Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de marzo de 2012

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN. EL DÍA DE MAÑANA

Hola, buenos días. Esta semana vuelve a Todos los libros un libro Ignacio Martínez de Pisón, de quien ya he reseñado en estos últimos años, en la anterior etapa del programa en Onda Cero, alguna de sus más recientes novelas. No sé si habéis reparado en que tiendo a no repetir mis recomendaciones. Siendo tantas las publicaciones que nos invaden en este nuestro algo disparatado mercado editorial y siendo, a mi juicio, muchas de ellas valiosas, procuro ofreceros muestras en lo posible variadas de diversos autores, diversos géneros, diversas editoriales. Es cierto que la novela protagoniza la mayor parte de mis sugerencias, es cierto que acabo recayendo una y otra vez en un puñado de excelentes firmas editoras, pero, al menos desde el punto de vista de los autores, sí que me impongo la obligación de, por mucho que alguno me apasione (y son bastantes los que lo hacen), no insistir con su presencia aquí, en la creencia de que si he sido capaz de despertar vuestro interés por una sola de sus obras, probablemente nacerá en vosotros el deseo de leer también las anteriores y las que vaya publicando en el futuro, sin necesitar ese deseo de mi empuje o mi reiterada advertencia. Prefiero, pues, abrir otra pista que os encamine hacia un nuevo autor, obviando, en la mayor parte de los casos, el entusiasmo suscitado por una reciente publicación de un escritor ya conocido en esta sección y por lo tanto, a mi juicio, ya convenientemente difundido. Todo ello, claro está, dando por hecho -lo cual es mucho suponer- que mis palabras estén dotadas de esa algo presuntuosa capacidad de influencia.

Hay, no obstante, excepciones a esta regla, y ésta de hoy es una de ellas. Se trata del más reciente título del escritor aragonés afincado en Barcelona, Ignacio Martínez de Pisón, que hace unos meses publicó en la editorial Seix Barral una excelente novela, El día de mañana, ambientada precisamente en la capital catalana y con una temática, muy habitual en sus últimas obras, que hunde sus raíces en la guerra civil, aunque en este caso más centrada en la muy gris posguerra llegando hasta los primeros años de la transición.

La novela gira sobre un protagonista principal, Justo Gil Tello, del que se nos presentan distintos episodios de su vida, engarzados en un discurso que se mueve por una pauta cronológica relativamente lineal, pero que se nos ofrecen de un modo indirecto en la narración, en la voz, en la confesión de trece personajes que lo han conocido, que se han cruzado en su camino, que han compartido con él, en diferentes grados de proximidad e implicación, diversos momentos de su vida.

Éste es ya, de entrada, uno de los grandes aciertos en la estructura del libro. Martínez de Pisón construye un mosaico en el que las teselas son los relatos parciales de cada uno de estos personajes pero en el que la figura que al final sobresale es la de ese Justo Gil contradictorio, complejo y profundo; trascendente y con algo de iluminado y santón pero a la vez estafador y ambiguo confidente de la policía; desalmado y sin escrúpulos, un indeseable, y sin embargo humano en su triste desvalimiento; conocido en casi todos los círculos de la ciudad, cínicamente intrigante en todos ellos, pero solitario habitante de las cloacas sin más amigos que un pobre tarado con el juicio perdido que en su delirio se hace acompañar de una tortuga y un chavalín de doce años; traidor, vengativo y manipulador y quizá, simultáneamente, capaz de suscitar confianza; enamoradizo y tierno y también un mentiroso sablista y un despreciable farsante. De tal manera que las abundantes contradicciones y la propia complejidad del personaje quedan así magníficamente resaltadas a partir de la multiplicidad de acercamientos a su figura.

Escuchamos así a Martín Tello, pariente lejano de Justo, que lo recibe en Barcelona cuando el personaje llega de su pueblo, flaquito, pequeño y desnutrido, con su madre muy enferma de la que cuida con devoción. En las palabras de su pariente vemos al Justo de aquellos primeros años (estamos, más o menos, en el comienzo de la década de los sesenta) desempeñándose como aprendiz de pintor, desviviéndose por su pobre madre, empezando a dar muestras de su inteligencia para abrirse paso en la vida. Y habla también su amigo Pascual Ortega, fallido opositor a notarías, primero, y logrado secretario de ayuntamiento después, que describe el extraño atractivo de Justo entre las mujeres y nos da cuenta de la presencia en su vida de algunas de ellas, mientras progresa en su ya por entonces algo misteriosa existencia: la taquillera Juana, Angelines que trabajaba en un puesto de flores en las Ramblas, Lourdes que se peinaba como Jean Seberg en Buenos días, tristeza, Cristina que quería ser cantante. A todas engaña, a muchas saca el dinero, principalmente a la pobre Aurora, una chica de buena familia, socios del Club de Polo, enamorada perdida e inexplicablemente del deslumbrante hortera. Enamorada de él estuvo también Carme Román, empleada en una papelería propiedad de sus tíos, y que, en su fascinación por el personaje, acepta ser socia de Justo en un difuso negocio en el que perderá sus ahorros. La labia del joven, sus múltiples aventuras comerciales que él mismo describe como exitosas, su iniciativa, su energía y la ilimitada confianza en sí mismo cautivan a la chica, que nos dará cuenta de esa etapa de poderosa ambición de Justo, que asistirá a sus primeros escarceos en el mundo de la juvenil rebeldía antifranquista, y que sin ser consciente de ello acabará siendo esencial en la infame y dura existencia del desalmado arribista. A través de las palabras de Mateo Moreno, un inspector de policía adscrito a la temible Brigada Político Social franquista, conoceremos la trayectoria de Justo como execrable confidente, una tarea con sus luces: una cierta seguridad y la estabilidad económica para alguien que siempre ha vivido en la cuerda floja, y sus muchas sombras: el engaño permanente, la doble faz en su vida, la degradación moral, el hundimiento progresivo en la miseria personal. Y destaco también, para cerrar esta panoplia de personajes y relatos que se entremezclan y complementan, la de Noel León, el chico, un niño casi, hijo de palindromistas, como da buena prueba su nombre capicúa, al que escuchamos en algunos de los capítulos más ingeniosos y divertidos del libro, dada la extraña ocupación de la familia, que centra sus afanes en el descubrimiento de palíndromos, esas frases, como sabéis, que se leen igual de derecha a izquierda o a la inversa. Noel está presente, siempre de modo algo lateral, en los últimos años de la vida de Justo; es testigo, desde su pueblo perdido, de los intentos del hombre por encontrar un retiro apacible en el que poder aplacar sus torturantes fantasmas y desde el que acceder a alguna suerte de redentora liberación.

Y hay muchos relatos más, que contribuyen a mostrarnos, desde su singular perspectiva, el perfil completo del rico personaje. Y no es sólo Justo el que sale retratado de estas narraciones fragmentarias, lo son también cada una de estas personas, cuyas propias vidas resultan sugestivas y nos atraen y que encierran cada una, en la mayor parte de los casos, su propia novela.

Pero es que además, a través de las historias que cuentan estos hombres y mujeres muy bien dibujados y muy interesantes en sí mismos, en una galería de secundarios espléndida, podemos ver también las ambigüedades y claroscuros de la España que surge de la guerra civil y que se prolonga hasta los primeros años tras la muerte de Franco. Ese marco, ese escenario en el que se desarrolla la novela y que se vislumbra, casi imperceptiblemente, como el telón de fondo de la acción, nos muestra la España que empieza a dejar atrás los efectos de la guerra y que contiene, pese a su grisura, pese a su tristeza, pese a su pobreza, el germen del desarrollo, de la modernidad, del progreso, de la libertad.

Debéis leer, pues, este El día de mañana de Ignacio Martínez de Pisón que publica Seix Barral: os encontraréis simultáneamente, con tres sugestivos niveles de lectura, tres niveles muy fecundos, capaces de abrirse y desarrollarse en múltiples direcciones: la historia de este Justo tan extraordinario y a la vez tan común, la de sus ‘narradores’, ciudadanos también normales en una sociedad que cambia, y la de esa España entera de los sesenta y setenta del pasado siglo que aflora por entre los diversos relatos, muy vívida, con las contradicciones que son el germen del que nace nuestro actual país.

Como correlato musical a la trama narrada, cierro esta entrada con una canción de que evoca esa España, esa Barcelona de aquellos años. Joan Manuel Serrat canta, en 1968, Ara que tinc vint anys. Hasta dentro de siete días.


No teníamos sensación de vivir como prisioneros. Al revés: si salíamos de excursión, si algún día nos íbamos a conocer Montserrat o Tarragona o Poblet, era porque nos llevaban los salesianos de los Hogares Mundet, aquellos buenos hombres. ¿Cuántas veces me llevó de excursión mi madre, que aparecía de visita cada seis o siete meses e invariablemente me prometía que en el viaje siguiente me llevaría consigo y viviríamos juntos para siempre? Ninguna. Pero mejor así. Me pregunto que habría hecho yo con una mujer que para mí siempre fue una desconocida, una extraña... Los que no teníamos casa fuera de los Hogares nos sentíamos un poco dueños de todo eso. Los demás tenían dos vidas: una dentro de los Hogares y otra fuera. Nosotros sólo teníamos esa vida, y los salesianos eran nuestra única familia, ¿me explico? Yo no era buen estudiante pero era buen chico, y la gente me quería. Jugaba en el mejor equipo de balonvolea hasta que me rompí un brazo en unas escaleras, hacía pequeños papeles en las funciones de teatro, ayudaba a misa...
Lo que más me gustaba era subir al campanario de la iglesia, que era el punto más alto de la ciudad, y observarlo todo desde allí arriba: los campos en pendiente, las carreteras cercanas, las calles, el mar. Para mí, el día más feliz de todos fue el de la gran nevada del 62. Estábamos ya en las navidades, y casi todo el mundo se había ido de vacaciones: allí sólo quedábamos los que no teníamos dónde ir. Durante toda la Nochebuena no paró de nevar, y cuando nos despertamos por la mañana había casi un metro de nieve por todas partes. Salimos al jardín e hicimos una guerra de bolas de nieve. Luego llamaron a misa y yo corrí a vestirme de monaguillo. Cuando todavía quedaban unos minutos, subí corriendo las escaleras del campanario y me asomé a ver Barcelona. Las calles, los coches, los tejados y hasta los barcos del puerto estaban sepultados bajo la nieve. Y de repente no sé qué sentí, pero me pareció que aquello era hermoso y que todo era posible y que la vida me tenía reservadas grandes cosas... Me sentí feliz, sencillamente. No podía dejar de mirar, y ni notaba el frío ni prestaba atención a nada más. La misa se estaba retrasando por mi culpa, pero yo ni siquiera me daba cuenta. El hermano Tomás subió resollando en mi busca. Me agarró muy enfadado de un brazo y con la otra mano hizo el gesto de abofetearme. Pero entonces también él miró la ciudad y se quedó parado, y fue como si la nieve nos hubiera transportado a los dos a un mundo mejor. Ése fue para mí un momento de felicidad absoluta: vestido de monaguillo, y el hermano Tomás a mi lado, echando por la boca nubes de vapor, los dos mirando en silencio aquella Barcelona tan blanca y tan hermosa...

1 comentario:

Alberto San Segundo dijo...

Lo siento, leí la novela hace más de un año y no recuerdo ese detalle. Tampoco lo tengo recogido en mis notas de lectura. Lo siento.