Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 2 de abril de 2014

QUIM MONZÓ. MIL CRETINOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a nuestra sección de literatura, bienvenidos a Todos los libros un libro, el pequeño espacio que Radio Universidad de Salamanca dedica todos los miércoles a la presentación y recomendación de una obra literaria. Hoy os traigo una colección de relatos de un magnífico cuentista. Se trata de Quim Monzó y de su último libro, el excelente Mil cretinos, publicado por la editorial Anagrama con la traducción del catalán a cargo de Rosa Alapont. Quim Monzó es uno de los más grandes escritores de cuentos de los últimos treinta años. Uno de los más grandes sin duda de su Cataluña natal, pero también de toda España, e incluso hay quien lo reputa, como el también escritor Enrique Vila-Matas, como uno de los mejores del mundo. En cualquier caso ya supondréis que estas exigencias clasificatorias, estas manías por los escalafones no tienen mucho que ver con la literatura, pero, en fin, lo que es indiscutible es que Monzó es un fantástico escritor de relatos. Quizá alguno de vosotros tuvo ocasión de leer su anterior obra, también publicada en Anagrama, Ochenta y seis cuentos era su título, y en ella se contenían todos los cuentos publicados por Monzó hasta ese momento. Una estupenda vía para el acercamiento a la realidad literaria del escritor catalán. Como lo es también este Mil cretinos del que hoy quiero hablaros. El libro, que vio la luz hace casi siete años, es el último de ficción de su autor, y ello puede sorprender en un escritor que sin ser especialmente prolífico ha publicado cerca de una quincena de obras, entre novelas y colecciones de cuentos. Y ello es así porque, como confiesa el propio Monzó al periodista Enric González en una entrevista -que no deberías perderos- aparecida en verano de 2012 en la revista Jot Down, su dedicación a la prensa y sus colaboraciones diarias en el periódico La Vanguardia, en las que lleva ocupado desde 2007, no le dejan tiempo para ninguna otra actividad literaria. Confiemos en que pronto podamos ver reunidos en algún volumen recopilatorio (ya hay uno de hace unos años, Esplendor y gloria de la Internacional Papanatas, con una selección de sus columnas periodísticas escritas entre 2001 y 2004) estos artículos en los que el humor cáustico, la agudeza irreverente, las informaciones disparatadas, el absurdo controlado (o no tanto) y la inteligencia, la lucidez, la capacidad de penetración del pensamiento del catalán (¡lástima de fervor independentista!) siempre sorprenden e interesan.
 
En Mil cretinos se incluyen diecinueve cuentos divididos en dos bloques muy claramente diferenciados. Empezaré por el segundo de ellos, el más reconocible y homogéneo, el que guarda mayores concomitancias con el resto de la obra de su autor. Se trata de cuentos muy breves, algunos no llegan ni a una página, la mayor parte ocupan tan sólo dos o tres, en los que se muestran los principales rasgos del estilo Monzó: el lenguaje cercano, sin pedantes florituras literarias, la ironía, el humor, las cargas de profundidad escondidas tras una aparente ligereza, la disección hecha al desgaire, casi como sin querer, de los hábitos de la vida urbana de nuestros días, las fotografías precisas del anodino acontecer vital de algunas existencias solitarias y vulgares, unas fotografías que, al modo de las ya casi desaparecidas Polaroids, aparecen como fijadas en algún momento trivial, pero singular y exacto; banal o hasta ridículo, pero sumamente descriptivo y clarificador de esas existencias. Así, en Treinta líneas encontramos a un escritor con problemas a la hora de encarar un artículo. En Un corte, aflora la crítica a la actual situación de la enseñanza con un maestro insensible ante la cruenta lesión de uno de sus alumnos. En El reborde desusado penetramos en las interioridades de dos personajes envueltos en un algo hipócrita ritual de cortejo. En dos cuentos, Otra noche y Muchas felicidades, Monzó se adentra, de modo descarnado, en las miserias de la vida de pareja. En Cualquier tiempo pasado, en el elíptico y formidable El tenedor, en La plenitud del verano, tres cuentos muy logrados, es la vida familiar y sus insustanciales ceremonias la que pasa bajo la demoledora apisonadora de Quim Monzó, que como es habitual en él, no sólo en su obra literaria sino también en la periodística, no deja títere con cabeza.
 
Es, sin embargo, en la primera parte del libro, en sus siete primeros relatos, en donde, a mi juicio, están las grandes joyas de esta edición. Son cuentos, estos primeros, más densos, podríamos decir, más serios (aunque el humor también está en ellos, de modo muy sutil), más trascendentes. Algunos de ellos, los para mí más logrados, nacen de la experiencia, a la que ha aludido Quim Monzó en algunas entrevistas, del deterioro y la enfermedad de los propios padres del autor. Son cuentos en los que hay una presencia destacada del dolor, de la tristeza, de la decadencia, de la muerte. Cuentos que se desarrollan en residencias de ancianos, en geriátricos, en clínicas, en hospitales. Cuentos llenos de evocaciones, de recuerdos, en los que vemos el rastro que deja el paso de tiempo. Cuentos como El señor Beneset, como El amor es eterno, con la vida de pareja, una vez más, como tema central, como el magistral Sábado, quizá el mejor del libro, como el también magnífico La llegada de la primavera; todos son relatos excepcionales, llenos de intensidad y emoción, llenos de, paradójicamente pese a su motivo principal, vida.
 
Recordad pues, este Mil cretinos de Quim Monzó, publicado por Anagrama, estoy seguro de que os interesará. Os voy a dejar con un fragmento de uno de estos cuentos, Miro por la ventana es su título, muy descriptivo de la obra de su autor. Xavier Plá, en un artículo en el diario Avui de Barcelona, ha señalado que mirar por la ventana es una excelente metáfora de la literatura de Monzó, así como de la vida misma. Un hombre mira por la ventana, observa la calle, habla por teléfono, curiosea en los retazos de vida que percibe en las viviendas ajenas, piensa en lo que ve e imagina lo que no ve, vive un acto banal, intrascendente, pero detrás de esta rutina simple hay algo más, siempre hay algo más en los cuentos de Quim Monzó…
 
Música catalana, cómo no, para complementar esta reseña. No he sido capaz de localizar ninguna de las canciones cuya letra escribió el propio Monzó. Os dejo, pues, con un tema, Teresa Rampell, del grupo Manel. Y aunque el amor romántico no es un tema muy “monzonesco”, pienso que esta canción sí puede encajar en el universo urbano del escritor.
 
 
Miro por la ventana, no porque no tenga nada más que hacer, pues cosas que hacer tengo siempre un montón -muchas menos querría-, sino porque la verdad es que ahora no me apetece hacer ninguna. Lo que me apetece ahora es mirar por la ventana. Miro por la ventana y contemplo el edificio de enfrente. Nada de especial. Dos balcones iluminados con las cortinas descorridas, todo lo demás a oscuras. Por la puerta de uno de los dos balcones se ve un comedor con una mesa vacía. Por la puerta del otro, una habitación con una puerta al fondo y un lienzo de pared vacío. Debe de haber muebles, probablemente una cama, porque detrás de la puerta hay un perchero con una camisa y unos pantalones. No se ve movimiento. Hace mucho rato que miro y tengo sed e iría a beber un vaso de agua, pero si me levantase ya no miraría por la ventana y si dejo de mirar por la ventana seguro que me liaré a hacer cualquier cosa y no volveré a mirar. No es que haya conseguido mucho deleite con esta actividad en el montón de minutos que hace que me dedico a ella, porque, con luz, sólo hay los dos balcones que he dicho antes. Miento. Ahora que me fijo bien, hay un tercero, bastante más arriba, con una mujer que plancha en una tabla y un niño en un parque que justo ahora arroja el sonajero al suelo. No me había fijado en ese balcón porque está tan arriba que para verlo he de agacharme y levantar la vista y, hasta ahora, no sólo miraba por la ventana sino que lo hacía con una actitud voluntariamente abstraída, con la mirada fija en los otros dos balcones, que quedan por debajo de mi ventana y que veo sin necesidad de agacharme.

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