Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 9 de abril de 2014

JUAN CRUZ RUIZ. OJALÁ OCTUBRE
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Desde aquí, desde Radio Universidad de Salamanca, os traemos todas las semanas una nueva propuesta de lectura, un nuevo libro con el que pretendemos avivar vuestra voluntad de leer, con el que intentamos despertar en vosotros el disfrute y el placer de la lectura.
 
El libro que hoy he escogido para tan ambicioso propósito es una novela, una novela llena de emoción y sentimentalidad, una novela que es una especie de documento personalísimo de la primera infancia y la juventud de su autor, una novela que es, en gran medida, una autobiografía, hecha a través de la evocación de la figura de su padre, de Juan Cruz Ruiz, el periodista y escritor canario a quien debemos esta muy sensible Ojalá octubre, que publica la editorial Alfaguara.
 
La relación padre-hijo es la más intensa entre dos hombres. La literatura la re-crea con grados de acercamiento muy diversos. Telémaco sale en busca de su padre Ulises seguro de que le asistirán los dioses. Su ruta es “la ancha espalda del mar”. Juan Preciado sale en busca de su padre Pedro Páramo incierto de si le asistirán los muertos. Su ruta es un camino de cacto y polvo. Abraham es puesto a prueba por Jehová sacrificando a su hijo Isaac. Turguénev, en Padres e hijos, pone a prueba la relación cuando dos generaciones entran en conflicto, y Hamlet, el hombre de la duda, sólo actúa, como Cristo, en nombre del padre, para vengarse.
 
Con estas palabras comenzaba el desaparecido Carlos Fuentes su artículo de 2007 en el que comentaba el libro que ahora yo os presento. La relación tantas veces conflictiva entre padres e hijos tiene, aparte de los ejemplos mencionados por el escritor mexicano, una intensa presencia en la literatura. A los referentes citados yo añadiría ahora la esencial Carta al padre, de Franz Kafka, que tanto influjo tuvo en una lejana fase de mi vida, o la reciente Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, con la que ganó el Premio Nacional de Narrativa de 2011. En casi todas ellas, no obstante el amor paterno filial que inevitablemente aflora por doquier, el enfoque es a menudo agrio, el hijo evoca a su progenitor con despecho, usa la escritura para formalizar una suerte de venganza, para ajustar cuentas póstumas; el tono es hiriente, preñado de reproches, de quejas, de hostilidad incluso. No ocurre así, en cambio, en la obra de la que ahora os hablo, que rezuma bondad y emoción, amor y generosidad, cariño y dulzura, entrañable alegría y conmovedora gratitud.
 
Ojalá octubre parte de una frase del escritor norteamericano Truman Capote quien, en una fase de su vida en la que vivía rodeado de satisfacción, plenitud y felicidad, escribió: Me gusta tanto este mes que ojalá siempre fuera octubre. Estas palabras de Truman Capote, traen a Juan Cruz el recuerdo de su padre, ya fallecido, los últimos momentos de su vida, su triste entrada en el hospital, sentado en silla de ruedas, su mirada llorosa, triste, perdida, la mirada del que intuye que todo está ya decidido y nada puede hacerse, que el juego ha terminado y atrás quedan la ansiedad por vivir y ser feliz, la pasión por la vida, el deseo, la esperanza. Y esa mirada, grabada ya para siempre en el hijo, desencadena en él el deseo de rememorar la vida con su padre, de recordar la personalidad de éste, sus afanes, sus secretos, su tristeza, sus sueños. Pensé, dice el autor, en qué momento habrá dicho, cuándo, ojalá este mes siempre fuera octubre. ¿Tuvo un día, o dos, tuvo una semana, un tiempo, un segundo acaso, tuvo alguna vez el instante que le permitió decir, ojalá siempre sea el mes de octubre?
 
El libro entero está impregnado de lirismo, de ternura, de sensibilidad. Juan Cruz vuelve a su infancia a través del recuerdo de su padre, nos cuenta las complejas relaciones con él, su propia enfermedad infantil, el asma que le acompañará toda su vida, las vegetaciones -el término que utilizaba su padre-, recuerda su niñez, su adolescencia, tamizadas por la melancólica figura del padre, por la poderosa presencia de la madre, la pobreza de su vida en una casucha modesta en un barranco de Tenerife, la bombilla de luz mortecina, los días mustios, el ajuar escueto, los muebles someros, lo limitado de la existencia familiar en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, la austeridad, a veces la miseria, de una familia dependiente de un padre camionero que trajinaba chatarra entre los pueblos de la isla aunque desempeñara, siempre inquieto, oficios varios. Juan Cruz lo evoca en sus palabras, letras de cambio, facturas, estraperlo, embargo, siempre la pobreza. Lo recuerda en sus sentencias, en sus silencios. Rememora sus ropas, sus chaquetas de dril, sus colores siempre oscuros, sus camisas blancas, el olor seco de su ropa. Se acuerda de las conversaciones nocturnas, de las escapadas al fútbol, precario solaz en un tiempo lento, huidizas tardes de domingo que se apagan vislumbrando desde un monte, a duras penas, el triste juego de los equipos del barrio. Y se acuerda del miedo y la tristeza, el miedo a la miseria, la tristeza siempre inexplicada, siempre presente. Y del dinero, o su falta, y del hambre, y de las primeras lecturas, y de la extraña fauna de amigos y parientes, de vecinos y compañeros de trabajo del padre, y de la melancolía del padre, y de la infelicidad del padre, y de la risa escasa del padre, y de la impaciencia del padre, y del silencio del padre, siempre el silencio del padre… y la enfermedad del padre, y su muerte.
 
Es un libro hermoso, este Ojalá octubre, un libro triste, un libro íntimo, un libro lleno de vida verdadera, de emociones nobles, de sentimientos auténticos. Leedlo, seguro que va a emocionaros.
 
Y esa poderosa figura, la del padre de recuerdo imborrable, aparece también en la canción con la que despido el programa por esta tarde. La conmovedora My father’s eyes, en la voz y la guitarra dolientes de Eric Clapton.
 
 
Fue entonces cuando pensé en mi padre. Lo veo a la entrada del hospital, arropado por una manta gris. Me mira. Está en una silla de ruedas, espera, yo paso ante él y encuentro que mira, o solloza, jamás lo había visto tan triste, tan ensimismado. Su silencio ya está al otro lado de la vida, ha dejado de ser una pregunta y en este momento ya es una acusación, un puñetazo, él no nació para morir, y está ahí, muriendo, no es él, él está en otro lugar, algún impostor le ha dejado su dolor, él lo carga, no se conoce a sí mismo, tan sólo sabe que está muriendo y no es él.
 
Así que pregunta. Eso es lo que se ve en su rostro. Pasé a su lado, lo miré, y ese instante en que el drama y el silencio se juntan en su rostro ya se quedó conmigo para siempre.
 
Trato de saber qué nos hace esa mirada, cómo se aloja, cómo regresa. La vi más veces, el miedo, la sensación del abismo, la mano que ya no sabe cómo hacer para secar la lágrima, pero jamás se había parado así en mi propia vida, esa mirada la ha ido haciendo.
 
Hace falta mucha valentía para encontrar respuesta luego a ese rostro.
 
Lo estoy viendo, él me está viendo. Y así siempre, no ha habido un instante en que no regresa ese rostro hablando. El miedo. Ese rostro en ese momento es el miedo.
 
Le pongo la mano en el hombro.
 
Todo irá bien, le digo.


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