Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 8 de enero de 2014

WILLIAM OSPINA. URSÚA. EL PAÍS DE LA CANELA. LA SERPIENTE SIN OJOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca que hoy comienza con una declaración abierta de impotencia. Y es que, debo confesarlo, no sé cómo encarar la reseña de la obra que ahora quiero presentaros. No se trata sólo de que resulte casi imposible dar cuenta de la cantidad de personajes, lugares, paisajes, peripecias, acontecimientos, que se narran en Ursúa, El País de la Canela y La serpiente sin ojos, los apasionantes libros que configuran la trilogía que ha escrito el colombiano William Ospina y que ha publicado en España Mondadori, aunque yo leí los dos primeros en su inicial edición en La otra orilla, un sello editorial ahora desaparecido. Lo que me abruma, paraliza y casi me impide la escritura es, sobre todo, lo desbordante de la narración, lo torrencial de una prosa que no puede ser descrita sino con harto dolor de corazón, pues cualquier resumen, cualquier síntesis, cualquier glosa que se intente empalidecerá forzosamente ante el deslumbrante dominio de la lengua del autor y de su apabullante recreación de un mundo ya de por sí inabarcable.
 
Nunca fue más cierto el aserto según el cual la forma es el fondo. La historia que nos cuentan estos libros no existe más allá del modo de contarla. Mientras disfrutaba entusiasmado de las más de mil páginas de esta obra colosal, y pensando en la imposible tarea de esbozar siquiera una breve presentación para los oyentes de Todos los libros un libro, me asaltaba de continuo la tentación (en la que aquí incurriré) de transcribir párrafos enteros, páginas completas, capítulos íntegros, maravillado por la exuberancia de las descripciones, lo exaltado de la narración, lo asombroso de las enumeraciones, el abigarrado caudal de un texto inagotable que fluye sin pausa envuelto en una melodiosa musicalidad, el resplandor de cientos de inspiradas metáforas, la profusión y la brillantez en la adjetivación, la desmesurada relación de animales y plantas y lugares y barcos y ropajes y armas y escenarios que pueblan este fascinante relato de la conquista, de la brutal y heroica, cruel y legendaria, salvaje y mítica conquista de los territorios de las Indias, sobre todo la de la actual Colombia y la del inmenso Amazonas, por parte de un puñado de aventureros españoles, poseídos por la fiebre simultánea del oro y la razón, de la barbarie y la civilización.

Y, reconocida esta limitación de base, esta radical imposibilidad de hablar de una obra excesiva e inabarcable, sólo me queda empezar por lo más elemental, por contar la mera trama argumental de los tres libros, por explicar a grandes rasgos la esencia descarnada, el desnudo núcleo central de las historias narradas en esta formidable trilogía.

El Ursúa que da título al primero de los libros es Pedro de Ursúa, un joven navarro, fuerte y hermoso, que aún no cumplidos los diecisiete años se embarca en 1543 hacia el Nuevo Mundo, hacia la Ciudad de los Reyes de Lima, hacia unas tierras en las que un pariente cercano, su tío Miguel Díaz de Armendáriz, ejerce de juez de cuatro gobernaciones; unas tierras que la imaginación del muchacho puebla de sueños y quimeras, de esperanzas y promesas, de hazañas y aventuras, de fantasías y ambiciones: descubrir un océano, ser el primero a las puertas de una ciudad incomprensible, destrenzar las serpientes enormes para llegar al tesoro escondido, ver los dragones o los gigantes de un mundo nuevo, someter pueblos feroces, dominar a los reyes del río y del trueno. Cinco años después, el adolescente es ya gobernador en las regiones de ultramar y está embargado hasta la obsesión por la fiebre del oro. Arrebatado por la irrefrenable pasión de la búsqueda del tesoro dorado de la leyenda indígena, Ursúa atraviesa montañas heladas, penetra selvas inmensas pobladas de bestias y de misterios, surca ríos interminables, cruza llanos ardientes, libra guerras, combate enemigos, sojuzga pueblos y castiga sin piedad a sus jefes, profana milenarios templos de piedra, somete tribus en una sucesión de enfrentamientos sangrientos y crueles, destruye ciudades y funda otras nuevas, extiende el imperio de Carlos V y de la Iglesia Católica, y en su periplo de violencia y muerte, de tortura y brutalidad y barbarie, curtido por la sangre y la batalla, endurecido por las penalidades y los desafueros, sometida su razón por la fatal atracción, por el irracional delirio de la dorada quimera, pierde progresivamente su ingenuidad, su carácter inocentemente soñador, convirtiéndose en un hombre cansado y perseguido, desesperado y codicioso, un general poderoso y sombrío, despiadado y bestial.

En El país de la Canela, Ospina relata la expedición de Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana en 1542, abriéndose paso por primera vez a través de un desconocido Amazonas, desmesurado y asombroso, en busca de un territorio legendario, el maravilloso país perfumado, envuelto en el aromático exotismo de la canela, un producto, rodeado de un aura mítica, que los sacerdotes de Egipto utilizaron para embalsamar cadáveres y para agravar hechizos, pero las gentes ricas de España usan para aromar los alimentos que tienden a dañarse, cuando no para fabricar jabones y ungüentos, o pócimas que dan energía sexual. En su enfebrecida aventura, los “conquistadores” avanzan a duras penas por un río devorador, en una selva amenazante, poblada de árboles de estatura mitológica, enredaderas interminables, cerradas bóvedas vegetales que impiden el paso de la luz, carnívoros peces insaciables, pájaros desconocidos de colores vistosos, tortugas escondidas en inmensos caparazones, bandadas de loros, islas de monos en aguas tortuosas, delfines rosados, insólitas dantas -una especie de tapires pleistocénicos-, anacondas gruesas como el torso de un tigre, lagartos voladores, caimanes asesinos, jaguares que hablan, extraños especímenes que parecen reír, adentrándose en una maraña de la que brotan flechas envenenadas, aguijones sangrientos, cientos de tentáculos irritantes, miles de fauces hambrientas, y miasmas y calor torturante y una humedad que repta por los sueños y pesada niebla y nubes de mosquitos y gusanos y charcos podridos y aullidos inexplicables y zumbidos estremecedores y pesadillas sin fin. Una jungla ominosa y virginal que induce en sus asombrados violadores delirios en los que se mezclan las exuberantes y amenazadoras magnitudes del río y de la selva con, perdido ya todo vestigio de racionalidad, leyendas fabulosas surgidas de la imaginación de los indios y alimentadas, a causa, en parte, del imposible trámite de la traducción al castellano de las opacas lenguas indígenas, por la fantasía y la febril fabulación de aquellos hombres obligados a interpretar sin referentes la desmesura de la realidad asombrosa y como mágica que les salía a su paso. No le bastó haber hablado de las amazonas que montan en tapires y someten a los pueblos de las orillas. Habló de pueblos de gigantes, que utilizan como macanas árboles grandes como torres; nos mencionó hombres perros, que están gobernados por un jaguar que habla; habló de pigmeos a los que llamaba jíbaros, cuyo oficio era cazar indios en las selvas para cocinar sus cabezas y convertirlas en miniaturas feroces; habló de los delfines rosados del río, que cada mes se convierten en hombres y raptan muchachas en las aldeas para llevárselas al fondo del agua; habló de peces carnívoros que convierten en huesos una danta en instantes, pero esos sí eran verdaderos; habló de un país de viejos de la selva, que se sientan a esperar a que el tiempo los convierta en árboles; habló de la serpiente que reina en el corazón de la selva, y de cómo la piel desastrada que abandona se la llevan en vuelo los pájaros; habló de árboles que lloran leche blanca, de indios que producen sal con bejucos y zumos de la tierra, de manchas rojas voraces que avanzan arrasando la selva y son en realidad inmensos tejidos de hormigas; ya no recuerdo cuántas locuras nos contó Orellana en aquellas jornadas.

Y arrastrados por el río, sometidos a penalidades sin cuento, los expedicionarios descubren que, al fin, como en casi toda aventura humana, su destino ha sido sólo una quimera inalcanzable, un sueño enloquecido y delirante del que apenas queda el recuerdo. Disculpadme de nuevo la extensa pero esclarecedora cita: Hay días en que vuelvo a recordar el País de la Canela, porque de tanto pensar en él, de tanto buscarlo, es como si hubiera estado allí. Vuelvo a verlo en la imaginación, con sus extensas arboledas rojas, sus casas de madera y de piedra, sus ancianos sabios y fuertes, que nadan en los ríos turbulentos y cazan peces con largas jaras de laurel; siento en el viento un perfume de canela y de flores; veo cruzar, montadas en sus dantas inmensas, a las valientes amazonas de un solo pecho, que llevan enormes arcos y aljabas llenas de flechas con punta de hueso y de pedernal; veo las murallas enormes de las ciudades de la selva, los cestos para pescar y las jabalinas, los pueblos vestidos de colores y los ejércitos diademados de oro preparándose para más crueles guerras, y hasta sueño que alguna vez he vivido allí, que yo fui uno de ellos.

Y el País de la Canela, con sus riquezas inmensas, con sus plantas medicinales, con sus ciudades saludables, con sus multitudes que peregrinan para adorar los ríos, con sus ancianas que descubren bajo la luz del atardecer entre las masas de árboles cuál de ellos es santo y debe convertirse en sitio de peregrinación y de rezo, se va transformando para mí en el símbolo de todo lo que legiones de hombres crueles y dementes han buscado sin fin a lo largo de las edades: la belleza en cuya búsqueda se han destruido tantas bellezas, la verdad en cuya persecución se han profanado tantas verdades, el sitio de descanso por el cual se ha perdido todo reposo.

En medio de su atrocidad, algo bello han tenido estas búsquedas, y si me preguntaran cuál es el más hermoso país que he conocido, yo diría que es ese que soñábamos, que buscamos con frío y con dolor, con hambre y con espanto tras unos riscos casi invencibles. Y es que esos riscos eran soportables porque el radiante País de la Canela estaba atrás, porque entonces no sabíamos que era un sueño. Hay tantas cosas que la humanidad nunca habría hecho si no la arrastrara un fantasma, hechos reales que sólo se alcanzaron persiguiendo la irrealidad. El sueño era bello y tentador, y no justificaba tantos horrores, pero creíamos en él. Duro y cruel para mí sería volver ahora, cuando sé que ya no está el país maravilloso esperando en parte alguna. ¿Qué podrías ofrecerme que justifique tantas privaciones, tanta incertidumbre? Vuelves a hablar, loco como de luna, de la ciudad de oro con la que estás soñando desde niño. El cóndor de oro en las laderas de nieve, el puma de oro en los valles sagrados, la serpiente de oro allá abajo, en las selvas ocultas.

Más bien yo diría que hay algo en el hombre que quiere volver al dolor, que se complace en ceder al peligro y en entregarse de nuevo al demonio que ya una vez estuvo a punto de atraparlo. Has escapado a la muerte tantas veces que crees que ella se ha olvidado de ti, has tatuado tantas cicatrices en tu cuerpo, que piensas, como los guerreros de la selva, que cada cicatriz es apenas una mancha más para el tigre. Algo en mi sangre me dice que lo que destruimos era más bello que lo que buscábamos.

Pero tal vez, ahora que lo pienso, la búsqueda de la ciudad de oro, la búsqueda de las amazonas y de las sirenas, de los remos encantados y las barcas que obedecen al pensamiento, la búsqueda de la fuente de la eterna juventud y del palacio en el peñasco que rodean cascadas vertiginosas, es sólo nuestro modo de cubrir con una máscara algo más oscuro, más innombrable, que vamos buscando y que inevitablemente hallaremos.

Por fin, en el tercer tomo, Ursúa vuelve a ser el protagonista. El navarro se lanza de nuevo en la persecución de su sueño de El Dorado, que ahora intuye, trastornado, tras la desbordante naturaleza del río -La serpiente sin ojos del título- del que ha sabido por el apasionado relato del viaje de Orellana que se nos narró en la novela anterior. Acompañado por Inés de Atienza, la belleza mestiza por cuyo amor se entregará a una tarea insensata y por fin a la muerte, y arropado por un ejército de hombres temerarios y brutales, enfermos, locos, monstruos y demonios, que acabarán por traicionarle, con el enajenado Lope de Aguirre al frente de la conspiración -un Aguirre, cólera de Dios, cuya desquiciada y extrema personalidad le ha hecho objeto de numerosas aproximaciones literarias y cinematográficas-, Ursúa lucha contra una selva de proporciones mitológicas, inabordable y finalmente invencible, y de su demencial intento, de la magnitud de su fracaso, William Ospina nos da cuenta en una novela también formidable.

Pero, más allá de la trama, y como ya he señalado, lo primordial en estos libros, como en toda buena literatura, es la narración misma, barroca y de un lirismo sobrecogedor, recargada y magnífica, excesiva y emotiva, conmovedora y profundamente poética, inagotable y bellísima. Y como dar cuenta de ella resulta -ya lo he dicho- tarea condenada al fracaso, pues me vería abocado a transcribir aquí literalmente decenas de capítulos, cientos de párrafos, miles de frases, me limitaré a comentaros para cerrar esta reseña imposible dos aspectos que me resultan especialmente relevantes en la colosal obra de Ospina y a dejaros tras ellos con una más enfática que nunca recomendación de lectura.

En primer lugar quiero resaltar lo que algo pomposamente podríamos llamar “el juego metaliterario”. Las tres novelas nacen de la voz de un narrador, un personaje de ficción al que la maestría del autor hace aparecer con rasgos, siempre difusos y algo elusivos, que podrían asociarlo a un ser histórico. Al parecer, las distintas investigaciones concluyen que hasta tres de los miles de arriesgados expedicionarios españoles que viajaron en aquellos años a las Indias en busca de un sueño colectivo o, tantas veces, de su propio medro personal, pudieron coincidir en las distintas peripecias que se relatan en las diferentes novelas, de manera que la voz omnisciente que nos cuenta las historias bien pudo ser la de uno de aquellos hombres reales. Sin embargo, y más allá del recurso a este personaje inventado y sin embargo extraordinariamente verosímil, muy plausible en su encarnación histórica, las novelas hablan de individuos que existieron, cuentan episodios efectivamente producidos, describen experiencias auténticas y están basadas en documentos verdaderos, en crónicas y narraciones escritas y publicadas y conocidas. Singularmente, la figura de Juan de Castellanos, poeta, sacerdote y autor de unas anticipadoras Elegías de varones ilustres de Indias, el poema más largo en español -113.609 versos que cantan el emocionante y terrible encuentro entre dos mundos y que constituyen la fuente primordial de la trilogía-, impregna toda la obra, y la coloreada y cambiante voz del narrador, un español, pero también un mestizo o quizá un nativo americano -así son de ambiguos sus perfiles-, su subyugante melopea, su relato ebrio y sonámbulo, deben mucho a los endecasílabos del singular cronista. También, el autor menciona expresamente las crónicas de Fray Pedro Simón, Lucas Fernández Piedrahita, Pedro Cieza de León y sobre todo de Gonzalo Fernández de Oviedo y Fray Bartolomé de las Casas y su Breve relación de la destrucción de las Indias, un clásico de lectura apasionante que también os recomiendo. Por todo ello, la vasta obra de Ospina se mueve constantemente en este juego entre la realidad histórica y la ficción literaria, hasta el punto de que no sabemos dónde termina la verdad y dónde empieza lo inventado. Pero es que, además, muchas veces, la voz que relata no se corresponde con la de un protagonista directo de los hechos descritos, sino que, con frecuencia, es la de un mero intérprete, un traductor de las experiencias de otros, un eco que recoge lo que ha escuchado a lo largo de sus cincuenta años de aventura “indiana”, o lo que le han contado quienes, a su vez, han recogido lo narrado por terceros, de modo que el inconmensurable caudal de palabras que fluye en los tres libros aflora con una resonancia amplísima que remite a un espacio de leyenda, mítico, en el que se diluyen las fronteras de la verdad y la invención para convertirse en un río -otra vez la forma y el fondo resultan indiscernibles: el tumultuoso Amazonas es también el formidable torrente verbal de la narración- en el que flotan las insinuantes voces del camino, las inclasificables de la selva, las rudas y también piadosas de los conquistadores, las poéticas y mágicas de los pueblos indígenas, las pretendidamente “científicas” de los cronistas e historiadores, las de la propia capacidad fabuladora de William Ospina, en un rumor de voces desconocidas que no siempre se entienden y que envuelve a las novelas de una atmósfera irreal que seduce y entusiasma, que inspira y arrebata, que embriaga y deslumbra e inquieta y excita y exalta y turba y apasiona.

En segundo lugar, quiero dejar aquí un breve apunte referido a los muchos dualismos que, de un modo implícito -recordemos que se trata de novelas, no de ensayos históricos; las tesis defendidas lo son siempre de un modo subyacente y no flagrante-, se emparejan en los libros, en un enfrentamiento intelectual muy fecundo y sugestivo, aunque ello haya llevado a algunos críticos a hablar de una obra maniquea. La trilogía entera muestra numerosas muestras de significativos contrastes entre dos formas de vida, entre dos concepciones del mundo, entre dos visiones de la historia, entre dos interpretaciones de la conquista o el descubrimiento (la palabra que se elige ya prefigura una determinada lectura de los hechos) de América, entre dos versiones de la verdad, la de los hechos “reales” y la que recrea la literatura.

Ya he hablado del juego recurrente entre historia y ficción literaria. Resultan aquí oportunas -para cerrar mis reflexiones sobre el tema- las palabras del escritor en una entrevista reciente: El historiador tiene una gran limitación y es que le está prohibido casi del todo imaginar. Se ve obligado a sujetarse a los documentos, está limitado para la especulación. El novelista, por el contrario, tiene el privilegio de nutrirse de las investigaciones históricas y completar el cuadro con su imaginación. Sabe que en la realidad llueve y que los caballos relinchan, que el viento sopla, que las muchachas suspiran, que los hombres estornudan y escupen. Sabe que introducir esas cosas no sólo no traiciona el relato, sino que lo hace vívido. Para el hombre común, la verdadera historia es la novela histórica, que aspira al rigor pero que no anhela la verdad sino sólo la verosimilitud.

Pero, también, en las novelas el lector se ve lanzado de continuo a la reflexión sobre el conflicto entre la racionalidad originaria que inspira la conquista (el descubrimiento de nuevas tierras, la ampliación de los límites del mundo conocido, la extensión del imperio secular de Carlos V y del espiritual de la Iglesia romana) y las connotaciones mágicas, irreales y por tanto delirantes que el magno proyecto va adquiriendo en contacto con la insospechada realidad indígena (el país de la canela, la leyenda del dorado, los pueblos de gigantes caníbales y los de los hombres mínimos reductores de cabezas, las esforzadas y terribles amazonas, los animales mitológicos y tantas otras quimeras que, con una tenue base real, colonizaron las mentes y las almas, los espíritus y las vidas de los conquistadores).

Y del mismo modo, en el texto se contrapone la edénica libertad -dibujada con un punto de inocencia- de un paraíso natural en el que los indígenas habitaban felices hasta la llegada de los blancos barbados, y la destrucción y la enfermedad, la desolación y la violencia, el terror y la violación y la muerte -algunos intérpretes hablan, con un enfoque algo discrónico, de genocidio- que estos traen consigo. E igualmente aflora el orden pretendidamente avanzado que los conquistadores quieren aportar, su impulso creador, sus leyes y encomiendas, su ordenancismo y su arquitectura, sus acueductos y sus ciudades planificadas, su literatura y sus rezos, sus sabios y sus juristas y sus frailes y sus poetas, que chocaría contra un supuesto estado de naturaleza salvaje y amoral, primitivo y bárbaro de las sin embargo muchas veces refinadas civilizaciones precolombinas. Y está la visión realista de la existencia que representan los españoles y que prefigura el rigor de la incipiente ciencia del renacimiento, y su dimensión mítica, encarnada en las fabulosas narraciones indígenas, sus relatos primordiales, sus crueles divinidades, sus sacrificios despiadados e irracionales. Y también se enfrentan el reflejo fidedigno de la realidad circundante, que aparece en la extraordinaria y meticulosa capacidad de observación que reflejan las crónicas de Indias y, por otro lado, la inabarcable profusión de relatos orales con los que muiscas y gualíes, muzos y zenúes, tayronas y tupinambaras, brasiles, guanebucanes y tantos otros pueblos que pululan, casi anónimos, casi sin historia, por las inextricables selvas, transmiten sus leyendas fundadoras de generación a generación. Y, por sobre todo este riquísimo contraste de visiones del universo, la primitiva y la civilizada -por resumir en una aproximación reduccionista-, la trilogía de Ospina resalta el asombro de unos y otros, el descubrimiento recíproco de dos mundos, ignotos e inexplicables, sorprendentes y aterradores, dos mundos que suponen, simultáneamente, esperanza y opresión, aspiración y fracaso, vida y destrucción, para conquistadores y conquistados.

En fin, no puedo, insisto en mi recurrente sonsonete de esta tarde, hacer más intentos por abarcar este universo desbordante y lujurioso, desmesurado y feraz -tanto como la selva, tanto como el río- que es esta magnífica trilogía de William Ospina, Ursúa, El País de la Canela y La serpiente sin ojos, sobre las expediciones españolas en los territorios de Indias en el siglo XVI. Leedla, dejaos llevar por su inagotable arrebato verbal, disfrutad de la maravilla de una obra maestra de la literatura en español.

Como correlato musical os dejo una pieza de música colombiana. Se trata de Oye manita, un canción interpretada por Toto la Momposina, quizá la principal embajadora de la música tradicional de aquel país.


Cincuenta años de vida en estas tierras llenaron mi cabeza de historias. Yo podría contar cada noche del resto de mi vida una historia distinta, y no habré terminado cuando suene la hora de mi muerte. Muchos saben relatos fingidos y aventuras soñadas, pero las que yo sé son historias reales. Mi vida es como el hilo que va enlazando perlas, como el indio que veo animando al metal en ranas y libélulas, en collares de pájaros, en grillos y murciélagos dorados. Tengo historias de perlas y de esmeraldas. Sé cómo perdió su ojo Diego de Almagro en la desembocadura del San Juan y cómo perdió el suyo fray Gaspar de Carvajal junto a las playas del gran río. Sé cómo escondió Tisquesusa en las cavernas del sur el tesoro que perseguía en vano el poeta Quesada, y sé cómo los incas llenaron de piezas de oro una cámara grande de Cajamarca para pagar el rescate del emperador. Conozco el misterio de las esferas de piedra enterradas en las selvas de Castilla de Oro y el origen de las cabezas gigantes que tienen musgo en las pupilas. Conozco la historia del hombre que fue amamantado por una cerda en los corrales de Extremadura y que tiempo después se alimentaba de salamandras en las islas del mar del sur. Sé de los doscientos cuarenta españoles que remontaron los montes nevados y cruzaron los riscos de hielo llevando cuatro mil indios con fardos y dos mil llamas cargadas de herramientas, dos mil perros de presa con carlancas de acero y dos mil cerdos de hocico argollado, para ir a buscar el País de la Canela, y conozco la historia del primer barco que bajó de las montañas brumosas de los Andes y navegó ocho meses entre selvas desconocidas que crecían. Sé quiénes descubrieron el mar del sur, quiénes exploraron la montaña de plata, quiénes descubrieron la selva de las mujeres guerreras. Conozco las penas de los que construyeron el primer bergantín en los ríos encajonados de la cordillera, de los que convirtieron centenares de viejas herraduras en millares de clavos. Conozco historias de herraduras de oro con clavos de plata. Sé el relato del hombre que después de tragarse un sapo enloqueció para siempre, y el del capitán que repartió entre sus soldados como alimento un caimán descompuesto. Conozco la guerra en la que se enfrentaron dos viejos amigos, y que terminó con uno de ellos ahorcado lentamente por doce conjurados. Puedo contar la historia de los diez mil hombres desnudos que remontaron diez años el curso de un río para buscar en las montañas el origen de un barco. Tengo historias para llenar las noches del resto de mi vida y busco a quién contárselas, pero ésa es mi desgracia. En estas tierras ya nadie sabe oír las historias que cuento. Todos están demasiado ausentes, o demasiado hambrientos o demasiado muertos para prestar atención a los relatos, aunque sean tan hermosos y terribles como los que yo sé. Otros hablan mil lenguas distintas y no entienden la mía. Y a otros no les gustan las narraciones de hombres de guerra, ni de barcos perdidos, ni de batallas libradas en los mares estrechos de Europa, ni de conventos aferrados a las paredes de las serranías. Pero también conozco otras historias: de animales que caminan por el cielo, de árboles que piensan y de magos que se transforman en jaguares. Sé de la enfermedad de la belleza y sé de la canción para curar la locura, sé del modo como llegaron los hijos de las águilas y sé del modo como los embera se cubren el cuerpo de nogal y de achiote para celebrar sus alianzas con el río y el árbol. Mis historias son tantas que ni el más hondo cántaro podría contenerlas.

Ahora quiero contar sólo una: la historia de aquel hombre que libró cinco guerras antes de cumplir los treinta años y de la hermosa mestiza que hizo palidecer de amor a un ejército. Es la historia asombrosa del hombre que fue asesinado diez veces, y del tirano cuyo cuerpo fue dividido en diez partes. Y tal vez pueda entonces enlazar las historias, una detrás de otra como un collar de perlas, y anudar en su curso una leyenda de estas tierras, la memoria perdida de un amigo muerto, los desconciertos de mi propia vida, y una fracción de lo que cuenta el río sin cesar a los árboles. Contar cómo ocurrió todo desde el momento en que el hombre amamantado por la cerda abandonó la isla de las salamandras para ir a saquear un país de niebla, hasta el momento de crueldad y de alivio en que la cabeza triste del tirano se ennegreció en la jaula.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Vaya Alberto, parece que coincidimos en más de un autor, de lo cual me alegro. Completamente de acuerdo con lo que reseñas de Ospina... Páginas inolvidables y abrumadoras, aunque a mí aún me falta por leer la que cierra la trilogía. Saludos!! Pepa.

Alberto San Segundo dijo...

¡¡¡Qué suerte que aún te quede leer uno de los libros de la trilogía!!! ¡¡¡Te auguro horas de inmenso disfrute!!!

Un saludo