Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de septiembre de 2012

JONATHAN FRANZEN. LIBERTAD

Hola, buenos días. La propuesta de lectura que hoy quiero haceros es, pienso, superflua y redundante. Superflua porque es tal el éxito de la novela de la que voy a hablaros, ha sido tan grande su repercusión mediática, son tantos los comentarios, las reseñas, las críticas que se han publicado sobre ella, que todo está dicho ya, no se necesita ninguna aportación adicional, el libro está analizado exhaustivamente, escudriñado hasta el último resquicio, desentrañadas sus claves más escondidas, descritas sus influencias, explicadas sus propuestas, examinada su estructura, estudiados sus personajes, aclaradas sus implicaciones, investigadas sus referencias. Y por ello mismo, todo cuanto pueda deciros ahora sobre él resulta redundante, pues ¿qué podré aportar yo, un lector convencional sin los recursos de tantos críticos y comentaristas que se han ocupado de la obra, de novedoso u original sobre ella? No sé, literalmente, qué decir. Y es por ello que la angustia ante el papel en blanco, que tantas veces me acomete cuando empiezo a escribir una de estas reseñas, es ahora acuciante. Y no será porque Libertad, la última novela del estadounidense Jonathan Franzen, publicada el pasado 2011 por la editorial Salamandra en estupenda traducción de Isabel Ferrer, no dé motivos, con sus seiscientas sesenta y siete páginas, con sus tres intensos y complejos protagonistas principales, con el relato de varias décadas de la vida de una familia media norteamericana, con los muchos temas que toca y la cantidad de ramificaciones hacia las que se abre, no ofrezca “motivos” para infinidad de apreciaciones. Pero, creedme, esa opresión en el pecho -en el cerebro, en realidad- que a menudo uno siente ante el folio aún inmaculado, está causada, muy a menudo, y de manera paradójica, por la gran cantidad de aspectos que se agolpan en mi mente esperando ser reflejados, convenientemente sistematizados, en mi modesta crónica. ¿Cómo seleccionar, cómo discriminar, cómo elegir? El siempre agudo Iñaki Uriarte, de cuyos diarios os hablaré dentro de algunas semanas en estas páginas, escribe en una de las entradas correspondientes al año 2005: Escribir es como descomprimir un archivo “zip”. Son las cinco y media de la tarde y me instalo ante el ordenador sin una idea clara de lo que voy a hacer. Tal vez anotar algo sobre las dos últimas líneas apuntadas en el cuaderno: “El príncipe de Ligne visita a Voltaire” y “Cita en Kierkegaard”. Como estoy tranquilo, antes de nada, me preparo un café. Recostado en el asiento, pongo los pies encima de la mesa. Y ahora tardaré al menos una hora en descomprimir y poner por escrito lo que me ha pasado por la cabeza en dos minutos, mientras bebía el café con la mirada distraída en las hojas del ficus. Pues bien, he ahí -con las salvedades y diferencias inevitables- la perfecta descripción de la posición de la que parto en el momento en que encaro la elaboración de esta reseña. Cierto que Uriarte habla de tranquilidad mientras que mi estado anímico en estas situaciones es de angustia, pero ello es debido a los muy distintos temperamentos de cada uno porque, en esencia, el fenómeno es, creo, similar en ambos: ¿cómo “descomprimir”, cómo sintetizar, resumir, dar salida de un modo organizado y con una estructura clara y ordenada a la infinidad de ideas, impresiones, sensaciones, que han circulado, erráticas, difusas, aparentemente inaprensibles por mi pensamiento mientras leía la novela y sus múltiples críticas posteriores?
 
En fin, Libertad es, empezaré por lo que a mi juicio resulta más evidente, una novela magnífica, deslumbrante, capaz de atenazarte, de atraparte entre su escritura arrebatadora. En las numerosas reseñas del libro que he releído estos días se repite la por otro lado obvia deuda que Franzen tiene con los escritores del siglo XIX, con esas novelas torrenciales en las que habitamos durante las semanas que dura su lectura; se habla, en particular, de Tolstoi y su Guerra y Paz, que lee alguno de los personajes. Como ocurre con las obras de los clásicos rusos, de Flaubert o Stendhal, de Victor Hugo o Zola, uno se adentra, durante días, enfebrecido, en las aparentemente interminables páginas de la novela confiando en que de verdad lo sean, que no tengan fin, que podamos seguir con sus protagonistas muchas horas más, entregados a ellos, conviviendo con ellos, seducidos por la potencia narrativa de la prosa del autor.
 
Lo sustancial del libro, a mi juicio, el elemento, el rasgo que mejor describe la esencia de esta desbordante Libertad, son los dos planos -uno íntimo, más subjetivo, más claramente inventado, inequívocamente adscrito al territorio de la ficción literaria, y otro objetivo, “externo”, más “real” (¡¡con qué cuidado hay que utilizar el resbaladizo vocablo!!), más documental o incluso político- que se imbrican y alimentan e interrelacionan y se impregnan el uno en el otro hasta resultar casi indiscernibles (en el fondo lo son, son la misma cosa) en el muy fluido relato de Franzen.
 
Por un lado, la trama argumental de la novela se sustenta en la descripción de la vida de los Berglund, una familia típica del Medio Oeste americano, que parece trasunto de la del propio Franzen y cuyo estereotipo tantas veces hemos visto representado en las películas y las series de televisión estadounidenses, con sus idílicas casas en las áreas residenciales, sus amables relaciones de vecindad, los coches aparcados con las llaves puestas en la rampa de acceso al garaje, los niños correteando en bicicleta por las amplias calles arboladas, toda esa clásica representación -esa felicidad de calendario a lo Norman Rockwell, tan fácilmente envidiable- del sueño americano. Pero la estampa así dibujada no se queda, en el minucioso y exhaustivo, en el profundo retrato que hace el novelista, en la mera imagen superficial, sino que vemos también los conflictos del matrimonio, las problemáticas relaciones con los hijos que crecen, las dificultades de la amistad, los estragos que provoca el paso del tiempo, las crisis existenciales y de pareja, las pesadillas de la infancia, los sueños rotos, el éxito y el fracaso, esos temas tan “made in USA”. American beauty, la espléndida película de Sam Mendes, ha estado revoloteando en mi cabeza durante la lectura del libro. También, aunque ésta sólo en otro plano, meramente formal, Mujeres desesperadas, la exitosa ficción televisiva de la que confieso no haber visto más que algún episodio aislado (aunque suficiente como para encontrar los paralelismos con ese mundo de urbanización residencial que tan bien nos narra Libertad).
 
El núcleo central de esta familia “emblemática” lo constituyen Patty y Walter, un matrimonio de mediana edad (en el momento en que nos encontramos con ellos, al comienzo de la novela; aunque conoceremos su vida desde sus respectivas infancias, y aun antes, a través de las historias de sus antecesores, y los acompañaremos hasta su entrada en la vejez), y sus hijos, Joey y Jessica. Walter, estudiante aplicado y responsable en sus años universitarios, es ahora un abogado comprometido, entregado a la defensa de causas (casi) perdidas. Patty, sobresaliente jugadora de baloncesto en su juventud, es ama de casa, campa con eficacia y resolución por su dominio residencial de Ramsey Hill, la casa de los Berglund, y aparece, si la observamos de modo neutro, como el entomólogo a sus insectos, desde fuera de las fronteras de ese espacio idílico, aparece, digo, como un ejemplo luminoso de la perfección conyugal, familiar y hasta social, un prototipo “modélico”, la alegre portadora de polen sociocultural, una abeja afable, con su solidaridad y preocupación por los vecinos, su progresismo no demasiado ostensible, su implicación sin embargo algo enfática en la mejora del mundo. El adolescente Joey es un chico problemático, o al menos lo es desde la perspectiva de sus padres, pues muy pronto, a los quince años, abandona el hogar familiar para instalarse en la casa aledaña con Connie, la jovencísima hija, casi una niña, de los envidiosos vecinos. A la natural preocupación de los padres por esta temprana deserción se une el espanto y el rechazo porque el chico abraza además las detestables y reaccionarias -para ellos, ostensiblemente demócratas- ideas republicanas. Jessica, la hija, brillante intelectualmente, tiene, quizá por su carácter menos complicado, una muy reducida participación en la trama. El elenco de caracteres principales se completa con Richard Katz, un bohemio e independiente músico de country y rock. Mujeriego y solitario, Richard es el mejor amigo de Walter desde sus años universitarios, cuando compartieron habitación, y acompaña -con vivencias muy significativas, primordiales para todos los afectados, que no puedo, que no quiero, contar aquí- a la pareja protagonista a lo largo de toda su vida.
 
Estas tres existencias principales -cuatro, si contamos a Joey- se muestran en el libro, como digo, no sólo desde una visión más o menos ligera o superficial, describiendo tan sólo los aspectos externos de sus vidas, los acontecimientos, los sucesos, los hechos. Muy al contrario, la maestría de Jonathan Franzen nos permite penetrar en el territorio más íntimo de esas personalidades. Se trata, e insisto en que aquí está uno de los grandes logros de la novela, de un ejercicio de indagación espiritual, podríamos decir, de profundísima inmersión, hasta extremos abisales, en los más hondos recovecos del alma de Patty, Walter y Richard. Sus miedos, sus anhelos, sus deseos, sus sueños, sus ansias, sus pasiones, sus opciones vitales, sus arrepentimientos, sus frustraciones, sus inseguridades, sus culpas, sus errores, en suma la agudísima conciencia de cada uno de ellos que les lleva a analizar sus propias vidas, sin lenitivos edulcorantes, sin paliativos, sin coartadas, descarnada y sinceramente, fluyen a lo largo de la obra en una especie de autopsia metafórica que nos permite contemplar el núcleo más recóndito y auténtico de los personajes. Veamos algún ejemplo de esta descarnada introspección en esos sentimientos. El narrador observa a Walter, que se cuestiona sus proyectos vitales, las ideas que han sustentado su existencia, y que se debate entre la fidelidad a su esposa y el amor de su secretaria, Lalitha: No sabía qué hacer, no sabía cómo vivir. Cada cosa nueva con la que se cruzaba en la vida lo impulsaba en una dirección que lo convencía plenamente de que era la correcta, pero de pronto surgía ante él otra cosa nueva y lo impulsaba en la dirección opuesta, que también se le antojaba correcta. No había en su vida una línea argumental, se veía a sí mismo como la bola puramente reactiva de una máquina del millón, en un juego cuyo único objetivo era seguir vivo por el mero hecho de seguir vivo. Echar a perder su matrimonio y seguir a Lalitha le había parecido irresistible hasta el momento en que se había visto a sí mismo personificado en el maduro compañero de trabajo de Jessica, como otro americano blanco que consumía en exceso y se creía con derecho a más y más y más: vio el imperialismo romántico presente en el hecho de enamorarse de una mujer joven y asiática, una vez agotadas sus provisiones nacionales. Lo mismo podía decirse de la trayectoria que había seguido durante dos años y medio con la fundación, convencido de la solidez de sus argumentos y la rectitud de su misión, para acabar pensando, esa mañana en Charleston, que no había hecho más que cometer errores garrafales. Y lo mismo podía decirse de la iniciativa de la superpoblación: ¿qué mejor manera había de vivir que acometer el reto más crítico de su época? Un reto que le parecía falso y estéril cuando pensaba en su Lalitha con las trompas ligadas. ¿Cómo vivir?
 
Con capítulos en los que la narración se centra en uno u otro de los protagonistas, con episodios que se reiteran, aunque contemplados desde los distintos puntos de vista de quienes los han vivido, con una inteligente combinación de pasado y presente, de saltos en el tiempo, con partes del libro narradas en una convencional tercera persona y otras -a mi juicio las mejores, las más convincentes, emotivas, elocuentes y conmovedoras- en las que Patty escribe su autobiografía, en una suerte de ejercicio terapéutico recomendado por su psicoanalista, esta dimensión “privada” de Libertad es magnífica, apasionante, fuertemente adictiva.
 
Pero no hay tal dimensión privada, en sentido estricto, en la novela, o sí la hay pero, como he dicho, indiscernible de su vertiente “pública”. Porque las vidas de los personajes de Libertad se desarrollan en un contexto social, político (de la política interna norteamericana y por extensión de la mundial), que no es un mero telón de fondo de la trama, sino que resulta muy relevante en su no siempre fácil -y a veces torpe y confundido- deambular por el mundo. Y así, en la novela cobran un protagonismo capital los atentados del 11 de septiembre, la invasión y la guerra de Irak (y con anterioridad la de Vietnam), las políticas de Clinton y Bush y luego Obama (antes las de Nixon, mencionado en alguna de las frecuentes ocasiones retrospectivas del libro), los enfrentamientos entre republicanos y demócratas, entre conservadores neo-cons e izquierdistas liberales, todo ello en el ámbito estrictamente estadounidense. Y en una dimensión más universal, en Libertad se nos habla -a veces de un modo quizá excesivo, quizá tedioso, rompiendo, quizá, el natural discurrir de la narración (pero de ocurrir es de modo muy ligero, no molesto y casi irrelevante)- de los problemas derivados de la globalización, singularmente los relativos a la superpoblación del mundo y sus casi inevitables corolarios: el exceso de consumo, la codicia insensata y destructiva de los políticos, las emisiones de carbono, la expansión urbanística y la degradación del medio ambiente (con especial énfasis, en Estados Unidos, en la saturación de las zonas residenciales, lo que constituye otro ejemplo de cómo ambos planos, el de la vida personal de los protagonistas y el de la política, se superponen), la sobreexplotación pesquera de los océanos, la destrucción de los bosques, la desaparición de innumerables especies animales, la dependencia del petróleo. E igualmente hay referencias al genocidio y la hambruna en África, a los cien millones de pobres en el Paquistán nuclear, a los asentamientos ilegales en Israel, a las clases marginadas radicalizadas en el mundo árabe. Y esas menciones a todos estos problemas no son, insisto, meras alusiones circunstanciales o accesorias, sino que, como he dicho, interesan, preocupan, condicionan y hasta forman parte de la vida de los personajes.
 
En particular, es en el personaje de Walter en el que podemos encontrar lo esencial de este juego de frentes interrelacionados. Walter, instalado con solidez aparente en su cómoda normalidad laboral y familiar, acaba convirtiéndose en un comprometido activista de una fundación, presumiblemente altruista pero en el fondo de una dudosa moralidad, una muy oscura financiación y unos propósitos nada nobles (pero él, idealista, lo desconoce), que bajo la pretendida y bienintencionada voluntad de salvación de una rara especie de ave, la reinita cerúlea (el propio Franzen es un extraordinario conocedor y amante de los pájaros), de su más que previsible extinción, encubre ávidos e inconfesables y millonarios intereses mercantiles. Y tal y como puede deducirse de modo tenue en el fragmento anteriormente transcrito, los conflictos existenciales del hombre maduro se mezclan con las implicaciones políticas y sociales de su labor militante y corren en paralelo a la crisis de fondo de la sociedad norteamericana y del mundo actual. Y en todos los casos -también con los otros protagonistas- el sentido último de la noción de libertad aparece cuestionado, el autor nos hace que nos planteemos una y otra vez en el curso de la novela qué se esconde realmente tras ese ambicioso concepto, cuáles son sus límites, cómo es constantemente malbaratado y utilizado en beneficio propio por los individuos y los distintos círculos sociales, por los grupos de interés y de presión, por los políticos y hasta las naciones. La libertad es un coñazo -dice un personaje, algo cínico, relativizando pro domo sua la importancia del trascendental valor universal-, y por eso es tan importante que aprovechemos la oportunidad que se nos ha presentado (...). Conseguir, por cualquier medio a nuestro alcance, que una nación de personas libres se desprenda de su lógica defectuosa y se adhiera a una lógica mejor.
 
En fin, no puedo extenderme más. Gran novela, esta Libertad, de Jonathan Franzen, que edita Salamandra. No deberíais perdérosla. Disfrutaréis de unas intensas jornadas de lectura apasionante, ampliará vuestra perspectiva del mundo, os ayudará a conocer mejor el alma humana. No parece poco, en estos tiempos de ligereza y superficialidad. Os dejo también con Shady Grove, un clásico del folklore norteamericano que el atractivo y siempre algo melancólico Richard Katz interpreta en un momento de la novela, y que aquí escucharemos en la versión de David Holt y Doc Watson.
 
 
Cogió Guerra y paz y se fue al montículo cubierto de hierba, con la vaga y antigua finalidad de impresionar a Richard con su cultura, pero estaba atascada en un pasaje militar y no paraba de leer la misma página una y otra vez. Un pájaro melodioso cuyo nombre Walter había intentado enseñarle hasta la desesperación, un zorzalito, o algo por el estilo, se acostumbró a su presencia e inició su canto en un árbol justo encima de ella. Sus trinos eran como una idea fija que no podía quitarse de su cabecita.
 
Se sentía así: como si una partida de combatientes de la resistencia, bien organizada e implacable, se hubiese reunido al amparo de la oscuridad de su mente, y por tanto era absolutamente vital impedir que el foco de su conciencia iluminara cualquier sitio cerca de ellos, ni siquiera por un segundo. Su amor por Walter y su lealtad hacia él, su deseo de ser buena persona, su comprensión de la eterna competencia entre Walter y Richard, su valoración sobria de la personalidad de Richard, y sencillamente la total mezquindad implícita en el hecho de acostarse con el mejor amigo del esposo de una: estas consideraciones superiores estaban listas para aniquilar a los combatientes de la resistencia. Y por eso debía mantener las fuerzas de la conciencia distraídas. Ni siquiera podía plantearse cómo iba vestida -tuvo que apartar al instante de ponerse una prenda sin mangas especialmente favorecedora antes de llevarle a Richard el café y las galletas de media mañana, tuvo que descartar la idea en el acto-, porque el menor asomo de coqueteo normal y corriente atraería el haz del reflector, y el espectáculo que éste iluminaría sería demasiado repulsivo y vergonzoso y deplorable. Aun cuando a Richard no le causase repugnancia, se la causaría a ella. Y si él lo notaba y le llamaba la atención al respecto, tal como lo había hecho en cuanto a la bebida: desastre, humillación, lo peor. Ahora bien, su pulso sabía -y se lo revelaba con su aceleración- que probablemente no surgiría otra ocasión como aquélla. No antes de que ella estuviese ya claramente cuesta abajo en el sentido físico. Su pulso registraba la conciencia encubierta y nítida de que al campamento de pesca de Saskatchewan sólo podía accederse mediante biplano, radio o teléfono por vía satélite, y que Walter no la llamaría en los siguientes cinco días a menos que hubiese una urgencia.
 
Dejó la comida de Richard en la mesa y se fue a la cercana aldea de Fen City. Vio lo fácil que era tener un accidente de tráfico, y se abstrajo tanto en imaginarse a sí misma muerta y a Walter llorando junto a su cuerpo mutilado y a Richard consolándolo heroicamente, que estuvo a punto de saltarse el único stop de Fen City; apenas oyó el chirrido de los frenos.
 
¡Todo estaba en su cabeza, todo estaba en su cabeza! Lo único que le daba esperanza era lo bien que ocultaba su agitación interior. Había estado un poco ensimismada y nerviosa los últimos cuatro días, pero se había comportado infinitamente mejor que en febrero. Si ella misma era capaz de mantener ocultas sus fuerzas oscuras, en buena lógica cabía pensar que quizá existían en Richard las correspondientes fuerzas oscuras que él conseguía ocultar igual de bien. Pero ése era ciertamente un mínimo atisbo de esperanza; era la manera de razonar de las personas dementes absortas en fantasías.
 
Se detuvo ante la exigua selección de cervezas nacionales de la cooperativa de Fen City, las Miller y las Coors y las Budweiser, e intentó tomar una decisión. Cogió un pack de seis en la mano como si pudiera juzgar por adelantado, a través del aluminio de las latas, cómo se sentiría si las bebiera. Richard le había dicho que debía aflojar un poco con la bebida; ebria, él la había encontrado desagradable. Volvió a dejar el pack en la estantería y se obligó a alejarse hacia zonas menos tentadoras de la tienda, pero resultaba difícil planear la cena con ganas de vomitar. Volvió a la estantería de las cervezas como un pájaro que repite su canto. Las diversas latas tenían distintas ornamentaciones, pero todas contenían la misma bebida barata y de baja graduación. Le pasó por la cabeza ir hasta Grand Rapids y comprar vino de verdad. Le pasó por la cabeza volver a la casa sin comprar nada de nada. Pero ¿en qué situación estaría entonces? La invadió una sensación de hastío mientras permanecía allí inmóvil, vacilante: una premonición de que ninguno de los posibles desenlaces inminentes le proporcionaría tanto alivio o satisfacción como para justificar aquella desdicha que le aceleraba el corazón. En otras palabras, vio qué implicaba haberse convertido en una persona profundamente infeliz. Así y todo, la autobiógrafa ahora envidia y compadece a esa Patty más joven que estaba allí en la cooperativa de Fen City y creía inocentemente haber tocado fondo: que, de una manera u otra, la crisis se resolvería en el transcurso de los siguientes cinco días.

No hay comentarios: