REBECCA WEST. EL REGRESO DEL SOLDADO
Hola, buenos días. Aquí estamos como todos los miércoles en Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo una novelita, un texto muy breve, aunque intenso y magistral, una pequeña maravilla cuya publicación ha sido saludada con alborozo por los especialistas, una joya que pese a haber sido escrita ni más ni menos que en 1918 (aunque su autora revisó el texto en 1980, tres años antes de su muerte) no ha visto la luz en nuestro país hasta el pasado 2008. Se trata de El regreso del soldado, la obra maestra de escritora Cecily Isabel Fairfield, conocida en el mundo literario como Rebecca West. Rebecca West nació en Irlanda en 1892 y falleció en Londres en 1983. El libro lo publica la editorial Herce en traducción de Laura Vidal.
El regreso del soldado parte de una anécdota muy simple, casi trivial, podríamos decir, pero que permite a su autora construir, con un tan sencillo germen, una historia llena de evocaciones, que induce a la reflexión sobre el amor, la identidad, las convenciones sociales, la autenticidad, la importancia de las apariencias, los prejuicios de clase, la belleza real y la inventada, y, en definitiva, el sentido último de la vida.
La novela se abre con una conversación entre Kitty, refinada, elegante y algo snob esposa de Chris Baldry, y la prima de éste, Jenny. Ambas viven en una inmensa y hermosísima mansión en el campo desde la que la mirada abarca kilómetros de pastos esmeralda, húmedos y brillantes al pie de unas lustrosas colinas, azules por la distancia y los bosques distantes. Más cerca se aprecian la agradable correción del césped y del cedro del Líbano, cuyas ramas son como la oscuridad hecha materia, y la amenazadora aspereza de los pinos más altos del bosque que se extiende hacia el sur desde el estanque hasta los pies de la colina, sus ramas desnudas de una textura tupida de tonos castaños y púrpuras, tal y como se describe en un fragmento del texto. La belleza, el sosiego, la tranquilidad del lugar, perteneciente a la adinerada familia Baldry, contrastan con el mundo que discurre fuera de él. La primera guerra mundial, la Gran Guerra, destroza vidas a unos cientos de kilómetros, en las húmedas trincheras de los campos de Francia, y en ellas, Chris Baldry lucha por su patria mientras su esposa y su prima esperan su regreso acomodando el idílico entorno de manera que el joven pueda reencontrarse a su vuelta con el esplendor de la vida en la campiña inglesa: el brillo multicolor de las maderas barnizadas, el acogedor abrazo de los sillones tapizados, de las pesadas cortinas, de las cálidas telas que recubren las paredes, la luz tenue de los candelabros, el agradable calor de la confortable chimenea, el frescor de los frondosos rincones del jardín, la desbordante luminosidad de los capullos de rosa, las azaleas resplandecientes, los dorados helechos, los oscuros macizos de rododendros, las garzas sobrevolando los sauces, el afable cariño de sus perros, de sus caballos favoritos, y, sobre todo, el amor incondicional de su mujer y la admiración y el cariño fraternos de su prima.
Sin embargo, toda esta placidez va a quedar truncada a las primeras de cambio cuando en Baldry Court se presenta la señora Gray, de soltera Margaret Allington. Margaret es una mujer desaliñada y muy poco agraciada, que comparece pobremente vestida con ropas baratas y algo desastradas en la lujosa mansión de los Baldry. Su aspecto era terrible, estaba repulsivamente rebozada en abandono y pobreza, como un guante caro que ha caído bajo una cama en un hotel y tras permanecer allí un día o dos resulta repugnante cuando la criada lo rescata del polvo y las pelusas, relata la narradora, la prima Jenny, desde cuya perspectiva se cuenta la historia. La ahora señora Gray, que había estado enamorada de Chris Baldry, un amor correspondido por éste, hace quince años, lleva consigo un telegrama del propio capitán Baldry, dirigido a ella desde un hospital francés. Al parecer, según señalan el telegrama y una carta adicional más íntima remitida de modo personal a Margaret, la explosión de un obús ha afectado a Chris provocándole una pérdida de memoria, de tal manera que todo su ser, su mente, sus afectos, sus recuerdos, se retrotraen quince años atrás. Así, en su cerebro afectado por la explosión, se siente un joven de veintiún años y no un adulto de treinta y seis. Además, no reconoce en Kitty a su mujer y sí, en cambio, experimenta como algo vivo el amor que hacía tres lustros sintiera hacia Margaret.
Pocos días después de esta sorprendente aparición, Chris es repatriado y tras su llegada a su antiguo hogar, su amnesia, en efecto, le hace ignorar su matrimonio con Kitty, le permite identificar a su prima Jenny tan sólo como un mero recuerdo de su pasado, le lleva a desconocer los principales cambios ocurridos en el personal y la fisonomía de la mansión y, sobre todo, le hace seguir experimentando por Margaret un amor verdadero e intenso, genuino y pleno, como si su juventud aún floreciera, como si no pudiera ver en ella a esa mujer ajada y vulgar, de feas manos -las manos, un motivo recurrente en el libro-, y sí únicamente a la dulce joven de su pasado, como si su boda con Kitty nunca hubiera tenido lugar, como si la guerra no hubiera perturbado su vida.
A partir de estos hechos, que se desarrollan en las primeras páginas del relato, de modo que desvelándolos no os descubro nada sustancial de él, nada que no esté recogido en la solapa del libro e incomode su lectura, se inicia el núcleo principal de la novela, en el que, de un modo muy sensible y hermoso, se encierra su más poderoso mensaje. Porque la reacción que la desmemoria de Chris provoca en su mujer y en su prima, el profundo rechazo de aquella y la progresiva comprensión de esta ante el hecho de que un amor de juventud, valiente, irreflexivo, sincero, pueda prevalecer pese a las diferencias de clase y educación, pese a la ostensible ausencia de belleza en la burda Margaret actual, esa reacción de perplejidad, de desconcierto, pone de relieve algunas importantes cuestiones que afectan de un modo esencial a nuestras existencias como seres humanos. ¿Somos capaces de reconocer, en una existencia casi siempre artificiosa y mediocre, entre los oropeles de un mundo ficticio que nos construimos sin querer, la más auténtica verdad de nuestra vida? ¿Podemos identificar en la más que probable vulgaridad de nuestras opciones vitales, en las domesticadas rutinas, en los hábitos cobardes, la más profunda dimensión de nuestra existencia? ¿Rodeados por la fealdad de nuestra sociedad consumista y falsa, por la mentirosa apariencia de las cosas, estamos en condiciones de captar la belleza del mundo, de ser sensibles ante los logros del espíritu, de apreciar los valores profundos, de ponderar con generosidad lo que merece la pena?
De todo ello habla este El regreso del soldado. Y lo hace con una prosa bellísima, conmovedora, sencilla pero no simple, llena de encanto y emoción, que encierra, más allá de su superficie más o menos convencional, mucho sentimiento, mucha verdad, mucha vida.
Os recomiendo vivamente el libro. Leedlo y disfrutadlo, no os arrepentiréis. Y otro soldado, éste del amor, Soldier of love, de Sade, protagoniza nuestra pequeña aportación musical por esta semana. Hasta dentro de siete días.
Ella había alisado la lona con sus feas manos de manera que él se sintiera confortable cuando por fin, somnoliento, se quedó dormido sobre un costado. Yacía allí con la placidez confiada de un niño que descansa, las manos distendidas y la cabeza echada hacia atrás dejando ver la garganta, indefensa. Ahora que dormía y su semblante estaba vacío de todo pensamiento era posible admirar cuán verdaderamente hermoso era. Y ella, con su cara solemnemente vigilante, sonrosada por el aire frío del río que llegaba con el atardecer colándose entre los dorados helechos, estaba sentada junto a él, mirándole.
A menudo he visto personas en actitudes como aquélla en la campiña que queda fuera de nuestra propiedad, en los días festivos. Las más de las veces el hombre sostiene un pañuelo sobre su cara para protegerse del sol, mientras la mujer, inclinada a su lado, examina la maleza para asegurarse de que sus hijos no se hacen daño mientras juegan. En ocasiones he tenido la impresión de que aquello tenía un significado especial. Es como cuando uno se adentra en el frescor húmedo y fragante de una iglesia católica y contempla a los fieles arrodillados, sus cuerpos rígidamente inclinados, reacios y abandonados a un tiempo, como representando la voluntad que inevitablemente se doblega ante un propósito que es más grande que el individuo. O como cuando uno ve bajo cualquier cielo una madre con su hijo en brazos y algo parecido a una espada te atraviesa el corazón y te dices: Si la humanidad se olvida de gestos como éstos entonces es que ha llegado el fin del mundo.
El regreso del soldado parte de una anécdota muy simple, casi trivial, podríamos decir, pero que permite a su autora construir, con un tan sencillo germen, una historia llena de evocaciones, que induce a la reflexión sobre el amor, la identidad, las convenciones sociales, la autenticidad, la importancia de las apariencias, los prejuicios de clase, la belleza real y la inventada, y, en definitiva, el sentido último de la vida.
La novela se abre con una conversación entre Kitty, refinada, elegante y algo snob esposa de Chris Baldry, y la prima de éste, Jenny. Ambas viven en una inmensa y hermosísima mansión en el campo desde la que la mirada abarca kilómetros de pastos esmeralda, húmedos y brillantes al pie de unas lustrosas colinas, azules por la distancia y los bosques distantes. Más cerca se aprecian la agradable correción del césped y del cedro del Líbano, cuyas ramas son como la oscuridad hecha materia, y la amenazadora aspereza de los pinos más altos del bosque que se extiende hacia el sur desde el estanque hasta los pies de la colina, sus ramas desnudas de una textura tupida de tonos castaños y púrpuras, tal y como se describe en un fragmento del texto. La belleza, el sosiego, la tranquilidad del lugar, perteneciente a la adinerada familia Baldry, contrastan con el mundo que discurre fuera de él. La primera guerra mundial, la Gran Guerra, destroza vidas a unos cientos de kilómetros, en las húmedas trincheras de los campos de Francia, y en ellas, Chris Baldry lucha por su patria mientras su esposa y su prima esperan su regreso acomodando el idílico entorno de manera que el joven pueda reencontrarse a su vuelta con el esplendor de la vida en la campiña inglesa: el brillo multicolor de las maderas barnizadas, el acogedor abrazo de los sillones tapizados, de las pesadas cortinas, de las cálidas telas que recubren las paredes, la luz tenue de los candelabros, el agradable calor de la confortable chimenea, el frescor de los frondosos rincones del jardín, la desbordante luminosidad de los capullos de rosa, las azaleas resplandecientes, los dorados helechos, los oscuros macizos de rododendros, las garzas sobrevolando los sauces, el afable cariño de sus perros, de sus caballos favoritos, y, sobre todo, el amor incondicional de su mujer y la admiración y el cariño fraternos de su prima.
Sin embargo, toda esta placidez va a quedar truncada a las primeras de cambio cuando en Baldry Court se presenta la señora Gray, de soltera Margaret Allington. Margaret es una mujer desaliñada y muy poco agraciada, que comparece pobremente vestida con ropas baratas y algo desastradas en la lujosa mansión de los Baldry. Su aspecto era terrible, estaba repulsivamente rebozada en abandono y pobreza, como un guante caro que ha caído bajo una cama en un hotel y tras permanecer allí un día o dos resulta repugnante cuando la criada lo rescata del polvo y las pelusas, relata la narradora, la prima Jenny, desde cuya perspectiva se cuenta la historia. La ahora señora Gray, que había estado enamorada de Chris Baldry, un amor correspondido por éste, hace quince años, lleva consigo un telegrama del propio capitán Baldry, dirigido a ella desde un hospital francés. Al parecer, según señalan el telegrama y una carta adicional más íntima remitida de modo personal a Margaret, la explosión de un obús ha afectado a Chris provocándole una pérdida de memoria, de tal manera que todo su ser, su mente, sus afectos, sus recuerdos, se retrotraen quince años atrás. Así, en su cerebro afectado por la explosión, se siente un joven de veintiún años y no un adulto de treinta y seis. Además, no reconoce en Kitty a su mujer y sí, en cambio, experimenta como algo vivo el amor que hacía tres lustros sintiera hacia Margaret.
Pocos días después de esta sorprendente aparición, Chris es repatriado y tras su llegada a su antiguo hogar, su amnesia, en efecto, le hace ignorar su matrimonio con Kitty, le permite identificar a su prima Jenny tan sólo como un mero recuerdo de su pasado, le lleva a desconocer los principales cambios ocurridos en el personal y la fisonomía de la mansión y, sobre todo, le hace seguir experimentando por Margaret un amor verdadero e intenso, genuino y pleno, como si su juventud aún floreciera, como si no pudiera ver en ella a esa mujer ajada y vulgar, de feas manos -las manos, un motivo recurrente en el libro-, y sí únicamente a la dulce joven de su pasado, como si su boda con Kitty nunca hubiera tenido lugar, como si la guerra no hubiera perturbado su vida.
A partir de estos hechos, que se desarrollan en las primeras páginas del relato, de modo que desvelándolos no os descubro nada sustancial de él, nada que no esté recogido en la solapa del libro e incomode su lectura, se inicia el núcleo principal de la novela, en el que, de un modo muy sensible y hermoso, se encierra su más poderoso mensaje. Porque la reacción que la desmemoria de Chris provoca en su mujer y en su prima, el profundo rechazo de aquella y la progresiva comprensión de esta ante el hecho de que un amor de juventud, valiente, irreflexivo, sincero, pueda prevalecer pese a las diferencias de clase y educación, pese a la ostensible ausencia de belleza en la burda Margaret actual, esa reacción de perplejidad, de desconcierto, pone de relieve algunas importantes cuestiones que afectan de un modo esencial a nuestras existencias como seres humanos. ¿Somos capaces de reconocer, en una existencia casi siempre artificiosa y mediocre, entre los oropeles de un mundo ficticio que nos construimos sin querer, la más auténtica verdad de nuestra vida? ¿Podemos identificar en la más que probable vulgaridad de nuestras opciones vitales, en las domesticadas rutinas, en los hábitos cobardes, la más profunda dimensión de nuestra existencia? ¿Rodeados por la fealdad de nuestra sociedad consumista y falsa, por la mentirosa apariencia de las cosas, estamos en condiciones de captar la belleza del mundo, de ser sensibles ante los logros del espíritu, de apreciar los valores profundos, de ponderar con generosidad lo que merece la pena?
De todo ello habla este El regreso del soldado. Y lo hace con una prosa bellísima, conmovedora, sencilla pero no simple, llena de encanto y emoción, que encierra, más allá de su superficie más o menos convencional, mucho sentimiento, mucha verdad, mucha vida.
Os recomiendo vivamente el libro. Leedlo y disfrutadlo, no os arrepentiréis. Y otro soldado, éste del amor, Soldier of love, de Sade, protagoniza nuestra pequeña aportación musical por esta semana. Hasta dentro de siete días.
Ella había alisado la lona con sus feas manos de manera que él se sintiera confortable cuando por fin, somnoliento, se quedó dormido sobre un costado. Yacía allí con la placidez confiada de un niño que descansa, las manos distendidas y la cabeza echada hacia atrás dejando ver la garganta, indefensa. Ahora que dormía y su semblante estaba vacío de todo pensamiento era posible admirar cuán verdaderamente hermoso era. Y ella, con su cara solemnemente vigilante, sonrosada por el aire frío del río que llegaba con el atardecer colándose entre los dorados helechos, estaba sentada junto a él, mirándole.
A menudo he visto personas en actitudes como aquélla en la campiña que queda fuera de nuestra propiedad, en los días festivos. Las más de las veces el hombre sostiene un pañuelo sobre su cara para protegerse del sol, mientras la mujer, inclinada a su lado, examina la maleza para asegurarse de que sus hijos no se hacen daño mientras juegan. En ocasiones he tenido la impresión de que aquello tenía un significado especial. Es como cuando uno se adentra en el frescor húmedo y fragante de una iglesia católica y contempla a los fieles arrodillados, sus cuerpos rígidamente inclinados, reacios y abandonados a un tiempo, como representando la voluntad que inevitablemente se doblega ante un propósito que es más grande que el individuo. O como cuando uno ve bajo cualquier cielo una madre con su hijo en brazos y algo parecido a una espada te atraviesa el corazón y te dices: Si la humanidad se olvida de gestos como éstos entonces es que ha llegado el fin del mundo.
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