequeño ramito de mahonia que crecía entre la hierba, con sus hojas rojo oscuro como lustroso cuero de cerdo. Levanté la vista. Y entonces vi a mis azores. Allí estaban. Una pareja, elevándose sobre las copas de los árboles en el aire cada vez más cálido de la mañana. Un rayo de sol bañaba ardiente mi nuca, pero yo olía hielo al ver a aquellos azores elevarse. Olía hielo y tallos de helecho y resina de pino. Cóctel de azor. Estaban ascendiendo. Los azores en vuelo son de un complejo color gris. No gris teja, ni gris paloma, sino una especie de gris de nube de lluvia. A pesar de la distancia, alcanzaba a ver la gran almohadilla de maquillaje que forman sus plumas de debajo de la cola, con la gruesa y contundente cola tras ellas, y esa soberbia curvatura y doblez de las secundarias de un azor en ascenso que los hace totalmente distintos de los gavilanes. Había cuervos acosándolos, pero no les importaba. Ni siquiera los veían. Un cuervo se lanzó contra el macho y este se limitó a levantar un ala, como para dejar pasar al cuervo. El cuervo no era un idiota y no se mantuvo por debajo del azor mucho tiempo. Estos azores no estaban ofreciendo el espectáculo completo, no hubo ninguno de los picados ni ninguna de las acrobacias sobre los que había leído en los libros. Pero amaban el espacio entre ambos, y tallaban en él todo tipo de hermosos acordes y simetrías concéntricas. Un par de aletazos y el macho, el torzuelo, se ponía por encima de la hembra, la prima, y entonces planeaba hacia el norte de ella y luego descendía, rápido, como un tajo de cuchillo, realizaba un elegante dibujo caligráfico bajo ella y luego la prima de azor batía un ala y volvían a ascender juntos. Estaban en un bosquecillo de pinos, justo frente a mí. Y luego desaparecieron. En un instante mi par de azores estaba dibujando en el cielo líneas sacadas de un libro de física y al instante siguiente no había nada. No recuerdo haber bajado la vista, ni haberla desviado. Quizá pestañeé. Quizá era así de fácil. Y en ese ínfimo paréntesis negro que el cerebro camufla se habían hundido en el bosque. 

Me senté, cansada y contenta. Los azores se habían marchado, el cielo estaba vacío. Pasó el tiempo. La longitud de onda de la luz a mi alrededor se acortó. El día se iba construyendo. Un gavilán, ligero como un juguete de madera de balsa y papel maché, pasó como un rayo a la altura de mi rodilla, planeando sobre unas zarzas y luego perdiéndose entre los árboles. Lo miré alejarse, ensimismada en rememoraciones. Este recuerdo era incandescente, irresistible. El aire olía a resina de pino y al vinagre alquitranado de las hormigas rojas de la madera. Mis pequeños dedos de niña aferraban la cadena de plástico de unos prismáticos de Alemania Oriental que colgaban, pesados, de mi cuello. Me aburría. Tenía nueve años. Papá estaba de pie a mi lado. Buscábamos gavilanes. Anidaban cerca, y esa tarde de julio esperábamos el tipo de avistamiento que a menudo nos ofrecían: un emerger como de submarino entre las copas de los pinos al alejarse; un atisbo de ojo amarillo; un pecho barrado contra las agujas de pino en movimiento o una rápida silueta recortada contra el cielo de Surrey. Durante un rato había sido emocionante contemplar la lobreguez entre los árboles y las regiones oscuras teñidas de naranja sangre donde las sombras y el sol dibujaban un pavimento de fantasía entre los pinos. Pero cuando tienes nueve años, no se te da bien esperar. Yo golpeaba la base de la valla con mis botas de goma. Me movía y distraía. Suspiré. Me colgué de la valla agarrándola con los dedos. Y entonces, mi padre me miró, entre exasperado y divertido, y me explicó una cosa. Me explicó la paciencia. Dijo que lo más importante de todo lo que tenía que recordar era lo siguiente: que cuando tenías muchas ganas de ver algo, en ocasiones lo que tenías que hacer era quedarte muy quieta en el mismo sitio, recordar lo mucho que querías verlo y tener paciencia. 

—Cuando estoy en el trabajo, haciendo fotografías para el periódico —dijo—, a veces tengo que quedarme sentado en el coche durante horas para conseguir la fotografía que quiero. No puedo levantarme a tomar una taza de té, ni siquiera para ir al baño. Tengo que tener paciencia. Si quieres ver halcones, tú también tienes que ser paciente. 

Lo dijo solemne y serio, no enfadado; me estaba comunicando una de las verdades de los adultos, pero yo solo asentí de mal humor y me puse a mirar el suelo. Sonaba como una regañina, no como un consejo, y no comprendí lo que me estaba diciendo. 

Pero aprendes. «Hoy —pensé ahora que no tenía nueve años ni estaba aburrida—, he tenido paciencia y los azores han venido.» Me levanté lentamente, con las piernas un poco entumecidas después de tanto tiempo quieta, y descubrí que tenía un poco de liquen en una mano, un poquito de ese liquen ramificado color verde pálido capaz de sobrevivir a cualquier cosa que le suceda. Es la paciencia hecha ser vivo. Puedes coger liquen de los renos y apartarlo del sol, congelarlo y luego secarlo hasta que cruja: aun así no morirá. Pasa a un estado de hibernación y espera a que las cosas mejoren. Es impresionante. Sopesé la pequeña bola de minúsculas ramitas en la mano. Casi no se notaba que estaba allí. Siguiendo un súbito impulso, metí en el bolsillo interior de la chaqueta ese recuerdo robado al campo del día en que vi a los azores. Lo dejé en un estante cerca del teléfono. Tres semanas más tarde, lo estaba mirando cuando llamó mi madre y me dijo que mi padre había muerto.

Videoconferencia
Helen Macdonald. H de halcón

miércoles, 10 de marzo de 2021

ALICE MCDERMOTT. ALGUIEN; EN BODAS Y ENTIERROS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a la segunda edición del mes de marzo de Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Como es bien conocido por nuestros seguidores más habituales, desde hace algunos años nuestro espacio suele centrar las emisiones de este mes en libros escritos -y muchas veces protagonizados- por mujeres, con la innecesaria y sin embargo oportuna excusa de la celebración, el día 8, del Día internacional de la Mujer. Innecesaria, digo, porque en condiciones normales, sin necesidad de justificación de ningún tipo, entre mis reseñas aparecen a menudo libros de autoría femenina -siete hasta ahora, en lo que llevamos de temporada-, aunque ya he repetido con frecuencia en este mismo ámbito radiofónico -y fuera de él- que a la hora de elegir qué libros leo yo no me detengo ni un solo segundo -la idea no pasa por mi cabeza siquiera fugazmente- en considerar cuál es el sexo -o el género, como se prefiera- de quien lo escribe. Busco, en mis opciones de lectura, historias que me seduzcan, temáticas que hablen de la naturaleza del alma humana, narraciones que amplíen mi siempre limitada experiencia vital, contenidos que me estimulen intelectualmente y me hagan reflexionar, también entretenimiento y evasión, en el mejor sentido de ambos términos… e imagino, pues, que estaréis de acuerdo en que provocar esos efectos en el lector es tarea que está al alcance del talento y la creatividad, de la inteligencia y la sensibilidad de hombres y mujeres, indistintamente. Anna Karénnina y Emma Bovary son creaciones de autores masculinos, y Fortunata y Jacinta y la Maga y Alicia; pero Heathcliff y Fitzwilliam Darcy y Frankenstein y Atticus Finch, “nacieron” de mujeres, como, en otro “plano”, el Poirot de Agatha Christie, el Marco Didio Falco de Lindsey Davis o el Tom Ripley de Patricia Highsmith. ¿Son “defectuosos” o parciales o incompletos o sesgados esos “retratos” al haber sido elaborados por escritores de otro sexo? ¿Podrían haberse intercambiado las autorías? Y, sobre todo, de no estar sobre aviso los lectores… ¿lo apreciaríamos?, ¿nos daríamos cuenta? En fin… 

El caso es que, en consonancia con este mi recurrente propósito, hoy abrimos, sin contar la excepción de Álvaro Cunqueiro, hace siete días, motivada por su aniversario, la actual serie marceña, con un par de novelas de una escritora norteamericana, Alice McDermott, de la que yo he leído recientemente Alguien, un libro publicado originariamente en 2013 y que en España presentó dos años después, en traducción de Vanesa Casanova, la editorial Libros del Asteroide, y En bodas y entierros, que había visto la luz en Tusquets en un ya lejano 2002, aunque se ha reeditado en 2020, con una nueva portada, mucho más atractiva y ajustada al contenido de la obra que la inicial, manteniendo en ambos casos la misma traducción, si bien “retocada” y convenientemente actualizada, como luego comentaré, de Antonio-Prometeo Moya. 

Alice McDermott nació en Brooklyn, en el seno de una familia de origen irlandés, circunstancias muy presentes en las novelas que esta tarde os propongo, en las que el telón de fondo de la historia lo constituye el barrio neoyorquino, cuya atmósfera está muy bien captada por la autora y alcanza un relevante protagonismo en los dos libros, y en las que los personajes pertenecen al “microcosmos” de la emigración irlandesa llegada a Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX, con sus relaciones endogámicas, sus códigos, sus costumbres y tradiciones, su fidelidad al pasado europeo, su intensa vivencia de la religión católica. McDermott es profesora de Humanidades en la prestigiosa Universidad John Hopkins, y su carrera como escritora cuenta con media docena de novelas que han cosechado un buen número de premios literarios. Y, por cierto, a propósito de la polémica sobre la literatura “de género”, y en una tesis contraria a la que acabo de exponer, Alice McDermott se muestra claramente a favor de la singularidad del enfoque femenino, pues las mujeres, señala en una entrevista, nos fijamos más en el por qué y en la vida interior

Y es que, en efecto, la “vida interior” de sus personajes, sobre todo en Alguien, es el núcleo sobre el que gravitan las dos novelas que esta tarde os comento. El mundo que describe McDermott es el de la simple cotidianidad de unos personajes comunes, que no cuentan en sus existencias con alicientes excepcionales -las bodas y los entierros, tan prosaicos, operan en ambas obras, como luego veremos, en la segunda ya desde el título, como grandes metáforas de la “normalidad”: la vida que empieza, la muerte que acaece inexorable-, sino que se desenvuelven en una realidad ordinaria, en un día a día corriente, sin estridencias, sin episodios demasiado relevantes, un discurrir vital tan anodino, tan habitual, tan “general” que podría ser el de cualquiera de nosotros, y en el que es la vivencia íntima de esos días, de esos años que pasan, el elemento más destacado, el que la escritora subraya y el que, al coincidir en lo esencial con el del propio lector -sea cual sea su origen o condición-, dota a las novelas del, a mi juicio, extraordinario valor universal que las hace altamente interesantes (sin contar con sus virtudes específicamente literarias). La protagonista de Alguien, Marie Commeford, y quienes la rodean (los padres, el hermano Gabe, los vecinos Walter Hartnett y Bill Corrigan, las amigas, la infortunada Pegeen Chehab, más adelante el marido, Tom, el señor Fagin), y los de En bodas y entierros (Lucy Towne, sus tres hijos, sus propios padres y sus tres hermanas solteronas, la madrastra de todas ellas, Mamá Towne), viven en Brooklyn, que pasa ante nuestros ojos en un arco que va de los años veinte hasta siete décadas después, en una sucesión de rituales y costumbres familiares -punteados por los grandes “acontecimientos” mencionados: bodas, funerales, celebraciones navideñas, algún aniversario, cierta conmemoración- en la que afloran las ilusiones y los altibajos de la existencia, las rencillas, los enfrentamientos, las rivalidades y los afectos en el seno familiar, el lento acontecer de la vida del barrio, los hábitos humildes, sencillos, las diversiones simples, las infrecuentes migajas de felicidad, el primer enamoramiento, la primera decepción, las esperanzas, las ilusiones, los vaivenes en las relaciones, la amistad, la dificultad del matrimonio, el encanto y la aflicción de la maternidad, los claroscuros de la paternidad, los problemas económicos, las lejanas guerras y sus efectos, estos tan próximos, los trabajos más o menos satisfactorios, la llegada de los hijos, su abandono del hogar, los recuerdos, la añoranza, la edad, la vejez, las limitaciones, lo no vivido, la tristeza, las enfermedades y la muerte, la alegría, la pasión, el amor, el destino, el tiempo que corre, la inevitable aceptación de su transcurso… el mero pasar, en definitiva, la vida de todos, la vida normal, la vida: Cualquiera que fuera el encanto que la habitación hubiera tenido la noche anterior, con la iluminación tenue y las persianas bajadas y la elegante cubitera plateada para el champán, no había desaparecido por completo —al fin y al cabo, yo nunca había pasado una noche en ningún lugar parecido al hotel St. George—, pero había algo extraño en todo ello a aquellas horas de la mañana: la luz tras las cortinas verde pálido y el traqueteo del radiador oscuro, una puerta cerrándose de un portazo, los motores revolucionados en la calle, la decepcionante sensación de un día cualquiera, incluso allí, en aquel precioso hotel, un día cualquiera que simplemente seguía su curso. Tom, aquel desconocido, con su pelo ralo rizado como el de una muñequita Kewpie de Coney Island sobre su rostro rosado, dormía plácidamente junto a mí. Un perfecto ejemplo del clima de las novelas: cotidianidad sencilla y emociones íntimas. 

Y todo ello en un marco “exterior” de presencia muy intensa, un Brooklyn, que tantas veces hemos visto representado en el cine y la literatura, hecho de gentes que llegan de Europa con la esperanza de un mundo nuevo (irlandeses, también italianos, pues el mundo judío, asociado “naturalmente” al barrio, el de las novelas de Auster y las películas de Allen, está ausente del universo McDermott), que ocupan las plantas bajas y los sótanos de casas de tres y cuatro pisos, el calor insoportable de los veranos, las tertulias estivales en las escaleras de los edificios, los niños jugando al béisbol en las calles, las niñas cotilleando al margen, haciéndose notar sin querer mostrar ostensiblemente su interés por los chicos, los ritos católicos, la actividad de las parroquias, las misas, las pequeñas tiendas en las que los emigrantes se afanan por salir adelante -la confitería del señor Lee, la funeraria del señor Fagin-, los locales clandestinos de venta de alcohol en la época de la prohibición, los adolescentes demostrando su recién adquirida dureza en pequeños robos y asaltos a los viandantes, un barrio ya entonces en decadencia (no en la actualidad, un paraíso de lo cool, en auge por la gentrificación), edificios descuidados, las cucarachas en las casas, pero capaz aún de generar vínculos entre sus habitantes, la sensación de comunidad: Puede que fuera aquella la primera vez en toda mi vida, leemos en Alguien, en que comprendí la sencillez de aquel vínculo, de compartir un barrio como lo habíamos hecho nosotros, de compartir un tiempo pasado. Todo eso, la fotografía de un espacio y de una época, está también, capturado de manera magnífica, en las dos novelas. 

Y el tercer gran aliciente de los dos libros -vidas, sentimientos y emociones comunes, por un lado, y espléndida recreación del entorno, en segundo lugar- lo constituye el estilo, preciso, detallista, también muy sencillo, aparentemente simple, pero en el que el talento de la autora consigue que esa simplicidad oculte la técnica literaria, el “oficio” que hay detrás. Con una narración en primera persona, en Alguien, y en tercera -aunque muy “cercana”, propiciando también la identificación del lector-, en En bodas y entierros, alternando los tiempos verbales presentes y pasados, en ambos libros hay, en efecto, ciertas concomitancias de estilo en lo que parecen constituir unos rasgos “marca de la casa” de la autora. 

Por un lado, los constantes cambios en el marco temporal, con idas y venidas de unas épocas a otras. La narración del presente se puebla así de muy frecuentes evocaciones del pasado vivido y de anticipaciones del futuro que está por llegar, en un ir y venir que entremezcla no solo los episodios de distintas etapas vitales si no también los sentimientos de los personajes. He aquí un ejemplo de Alguien, significativo de este recurso, que se usa de un modo muy sutil, casi imperceptible: Se reía al contarlo, como si todo hubiera sido una broma y él, la víctima. Con el paso de los años, siempre lo contaría de la misma manera. Así era como incluso nuestros hijos lo contaban, dice Marie con respecto al joven Tom, cuando aún no sabemos ni que se van a casar, mucho menos que tendrán hijos. Hay, sin embargo, sobre todo en Alguien, un cierto hilo conductor cronológico, los años pasan y con ellos los protagonistas evolucionan, pero, como digo, la continuidad se rompe a menudo con los recuerdos de la infancia, con los vislumbres del porvenir, con las frecuentes elipsis, dando un resultado final fragmentario, como de yuxtaposición de escenas, muy sugestivo y muy eficaz (porque así son nuestras vidas, más allá de la continuidad biológica: retazos hechos de memoria y olvido, de proyectos y sueños incumplidos, de esperanzas y decepciones entremezcladas, de experiencias que se muestran en jirones deslavazados, en una superposición no siempre nítida). 

Es magistral también la atención a los detalles, la descripción sencilla de lo cotidiano, de las pequeñas vivencias, de lo anodino en apariencia, todo ello descrito con una mirada tierna, próxima, lo que contribuye a crear una atmósfera de naturalidad, que rezuma lirismo, muy íntima, como en este fragmento: 

El padre, que en razón de la visita no se quitó la chaqueta ni la corbata, preparó unas bebidas. La madre hizo circular una bandeja de galletas saladas y untadas con queso al pimentón. Pareció a los niños que los dos hombres llenaban el espacio de la sala de estar y por vez primera repararon en lo pequeña que podía resultar su propia casa: tres dormitorios, garaje y jardín. Pensaron entonces, cosa que no habían hecho hasta aquel instante, que sus padres habían tenido que recorrerla, antes de que las niñas naciesen, en calidad de inquilinos en potencia que sólo quieren mirar, hacerse una idea, tantear las posibilidades. En una pared había dos paisajes que le gustaban al padre: una tempestad en invierno, un prado en primavera; y en otra lo que le gustaba a la madre, una colección de fotos de niñas tocadas con sendas papalinas ya pasadas de moda. Las cortinas eran de color verde claro y los visillos de un blanco pajizo. Había un sofá tapizado con motivos florales, dos sillones verdes, una alfombra marrón bordeada por una cenefa de rosas de color rosa. Sendas mesitas en los extremos del sofá, con una lámpara beige encima del tapete bordado. Una mesita para el café cubierta asimismo por un tapete, encima del cual colocaba la madre la bandeja de las galletas saladas y las servilletas con bordados que se utilizaban a la hora del aperitivo. Un televisor en el rincón del fondo. Un cubo de latón lleno de revistas. Se les ocurrió de pronto que no todos los objetos que veían habían estado siempre allí. Que se habían acumulado con el paso del tiempo, quién sabe si con ternura. 

Y hay, por último, en este rápido repaso a los elementos comunes a las dos novelas, una soberbia construcción de los personajes, no solo Marie, que centra el relato en Alguien, sino el resto de los que su narración muestra, el querido padre, la madre exigente, Gabe, el hermano sacerdote de vida torturada, el primer novio, el egoísta y desconcertado Walter Hartnett, Bill Corrigan, el vecino ciego tras haber sido gaseado en la guerra del 14, el marido, Tom, el antidickensiano señor Fagin; y todos los de En bodas y entierros, una novela coral, en cierto modo: Lucy Towne, pesimista y amargada, siempre negativa, su marido, alegre y cariñoso pese a la adversidad, sus hijos, las tres tías solteronas, tía Agnes, tía Verónica y tía May, la formidable figura de Mama Towne, fatalista y aciaga. Todos están vivos, hablan con voz propia, y su retrato es siempre preciso, penetrante en lo psicológico, comprensivo y rebosante de humanidad, contribuyendo a hacer de la lectura de las dos novelas una experiencia emotiva e intensa. 

Alguien recorre la vida de su protagonista, Marie Commeford, a lo largo de setenta años. La vemos inicialmente con solo siete, en la década de los veinte del siglo pasado. Sentada en las escaleras de su edificio, nerviosa y excitada por la espera, atisba en la calle la llegada de su padre, a quien adora y que vuelve del trabajo. A los siete años yo era una niña tímida, de aspecto cómico, con cara de pan, dos rajas negras por ojos, gafas gruesas, flequillo negro y una boca recta y seria: una caricatura de niña. Por aquel entonces, yo bebía los vientos por mi padre. Aquí, está en germen, la esencia de Marie, una mujer normal, vulgar incluso, reflexiva y sensible. A partir de ahí el libro nos mostrará su vida, la vida de alguien sin relevancia en la “Historia” con mayúsculas, condicionada, limitada por sus circunstancias, por su época. Pero, a la vez, decidida, valiente, en cierto sentido rebelde pese a su aceptación de lo que la vida le va dando. Se recrean los días infantiles, con el entorno familiar, la madre exigente, el padre amado que la lleva a las tabernas clandestinas en cuya puerta la deja mientras él entra a beber, el amor por su hermano. La veremos con diecisiete años, los agudos problemas de visión, sus inseguridades, su decepcionante amor por Walter Hartnett, el vecino cojo y calculador, un niñato egocéntrico cuyo despecho la sumirá en la desolación: Me senté en el borde de la cama. Quería quitarme las gafas, arrojarlas al otro extremo del dormitorio. Arrancarme de cuajo el sombrero nuevo de la cabeza y lanzarlo por los aires. Llevarme las manos al cuero cabelludo y arrancarme aquella cara feúcha. Desabrocharme el vestido, quitarme el cinturón, la delicada combinación. Llegar a tocarme el cuello y despegar la carne del hueso, abrir la cremallera de mi espalda, salir de mi propia piel y arrojarla al suelo. Espalda hombro tripa y pecho. Pisotearla. Levantar el puño hacia Dios por la forma que Él me había dado en aquella primera oscuridad: sin una pizca de atractivo, sin una pizca de amor. La entrañable relación con Gabe, sensible, solitario, afligido, con vocación hacia el sacerdocio, al que accederá para luego renunciar y volver a la vida “civil”; un Gabe que la consolará tras su desengaño adolescente, en una frase que explica en parte el título del libro: —¿Y a mí quién me va a querer? —dije yo. El ala del sombrero le ocultaba los ojos. Detrás de él, el parque bullía con desconocidos. —Alguien —me dijo—. Alguien te querrá. Más adelante, a principios de los cuarenta, durante la Segunda Guerra Mundial (con todo lo que estaba pasando en Europa), trabajando en la funeraria del señor Fagin (cuyo nombre dickensiano, como el del señor Heep, otro personaje, permite las bromas en el libro), diez años de contacto estrecho con la muerte (no tardé en desarrollar cierta indiferencia rutinaria hacia los muertos). Y están los insulsos escarceos amorosos con distintos jóvenes, los problemas en la vista, agudizados, la marcha de Gabe a Europa, movilizado en las Fuerzas aéreas, el encuentro con Tom, antiguo feligrés de su hermano y, como él, también movilizado. Y luego las bodas, la inusitada de Dora Ryan, las de sus amigas, la suya propia, en todas siempre esperanza, también, a menudo, el germen de la desilusión. Y muertes, la dolorosa del padre, las incontables y no tan anónimas de la funeraria, la de la jovencísima Pegeen Chehab, la de Bill Corrigan, la de la madre de la amiga Gerty, y tantas, tantas otras… en una sucesión de hospitales, de entierros, de funerales, de vivencias dolorosas. Y los años pasarán acelerados (Comprendí la rapidez con que el dolor hace transcurrir el tiempo de toda una vida), llegan los cuatro hijos (las dificultades del primer parto, que la llevarán al borde de la muerte) y los seis nietos y más muertes, y la casi total ceguera, y el resignado recuento final: Yo ya llevaba cinco años viuda, ocho sin Gabe, treinta sin mi madre en este mundo y más de sesenta (¿sesenta y seis, quizá?) desde la muerte de mi padre y, aunque podía contar con mis cuatro hijos, a veces sentía que esta época de mi vida era fruto de una negociación sostenida desde un lugar elevado y precario. Por cada muestra de cariño que mis hijos me daban, por cada vez que me llevaban al médico, por cada recado hecho o por cada cena compartida los días de fiesta, me imaginaba cómo me las apañaría si mis hijos no estuvieran allí, si no pudieran acudir, si tuvieran algún compromiso

Y por entre todos estos pequeños acontecimientos, la voz de Marie que narra, la voz de “alguien” cualquiera, alguien a quien la vida no le ofreció nunca ocasiones para “significar”, ni focos que la pusieran de relieve, alguien anónimo de quien, sin embargo, gracias a la literatura, a la voluntad y al genio de McDermott, podremos escuchar sus reflexiones, cargadas de emoción, de sensibilidad, de sensatez, de profundidad, sobre la crueldad del mundo, lo extraño, terrible y frágil de la existencia, la muerte, el fracaso, la dificultad de encontrar un acomodo razonable entre la realidad y las ilusiones, las penas solitarias, las desapariciones, la pérdida, lo inextricable del corazón humano, Dios, la fe, el misterio, las creencias, el miedo, las vidas que se cerraban, olvidadas, desvanecidas en un abrir y cerrar de ojos

En bodas y entierros
, se mueve, con el natural cambio de personajes, ambientación y trama argumental, en el mismo territorio definido por la descripción de las vidas cotidianas y sus afanes, así como por la indagación, penetrante y sutil, en la psicología de sus protagonistas. La más reciente edición de 2020 retoma, como se ha comentado, la primera de 2002, aunque la traducción de Antonio-Prometeo Moya aparece en esta última muy retocada, más “pulida”, menos académica. Os dejo como prueba -hay decenas- las primeras frases del libro, en su versión originaria y en la actual: 

Dos veces a la semana durante todo el verano, salvo la última semana de julio y la primera de agosto, la madre cerraba la puerta principal, la puerta blanca de ocho paneles que hacía de telón de fondo de las fotografías de Pascua, la primera comunión, la confirmación y fin de curso que pasaban a engrosar el álbum familiar, y sosteniendo el frágil cancel con el hombro, daba la vuelta a la llave en la negra cerradura, asía la curva manija de hierro forjado como un sarmiento negro con la forma de un signo de interrogación, y con un ademán rápido y firme que parecía imitar los de un impaciente efractor de viviendas, tiraba de la puerta hasta que, satisfecha del todo, se daba la vuelta, apartaba el hombro del cancel como si se desprendiera de una capa, y decía: «Andando». 

Dos veces a la semana durante todo el verano, salvo la última semana de julio y la primera de agosto, la madre cerraba la puerta principal, la puerta blanca de ocho paneles que hacía de telón de fondo de las fotografías que tomaban siempre por Semana Santa, cuando alguien hacía la primera comunión o la confirmación o a final de curso, y que pasaban a engrosar el álbum familiar, y, con la frágil mosquitera apoyada en el hombro, daba la vuelta a la llave en la cerradura negra, agarraba la curva manija de hierro forjado semejante a un sarmiento negro con la forma de un signo de interrogación y, con un ademán rápido y firme que parecía imitar a un ladrón impaciente, tiraba de la puerta hasta que, satisfecha del todo, se daba la vuelta, apartaba el hombro de la mosquitera como si se desprendiera de una capa, y decía: «Andando». 

La madre es Lucy Dailey, Towne de soltera. Sus hijos, los pequeños Bobby, Margaret y Maryanne, que en esta escena inicial del libro se aprestan, dirigidos por su madre, a dejar su casa y encaminarse al hogar de la familia Towne, en Brooklyn, en su doble visita semanal de cada verano. Allí viven las tres hermanas de Lucy, las tres solteras: tía Agnes, seria, responsable, sensata, vagamente intelectual; tía May, cariñosa y alegre, que fue monja y dejó el noviciado y que acabará por casarse, ya madura, con el simpático y encantador Fred; y tía Verónica, la menor, su cara quemada en la infancia, desafortunada en sus infrecuentes relaciones amorosas, desgraciada y marchita (demasiada represión, demasiada autocompasión, demasiada mala suerte. Y por último, convencidos de que por fin habían dado en el clavo, demasiado alcohol). Y con ellas, rigiendo sombría la vida del gineceo, Mama Towne, agorera, insatisfecha, siniestra y permanente infeliz. Casada con el padre de las tres hermanas cuando la madre de estas -a su vez su propia hermana- muere al dar a luz a Verónica, y viuda al poco tras el fallecimiento del marido, su visión de la existencia es nefasta, negativa, vive instalada en la queja perpetua, subrayando siempre los aspectos deplorables de la vida, protestando, lamentándose, quejándose de su mala suerte, reprochando y reprimiendo los atisbos de felicidad ajenos. Tiene un quinto hijo, Johnny, el único biológicamente “suyo”, que muy joven dejó la casa para siempre tras un conflicto enconado, y que reaparece de modo fugaz en algún episodio final.

Sin tiempo para comentar demasiados detalles del libro, sí quiero resaltar que la idea esencial sobre la que gira la novela está recogida en el dualismo que adelanta su título y que ya he anticipado: bodas y entierros, gozosa celebración de la vida y triste conciencia de la muerte. Ambientada en los años sesenta del pasado siglo -hay menciones a Kennedy y a su muerte, y una, tangencial, a la guerra del Vietnam-, personajes y acciones se “ubican” en esa suerte de confrontación dual vida/muerte. En un frente, oscuro y deprimente, las mujeres, marcadas por todo lo que habían vivido, las tragedias, la tristeza, las viejas afrentas, con su silencio fúnebre, su dolor, su pesadumbre, sus pérdidas, sus ausencias, sus desapariciones, su vacío, su torturante anclaje en el pasado, con las lágrimas, los lamentos, las recriminaciones, las rencillas, la desdicha… y con la anciana Mamá Towne frustrando de continuo los momentos placenteros y recordando a todos su carácter efímero y que, en realidad, solo habían bailado encima de las tumbas. En el otro lado, el optimista, esperanzado y feliz, el padre de los chicos -aun tocado por la segunda contienda mundial, en la que participó-, con sus bromas, sus guiños, la atmósfera alegre que recrea a su paso, con rescoldos del entusiasmo juvenil aún encendidos, la satisfacción y la ilusión pese a las adversidades, pese a, sobre todo, la oscura y derrotista negatividad de las mujeres. A su lado, el jovial Fred -pese a su soledad, su trabajo modesto, la sacrificada dedicación al cuidado de su anciana madre-, siempre chispeante, que representa también la voluntad, el brillo de la vida, la aceptación satisfecha y contenta de la dicha que la existencia nos trae en pequeñas y fugaces dosis que deben celebrarse: las sonrisas, los encuentros, los detalles en los que reside el sentido del milagro, la belleza y la vida. También la tía May, que rechaza ese aciago destino de derrota y sufrimiento. —¿Verdad que es una suerte —afirmó con majestad— no ver a toda la familia más que en las bodas y los entierros? Y el chiste que la tía hace a sus pequeños sobrinos encuentra la respuesta ilusionada de estos: Los niños se echaron a reír y contestaron: Sí, sí, viendo en ella a su capitana, a la primera persona de su misma generación que por fin enviaba a paseo las sempiternas lamentaciones

Un último apunte que podríamos llamar “metaliterario”. En las dos novelas hay, espigadas a lo largo del texto, algunas -pocas, pero significativas- referencias acerca de la importancia de narrar, de urdir historias, de contarse historias (a veces me acordaba de las muchachas de mi infancia, sentadas en las escaleras susurrando historias), de inventarse historias (para ella la historia del fallecimiento de su tía ya no era verdadera. Que hubiese sucedido realmente era secundario; ya no era verdadera como fenómeno material porque para la niña se había transformado en un medio de llamar la atención de la hermana, de conquistar su amor, y una vez que la niña se había dado cuenta de que lo tenía […], una vez que la niña se había dado cuenta de que la historia del fallecimiento de su tía (no el hecho, sino la historia) producía tales resultados, se convirtió en algo susceptible de administrarse, en algo que podía poseer y regalar de un modo que ningún fenómeno material permitiría. Se convirtió en historia pura), del ordenar recuerdos y rumores, chismes y anécdotas, historias, del revivir -del reavivar- la vida mediante el relato, la narración, la literatura: ella y sus compatriotas se juntaban para contar como mejor sabían la historia de aquella vida, soplando palabras sobre los fríos rescoldos, me parecía a mí y, de un modo u otro, conseguían reavivarlos. Toda una declaración de principios, un resumen ejemplar de las novelas de Alice McDermott: un soplo de palabras para dar vida a los recuerdos. 

Entre las muchas piezas musicales que aparecen en ambos libros -bastantes de la tradición musical irlandesa-, he elegido para acompañar musicalmente esta reseña, Will you love me in december as you do in may?, escrita por James -Jimmy- Walker en 1906, norteamericano de origen irlandés del que se habla en Entre bodas y entierros. Aquí os la ofrezco en la interpretación del Haydn Quartet. 


Volví a montar guardia en los escalones de piedra; guardia por mi padre, que aún no había salido del metro. 

En el otro extremo de la calle, los hombres y las mujeres del barrio volvían a casa del trabajo. Todos iban tocados con sombrero. Todos calzaban elegantes zapatos negros y allí era donde mis ojos se posaban cuando cualquiera de ellos me decía un «Hola, Marie» al pasar. 

A los siete años yo era una niña tímida, de aspecto cómico, con cara de pan, dos rajas negras por ojos, gafas gruesas, flequillo negro y una boca recta y seria: una caricatura de niña. 

Por aquel entonces, yo bebía los vientos por mi padre. 

Los chicos jugaban al béisbol en plena calle, siempre a la misma hora; algunos eran amigos de Gabe, mi hermano, aunque él, un joven estudioso, se encerraba en casa con sus libros. Los más jóvenes, entre quienes se encontraba Walter Hartnett, se sentaban en el bordillo a mirar. Walter llevaba la gorra del revés y tenía extendida la pierna de su zapato ortopédico. El ciego Bill Corrigan, al que habían gaseado durante la guerra, se quedaba en la acera justo detrás de Walter, sentado en la silla de cocina pintada que su madre le ponía todas las mañanas siempre que hacía buen tiempo. 

Bill Corrigan vestía traje de chaqueta y calzaba zapatos relucientes. Y, a pesar de tener un defecto en la piel que hay alrededor de los ojos, como una cicatriz en los pliegues satinados de sus párpados; a pesar de que su madre, cuyo brazo Bill agarraba como una novia se aferra al brazo del novio, lo sacaba a la silla de cocina todas las tardes que hacía buen tiempo, era a él a quien los muchachos de la calle recurrían siempre que, a causa de alguna pelota perdida o una carrera inoportuna, terminaban aullando y graznando en medio de la calle. Allí estaban: gritándose a la cara, arrojando las gorras al suelo, pidiéndole que tomara una decisión. Bill Corrigan levantó una mano, grande y pálida, y, al instante, la mitad de los muchachos dio media vuelta, mientras la otra mitad gritaba alborozada. Walter Hartnett se balanceó hacia atrás con un gesto de desesperación, lanzando una patada al aire con su pie bueno. 

Me ajusté las gafas. Pajarillos de ciudad de color ceniciento se elevaban sobre los tejados y volvían a caer. Había empezado a oscurecer y los escalones, que al sentarme me habían parecido calurosos bajo mis muslos, ya se habían enfriado bastante. El señor Chehab pasó a mi lado con una bolsa marrón de la panadería en la mano. Llevaba el delantal hecho una bola bajo el brazo, las cintas colgando. Al pasar junto a mí dejó un olor a pan recién horneado. Lucy la Grandullona, una niña que me daba miedo, empujaba un patinete por la acera opuesta. Dos hermanas de la Caridad del convento situado al final de la calle pasaron a mi lado, sonriendo bajo sus tocas. Giré la cabeza para observarlas de espaldas, preguntándome cómo era posible que jamás se les enredara el dobladillo de sus largos hábitos en los talones. Al final de la manzana, las hermanas se detuvieron a saludar a una mujer de piernas pálidas y robustas que vestía un delantal oscuro bajo el abrigo. La mujer dijo algo y ellas asintieron con la cabeza. Después, las tres juntas doblaron la esquina. El partido volvió a interrumpirse y los muchachos se dirigieron a sus casas de mala gana, mientras un coche negro pasaba a nuestro lado. 

Me estremecí y esperé. La pequeña Marie. Única superviviente de aquella escena callejera. Esperé a que mi padre apareciera por la calle, saliendo del metro con su sombrero y su abrigo, el más querido de entre todos aquellos fantasmas.
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Alice McDermott. Alguien

miércoles, 3 de marzo de 2021

ÁLVARO CUNQUEIRO. AL PASAR DE LOS AÑOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de literatura de Radio Universidad de Salamanca. Mi propuesta de esta tarde se acomoda a un aniversario redondo, una excusa, esta de las efemérides, bastante habitual en nuestro programa. Y es que nuestro invitado de hoy, Álvaro Cunqueiro, murió en Vigo el 28 de febrero de 1981, por lo que el pasado domingo se cumplieron los cuarenta años de su fallecimiento. En diciembre de este 2021 tendremos ocasión de celebrar, también, los ciento diez años (no ciento veinte, como erróneamente afirmo en la emisión radiada) de su nacimiento. 

Cunqueiro es un escritor que me entusiasma y al que llevo leyendo desde que yo era un crío (una buena prueba de esa pasión es que, contando la de esta tarde, será el único autor que sume tres participaciones en nuestro espacio). El polifacético creador -poeta, ensayista, dramaturgo, novelista, periodista- mindoniense (su Mondoñedo natal aflora más de una vez en su obra: Ahora tengo en los ojos toda la melancolía y en el oído todo el silencio de Mondoñedo, escribe), ya había aparecido en el programa hace ahora casi siete años, en julio de 2014, con Por el camino de las peregrinaciones, una interesante recopilación de artículos periodísticos sobre la ruta jacobea, publicada por la editorial Alba. Antes, a finales de 2011, os presenté el magistral Las historias gallegas, una edición, formalmente muy defectuosa, de la editorial Paréntesis que albergaba en su seno, en cambio, una obra deslumbrante que incluye sesenta y siete semblanzas de personajes gallegos imaginarios en cuyos “retratos”, rezumando magia e inventiva, Cunqueiro supo captar el espíritu esencial de la galeguidade

El extenso volumen -más de ochocientas páginas- que ahora quiero proponeros es Al pasar de los años. Artículos periodísticos (1930-1981), una edición ejemplar, como lo son todos los títulos de su insuperable catálogo, de la Biblioteca Castro, la creación emblemática, el buque insignia, de la Fundación José Antonio de Castro, que lleva un cuarto de siglo publicando los grandes clásicos españoles con pulcritud y rigor sobresalientes. La Biblioteca Castro había recogido en 2011, en dos recopilaciones excepcionales, la obra literaria completa en castellano de Cunqueiro, con sus novelas mayores, Merlín y familia, Las crónicas del Sochantre, Las mocedades de Ulises, Cuando el viejo Sinbad vuelva a las islas y Flores del año mil y pico de ave, en el tomo primero, y Un hombre que se parecía a Orestes, Vida y fugas de Fanto Fantini della Gherardesca, El año del cometa con la batalla de los cuatro reyes, La otra gente, Tertulia de boticas prodigiosas y escuela de curanderos, entre otros libros, cuentos, poesía y ensayo, en el segundo. Os recomiendo vivamente, antes de entrar en el análisis de mi sugerencia de hoy, cualquiera de esos títulos que, por separado, aún pueden encontrarse, en las viejas ediciones de Destino, dentro de su legendaria colección Áncora y Delfín, en librerías de viejo (y en mi biblioteca, donde están todos esos ejemplares magníficamente editados, con encuadernaciones bien sólidas, portadas preciosas y presentación, en general, acogedora y hasta entrañable). Las dos compilaciones corren a cargo de Miguel González Somovilla que introduce cada libro con un bien informado, interesante y esclarecedor estudio preliminar. 

Así ocurre también con este Al pasar de los años, en el que podemos disfrutar de un amplio (cerca de cien páginas) e ilustrativo prólogo del responsable de la edición, una sucinta aunque necesaria cronología de la vida y obra del autor, un también reducido pero muy curioso álbum fotográfico, y una bibliografía “esencial”, bien nutrida pese al modesto adjetivo. Además, y a modo de epílogo tras las diez apetitosas secciones que integran el grueso del libro y de las que más adelante os hablaré, el volumen se cierra con un nuevo artículo de Somovilla y otros tres de Francisco Umbral (en realidad una entrevista con el escritor), Francisco Carantoña y Juan Cueto, a cual más sugestivo. 

Álvaro Cunqueiro fue un escritor excepcional, dueño de una prosa muy personal, singular e inconfundible, cualquier lector mínimamente familiarizado con su obra reconoce de inmediato un texto suyo. Dotado de una erudición portentosa (yo no soy un erudito, por eso pido perdón si alguna vez me encuentran como tal; a mí lo que me gusta es contar llano y seguido, fantástico y sentimental a la vez; lo que pasa es que a veces está uno distraído), políglota -leía con soltura en francés e inglés, aparte de en gallego y castellano, sus dos lenguas maternas (aunque en sentido literal sólo lo sea el gallego, que aprendió de su madre)-, sus textos (también los periodísticos) rezuman imaginación e inventiva, inteligencia y sensibilidad, magia y humor, sonando siempre muy íntimos y cercanos, tanto cuando recrea la realidad inmediata de su tierra gallega (hoy sorprenden por su actualidad los artículos sobre la contaminación, la fealdad arquitectónica moderna, los incendios, las catástrofes ambientales en los mares), o sus mitos, sus costumbres, sus paisajes y, sobre todo, su paisanaje, como cuando, trascendente, se adentra en el territorio de sus sueños e idealizaciones, sus recreaciones históricas -a menudo ficticias, en todo o en parte-, o sus paseos por los mundos literarios pretéritos (en particular obras medievales casi ignotas), que siempre son un prodigio de saber y fantasía (valga el oxímoron). En cualquiera de estos ámbitos, afloran los postulados básicos que definen su oficio de escritor: la importancia dada a lo literario (siempre tuve la tendencia de transformar la noticia más urgente en literatura); la imperiosa necesidad de la invención (que se manifiesta en la feraz creación de universos quiméricos, regidos por misteriosas y aparentemente inexplicables concatenaciones de fenómenos no siempre regidos por la racionalidad: islas subterráneas, tabernas ancladas en mitad de los océanos, siglos que transcurren en segundos, ángeles, sirenas o fantasmas, a propósito de los cuales comenta la propensión gallega a creer en ellos, pues los fantasmas, como es sabido, nunca son tales, sino otra forma del entendimiento de la realidad); la exigencia, en él natural, de transformar en fecunda poesía la estricta y roma realidad (vacas o paraguas que hablan, pajarillos que “esconden” bellas damas, mujeres a las que se ceba pues su gordura ahuyenta los rayos, entre cientos de ejemplos); el descrédito de una historia hecha solo de datos y fechas y que desprecia las intimidades del alma de las gentes (habría que decirles a los historiadores que aprendiesen a escribir la historia teniendo en cuenta los humanos apetitos y los sueños); el rechazo a la erudición vana, desprovista de humanidad (cuando cifra un hecho histórico en el año mil doscientos, añade… “y pico”, y aún apostilla… “de ave”, porque, rebelde ante el frío academicismo imperante, considera que una de las obligaciones más claras de los poetas es dejar pasmados a los eruditos y los cronólogos); la alegría y el optimismo (yo creo que toda hora es alba), la esperanza y el entusiasmo (soy de la tribu de los esperanzados y los nostálgicos), frente a la angustia, la desesperación y el existencialismo nihilista de los habitantes de la ciudad del desasosiego contemporánea, sumidos en el pesimismo y la tristeza constantes (tristes fuimos en el dulce aire que del sol se alegra… y por ello los condena Dante a su Inferno); la ya mencionada presencia del humor (como cuando relata, al referirse a una primera novela infantil, ambientada en el Lejano Oeste, cómo hizo hablar a los rostros pálidos en castellano y en gallego a unos indios sioux -siux en su grafía- que se relamen comiendo requesón azucarado); la reivindicación de los pasados siglos, más lentos, más sabios, más puros, más sencillos, más limpios; la mirada tierna y compasiva, la proximidad y la comprensión hacia lo auténticamente humano (cuando glosa El bosque animado, de Wenceslao Fernández Flórez, confiesa, a mi juicio de un modo muy revelador, que él mismo posee la ternura un poco infantil necesaria para gustar sus historias); el papel destacado de la ilusión y los sueños, que tienen más relevancia en nuestras vidas que los comunes afanes del día a día: no se fracasa por no llegar a ser ingeniero de caminos, sino por no encontrar debajo de la quinta roca el tesoro fosforescente (…) se fracasa por los sueños; el elogio de la simplicidad, de los placeres sencillos, de la felicidad que emana de los pequeños detalles (Montaigne, como nosotros, hablaba de Guevara, paseaba, tomaba el sol y bebía un cuartillo de rojo vino. Más o menos, esto es todo); la magia oculta tras los acontecimientos cotidianos (como cuando ensalza a Lence-Santar, periodista de Mondoñedo, su antecesor en el cargo de cronista de la ciudad, que mandaba a El Progreso de Lugo las noticias que él consideraba más urgentes para sus conciudadanos: Ha venido prematuramente la primavera. Se han vendido en la plaza los primeros guisantes y en el huerto de quien esto escribe han florecido las primeras clavelinas, sabedor, como el propio Cunqueiro, de la verdadera jerarquía de valores de las cosas); la trascendencia que concede, en el mismo sentido, a su humilde profesión de periodista, orgulloso de la modesta capacidad transformadora de su oficio (Lo más propio mío es sumar noticias que muestran lo vario que es el mundo, y lo ricamente, y con cuántas sorpresas, se puede almacenar la memoria humana. Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que llamamos la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero ayudar en lo que me sea posible y aun bastante más, al hombre de estos días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los profesionales de la angustia y busco en la gran peripecia humana, tantas veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, la razón a continuar); la voluntad de encandilar y seducir con las historias (la intención última es encantar con la palabra, como el encantador de serpientes con la flauta); el amor a Galicia y el profundo entendimiento de lo gallego, manifestados de continuo sea cual sea el asunto objeto de su atención; y, por último, y a fuer de pecar de redundante, la conciencia de que las verdades que todos, de una manera u otra, perseguimos en nuestras esforzadas existencias (aunque si hay una palabra anticunqueirana es “esforzado”) tienen más que ver con la imaginación que con la realidad, como queda de manifiesto cuando, a propósito de Josep Pla, escribe, en dictum que le puede ser aplicado sin cambiar una coma: la veracidad de Pla es la veracidad de su mirada, no la de la realidad circundante. Esta cualidad esencial de la imaginación como elemento definitorio de su obra, sobresale en el magnífico artículo Mi obispo Guevara, publicado en El Noticiero Universal en febrero de 1975, en el que ensalza la figura del obispo de Mondoñedo, fray Antonio de Guevara, al que Cunqueiro leyó mucho desde joven, encontrando en él un referente cercano, señalando que es uno de los más sabrosos escritores de las letras castellanas, gran imaginativo, que sobrándole a él mismo pareceres y sentencias, los ponía en boca de filósofos y sabios antiguos, reyes y tiranos, y no bastándole la nómina grecolatina, aún inventó reyes que no hubo, sabios que nadie conoció y sucesos de los que no hay noticia en las historias, en un “retrato” en el que, sin dificultad, podemos ver la figura del propio escritor. 

El libro que ahora os presento se centra en una de las más destacadas manifestaciones del genio literario de Álvaro Cunqueiro, sus artículos periodísticos. Sus primeras colaboraciones en prensa datan de 1930, cuando contaba apenas diecinueve años, y desde entonces su participación en periódicos, revistas, semanarios y hasta programas de radio fue una constante en su vida. Subraya el compilador que hasta tres artículos aparecieron en otros tantos medios en los días posteriores a su muerte, enviados puntualmente por un cumplidor Cunqueiro horas antes de su fallecimiento. Yo me recuerdo con trece o catorce años leyendo, a medias deslumbrado y a medias perplejo, una de sus secciones más reconocibles, El envés, que casi cada día aparecía en la contraportada del Faro de Vigo. Al pasar de los años recoge doscientas muestras (sesenta y ocho de ellas inéditas en libro) de un total -en cálculo aproximado pero fiable del antólogo, que califica el dato de prudente- de veinte mil artículos escritos por el autor (que redactaba, al parecer, dos o tres colaboraciones por día en su vetusta Smith Premier 10, heredada de su padre y cuya foto se incorpora a la edición) y que pueblan, muchos aún sin inventariar, las hemerotecas españolas. Entre ese inaugural 1930 y 1981, año de su muerte, Cunqueiro dejó su firma en más de cincuenta periódicos y revistas, gallegos y del resto de España, singularmente de Madrid y Barcelona. La presente antología aporta textos del citado Faro de Vigo (territorio natural de las expansiones periodísticas del autor), Tribuna Médica, Jano, Medicina y Humanidades, La Voz de Galicia, Sábado Gráfico, El Progreso, El Noticiero Universal, El Pueblo Gallego (cuya redacción estaba al lado de mi casa de la infancia, y en cuyos bares aledaños -en particular en el legendario Eligio- podía verse a Cunqueiro dando rienda suelta a otra de sus grandes pasiones, más allá de la escritura, la gastronómica), Vértice, La Noche (cantaban los vendedores callejeros de periódicos en Vigo: “La noooocheeee", y los niños les contestábamos, irreverentes, “Tu paaaadre en cocheeeee”), La Estafeta Literaria, Vallibria, Los Cuadernos del Norte, Finisterre, Destino, El Sol, Era Azul, Primera Plana, Ya y Radio Nacional de España. 

Quiero, antes de abordar el análisis del libro reseñado, aprovechar la ocasión para recomendaros otros repertorios, relativamente recientes, de la inabarcable obra del Cunqueiro articulista. De entre más de una decena de ellos, destacan los seis volúmenes monográficos con los que cuenta la editorial Tusquets en su extenso y variado catálogo: Fábulas y leyendas de la mar, Tesoros y otras magias, Viajes imaginarios y reales, Los otros caminos, El pasajero en Galicia y La bella del dragón, que recogen un copioso número de artículos (algunos de ellos presentes en la antología que ahora os comento) organizados en torno a las muy variadas temáticas a la que aluden sus nítidos títulos. 

Entrando ya en el repaso aproximado de las diez grandes secciones del libro, y en consonancia con la esencial condición de poeta de Álvaro Cunqueiro (siempre poeta, pienso, incluso en su abundante obra prosística) que subraya, por encima de otras, Miguel González Somovilla, la antología se abre con un apartado, En el principio fue el verso, en el que podemos leer una veintena de artículos dedicados por su autor al comentario y la glosa de la personalidad o la obra de algunos de sus poetas favoritos, de épocas y procedencias diversas y pertenecientes a tradiciones literarias muy diferentes: los trovadores medievales galaicoportugueses, los surrealistas franceses o sus muy amados líricos anglosajones. Comparecen así las cantigas, el cancionero céltico, los cantos de anónimos rapsodas árabes, junto al sabio rey Alfonso, Martín Códax, Rosalía de Castro (en una reseña de 1964, que celebra la traducción al inglés de la melancólica gallega), Castelao, Juan Ramón Jiménez, Max Jacob, Paul Éluard, Lord Dunsany, Charles Péguy, Octavio Paz, Pere Gimferrer (cuando aún firmaba como Pedro), todos bien conocidos poetas gallegos, del resto de España y universales; pero también otros de repercusión más local, como Eduardo Pondal, Luis Pimentel o Ramón Cabanillas; o un tercer grupo, con Antonio Castillo Trigo y Lucas Miranda y Méndez de Cancio, dos poetas mindonienses del siglo XVII, Fernando Esquío o Manuel Leiras Pulpeiro, de menor eco y solo conocidos por expertos; recreados en textos siempre inteligentes entreverados de versos propios y ajenos, que revelan tanto la amplitud de las lecturas de Cunqueiro como su sensibilidad y su delicado gusto literario. 

Para quienes somos gallegos -aunque tan poco “militantes” y tan contrarios al nacionalismo como lo soy yo mismo- la lectura de las colaboraciones recogidas en Un mapa de Galicia, resulta doblemente apasionante, tanto por la consabida belleza y calidad de la escritura cunqueriana, como por la emoción que rezuman las páginas dedicadas a recorrer su tierra. Los montes y los ríos, las parroquias y las ciudades, los campesinos y los pescadores, las catedrales y los conventos, las lluvias y los vientos, las tabernas y los pazos, la mar y los caminos de Galicia, en completa y acertada enumeración del editor, están permanentemente presentes en casi todas -en todas, en realidad- las manifestaciones de su obra, que se abre bien pronto a esta dimensión gallega a partir de un hallazgo adolescente del que se da cuenta en un breve pero revelador texto en la entrada del capítulo: Un día, en los pasillos del instituto de Lugo, (...) me encontré con el mapa de Galicia de don Domingo Fontán. Fue mi gran encuentro con mi país gallego: allí estaba mi tierra, tierra de mi vocación y de mis días, la tierra temporal y la eterna, la tierra que mi lengua —la lengua de mi oscuro acento labriego— necesitaba para sonar. Ese amor por Galicia aflora en el repertorio de temas que abarca la mirada del periodista, muy extenso y, como de costumbre, fascinante: un exhaustivo paseo por el arco de las costas gallegas, desde el Eo hasta el Miño; diversas estampas de pueblos y ciudades -Santiago de Compostela, Vigo, Orense, Sargadelos, Lugo, Pontevedra, por supuesto su querido Mondoñedo-; las habituales invenciones fantásticas: los países de Merlín, el sólito (en él) elenco de brujas, encantadores, fantasmas, quiromantes y adivinos, la fabulada selva de Esmelle, el bosque de Silva, casi tan quimérico como real, las imaginativas reflexiones sobre los vientos locales (y también los chinos), con la mención especial al vendaval, el ventus validus de los latinos, las apreciaciones sobre la gaita, las leyendas sobre la fecundidad de mujeres y campos bajo el influjo de la luna o un divertidísimo relato sobre los paraguas; junto a crónicas más apegadas a la actualidad, en las que su siempre creativo examen se detiene en los incendios forestales (¡ya presentes en un artículo de 1976!), el precio de la industrialización o la entonces novedosa producción de kiwis en Galicia (en una emisión de Radio Nacional, difundida al día siguiente de su muerte). 


Por la ruta jacobea incluye cerca de veinte muestras de las entregas periodísticas de Cunqueiro sobre el Camino, la mayor parte pertenecientes a sus dos grandes series sobre el tema, Camino de Santiago. De Roncesvalles al Cebreiro y Por el camino de las peregrinaciones. De Piedrafita a Compostela, que se corresponden con dos de sus “peregrinajes”, en 1962 y 1964. Os remito a mi reseña, antes mencionada, del libro sobre la ruta compostelana que el escritor publicó en Alba Editorial para completar la información sobre esta interesante faceta de su obra.
 
El mar, el Atlántico gallego, ese abismo ilimitado que se abre en Finisterre, es otra de las constantes en la obra del mindoniense, tal y como se refleja en la decena y media de artículos recogidos en El mar que nos rodea, la cuarta sección del libro. Recurro de nuevo al prologuista para resumir lo esencial de las preocupaciones marinas de Cunqueiro: las olas y los faros, las dornas y los trasatlánticos, las ballenas y los pulpos, los vientos y las corrientes, las sirenas y las islas, que asoman en unos textos que conjugan las reiteradas invocaciones míticas -islas desconocidas, reinos sumergidos, tierras navegantes, tabernas oceánicas, utopías Atlántidas, bestias marinas, genealogías de las sirenas- con la más corriente y prosaica cotidianidad (aunque, insisto, nada resulta prosaico al examinarse bajo la tierna y amable lupa del autor): la pesca del bonito, un viaje a las Cíes, la “actualidad” del pulpo o un cuento prodigioso y conmovedor, El almirante, que os dejo al término de esta reseña, en el que, con la nostalgia del mar como tema subyacente, con el mar como ilusión y sueño, está toda la ternura, la melancolía, la poesía y la sensibilidad del mejor Álvaro Cunqueiro. 

Retratos y paisajes es un apartado misceláneo, que agrupa, por un lado, escritos diversos sobre personajes queridos para el autor: el reconocimiento de Fray Antonio de Guevara (“mi” obispo Guevara); las correrías de un Quevedo espía en Venecia; el paso por Barcelona de Cervantes, con el recuerdo del conocido episodio del Quijote en el que Alonso Quijano se topa por primera vez en su vida con una imprenta; Samuel Pepys; Knut Hamsun; Miguel de Unamuno; el ya mencionado Wenceslao Fernández Flórez, gallego universal; su querido Rafael Sánchez Mazas, en texto escrito con ocasión de su muerte; Josep Pla; Agustín Cerezales, que lo antecedió en el cargo de director de El Faro de Vigo, y sobre cuyos cinco hijos borda una crónica admirable; el también admirado Montaigne; la algo decepcionante visita al hamletiano palacio de Elsinor, cuyo relato contiene un apunte significativo sobre el universo de Cunqueiro: es sabido que una de sus obras es una pieza teatral en gallego, O incerto señor Don Hamlet, príncipe de Dinamarca, en la que “decidió” que non hai no mundo lugar mais venteado que Elsinor. Cuando, en el viaje del que da cuenta en el artículo llega al pie de las ruinas del castillo, desmoronado, sin una sola almena, y entre aquellos poco alentadores restos el fuerte viento deja oír su voz ronca, brota la ironía galaica del autor al recordar su frase: Y acerté; su invención literaria corroborada por la gélida realidad). Además, el apartado alberga divagaciones -dicho sea sin ánimo peyorativo; estas “deambulaciones” intelectuales son siempre de lo más jugoso de Cunqueiro- sobre la lluvia, los rayos y los truenos, la muerte, el ya apuntado desasosiego existencial de la modernidad, los corresponsales periodísticos, el recuerdo nostálgico de la infancia, la defensa de la incorporación de las mujeres en las academias de la lengua, la virtud de la elocuencia y su desaparición entre los políticos “actuales” (en un artículo de 1976), sus primeros pinitos literarios, con el ya referido cuento del Oeste y el indio Nube roja, su pasión por las bolas de nieve de cristal, y, como divertidísimo cierre, El uruguayo parlante, en que glosa la noticia, probablemente apócrifa, que daba cuenta de un niño de aquel país que no bien salido del vientre materno se expresaba con corrección en español. 

La pasión gastronómica cunqueiriana, otra de sus señas de identidad (por la que era denostado en los años setenta por la intelligentsia de izquierdas, que veía en ese rasgo una muestra de escapismo y frivolidad, de ausencia de compromiso, de evasión de la única realidad importante, la lucha antifranquista y la reivindicación de los valores y las formas de vida del proletariado) brilla en De varia coquinaria, una sabrosa (nunca mejor dicho) sección, la más extensa del libro, que acoge cerca de treinta artículos con la cocina y la comida, sobre todo gallegas, como centro. Cunqueiro es autor de dos libros espléndidos sobre el arte culinario (escribió más, pero estos dos son fundamentales): La cocina cristiana de Occidente, que vio la luz en 1969 y que yo tengo en una añeja y muy gastada edición de Tusquets de hace casi cuarenta años, y Teatro venatorio y coquinario gallego, anterior, de 1958, en colaboración con su amigo y también gallego ilustre, José María Castroviejo, del que, afortunadamente, obra en mi biblioteca una ejemplar de los solo quinientos de su rara primera edición. Los artículos elegidos nos permiten degustar (y persisto, como se ve, en el fácil campo semántico) los muchos vinos de España, los gallegos -el ribeiro, el albariño, pero también el amandi o el godello-, los aguardientes, orujos, anises, hasta el calvados o el coñac francés y el whisky sajón (del que aprendemos que su etimología, visge beatha, remite al “agua de vida”), entre otros licores. Pero sobre todo, disfrutamos de los placeres de la mesa, en páginas sazonadas por el rastro gastronómico de bacalaos y lacones, codornices y capones, tordos y perdices, sardinas asadas y ostras en escabeche, corzos y ciervos, angulas, lampreas y percebes, empanadas y bonitos, en relatos fantasiosos, como salidos de las mil y una noches, con recetas exóticas, anécdotas espigadas de una historia fabulada, digresiones cultas fruto de la libérrima invención del autor, polémicas sobre el arte culinario, unas reales (en el dilema entre tradición e innovación en la cocina, Cunqueiro opta abiertamente por la alternativa -la de nuestras madres y nuestras abuelas- que procura mantener el sabor natural de las cosas, sin impostados disfraces, sin luminotecnia culinaria) y otras absolutamente imaginarias, como la que refiere a propósito de si es o no “legítimo” el derecho del cocinero a probar sus salsas mojando un dedo en ellas, discusión que enfrentaría al mundo latino, goloso, sensual, sabio y civilizado en las mejores acepciones de ambos términos, con el “anglicano”, rígido, severo, frío y absurdamente racional. Una delicia de capítulo, en donde el escritor de Mondoñedo muestra lo esencial de su personalidad literaria y vital. 

Como lo son también los cuatro finales, que debo recorrer ya a vuelapluma. La lectura de los catorce artículos presentados bajo la rúbrica de Aprendiz de brujo permite algunos de los momentos más placenteros del libro, con el lector poseído por una suerte de exultante alegría, asaltado de continuo por carcajadas, admirado de los variados saberes y la muy gallega retranca del autor. Se suceden los textos admirables: conocemos el caso del liliputiense -“muy” liliputiense- encerrado en un membrillo para espiar en la Serenísima República veneciana por encargo del Gran Turco; asistimos a los siempre fallidos pronósticos sobre la suerte de los equipos gallegos en la liga de fútbol, predicciones que se fundan en las cartas del tarot o incluso en las artes quirománticas ejercidas sobre las rudas manos de sus capitanes; nos adentramos en los sutiles arcanos de la margaritomancia, la adivinación por medio de una perla fina; nos sorprende un acre retrato de Sartre a partir de su horóscopo; anticipamos el supuestamente femenino año de 1967, en una aciaga previsión que hoy sería tachada de políticamente incorrecta; se nos informa de la existencia de las vigas de oro, alquitrán o esmeraldina, también las asombrosas caligráficas, hechas de palabras, que sostienen los cielos y el mundo; recorremos los misteriosos mundos de la alquimia; y hay un batallón de brujas, y la Santa Compaña, y gentes difuntas que intrigan en las sombras, y multitud de adivinos, futurólogos, videntes, cabalistas, transmutadores de metales, geománticos e incluso algunos clérigos excesivamente crédulos que toman por verdades las invenciones de Cunqueiro y disputan por la autenticidad de una imagen de la Virgen cuyo origen es una ficción literaria de nuestro autor, que, una vez más y de manera rotunda, aboga por la necesidad de lo maravilloso, de lo irracional, frente al mundo actual de alta tecnología, racional, automatizado, presto a ser dirigido por ordenadores (en un artículo de 1976). 

Y esa reivindicación de la imaginación es notoria en Días de curación, otra recopilación fascinante, en la que nos encontramos un sucesión inusitada de curanderos, sanadores, menciñeiros, boticarios, quirurgos aficionados, astrólogos, hechiceros y chamanes de las ferias locales, charlatanes y estrafalarios algunos, en su mayoría extrañas gentes con sorprendentes poderes, capaces de curar enfermedades y dolencias con remedios portentosos, insólitas pócimas recogidas de alguna farmacopea extravagante, brebajes milagrosos o “protocolos” más o menos descabellados, todo ello entre referencias a esotéricos dispensadores de recetas extraídas de la ciencia caldea o arábiga, desconocidos personajes de la mitología hindú, ignorados monarcas medievales, oscuros etnógrafos brasileños o iluminados napolitanos perpetradores de mejunjes truculentos, que se codean con Shakespeare, Proust o Lovecraft. Aparecidas en su mayor parte en la revista Tribuna Médica, dispuesta a acoger el sano y fantasioso irracionalismo de Cunqueiro, por estas colaboraciones inverosímiles desfilan individuos que curan los males “operando” sobre la sombra de los enfermos, transfundiendo sangre de oveja al paciente, pronunciando determinadas palabras mágicas, escrutando los astros o, en una enumeración desternillante pero muy sugestiva, procediendo a la curación por los espejos, las estrellas, el retrato, las apetencias, los tesoros, el agua, las sirenas o la invisibilidad. Sencillamente deslumbrante. 

Lo es también la lectura de Notas para un diccionario de ángeles, decena y media de artículos, que hubieran constituido el germen de una obra mayor que nunca llegó a realizarse. En ellos, Cunqueiro, con el habitual respaldo de fuentes históricas, literarias y algunas otras más imaginativas, nos presenta sus enjundiosas divagaciones sobre tan inaprensibles personajes. Sabremos así que existen exactamente 301.655.722 ángeles, y de algunos de ellos llegaremos a conocer sus nombres, sus hábitos, sus orígenes, sus apariciones, sus virtudes, los efectos que provocan, en definitiva los diversos avatares de sus vidas, si es que el concepto “vida” les resulta aplicable. La defensa que hace nuestro invitado de la cierta existencia de estas criaturas le lleva a afirmar, en un texto de 1955, que una de las grandes estupideces de nuestro tiempo es la de rechazar de plano toda explicación sobrenatural de los sucesos del día, contentándose con una explicación científica, esto es, con una traslación al plano moral, sentimental, religioso o intelectual, de un supuesto físico o fisiológico, con lo cual se ha hallado una incoherencia, y el espíritu científico de la época queda satisfecho, en una aseveración que define, en cierto modo, el espíritu todo que impregna su obra. 

Para cerrar ya esta muy larga reseña, el capítulo postrero del libro, Al pasar de los años, incluye una docena de artículos sobre el transcurrir del tiempo y su reflejo en calendarios y almanaques, a los que Cunqueiro era muy afecto. En estas páginas se recogen textos que despiden el año que acaba o dan la bienvenida al que está a punto de llegar y también los que celebran los cambios de estación, siendo la otoñal su predilecta: Por ciertas consideraciones y apetencias intelectuales, y aun por la espiritual condición mía (…) figuro entre aquellos cuyas apetencias se dirigen al otoño. De todos ellos, uno, publicado a finales de mayo de 1964 con el mismo título que el del libro cuya reseña ahora finalizo, Al pasar de los años, contiene una suerte de “poética” periodística del autor. No me resisto a transcribirlo casi entero como inspirado y elocuente cierre a este ya muy largo comentario: 

Al regresar de Bretaña de Francia, y poniendo al día el almanaque de mesa sobre la mía de trabajo, en lo hoja correspondiente al veintiséis de mayo, me encuentro con la palabra aniversario, escrita hace un par de meses por mí con lápiz rojo. Indica que hace tres años que en este rincón de la última página de Faro de Vigo yo escribo esta sección. Unos novecientos enveses –permítaseme el plural este-, en los cuales he contado los días del mundo y del trasmundo, mis aprendizajes y mis imaginaciones, mis melancolías y mis sueños, mis parvas erudiciones y mis sorpresas ante la variedad de los días, cada uno, para quien no quiere renunciar a la gran palanca del asombro, con un milagro o una sirena -igual da- dentro. 

La pregunta que yo me hago, como poeta –que este es mi título- es la siguiente: ¿A qué he sido fiel? A algunos podrá parecer excesiva la respuesta, pero no vacilo en darla: a una interpretación providencialista de la Historia. Leal a un humanismo que tiene como base una alegre expectación del siglo y una aceptación humilde de las grandes riquezas terrenales -que comienzan en la alondra de la mañana y terminan en el diálogo con el amigo, en la hora vespertina, con la taza de vino en la tabla-, mi última pretensión será enseñar la esplendidez de la vida cotidiana, y como los siglos todos concurren al logro de mi lengua, de los amieiros en la orilla del río, del arado en el surco, del ruinoso ábside románico, del cuco de abril, de la dorna en la ría, del recandeo en los castiñeiros, de la música del cincel del canteiro en el granito o del martillo en el yunque de la fragua…Todos los siglos para que esto siga viviendo, esté vivo ante los ojos, pero también todos los siglos viviendo en la memoria y en el amor: los Reyes camino de Belén, César pasando los ríos celtas, Gaiferos haciendo con sus pies el camino francés, Romeo sacando rosas de sus labios para hacerle el amor a Julieta, los trovadores adormecidos sobre las claras violas, y todos los trabajos –incluso los políticos, o esencialmente los políticos-, que han hecho lo que llamamos la civilización occidental (…) 

Y una mirada especialmente filial y entrañable al pequeño reino nuestro, a esta Galicia de la cuna y la sepultura, que uno quisiera usada por todos sus hijos, próspera y feliz, y que nunca agota el laude en las bocas fieles. Yo digo mi canción a aquel que conmigo va. A mis lectores cuento mi sorpresa o mi preocupación del día, el recuerdo del último viaje, la impresión de la más reciente lectura, y de todo ello quiero deducir y mostrar que la vida es inmensamente rica y que el aburrimiento es una traición. Lo cual no quiere decir que yo practique una literatura de evasión, o que me conforme con el mal o la injusticia, y que no ame la libertad y busque que la miseria desaparezca. Sirvo en un determinado lugar del campo de batalla de la cultura y sería absurdo el pedirme que contribuyese al desarrollo de la repoblación forestal, de la que por otra parte tengo opiniones a favor de la carballeira y contra el pino, porque una de las cosas que enseña la cultura occidental es a no tener prisa y a operar a largos plazos. 


En fin, no dejéis de leer esta excepcional antología de la obra periodística de Álvaro Cunqueiro, os aseguro horas de lectura placentera. Para complementar mi reseña os propongo ahora la escucha de Quen poidera namorla, una maravilla de Luis Emilio Batallán, basada en un poema de nuestro invitado de esta tarde, Novo niño do vento, y que escucho con emoción renovada desde hace casi cincuenta años.


El Almirante 

La aldea subía por la montañita, asomándose entre pomares y huertos. Al coronar la cumbre se desparramaba y abría una plaza redonda, presidida por el campanil de la iglesia y el canto alegre de una fuente de ancho pilón, fuente que daba agua por dos caños bulliciosos y opulentos. En el pilón, Migueliño jugaba con sus barcos de papel. Los hacía de todos los tamaños y les ponía nombres de desconocidos, de santos, nombres de esos países remotos que viven solo en los mapas de la escuela. Migueliño quería ser marinero, aunque vivía en una aldea de la montaña, perdida entre caminos; una aldea a donde no llegaba viento de mar ni niebla de mar, ni gentes ni fábulas del mar. 

Migueliño sabía los nombres de todos los mares y las cosas exactas que la Geografía física de Dalmau dice de los huracanes y los fuegos de San Telmo, las auroras boreales, los ciclones, el Ecuador y la hermosísima Polar. Migueliño construía barcos de papel; le regalaron una navaja y los construyó de corteza, rojinegros de coda de pino, verdiblancos de rama de álamo. Las horas muertas se pasaba en su oficio naval y en las navegaciones de su escuadra por el pilón de la fuente. Su vocación era patente: Migueliño sería marinero. Lo decía toda la aldea. Desde una ventanita verde lo soñaba Rosiña, que era pecosa y silenciosa y tenía diez años del color de las manzanas. 

Cumpliendo Migueliño catorce años, desapareció de la aldea. Sus padres ni lo buscaron. 

-Se fue para el mar –decía la madre, que se llamaba Josefa. 

El padre, Manuel, gran bebedor, se limpiaba la boca en la manga. 

-¡Buen viaje. Migueliño! –comentaba. 

Y se echaban los dos a llorar. Él se tiraba más por la bebida y ella iba a la iglesia a pedir a Nuestra Señora. Un día estaba Manuel segando la hierba cuando le llegó el aviso de que Josefa se moría. -

Muere de pena por no ver a su hijo. ¡Buen viaje, Josefiña! 

Manuel, es evidente, tenía un sistema. Desde el día de la muerte de su mujer bebió más y más hasta que se encharcó. Cuando un bebedor de vino se encharca ya se queda así para toda la vida. Manuel murió borracho diciéndose a sí mismo: 

-¡Buen viaje, Manuel! 

De Migueliño nadie sabía nada. Ninguna noticia llegó en años a la aldea de la montañita. Rumores, claro está, había. Que en León vieron un pescador de caña que se le parecía. Que en La Habana lo vieron en un barco. Que había dado tres vueltas al mundo. Que mandaba en un trasatlántico. 

Rosiña, desde su ventanita verde, soñaba. Migueliño vendría por el río del molino en su trasatlántico. Pudiera ser que el río fuera pequeño. Vendría en una lancha. ¿Cómo pasaría la represa del molino? Pararía en el molino. Ella iría corriendo. Migueliño le diría algo. Rosiña no sabía construir las palabras de Migueliño. ¿Qué lengua hablaría Migueliño? Todo era muy difícil, pero se arreglaría, como en los cuentos. 

Pasaron diez años, la gente de la aldea fue, como siempre, a la feria del pueblo. Bajaban por los caminos sombrizos que llevan al valle, pasaban los puentes, descansaban un poco para comer pan y tocino y bicar un trago. La feria del año era sonada. Había música y fuegos, churrería, títeres, suerte del pajarito, tiro con premio, pitos de colores y polvo y sudor por la gran apretura de la gente. Feria sonada, en un campo ancho, bajo los castaños. 

Salvo los muy viejos, y los muy niños, todos los habitantes de la aldea iban a la feria. Iban juntos, para alegrar el camino, a caballo, en burro, a pie. Entraron por el pueblo adelante y se dirigieron a la feria. Antes de llegar al ferial, las mozas se pusieron las medias y los zapatos y se peinaron un poco. Los mozos se sacudieron el polvo con sus grandes pañuelos de hierbas. 

Pujó la aldea y se coló en el ferial para darle la vuelta obligada y ver las novedades. Se alineaban las barracas; eran las de siempre. Pero ya no miraron para las barracas. Un hombre avanzaba hacia ellos. Vestía de azul, con gorra de plato. Llevaba galones de oro y unos grandes cordones plateados le cruzaban el pecho. El hombre vestido de fantasía era Migueliño. Lo conocieron todos, aunque tenía el rostro tostado del sol y de la mar, aunque medía siete cuartas, aunque al sonreír al acercarse dejaba ver la sonrisa tres dientes de oro. A Rosiña se le saltaron las lágrimas. El almirante abrazaba a todos sin decir palabra, emocionado, risueño. 

-¡Miguel! ¡Migueliño! ¡Almirante!... 

Tanto como almirante, no; Migueliño era el encargado de un columpio de barcas que se alzaba, coronado de banderas, entre las barracas del ferial. 

Vértice, número XXIV, julio de 1939: pp. 22-23 

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Álvaro Cunqueiro. Al pasar de los años