Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de enero de 2014

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ. EL RUIDO DE LAS COSAS AL CAER

Hola, buenas tardes. Una semana más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, fiel a su cita de los miércoles con vosotros, aquí en Radio Universidad de Salamanca. Esta semana, la primera en que nuestro programa sale al aire en 2014, os traigo un libro muy interesante, muy emotivo también, lleno de poesía, y muy apreciable desde el punto de vista de la escritura. Es cierto que la Literatura -con mayúsculas- no suele estar demasiado presente en el peculiar universo de los certámenes literarios, pero este El ruido de las cosas al caer, escrito por el colombiano Juan Gabriel Vásquez y que obtuvo el cada vez más reconocido premio Alfaguara en el pasado 2011, es una novela muy estimable, cuya lectura os recomiendo hoy con verdadero entusiasmo. Hace un par de meses se publicó en nuestro país el último libro de este autor, Las reputaciones, que aún no he podido leer.
 
El ruido de las cosas al caer se mueve en dos grandes planos muy imbricados entre sí y, a la postre, casi indiscernibles, pues, en cierto modo, son uno solo y el mismo. Hay una primera narración de índole personal, que se adentra en la vida y las emociones, en los sentimientos de sus protagonistas, y hay, simultáneamente, una historia objetiva, la de los últimos cuarenta años de la sociedad colombiana, teñidos por la atroz experiencia del narcotráfico -de cuyo inicio y desarrollo se da buena cuenta en la novela-, que corre en paralelo a las existencias de los personajes y las condiciona, e influye en ellas y las transforma. De manera que en el libro hay un vaivén constante entre la intimidad subjetiva, la evolución individual de esos personajes, sobre todo la de Antonio, la voz que narra, y las dramáticas circunstancias de la vida de su país, una Colombia en la que los negocios, los crímenes y las muertes derivados del tráfico de drogas han alterado trágicamente la vida de más de una generación de ciudadanos.
 
Antonio Yammara es un joven profesor, casado y con una hija pequeña, de vida más o menos anodina y en cualquier caso alejada de grandes acontecimientos, que coincide por azar, en sus reiteradas visitas a unos billares a los que acude -aún soltero- para paliar su soledad, a Ricardo Laverde, un hombre callado y algo enigmático, que acaba de abandonar la cárcel tras veinte años de estancia en ella por motivos que todo el mundo -el poco mundo que lo trata- desconoce. La existencia misteriosa de Laverde, la ausencia de explicaciones, de información sobre su pasado oculto, despiertan la curiosidad del profesor, que se aproxima al hombre con interés, cimentando algo parecido a una amistad, de corta duración aunque de consecuencias muy duraderas. Los breves días de relación entre ambos -en los que, sin embargo, el joven no logra explorar el aparentemente atormentado pasado, los secretos que parece proteger con su mutismo su amigo- se ven truncados por una ráfaga de metralleta disparada desde una moto en marcha -un atentado cuyo modus operandi es común entre los sicarios de los cárteles de la droga- que acaba con la vida de Laverde y hiere gravemente en la cadera a Antonio.
 
Desde ese momento de comunión en la tragedia, averiguar la desconocida trayectoria vital del muerto, a cuyo recuerdo ha quedado unido para siempre por el trágico episodio, se convierte en una especie de obsesión para Yammara que, años después, a punto ya de cumplir los cuarenta, rememora su vivencia de aquellos tristes hechos y da cuenta de la investigación que realizó para conocer las circunstancias que rodearon la muerte -y sobre todo la vida- de su amigo. En el curso de su pesquisa conocerá a Maya, la hija de Laverde, que aportará información sustancial -aunque también incompleta y fragmentaria, recubierta por un halo de misterio- sobre su padre.
 
En este plano de la novela, en esa dimensión subjetiva, el relato se mueve, en un enfoque dual, desde el presente en el que se desenvuelve la vida de Antonio, sus conflictos de pareja con Aura, desgraciadas secuelas del atentado -el carácter modificado desde entonces-, con la presencia, como emotivo y sutil y muy tenue telón de fondo, de las responsabilidades y los afectos de padre primerizo que le despierta su hijita Leticia, y, por otro lado, el pasado de la vida evocada de Ricardo, sus amores con quien acabará siendo su mujer, la comprometida -hoy la llamaríamos cooperante- Elaine Fritts, una joven norteamericana que acude a Colombia a trabajar en labores humanitarias en los algo controvertidos Peace Corps, y el desgraciadamente muy fugaz contacto con su hijita Maya que es la que, desde el presente de Antonio, dará cuenta de sus escasos recuerdos de su propio padre con el apoyo de documentos, cartas y recortes de periódicos de la época.
 
Antonio irá así, llevado de la mano de la hija de Laverde, conociendo las circunstancias de la vida de su amigo, su historia familiar, su vinculación al mundo de la aviación desde dos generaciones atrás -su abuelo un héroe nacional, destacado en diversas hazañas bélicas; su padre desfigurado para siempre por la inesperada explosión de un avión en una ceremonia de exhibición aérea-, las razones de su larga estadía en la cárcel y, en definitiva, las probables causas de su inexplicable y absurda muerte. Perdido en una hacienda en el interior del país, a donde lo lleva, recién casado, la labor humanitaria de su mujer, Laverde aprovecha su condición de avezado piloto para realizar el bien pagado transporte de marihuana, inicialmente, y cocaína después, desde la selva colombiana a territorio estadounidense, episodios -con una base real- que Vásquez aprovecha en la novela para hacer una recreación fidedigna de los inicios y el desarrollo del lucrativo negocio del tráfico de drogas en Colombia.
 
Y es aquí, en esta abrupta y decisiva irrupción del narcotráfico, donde aflora la segunda dimensión del libro: el propósito del autor -que se manifiesta las más de las veces en forma de someros apuntes en la trama, como mero marco en el que se desarrolla la historia principal, pero en todo caso revelado de modo explícito e inequívoco y “sustancial”- de ofrecernos un recorrido por la historia reciente de su país, indagando, de modo indirecto, en las causas que provocaron -y aún provocan, aunque en menor medida- la violencia que padece aquella sociedad devastada por la acción de los cárteles de la droga. El relato de las vidas de Antonio Yammara y Ricardo Laverde está salpicado de referencias a crímenes, atentados, secuestros y asesinatos con los que los grandes grupos del narcotráfico -singularmente los dirigidos por Pablo Escobar, con una presencia decisiva en el libro- pretendieron eliminar a políticos íntegros, a periodistas honestos, a gobernantes combativos con la corrupción; una delirante espiral de locura criminal que convulsionó al pueblo de Colombia, dejando huella en su moral colectiva e impregnando de desesperanza y pesimismo, de resignación y desencanto las vidas de sus gentes. Y, sobre todo, de miedo, un miedo omnipresente en el libro y que Vásquez erige en el sentimiento determinante de las vidas de su generación. Maya, casi coetánea de Antonio, en su primer año universitario y con ocasión del atentado fallido contra César Gaviria, más tarde presidente del país, una bomba que estalló en un vuelo Bogotá-Cali que debía contar entre sus pasajeros -aunque finalmente no viajó- con el entonces jovencísimo político -azote de las mafias de la droga-, es consciente del miedo que atenaza a sus conciudadanos y a ella misma. [Caí en la cuenta] de que esa cosa que me daba en el estómago, los mareos de vez en cuando, la irritación, no eran los síntomas típicos del primíparo, sino puro miedo. Y mamá también tenía miedo, claro, tal vez más que yo. Y luego vino lo demás, los otros atentados, las otras bombas. Que si la del DAS con sus cien muertos. Que si la del centro comercial equis con sus quince. Que si la del centro comercial zeta con los que fuera. Una época especial, ¿no? No saber cuándo le va a tocar a uno. Preocuparse si alguien que tenía que llegar no llega. Saber dónde está el teléfono público más cercano para avisar que uno está bien. Si no hay teléfonos públicos, saber que en cualquier casa le prestan a uno el teléfono, que uno no tiene sino que llamar a la puerta. Vivir así, pendiente de la posibilidad de que se nos hayan muerto los otros, pendiente de tranquilizar a los otros para que no crean que uno está entre los muertos. Y ese clima de ominoso terror permea la vida de los personajes, que constantemente se expresan aludiendo a la destructiva situación del país: Cuántos atravesaron la adolescencia y se hicieron temerosamente adultos mientras a su alrededor la ciudad se hundía en el miedo y el ruido de los tiros y las bombas sin que nadie hubiera declarado ninguna guerra o por lo menos una guerra convencional, si es que semejante cosa existe. Eso me gustaría saber, cuantos salieron de mi ciudad sintiendo que de una u otra manera se salvaban, y cuantos sintieron al salvarse que traicionaban algo, que se convertían en las ratas del proverbial barco por el hecho de huir de una ciudad que se incendiaba, declara Antonio en un momento del libro. O, más adelante: Mi vida contaminada era mía solamente, mi familia estaba a salvo todavía: a salvo de la peste de mi país, de su atribulada historia reciente: a salvo de todo aquello que me había dado caza a mí como a tantos de mi generación (y también de otras, sí, pero sobre todo de la mía, la generación que nació con la Guerra de las Drogas). Y en el mismo sentido, este otro fragmento en el que vemos cómo el narrador, en su reflexión personal, se ve obligado, para poder explicarse su vida, para poder entenderla, a adentrarse en el terreno de la política, de lo sociológico: La gente de mi generación hace estas cosas: nos preguntamos cómo eran nuestras vidas al momento de aquellos sucesos, casi todos ocurridos durante los años ochenta, que las definieron o desviaron sin que pudiéramos siquiera darnos cuenta de lo que nos estaba sucediendo. Siempre he creído que así, comprobando que no estamos solos, neutralizamos las consecuencias de haber crecido durante esa década, o paliamos la sensación de vulnerabilidad que siempre nos ha acompañado. Y esas conversaciones suelen comenzar con Lara Bonilla, ministro de Justicia. Había sido el primer enemigo público del narcotráfico, y el más poderoso entre los legales; la modalidad del sicario en moto, por la cual un adolescente se acerca al carro donde viaja la víctima y le vacía una Mini Uzi sin siquiera reducir la velocidad, comenzó con su asesinato. Y tras ella, infinidad de muertes más que llenan de congoja y miedo las vidas de los colombianos; muertes previsibles, anunciadas, finalmente absurdas, que comparecen en el libro acompañando las existencias de sus protagonistas.
 
Y todo ello, la narración de las vidas de los personajes y la de la sociedad colombiana en la que se desenvuelven, narrado con un tono poético muy hermoso, con citas de versos de poetas locales, con un estilo muy literario, introspectivo, melancólico, hecho de evocaciones y reminiscencias y repeticiones, con un leitmotiv recurrente, conmovedor y finalmente explicativo del sentido último de la obra, encerrado en su título: la explosión de otro de estos aviones -cuyos detalles concretos no puedo desvelar para no desentrañar la historia- que se erige en cierto modo en el centro del libro: Hay un grito entrecortado, o algo que se parece a un grito. Hay un ruido que no logro, que nunca he logrado identificar: un ruido que no es humano o es más que humano, el ruido de las vidas que se extinguen pero también el ruido de los materiales que se rompen. Es el ruido de las cosas al caer desde la altura, un ruido interrumpido y por lo mismo eterno, un ruido que no termina nunca, que sigue sonando en mi cabeza desde esa tarde y no da señales de querer irse, que está para siempre suspendido en mi memoria, colgado en ella como una toalla de su percha. Y hay también referencias literarias, García Márquez en particular, y un tono -muy tenue, muy larvado, muy poco explícito- como de realismo mágico envuelve el relato, con la fantasmagórica presencia de los animales -jirafas, elefantes, rinocerontes, pájaros inmensos de todos los colores, un canguro que da patadas a un balón, hipopótamos de leyenda- del fastuoso zoo que el narco Pablo Escobar se había hecho construir en su inaccesible y blindado reducto, un Xanadú en el trópico, deambulando por la selva -tras la muerte de su dueño- destruyendo cultivos, invadiendo abrevaderos, atemorizando a pescadores.
 
Estupenda novela, interesantísima novela esta El ruido de las cosas al caer con la que Juan Gabriel Vásquez ganó el Premio Alfaguara en 2011 y que os recomiendo muy vivamente. Os dejo, para complementar esta reseña, con una narcobalada, canciones -muy populares en Colombia- que hablan, generalmente en términos laudatorios y ensalzándolos, de los narcotraficantes. Se trata de Uriel Henao y su Corrido del cocalero.
 
 
La edad adulta trae consigo la ilusión perniciosa del control, y acaso dependa de ella. Quiero decir que es ese espejismo de dominio sobre nuestra propia vida lo que nos permite sentirnos adultos, pues asociamos la adultez con la autonomía, el soberano derecho a determinar lo que vaya a sucedernos enseguida. El desengaño viene más pronto o más tarde, pero viene siempre, no falta a la cita, nunca lo ha hecho. Cuando llega lo recibimos sin demasiada sorpresa, pues nadie que viva lo suficiente puede sorprenderse de que su biografía haya sido moldeada por eventos lejanos, por voluntades ajenas, con poca o ninguna participación de sus propias decisiones. Esos largos procesos que acabarán por toparse con nuestra vida -a veces para darle el empujón que necesitaba, a veces para hacer estallar en pedazos nuestros planes más espléndidos suelen estar ocultos como corrientes subterráneas, como meticulosos desplazamientos de las capas tectónicas, y cuando por fin se da el terremoto invocamos las palabras que hemos aprendido a usar para tranquilizarnos, accidente, casualidad, a veces destino. Ahora mismo hay una cadena de circunstancias, de errores culpables o de afortunadas decisiones, cuyas consecuencias me esperan a la vuelta de la esquina; y aunque lo sepa, aunque tenga la incómoda certeza de que esas cosas están pasando y me afectarán, no hay manera de que pueda anticiparme a ellas. Lidiar con sus efectos es todo lo que puedo hacer: reparar los daños, sacar el mayor provecho de los beneficios. Lo sabemos, lo sabemos bien; y sin embargo siempre da algo de pavor cuando alguien nos revela esa cadena que nos ha convertido en lo que somos. Siempre desconcierta constatar, cuando es otra persona que nos trae la revelación, el poco o ningún control que tenemos sobre nuestra experiencia.

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