Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 13 de julio de 2011

HERBERT ROSENDORFER. CARTAS A LA ANTIGUA CHINA

Hola, buenos días. Esta semana os traigo un libro divertidísimo con el que os aseguro pasaréis unas cuantas horas muy entretenidas, además de extraordinariamente instructivas, y que os permitirán reflexionar relajadamente, en este verano caluroso, acerca de la vida en este mundo nuestro algo desquiciado y que no parece saber adónde va, envueltos todos en una carrera desenfrenada carente de sentido. Comprenderéis, pues, por mis palabras que se trata de un libro que bajo la apariencia ligera de un divertimento admite, tras esa frescura superficial, una lectura bastante más seria y profunda. Pero vayamos con los datos, no vaya a ser que en este mi entusiasmo inicial se me olvide proporcionaros su referencia. La novela, pues de una novela os hablo, se titula Cartas a la antigua China, su autor es el para mí desconocido Herbert Rosendorfer, alemán de 1934, y fue publicada en un ya lejano 2004 por la editorial El Acantilado en traducción de Roberto Bravo de la Varga.

El protagonista principal del libro es el indigno, impuro pero inocente mandarín Kao-tai, Kuan de la cuarta clase superior, esposo de dos sobrinas de su Sublime Majestad, que todo lo ilumina con su esplendor, la recientemente desaparecida Chiang-fu, cuarta mujer favorita de nuestro dichoso señor, el Hijo del Cielo, así como prefecto de la Corporación de Poetas Imperiales ‘Veintinueve paredes de roca cubiertas de musgo’, que de este ceremonioso modo es como se presenta este personaje que en la China del siglo X de nuestra era y como consecuencia de sus avanzadas investigaciones, realiza un viaje en el tiempo en el que, por algún error de apreciación en los cálculos realizados, acaba en la Munich de finales de los ochenta, antes de la caída del muro de Berlín. Mil años, pues, de diferencia y, sobre todo, dos realidades, la del primer milenio en el Imperio oriental y la alemana de nuestro tiempo, absolutamente distintas para el peculiar viajero, que creía desplazarse al futuro de su país y que de un modo inopinado se encuentra en un territorio, ante unos individuos, frente a un paisaje, e inmerso en unas costumbres radicalmente opuestas a las propias y, consecuentemente, imposibles de digerir y asimilar. De manera que a la perplejidad que ‘naturalmente’ puede provocar el hecho de ser transportados diez siglos en el tiempo agregadle el desajuste que sin duda debe suponer el salir al encuentro de nuestros supuestos descendientes (obviamente chinos) y toparse con unos rubios, altos, fuertes y vociferantes teutones.

La sola descripción de la trama argumental apunta ya a la primera línea de interés de la novela, esa fecunda vena humorística que os mencionaba en mi presentación. Kao-tai, durante los ocho meses de su periplo (así está pensado el dispositivo que permite la traslación: con el tiempo de viaje tasado), entre un 10 de julio y el siguiente 24 de febrero de nuestro calendario, escribe a Dji-gu, su amigo y partícipe pasivo en el experimento, que permanece en China, mil años antes, a la espera de las noticias del viajero, escribe, digo, un total de treinta y siete cartas en las que da cuenta a su compatriota y ¿contemporáneo? de los resultados de la experiencia. Su relato, en este primer eje temático al que me refiero, es la narración de esa perplejidad, del desconcierto, casi siempre hilarante, que provoca en el entusiasta mandarín la confrontación con un mundo que no puede entender. El universo de los narizotas, como denomina a los seres que se encuentra al ‘aterrizar’, es, simplemente, absurdo a sus ojos y por ello no le queda más remedio que verse obligado a explicarlo a partir de sus propios referentes. Y así, por la novela desfilan las sorprendentes descripciones de los coches (grandes animales, demonios encendidos que avanzan a la velocidad del rayo), las bicicletas (vehículos artísticos que inexplicablemente no vuelcan), los trajes (horribles forros con mangas), los tenedores (instrumentos de hierro laminado que impiden comer con las manos), los cigarrillos y los puros (cilindros que se queman lentamente y que probablemente constituyen una ofrenda de humo), los retretes (una especie de fuente con un vaso de porcelana), el champán (Kao-tai disfruta sobre todo del Moet-Shang-dong, en su peculiar traducción al chino) y tantas otras manifestaciones de nuestra normal vida cotidiana, sorprendente, sin embargo, para alguien tan desubicado en nuestro mundo como el bueno del mandarín. Resulta desopilante su desconcierto ante el absurdo de una Tierra redonda y no plana, el sonido encerrado en los discos de vinilo (platos de música), el milagro de la televisión (la máquina para ver a distancia), las cámaras fotográficas (cajitas de pintar cuadros), pero también las pastillas, la labor de los jueces y abogados, los médicos y los políticos, los aviones, la celebración de la navidad, los museos, la escuela, los libros y hasta un bote neumático (que por capricho y desconocedor de su utilidad acaba comprando). Y esa traslación de un universo a otro la hace Kao-tai con la particular dotación simbólica de la lengua china, de modo que menciona a su interlocutor al compositor We-to-weng, los vehículos Ko-tse, la región alemana de Wa-wie-la, el sabio Sho Peng-ha-wer, la bebida Ko-kao-la-koa; incluso le hace partícipe de que a una mujer enorme, un auténtica mole de sebo, se la llame, en la jerga de los bárbaros, ‘pequeña señora’, su muy libre traducción de 'señorita'. ¡Que entienda a los narizotas quien quiera!

Pero por detrás de esta visión sonriente del mundo contemporáneo aflora de manera continua en el libro el negativo juicio que a este visitante del pasado le provoca nuestro delirante modo de vida. El autor aprovecha así la correspondencia del mandarín para emitir su pesimista diagnóstico sobre las sociedades de nuestro tiempo, esta humanidad insensata que camina hacia su autodestrucción. Kao-tai observa con tristeza lo que para él es su futuro: nuestra profunda soledad, la irrefrenable prisa de las gentes, la ridícula creencia en el progreso, la radical carencia de sentido, la falta de moral, la grisura de nuestra vida triste, el terrible devenir del universo, el incierto futuro de la especie humana.

La conjunción de esos dos frentes, la chocante descripción de nuestras costumbres hecha desde fuera y el severo dictamen sobre nuestros males, junto con el humor que rebosa cada página hacen de la lectura de este Cartas a la antigua China de Herbert Rosendorfer publicado por El Acantilado, una experiencia altamente recomendable. Un libro valioso, pues, y muy interesante que no deberíais dejar de leer y que sin duda resultará una estimulante y muy grata compañía para estos días de solaz veraniego. Para complementar la lectura, música china, obviamente. Se trata de The Guo Brothers, unos excelentes músicos ‘descubiertos’ para el mundo occidental gracias a la genial y anticipadora labor de Peter Gabriel en su sello Real World. La pieza que os ofrezco, extraída de Yuan, su primer álbum, de 1990, en los estudios británicos, se titula Evening song. La delicadeza del sonido de la flauta tradicional china nos traslada al mundo que nuestro Kao-tai añora. Hasta la semana que viene.

El viaje en sí mismo transcurrió sin dificultades y fue cosa de un instante. Nuestros numerosos experimentos merecieron la pena. Después de abrazarte en aquel pequeño puente sobre el Canal de las Campanas Azules -que habíamos escogido y calculado por ser el punto más idóneo- y poner en marcha todo lo que era preciso, fue como si una fuerza invisible me elevase a las alturas, a la vez que daba vueltas como impulsado por un torbellino. Vi resplandecer tu vestidura roja un momento, luego se hizo la noche. Un instante después me encontraba sentado, naturalmente algo mareado, sobre el mismo puente del Canal de las Campanas Azules; pero todo era distinto. Ni un solo edificio, ni un muro, ni una piedra de lo que acababa de ver hacía un momento existía ya. Un ruido atroz me cogió por sorpresa. Estaba sentado en el suelo junto a mi bolsa de viaje a la que me aferraba compulsivamente. Vi árboles. Era -es- verano como hace mil años. Un sol extraño brillaba sobre este mundo, que es tan singular, tan totalmente incomprensible, que al principio no percibí nada en absoluto. Estaba sentado allí, me aferraba a mi bolsa de viaje y, si hubiera podido, habría regresado de nuevo inmediatamente. Pero tú sabes que no se puede. Mi primer pensamiento fue: ¿Sentirá Shiao-shiao nostalgia de mí? Habré de esperar hasta que la pueda acariciar de nuevo. Ella tendrá que esperar.
El puente sobre el que desperté o al que llegué era totalmente distinto del puente en el que te dejé. Ciertamente, todavía se tiende sobre el Canal de las Campanas Azules, pero ya no es de madera, sino de piedra, además de una muy toscamente labrada y colocada con evidente desidia. Todo ‘aquí’ está hecho con desidia. Pensé: Es una suerte que después de mil años, estos sigan teniendo un puente en el mismo lugar. Bien habría podido ser que, después de que el antiguo puente de madera se pudriera o simplemente se derrumbara, hubiesen levantado el nuevo puente algo más arriba o abajo. Entonces me hubiera caído al agua, lo que naturalmente habría sido desagradable, pero no peligroso, ya que, después de tanto tiempo, el Canal de las Campanas Azules ya no es tan profundo como tú lo conoces, aunque por otra parte está extremadamente sucio. Suciedad y ruido... Eso es lo que domina la vida aquí. Suciedad y ruido es el abismo en el que desemboca nuestro futuro.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me alegra comprobar que seguiste mi recomendación y que te ha entusiasmado la lectura. También comparto plenamente el análisis y la valoración que haces de la novela. ¡Saludos cordiales! Pepa.

Alberto San Segundo dijo...

Gracias, Pepa, por partida doble. Por tu recomendación, tan acertada, como has podido comprobar, y por tu seguimiento e intervención aquí, tan amables.

Muchos saludos también para ti