Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de mayo de 2011


MARIO VARGAS LLOSA. EL SUEÑO DEL CELTA

Hola, buenos días. Hoy Todos los libros un libro cumple una función redundante, acaso por ello banal y estéril, y, en consecuencia, quizá yo no hubiera debido elegir este libro para hablar en la radio de él. Porque, ¿hay alguien entre quienes ahora amablemente me escuchan que no haya leído, visto, comentado hasta la saciedad alguna referencia, alguna mención, alguna nota más o menos publicitaria sobre la más reciente novela de Mario Vargas Llosa, El sueño del celta, publicada el noviembre pasado por la editorial Alfaguara? Los medios de comunicación, los periódicos, los suplementos, literarios o no, los dominicales, los telediarios, los programas de libros y hasta los del corazón se han hecho eco de la exuberante edición de la obra del peruano, que debe ir ya por el medio millón de ejemplares, y ello sobre todo tras la concesión del Premio Nobel de Literatura a quien con oportunismo patrioteril no se ha dudado en considerar enfática y orgullosamente español, dada la doble nacionalidad del escritor. A estas alturas, pues, la mayor parte de vosotros conocéis la obra, sabéis cuáles son sus temas principales, estáis familiarizados con la vida y milagros de Roger Casement, el diplomático irlandés de vida legendaria al que Vargas Llosa ha convertido en personaje principal de su novela, casi todos habéis oído hablar del Congo belga y de las atrocidades perpetradas en aquel vasto país por el brutal colonialismo de Leopoldo II, a muchos les suena ya la región del Putumayo en el Amazonas, escenario de los abusos, las violaciones, las inhumanas torturas que llevaban a cabo sobre los indígenas las compañías caucheras; incluso, aunque este tercer eje de la novela no ha sido tan divulgado, bastantes de vosotros ya os habéis aproximado a las interioridades de los conflictos nacionalistas en la Irlanda de principios del siglo pasado. En cierto modo muchos de vosotros ya habéis leído la novela, incluso, me atrevería a decir, quienes no lo han hecho real y materialmente, tantos son los fragmentos reproducidos, tantos los reportajes, tantas las entrevistas, tanta la información sobre este El sueño del celta, best-seller antes, casi, de ser publicado. ¿Qué puedo decir yo, pues, en esta breve reseña que evite las repeticiones inútiles, que añada algo de interés para vosotros y que pueda haceros contemplar la obra desde otro ángulo aún no mostrado? Seré sincero, en las decenas de referencias que han estado a mi alcance en estos meses, en la prensa y en la televisión, en revistas, en la radio, en blogs y páginas de Internet, todo ha sido dicho y escrito, de modo que acepto mi condición de mero replicante, de modesto reseñista sin apenas originalidad. Vayamos, pues, con algunos rasgos del libro que merece la pena destacar, haciendo abstracción de lo que haya sido contado ya.

De entrada, quizá el único elemento que no he visto reflejado en ni uno solo de los comentarios, ni siquiera en las críticas sobre la novela, es la constatación de un cierto descuido, una aparente dejadez, un cierto desaliño formal que, sobre todo en las cien primeras páginas resulta a mi juicio, bastante molesto y, en cualquier caso, impropio de un escritor de este calibre. Tengo la impresión, quizá equivocada -¿quién soy yo para objetar la obra de un Premio Nobel de Literatura?-, que la editorial hubiese querido aprovechar el tirón del galardón sueco y hubiera entregado al público con demasiada premura un texto necesitado, probablemente, de un último repaso y de algunos retoques. Por ejemplo, al menos en tres ocasiones, el peruano usa el vocablo ‘polizonte’ para referirse a lo que a todas luces es un polizón. Una consulta apresurada al Diccionario panhispánico de dudas, por comprobar si el error no era tal y sí solo un coloquialismo sudamericano, nos confirma que el término despectivo que en el habla coloquial se usa para referirse a un policía, no debe confundirse -la conminación es del diccionario- con polizón, viajero clandestino de un barco o un avión, que es el sentido que Vargas Llosa quiere darle en las tres ocasiones detectadas. Pero hay más, hay, siempre en mi modesta apreciación, comas mal puestas, concordancias erróneas, incluso anacolutos y frases sin sentido. Fijaos en este texto de la página 35: Entonces, tuvo el primer ataque de malaria. Nada comparado a lo que fue el segundo y, sobre todo, tres años después -1887- y, sobre todo, ese tercero de 1902. También se usa algunas veces el término ‘material’ para referirse a un conjunto de documentos que sirven de base a un trabajo intelectual, acepción admitida por la Academia, pero a mi inseguro juicio, de uso bastante improbable con ese sentido en la Inglaterra de comienzos del siglo XIX, contexto en el que aparece en la novela. Y así, algunos ejemplos más. En fin, nada demasiado serio, nada siquiera sospechoso de ligereza en un escritor de la talla del peruano; sí, por el contrario, una práctica imperdonable en una editorial que dice defender la calidad y aun la excelencia literarias.

Por lo demás, el libro es formidable, o más exactamente -y espero que no apreciéis hoy en mí una excesiva meticulosidad desmitificadora de la enorme figura de Vargas Llosa- lo que resulta formidable y apasionante es la vida de este Roger Casement, que el escritor aprovecha para construir su obra. Amante desde niño de la aventura, viajero en el Congo y en la Amazonía, apasionado defensor de la noble causa de la liberación de los africanos y los indígenas de la asesina e inmoral codicia del colonialismo, redactor de sendos informes sobre ambas regiones en los que de manera valiente denunciaba las atrocidades contempladas en sus viajes, diplomático por todo el mundo y Sir en su controvertida Inglaterra, patriota irlandés en lucha contra la sin embargo, pese a la admiración, opresora Gran Bretaña, hasta el punto de pactar con la Alemania enemiga, en plena primera guerra mundial, con tal de favorecer las ansias de independencia de su Eire mítico, redactor de unos diarios en parte inventados -esa es la tesis de Vargas Llosa- en los que aflora su condición de oscuro homosexual, reprimido y torturado, probablemente pederasta, con infinidad de escarceos y escabrosas aventuras sexuales en urinarios y baños públicos, con marineros y soldados, con curtidos prostitutos y con bellos jóvenes en sus viajes. Pero, sobre todo, Casement era, o así aparece en la novela, gracias a la maestría del autor, un ser humano contradictorio y complejo, riguroso y excesivo, irreprochablemente ético en su trato con la inhumanidad en África y Sudamérica, pero profundamente inmoral en sus opciones privadas y políticas, un héroe ejemplar y un traidor despreciable, manifestación modélica del ciudadano armado de coraje intelectual y cívico, pero a la vez condenado a muerte, y finalmente ejecutado, por sus torpes y despreciables maniobras durante la guerra, profundamente lúcido en su denuncia de los excesos coloniales, pero insensato hasta el delirio en obsesión irlandesa.

Un libro estimable, pues, como no podía ser menos en un escritor como Mario Vargas Llosa, aunque a mi juicio, algo plano, sin la fuerza, sin la creatividad, sin la innovación, sin el riesgo de Conversación en la Catedral o La casa verde o La guerra del fin del mundo. Un libro con mucho de Roger Casement y no tanto de Vargas Llosa; un libro estupendo, no obstante, con cuya lectura aprendemos y nos deleitamos mucho, y que, por ello, os recomiendo.

Como música de cierre, y teniendo en cuenta que el Putumayo geográfico de la novela de Vargas Llosa da nombre también a un excepcional sello discográfico especializado en lo que se ha dado en llamar ‘músicas del mundo’ os ofrezco una canción extraída de uno de sus múltiples discos. Se trata de Mon amour, ma cherie, de los malienses Amadou y Mariam con la colaboración de Johnny Marr. Hasta la semana próxima.

Cuando estaba en Liverpool, donde sus primos, Roger vencía a veces su timidez e interrogaba al tío Edward sobre el África, un continente cuya sola mención le llenaba la cabeza de bosques, fieras, aventuras y hombres intrépidos. Gracias la tío Edward Bannister oyó hablar por primera vez del doctor David Livingstone, el médico y evangelista escocés que desde hacía años exploraba el continente africano, recorriendo ríos como el Zambezi y el Shire, bautizando montañas, parajes desconocidos y llevando el cristianismo a las tribus de salvajes. Había sido el primer europeo en cruzar África de costa a costa, el primero en recorrer el desierto de Kalahari y se había convertido en el héroe más popular del Imperio británico. Roger soñaba con él, leía los folletos que describían sus proezas y ansiaba formar parte de sus expediciones, enfrentar a su lado los peligros, ayudarlo a llevar la religión cristiana a esos paganos que no habían salido de la Edad de Piedra. Cuando el doctor Livingstone, buscando las fuentes del Nilo, desapareció tragado por las selvas africanas, Roger tenía dos años. Cuando, en 1872, otro aventurero y explorador legendario, Henry Morton Stanley, periodista de origen galés empleado por un periódico de Nueva York, emergió de la jungla anunciando al mundo que había encontrado vivo al doctor Livingstone, estaba por cumplir ocho. El niño vivió la novelesca historia con asombro y envidia. Y cuando, un año más tarde, se supo que el doctor Livingstone, que nunca quiso abandonar el suelo africano ni volver a Inglaterra, falleció, Roger sintió que había perdido a un familiar muy querido. De grande, él también sería explorador, como esos titanes, Livingstone y Stanley, que estaban extendiendo las fronteras de Occidente y viviendo unas vidas tan extraordinarias.



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