Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de enero de 2012

JEAN-MICHEL GUENASSIA. EL CLUB DE LOS OPTIMISTAS INCORREGIBLES

Buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro, de nuevo con todos vosotros en Radio Universidad de Salamanca. Hoy quiero hablaros de una novela, una estupenda novela que yo he leído con extraordinario interés pese a que, a priori, desconocía todo del libro y de su autor. Y resalto este hecho porque habitualmente uno accede a un libro con alguna -aunque sea mínima- información previa, hemos leído una crítica en la prensa, en los suplementos culturales, algún amigo nos la ha recomendado, una breve mención en algún programa televisivo visto de pasada nos ha despertado la curiosidad y nos ha permitido guardar la referencia del libro en nuestra memoria. Debo decir que en el caso de El club de los optimistas incorregibles, mi recomendación de esta semana, no se ha producido ninguna de esas circunstancias. No había oído hablar de la novela y el nombre de su autor, el francés nacido en Argel Jean-Michel Guenassia, me resultaba desconocido. Sin embargo, confieso mi frivolidad, compré el libro por su título, que me pareció muy atractivo, en sentido literal, tiró de mí como un imán, y también por la fotografía de su portada, una estampa típica de Cartier-Bresson, dos jóvenes besándose en la terraza de un café, ella ineludiblemente parisina, camiseta de rayas y boina, una reencarnación de la Jean Seberg de Al final de la escapada, la mítica película de Godard de la que, por cierto, se habla en la novela, y sin otros antecedentes que ese llamativo título y esa tierna foto, me enfrasqué, de modo algo compulsivo, en una lectura que me mantuvo embebido durante unos cuantos gozosos días.

El club de los optimistas incorregibles, seiscientas cincuenta páginas de prosa fluida y vivísimo ritmo narrativo, ha sido publicado por la editorial RBA en traducción de María Teresa Gallego Urrutia en una edición que, al menos en sus cien primeras páginas -a partir de ellas el problema parece resolverse como por ensalmo-, presenta innumerables fallos tipográficos y pequeñas erratas que hacen algo incómodo el seguimiento de una obra que, aun con ese lastre, es, como os digo, de lectura apasionante.

El protagonista de la novela es un chico, un adolescente, Michel Marini, que en 1960, al comienzo del libro, tiene 12 años y 17 a su término en 1965, aunque la novela tiene un capítulo introductorio, desde el que se construirá retrospectivamente la trama, fechado en 1980, en el multitudinario funeral de Jean Paul Sartre, protagonista indirecto de la obra y, supuestamente, principal desencadenante del impulso que llevó a su autor a escribirla. Al parecer, y según confiesa el propio Jean-Michel Guenassia, cuando él mismo era adolescente y asiduo frecuentador, a la salida del liceo, de los bares con futbolín, pudo ver, mientras disputaba una partida con sus compañeros, al filósofo parisino y al escritor Joseph Kessel jugando al ajedrez sobre una mesa del bistrot. Así le ocurre también al joven Michel en la novela, y este hecho aparentemente trivial será la llave que le abrirá -al adolescente, pero también a nosotros, los lectores- la puerta de El club de los optimistas incorregibles.

La novela, de análisis inabarcable en el corto espacio de esta reseña, se desarrolla fundamentalmente en dos planos distintos pero que se entremezclan a lo largo de todo el libro. Por un lado está la historia del adolescente Michel y su círculo familiar. Sus progenitores proceden de orígenes muy distintos; el padre, Paul Marini, es un trabajador con raíces italianas que se enamora -y es correspondido por ella- de Hélène Delaunay, la hija de su patrono, propietario de una empresa de saneamientos. Su boda convertirá al joven obrero en dueño de la empresa, pero las desigualdades de clase, llamémoslas así, serán un obstáculo en la vida de la pareja. Michel va creciendo y atraviesa su adolescencia entre conflictos familiares, aburridas clases en el liceo, la amistad de su compañero Nicholas, el descubrimiento de los libros, la tímida afición a la fotografía, el contacto con el círculo de su hermano Franck, siete años mayor, y cuyas peripecias anticipan la juventud que protagonizaría años después el mayo del 68, la rebeldía, el descubrimiento del rock and roll, el humo, el alcohol, las apuestas vitales arriesgadas, la lealtad a unos principios no pasados por el tamiz del pensamiento, solo intuidos, sentidos, la amistad noble, el ansia por vivir sin freno, con intensidad, la búsqueda de una existencia plena, alejada de las ya rancias costumbres de la familia burguesa. Michel se salta sus clases, juega al futbolín, lee compulsivamente, se enamora -pero no se lo dice a sí mismo, tiene 12 años- de Cécile, la bella y desatendida novia de su hermano. Despierta a la vida, tropieza, está perdido, no se encuentra, titubea, busca, deambula, insisto, tiene doce años: así es la adolescencia, la tan a menudo cruel adolescencia.

El segundo gran eje sobre el que gira la novela es el Club. Michel frecuenta los futbolines del café Balto. Al fondo del café, tras una cortina verde, una puerta en la que una mano torpe ha escrito El Club de los optimistas incorregibles, da acceso a un espacio envuelto en misterio, en el que se adentran extraños individuos de aspecto desastrado y ropas descuidadas. Con el corazón palpitante, decide penetrar en el recinto mágico que resulta ser un club de ajedrez en el que se reúnen exiliados, sobre todo de los países del Este, del otro lado del terrible Telón de Acero, para jugar, horas y horas absortos frente al tablero. Allí, como le ocurriera en la vida real al escritor, ve un día a Jean Paul Sartre y Joseph Kessel. Desde ese momento empieza a frecuentar, cada vez con más asiduidad, el Club y sus insólitos miembros. La novela nos contará así las dramáticas historias, las tristísimas historias de esos desarraigados, de esos parias, de esos supervivientes que han vivido mil aventuras, todas fracasadas, de derrota en derrota. El médico Igor, obligado a huir de su Rusia natal, teniendo que abandonar a su mujer y su hija, antes de ser ‘purgado’ por el irracional y asesino aparato estalinista. El condecorado militar Sacha, miembro del poder soviético, fotógrafo experto en hacer desaparecer de las imágenes a los enemigos del régimen, huido también ante las sospechas de su caída en desgracia ante la ciega y despiadada autoridad. Tibor, actor húngaro de enorme éxito en su país, e Imré, su representante y amante, que languidecen en París, olvidado todo rastro de aquella gloria. Y Vladimir y Leonid y Dimitri y tantos más que, sin dinero, arruinadas sus vidas, sus títulos académicos no reconocidos, sus profesiones truncadas, sus familias casi olvidadas, agotan sus días en el Club entre discusiones sin fin, arrebatos nostálgicos, reflexiones en torno al porvenir del socialismo, análisis sobre la política de la época, los bloques y la guerra fría, la independencia argelina, el compromiso de izquierdas con la entonces casi natural obediencia férrea a la disciplina de partido representada en la figura de Sartre y, por otro lado la defensa de la libertad de pensamiento y vital del intelectual con Albert Camus como manifestación ejemplar.

Y así, la novela fluye entre estos dos mundos, Michel descubre la vida, los desengaños amorosos, el desmoronamiento familiar, la madura experiencia de los exiliados, la realidad de la existencia. El joven se hace adulto entre las peripecias amorosas y familiares por un lado y el contacto con el Club por otro; el libro es optimista, entusiasta, vital, aunque teñido de un cierto clima melancólico, algo triste. No dejéis de leerlo, os procurará muchas horas de satisfacción, muy gratas. Para cerrar esta reseña, y después del fragmento escogido como ejemplo representativo del espíritu del libro, una canción que también podría sonar perfectamente en la novela. Boris Vian y su anti-himno Le déserteur. Hasta la semana que viene.

Habían escogido la libertad abandonando a la mujer, a los hijos, a la familia y a los amigos. Por eso no había mujeres en aquel Club. Las habían dejado en su tierra. Eran sombras, parias, carecían de recursos y tenían títulos que no estaban reconocidos. A sus mujeres, sus hijos y su tierra los llevaban en un rincón de la cabeza y del corazón. Seguían siéndoles fieles. Hablaban poco del pasado, porque estaban muy ocupados ganándose la vida y encontrándole una razón de ser. Al pasarse a Occidente, renunciaron a casos confortables y buenos trabajos. No se imaginaban que el día de mañana iba a ser tan duro. Algunos cayeron en pocas horas de la categoría de alto funcionario protegido o dirigente de una empresa pública, a quien no le faltaba de nada, a la de indigente sin techo. Esta caída en picado les resultaba tan insoportable como la soledad y la nostalgia que los atormentaba. Muchas veces, tras muchas peregrinaciones, habían llegado a Francia en donde les habían concedido asilo político. Aquí andaban mejor las cosas que en los países de los que los echaban. Ésta era la patria de los derechos del hombre siempre y cuando te callaras la boca y no pidieras demasiado. No tenían nada, no eran nadie, estaban vivos. Era algo que en ellos volvía como un leitmotiv: Estamos vivos y somos libres. Como me dijo un día Sacha: La diferencia entre nosotros y los demás es que ellos son personas vivas y nosotros somos supervivientes. Cuando has sobrevivido no tienes derecho a quejarte de tu suerte, sería insultar a los que se quedaron allí.

En el Club no necesitaban explicarse ni justificarse. Estaban entre exiliados y no necesitaban hablarse para entenderse. Estaban todos en el mismo barco. Pavel afirmaba que podían enorgullecerse de haber conseguido por fin la consecución del ideal comunista: eran iguales.

¿Qué querer, tío?

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