Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 4 de septiembre de 2013

EMMANUEL CARRÈRE. LIMÓNOV; ADOLFO GARCÍA ORTEGA. PASAJERO K; MAGGIE O'FARRELL. INSTRUCCIONES PARA UNA OLA DE CALOR

Hola, buenos días, bienvenidos un curso más a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Alberto San Segundo, responsable de la selección de los textos y autor también de las reseñas que semanalmente os presentamos, os saluda en este septiembre aún veraniego y os invita a disfrutar un curso más de nuestros espero que estimulantes consejos de lectura.
 
La primera emisión de Todos los libros un libro salió al aire en Onda Cero Salamanca, en un formato algo distinto al actual, el 8 de octubre de 2001. A lo largo de estos doce años de insistentes e ilusionadas invitaciones a la lectura, la emisión ha sufrido diversas vicisitudes, incluyendo desapariciones y reediciones varias. Terminada hace unos años la etapa en la cadena privada, el programa recaló en Radio Universidad de Salamanca, en donde llevamos desempeñándonos tres temporadas -esta que ahora comienza es la cuarta-, habiéndoos ofrecido hasta ahora, en la emisión radiada y en su correlato escrito, aquí en el blog que ahora leéis -nacido simultáneamente con el inicio de nuestro periplo en la radio universitaria-, algo más de ciento treinta reseñas de otros tantos libros.
 
Uno de los principios -triviales, algo arbitrarios y por ello prescindibles, casi meras “manías”- por los que me he regido desde el comienzo de esta ya dilatada experiencia radiofónica es el de no “repetir” autores en mis comentarios. Parece obvio -imagino que la mayor parte de vosotros se mueve por idéntico criterio; en cualquier caso es el mío, y tened por seguro que en mí se manifiesta de un modo muy acentuado- que si un libro nos apasiona, si una obra literaria nos entusiasma, se genera en nosotros una voluntad algo obsesiva por “agotar” a su autor, por leer el resto de sus creaciones. Y, en efecto, yo leo casi todo lo que publican algunos -muchos- escritores que me han conmovido, o simplemente interesado o entretenido, con sus novelas, con sus cuentos, con sus poemas. Pero -y esta es la singularidad que me he impuesto en Todos los libros un libro- he decidido no ofreceros reseñas de libros debidos a autores que ya hubieran aparecido aquí en alguna ocasión. Y ello, por un lado, porque entiendo que si ya os he transmitido mi pasión en uno de los programas y si he sido capaz -pienso algo inmodestamente- de encender esa pasión en los oyentes, no necesitaréis nuevos estímulos y, sin necesidad de mi recordatorio, vosotros mismos os procuraréis el resto de la obra del autor correspondiente. Por otro lado, y teniendo en cuenta mi amateurismo en estas lides literarias, no me veo tampoco con demasiada capacidad para resaltar ángulos originales -sin molestas redundancias- en críticas diferentes sobre distintos libros de un mismo autor. (¡¡Ya me resulta complicado evitar una cierta monotonía expresiva incluso con textos de autores diferentes...!!)
 
Pero es el caso que este verano he leído muchos buenos libros (las vacaciones, con sus días interminables, con sus horas sin fin, son el territorio propicio, mi ámbito ideal, para la lectura) y, de ellos, bastantes de escritores que ya han tenido cabida en nuestro espacio. De casi todos los libros de autores “originales” (nunca aparecidos en este blog) he elaborado las correspondientes reseñas que os iré dejando aquí a lo largo de los próximos meses (ya sabéis, si seguís el programa, lo “relajado” del proceso de publicación de mis reflexiones: el comentario de un libro que acabo de leer puede tardar dos años en aparecer en una emisión radiada). Pero como de entre las obras leídas de autores ya conocidos en estas páginas hay unas cuantas muy estimables no me resisto a daros fervorosa cuenta de ellas. Para ello he recurrido a un expediente nada común en mis rutinas radiofónicas -bastante marcadas; soy, por desgracia, un hombre de costumbres- y así, las primeras emisiones de este curso serán “colectivas” y os ofreceré en ellas, de un modo somero y breve -muy alejado de mi habitual, y tantas veces insoportable, facundia-, algunas razones para acercaros a la lectura de esos libros, varios, no uno solo, en cada programa. Hoy os hablaré de tres magníficos. Limónov, de Emmanuel Carrère, publicado por Anagrama en traducción de Jaime Zulaika, Pasajero K, de Adolfo García Ortega, que vio la luz en Seix-Barral, e Instrucciones para una ola de calor, de Maggie O’Farrell, traducido para Salamandra por Sonia Tapia.
 
De Emmanuel Carrère ya os había presentado, en febrero de 2012, De vidas ajenas, un libro emocionante, memorable. En Limónov el excelente escritor francés utiliza un recurso literario ya explorado por él de un modo muy convincente en otra novela anterior suya, la también formidable El adversario: la imbricación de realidad y ficción, la conjunción en una obra literaria de elementos extraídos de la vida conocida, “histórica”, de personajes que tienen una existencia “auténtica”, con otros materiales nacidos de la libérrima imaginación del autor. Y ello pese a que, en el caso de Limónov, tal “hibridación” casi resulta innecesaria pues la propia peripecia vital del protagonista es tan poderosa, tan desmesurada, tan desbordante, tan disparatada, tan -literalmente- increíble (pese a ser cierta y estar convenientemente documentada) que con sólo dar cuenta de sus vicisitudes Carrère ya tendría completado el núcleo central de su obra. Mientras la crítica discute acerca de si estamos ante una novela biográfica o una biografía novelada, esas minucias irrelevantes, el lector disfruta de la apasionante existencia de este personaje excéntrico, Eduard Limónov, dotado de un magnetismo irresistible -que aflora en el libro- aunque insoportable en no pocas manifestaciones de su personalidad estrambótica. Os ofrezco a continuación la algo extensa presentación del complejo y desconcertante Limónov en la que queda patente la singularidad y el indudable atractivo -sobre todo literario- de un personaje a través del cual Emmanuel Carrère da cuenta, con una maestría narrativa deslumbrante, de los últimos cincuenta años de triste y totalitario esplendor, primero, de fulminante caída, después, y de terrible, desconcertante y “selvático” caos actual del antiguo “imperio” ruso:
 
Le había conocido al principio de los años ochenta, cuando se afincó en París, con la aureola del éxito de su novela escandalosa, El poeta ruso prefiere a los negrazos. En ella relataba la vida miserable y espléndida que había llevado en Nueva York después de emigrad de la Unión Soviética. Trabajos a salto de mata, supervivencia día tras día en un hotel sórdido y a veces en la calle, polvos heteros y homosexuales, curdas, robos y peleas: podría hacer pensar, por la violencia y la furia, en la deriva urbana de Robert De Niro en Taxi Driver, y por el ímpetu vital en las novelas de Henry Miller, cuya piel coriácea y placidez de caníbal poseía Limónov. El libro no era poca cosa, y su autor no decepcionaba cuando le conocías. En aquel tiempo estábamos acostumbrados a que los disidentes soviéticos fuesen barbudos serios y mal vestidos, que vivían en pisitos llenos de libros y de iconos y se pasaban noches enteras hablando de la salvación del mundo a través de la ortodoxia; y te encontrabas delante de un tipo sexy, astuto, divertido, que tenía a la vez aire de una marino de juerga y de estrella del rock. Estábamos en plena onda punk, el héroe que él reivindicaba era Johnny Rotten, el líder de los Sex Pistols, y no tenía empacho en calificar a Solzhenitsyn de viejo gilipollas. Era refrescante, aquella disidencia new wave, y, a su llegada, Limónov había sido el niño mimado del mundillo literario parisino, en el que yo, por mi parte, debutaba tímidamente. Limónov no era un autor de ficción, sólo sabía contar su vida, pero era una vida apasionante y la contaba bien, con un estilo sencillo y concreto, sin afectaciones literarias y con la energía de un Jack London ruso. Después de sus crónicas de la emigración publicó sus recuerdos de infancia en la barriada de Járkov, en Ucrania, luego los de sus días de delincuente juvenil, y después los de poeta de vanguardia en Moscú, bajo Brézhnev. Hablaba de esta época y de la Unión Soviética con una nostalgia socarrona, como de un paraíso para hooligans espabilados, y no era raro que al final de una cena, cuando todo el mundo estaba ebrio menos él, que tenía un aguante prodigioso para el alcohol, hiciera el elogio de Stalin, lo que atribuían a su gusto por la provocación. Te cruzabas con él en el Palace, luciendo una guerrera del Ejército Rojo. Escribía en L´Idiot international, el periódico de Jean-Édern Hallier, que no era blanquiazul ideológicamente, pero que reunía a personajes anticonformistas y brillantes. Le gustaba la trifulca, tenía un éxito increíble con las chicas. Su desenvoltura y su pasado de aventurero nos impresionaban a nosotros, jóvenes burgueses. Limónov era nuestro bárbaro, nuestro gamberro: le adorábamos.
 
Las cosas empezaron a cobrar un cariz extraño cuando se desplomó el comunismo. Todo el mundo se alegró menos él, que no tenía el menor aire de bromear cuando reclamaba el pelotón de ejecución para Gorbachov. Empezó a desaparecer para hacer largos viajes a los Balcanes, donde se descubrió con horror que combatía al lado de las tropas serbias, que era como decir, a nuestro juicio, de los nazis o de los genocidas hutus. En un documental de la BBC le vimos ametrallar Sarajevo asediado bajo la mirada benevolente de Radovan Karadzic, cabecilla de los serbios de Bosnia y criminal de guerra reconocido. Después de estas hazañas, Limónov regresó a Moscú, donde creó un partido político que llevaba el prometedor nombre de Partido Nacional Bolchevique. A veces, algunos reportajes mostraban a jóvenes con el cráneo rapado, vestidos de negro, que desfilaban por las calles moscovitas haciendo un saludo a medias hitleriano (con el brazo en alto) y a medias comunista (con el puño cerrado) y berreaban lemas como "¡Stalin! ¡Beria! ¡Gulag!" (sobreentendido: "¡Que nos los devuelvan!"). Las banderas que ondeaban imitaban las del Tercer Reich, con la hoz y el martillo en vez de la cruz gamada. Y el energúmeno con una gorra de béisbol que gesticulaba con un megáfono en la mano, a la cabeza de aquellas columnas, era el muchacho divertido y seductor del que todos, algunos años antes, estábamos tan orgullosos de ser sus amigos. Producía un efecto tan extraño como descubrir que un antiguo compañero del liceo se ha convertido en una figura del hampa o ha saltado por los aires durante un atentado terrorista. Vuelves a pensar en él, remueves recuerdos, tratas de imaginar el encadenamiento de circunstancias y los resortes íntimos que arrastraron su vida tan lejos de la nuestra. En 2001 se supo que Limónov había sido detenido, juzgado y encarcelado por causas bastante oscuras en las que se hablaba de tráfico de armas y tentativa de golpe de estado en Kazajstán. Decir que no nos atropellamos unos a otros en París para firmar la petición que reclamaba su excarcelación sería quedarse corto.
 
Con mucho más peso novelesco, pero con idéntica base real -y circunscrita además a un ámbito espacio-temporal en muchos puntos coincidente con el del libro de Carrère-, Pasajero K, de Adolfo García Ortega es también un libro excepcional. Como lo era El mapa de la vida, que os recomendé en Todos los libros un libro en marzo de 2012, y como seguro lo será igualmente Verdaderas historias extraordinarias que, al parecer, verá la luz en los próximos meses; otro fruto de la elogiable fecundidad literaria de su autor que espero con impaciencia.
 
Radovan Karadzic, el criminal y genocida serbobosnio, el impulsor de la limpieza étnica contra bosnios y croatas, el perpetrador de la masacre de Srebrenica en 1995 -el mayor episodio de asesinato colectivo en Europa desde la segunda guerra mundial-, es capturado en 2008 en Belgrado, en donde vivía con una identidad falsa, camuflado bajo la apariencia de un individuo inofensivo y anodino. A partir de ese hecho real, García Ortega construye su novela, una historia de ficción -aunque plagada de referencias a los dramáticos acontecimientos de la guerra de los Balcanes- en la que un director de cine que recorre Europa tras la muerte de su exmujer y una periodista enviada especial al juicio de Karadzic en La Haya, atravesarán el viejo continente en una peripecia con tintes detectivescos que permite al autor interesantes reflexiones sobre las identidades y la diferencia, sobre la pureza y el mestizaje, sobre el odio, la violencia y el dolor, sobre el mal y el horror, sobre los recovecos más siniestros de la condición humana, y también sobre el destino de un continente que Ortega, optimista por naturaleza, según definición propia, imagina -desea- culto y libre, civilizado y profundamente democrático, solidario y superador de la egoísta cortedad de miras nacionalista, emblema y metáfora del futuro, de un futuro que nos traerá -¡ojalá!- una sociedad más abierta y plural que pueda ofrecernos un horizonte de esperanza en estos tiempos oscuros.
 
Así, con este texto repleto de interrogantes, narra el escritor vallisoletano la detención del genocida, dando paso con él a la inquietante indagación que se desarrolla en su novela:
 
La captura tiene lugar el 18 de julio de 2008 por agentes del BIA (Servicio Secreto de Serbia). La foto que se verá en la prensa unos días después, exactamente el 21 de julio, es la de un individuo pacífico y perplejo, casi un gurú oriental, con una poblada barba blanca, pelo largo también blanco, recogido en ese moño que le hace parecer tibetano. Tiene la mirada ausente, aunque dirigida a la cámara. El fondo, desenfocado, es un balcón que da a un jardín verdoso, pero puede ser un bosque o un parque; hay botellas de agua en una mesa lateral y un teléfono.
 
Con la expresión de cejas arqueadas parece decir que sabía lo que iba a suceder, pero que hace tiempo había decidido quedarse al margen, dejarse llevar. Es la mirada de un fatalista. No va con él todo eso que está empezando a suceder, a lo sumo compete al hombre que hay debajo de esa barba y de esa apariencia, se dice. Sin embargo, no puede abandonar un aire desafiante al alzar el mentón. Más que nunca en todos esos años está asumiendo que todo él es un disfraz; no ya un hombre disfrazado, sino un disfraz extravagante en busca de una identidad que ocultar, la de un hombre perdido, durante tantos años, muy dentro, muy dentro de ese cuerpo nuevo. Irreconocible. Las grandes gafas de aumento incrementan ese desconcierto entre los agentes policiales; nadie en el BIA habría imaginado que necesitase esas gruesas lentes ni que adoptase la forma de una especie de brujo populista. Lo observan fríamente puestos en fila detrás del fotógrafo, observan al “carnicero de Sarajevo” posar con una elegancia profesional. Es un hombre camuflado que alguna vez, de eso no hay duda, había ensayado ese momento en que sería mostrado en público. Sin embargo, esas fotos no se publicarán hasta unos días más tarde. Acabada la sesión fotográfica, vuelven a meterlo en un coche, a encapucharlo de nuevo y a llevarlo a un paradero desconocido.
 
Su identidad es la de un curandero de Belgrado, uno de esos sanadores alternativos que se hacen populares en circuitos amplios pero casi clandestinos, pese a salir en televisión y en Internet. Tenía muchos pacientes en varias ciudades de Serbia y Montenegro a quienes procuraba remedios naturales para sus dolencias físicas y psíquicas. Tenía una página web donde reproducía los vídeos de sus charlas y de sus cursos, en los que proponía una vida sana y un equilibrio armonioso con la naturaleza. En su entorno, era un hombre bueno, quizá un hombre sabio, y siempre un hombre sensible.
 
Su nombre, según los documentos de identidad falsos que lleva encima, es Dragan Dabic. Hay cuatro Dragan Dabic en el cementerio de Belgrado, según comprobaría el BIA, dos hombres fallecidos con más de ochenta años y otros dos con apenas unos pocos años de vida. En realidad lleva pasaporte croata, con el que pudo visitar otros países y otras ciudades, en concreto Austria, ya que en Viena, y por varias veces en 2007, impartió unos cursos en un centro naturópata.
 
¿Cómo dieron con su pista? ¿Quién lo ha delatado? ¿Por qué han elegido ese momento, en ese autobús de la línea Novi Beograd-Batajnica, a las afueras de Belgrado? ¿Por qué le ponen esa capucha o saco negro en la cabeza cuando lo detienen? ¿Para que no sepa dónde lo llevan? ¿Hasta cuándo su existencia seguirá siendo un secreto?
 
Esas fueron las primeras protestas que esgrimiría en cuanto tuvo ocasión de estar ante la prensa y ante los jueces. Era obvio para él que no querían que nadie supiera dónde iba a pasar los primeros días después de su detención. Por otra parte, nadie debía saberlo, por si al final no había que dejar ningún rastro incómodo para la policía. Antes de dar la noticia, el BIA había decidido interrogarlo por su cuenta, tranquilamente, para ver hasta dónde se podía llegar con él, hasta dónde convenía decir que se le había hallado con vida, incluso averiguar si no habría sido más conveniente decir tan solo que había sido hallado su cadáver. Todo dependía de lo que ese hombre fuese a contarle al mundo. Algún alto cargo en el BIA, o directamente en el Gobierno, había decidido invocar un pretendido derecho de censura previa. Se guardaban así un as en la manga, o mejor dicho una bala en la recámara: la que le habrían metido a ese individuo llamado Dragan Dabic si lo que pensaba contar ante el Tribunal no fuese lo adecuado. Había que averiguarlo antes. Nunca se sabe qué historia puede ocultar el hombre que en realidad era Dabic, ese Radovan Karadzic que hasta entonces, y desde hacía trece años, era el rostro más buscado en Europa.
 
Comenté en Todos los libros un libro en enero de este mismo año la para mi genial La extraña desaparición de Esme Lennox, escrita por Maggie O’Farrell, que entonces os presenté como una de las novelas que más impacto emocional me había producido en los últimos meses. Sin llegar a ese nivel de intensidad pero siendo también una obra muy estimable, Instrucciones para una ola de calor, el último libro de la irlandesa publicado en nuestro país, retoma esa atmósfera de intimidad e introspección, de conmovedora inmersión en los entresijos más profundos del alma humana, de delicadeza y sensibilidad, de ternura y verdad que ya deslumbraba en la obra reseñada. En esta ocasión, la trama argumental se desenvuelve a partir de la desaparición de Robert Riordan, un jubilado irlandés que en el tórrido verano de 1976 abandona su casa con la trivial y aparentemente inocua intención de comprar el periódico, no volviendo a dar señales de vida ante el desconcierto y la inquietud de su familia. Su mujer, Gretta, alarmada por el prolongado retraso de su esposo, se pone en contacto con sus hijos, Michael Francis, Monica y Aoife, que comparecen en el hogar familiar para intentar juntos la búsqueda del marido y padre desaparecido. La indagación del paradero de Robert se constituye así en el desencadenante que “mueve” la acción y que la nutre de convincentes dosis de expectación y misterio, pero en realidad no será más que la excusa para que conozcamos las interioridades de las vidas de los cinco personajes, la anodina, complicada y al borde de la quiebra situación matrimonial de Michael Francis, la difícil relación de pareja de Monica, el desconcierto vital de la joven Aoife, los secretos de Gretta, el enigma del pasado de Robert. Y mientras nos narra esas existencias Maggie O’Farrell no se queda en los aspectos externos, en las anécdotas, en la mera descripción de hechos o situaciones sino que, con una muy poderosa capacidad de penetración en las personalidades de sus personajes, nos da cuenta de sus anhelos, sus frustraciones, sus miedos, sus sentimientos, sus inseguridades, sus almas en suma.
 
Tres libros altamente recomendables estos que os ofrezco hoy en un ejercicio insólito en nuestra emisión (¡¡¡tres libros en vez de uno... y de autores ya presentados!!!). Y como la idea de Europa impregna las tres obras reseñadas a través de las convulsiones del imperio soviético en Limónov, del deambular de los protagonistas en Pasajero K, y de la causa irlandesa, muy presente en Instrucciones para una ola de calor, os dejo, como acompañamiento musical del espacio, con el clásico de Santana del mismo título.

2 comentarios:

JJJ dijo...

Gracias por tus reseñas que en muchas ocasiones aciertan con mi interés. En concreto esta semana he devorado a Limonov. Novelón de un gran escritor.

Me gustaría corresponderte con el libro Un matrimonio feliz de Rafael Yglesias. También Wallace Stegner es una gran referencia que me encantó.

Un cordial saludo.

Alberto San Segundo dijo...

Gracias, JJJ, muy amables tus palabras... Tomo nota de la referencia de Rafael Yglesias. De Wallace Stegner habrá reseña de "En lugar seguro" en los próximos meses. Leí el libro hace dos o tres años y ahí tengo la reseña... esperando turno...

Gracias de nuevo por tus palabras...

Un saludo cordial