Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 2 de mayo de 2012

ISAAC ROSA. LA MANO INVISIBLE

Hola, buenos días. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Ayer fue 1 de mayo, fecha en la que como sabéis se celebra el Día internacional de los trabajadores, con el que se recuerda la masiva y a la postre tristemente trágica huelga que ese mismo día, pero en 1886, tuvo lugar en Chicago para reivindicar la jornada de ocho horas, uno de los emblemas del movimiento obrero mundial desde sus orígenes. Es por ello, y por obvias razones personales (uno de los ejes de mi diario acontecer profesional se relaciona con el ámbito del Derecho laboral), por lo que esta semana la propuesta de Todos los libros un libro se centra en una publicación -literaria, narrativa, estamos ante una novela, no ante un ensayo- que tiene al trabajo como motivo central. Se trata de La mano invisible, un título de inequívoca raigambre económica y social, y que supone un guiño obvio, una evidente referencia previa para situar al lector en el peculiar universo que se describirá en el libro. Su autor es el joven -no llega a los cuarenta años- pero bastante prolífico Isaac Rosa, cuyas primeras obras han sido celebradas por la crítica y han obtenido diversos premios y reconocimientos varios. La mano invisible ha sido publicada por la editorial Seix Barral.

La novela se cierra -más allá de una significativa sección de agradecimientos a la que luego me referiré, pues es importante para una cabal comprensión del sentido último del libro- con una cita del filósofo español José Luis Pardo que resulta, incluso leída a posteriori, cuando ya hemos agotado la lectura de la obra, una muy convincente justificación de su razón de ser, una explicación del propósito último que ha debido animar al autor al encarar la redacción de su novela. Dice, en ella, José Luis Pardo: El trabajo, en sí mismo considerado, parece ser, en efecto, inenarrable, y quizás haya motivos profundos -e irrebasables- para que ello sea así, o sea para que el trabajo sea una parcela de la existencia particularmente inhumana. Ciertamente, hay muchas narraciones que transcurren total o parcialmente en lugares de trabajo, pero lo que estas narraciones relatan es algo que ocurre entre los personajes al margen de su mera actividad laboral, y no esa actividad en cuanto tal, porque su brutalidad o su monotonía parecen señalar un límite a la narratividad (¿cómo contar algo allí donde no hay nadie, donde cada uno deja de ser alguien?)

Pues bien, Isaac Rosa asume ese reto supuestamente imposible y relata en su novela el trabajo en sí, no como un mero escenario de la existencia de sus personajes, sino como núcleo esencial de la acción narrativa. Y lo hace sin regatear riesgos, encarando -más aún erigiéndolas, casi, como protagonistas- esa brutalidad y esa monotonía al parecer inherentes a la actividad laboral y de imposible recepción, al decir de Pardo, en una obra literaria. (¿Al parecer? Recuerdo al oyente, a propósito de brutalidad y monotonía, que el término trabajo procede del latín, tripalium, un instrumento de tortura medieval , formado por tres palos a los que se ataba al reo, y que por una operación metonímica se ha asociado en primer lugar al sufrimiento -ganarás el pan con el sudor de tu frente- que la labor productiva conlleva, y en una segunda instancia pasó a describir a la esforzada actividad en sí misma). Y es que, en efecto, el protagonista principal de La mano invisible es, sin duda, el propio trabajo, encarnado en el absurdo, el finalmente frenético, el irracional, el devastador, el inhumano quehacer de una docena de trabajadores, encerrados en una algo siniestra nave industrial en la que desarrollan su tarea profesional ante un público que les aplaude y abuchea desde un graderío, sin conocer, en su insensata laboriosidad, el sentido último -ni aun el primero- de la experiencia que tan extrañamente viven.

Un albañil construye una y otra vez su hilera de ladrillos, levantando una pared que al término de su jornada destruirá con un mazo. Un carnicero da cuchilladas sobre la tabla despiezando animales, cerdos, pollos y terneras, en una sucesión sin fin. Una chica encaja piezas en la cinta mecánica en una rutina absorbente e insulsa: círculo, triángulo, cuadrado, rectángulo. Un mecánico desatornilla, pieza a pieza, un coche condenado al desguace, para empezar de nuevo, con otro automóvil, la jornada siguiente. Una administrativa copia, con su tecleo monótono e imparable, textos sin sentido. Una costurera cose impertérrita larguísimas piezas de tela entre el soniquete de su máquina. Una limpiadora pasa la fregona, en una acción interminable, por las instalaciones de la nave, los asientos del público, los baños. Un joven mozo aporta animales para que el carnicero lleve a cabo su tarea. Un camarero ofrece consumiciones a sus compañeros trabajadores y al público asistente a la enigmática ceremonia. Un vigilante de seguridad supervisa el lugar, impide el paso de extraños, evita amotinamientos y disturbios, guarda el local en las horas en que cesa la actividad. Una teleoperadora recita su poco convincente cantinela a un cliente tras otro. Un informático ejecuta extraños programas ante la pantalla de su ordenador. Una prostituta capta clientes entre la variopinta población de la nave.

Ninguno sabe por qué está en ese lugar. Han sido contratados a través de una empresa de trabajo temporal. Se les paga bien, más de lo que percibirían por realizar la misma actividad en un empleo convencional. Su tarea es relativamente descansada, aunque de modo progresivo los ritmos aumentan, quienes mandan -desconocidos, ocultos- incrementan sus exigencias con el tiempo. Sin embargo, no son las obligaciones laborales las que les resultan insoportables. Es la experiencia en sí, el que mientras dura su jornada laboral estén encerrados en la nave, cada uno en su cubículo abierto al público, ciegos por la intensa luz de los reflectores que les enfocan y expuestos a las miradas y los comentarios de los espectadores, lo que les sorprende inicialmente y les subleva y provoca su individual desánimo o rebelión o huída finales.

En los diferentes capítulos los distintos personajes toman la palabra y relatan, en monólogos interiores eficacísimos, no sólo sus respectivas peripecias en el extraño lugar sino que aprovechan, con la excusa de la sorprendente situación que viven, para rememorar sus propias experiencias laborales, sus vidas marcadas por el trabajo, sufridas en el trabajo, hechas -en realidad- de trabajo. De esta manera, la novela constituye una reflexión muy vívida, contada desde dentro, acerca del significado del trabajo en nuestras sociedades, de su valor liberador y dignificante o, por el contrario -y ésta es sin duda la apuesta del libro, muy militante- su carácter alienante y embrutecedor. Y es que, como se dice en un momento de la novela, ellos no estaban aquí por nada de todo aquello que alguna vez les prometieron que sería el mundo del trabajo: realizarse como personas, ganar una identidad, participar en sociedad, contribuir al desarrollo, aportar cada uno según su capacidad para recibir según su necesidad, aprender, crecer, sentirse plenos, encontrar su lugar en el mundo, nada de eso. Estaban aquí por dinero, aunque ellos mismos evitasen hablar de dinero, porque su trabajo, su vida, se reduce a eso, perdidas otras motivaciones, decepcionados por promesas incumplidas: a ganar dinero, no mucho, ni siquiera lo justo, apenas para vivir, para cubrir sus necesidades y tal vez para consolarse al final del día, el final de la semana, con una cena en un restaurante donde te llamen caballero con obsequiosidad, un viaje barato pero que te hace sentir privilegiado, un domingo en el centro comercial para comprar algo que justifique que hayas llegado hasta ese día despellejando terneras, bordando metros de tela, rondando una nave industrial vacía.

Y así, en ese sinsentido laboral y existencial -que es quizás el de muchos trabajadores-, el mecánico desconecta los bornes de la batería, el albañil coloca otro ladrillo, el carnicero da un golpe de cuchillo contra un costillar, la administrativa reanuda su tecleo en el ordenador, la chica de las cajas reinicia la secuencia de piezas geométricas, el mozo dobla un folio y lo corta por la mitad antes de meterlo en un sobre, la costurera enciende la máquina, la teleoperadora mueve los labios al hablar, el informático desplaza el ratón sin apartar la vista de la pantalla. Y suena el ris-ras-ris-ras de la paleta del albañil, el tomp-tomp de las cuchilladas del carnicero sobre la tabla, el tac-tac-tac de las teclas golpeadas con furia, el clin-clin de las piezas redondas, cuadradas, triangulares y rectangulares, el risss del folio al rasgarse, el treq-treq-treq-treq de la máquina de coser, el susurro sshh-sshh de la sonrisa telefónica, el clic-clic del ratón activado con nervio, el planc del capó al soltarlo en el suelo, y los espectadores -y con ellos el lector- asisten a una especie de coreografía de movimientos sincronizados que sería bellísima de no resultar dramática: el carnicero levanta el cuchillo y el albañil mueve la paleta a la vez mientras la chica se gira a colocar la caja, la administrativa vuelve una página, la costurera se agacha para soltar otro metro de tela...

El libro, más allá de la minuciosa y exhaustiva y muy documentada descripción de las distintas actividades de los personajes, intercala numerosas reflexiones o referencias a algunos teóricos, economistas, sociólogos, pensadores, que han estudiado la experiencia laboral humana. Desde Mandeville, con La fábula de las abejas, a Friedrich Engels, con El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Desde Principios de Economía política, probablemente de Stuart Mill, a Salario, precio y ganancia, de Karl Marx. Y sobre todos ellos, Adam Smith, cuya conocida mano invisible da nombre a la novela y cuyos textos copia una y otra vez la adormilada administrativa: No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. Al perseguir su propio interés frecuentemente fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente que si de hecho intentara fomentarlo. Una frase, emblema del liberalismo económico, que, en cierto modo, explica el libro.

Es obvia también la mención al Gran hermano orwelliano, no sólo por el propio hecho de la actividad realizada a la vista del público, sino sobre todo a través del personaje del informático que aprovecha la tecnología para el control de los trabajadores. Y son explícitas también, pues no las oculta el autor, las referencias finales, incluidas en el capítulo de agradecimientos, a pensadores como Richard Sennett, Michael Foucault, Eric Hobsbawn, Zygmunt Bauman, André Gorz, a cineastas como Charles Chaplin o Laurent Cantet, a sindicatos como CGT, CCOO o UGT, y a tantos otros, artistas y periodistas y filósofos, que han hecho del trabajo el sujeto principal de su obra.

En definitiva, ¿de qué somos espectadores en La mano invisible? ¿Cuál es el sentido final de la muy trágica experiencia de los esforzados personajes? ¿Una burla a los trabajadores?, ¿una apología de la explotación?, ¿un oscuro experimento de ingeniería social?, ¿una campaña encubierta de la patronal para naturalizar la explotación?, ¿una empresa que busca notoriedad para presentar sus productos?, se nos dice en la novela. Espectáculo, experimento, circo, reality show, verdad fidedigna... En cualquier caso, La mano invisible nos hace pensar, mientras disfrutamos de una narración espléndida, en ese fenómeno esencial para nuestras vidas -la mitad de nuestro tiempo despiertos lo pasamos trabajando- que es el trabajo. Y la nitidez con la que el autor nos muestra la terrible realidad laboral es tal que, en adelante, ya no podremos contemplar ninguna situación cotidiana sin pensar en la frenética actividad que conlleva. Como señala un personaje del libro, en un aeropuerto, antes que preguntarse cómo una cacharro de cuatrocientas toneladas levante el vuelo con doscientas personas a bordo, le parece más inexplicable el propio aeropuerto, que miles de personas trabajen cada una en lo suyo pero al final funcionen como un solo cuerpo y un solo cerebro para hacer posible despegues y aterrizajes consecutivos, cintas repartiendo maletas, camiones de queroseno acudiendo al repostaje, monitores asignando puertas de embarque a miles de pasajeros que se cruzan por los pasillos, taxis esperando en la puerta, y además mecánicos, azafatas, vigilantes de seguridad, limpiadoras, todos a una y así veinticuatro horas al día, trecientos sesenta y cinco días al año. Y el teléfono, y un gran hospital, un rascacielos en construcción, un satélite orbitando, una red de metro, un polígono industrial lleno de naves y cada una de ellas fabricando algo, una calle bulliciosa, un edificio de oficinas que desde fuera se ve transparente e iluminado con cientos de personas que tal vez estén conectadas a otros trabajadores en la otra esquina del mundo...

No deberíais dejar de leer este libro, La mano invisible, de Isaac Rosa, editado por Seix Barral, sobre todo en estos días laboral y económicamente convulsos. Es una poderosísima ficción, de muy bien construida estructura y magníficamente escrita, y a la vez un estimulante foco de sugestivas reflexiones sobre un aspecto primordial en la vida de los ciudadanos en este siglo XXI por ahora en crisis. Os dejo como correlato musical Cleaning windows, una canción de Van Morrison en la que cuenta sus primeras experiencias como músico en bares nocturnos mientras, para sobrevivir, se veía obligado a trabajar limpiando ventanas.


Redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, cualquiera pensaría que en esas circunstancias, con un trabajo de pura repetición, sin exigencia de actividad mental, sin tener que elegir entre piezas diferentes o leer una secuencia, el cuerpo funciona solo, el gesto se repite sin pensarlo y tienes la cabeza libre para tus cosas, las que sean, pero tampoco; la velocidad de los brazos es más rápida que el pensamiento, no puedes despistarte porque la pieza tiene que encajar bien en su marca, y acabas pensando sólo en el gesto, en hacerlo bien, en repetirlo, nunca llegas a un automatismo total. Ella se obligaba a pensar, porque le asustaba la mente en blanco, sabía que no existía tal, que siempre se piensa algo, aunque sea la secuencia, triángulo, rectángulo, triángulo, rectángulo, pero le deprimía cuando después de siete horas y media llegaba a su casa y, en la ducha, intentaba recordar en qué había pensado ese día, trataba de recuperar un solo pensamiento y no era capaz, había estado un día entero sin pensar, concentrada en el gesto, tomar la chapa, ponerla en la máquina, apretar el botón, taladrar, echar al contenedor, redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, por eso se obligaba a pensar mientras trabajaba, planeaba lo que iba a hacer al salir de la fábrica, pensaba en el fin de semana, organizaba tareas domésticas, repasaba la lista de la compra, o recordaba, se empeñaba en hacer memoria, lo mismo recuerdos importantes que banales, repasaba momentos de su vida, se obligaba a pensar y recordar porque aquello tenía mucho de obligado, de forzado, de decirse a sí misma voy a pensar en esto o aquello, de lo contrario no pensaba, o solo pensaba el movimiento, coger, aproximar, sujetar, taladrar, triangular, rectangular, triangular, rectangular, y aunque se obligaba, el pensamiento se iba debilitando, se disipaba o se volvía repetitivo, se quedaba atascada en un mismo pensamiento circular, sin avanzar. Era como nadar en la piscina; hubo un tiempo en que iba dos días por semana, le venía bien para la espalda, siempre amenazada de ciática por la postura en el trabajo: era una piscina pequeña, de veinticinco metros, hacía cuarenta, cincuenta, sesenta largos, y mientras daba brazadas se daba cuenta de que su cabeza funcionaba como en la fábrica, nadar era el mismo tipo de automatismo que taladrar piezas de chapa, brazo derecho avanza, brazo izquierdo avanza mientras brazo derecho vuelve atrás, redonda, cuadrada, redonda, cuadrada; uno no piensa los movimientos mientras nada, no dice ahora voy a adelantar el brazo derecho, ahora el izquierdo, el cuerpo nadaba solo y la cabeza se desentendía, acababa también calculando, contando largos, multiplicando para saber cuántos metros nadaba y en cuánto tiempo lo hacía, a qué velocidad, qué distancia habría recorrido en un mes, en un año, porque pensar bajo el agua era como pensar mientras trabajaba, si cantaba se quedaba atascada en el estribillo, planificaba algo que tenía que hacer y no avanzaba tampoco, triangular, rectangular, triangular, rectangular.

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