Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 6 de noviembre de 2013

ROSA MONTERO. LA RIDÍCULA IDEA DE NO VOLVER A VERTE

Hola, buenas tardes, bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy, seis de noviembre, con el recuerdo reciente del pasado Día de difuntos, quiero dedicar la emisión a la presentación de un libro que tiene a la muerte como protagonista (aunque su autora lo niega explícitamente en sus primeras páginas; y es cierto que en el libro comparecen también el amor, la infancia, el paso del tiempo, la soledad, el sexo, la relación entre hombres y mujeres, la aventura de la ciencia, la inmensa potencia que la literatura tiene para permitirnos encajar los innumerables golpes de la existencia, la vida en suma). Se trata de La ridícula idea de no volver a verte, un libro que presentó Seix Barral en este mismo 2013, y que está conociendo un importante éxito editorial con numerosas reediciones en los escasos ocho meses que han pasado desde su publicación.
 
Debo empezar por confesar que no me gusta Rosa Montero, su literatura, su “personaje” público. Acepto, claro, que en estas cuestiones de filias y fobias hay mucho de irracional, y así ocurre en este caso porque, de hecho, las causas cívicas por las que se mueve la periodista, sus razonables denuncias que tantas veces ponen de relieve situaciones injustas sobre las que a menudo no reparamos, sus principios morales cercanos a lo más valioso del pensamiento de izquierdas, me parecen interesantes y oportunos. Pero lo atinado de sus juicios, lo acertado de sus críticas, lo ejemplar de sus posturas ante cuestiones de interés social no impiden que haya algo en su modo de manifestarse, en su escritura, un estilo presuntamente ligero, aparentemente sencillo y sin pretensiones, que se quiere voluntariamente desprovisto de pedantería, de aderezos inútiles, pero a la vez demasiado infantil, simplón, como de recatada colegiala de internado “progresista” y cool, que me estomaga (prefiero decirlo así, abiertamente, con el verbo rotundo y, lo confieso, un poco influenciado por el léxico trivial de la escritora).
 
Es cierto que estas impresiones que admito exageradas y algo absurdas, nacidas de mi contacto habitual durante más de treinta años con la obra periodística de la escritora, no tendrían que mezclarse con la valoración de su literatura, que debería merecer un análisis neutro, aséptico, desprovisto de estos quizá infundados apriorismos, libre de prejuicios. Es por ello por lo que, armado de una voluntad de hierro, hice intentos de leer a Rosa Montero en su primeras y aclamadas novelas, acabé con esfuerzo Crónica del desamor, volví a tentar a la suerte, esta vez infructuosamente, con Te trataré como una reina, que no logré finalizar, hasta que dejé de interesarme por su producción literaria aunque seguí siendo relativamente fiel -con un seguimiento racional, objetivo, casi siempre indiferente desde el punto de vista de la emoción- a sus colaboraciones periodísticas.
 
Por desgracia, todos sus vicios literarios (o, por ser más ecuánime, los aspectos de su escritura que particularmente me desagradan) están presentes también en esta su última publicación, La ridícula idea de no volver a verte, que, sin embargo, me ha interesado y que por ello quiero recomendaros por razones que os detallaré más adelante. Y es que aunque la propia autora confiesa en su texto que sólo en su juventud había aspirado a la grandeza literaria, a escribir la gran obra sobre la condición humana, mientras que ahora sólo pretendería la libertad, una escritura liberada de las imposiciones -las ajenas y las del propio yo-, sin ambiciones, sin miedos ni dudas, sencilla y “desposeída”, el libro parece, pese a todo, nacer con elevadas pretensiones pues tiene a la muerte como núcleo central, la muerte -ni más ni menos- de la persona amada, del hombre con el que la propia Rosa Montero ha convivido durante más de veinte años, y se centra en el vendaval de pensamientos y emociones que tras esa dolorosísima desaparición la asaltan y la obligan a plantearse la existencia, el sentido de la vida, la razón última de nuestro paso por el mundo. Y el problema, a mi juicio, no es que el enfoque de partida sea más o menos ambicioso o enfático o profundo o hasta grave sino que cuando desde esa perspectiva “de altura”, algo solemne e impostada, uno se encuentra de continuo a lo largo del texto con términos como morrocotudo o periquete o cocorota, con “guauus” constantes, con expresiones como “fría como un pez”, “rechoncha cual manzana”, “se había enamorado como una becerra”, cuando se describe ese enamoramiento “becerril” de Marie Curie -que como veremos luego desempeña un papel esencial en el libro, siendo, en cierto modo, su personaje principal- con esta vergonzosa descripción: “saltaron chispas ante sus ojos, tintinearon ensordecedoras campanillas en sus orejas y las estrellas se pusieron a bailar”, cuando la obra entera está trufada de muchas otras muestras de esta cursilería repulsiva y bienintencionada, impregnada de este tono para mí insoportable de supuestas familiaridad y cercanía, de campechanía y “colegueo”, que interrumpen insistente y despiadadamente la lectura, la verdad, llamadme intransigente, pero ganas dan de abandonar todo intento de avanzar en el libro y depositarlo sin compasión en el incinerador de basuras más cercano.
 
Pero es que, además, Rosa Montero no parece tener “de verdad” una voz literaria propia... Muy a menudo da la impresión de superficialidad, de acogerse a esquemas ajenos, de “forzar la máquina” de la originalidad de un modo siempre algo impostado, muy ligero, sin autenticidad aunque en apariencia quiera dar la impresión de que se está desnudando emocionalmente. En este caso, en el caso de La ridícula idea de no volver a verte, la fórmula que la escritora parece tantear es la de la cada vez más reiterada -y por ello cada vez más falsa- novela-miscelánea, una novela cajón de sastre que admite en su interior retazos autobiográficos y reportajes periodísticos, fotos y documentos, citas literarias y anécdotas y divagaciones más allá de la trama; una trama que, por lo demás, no existe en absoluto. Las interesantes digresiones de W.G. Sebald mientras viaja por Europa en su Austerlitz, las penetrantes reflexiones, trufadas de referencias a cuadros y libros y episodios de la historia, con las que Antonio Muñoz Molina anuda su excepcional Sefarad, los vaivenes de la memoria, las peripecias de la investigación histórica, la mezcla casi indiscernible entre ficción y realidad entre los que se desenvuelve la muy reconocida Soldados de Salamina de Javier Cercas, son tres ejemplos notables de esta forma de novelar que en su momento apareció como muy novedosa y original, pero que ahora -después de decenas de epígonos de dudosa calidad- resulta algo trillada y fatigante; y es precisamente esta fórmula casi agostada -al menos en manos de escritores no demasiado dotados- a la que Montero pretende incorporarse con su libro en una nueva manifestación de su superficialidad literaria.
 
Pero -más allá de estos aspectos negativos, fundamentales pero espero que no demasiado disuasorios para quienes escucháis mis palabras- el libro tiene interés y a mí su lectura me ha aportado una experiencia valiosa. En La ridícula idea de no volver a verte se entremezclan dos “temas” principales. Por un lado está el diario que Marie Curie, la conocida científica Premio Nobel de Física junto a su marido, Pierre, en 1903, y de Química, en solitario, en 1911, escribió a la muerte de Pierre tras un desafortunado accidente en el que este fue atropellado por un coche de caballos. Los textos del diario, de poco más de veinte páginas y que se incorpora al final de la edición del libro de Rosa Montero, confluyen en el pensamiento y la sensibilidad de la autora con las emociones, aún en carne viva, despertadas por la muerte de su propio esposo, el periodista Pablo Lizcano, fallecido de un cáncer tras veintiún años de convivencia con la escritora. Como se señala en un momento del libro, la lectura del diario despierta en la periodista numerosos ecos, coincidentes con las reflexiones, las ideas que recurrentemente la asaltaban desde la desaparición de su marido y que tienen como centro a la ausencia, el duelo, la pérdida, el dolor, la soledad.
 
A partir de un encargo editorial en el que se le propone escribir el prólogo al diario de Madame Curie, Rosa Montero, atascada tras la pérdida de su pareja en la redacción de una novela que se le resiste, abandona su voluntad de avanzar en ella y se lanza a estudiar a fondo al personaje de la científica polaca, a investigar en su vida y en su obra y a dejarse llevar por el flujo de pensamientos que esa indagación le suscita; un caudal de reflexiones en el que se entreveran el análisis de la propia peripecia vital de los esposos Curie, sus descubrimientos, su carrera profesional, la cala en la personalidad íntima de Marie -repleta, esa profundización, de conjeturas aporte de la autora-, con anécdotas, vivencias, recuerdos, experiencias vividas por la escritora con su marido ya difunto. Y por entre estos dos ejes, como ya he señalado, citas, alusiones, comentarios, fotos -muchas de ellas irrelevantes, innecesarias, absolutamente prescindibles (insisto, no he podido evitar mi impresión al toparme con algunas de estas manifestaciones de lo que he llamado novela-miscelánea: “Cada vez más autores de prestigio” -he pensado, poniendo una voz ficticia a Rosa Montero, inmersa en su proceso creador- “incluyen fotos en sus libros, yo también espolvorearé unas cuantas en mi obra”)-, disquisiciones varias, poemas, noticias sobre descubrimientos científicos de dudosa relevancia (¡¡¡el tamaño de índice y anular en hombres y mujeres!!!), arrebatos feministas no demasiado bien engarzados en el discurrir de la obra, fragmentos de cartas, de otros libros, e incluso... ¡¡¡¡hashtags!!!!
 
Hashtags, sí, y siento volver a manifestarme de modo algo cáustico. Y es que cada vez que a lo largo del texto aparece un concepto más o menos “elevado”, una idea general, una noción de entidad pretendidamente “filosófica”, la autora le antepone la conocida “almohadilla”, sin una explicación que justifique la operación y sin más efectos aparentes que poder, al cierre de la obra, agrupar todos esos términos en un índice final (a no ser que uno deba entrar en internet -disculpadme mi ignorancia- para continuar allí, en un rasgo, de nuevo, de "desatada" modernidad, para continuar la novela). Términos -que desde mi punto de vista no tienen más finalidad que apuntalar la idea de la entidad última, pese a la declaración de ausencia de pretensiones “nobles”, de la altura y el “rigor” de la propuesta literaria de la autora que, a la postre, parece no haber dimitido de esa voluntad, supuestamente arrumbada en los pasados días del inicio de su carrera, de escribir la gran obra sobre la condición humana-; términos, decía, como culpa -de la mujer o a secas-, debilidad -de los hombres-, ambición, honrar al padre -y a la madre, y a ambos-, intimidad, ligereza, lugar de la mujer -y del hombre, claro; las cuotas, ya se sabe-, raros, mutantes, palabras, felicidad, hacer lo que se debe, coincidencias.
 
Y pese a todo, pese a todo este arsenal de “noñeces” seudoprogresistas, hay vida y emoción y sentimiento en este libro, y yo me he conmovido leyéndolo y se me han saltado las lágrimas en más de una ocasión; sobre todo cuando, desprovista su autora de toda pretensión “intelectual”, narra su dolor, sus momentos de ternura, el amor por su esposo, como en la delicada y enternecedora glosa a una foto infantil de Pablo, en la que, con sólo diez años, ya están todos los rasgos de su intensa personalidad adulta, o como cuando, ya en el hospital, en las horas finales, asiste emocionada a las últimas e inconscientes palabras de su marido en un capítulo, Aplastando carbones con las manos desnudas, de una belleza que estremece, y del que os dejo un fragmento como cierre de esta reseña, que pese a todo, pese a la apariencia de crítica demoledora, es favorable y pretende invitaros a la lectura de La ridícula idea de no volver a verte, el estimable último libro de Rosa Montero.
 
Os ofrezco, como complemento musical a mi comentario de hoy, una canción que también habla, claro está, de la muerte: Never dead, una preciosa pieza de Emily Jane White.
 
 
Para vivir tenemos que narrarnos; somos un producto de nuestra imaginación. Nuestra memoria en realidad es un invento, un cuento que vamos reescribiendo cada día (lo que recuerdo hoy de mi infancia no es lo que recordaba hace 20 años); lo que quiere decir que nuestra identidad también es ficcional, puesto que se basa en la memoria. Y sin esa imaginación que completa y reconstruye nuestro pasado y que le otorga al caos de la vida una apariencia de sentido, la existencia sería enloquecedora e insoportable, puro ruido y furia. Por eso, cuando alguien fallece, como bien dice la doctora Heath, hay que escribir el final. El final de la vida de quien muere, pero además el final de nuestra vida en común. Contarnos lo que fuimos el uno para el otro, decirnos todas las palabras bellas necesarias, construir puentes sobre las fisuras, desbrozar el paisaje de maleza. Y hay que tallar ese relato redondo en la piedra sepulcral de nuestra memoria.
 
Marie no pudo hacerlo, claro está, y por eso escribió ese diario. Yo tampoco pude, y quizá por eso escribo este libro. Aunque la enfermedad de mi marido se prolongó durante varios meses, no logramos construir nuestro relato por diversas razones, entre ellas el carácter extremadamente estoico y reservado de Pablo (sé bien que detestaría este libro que ahora estoy haciendo: aunque al Pablo que me sujeta cuando tropiezo no le desagrada). Pero hay una causa que me parece esencial, y es que desde el principio ya tenía metástasis en el cerebro y terminó perdiendo por completo su maravillosa, original, inteligentísima cabeza. Y así, yo, que me he pasado toda la existencia poniendo palabras sobre la oscuridad, me quedé sin poder narrar la experiencia más importante de mi vida. Ese silencio duele.
 
Sin embargo, hubo una palabra. Una noche estábamos en el hospital, ya muy cerca del fin. Habíamos ingresado por urgencias porque Pablo se encontraba violentamente agitado, confuso, incoherente. Yo había decidido llevármelo a casa al día siguiente y eso hice; una semana después estaba muerto. Esa noche, muy tarde, tras suministrarle todo tipo de drogas, consiguió quedarse tranquilo. Me incliné sobre él para comprobar que estaba bien. Era ese momento de la alta madrugada en el que la noche está a punto de rendirse al día y hay un tiempo que parece estar fuera del tiempo. Un instante de pura eternidad. Imagínate esa habitación de hospital en penumbra, los niquelados brillando con un destello oscuro como de nave espacial, el peso del aire y el silencio, la soledad infinita. Éramos los dos únicos habitantes del mundo y me parecía notar bajo los pies la pesada y chirriante rotación del planeta. En ese momento Pablo abrió los ojos y me miró. “¿Estás bien?”, susurré, aunque para entonces ya resultaba prácticamente imposible hablar con él y trabucaba todo y decía esmeraldas cuando quería decir médicos, por ejemplo. Y, en ese minuto de serenidad perfecta, Pablo sonrió, una sonrisa hermosa y seductora; y con una ternura absoluta, la mayor ternura con que jamás me habló, me dijo: “Mi perrita”.
 
Fue una palabra rebotada por su cerebro herido, una palabra espejo sacada de otra parte, pero creo que es lo más hermoso que me han dicho en mi vida.
 
¡Y ahora escucha! Lo que acabo de hacer es el truco más viejo de la Humanidad frente al horror. La creatividad es justamente esto: un intento alquímico de transmutar el sufrimiento en belleza. El arte en general, y la literatura en particular, son armas poderosas contra el Mal y el Dolor. Las novelas no los vencen (son invencibles), pero nos consuelan del espanto. En primer lugar, porque nos unen al resto de los humanos: la literatura nos hace formar parte del todo y, en el todo, el dolor individual parece que duele un poco menos. Pero además el sortilegio funciona porque, cuando el sufrimiento nos quiebra el espinazo, el arte consigue convertir ese feo y sucio daño en algo bello. Narro y comparto una noche lacerante y al hacerlo arranco chispazos de luz a la negrura (al menos a mí me sirve). Por eso Conrad escribió El corazón de las tinieblas: para exorcizar, para neutralizar su experiencia en el Congo, tan espantosa que casi le volvió loco. Por eso Dickens creó a Oliver Twist y David Copperfield: para poder soportar el sufrimiento de su propia infancia. Hay que hacer algo con todo eso para que no nos destruya, con ese fragor de desesperación, con el inacabable desperdicio, con la furiosa pena de vivir cuando la vida es cruel. Los humanos nos defendemos del dolor sin sentido adornándolo con la sensatez de la belleza. Aplastamos carbones con las manos desnudas y a veces conseguimos que parezcan diamantes.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buena crítica. Cuando leeremos algo que haya escrito??!! seguramente nos resulte , simplemente sorprendente.
Un saludo , buen blog y buena critica constructiva.
Gracias, un espectador.