Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de febrero de 2014

JOSÉ LUIS GARCI. NOIR

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el breve espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os ofrecemos una recomendación de lectura. Esta tarde, y coincidiendo con la inminente ceremonia de entrega de los Oscars correspondientes a 2013, que este año llegan a su octogésimo sexta edición, mi propuesta se centra en el mundo cinematográfico a partir de un libro que se ocupa de uno de los géneros, el del cine negro, más atractivos y también más prolíficos, más representativos y para mí más interesantes de los inventados por la inagotable y mágica fábrica de sueños. Hoy quiero hablaros de Noir, significativo y explícito título de una obra miscelánea, escrita por José Luis Garci, que al final del pasado verano vio la luz en una segunda edición revisada que ya ha sido objeto de varias reimpresiones. La publicación, en una presentación no muy cuidada -con erratas y despistes varios- aunque repleta de excelentes fotografías y en conjunto muy recomendable, se debe a Notorious Ediciones.
 
José Luis Garci es un personaje controvertido, lo suficientemente conocido como para que necesite ahora de mi presentación. Guionista, productor, presentador de televisión, crítico cinematográfico, su desempeño profesional más relevante es el de director de cine, y como tal ganó el primer Oscar a una película española en 1982 con su notable, aunque un punto empalagosa, Volver a empezar. Pese a que la literaria es una faceta menos destacada en su biografía, Garci ha escrito una docena de libros, de desiguales enfoques, propósitos e interés, destacando entre todos ellos las series “de cine” (Morir de cine, Beber de cine, Latir de cine, Querer de cine, etc.), en los que, con un tema monográfico que se anticipa ya desde el título, rastrea, con erudición y conocimiento, su presencia en el vasto universo cinematográfico.
 
Este Noir que hoy os presento se sitúa, por planteamiento y estilo, en la línea de estas anteriores publicaciones. Estamos ante un libro misceláneo, de cuya estructura os hablaré más adelante, centrado en el territorio de los thrillers, del cine negro, de las películas de detectives y gánsters, que han fascinado durante décadas a los espectadores con un mínimo de interés por el séptimo arte y que han teñido de nostalgia y pasión, de encantamiento y melancolía, de felicidad y entusiasmo la vida del propio Garci, furibundo frecuentador del género. Un género poblado de ciudades oscuras, calles siniestras, austeras oficinas, apartamentos destartalados, muelles neblinosos, solitarias estaciones de metro, negros automóviles surcando la noche, alcohol a raudales, perdedores eternamente acodados a la barra de un bar, investigadores honrados y policías venales, boxeadores sonados, confidentes viscosos, periodistas íntegros e irreductibles frente a los tejemanejes del poder, políticos corruptos, mafiosos de baratillo y capos imperturbables, fracasados varios, muchos crímenes por resolver y, sobre todo, infinidad de mujeres. Las mujeres son, para Garci, el gran emblema del noir; mujeres casi siempre perversas, casi siempre fatales, aristócratas en apuros que usan la influencia de su clase para resolver sus problemas cargándole el muerto al primer desgraciado que las mira embobado; lolitas de porcelana, mosquitas muertas que con una caída de ojos te condenan al infierno de por vida; rubias falsamente ingenuas que destrozan la existencia de enamorados y algo idiotas padres de familia, condenados por su influjo a infringir una ley que siempre han respetado; morenas despampanantes, atrevidas y sin escrúpulos, capaces de someter con sus encantos al más viril facineroso hasta convertirlo en un tímido perrito faldero; “gatitas crueles que logran hasta que desconfíes del amor que sientes por ellas mientras las besas y abrazas”… y tantas otras. Mujeres -así reducidas a un estereotipo algo simplista y quizá anacrónico- que han encarnado en el cine “divas” de la altura artística de Bette Davies, Joan Crawford, Barbara Stanwyck, Lana Turner, Rita Hayworth, Virginia Mayo o Gene Tierney.
 
En ese universo opresivo y a la vez subyugante, amenazador y sin embargo poderosamente atractivo, el estilo cercano, desenfadado, en apariencia espontáneo (aunque a mi juicio rezuma “pose” por todos los ángulos), muy suelto, del autor, encuentra su ideal caldo de cultivo. Garci hace ostentación de una escritura que pretende fluida y libre, nacida sin ningún tipo de cortapisa estilística o literaria, transcrita en una especie de automatismo que él valora como inocente y primordial desde su cerebro en ebullición a su clásica máquina de escribir Olympia, una escritura surgida, en un rapto que su humilde narcisismo (valga el oxímoron) presenta como desenfadada inspiración, tal y como si estuviera conversando con amigos en un club nocturno con uno de sus muy apreciados Dry Martini en la mano.
 
De esta manera, la considerable erudición y el inmenso conocimiento cinematográfico -ya reseñados- del cineasta, el aluvión de datos, de citas, de referencias, de pasajes de películas, de frases, de personajes, de actores y actrices, de directores que afloran por doquier en Noir, no aparecen revestidos del aura del saber académico (tantas veces aburrido), sino que saltan aquí y allá en un relato, más autobiográfico que crítico, en el que Garci nos da cuenta de su muy longevo historial de amor por el cine negro. Y al personalizar cada página de su texto, al imbricarlo en su experiencia íntima de “chico sensible y romántico sumido en la melancolía que provocan los sueños inalcanzables” (quizá el gran tema de las películas del género, de cualquier película en realidad; en cualquier caso, el gran tema del director), el libro gana en sensibilidad y emoción, sin duda, pero corre el riesgo -si el “personaje Garci” no nos resulta “apetecible”- de que tras sus casi quinientas páginas aborrezcamos al entrometido individuo que asoma la cabeza tras cualquier comentario, por alejado que parezca este de la doliente personalidad de nuestro protagonista. El significativo prólogo que os transcribo íntegro al cierre de este comentario constituye una buena prueba de estos no siempre fácilmente soportables excesos estilísticos de nuestro singular director.
 
Pero no es sólo por ello, por su sentimentalismo tópico -y a veces barato-, por lo que Noir no pasará ciertamente a la historia de la literatura. El desenfado existencial de Garci se traduce en una escritura desmañada en general (¡¡¡ese alardear de no corregir los textos y de darlos a la imprenta directamente salidos de su “mitológico” artilugio predigital!!!), repleta de fallos en la ortografía, la sintaxis y la puntuación. Un desaliño formal inconcebible en una segunda edición que, se supone, ha podido ser revisada.
 
No obstante, insisto, la inagotable memoria del autor, su -en general- buen gusto cinematográfico, su nostálgica (y algo machacona y obstinada y reduccionista) evocación de un mundo ya desaparecido -el de las películas, sobre todo hollywoodienses, de los años 40 y 50 del pasado siglo-, se constituyen en alicientes extraordinarios en un libro de consulta indispensable para quien no conozca el género y altamente sugestivo para los que, ya entregados a la “noble causa” del cine policial, decidan “revisitarlo”.
 
Noir es un libro misceláneo, en el que la propia estructura de la obra, dispersa, fragmentaria, presentada como aluvión de textos heteróclitos -la mayor parte ya conocidos y publicados con anterioridad-, corre en paralelo al carácter informal de la prosa “garciana”.
 
Tras la obligada presentación a la que antes me he referido, el lector se encuentra con Boul’ noir, un interesante texto del año 2000, en el que se sientan las bases del género y se explicitan sus parámetros definitorios; siempre, claro está, desde la sentimentalmente irreprochable aunque discutible u objetable en el plano intelectual lógica del autor.
 
En Noir city (El crack), la segunda sección del libro, se reproduce una larga nota, escrita en 1981 para su difusión publicitaria, de presentación de El crack, el más explícito homenaje al cine negro de la filmografía del director, con Alfredo Landa en el papel de detective protagonista. En el interesante texto, de nuevo repleto de remembranzas personales de su autor, Garci adelanta su peculiar taxonomía, que distingue entre películas y films, en la que se concentra su particular visión no sólo del cine sino de la existencia. Películas: puras, limpias, espontáneas, directas, sinceras, sencillas, sin pretensiones artísticas, artesanales, sin aditamentos de autor ni florituras intelectuales, repletas de “verdad”; films: productos de carácter documental, rebosantes de intenciones sociológicas, con voluntad de reflejar un momento histórico, de denunciar injusticias, de mover conciencias, de cambiar la sociedad, llenos de “ideas”. Ni que decir tiene que nuestro romántico empedernido se decanta ostensiblemente por las primeras.
 
Dossier noir, el siguiente apartado del libro, es también un muy atractivo escrito que se presentó en 2010 como introducción a un reportaje de Víctor Areta sobre el cine negro.
 
En Gimlet (El trago noir), que vio la luz originariamente en 1994, Garci reflexiona, con gran saber y considerable emoción, sobre el cóctel, tan cinematográfico, que da nombre al artículo y que, siempre al decir del autor, “te permite vislumbrar el deseo, la violencia, el odio, la belleza, el rencor, el arte, la vida, la muerte y esa anestesia llamada amor”.
 
El texto más “redondo” del libro es, a mi juicio, Perdido en Perdición, un largo e inspirado trabajo, de 2011, sobre Double Indemnity (Perdición en su versión española), una de las más grandes películas de la historia del cine negro, con una inconmensurable Barbara Stanwyck que en la trama devora -en casi todos los sentidos- al enorme “tiarrón” -y a la postre insulso pelagatos- Fred McMurray. Para quienes no la hayáis visto: ¡¡¡Billy Wilder dirige la genial e inolvidable película, además de escribir el guión con Raymond Chandler, a partir de una novela de James M. Cain!!!
 
La penúltima sección del libro, Dos relatos noir, la integran dos breves y nada excepcionales cuentos de temática policial escritos por Garci: Goodbye baby, de 1985, y Gun Moll (A Hollywood story), de 1995. (Aunque a veces se lee Gun Molls, en una prueba más del desbarajuste que caracteriza la edición).
 
El núcleo central de la obra es, tras todos estos textos fragmentarios, Abecedario noir, cerca de trescientas apretadas páginas en las que se estudian, por orden alfabético, como indica el título, las personalidades y las obras de unos ciento veinte directores cinematográficos con filmografía dentro del género que nos ocupa.
 
El libro se cierra con una serie de listados -Mis listas negras-, esos decálogos más o menos “ortodoxos” que se enmarcan dentro de las convenciones habituales en el periodismo o la crítica cinematográfica, y que, en este caso, revelan las singulares y casi siempre atinadas preferencias de José Luis Garci: Noir classics, Noir color, Directores, Actores (Guys), Actrices (Dolls), Guionistas y Fotográfos.
 
Un excepcional y exhaustivo índice onomástico con más de 1.500 entradas entre películas, directores, etc… pone fin a este Noir que, como digo, resulta -pese a la personalidad de su autor- de lectura muy estimulante.
 
Os dejo con una canción emblemática del cine noir: Put the blame on mame. Rita Hayworth hace playback (¡¡¡y a quién le importa!!!) mientras canta Anita Ellis.
 
 
Un prólogo gris marengo
 
[A principios del siglo XX no era de recibo que se publicara un libro sin prólogo. Cada novelista o ensayista -sobre todo el nuevo, el que se acercaba a la literatura por primera o segunda vez- buscaba que un gran prócer de las letras le escribiera uno de esos prólogos que “colocaban” al principiante, más aún, que le “consagraban” ante los editores, los críticos y los intelectuales de los cafés literarios. “Un libro sin prólogo es como un carnaval sin caretas”, decía el genial Gutiérrez- Solana, unos de mis escritores y pintores preferidos. Y es que tanto en los cuadros de Solana (“Los caídos”, “Regreso de la pesca” o el del torero “El Lechuga”), como en sus textos (“La España negra”, “Madrid callejero”), se encuentra ni más ni menos que la conciencia del 98, una época especialmente noir. Así que no perdamos de vista en este prólogo a Solana, un Zola de los madriles, un Nietsche del Rastro y las verbenas, un personaje de París, bajos fondos, en fin, otro Munich que describió locos que pintaban relojes con carbón en el yeso de la pared de los manicomios y se pasaban todo el santo día moviendo sus agujas fantásticas, locos que no dormían, preocupados con la hora que marcaban aquellos relojes de húmedos tabiques].
 
Casi todas las palabras que aparecen en esta miscelánea titulada Noir -mi madre habría dicho batiburrillo- han sido escritas a mano, tachadas varias veces para ser reemplazadas por otras, o no, con lápiz, bolígrafo o mi Mont Blanc gorda. Por cierto, las plumas se deslizan peor en el papel reciclado, que es el que yo utilizo desde hace años, que por el satinado de antes. Bien. Es el momento de felicitar a Pili Hernández por adivinar mis párrafos. Pili entiende mi letra de médico mejor que yo mismo. Todo lo que le doy en Níckel Odeon, garabateado a mano, lo transcribe sin un fallo. Es como uno de los genios que tenían los ingleses en la II Guerra Mundial, cuando “The Man Who Never Was” de Montagu, capaz de despejar cualquier clave o consigna secreta de los nazis. Love, Pili.
 
(Únicamente los renglones que se refieren a mi película El crack fueron tecleados en mi Olimpia, tac tac tac, prácticamente de un tirón, la madrugada del 24 de febrero de 1981. Recuerdo que la fase de montaje de El crack, estaba casi terminada y mi amigo Miguelito Sinde y yo preparábamos las mezclas. Me había comprometido con la Distribuidora a entregar unos comentarios para el Press-book en esa fecha. Y cumplí. Porque a eso de las dos de la tarde de aquel gozoso e histórico día de invierno, le entregué los folios acordados a mi querido Esteban Alenda en su oficina de la calle Trujillos, donde ya esperaban los de la imprenta).
 
Puedo jurarles por Jacques Tourneur que cada una de las impresiones agavilladas de estos comentarios sobre el cine negro (más autobiográficos que críticos) han sido apuntadas con el máximo entusiasmo, palabra que etimológicamente me parece que viene de éxtasis, y cumpliendo a rajatabla aquello que aconsejaba el maestro Umbral: nada de levantarse para consultar datos. (Es algo que vengo haciendo desde que me lo recomendó Paco durante una cena en casa de Sisita Milans del Bosch, allá por los primeros noventa).
 
A pesar de mi buena memoria, me es difícil precisar cuándo arranca mi fascinación por el cine de policías, detectives, rubias explosivas y crímenes en cadena, ese cine que luego, a partir de los años sesenta, comenzamos a llamar negro. De chico leí montones de novelas del género en la mítica Biblioteca Oro de la editorial Molino, que estaba en Barcelona, calle Urgel, además de fisgonear prácticamente todas las películas españolas (aparte de las de Hollywood que se filmaron en los años cincuenta con temática si no negra, al menos gris marengo. Películas en blanco y negro, con mucho grano, como Apartado de Correos 1001, de Julio Salvador, con Elena Espejo y Conrado San Martín, que a ratos parecía de Bassin; Brigada criminal, de Iquino, estupenda; Relato policíaco, de mi admirado Antonio Isasi, juraría que su ópera prima, magnífica; Me dejó boquiabierto Los ojos dejan huella, de, pasados los años, mis amigos Sáenz de Heredia y Carlos Blanco, con Ralf Vallote, Elena Varzi y Fernando Fernán Gómez, una joya; ¿Crimen imposible?, de César Ardavín, me gustó tanto como El Lazarillo de Tormes, con la que obtuvo el Oso de Oro en Berlín. Y sigo creyendo que Un vaso de whisky, de Julio Coll, con Arturo Fernández, Muerte al amanecer, de José María Forn (autor de La piel quemada, de lo mejor del cine español de los sesenta), o A tiro limpio, de Pérez Dolz, fueron formidables exponentes de la sombría y noir vida española de “cuando entonces”, y lo fueron mucho más que los alambicados films pretenciosamente “sociales” que abanderaban el “realismo crítico”. Pero, siendo sincero, tengo que decir que jamás me gustó, de todas estas películas que acabo de citar, lo mal que le caían los sombreros a nuestros actores. Y es algo que sigue pasando. No tiene solución. A los españoles no nos sienta bien en los thrillers, ni en el cine de época, ninguna clase de sombrero. (En mis películas, cuando no ha habido más remedio, he pedido a los intérpretes que lo llevaran en la mano). Además de estar enganchado a las novelas y películas policíacas, era un radioyente -así se nos denominaba- infatigable. Hacia 1955 o 1956, yo tendría 11 u 12 años, recuerdo que la SER nos ofreció un programa maravilloso “a través de su gran cadena de emisoras propias y asociadas” llamado El criminal nunca gana. Eran relatos -guionizados para las ondas- de media hora, con crímenes, secuestros, atracos, que se desarrollaban en París, Nueva Cork o Londres, e interpretados por aquel inolvidable cuadro de actores de Radio Madrid. Antes de empezar cada episodio, el narrador (Julio Varela o Teófilo Martínez), nos advertía: “Por muy hábil que sea el criminal, por mucho que intente borrar sus huellas, tarde o temprano caerá sobre él todo el peso de la Ley, porque… EL CRIMINAL NUNCA GANA”, y entraba la música. También me gustaba El detective Fosglutén, aunque ya era un espacio de humor, en la línea de lo que luego sería el inspector Clouseau de La pantera rosa.
 
Si todo viene de la infancia, la mía, parafraseando a don Antonio, son recuerdos de un patio de butacas -en realidad, el entresuelo- de los cines de mi barrio. Allí padecí una cinefilia precoz, contagiosa e incurable, devorando cientos de películas, miles. En 1966, al irme a la Mili, deduje (al terminar la instrucción, no tenía otra cosa que hacer que pensar en bobadas como esta) que había visto más programas dobles que muchos acomodadores jubilados; y lo grande es que aún recuerdo todos, principalmente los formados a base de westerns en color y policíacas en blanco y negro llenas de delincuentes con mala suerte y chicas tan atractivas como malvadas. Desde entonces me fascinan los tipos desnortados, los polis y jueces corruptos y las pelirrojas sexys y enigmáticas.
 
En contra de lo que afirman los comunicólogos, y los sociólogos de cercanías, la gente que fuimos mucho al cine siempre hemos vivido en el presente, esa poderosa divinidad. El cine es presente de indicativo -que a veces, es cierto, no indica gran cosa-; pero todo sucede en pantalla por vez primera. Los cinéfilos estamos hechos de recuerdos; y los kinephilos clásicos, de recuerdos y Hollywood. Quizá por ello, a buena parte de mi generación se la ha acusado con frecuencia de mirar hacia atrás. Mi hermano Manolo Alcántara, con el que llevo compartiendo innumerables Dry Martines y amaneceres desde hace más de cuarenta años, repasando la izquierda de Cassius Clay o un poema de Borges, afirma que mis libros y mis películas están envueltos en una “nostalgia jubilosa”. Algo que no sucede, me dice Manolo, con otros cineastas, poetas, novelistas o filósofos de mi reemplazo, cuya nostalgia es apenada y sombría. Me encanta. ¡Ojalá sea verdad! Eso no tiene nada que ver para que algunos miembros de la intelligentzia sigan incluyéndome en la tribu de los acusados, por mi independencia militante, lo que también me encanta. Pero confieso que sé, desde hace tiempo, que hay algo antagónico en mis párrafos y en mis escenas para mucha gente. Es normal. Les pasa a quienes escriben o filman, o pintan o actúan. No puedes gustarle a todo el mundo (serías un producto, una marca, y no una persona).
 
Otros de mis problemas (y el de muchos de los de mi banda) es que el cine que me gusta ver ya se ha hecho. Y entre Paul Thomas Anderson y Terrence Malick, los nuevos gurús de la Politique des auteurs, me quedo con Raoul Walsh, Billy Wilder, Preminger o Minelli, que siempre me rejuvenecen y me dan una vida de repuesto. Creo que el cine de Murnau, Renoir, Buñuel, Mizoguchi, Dreyer o Rossellini; considero, digo, que las películas de Ford, Hitchcock, Lang, McCarey, Berlanga o Lubitsch, son Arte, y que, como el verdadero Arte, ni nos dan respuestas ni soluciones, pero, y de eso se trata, nos abren infinidad de caminos. El cine de Hollywood de la Edad de Oro -similar al siglo de Pericles, tan parecido a nuestros dorados años de Cervantes, Lope y Quevedo-; insisto, el cine que hicieron esos gigantes que acabo de citar, más Ozu, Chaplin, Stroheim, Welles, etcétera, es único e irrepetible, como la vida. Ese cine, el que me gusta, el que ya se ha hecho, cada vez me recuerda más los cuadros de Van Gogh, Rembrandt, Goya, Picasso, Velázquez, Zurbarán, Valdés Leal, Caravaggio o Vermeer; porque también son obras que aportan vida y te llevan a buscar otros atajos siempre enriquecedores; estoy refiriéndome a películas y cuadros que nos hacen más receptivos con las personas, con los países, con las ideas, que consiguen, en suma, que comprendas más y mejor. “El Papa Inocencio”, de Velázquez, que parece que se va a levantar de un momento a otro para echarnos una bronca, está más vivo que Benedicto XVI cuando sale en el Telediario. Lo maravilloso de Woody, además de su humor, es que te obliga a sentir, a pensar, a recordar, a reflexionar. Y qué decir de Billy Wilder. Billy, como el resto de los muchachos, te da futuro. Es curioso, hoy veo las películas de Chaplin como una mezcla perfecta a base de Woody y Bergman. Menuda combinación.
 
Nada de esto que digo lo he visto yo en Maldición, de Bela Tarr; ni en Magnolia, Pozos de ambición, La delgada línea roja o El árbol de la vida, todas ellas desvaídas imitaciones de Tarkovsky o Kubrick. De los “nuevos”, me quedo con Nolan, Fincher, Tarantino, Lynch, Affleck, Soderbergh, Rian Johson, la Bigelow, la Campion y por ahí.
 
Un gran triunfo del cine negro es que logró que las mujeres no fueran nunca más víctimas de ninguna experiencia desagradable. Se acabaron lo jefes que metían mano a las secretarias. Las chicas serán ya sus propios jefes. Y últimamente, desde hace ya bastantes películas, otras mujeres noirs pueblan las pantallas, emigrantes ilegales, drogadictas, polis, analistas financieras, publicistas, ejecutivas, todas con blogs. El cine negro ha hecho muchísimo más sexy a la mujer, más inteligente, más independiente. Hablo de mujeres dispuestas a cumplir todos sus propósitos profesionales, todas sus fantasías en la cama, con o sin ligueros, con o sin picahielos. Hablo de mujeres que ya no hacen caso de su alma ni de su inteligencia, solo escuchan su instinto. Lo de las flores y los mimos, les trae sin cuidado. Gauguin se largó a la Polinesia en busca de chicas exóticas, con pezones de cristal, las mismas por las que regresaron a la isla los de la Bounty, y no porque estuvieran hartos de Blight. Esas chicas, con promesas de amor salvaje en la mirada, nos las ofreció el film noir en carne viva antes que nadie; en gris, primero; después, en color.
 
En el buen cine negro, en el mejor, la vida se nos aparece confusa, empañada, como los espejos del cuarto de baño tras la ducha caliente. Y es que la vida real es así, nada de nítida, ambigua a más no poder. Otra virtud del noir es el apoyo constante que ha ofrecido (y ofrece) a la mujer para desembarazarse del hombre. Docenas de extraordinarios escritores anónimos -la mayoría sepultados tras las listas negras de McCarthy y sus secuaces- son los verdaderos responsables de que las chicas también hayan llegado finalmente a comprenderse a sí mismas, aunque sea a medias. Algo que los hombres aún no hemos logrado. El cine negro, en fin, nos descubrió que el adulterio es agotador.
 
Según vas cumpliendo películas, sobre todo películas negras, te das cuenta de que mujeres y hombres no estamos hechos los unos para los otros. Cosa distinta es que nos necesitemos. Pero no existe feeling, entendimiento entre nosotros desde que habitábamos las cavernas. Y, desde luego, jamás nos descifraremos de verdad en el terreno sentimental, si acaso algo en la fase del enamoramiento, durante el Big Bang, cuando el acontecimiento nos eclipsa el cerebro y modifica momentáneamente nuestro egoísmo. En cambio, sí podemos formar con las chicas un buen equipo en el mundo artístico -celos aparte- o, mejor aún, en el tenis, o incluso en el ámbito de la amistad.
 
En el noir he aprendido que lo que le contamos los hombres a las mujeres casi siempre es mentira, porque solemos decirles lo que ellas quieren escuchar. Por otra parte, lo que comentan las chicas con las otras chicas tampoco es verdad, porque normalmente repiten lo que nosotros les hemos dicho.
 
Y nada más. Basta de sermones. Este libro contiene algunos de mis primeros recuerdos noirs, deshilvanados, así como dos o tres de mis pequeñas -pequeñitas- convicciones. No tengo duda, por ejemplo, de que el film noir siempre va a estar de actualidad, porque en el mundo nunca dejará de haber crisis, sociales y personales. El cine negro levanta las alfombras, pone a la vista la podredumbre de la sociedad, desenmascara la corrupción de los gobiernos, de todos los gobiernos, y nos muestra la falta de escrúpulos de la Justicia y de la Policía. Al Capone, con su doble contabilidad, es desde hace años la asignatura más estudiada en Económicas. Por si fueran pocos argumentos, las rubias apenas piensan en uno y los amigos te traicionan. ¿A quién no se le ha roto el corazón, al menos una vez cada diez años? ¿Y no has tenido más remedio que recoger los pedazos en la bolsa de la basura, juntarlos y seguir tirando? Cine negro. Voy a terminar ya este prólogo que, sospecho, ha salido más gris topo que gris marengo. En un futuro, me propongo abandonar los textos “no narrativos” por otros en los que trataré de contar “historias”. Intento escribir lo mejor que puedo, lo más sincero, aunque nunca lo consigo. En fin. Está cayendo el día. El sol añade un tono canela al mar, allá lejos, y veo el lucero de la tarde en el cielo anaranjado, muy arriba. Me voy a preparar una copa. El Dry Martini es al crepúsculo lo que el saso -¿o es el sexo?- a la noche. Un verdadero alivio.
 
Lege feliciter, eso es lo que deseo: que lo leas a gusto.
 
J.L.G. Guadalmina, agosto, 2012
 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Suscribo una buena parte de tu opinión acerca de la personalidad de Garci, y de su inmenso conocer cinematográfico.Gracias a él yo disfruté mucho del cine con su programa !Qué grande es el cine!, y aprendí mucho en aquellas tertulias, que además provocaban en un grupo de gente amiga un montón de controversia precisamente debido en gran parte a su personalidad. Hay dos películas suyas que me gustaron mucho "Las verdes praderas" y "Asignatura pendiente". Leeré este libro. Ah! y por cierto, "Perdición" es una de mis películas favoritas.

Alberto San Segundo dijo...

Gracias (con casi un mes de retraso; mis disculpas), anónimo comentarista, por tu participación. A mí también me gustaba "¡Qué grande es el cine!", e incluso me gusta Garci, aunque a veces me resulte "estomagante". Pero es una máquina de conocimiento... y tiene sensibilidad, pese a que en ocasiones parezca impostada. En fin...

Un saludo