Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de enero de 2014

FERDINAND VON SCHIRACH. CRÍMENES. CULPA. EL CASO COLLINI

Jim Jarmusch dijo una vez que prefería hacer una película sobre un hombre que sale a pasear con su perro que sobre el emperador de China. A mí me pasa lo mismo. Escribo sobre procedimientos penales, en los que he actuado como abogado defensor en más de setecientas ocasiones, pero en realidad hablo del ser humano, de sus fracasos, de su culpa y su grandeza. Uno de mis tíos era juez presidente de un tribunal de jurado. Esta clase de tribunales son los encargados de juzgar delitos contra la vida: homicidios y asesinatos. Nos contaba casos que nosotros, de niños, éramos capaces de comprender. Siempre empezaban con la misma frase: “La mayoría de las cosas son complicadas, y la culpabilidad es siempre un asunto peliagudo”.
 
Tenía razón. Perseguimos las cosas, pero son más rápidas que nosotros y nunca logramos darles alcance. Yo cuento las historias de asesinos, traficantes de drogas, atracadores de banco y prostitutas. Todos tienen su historia y no son muy distintos de nosotros. Nos pasamos la vida danzando sobre una fina capa de hielo; debajo hace frío, y nos espera una muerte rápida. El hielo no soporta el peso de algunas personas, que se hunden. Ése es el momento que me interesa. Si tenemos suerte, no ocurre nada y seguimos danzando. Si tenemos suerte.
 
Mi tío el juez sirvió durante la guerra en la marina, y una granada le cercenó el brazo izquierdo y la mano derecha. Pese a ello, durante mucho tiempo no se dio por vencido. Dicen de él que fue un buen juez, humano, un hombre íntegro y con un gran sentido de la justicia. Le gustaba salir de caza y tenía un coto pequeño. Una mañana se adentró en el bosque, se llevó el doble cañón de su escopeta a la boca y apretó el gatillo con el muñón del brazo derecho. Llevaba puesto un jersey negro de cuello alto; había colgado la chaqueta en una rama. Se voló la cabeza. Muchos años después tuve ocasión de ver las fotografías. Dejó una carta breve para su mejor amigo, en la que decía que simplemente estaba harto. La carta empezaba con estas palabras: “La mayoría de las cosas son complicadas, y la culpabilidad es siempre un asunto peliagudo”. Sigo echándolo de menos. Todos los días.
 
Este libro trata de personas como él y de sus historias.
 
 
Hola, buenas tardes. Esta semana, en Todos los libros un libro, os traigo dos excelentes propuestas de lectura que, en realidad, son una sola, pues aunque se trata de dos obras diferentes que han aparecido de modo sucesivo en 2011 y 2012 se deben al mismo autor y presentan la misma temática e idénticos propósito, estructura y planteamiento literario, hasta el punto de que la segunda es, sin duda, continuación de la primera y las dos hubieran podido editarse conjuntamente sin que pudiéramos percibir la más difusa frontera, más allá de algún detalle no demasiado relevante en el que quizá pueda sustentarse una pretendida diferencia entre ambas (quizá la mayor brevedad o una menor truculencia en las historias narradas en el último libro frente a las del que abre la serie). Crímenes y Culpa son las dos recopilaciones de relatos escritos por Ferdinand von Schirach publicadas, con una notable repercusión, por la siempre magnífica editorial Salamandra, en traducciones de Juan de Sola y Mª José Díez Pérez respectivamente. Esta última traductora es la responsable, también, de la versión en castellano de El caso Collini, la primera novela de este autor, recientemente editada en nuestro país -igualmente en Salamandra-, un libro formidable, una apasionante historia criminal -pero no sólo- que participa de los principales rasgos estilísticos de la obra de von Schirach de los que a continuación os hablaré.
 
Debo decir, de entrada, que, como tantas otras veces, estos libros llegan a mí a través de la recomendación, siempre oportuna, siempre sugestiva, siempre tentadora, del genial Jacinto Antón, el deslumbrante periodista de El País. Es tanta la convicción con la que redacta sus crónicas, tanto el entusiasmo, la erudición nada pedante y sí muy fecunda, el sutil sentido del humor que rezuma cualquiera de sus reportajes literarios -casi siempre centrados en los fascinantes mundos de la aventura, los viajes, las expediciones geográficas y los descubrimientos arqueológicos, las historias bélicas y militares- que uno se ve compelido, una vez terminada la lectura del artículo de turno, a salir a la librería más cercana y procurarse sin demora el libro tan apasionadamente reseñado, ya se trate de una novela sobre las guerras zulúes o sobre la batalla de Waterloo, sobre las misteriosas tumbas de los faraones o sobre las peripecias vividas por las distintas tribus indias en su confrontación con los colonos protagonistas de la conquista del Oeste. Así ha sido también en este caso y el resultado, como de costumbre, no sólo no defrauda sino que responde con creces a las expectativas despertadas por el excepcional periodista. Quede aquí, una vez más, el reconocimiento a su indudable talento y, sobre todo, el agradecimiento por su contagiosa energía, por su alegre y optimista y vital modo de entender -y de ofrecérnosla a sus lectores- la literatura y, en realidad, la existencia. Dentro de unas semanas os ofreceré aquí mis reseñas de algunas de las obras de Jacinto Antón, altamente recomendables.
 
Ferdinand von Schirach es un criminalista alemán, con una trayectoria reconocida en un prestigioso bufete berlinés, cuyo acontecer profesional se centra -tal y como él mismo señala en el breve prólogo de Crímenes, con cuya lectura he comenzado hoy mi comentario-, en las labores de abogado defensor en causas penales, algunas muy notorias y de considerable repercusión pública, muchas de ellas centradas en crímenes violentos y terribles, que horrorizan a cualquier alma medianamente sensible. De entre los más de setecientos casos que ha defendido en su vida nos ofrece cerca de una treintena en sus dos libros. Podría pensarse, por ello, que Crímenes y Culpa, las dos obras que os comento, al narrar hechos que han tenido lugar, que han, efectivamente, acontecido, no son más que un exhaustivo elenco de oscuros casos examinados con la distancia y la precisión de un frío y ecuánime abogado en su despacho, de un aséptico científico del derecho en su bien esterilizado laboratorio, una panoplia de neutras descripciones de la espantosa depravación a la que tan proclive es a menudo el ser humano, un relato documental, escrito con alejamiento sociológico, que recogiera los extremos de horror a los que pueden llegar nuestros congéneres, un estudio, pues, de carácter ensayístico o divulgativo. Pero nada más lejos de ello: he hablado de relatos para referirme a las piezas que integran los libros. Y ello es así porque partiendo de esa base real -la extraída de la propia experiencia de su autor en los diferentes procesos penales- von Schirach “literaturiza” de un modo magistral esas historias terribles y las convierte en una excepcional obra de ficción que, como ocurre con la literatura digna verdaderamente de ese nombre, se constituye en un muy fiel retrato del alma humana con una hondura, una significación, una trascendencia, una emoción y una belleza inigualables. Porque pese a lo monstruoso de muchas de las experiencias narradas -recorridas por torturas sobrecogedoras, asesinatos terroríficos, violaciones salvajes, agresiones brutales, delitos crudelísimos y delincuentes despiadados, hombres y mujeres explotados, niños y ancianos vejados, sometidos a violencias indecibles-, pese a lo, por lo tanto, aparentemente “infrahumano” del “material” del que parte, el talento literario del autor y, sobre todo, la piadosa comprensión de su mirada, nos permiten entender -en cierto modo, y sin dejar de compadecer a las víctimas- los motivos que han llevado a los criminales a cometer sus espantosos actos, los impulsos que nos llevan, en fin, a los hombres a, en momentos excepcionales, comportarnos de un modo aparentemente irracional.
 
Y es que, en muchos de los relatos, el lector -guiado por la experta mano del escritor- sospecha, e incluso llega a sentir, que él mismo, puesto en la misma situación que se le narra, no sería capaz de obrar de manera distinta a la del asesino o el delincuente cuyas bárbaras acciones tan dramáticamente se le están refiriendo. Von Schirach, que reconoce el carácter dual de nuestra personalidad -todo el mundo tiene un lado oscuro y otro luminoso-, muestra una formidable habilidad para, sin ocultar los aspectos más despiadados de la naturaleza maligna de algunos de nuestros semejantes, penetrar en la mente, en el espíritu de sus protagonistas, y para, desde allí, hacernos entender -y en ocasiones hasta justificar- las razones, pues casi siempre las hay, de sus crímenes. Y ello lo logra el autor con una sobresaliente economía de medios, con un estilo sencillo y claro, con frases cortas y párrafos breves, aparentemente sin tomar partido, describiendo de un modo neutro, objetivo, distanciado, los hechos, la brutalidad de unos hechos cuyos minuciosos detalles ha conocido en su propio acontecer profesional. Pero no es solo eso, sino que más allá del horror, sobreponiéndose a la salvaje realidad narrada, la literatura del escritor alemán, dotada de un sutilísimo pero muy notable sentido del humor, rezuma ternura, bondad, delicadeza, sensibilidad, dulzura y comprensión por las flaquezas y debilidades del ser humano.
 
Así por ejemplo, en Fähner asistimos a la sobrecogedora experiencia de un hombre que, atado por su fidelidad al juramento del matrimonio, sufre durante años el implacable carácter de su mujer, para explotar al fin en una cruenta y a la vez contenida escena de mortal violencia conyugal. En El violonchelo el emotivo amor entre dos hermanos aflora en un relato en el que el dolor, la desgracia, el suicidio y, en general, la muerte, lo impregnan todo con una pátina de belleza tristísima. En Verde el macabro descubrimiento de una serie de ovejas degolladas, con los globos oculares arrancados, sirve de fondo a la conmovedora historia de Philipp, un joven solitario, triste y temeroso, asiduo paciente de clínicas psiquiátricas. En El etíope, Michalka, que ya desde niño, abandonado en una palangana ante una iglesia y adoptado por una familia alemana, se había mostrado reservado, taciturno, inseguro y conflictivo, es incapaz de integrarse en la “normalidad” social y lleva una vida de delincuencia y marginalidad, de alcohol, palizas y detenciones, hasta que con el fruto de uno de sus robos compra -sin criterio definido alguno- un billete de avión para Etiopía. Allí se casa y tiene una hijita, encuentra el sentido de su vida en una aldea perdida en la que todos lo respetan y valoran por su trabajo, entrega y dedicación a la comunidad, lo que no impide que por un problema burocrático sea devuelto a Alemania y, con sus antecedentes penales y habiendo cometido un nuevo delito, encarcelado e imposibilitado de volver a su felicidad africana. En Niños, la vida de Holbrecht, un ejemplar y honrado padre de familia, que lleva una existencia apacible y acomodada con su mujer, enamorados ambos, cambia radicalmente al ser acusado de “abusar de una menor en veinticuatro ocasiones”. Sustentada tan solo en el testimonio de la joven víctima, la sentencia del juez condena a Holbrecht, que se ve obligado a cumplir tres años y medio de prisión. Con su vida destrozada, divorciado de su mujer -que, horrorizada, le manda los papeles de la separación a través de un abogado-, abandona la cárcel a los cuarenta y dos años para llevar una existencia solitaria trabajando de hombre anuncio para un restaurante. El desvalimiento y la tristeza de su vida se ponen de manifiesto y adoptan las formas de la venganza el día en que se cruza por azar en una calle con la niña -ahora una joven desenvuelta a la que acompaña su novio- que injustamente lo denunció. En Amor, Patrick intenta vanamente contener el impulso caníbal que le lleva a devorar a las mujeres que ama. El recuerdo de Issei Sagawa, el japonés que, en un caso muy conocido y con extraordinaria repercusión pública en la época, se comió a su novia -porque “la quería demasiado”- en París en 1981, está presente en el relato, con un final inquietante. Por fin, en Soledad, Larissa, una mujer adulta, casada y con dos hijos, recuerda quince años después, y con paradójica nostalgia, al hijo, fruto de una brutal violación a manos de un vecino de su padres, que perdió en el sórdido sótano de su hogar familiar.
 
Espero que estos breves y significativos ejemplos de algunas de las historias recogidas en Crímenes y en Culpa, los dos magníficos libros de Ferdinand von Schirach, os puedan servir, más allá del horror que contienen, como muestra de la extraordinaria literatura que ambos volúmenes nos ofrecen. Así ocurre también con Anatomía, que os dejo en su integridad al término de esta reseña. Y no os perdáis tampoco el deslumbrante El caso Collini, el último libro del autor alemán publicado en nuestro país, una novela que trasciende la historia criminal que sustenta su trama para convertirse en una agudísima, inteligente, comprometida y polémica denuncia acerca del funcionamiento de la Justicia en Alemania y del ambiguo papel del poder judicial de ese país a la hora de afrontar las consecuencias de la complacencia o, al menos, la tolerancia, de muchos de sus ciudadanos ante la barbarie nacionalsocialista.
 
Como complemento musical a mi comentario de esta semana os ofrezco Nebraska, una canción que habla, claro está, de horrendos crímenes y que interpreta su autor, un en este caso muy sensible Bruce Springsteen.
 
 
Anatomía
 
Estaba sentado en el coche. Se había quedado traspuesto, no se había dormido profundamente, tan sólo había dado una cabezada en la que no había soñado, unos segundos. Esperó y bebió de la botella de aguardiente que había comprado en el supermercado. La arena que arrastraba el viento tamborileaba contra el coche. Allí había arena por todas partes, unos centímetros bajo la hierba. Conocía todo aquello, había crecido en ese lugar. Ella acabaría saliendo de la casa y se dirigiría a la parada de autobús. Quizá llevara otra vez un vestido, uno vaporoso, a ser posible el de flores amarillas y verdes.
 
Recordó cómo la había abordado. Recordó su cara, su piel bajo el vestido y lo alta y guapa que era. Ella casi ni lo había mirado. Él le preguntó si quería tomar algo. No estaba seguro de si ella lo había entendido. Se rió de él. “No eres mi tipo -le dijo a gritos, ya que la música estaba demasiado alta-. Por desgracia -añadió.” Él se encogió de hombros, como si no le importara. Y sonrió. Qué otra cosa podía hacer. Después volvió a su mesa.
 
Ese día no se burlaría de él. Haría lo que él quisiera. Sería suya. Se la imaginó presa del miedo. Los animales que había matado también habían tenido miedo. Él lo había visto. Olían de manera distinta poco antes de morir. Cuanto más grandes eran, mayor era su miedo. Los pájaros eran aburridos; los gatos y los perros, mejores, sabían cuándo iban a morir. Pero los animales no hablaban. Ella hablaría. La cuestión sería hacerlo despacio para sacar el mayor partido posible. Ése era el problema: había que evitar apresurarse. Si se ponía demasiado nervioso la cosa se torcería. Como le pasó con el primer gato: después de amputarle las orejas, no pudo contenerse y le clavó el cuchillo demasiado pronto, al tuntún.
 
El estuche de disección le había costado caro pero era completo, incluía tijeras, separadores, bisturís y sondas. Lo pidió por internet. Se sabía casi de memoria el atlas de anatomía. Lo había escrito todo en su diario, desde el primer encuentro en la discoteca hasta el día actual. Le había sacado fotos a escondidas y había pegado su cabeza en fotografías porno. Había dibujado las líneas que quería cortar. Con trazos discontinuos negros, como en el atlas de anatomía.
 
Ella salió por la puerta. Él se preparó. Cuando la portezuela del jardín se cerró, se dispuso a bajar del coche. Ésa sería la parte más complicada. Tenía que obligarla a que se fuera con él, y sin chillar. Había apuntado todas las variantes. Más tarde la policía encontró en el sótano de la casa de sus padres las notas, las fotos de la joven, los animales muertos y cientos de películas gore. Los agentes registraron su caso cuando descubrieron en su coche el diario y el estuche de disección. En el sótano también tenía un pequeño laboratorio químico: sus intentos de fabricar cloroformo habían fracasado.
 
Cuando se bajó del coche, el Mercedes le dio con el lado derecho. Salió despedido por encima del capó, se golpeó la cabeza contra el parabrisas y quedó tendido a la izquierda del automóvil. Murió camino del hospital. Tenía veintiún años.
 
Yo defendí al conductor del Mercedes, condenado a un año y seis meses de libertad condicional por homicidio involuntario.
 

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