CARL HONORÉ. ELOGIO DE LA LENTITUD
Una tarde bruñida por el sol del verano de 1985, mi viaje de adolescente por Europa se detiene en una plaza de las afueras de Roma. El autobús que ha de llevarme a la ciudad lleva veinte minutos de retraso y no parece que fuera a aparecer. Sin embargo, el retraso no me molesta. En vez de ir de un lado a otro por la acera o llamar a la compañía de autobuses y presentar una queja, me pongo los auriculares del walkman, me tiendo en un banco y escucho a Simon y Garfunkel, que cantan sobre los placeres de hacer las cosas despacio y el momento duradero. Cada detalle de la escena está grabado en mi memoria: dos chiquillos dan patadas a una pelota alrededor de una fuente medieval, las ramas de los árboles rozan el muro de piedra y una anciana viuda lleva verduras a casa en una bolsa de mallas.
Avancemos velozmente quince años, y todo ha cambiado. El escenario es ahora el ajetreado aeropuerto romano de Fiumicino, y yo soy un corresponsal de prensa extranjero que se apresura a tomar el vuelo de regreso a Londres. En vez de dar puntapiés a los guijarros y sentirme eufórico, camino a grandes zancadas por la sala del aeropuerto, maldiciendo en silencio a toda persona que se cruza en mi camino a un ritmo más lento. En vez de escuchar música popular con un walkman barato, hablo por el móvil con un director de periódico que se encuentra a miles de kilómetros de distancia.
En la puerta de embarque me coloco al final de una larga cola, en la que no hay nada que hacer más que esperar. Soy el único incapaz de estar mano sobre mano. Hacer que la espera sea más productiva parece que sea menos espera, así que me pongo a hojear un periódico. Y es entonces cuando tropiezo con el artículo que acabará por inspirarme para escribir un libro acerca de la lentitud. He aquí el titular que me llama la atención: El cuento para antes de dormir que sólo dura un minuto.
Hola, buenos días. Así, con este sugestivo texto empieza este miércoles Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os proponemos una sugerencia de lectura de entre los miles de libros que inundan nuestras librerías, en una avalancha editorial que hace muchas veces imposible seleccionar con criterio. El libro que hoy quiero aconsejaros, y al que pertenece el fragmento con el que abríamos el programa, se llama Elogio de la lentitud, su autor es el periodista canadiense Carl Honoré y ha sido reeditado varias veces, la última que yo conozco, y que ahora os recomiendo, es del pasado 2008, una preciosa edición de bolsillo, en traducción de Jordi Fibla, debida a la Editorial RBA que ya lo diera a la luz por primera vez en 2005.
Probablemente ya conoceréis este Elogio de la lentitud, pues desde su aparición inicial, como os digo hace siete años, se ha convertido en un auténtico best-seller, su autor en una especie de figura de culto mundial y sus tesis se han propagado por doquier dando lugar a una corriente de pensamiento, a una forma de vida incluso, que ha prosperado en muchos lugares del mundo bajo la denominación de ‘movimiento slow’, movimiento lento. De hecho, el subtítulo del libro recoge, precisamente, esa idea de tendencia, de corriente de opinión, Un movimiento de alcance mundial desafía el culto a la velocidad. De modo que las ideas de Carl Honoré, defendidas en el libro, han acabado por convertirse en una especie de manifiesto, de tratado fundacional, de propuesta ideológica de una especie de revolución, de filosofía alternativa de la vida, cuyo lema principal, la defensa de la lentitud, ha encontrado recepción y acogimiento en muchos sectores de la sociedad, en muchos países del mundo, en muchas áreas de la vida cotidiana de los ciudadanos de este siglo XXI, por el contrario, tan frenético y acelerado.
Porque ése es el mensaje principal del libro de Honoré: frente a la locura desbocada, la prisa insensata, la insulsa fugacidad de las experiencias, el supuesto disfrute de un presente aún no nacido y ya consumido en el que se desarrollan las existencias de la mayor parte de las gentes de nuestro mundo moderno, Elogio de la lentitud propone justo una actitud y un planteamiento de vida diametralmente opuestos: la vida vivida con mesura, el placer de las cosas bien hechas, el disfrute de un ocio fecundo, los encantos de la conversación demorada, las ventajas del paseo relajado, los beneficios del sexo practicado con parsimonia, de la comida elaborada pacientemente y degustada con calma, la importancia de la vida sana, sin prisas, la necesidad del descanso, la conveniencia de una actividad laboral comedida, racional, el deleite inigualable que proporciona la narración de un cuento a un niño, por la noche, antes de que llegue el sueño, un cuento completo, con todas sus vicisitudes, con las voces de los personajes, deteniéndose en los detalles, no un cuento para solventar en un minuto como señalaba el reclamo del artículo que él mismo había encontrado en aquel aeropuerto... En definitiva, el libro postula el rechazo de la urgencia, de lo perentorio, del agobio laboral, de la rabia y la impaciencia en las colas, del ruido ciudadano, de las exigencias de la prisa, del todo ahora y ya, del consumo desatado, del frenesí del tráfico, de las imposibles obligaciones con las que cargamos las horas de nuestros hijos, de los innumerables propósitos siempre pospuestos y una y otra vez reaparecidos que obran como amenazas atosigantes en nuestras vidas, de los miles de ‘tener que’ que nos impiden vivir lenta y placenteramente.
Estructurado en una decena de capítulos que analizan cada uno de estos territorios en los que se postula la defensa de la lentitud: la comida, la ciudad, el sexo, el trabajo, la educación, el ocio, el deporte, el libro constituye un alegato furibundo contra la velocidad, contra el llamado turbocapitalismo que en nuestros días nos somete con sus necesidades inventadas: conexiones más rápidas a internet para no retrasarnos en el trabajo; microondas para auxiliar a quienes dicen no tener tiempo para cocinar; liposucciones para, de un plumazo, solventar los excesos de grasa; cursos de lectura rápida para agotar los best-sellers de turno. Un capitalismo acelerado que no sólo destruye nuestras vidas al constreñirlas en un sinfín de exigencias irracionales, sino que, además, daña la naturaleza, perjudica el medio ambiente, amenaza al planeta entero.
Carl Honoré defiende la desaceleración de la existencia. No está contra el progreso, antes al contrario, es un ardiente defensor de las ventajas de la tecnología, de las maravillas sin cuento que proporciona internet, viaja en avión, usa el móvil y las Blackberrys, salta de un país a otro, enciende el televisor en decenas de hoteles en cualquier continente, se desenvuelve en varios idiomas, es un ciudadano cosmopolita de este mundo globalizado. Sin embargo reniega de esa visión unívoca que asocia progreso a rapidez y apresuramiento, que identifica la existencia con una carrera permanente en pos de no se sabe qué…
Comprad, recreaos, disfrutad de la lectura demorada de este Elogio de la lentitud, de Carl Honoré que publica RBA, seguro que pasaréis unas horas muy agradables y, lo que es más importante, seguro que encontraréis en él estímulo suficiente como para reordenar vuestras vidas de un modo más tranquilo y placentero, más sosegado y feliz. Puede servir, pues, esta llamada a la lentitud, como uno de los propósitos, sino el más importante, de cuantos nos hacemos con cada nuevo año, estas promesas, casi siempre incumplidas, a las que nos obligamos infructuosamente cada primero de enero. Desacelerar nuestras vidas: he ahí un lema para los próximos trescientos sesenta y seis días. Como complemento sonoro a mi recomendación de esta mañana, una canción que alude -algo indirectamente, la verdad- al motivo principal de nuestra emisión de hoy: Dying slowly, Muriendo lentamente, de los geniales Tindersticks. Hasta la semana próxima.
¿Cuándo ha visto por última vez a alguien que se limitara a mirar por la ventanilla del tren?
Todo el mundo está muy ocupado leyendo el periódico, absorto en un videojuego, escuchando música por medio de auriculares, trabajando con el ordenador portátil, charlando por el teléfono móvil...
En vez de pensar profundamente o dejar que una idea se cueza a fuego lento en el fondo de la mente, ahora gravitamos de manera instintiva hacia el sonido más cercano. En la guerra moderna, tanto los corresponsales en el campo de batalla como las lumbreras que están en el estudio, realizan análisis inmediatos de los acontecimientos en el mismo momento en que se producen. Con frecuencia, sus percepciones resultan equivocadas, pero eso apenas importa hoy: en el país de la velocidad, el hombre que tiene la respuesta inmediata es el rey. Gracias a los datos aportados por los satélites y los canales de televisión, que emiten noticias sin interrupción durante las veinticuatro horas del día, los medios electrónicos están dominados por lo que un sociólogo francés denominó el fast thinker [pensador rápido], una persona que, sin detenerse a pensarlo un instante, es capaz de dar una respuesta elocuente a cualquier pregunta.
En cierto modo, ahora todos somos pensadores rápidos. Nuestra impaciencia es tan implacable que, como expresó sarcásticamente la actriz y escritora Carrie Fisher, incluso la gratificación instantánea requiere demasiado tiempo. Esto explica en parte la frustración crónica que burbujea bajo la superficie de la vida moderna. Todo aquello, objeto inanimado o ser viviente, que se interpone en nuestro camino, que nos impide hacer exactamente lo que queremos hacer cuando lo queremos, se convierte en nuestro enemigo. Así pues, en la actualidad el menor contratiempo, el más ligero retraso, el mínimo indicio de lentitud, puede hacer que a ciertas personas, por lo demás del todo normales, se les hinchen las venas de las sienes a causa del furor mal contenido.
Las pruebas anecdóticas están por doquier. En Los Ángeles, un hombre empieza a pelearse en un supermercado porque el cliente que le precede, tras haber pagado en caja, tarda demasiado en meter los artículos en las bolsas. En Londres, una mujer raya con un objeto punzante la carrocería de un coche que se le ha adelantado para ocupar una plaza de aparcamiento. Un ejecutivo acomete a una azafata cuando el avión tiene que pasarse veinte minutos dando vueltas por encima del aeropuerto de Heathrow antes de aterrizar. ¡Quiero aterrizar ya! -grita como un niño mimado-. ¡Ahora, ni un minuto más!
Un repartidor se detiene ante la casa de mi vecino y obliga al tráfico a detenerse mientras el conductor descarga una mesita. Al cabo de un minuto, la mujer de negocios de cuarenta y tantos años, al volante del primer coche detenido, empieza a agitarse en el asiento, a sacudir los brazos y a mover la cabeza adelante y atrás. Un lamento bajo y gutural surge de la ventanilla abierta del vehículo. Es como una escena de El exorcista. Temo que esté sufriendo un ataque epiléptico y bajo corriendo para ayudarla. Pero cuando llego a la acera, resulta que simplemente está enojada por la detención forzosa. Asoma la cabeza por la ventanilla y grita sin dirigirse a nadie en particular: Mueve el puto furgón o te mato, cabronazo. El repartidor se encoge de hombros, como si ya tuviera una larga experiencia en tales situaciones, se sienta al volante y se marcha. Abro la boca para decirle a la mujer chillona que se tome las cosas con un poco de calma, pero el sonido de los neumáticos de su coche, que chirrían en el asfalto, ahoga mis palabras.
Ahí es a donde conduce nuestra obsesión por la rapidez y el ahorro de tiempo. La rabia flota en la atmósfera: rabia por la congestión de los aeropuertos, por las aglomeraciones en los centros de compras, por las relaciones personales, por la situación en el puesto de trabajo, por los tropiezos en las vacaciones, por las esperas en el gimnasio... Gracias a la celeridad, vivimos en la era de la rabia.
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